Ángeles Valdés-Bango

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La oportunidad nunca llama dos veces

La puerta incorporada

Será mejor que no vengan

 

La oportunidad nunca llama dos veces

«La oportunidad no hace como el cartero, nunca llama dos veces», dijo, en voz alta, para que los otros la oyeran, aunque fue, más bien, como una recomendación que se hacía a sí misma en palabras que le venían de su afición a la novela policíaca y al cine negro.

La motivación, de lo que sería un exordio, era la inesperada visión de dos cuerpos agarrados sobre el sofá del despacho de su jefe, cuya puerta acababa de abrir con una de las llaves de la Secretaría, y que, enseguida, pudo apreciar que no podían desasirse, uno del otro, pues la vulva de la Jefa de Sección de Expedientes disciplinarios se había cerrado herméticamente alrededor del pene del Inspector general impidiéndole salir de la vagina en la que se había introducido.

Durante unos segundos cerró los ojos, como los otros dos, para suplicar en silencio: «¡Dios mío; que no se me vaya de las manos! ¡Que no se me vaya de las manos!». Después, como si la súplica hubiera producido un efecto milagrosamente fulminante, se encerró con ellos y comenzó a archivar la escena, desde todos los ángulos que le parecieron apropiados, en un teléfono móvil que sacó de uno de los bolsillos de su pantalón. Y al mismo tiempo, tratando de que los otros entraran en él, procuró fijar su discurso en unos extremos claros y precisos, y en unos sonidos que les llegaran cercanos y desprovistos de cualquier significado que, a pesar de todo, no fuera tranquilizador: «Lo de las fotografías no tiene importancia, es sólo material para negociar. Lo importante, la buena suerte en todo esto, es que la que ha entrado he sido yo. No podía haber nadie más dispuesto a contribuir a que todo quede arreglado. Y aquí no ha pasado nada. ¡Imagínense los que hubieran podido estar aquí y ahora!».

Calló, esperando que sus palabras calasen en los que no parecían estar ni escuchando ni existiendo, queriendo convencerse, antes de seguir y sin darse ninguna razón en la que apoyarse, de que el único camino para que los otros cooperasen, «a ver cómo administro todo esto», era aquella arriesgada sinceridad con la que les había hablado. Y dentro de un estado de nerviosidad asumida, y controlada y ocultada, continuó diciendo, esta vez para sí misma: «Que no se me vaya la situación de las manos. Vamos a ir con orden, como en un oficio, primero el encabezamiento y las pruebas. No quiero que se me vaya de las manos y encontrarme al final con que no merecí que me llegase».

Y, también, calló por el temor, no sabía si infundado dada la tensión que experimentaba, de haber dejado en evidencia o simplemente de haberles dejado atisbar, con su imprudente alusión a las fotografías cuya expresión nunca utilizaba, aquella parte de sí misma de la que nadie le había oído hablar, aunque, inmediatamente, se calmó, porque creyó estar casi segura de que ellos no estaban en condiciones de enterarse de nada.

A lo largo de toda su vida, pues no sabía desde cuándo lo venía haciendo, del mismo modo que en sus viajes muchos recogen en fotografías los lugares por los que van pasando, levantando acta de su presencia en ellos, así ella iba seleccionando, y podría decirse que atesorando, las escenas que encerraban un resumen de las experiencias vividas y cuya peculiaridad, en su caso y sobre todo, consistía en que jamás las había compartido, ni estaba dispuesta a compartirlas, con ninguna otra persona. Así que, antes de seguir adelante, se detuvo a darse la confianza de que, desde luego, no les había hecho la confidencia, porque nunca hubiera querido hacerlo y nunca lo haría, del tratamiento que daba a estas escenas que guardaba en una especial hondura de su más íntima conciencia y que podía rememorar, en una sucesión ordenada, oliendo sus colores y disfrutando sus formas y contemplando sus sabores. Y de que tampoco habrían podido deducir de sus palabras que ocupaba parte de su vida, probablemente aquellos ratos auténticamente placenteros, en buscar un lugar, o unos lugares, para cada cosa o cada rostro; y también en cambiarlos de sitio o intercambiarlos, en un repente creativo y amoroso, sin que ello afectase a la verdad intrínseca del cuadro. Y, mucho menos, de que habrían podido saber que aquellas escenas, que adornaba y retocaba y ordenaba para ejercitar el poder de modificar la historia de su vida, se hacían visiblemente reales mientras las iba proyectando, habitualmente, al acostarse, antes de dormir, y, después del despertar, antes de levantarse.

Endureciendo la voz, para vencer la resistencia de aquel inseparable y mudo abrazo, que también parecía impenetrable, fue exponiendo un planteamiento con el que, además, pretendía ignorar y desbaratar la compasión que empezaba a sentir por los otros: «Estoy algo más que cansada de no saber cómo meterle mano para cambiar esta escena, en la que yo me veo, desde hace cuatro años, haciendo trabajos que no son de mi categoría, y en un despacho que no es un despacho, sino un cuarto interior que tengo que compartir con la fotocopiadora y la nevera y la máquina del café. Pero esto tiene que cambiar; no puede seguir así, porque ya me ha puesto medio pasada de revoluciones. Y, además, sin saber el porqué. Igual me da que manden unos o que se encaramen otros, yo no salgo de los mínimos. En el último concurso, no me dieron una Jefatura de Sección porque no me ajustaba a su perfil: Yo tenía dos Licenciaturas y el puesto era para un Diplomado; y yo era del Grupo A y para el puesto era suficiente el Grupo B. Y, encima, me dieron la explicación de que la que habían nombrado tenía un informe, de su Jefe superior, certificando que sabía desempeñar las funciones del cargo, porque ya lo había estado haciendo hasta entonces; y yo no».

Hizo una pausa, para esperar una respuesta, un sonido, un movimiento de cabeza y, como no llegó nada, evitó el abandonarse al pánico de cometer una torpeza y procuró añadir una cierta beligerancia, pero controladamente dialogante, en la concreción de sus pretensiones: «Teniendo en cuenta lo distintos que somos y el distinto nivel en el que nos encontramos, y no estoy haciendo ningún juicio de valor, pero esto es así, don Manuel, si queremos solucionar esto, tendremos que esforzamos, los tres, en hablar en el mismo lenguaje. Quiero que me den una Jefatura de Servicio. Y que se me dé, ¡ya!, en una comisión de servicio tan fija como si estuviera pegada con Loctite; y, en un tiempo prudencial pero que no se alargue, que se me adjudique en propiedad en un concurso ajustado a mi perfil. Una Jefatura de Servicio, o un nombramiento de Consejero Técnico o de Asesor Técnico, no me importa, pero de Nivel 26. Yo vine a ponerle una nota, porque estuvieron llamando para una reunión con el Subsecretario, y las de la Secretaría ya se habían marchado. Y, por supuesto, yo podría decir que no lo localicé».

A continuación, introdujo un corto espacio, en el que, no como revancha, ni por el regocijo de un mal ajeno, sino por el ánimo de descargar su nerviosismo, canturreó dentro de sí: «Es una deuda que tienen que pagar, como se pagan las deudas del amor». Y después, como en una llamada genética, imitando a su abuelo cuando quería imponer orden, los amenazó: «y si no se aceptan estas condiciones, que yo merezco y que se me han estado negando, tan cierto como hay Dios, y usted debe saber de lo que estoy hablando porque es un creyente fervoroso, que lanzo todo esto a los cuatro vientos en los medios de comunicación».

En aquel momento, sin que pudiera decirse que su intención era la de cortar su alegato, los otros dos rompieron a hablar casi al mismo tiempo: «Decídete de una puta vez, Manolo. Ya te dije que aquí, no», estalló la Jefa de Sección; y ya no volvió a decir ninguna otra cosa, que resultara comprensible, en ningún otro momento. Mezclando su voz con aquel estallido, el Inspector general, pausadamente y como sopesando los términos de una negociación, concedió: «No es necesario decir groserías. Sé perfectamente que no estoy en situación de exigir. Pero necesito un tiempo para maniobrar y vestir los nombramientos». Y ella, sabiéndolos vencidos, dejó que aflorara su compasión: «Es el ansia, don Manuel. Y que no quería dejarlo marchar. A ella también le gusta hacerlo con usted». Y la dulzura del tono que utilizó, misteriosamente, produjo un efecto apaciguador en los tres.

Después de aquellas intervenciones, ella dio por prestados, tácitamente, los oportunos consentimientos para hacer un frente común que llevase a buen término aquel asunto que a los tres, en principio, les parecía tan espinoso. Y todo lo que siguió, y que entró a formar parte de la historia de su vida sin muchos retoques, fue tan laborioso, y complicado y complejo, como la seducción y el placer, y el venir a este mundo y el marcharse de él.

El desarrollo de los acontecimientos, que ella misma dirigió y que, en los momentos de duda o titubeo o reticencia, aceptó con el argumento de que «París bien vale una misa», aunque tendría que pensarse que fue improvisado, tenía sin embargo la impronta del que está habituado a trabajar con eficacia bajo presión y, además, a extraer el mayor rendimiento de los medios disponibles; pero la particularidad de la situación por la que atravesaban, los tres, impidió que se maravillasen por ello.

Salió a guardar el teléfono móvil, en un lugar seguro, para evitar tentaciones, hasta de sí misma, pues la naturaleza humana es imprevisible, y a buscar lo que luego les presentaría como material de ayuda. Y cuando regresó, y cerró cuidadosamente la puerta tras de sí, entró en la parte de la negociación que siempre consideraría como su mayor logro; especialmente, por el oportuno éxito alcanzado en la defensa de los efectos relajantes de las grageas de valeriana y passiflora, con la ayuda del prospecto del laboratorio farmacéutico y que el propio Inspector general quiso revisar personalmente, y, también, por la sabia aceptación, sin ninguna reserva, de las posibilidades de la mantequilla para deslizar y facilitar los masajes, para suavizar y dulcificar las durezas más recalcitrantes, y para inaugurar y aligerar cualquier conducto. Y, como después pensó, «una cosa, llevó a la otra».

Cuando la vulva se aflojó y el pene derramó su contenido en el intenso orgasmo al que llegaron, ella siguió concentrada en su control, para evitar cualquier menoscabo en su posición de preeminencia, y salió, a la Secretaría, a dejar que fluyera el suyo sentada en un sillón ergonómico. Y consideró, asombrada, que, por alguna afortunada combinación de los medios naturales o por la intervención de algún dios indulgente, los tres habían participado en un orgasmo simultáneo; aunque imperfecto, puesto que ella había tenido que retrasar, si bien voluntariamente, el que le había correspondido.

Sin que se hubiera producido ninguna pausa, presenció la salida de la Jefa de Sección, ocultándose en un amplio impermeable oscuro y aparentando murmurar algo inaudible, y ella, sin ningún matiz peyorativo, concluyó para sí misma: «A estos, no les quedan más ganas». Y más tarde, contempló cómo salía el Inspector general, respetando un intervalo que a él mismo le pareció necesario, para subir, a la quinta planta, a despachar con el Subsecretario, pulcramente metido en una vestimenta impecable, que, el conductor de un coche oficial, le acercó a su cuarto de aseo personal, una vez recogida en su domicilio.

Y entonces ella, creyendo finalizada su contribución a la feliz resolución de aquel asunto, se felicitó con una suave caricia en su mejilla; como en aquella imagen en la que su abuela, cuando la enseñaba a hacer encaje de bolillos, la animaba asegurándole con cariño: «La labor bien hecha, bien parece». Y al marchar, inexplicablemente, en un fugaz y doloroso vacío, vio pasar la desconcertante certeza de que los echaría de menos.

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La puerta incorporada

         Una noche, cuando subía las escaleras de su casa porque el ascensor no funcionaba, en el descansillo anterior al quinto rellano, que correspondía al de su piso, se topó de bruces con una puerta que nunca había estado allí.

A pesar de que aquel hallazgo lo sobresaltó, no quiso entrar en el dormitorio a despertar a su mujer, para contárselo, pues los dos respetaban la costumbre de que, en aquellas noches en las que se veía obligado a retrasarse por su trabajo, él la dejaría dormir para no interrumpir su sueño, y ella no debía esperarlo para no acortar el descanso de ambos. Y, al día siguiente, tampoco quiso hacer ninguna referencia a aquel hecho, que lo tenía completamente confundido, sobre todo porque pudo comprobar, cuando salió hacia su oficina, que aquella puerta había desaparecido.

Aunque la confusión por ese encuentro lo preocupó durante algunas semanas, con algunas intermitencias, su perplejidad se fue difuminando probablemente por la tensión que en esos días venía soportando en el desarrollo de sus obligaciones profesionales, y, quizás, evitaba el detenerse a valorar su trascendencia debido a que, desde el principio de su matrimonio, había delegado en su mujer la atención de cualquier contingencia que clasificaran como perteneciente al ámbito doméstico, y, es posible, que la preocupación también se fuera debilitando porque hubiera conseguido el deseo que sentía de arrancarse de cuajo aquel descansillo que tenía una puerta incorporada, y de olvidar aquel incidente.

No obstante, queriendo recuperar el sosiego que él creía que siempre había tenido, hasta en los momentos de mayor presión en su ejercicio profesional, al regresar una noche a su casa, pasados un par de meses, con la pretensión de provocar la repetición de aquella experiencia, introdujo varias piedrecillas en la ranura que dejaba al descubierto el ascensor, para averiarlo, y se aventuró a subir, por las mismas escaleras, con el nerviosismo de volver a encontrar esa puerta que, debía admitirlo, todavía lo desasosegaba. Y con la intención de reunir los suficientes datos para pedir, a su mujer, una información sobre el particular, pudo anotar, mentalmente, que todas las puertas, de los distintos pisos, se encontraban en los respectivos rellanos, y que no había ninguna en los descansillos intermedios.

Esa verificación, que después de realizada calificó como imprescindible, si bien pareció retrotraerlo a la situación en la que se encontraba antes de aquel descubrimiento, no lo hizo del todo, como él mismo reconocía, porque, según la explicación que se daba, con aquel asunto había aprendido que todo lo que sucede deja secuelas. Por eso, para poder seguir como hasta entonces, aceptó una normalidad, que no comentó con nadie y mucho menos con su mujer, en la que, en sus palabras, el desasosiego se había instalado por derecho propio, pero que no mermó, en modo alguno, el rendimiento que había abonado su bien ganado prestigio profesional, a juicio de los directivos de su empresa, y que tampoco pareció afectar a las relaciones que se habían establecido entre él y su mujer. Y, por esa razón, nada dejaba traslucir en su comportamiento habitual que, en cual- quiera de esos dos mundos, él ya no era exactamente el mismo.

Reorganizada su vida, con la incorporación de ese cambio, no tardó en hacerse a aquella manera de vivir en la que la inquietud y la duda, y también la alarma y las vacilaciones, añadían o quitaban matices a las nuevas consecuencias que se seguían de sus actividades, aunque, a la vista de la variabilidad que uno ha de encontrar en el transcurso mismo del tiempo, creía que no podía esperarse que, precisamente él y lo que procedía de él, permaneciera inalterable. Así que, el desasosiego inicial dio paso a una tensa calma en la que la inquietud y la duda aparentaban ser una suerte de perfeccionismo, y la alarma y las vacilaciones se confundieron con una forma, en cierto sentido muy humana, de buscar la opción de la que se derivasen los mejores resultados con los mínimos daños.

Habría que añadir, intentando reflejar, con una mayor aproximación, esa normalidad recién estrenada, que él no pensaba que las alteraciones de su ánimo tuvieran su origen en aquella extravagante puerta, vista y no vista, sino que más bien creía que, como todo es mudable, se había producido, en él, una transformación. Y consideraba que no merecería la pena profundizar en los motivos que la habían impulsado, puesto que estaba seguro de que él también hubiera llegado a ser otro distinto a aquel que había sido en el supuesto de que se hubieran dado otras circunstancias. Y sentía, un poco forzadamente, la certidumbre de que las diferencias, que alejaban el momento que atravesaba de los momentos por los que ya había pasado, provenían de la peculiaridad, y del detalle, de que él estaba siendo consciente de aquella evolución.

Y, cuando casi había pasado un año, un día, ya muy entrada la noche, en el que volvía retrasado a su casa y, como algunas veces, no pudo utilizar el ascensor, al subir el último tramo de las escaleras, antes de acceder al rellano donde estaba su piso, tuvo un nuevo encuentro, en el mismo descansillo, con aquella puerta a la que él creía haber dado muerte y enterrado y olvidado. Y, a lo mejor porque no era la primera vez y, sin embargo, lo cogía desprevenido y con la guardia baja, el sentimiento que se apoderó de él fue el de una estupefacción paralizadora.

Nunca pudo recordar, después, cuánto tiempo permaneció en ese estado y delante de la puerta, pues ni siquiera al día siguiente hubiera podido dar cuenta exacta de la duración de todo aquel fenómeno, en su conjunto. Pero lo que sí recordaba, con absoluta claridad, eran las fases o estadios que se habían ido sucediendo; entre los que cabría señalar, aparte de la parálisis y el estupor del momento en el que la puerta había aparecido ante sus ojos, el de la resolución que lo empujó a comprobar con sus manos la realidad física de la puerta que sus ojos veían, y el de la retirada que inmediatamente inició, por causas que tal vez no llegaría a esclarecer, ante la invitación que le hicieron, desde la misma puerta, cuando la golpeó para cerciorarse de su solidez: «Adelante. Pase. Sólo tiene que empujar».

De todos modos, para poder recuperarse de aquella conmoción, pues eso era lo que sentía, no habló, con su mujer, de lo que le había ocurrido, hasta la hora en la que compartían la comida del mediodía. Y, porque creía que así debía ser, no dejó que se traslucieran los sentimientos que lo agitaban, de arriba abajo, ni se expresó, en relación con aquel suceso, con una claridad que pudiera poner, en manos de ella, ni la menor parte del control de la situación; y, en todo momento, se refirió, a aquella cuestión, como a algo que no tema esa extraordinaria importancia que él le daba:

_Este ascensor siempre está estropeado. Anoche, cuando subía las escaleras, me pareció que había una puerta en uno de los descansillos. Entre el cuarto piso y nuestro rellano. ¿Sabes algo, de eso?

_¿Qué puerta?

_Una puerta como todas las demás, de la casa. Como la nuestra. Pero en un descansillo, entre los dos pisos. Entre el cuarto y el quinto. ¿La viste, tú? ¿Sabes si, alguno más, la vio?

-        _Yo nunca bajo andando. Y, si tengo que subir, espero, en la cafetería de abajo, a que arreglen el ascensor. Pero, si está la puerta, ¿cómo no la iban a ver? ¿Y de qué piso es?

_La puerta ya no estaba esta mañana. Por eso te lo pregunto. ¡Cómo voy a saberlo, yo! Estas historias, de la casa, son cosa tuya.

_¿La puerta ya no está?

_No. Ya no está.

_Entonces, ya sé lo que pasa. Es un trampantojo. Marcela, la mujer de don Evaristo, el del piso de enfrente, se entiende con un pintor que vino a vivir, justo en el piso de abajo, hace como seis meses. Yo creo que ya se conocían, de antes. Y le hacen luz de gas, a don Evaristo. Para que se vuelva loco, o para que le dé un infarto o un derrame cerebral.

_¿Un trampantojo? ¿Cómo?

_Sí. La puerta la pinta, el amiguito, por la noche. Luego, bajan al marido, por las escaleras, y le dicen que ellos no la ven. Y, después, el pintor, que eso dice que es, la borra. Desde luego, da asco. Si los llego a pillar, les armo un escándalo.

_Tengamos la fiesta en paz. Será mejor que no hagas nada; ni digas nada.

Escuchando a su mujer, mientras creía verla desde uno de los lados de un abismo que los separaba: y los aislaba, al uno del otro, germinó en él una sorda irritación contra aquella voz que parecía haber venido a banalizar y a profanar la puerta, y el concepto de puerta, y la idea, de la puerta misma, que se albergaba en su mente. Y, en desagravio, se ofreció, a sí mismo, la certeza de que la puerta, incorporada a aquel descansillo, era tan suya como sus ojos, que la habían podido ver, y como sus manos, que le habían servido para tocarla. Y, aunque no se arrepintió de haber hablado con su mujer de aquello porque en alguna parte tenía que buscar la prueba de que aquella puerta no se le había aparecido a ningún otro, esa conversación le puso al descubierto la desolación que le habían estado generando sus vanos intentos de entenderse con ella por medio de cualquier clase de diálogo: «¿En qué mundo vive?».

A partir de ese día, no sólo ya no pudo seguir creyendo que en su vida todo marchaba bien, sino que, incluso, le resultaba cada vez más difícil hacer pasar el aislamiento, en el que se sentía abandonado, por una falsa independencia que había empezado a aborrecer. Por eso, en su ferviente y combativo anhelo de que su existencia girase, fuera lo que fuese lo que resultara de ello, la puerta del descansillo de la escalera de su casa vino a proporcionarle el pretexto que necesitaba para aferrarse a la esperanza, o, si se quiere, a un espejismo que hacía las veces de una promesa, y que le permitía confiar.

Así que, en medio de las funciones que desempeñaba y de los cometidos que se le encargaban, encaró la inclinación que experimentaba por aquella puerta, si esa expresión pudiera definir lo que lo movía hacia ella, con una devoción y un apasionamiento que, por ser desacostumbrados en su forma de ser y de hacer, se reservaba para lo que denominaba su alimento más íntimo. Y, porque los términos que había venido utilizando habían sufrido, según su criterio, un deterioro que los había hecho inservibles, luchó, como pudo, para sobreponerse a su confesada incompetencia, y se perdió en un universo insondable de sugerentes notas extraídas de una sonoridad que se le despertaba cuando se repetía, una y mil veces, la palabra mágica, que, podría decirse, designaba el objeto de su adoración, y de la que se derivaban, como creaciones de algún ser magnífico, otras palabras que lo venían a confortar, tan sólo por existir y pro- ceder de ella, y que, alegremente, recibía y guardaba como si se tratase de reliquias y talismanes.

En ese lenguaje reservado, en el que, de repente, comenzó a desenvolverse como si siempre hubiera estado preparado para ello, no dejó nada a la improvisación sobre las respuestas que daría, y los comportamientos que seguiría, respecto a lo que, desde la puerta, le demandasen o le ofreciesen cuando, una vez más, apareciera frente a él. Ya que, como creía vislumbrar, pudiera ser que la puerta abriera o que cerrara, y que estuviera, en el descansillo, para entrar o para salir; y otras preguntas y problemas y curiosidades, del mismo tenor, que desenredaba como si compusieran un juego que lo entretuviese y que hubiera sido dispuesto para que él hiciera sus habilidades.

Pero, al mismo tiempo, incorporando unos métodos que ya formaban parte de su reconocido carácter, mantenía encendida la llama de su espera reservando las noches de los viernes para hacer acto de presencia en el descansillo de las apariciones de la misma manera que el que debe dar pruebas de su fidelidad. Y, todo ello, sin dejar de cumplir, escrupulosamente, con el rito de subir andando las escaleras de su casa, y de reincidir, en cualquier ocasión que le fuera propicia, en la provocación de averiar el ascensor, para una mejor observancia de aquella liturgia.

Y, para dar una idea de la obstinación de sus sentimientos o de su empecinamiento en aquella costumbre, se puede decir que, al cabo de tres años, a pesar de que se veía como uno de esos amantes adúlteros, temerosos de ser descubiertos, y encoñados hasta el extremo de no poder dejarlo, no había hecho ningún intento para abandonar aquella fe. Y todos los viernes por la noche, en los que cumplía religiosamente con aquella ceremonia ritual, por encima de la concentración o el vértigo con los que la hubiera seguido, al darla por finalizada, dedicaba unos minutos a enriquecerla meditando sobre la misma reflexión: «Nadie se da cuenta de quién soy. Ni se dio cuenta de quién fui. Ni se dará cuenta del que pudiera llegar a ser, algún día».

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Será mejor que no vengan

            Antes de que llegasen, pensó: “Será mejor que no vengan”. Mientras esperaba, y cuando el tiempo iba pasando, la ansiedad, porque no venían, la hizo llorar.
    Desde el verano, y el otoño ya estaba muy avanzado, se venía repitiendo aquella escena; al principio, espaciadamente, y, desde hacía cerca de un mes, casi a diario, pero aquella era la primera vez que la espera la había llevado al llanto.
    Cuando despertaba de una siesta, una tarde, en plena canícula, en una soledad planeada, escondida entre unos pinos, y respirando el olor de un mar que apenas podía oír, salió de un sueño, que no fue capaz de recordar, sintiendo la añoranza de una plenitud que nunca había existido; y poco después, y ella creía que ambas cosas estaban relacionadas, comenzaron aquellas esperas que, muy pronto, se impusieron como su más importante ocupación.
    Los que habían de llegar no aparecieron definidos con claridad, pero mejor sería decir que no se concretaron en la oscura idea con la que luego se perfilaron, hasta que las esperas se repitieron, una y otra vez, como un difuso sentimiento de ausencias. Y aquella concreción, tan imprecisa, la había conseguido, o se le había ocurrido, como por arte de magia o, quizás, por los propios anuncios de aquellos que habían de venir, y que accedían a ella gracias a las esperas mismas.
    Es de suponer que las primeras esperas pudieron estar llenas, solamente, de una cierta nostalgia triste, en el centro de un estupor que le impedía pensar; aunque, a medida que pasaba el tiempo, se convencía, un poco más, de que lo que había logrado incorporar, a lo que tenía por certidumbres sobre todo aquel trabajo que se daba, ya lo había sabido desde siempre. Y, también, es bastante probable que todos los hallazgos que iba descubriendo, y que contribuían, en general, a despertar en ella la facilidad para la obsesión, y para la repetición, que tienen algunas personas, fueran debidos a su denodado empeño en responder a la pregunta: “¿Qué es lo que me está pasando?”.
    Todo aquel inevitable y complicado afán, pues así era como ella, honestamente, lo veía, no era sólo que influyera en su vida, sino que, según su razonamiento, no la dejaba vivir lo que, en cualquier otro caso y momento, hubiera vivido. Y el pensar, de este modo, significaba, para ella, que no sentía la vida como lo que puede proporcionar felicidad y placer, siempre que se sepa bucear bien, en ella, como había creído hasta entonces; pues, por lo que podía experimentar, la estaba viviendo como una sucesión de duros obstáculos que le dificultaban, en demasía, la tarea, que se había impuesto, de ir abriendo todas las puertas y todas las ventanas, de sí misma, para llenar sus vacías oscuridades con los que habían de llegar.
    Fue ya en su adolescencia, cuando se acostumbró a las planificaciones metódicas para todo lo que le debía acontecer en los días y los meses y los años que se siguieran, y hasta en las sucesivas horas de un día cualquiera; y había aprendido a ponerlas en práctica, rigurosamente. Y no había vuelto a hacerlo, desde que empezó a encontrar una inexplicable y explícita y despegada censura a su comportamiento, procedente hasta de su misma madre y de sus propios hijos; e incluso imaginaba que su marido no había llegado a censurarla nunca, por esta costumbre, probablemente porque ponía mucho cuidado en ocultársela.
    Este aspecto de su carácter, era lo que la había convencido de que se completaría en lo que debiera ser, aunque había ido perdiendo el aplomo suficiente para afirmarlo con esa rotundidad, siempre que no descuidara ninguna de las posibilidades que los tiempos, en los que viviera, pudieran ofrecer a una persona como ella; y la había hecho creer en la lucha, incluso encarnizada pero incruenta, por lo que consideraba la ampliación de sus oportunidades. Y había estado segura, hasta entonces, de que había coronado con éxito todo lo que había emprendido, y de que no había fallado en ningún intento de mejorar.
    Así que, mientras dejaba que la clase se le fuera de las manos, situación que sus alumnos no estaban acostumbrados a conseguir, ella, suponiéndose escamoteada ante los demás, se dedicaba a enumerar todo lo que creía poseer, enunciando también algunas pertinentes aclaraciones sobre el particular: “Tengo una carrera universitaria, y soy la única, de mis amigas del pueblo, que la tiene; saqué las oposiciones a la primera, y mis compañeras de curso necesitaron varias convocatorias o, todavía, están en ello; me las arreglé, muy bien, para enganchar a Eduardo, y sé que muchas me envidiaron; tengo dos hijos, inteligentes y brillantes y con mucho futuro, de los que me puedo sentir orgullosa…”.
    En este punto, solía detenerse sin arriesgarse a seguir con aquella lista, que tenía confeccionada, poco más o menos en los mismos términos, desde los años en los que aún no había dejado de ser una adolescente, y que le había servido para ir marcando, después de cada triunfo, la consecución de todo lo que había perseguido; pues se había encontrado, inesperadamente y sin saber cómo, ante la certeza de que no todo estaba en esa lista, y tampoco podía estar.
    Y el alcance de aquella idea, que sinuosamente había aparecido entre sus pensamientos, la inquietaba; sobre todo, porque se sentía incapaz de determinar sus consecuencias. Por esa razón, cambió el sentido de la pregunta que se hacía, y la transformó en: “¿Qué es lo que no me está pasando?”.
    A partir del momento en el que había comenzado con las esperas, y les reservaba toda la dedicación que le parecía debía ser para ella, no volvió a tener tiempo para nada y para nadie. Y, tratando de evitar cualquier intromisión inoportuna, nunca olvidaba planificar las horas y los días y los lugares en los que se entregaría a esperar; y, como quién se cuida de una amenaza de muerte, modificaba los trayectos que tenía que recorrer para trasladarse a algunos rincones no frecuentados, en los que se decidía a repetir la espera, cuando creía haber encontrado, en uno cualquiera de ellos, algún atisbo de que sería el acertado para que, los que vendrían, llegasen hasta allí. Y pensaba: “Para que me encuentren esperando”.
    A pesar de asistir al desmoronamiento de aquel diseño en el que había tratado de mantener su vida, lo que le hacía creer, buscando algo que la sostuviera, que no debía darse todo por perdido y que había una cierta seguridad de acertar en lo que estaba emprendiendo, era pensar que había un vínculo entre el nuevo método que estaba utilizando y la configuración de la vida que iba dejando atrás. Toda vez que, según reflexionaba y suponía que se daba cuenta de ello, los que no venían, no vendrían de fuera de sí misma, y, además, que ella siempre, y ahora con renovado ahínco, había sabido de aquella añoranza de plenitud; aunque, en esto último, admitía que pudiera estar equivocada.
    Por eso, en la espera que la llevó al llanto, realizando un planteamiento que añadió un gran temor a su inquietud, llegó a la indefinible conclusión de que si los que habían de venir no existían, ni existirían fuera de ella, ¿qué fuerza externa sería capaz de hacerlos surgir en su interior?
    En esa espera, sin que hubiese encontrado apoyo en ninguna otra razón aparente, fue en la que empezó a referirse a aquellos a los que estaba esperando como los que faltaban. Y el cuidado que puso en darles lo que consideraba un nombre propio, y por unos motivos que presumía cercanos a los que dan lugar a la inscripción civil de un nacimiento o al bautismo religioso de un recién nacido, derivaba de la misma naturaleza que ella atribuía a aquellos que esperaba que viniesen; ya que, sin explicarse, en modo alguno, qué es lo que le había llevado a ello, pudo llegar a saber que, los que habían de venir, eran tan humanos como su propio yo y, en realidad, serían su yo cuando llegasen.
    Otra razón, y no meramente tangencial, de aquella apresurada y forzada nominación, estaba en un sentimiento rayano en el pánico, que trataba de controlar sin mucha fortuna, en el que se hundía; y para el que buscaba encontrar un cierto alivio en la delimitación de la clase de temor al que se enfrentaba y en cómo debía llamarse a aquello que temía.
    Ese mismo día, por la noche, se fue a la cama al límite de sus fuerzas y, cuando intentaba conciliar el sueño, su marido la desveló: “Me han dicho que andas por ahí sola, cavilando. Si estás pensando en dejarme, no es lo que te imaginas. Sé que siempre se dice eso, pero fue una tontería. Y luego no sabía cómo dejarlo; cosa que también se dice, ya lo sé. En realidad, se alargaba sin que nos diéramos cuenta”.
    Aterrorizada y atónita, buscó algo de resistencia en el puro deseo de no haberla gastado en su totalidad, y la encontró en una recomendación que su padre le hacía, en todas las ocasiones oportunas: “Siempre hay que mantener el tipo”. Y, por un repentino y perverso interés en destapar a quién se estaba refiriendo, le preguntó: “¿Por qué la elegiste precisamente a ella?”. Y, antes de darle tiempo a contestar, pensó: “Se está desahogando. Quiere quitarse este peso de encima”.
    _ “Sé que tienes que estar muy molesta, por tratarse de tu mejor amiga. Pero tienes que creerme que fue ella la que empezó; y que yo no tenía ni idea de que ella y Juan ya no se entendían”.
    _ “Nunca fue mi mejor amiga; aunque lo diga, sin ninguna razón. Tendrías que estar convencido, de ello. De todos modos, lo importante no es ella, lo importante eres tú. Después de todo, yo sí creía que tú eras mi mejor amigo”.
    _ “Y lo soy. Puedes estar segura”.
    _ “Creo que debes marcharte. Necesitas llegar a saber, muy bien, dónde estás y dónde quieres estar. Y tienes que enterarte de cómo vas a vivir, de ahora en adelante. Puedes ir al apartamento de Andrés. Hasta el verano, no vuelve de Estados Unidos”.
    _ “¿Y qué dirán los niños? ¿Qué dirá la gente?”.
    _ “La gente que diga misa. Y los niños ya no son niños”.
    _ “Te estoy diciendo la verdad. No sé por qué ocurrió. Y daría veinte años de mi vida porque no hubiera sucedido”.
    _ “Siempre quedará mucha verdad en lo que no se diga. Y no creas que te quedan tantos años como para darlos así, frívolamente. Tal vez, debamos plantearnos si renovamos nuestro contrato”.
    _ “Yo te quiero”.
    _ “No digas estupideces, ahora. Será mejor que vayas a dormir a la habitación de Adela. Su cama siempre está hecha. Y, si no quieres, coges ropa limpia y hay suficientes camas libres como para hacer todo tipo de pruebas”.
    Cuando él se fue, cayó en un hondo y enfermizo sopor como en una antesala de la muerte. Al amanecer, empezando a salir de aquella especie de inconsciencia, todavía retomó su vida desde un estado del que le era difícil salir, y dijo débilmente: “No tengo que dejar que me vuelvan a ver, mientras espero. Por si me pongo a llorar”. Imploró para que le llegase algo de lucidez, y después, con una voz que no reconocía, pudo volver a hablar: “Y mucho menos esa zorra hija de la gran puta”.
    Entonces, de pronto, la invadió una ira sorda y profunda que pareció que la ahogaría. Cerró sus ojos y selló su boca, para esforzarse en sobrevivir; y, cuando dejó de ahogarla, su mundo, que ya no era su mundo, había dejado de existir. Y, en el mundo en el que ahora entraba, con todas y cada una de las elementales partículas de su ser y con todos sus alientos y sin reserva alguna, la
odió.
    

     (Relatos tomado del libro Nada sucedía como lo había imaginado y otras certezas)   

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