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Antonio Cabrera

Amor fati

La estación perpetua

Narcisos

AMOR FATI

El crepitar

de unas ramas de olivo

que se queman sin prisa tras la poda,

el ímpetu del pájaro en el cielo,

su timidez en el arbusto, el áspero

zarzal y la humareda

me están pidiendo

una confirmación, su debido registro

entre lo que sucede.

                                          Necesitan

el sí callado que he de darles

para poder hacer en su existencia

un hueco a mi existencia muda.

Comprendo que se trata

_como en el lazo entre la flor y el día_

de un destino recíproco,

de un mutuo ser en lo que es, sin más.

(Ninguna plenitud,

tampoco, aún, ninguna pérdida.)

 

Acepto estar aquí, y estar mirando

estas cosas sin cifra.

Acepto, juzgo, doy

al aire

el mismo aire

que me sustenta a mí.

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LA ESTACIÓN PERPETUA

El invierno se fue. ¿Qué habré perdido?

¿Qué desapareció, con él, de mi conciencia?

 

(Esta preocupación -seguramente absurda-

por conocer aquello que nos huye,

me obliga a convertir el aire frío

en pensado cristal sobre mi piel pensada,

y a convertir la gloria entristecida

de los húmedos días invernales

en la imposible luz que su concepto irradia;

esta preocupación, en fin, tiene la culpa

-y qué confuso y dulce me parece-

de que duerman en mí los árboles dormidos.)

 

El invierno se fue, pero nada se lleva.

Me queda siempre la estación perpetua:

mi mente repetida y sola.

 

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NARCISOS

(Narcissus poeticus)

 Me indicó alguien

que aquellas flores blancas crecidas entre juncos

eran narcisos.

En pleno mes de enero, florecían

bajo el cielo nublado y la inclemencia.

 

Así pues, el narciso es la aterida flor

que el invierno regala,

pensé entonces, vencido por la literatura.

 

De vuelta a casa, con cuidado ritual

–tal vez exagerando una fragilidad leída–

formé un pequeño ramo y lo dispuse

en un jarrón ingenuamente griego.

Su perfume imponía una emoción sin forma,

una reminiscencia débil

de palabras de un poema

donde ellos significan,

inevitablemente, el yo,

la incógnita

en su nívea hermosura.

 

Pero esta mañana,

al contemplar el ramo tras haberlo olvidado,

no he visto flores literarias, fingidas,

sino breves narcisos

silvestres,

                       y no he pensado nada,

y me ha abrumado

su inaudita delicia incontestable

puesta sobre la mesa.

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