La meretriz
Está en el bar, acude por las tardes
y pide un vino que se toma a solas,
mientras desbarra en la barra o sablea
algún cigarrillo a los clientes,
y lo apura con placer morboso,
entre reproches al maldito mundo,
culpable, al parecer, de su desgracia.
Tiene hermosas facciones, y aún conserva,
pese a la delación de las arrugas
y los estigmas de los proxenetas,
algún rasgo de aquella belleza
carnal, exuberante y seductora,
que el gusano del tiempo ha consumido;
sobre todo los ojos, que recuerdan,
salvando, desde luego, las distancias,
a los de la Minelli, aunque han perdido
el brillo de las noches de antaño
y su antiguo poder para el hechizo.
Ha ejercido ese oficio que llaman
el más viejo de todos los oficios
en sórdidos lugares (lupanares,
casas de citas o de lenocinio,
puticlubs, barrios chinos, mancebías,
barras americanas al descorche),
hasta acabar sus días de esplendor,
en un oscuro bar de carretera.
Anda mal de las piernas. Vive sola
en un piso cutre y sin ascensor
que paga a duras penas con la escasa
pensión _porca miseria_ que le queda.
Yo la observo, en silencio, de reojo
y me imagino el drama de su vida,
por no decir tragedia, mientras lanza,
a medida que el vino hace su efecto,
maldiciones, soflamas, improperios,
retahílas de insultos y blasfemias
que no procede repetir aquí,
como si reprochara al universo
su condición forzada de ramera
a sueldo del dolor y de la nada.
Y cuando abandona la taberna
dando traspiés y arrastrando su cuerpo
maltrecho por la acera, hasta perderse
entre los laberintos de la noche,
me quedo absorto pensando en ella,
en ella, que acaso nunca sepa
que verla hecha una ruina me conmueve,
ni tampoco que ha inspirado estos versos
que estoy seguro que jamás leerá... |