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i alguno de esos escritores graves a medias y filósofos de los pies a la abeza, estuviese encargado de bosquejar este tipo, empezaría diciendo que la educación era la madre de las costumbres, y no se olvidaría de añadir que las inclinaciones eran metas de aquella respetable señora. De distinto modo que este padresanto moderno desempeñaría su comisión otro escritor, grave también, pero discípulo, por desgraciada añadidura, del doctor Gall. De esos que arreglan los cráneos a rigurosa escala y pasan su vida buscando protuberancias en forma de instintos o viceversa, ni más ni menos que si anduviesen calando melones y calabazas. Para esta clase de sabios Labateres, toda educación es inútil, apoyándose en aquello de que la madera que nace para cuñas no admite pulimento. No faltarían tampoco escritorzuelos festivos que creyendo a las santurronas antes jubiladas por Terpsícore, las clasificasen según las gracias de menos o las deformidades de más, subdividiéndolas en feas, semifeas y así así. Pero nosotros, que no somos graves ni festivos, ni filósofos, ni mucho menos frenólogos, guardamos silencio sobre este punto, porque el caso era empezar este artículo, y ya... Los lectores que hayan llegado hasta aquí, letra por letra, como Dios manda, y en las escuelas se enseña, podrán decir, si dado que esto no sea exordio, no ocupa por lo menos el lugar de tal. Resta únicamente, y así conviene a nuestra natural franqueza y buena fe, dar un silbido_señal para que, como telón de embocadura de este articulo, aparten las santurronas el velo de sus rostros y alcen los ojos para mirarnos frente a frente, sin ningún género de hipocresía; cuanto más claros, más amigos. Y aunque beata sin velo y sin miradas rastreras, no deja de ser un fenómeno más que mediano, por hoy es preciso que así suceda; y para la necesidad no hay leyes, cuanto más que nosotros somos muy ligeros en estas investigaciones, y antes que los lectores se aperciban del compungido semblante que se ocultaba tras de la mantilla, ya habremos pasado una revista escrupulosa a todos loa actos semimonjiles de la vida santurrónica. Tenemos la diabólica intención de asistir a su examen de conciencia, y acompañarlas de iglesia en iglesia, para encenderlas la vela en las procesiones y apagársela luego, en las sacristías. Esto no quiere decir que las abandonemos en sus vigilias y privaciones; estamos resueltos a todo, y aunque no creamos que coman gato por liebre, ni dudamos que sea escabeche lo que huele a perdices, y está dentro de la empanada que come los viernes de cuaresma, bueno será que nuestra pluma ande en todo, introduciéndose en los alimentos, como pincho del resguardo, para preguntar después si llevan algo que pague derechos. Y por si alguno (que nadie está libre de una mala voluntad o un testigo falso como dicen los ciegos) creyese que tratábamos con estos preámbulos de dar treguas a nuestra tarea, a renglón seguido puede salir de su ansiedad. La virtud, dicen unos, está en el medio; los vicios, añaden otros, en los extremos. Sea enhorabuena y vítor por los primeros y los segundos, y si el lector conviene con nosotros en la impertinencia de estas líneas, concedido y táchense. Donde diga lo que no debió decir, léase lo que se pensó poner y fue; que es tan cierta la existencia de un Judas en todas las familias, como la de una santurrona en cada casa. Sea cualquiera la educación que adopten para sus hijas los padres de familia,difícilmente evitan que unas se den a los devaneos y travesuras del amor, y otras a las novenas y procesiones. Hasta aquí todo va bien, y da gusto ver a la niña de doce años, obediente a cuanto dispone su madre, y leyendo ansiosa la vida de los santos y otros libros, ínterin su hermana, que apenas tiene once abriles, coquetea en las tertulias, responde a su madre, la tutea, aprende de memoria las novelas de Jorge Sand, y se distrae de este trabajo con el Diablo mundo de Espronceda. De las primeras de estas criaturas, diría Gall, que tenía muy desarrollado el órgano de la veneración, de la segunda diríamos nosotros, a ser gallos (plural legítimo), que no tiene órganos desarrollados ni por arrollar. Pero como esas averiguaciones no hacen al caso, y la coqueta de once años nada tiene que ver aquí, seguiremos de cerca a la virtuosa niña, que quedó leyendo el Año cristiano. A pesar de lo mucho que agradan a su madre las piadosas inclinaciones de la niña y su animadversión a las galas y pasatiempos frívolos, la insta varias veces a que se componga y la acompañe a esta o la otra diversión; pero la muchacha va creciendo en edad, y no mengua nada en escrúpulos y ridiculeces, desobedeciendo tal cual vez las órdenes maternales. Cuando yo te haga así , es que vengas, Cuando yo conteste asá.. es que no me da la gana. Poco menos se expresa la niña, aunque esta traducción es un poco libre, dando lugar a que su padre se formalice, diciéndola con palabras dulces y cariñosas, que no se opone lo uno a lo otro, y que la prenda más recomendable en una joven bien educada, es la obediencia y la humildad, Nada de esto es suficiente paraa que la niña desista de lo que una vez se propuso, y llega a tanto su obstinación, que compromete la autoridad paternal, hasta el punto de recurrir a las amenazas en vía de hecho. Pero la muchacha, o es de Aragón, o es injerta, y ya se pronuncia más a las claras diciendo terminantemente, que Dios la llama por el camino del claustro, y que quiere ser monja. Y aunque , allá en sus adentros sabe que el autor de sus días no es gentil de nacimiento, y que no se llama Diocleciano ni Maximiliano, teme, que así como ella se dedica a imitar vidas de santos, y hubo un Don Quijote que resucitó la andante caballería, le dé a su padre por seguir las huellas de aquellos emperadores, y casi cree que la persiguen por cristiana, cuando, por el contrario, solo tratan de que lo sea con toda perfección, purgándola de varios esccrúpulos y ridiculeces. Consigue, por fin, tomar el hábito de religiosa, y en el año de noviciado se logra lo que no habían podido conseguir las amonestaciones paternales; y antes que llegue el día destinado para la irrevocable confirmación de los votos, que tanto ansiaba pronunciar, conoce que si Dios la llama hacia sí, no es precisamente por caminos cubiertos; y aún le parece que al aire libre hay más motivos de alabar al Señor. Esto, sin embargo, no es lo que responde cuando la interpelan sobre su salida del convento; el mal estado de su salud fue lo único que la pudo traer de nuevo a su casa, sin la hermosa trenza de pelo que la cortaron cuando vistió el sayal. Tal vez por esto la llaman los muchachos la pelona,y por lo otro, seguramente, es conocida del vulgo con el nombre de monja rebelde, Tiene derecho a todas las atenciones de joven cesante, o mujer jubilada, y todos la consideran como una viuda excelente o una solterona de oficio, Sufre varias chanzas, pesadas y pilcantes las más veces, sobre si ahorcó o dio garrote a la estameña; pero, después de algún tiempo, nadie se acuerda de la ex monja, a excepción de nosotros, que previo su correspondiente examen, practicado de puertas adentro para no molestar a los lectores, la ponemos una basquiñita de merino negro, un pañuelito blanco sobre sus hombros y una mantillita de tafetán negro, con un velito de tul liso, Y no se crea que usamos a nuestro antojo los diminutivos, porque ni nosotros hemos de pagar la cuenta del mercader, ni se gasta más tinta para decir grande que chico; pero aquí, lo primero es la verdad, y faltaríamos a ella si no dijésemos que las santurronas apenas cogen en sus vestidos, aunque caben muy bien en su pellejo, porque no suelen estar muy gordas. Si a lo dicho se añade una correa pendiente de la cintura, y una bolsa oscura, menor que un cofre y mayor que un saco de noche, llamado con toda propiedad ridículo, podemos sellar el traje con un corazón de plata y siete espadas alrededor (valor intrinseco, dos reales), que coseremos en la manga izquierda. Innecesario sería decir, y tal vez se ofendería el lector, si se le advirtiese que no todas las santurronas tienen la misma procedencia. Militan muchas viudas bajo esos mismos escapularios, y no se deja de hallar alguna casada que abandone sus obligaciones viviendo más tiempo en las iglesias que en su casa; pero vista una, están vistas todas, y más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer. Sírvanos de tipo la pelona, y ahora cabalmente que son las cinco de la mañana y Reaumur señala siete bajo cero; veámosla salir de su casa sola, y sin otra defensaque su ridículo, célebre por más de una vez que se ha visto en letra de molde, cuando decía el Diario que se llevase a la sacristía de Jesús un ridículo verde bordado de abalorios, y con borlas de lo mismo, que contenía tres libros medianos y cinco pequeños, con dos rosarios, una corona, tres cruces, dos medallas y una oración manuscrita para las tercianas, con quinientos días de indulgencias. En el umbral de la puerta se santigua tres veces y escupe cuatro, deja caer el velo sobre su rostro y emprende su cotidiana peregrinación, susurrando varias oraciones y haciendo rodar un rosario de a quince entre los dedos de la mano derecha. Pasa por delante de varias iglesias, cerradas aún, sin cuidarse, al parecer, de lo que haya la puerta de todas ellas, y es un grupo de santurronas, contando por minutos la pereza del sacristán. Sigue marchando y gruñendo hasta parar en la iglesia más distante de su casa, porque es cosa sabida, que la devoción de estas gentes está en razón directa de las distancias, y nadie duda que si la feligresa de Maravillas tiene devoción a la Virgen de Atocha, la que vive en San Cayetano refiere sus cuitas a San Antonio Abad. Reúnese allí con otras damas madrugadoras, a quienes saluda, y toma parte en la piadosísima tarea que aquellas cándidas aves de rapiña desempeñan a la puerta del templo santo de Dios. Durmiendo se hallan a semejante deshora los dueños de cuantos nombres se pronuncian en esos círculos de sociedad matutina. Reuniones tenebrosas, porque a la hora en que se verifican, están de relevo el astro del día y el de la noche, y ni alumbra la luna cuando entrega la guardia, ni el sol calienta hasta que la recibe; para los faroles del alumbrado, suele amanecer a la una y se les conclueye el aceite a las doce y media del día anterior, este combustible da guardia a medias con el público y las ensaladas de los celadores y farderos. «Aquí yace una beata que no habló mal de ninguna; perdió la lengua en la cuna.» Este epitafio, del célebre poeta granadino Martínez de la Rosa, no servirá para ninguna de estas caritativas mujeres que ya murmuran sacristán, diciendo que no es la pereza la única causa de que se le peguen tanto las sábanas, o hablan del mismo modo sobre la misa del día anterior, conviniendo todas en que el celebrante se comió una oración y parte de otra, y asegurando, algunas, que había rezado el Evangelio de San Juan por el de San Lucas. Pero lo más notable es ver cómo se dan cuenta mutua cuanto hicieron, hacen o piensan hacer sus respectivas vecindades, ni más ni menos que si se hallasen a los pies del confesor con plenos poderes para representar ajenas conciencias. Y como la mayor parte son tiples de dos octavas, do sobre agudo, cuando refieren chismes extraños, se les oye lo suficiente para referir a nuestros lectores lo que charlan entre las pausas de los Pater Noster. _ Pásmenseustedes, amigas _dice una de ellas, haciéndose escuchar con terror de las otras_. ¡Qué escándalo...!, el Señor me lo reciba en descuento de mis culpas y pecados Anoche, al acostarme, acababa de hacer examen de conciencia y me había puesto en Dios como nunca: se arma una riña en el cuarto segundo, donde vive el canónigo que ya... Al principio no pude entender nada, pero luego conocí que el ama reñía con el criado sobre el precio de la ternera. _¡Ternera en día de vigilia ... ! _replicó la ex monja_, sería la cuenta del día anterior. Aunque así fuese _contestó la escandalizada dueña_, era viernes, y el hablar de carne en esos días, puede inquietar laconciencia de los que escuchan, como me ha sucedido a mí, que, a pesar de haber escupido diez o doce veces desde que me levanté, aún me parece que huelo a ternera ... Deseando estoy que baje el Padre para contárselo todo y desahogarme. . _¡Pues, qué me dirán ustedes _añade otra interlocutora de la inmoralidad de mis vecinos, que se retiran a las tres y las cuatro de la mañana, y jamás los veo en la iglesia por más que miro ... Mis palabras no les ofenden...¡Ave María Purísima...!, pero yo los tengo por herejes... ¡Cuando salen al balcón, las jóvenes de enfrente las hacen unos guiños tan feos...! ¡Pues, y ellas...! ¡Jesús...!, perdonadlas, Señor... , ¡tal para cual! Son dos hermanas, dicen, solteras, con una mujer que llaman madre ... pero, ¡qué madre...!, a la plazuela va hecha un pingo y vuelve cargada como un burro, ínterin las señoritas descansan, sabe Dios cómo, del bailoteo que tuvieron hasta más de las dos. Solas van a misa los domingos, y para eso, a la de tropa, y, ¿a qué van...? mejor sería que no fuesen ... _ Y diga usted, que tiene mejor vista que yo _interrumpe una vieja que había callado hasta entonces_, ¿quién se ha mudado al cuarto principal de la casa nueva? _No lo he podido averiguar aún... Siempre están corridas las persianas ... Sólo sé que hay una niña de pecho, porque el angelito llora algunas veces. Y por las mañanas _añade con aire de reserva, pero con voz atiplada y sonora ... _ sale uno muy embozado con anteojos verdes... ¡El otro día se le cayó el embozo, y tiene unos bigotazos retorcidos, que parece un Lucifer! Su alma en su manga y allí se las avengan, que no sirva esto de murmuración, pero esa casa es misteriosa. Eterna sería la conversación de esas mujeres, triste fracción de la preciosa mitad del género humano, si no se oyera de pronto un ruido como arrastrar de cadenas y crujir de grillos. Sonido metálico que los presidiarios distinguen de otro cualquiera, y que las santurronas no confunden tampoco, porque ese ruido es el mismo que oyeron al anochecer del día anterior, cuando el sacristán agitaba un manojo de llaves y ellas desocupaban la iglesia. El sacristán es uno de los niños mimados que, por egoísmo, tienen las santurronas; pero él, por su parte, las trata muy mal y empieza diciendo ínterin abre las puertas del templo y ellas se agolpan para entrar: _ Ténganse las brujas, que tiempo tienen y esto no es ningún aquelarre. Yo no sé qué hacen las pulmonías _añade_, que no dan una carga a estas momias. Callan todas, y esparciéndose por la iglesia, atienden únicamente a tomar por asalto los confesionarios, esperando en ellos, no a pie firme, ni rodilla en tierra, sino ,sentadas en el suelo y sobre los talones, la llegada del confesor a quien importunan con diferentes recados y varias toses cortadas. Hasta este momento y nada más nos es permitida la observación, pues, aunque algo pudiéramos decir de lo que pasa entre la santurrona y su Padre director, el delito estaría en haber escuchado, y no estamos decididos a publicar nuestras culpas por tan poco. Y como esta gente suele descargar su conciencia empezando por los pecados ajenos y concluyendo con los extraños, sin ocurrirseles nunca deshacerse de los propios, y entre los refranes que parecen sentencias hay uno que yo sabía cuando muchacho y dice: «que oye su mal el que escucha». Y yo he sabido embrollar este párrafo, pero no acierto a conncluirle ni a seguirlo embrollando siquiera, porque no sé cómo hemos venido a estos chismes para decir que, por fortuna de nuestra religión y honra de sus ministros, no todas las la betasas hallan, a primeras de requisa, un confesor que se preste a dirigir sus caprichos, sustentando sus ridiculeces. Sucede, en algunos de estos casos, que el confesor levanta la voz algo más de lo regular, y, volis nolis, le oímos decir: _Mejor sería que fuese usted a cuidar de su esposo y de sus hijos y dejara de venir a estos sitios con los mismos chismes de ayer, profanando un día y otro la cátedra de la penitencia... ¿Creen ustedes que es posible ser buena esposa, yendo todo el día de Iglesia en Iglesia, y que será mejor madre de familia la que rece mayor número de rosarios al día? Pero esto no produce los efectos que eran de esperar, porque la conversión de una beata es casi imposible, y por toda contestación suelen santiguarse asustadas, diciendo que aquel Padre tiene la manga muy ancha y mal genio por añadidura. ¡Condición humana creer que sólo dice verdad el que nos engaña adulando! En el tiempo que pasa desde que amanece hasta las once, pueden celebrarse diez o doce misas, y otras tantas oye la santurrona todos los dias, abandonando luego la iglesia de su devoción, el santo de su confianza y el altar favorito de su Padre director, para dirigirse a otro templo en que haya función, y en su defecto, a las Cuarenta Horas, que es un recurso permanente. Cuando el inmenso gentio que acude a esas grandes funciones no se advierte desde el cancel de la iglesia, es porque tiene su primera línea en descubierto junto al arroyo. Lo cierto es que la santurrona encuentra defendida la entrada por una muralla inexpugnable para cualquiera que careciese de los remos que ella se forma con los codos, y son a las gentes, que tuvieron la desgracia de llegar temprano, lo que las agallas del pez a las partículas del agua donde pasea y vive. Apoyando el codo derecho en el estómago del distraído elegante que allí se encuentra las cosas antes que se pierdan, y cerrando herméticamente con la punta del izquierdo un ojo derecho, propiedad legítima de una joven que está de rodillas, logra avanzar un paso y otro, y otro, siguiendo de este modo su remolque hasta llegar al punto que se propone, poco distante del altar mayor. En esta travesía, tropieza algunas veces y no besa la tierra cuando mal de su grado, cae sobre los obstáculos de carne humana que se le presentan, porque su boca no da en el suelo y sí en la peluca del compungido anciano que obedece al vaivén de la beata, derribando, por su parte, una mujer que cae del mismo modo sobre un hombre. Esto produce un levantamiento general, que sabe aprovechar muy bien la santurrona para seguir nadando, sin darla un bledo que el predicador cambie el tema de su sermón, apostrofando a los libertinos que escandalizan en las iglesias. Y al día siguiente, cuando venden los ciegos: «El desacato cometido en la iglesia de N...», se olvida de su caída hasta el punto de santiguarse y decir: _¡Qué profanaciónl Estas escenas no serían tan frecuentes si marchase derecha por medio de la iglesia, pero tuerce siempre hacia la pila del agua bendita para bañar en ella el rosario, y contramarcha luego hacia la sacristía, trayendo en la mano un ruedo que la suele reservar el monaguillo. Y donde parece que apenas hay sitio para una persona, extiende su rodela de esparto crudo con algún detrimento de los rostros que están circum_circa. Y si descubrir alguna compañera que viene jadeando como ella por entre la multitud, la hace una seña invitatoria, que equivale a decir: «Aquí hay dónde estar»; respondiendo con afectada humildad, si las gentes a quienes oprime critican la oferta: «Tanto así que tuviésemos de gloria.» Y aquí venía como de molde una «nota del autor», que dijese: «Buena estaría la gloria donde entrase esa gente a codazos.» En las procesiones, es mi amantísima santurrona una de tantas mujeres como pululan entre las varas del palio lo las ruedas del coche que cierra la comitiva, y en estas solemnes ocasiones lleva un escapulario, sobre los hombros, de color diverso, según es: El Dios de San Ginés, el de San Pedro, o el de Santa María. Por las tardes, asiste a las novenas donde cantan los gozos y la letanía, siendo esta la primera vez en mi vida que se aqueja el sentimiento de no ser músico o copiante al menos, porque si yo pudiese escribir a renglón seguido la parte de tiple-caricata que desempeña nuestra santurrona cuando canta e1 estribillo en los gozos, era un rato de risa para los lectores que valía tres docenas y media de semifusas. De otro modo es imposible darles una idea de sus gorgoritos, falsetes y transportaciones. Y aunque la mayor pate de los lectores tendrán una de estas mujeres por vecina, de nada servirá encargarles que escuchen cuando ensaya, porque solo paran en sus casas el tiempo necesario para reparar su estómago y el del gato, evitando que se muriera de hambre el perro dogo, La calceta y la aguja son tareas profanas, como ellas dicen que roban el tiempo a las divinas. Ya se ve: no se las puede prohibir que lean en latín, y es difícil evitar esas bastardas versiones que hacen en del libro sublime de los Evangelios . De los aposentos de las santurronas no puede decirse nada, porque varían según el rango de cada una de ellas. Generalmente viven solas en un cuarto interior modestamente alhajado, las paredes están cubiertas por una multitud de papeles impresos,que en casa de un artista serían diplomas; y allí son patentes, cartas de hermandad y sumarios de indulgencias. Por ellos se sabe que la santurrona es sierva de la Virger, esclava de Jesús, hermana de San Francisco, súbdita de San José, congreganta de María, archicofrade de varias sacramentales Y que pertenece, en suma, a todas las cofradías de la capital. Sobre la mesa tiene una urna de cristal llena de reliquias y escapolarios, y en una rinconera hay una una bandeja donde se conserva medio bizcocho y un mendrugo de pan, que a través de los años son testigos de la primera jícara de chocolate que tomó el padre confesor en casa de su hija de confesión, No menos significativo es un pañuelo sucio, pendiente de un clavo, con el cual al afirma la santurrona que se, limpió el sudor, predicando las Siete Palabras, el único predicador a quien ella escucha con gusto y apellida piquito de oro. Ea, pues, (santurrónicamente hablando), carísimos lectores; ahí tenéis la vida de nuestra santurrona; ignoro si habéis hecho conmigo que las beatas con los picos de cobre, cuyos sermones presencian, durmiendo, y cuyo sueño llaman extasis de profundis. De cualquier manera que hayáis leído este artículo, no pretendáis que a la vida sigan los milagros, porque no creo que Dios se valga de ellos para manifestarnos su poder; lo que no niego es que, dando el Señor acierto al médico de cabecera que cura los pechos a una vecina de la beata, ésta pide en sus oraciones a SantaAgueda, cuando aquélla está convaleciente, y compra luego unos pechos de cera, que con un lazo de color de rosa hace colgar en la capilla de la milagrosa imagen. También pide a Dios buena cosecha en el año presente, y lleva a los Monumentos unos vasos donde sembró trigo y algarroba, y en cuyos sitios creció lozanamente, porque la piedra que asoló los campos, no pudo penetrar en los tiestos de las alcobas y gabinetes. Y ahora que hemos llenado el hueco de los milagros, y este artículo ha seguido el mismo orden que las aleluyas del hombre universal o las de! hombre malo, razón será que, a imitación de aquéllas, digamos algo de la hora en que les acomete e! último gesto y mueven las mandíbulas por última vez. Todas las Hermandades y Cofradías a que perteneció, acuden con diferente número de sufragios y oblaciones, según el rango que ocupaba la difunta, las mandas del testamento y las simpatías de los testamentarios a quienes se les dijo: «Todo por mi alma.» Una palma y cera blanca (circunstancia precisa) indica que aquella ochentona a quien amortajan, con una soga de esparto al cuello, en cumplimiento de su última voluntad, era soltera: y como aquí ponemos todo lo que se nos ocurre, sin perjuicio de poner en otra parte lo que después nos vaya ocurriendo, y ahora nos ha venido a las mientes una cosa muy esencial, encargamos a los montepíos y sociedades de socorros mutuos, que a las pruebas sanitarias añadan una información de testigos que acredite estar el aspirante libre de hijas santurronas, plaga más temible que las incurables. Hoy día es inmenso el número de beatas que cobran orfandad a los ochenta y tantos del pico; porque (eso es otra cosa) como precepto higiénico, son muy buenas las costumbres santurronianas. Yo no sé si se vive bien o mal con ellas, pero se vive mucho, y algo es algo. |
erá todo lo que usted quiera, señora, pero yo no puedo faltar a las ordenes de S. E., _respondía con gravedad cierto portero del ministerio de Hacienda, a una enlutada matrona que pretendía hollar la consigna ministerial con estas palabras: _Cuando sacaba de su tienda... sí señor, tienda, o lonja de azúcar y canela, haciendo la vista gorda ínterin el Excelencia de a ver, suplía con la mano sobre el platillo, las cuatro onzas que faltaban a los garbanzos para equilibrarse con la libra de hierro…entonces mucha parola y… Luego el Pavonazo en el chocolate, que mi difunto no murió de otra cosa... ¡Vaya un ministro integro! _¡Señora! ¡Señora! _¡Pues no hay más, clarito!.... ¡Un Hortera en el ministerio!.... ¡No faltarían contratas por partida doble! _¡Oh, mengua! _murmuramos nosotros, apenas hubimos escuchado la jaculatoria de la parroquiana. ¡Ministro nada menos ese Hortera, ¡cuando el nuestro aún no ha salido de las montañas que le vieran nacer! Y llenos de vergüenza con tan escandalosa inacción, abandonamos la antesala ministerial, y tomando la pluma con resolución, juramos no dejarla de la mano hasta que el protagonista de este artículo llegue a ser prestamista de su cofrade el Exmo. Señor, que gracias a su “conciencia de mercader” cobraba un veinte y cinco por ciento de ganancias extraordinarias cuando pesaba garbanzos. Pero apenas hemos empezado nuestro viaje hacia las montañas de Santander y ya nos sale al encuentro una recua de diez arrogantes mulos que conducen con toda resignación 19 fardos de Escocia y Llin, suficientes para formar nueve cargas y media, que haciendo tercio con un muchacho de 12 años de edad es para nosotros lo que el diamante en bruto para el artista que lo ha de tallar y pulir. Este fardillo de carne humana, grueso y colorado, con el pelo sobre los ojos, y una boina de yesca de chopo, andará muy en breve rodeado por una docena de agentes de bolsa, que le harán hacer un millón de operaciones al contado, o será Director del Banco y tratante en bienes nacionales, y tomará en arriendo el derecho de puertas, y la sal, y el papel sellado... y tal vez llegue día en que se saque a pública subasta el total de las rentas públicas, y ¿quién sino el poderoso comerciante ha de tomar la contrata de mantener a rancho la nación Española?... Lo cierto es que ya le han desliado del aparejo y tenemos al recién venido entre los brazos de su tío, propietario y lonjista de Ultramarinos en la calle de A... El Horterita apenas sabe devolver los saludos del tío, de los primos y hermanos que hace poco tiempo llegaron a Madrid con el mismo pelo de la dehesa, bajo el cual encubre nuestro mancebito ciertas habilidades que aprendió en la aldea, entre ellas la circunstancia esencial de leer muy bien toda clase de manuscritos, y deletrear con bastante torpeza los impresos. Y aquí por vía de nota, y para evitar un rato de Panléxico a los lectores de provincia, decimos que el Hortera de Madrid, es el Cajero de Sevilla, el Factorde Valencia… y en suma: Este artículo habla con todos los dependientes de almacén, que a beneficio del mostrador, son figuras de medio cuerpo eternamente. La primera operación que sufre el Hortera es una especie de saturación sacaroidea, a fin de asegurar los sacos del azúcar, y demás géneros golosos de cualquier apetito desordenado de gula: consiste esta en dejarle comer, de chocolate por ejemplo, una, dos o más libras hasta que se resienta el estómago, y el recién llegado aborrezca los géneros coloniales y ultramarinos. ¡Oh!, este es un antídoto excelente para los ratones domésticos, y está fundado en ciertas leyes de química-económica indestructibles. Pasan en seguida a enseñarle todas las aplicaciones que tiene la mecánica en las trastiendas, y allí es donde aprende a introducir la mano en un saco lleno de legumbres rancias y secas, para sacar el único puñado que haya de granos frescos y gordos. Entra después la parte de geometría aplicada a los cubiletes, y en esta sección le manifiestan las diferentes clases de cucuruchos que se conocen, su estructura y medios de construcción más o menos cónicos según la cantidad que deban aparentar contener, y la que en realidad contengan. Apenas ha pasado el Hortera quince o veinte días haciendo cucuruchos de todos calibres y ya tratan de ejercitarle en la difícil tarea de la tecnología comercial, o de puertas adentro, y en la vulgar o de mostrador. Consiste esta última en los diferentes nombres, sinónimos para los que estamos en el secreto, que emplean los consumidores al solicitar las mercancías; y la primera está reducida a que el expendedor sepa que los depósitos de azúcar designados con los títulos de 1ª, 2ª y 3ª o más clases, son tres substancias distintas desde que se emanciparon del saco en que se hallaban todas juntas. Lo mismo sucede con el té de la China y el café de Moca (véase cascarilla de cacao tostada); todos estos géneros viven democráticamente en las cuevas o en la trastienda, y luego que pasan a la pieza de recibo cada cual toma la aristocrática elevación que le depara la casualidad. Si hubiera otros Esopos y Samaniegos, que se ocupasen de hacer hablar a estos objetos inanimados, no quedaría impune la desfachatez del Hortera cuando pregunta a los parroquianos si quieren el cacao de Caracas, de Guayaquil o Soconusco, siendo así que el único que tiene designado con esos tres nombres, merced a la división que todos sabemos, no ha tomado carta de naturaleza en ninguno de esos lugares. Pero supongamos que ya se ha concluido el noviciado horteril, porque sería eterno referir todos los agios y evoluciones que en ese tiempo se enseñan (la vara de medir solamente necesitaba un tomo en folio) y veámosle colocado detrás del mostrador en el almacén de Ultramarinos. Extraordinaria y vasta podrá ser la táctica comercial de puertas adentro, según indicamos en la parte de cubiletes y mecánica, pero nada es comparable con la diplomacia horteril, y pocas cosas hay tan sublimes como el aire de reserva que imprime a todos sus actos exteriores. La manera que tiene de presentarse al público, encastillado entre los sacos del arroz, parapetado con los fardos del bacalao, y presentando entre su persona y la de los parroquiano un enorme tablón, pintado de azul o de amarillo, es una cosa digna de notarse si se atiende a la masonería que observan todos los dependientes del almacén. Apenas abre su tienda, por la mañana temprano, y ya la encuentra invadida por el Albañil, el Carpintero, el Zapatero, y toda clase de jornaleros que saliendo de sus casas para sus respectivos trabajos, acuden presurosos a echar la sosiega con una copa de aguardiente en casa de nuestro lonjista, que saluda a todos con el mayor agrado y les sirve con no menos esmero. Esta reunión de bebedores heterogénea ya, por los distintos oficios a que cada uno se dedica, no lo es menos por las diversas opiniones políticas que cada cual profesa, o cree profesar. En los tiempos que el Albañil se dedicó al oficio, era indispensable llevar gorra de voluntario realista para encontrar trabajo, y como no se podía usar este distintivo sin pertenecer a la regimenta, entró en las filas todo el que no quiso morirse de hambre. El Zapatero es algo más joven, y se ha encontrado con un gobierno constitucional, que tiene ciudadanos armados, pero que los llama M. N. y unos maestros de obra prima que exigen gorra de cuartel para hacer zapatos; ¿pues qué remedio sino ser miliciano y llevar gorrita? El Carpintero es hombre de chispa: a la muerte de Fernando VII persiguió a su padre por carlista y le dieron trabajo en la Casa Real ; pero le han quitado el destino los santones y ahora dice que es republicano. Pues siendo tan imposible amalgamar los pareceres políticos de estas gentes, como evitar que discurran sobre la contestación que dio el gobierno al Embajador inglés, y digan que es un majadero el general de división en haber atacado por la izquierda, etc., no es nada fácil tampoco que la noche anterior al aguardentoso desayuno faltasen retenes y patrullas o cuando menos algún extraordinario ganando horas; cualquiera de estas cosas es suficiente para que se entable una acalorada discusión política, en la que suele tomar parte algún escarolero, o tal cual lego exclaustrado ayudante de cocina en casa del algún Marqués y senador por añadidura. Últimamente disputan y todos desocupan sus respectivas copas abogando el uno por la república, el otro por el gobierno representativo, quién por el absolutismo, a cuyo parecer se une gustoso el asturiano, y aun hasta el lego, pero este último quiere que se añada la inquisición sin telarañas. Llega ya el lance terrible de ser interpelado el Hortera, y en esta embarazosa y difícil posición es donde mas luce la diplomacia de mostrador: con todos sonríe, a todos trata de dar la razón, y jamás se conmueve aun cuando parezca que la discusión se decide por un partido o por otro; su principal y casi único cuidado es el de no distraerse en el cobro de lo vendido. Mas no consume el Hortera toda su charla y agrado con los jornaleros, y mozos de compra: las criadas de servicio son recibidas con no menos agasajo y atención, mediando varios requiebros de una y otra parle con tal cual apretón de manos, cosa muy admitida entre los Horteras, y que no puede dar celos a nadie que conozca las leyes penales de estos individuos mercantiles. No haya miedo que se enamore ninguno pesando azúcar o envolviendo té; serán muy vehementes en sus pasiones, pero en los actos de! servicio las tienen paradas, o cuando mucho a media cuerda. _Apunte Vd. que le quedo a deber los 12 reales del chocolate y los ocho cuartos del almidón _dice una mujer al abandonar la tienda. _Vaya Vd. con Dios, vecina, y no se burle _replica el Hortera a voz en grito, y repitiendo por lo bajo doce y uno trece. _Gracias _responde la deudora, ahora lo bajará el muchacho. Y apenas ha quedado solo el lonjista saca un gran libro azul y escribe: «Es en deber Doña Fulana la vecina lo siguiente » Así ocupado en lances de esta naturaleza consume los días el lonjista, sin que ningún hecho notable le haga distinguir el lunes del martes ni este de todos los demás de la semana, hasta la mañana del domingo inclusive, porque la tarde ¡Oh!, la tarde de los días festivos merece un párrafo exclusivo, y no seremos nosotros ciertamente los que nos opongamos a que el Hortera pase su visita de ordenanza a las fieras del Retiro y demás accesorios de tan saludable medida higiénica. Y como en esta caminata nos ha de acompañar también la aristocracia horteril, no será del todo inútil dar un corte a la pluma que ya parece estar algo cansada, y echando a la espalda la mochila del café hacer unos cuantos giros comerciales con la vara de medir. Para esto, no tendríamos necesidad de trasladarnos a este o el otro punto de la capital porque la profecía de San Vicente Ferrer se ha cumplido, y ya tiene Madrid más tiendas que compradores; pero sin embargo, la escena pasa en la calle de Postas, o séase boulevard de coruñas y viveros. A la derecha se ven tantas, tiendas a piso bajo, como balcones de entresuelo ; a la izquierda cada ventana tiene debajo de si un almacén de lienzos; y en ambos lados y bajo toda clase de gobiernos, se despachan géneros del Reino y extranjeros. Trabajo cuesta penetrar la muralla de gente que a todas horas defiende estos almacenes, pero nosotros hemos resuelto llegar hasta el mostrador para tener mano a mano un rato de parola con el Hortera, y lo conseguiremos fácilmente marchando detrás de una joven elegante y hermosa con menos letras se dice fea, (¡pero esta lleno el tintero!...) que desde el umbral de la tienda es saludada por el Comerciante. Esta apreciable señorita habrá madrugado a las once de la mañana, si por casualidad no estuvo de sarao la noche anterior, (aquí no hay soirée que valga) y no teniendo amigas a quien visitar, ni esperanzas de que saliese el sol para bajar al Prado, abandonaría la casa paterna con estas palabras: _Mira, mamá, estoy fatal de los nervios; que me acompañe el muchacho y voy de tiendas. _Pero, hija mía, si estás llena de ropa! _No tengas cuidado, mamá; lo hago por divertirme... no he de comprar nada, pero los haré revolver un rato. Pasaré primeramente por casa de Ginés a ver lo que han recibido de nuevo, y luego voy a sublevar toda la calle de Postas. _Anda con Dios _responde la madre satisfecha con las económicas diversiones de su hija, sin reflexionar que los guantes estorban para conocer la calidad de los tejidos, que el Hortera tiene mucha franqueza con las parroquianas, y en fin, lo menos era que cogiese la blanca mano de la niña entre las suyas, si no las tuviera llenas de sabañones en invierno, y un tanto ásperas en verano.
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Llega por fin nuestra joven a descansar sus brazos sobre el mostrador, y todos los Horteras se acercan a recibir ordenes, apoderándose, uno del abanico, otro del pañuelo, quién examina los guantes, adulándola todos a porfía, hasta que una manola que está comprando terciopelo para una mantilla, dice al mocito que la despachaba: _Oiga usté, Don Cachucha, sabe usté que mi monea es tan rial como la de cualquier señorona; y que tengo dos onzas en el bolsillo, y algunas más en casa para sacarlo a usté de probe. _¡Alsa, Manola! _Quiá!.... ¡Si me llamo Juana, so escoció!...¡Si no tie usté más gracia con las usías está abiao ! Estas palabras dan a conocer al principal del almacén la gravedad que pudiera tomar aquel lance, y reflexionando que la manola paga mejor, y por lo menos más pronto que la señorita, acude a despacharla él mismo, dejando que uno cualquiera de los dependientes despliegue ante los ojos de la caprichosa niña cien piezas de tela de cien varas cada una: _Este chaconá es muy claro, y tiene un hilo muy grueso. —¡Oh!, no señorita; es de lo más fino que se hace, y estos colores son eternos, aunque se laven con agua hirviendo. Hemos tenido un despacho horroroso; ayer se vendieron cien cortes, y tenemos pedidos treinta para Mad. Victorina, que escasamente… _¿Y me quedaré yo sin nada? _¡Oh!, no tal, para Vd. siempre hay una pieza!.... _Pero ahora no, porque mamá no quiere; pagó ayer dos mil reales de tres sombreros a Madama Capot y está que trina. —Mejor _replica el Hortera, entregando un lío al criado de la joven. Ya saben Vds. que todo cuanto yo tengo… (quisiera venderlo sin regatear como esto, añade por lo bajo) _Y tienen Vds. una tela para vestidos de calle que llaman... llaman… _Ilusión. _No. _Palmeriana. _Tampoco. _Poplín, Chalín, Clarín, Smirna, Fantasía, amasquina, Rua_celín.. _¡Eh!, basta. Fantasía quiero. _Pues sí, señora; vea Vd. qué cosa tan preciosa… parece imposible el adelanto que se observa en nuestras fabricas de Cataluña... ¡Tú que tal dijiste, desventurado comerciante! Apenas oye la niña que se trata de géneros nacionales, vuelve la vista, y dice: _¡Quite Vd. allá, hombre! A la legua se conocen los géneros catalanes! ¡Qué cosa tan ordinaria! _Pues crea Vd... _Mira _interrumpe el dueño del almacén, todo asustado con la patriótica franqueza del compañero_ sácale a esta señorita la fantasía inglesa. _¿Pero, si…! _Ahí la tienes, debajo de la catalana; y guarda esa hasta que venga alguna lugareña con poco dinero _De balde es cara, interrumpe la caprichosa compradora. _Ciertamente _contesta el principal, añadiendo sotto voce: Ella lo ha de pagar, y será justo bautizarlo de inglés por darla gusto. De este modo consiguen vender a doble precio las peores piezas de tela que por esta circunstancia suelen estar las últimas en los almacenes, y la ignorante joven sale muy satisfecha de su fantasía inglesa. Sin notar que en su exótica manía está la verdadera fantasía. Y ahora que la fantástica niña se retira del almacén, apartamos nosotros la vista de los Chaconás y los sabañones, para preguntar al lonjista de Ultramarinos por aquel comerciante en bruto, que trajimos de Santander, y dejamos en la lonja, haciendo cucuruchos. Pero vétele busca al sobrino de su tío. Apenas descubrió el vasto porvenir que la carrera mercantil le presentaba, se emancipó de la tutela, estableciéndose por sí en la misma calle, no sin haber estudiado antes un año de partida doble en el Consulado. Lo primero que se descubre a la puerta de su casa-lonja, junto a la muestra del algodón y las ballenas, es un farolito de cristal que indica la residencia de los padrones vecinales entre las cajas del café; pero el alcalde de barrio no está sin embargo al mostrador, porque como capitán de la fuerza ciudadana se halla de guardia en el Principal. En la tienda le esperan varios señores, entre ellos uno que pretende ser diputado a Cortes, y solicita la influencia horteril; otro que le va a ofrecer dos mil duros por una acción en el gran molino de chocolate, y fábrica de azúcar que el lonjista ha establecido en comandita con unos primos suyos; y el resto de personas está compuesto, casi en su totalidad, por agentes de bolsa que acuden a ofrecerle sus trabajos noticiándole las operaciones del día. Todos estos negocios distraen al lonjista de su primitiva profesión, obligándole a cambiar el mostrador por un magnífico bufete, a poner carretela, traspasando los sacos del arroz por otros tantos lacayos; y si antes tenía a la puerta de su tienda un hombre que vendía buñuelos y le daba conversación a ratos, ahora tiene un aristócrata portero, que niega la entrada a todo el que no lleva dinero, o lo solicita a un cincuenta por ciento; y últimamente, se pone en pie cuando sale o entra su señor, y le da usía mientras sube a la carretela. Las anécdotas y cuentecillos, andan por la calle. _Chica _se dicen las mujeres del barrio unas a otras_ ¿sabes tú de quién es esa casa? _¡Toma, del mismo que tiene toa la manzana! _¿Te acuerdas que escurrió andaba en el almacén? ¡Parece imposible que dé tanto de sí el bacalao! _El bacalao es lo de menos, chica! ¡Donde está el busilis es en el chocolate! _¡El Chocolate !!! Y como quiera que el nuevo capitalista está ya fuera de nuestra tutela, y libre por sus aristocráticas pretensiones del nombre con que le hemos señalado hasta aquí, renunciamos a ser en adelante sus cronistas, y concluimos dando un vistazo, con arreglo a lo ofrecido, por las diversiones horteriles en los días festivos: Son las dos de la tarde en verano y se abren tres puertas de la calle de Postas para dar salida a otros tantos dependientes de almacén; (en estos días es un poco arriesgado decir Hortera). A este triunvirato mercantil se reúnen dos mancebitos de la calle del Carmen, igual número de la de Toledo, y cuatro o cinco delegados de otros puntos. Las dos y cuarto son cuando la caravana horteril rompe su marcha atravesando las principales calles de Madrid para dar con las levitas-sotanas de sus individuos nada menos que en el real sitio del Retiro, adonde satisfacen su curiosidad, viendo las fieras, y desocupan sus bolsillos echando a los patos unos mendrugos de pan. La puerta de Alcalá los brinda enseguida a dejar la Corte, ofreciéndoles una hermosa pradera donde jugar a los bolos, y en esto ocupan la tarde hasta las cinco, a cuya hora vuelven a sus respectivos almacenes, no sin entrar primero en una botillería cualquiera, para apagar la sed con un cuartillo de leche amerengada, y el hambre con un puñado de bizcochos. En los domingos y fiestas solemnes del invierno no juegan a los trucos, ni ven las fieras, pero suelen ir al teatro, porque aunque ellos no pidan para esos días precisamente la Pata de Cabra, ni los Polvos de la Madre Celestina, el empresario sabe que no le honrarían con su presencia, si diese otras funciones, y no se expone jamás a semejante disgusto; cuando mucho se atreve a sustituir esas comedias con la Redoma encantada y el Naufragio de la fragata Medusa. Y aunque el sainete no sea Paca la salada es con precisión merienda de Horterillas. Lo único innegable, pero cuya causa nadie ha podido explicar aún es la facilidad que tiene toda clase de personas para reconocer a golpe de vista los Horteras. Séase que cuando la ropa no ajusta al cuerpo indica poca legitimidad de pertenencia en el que la lleva, y que un muchacho de quince años con una levita-sortú que se hizo para un hombre de cincuenta, nunca será otra cosa, sino una máquina que hace andar una levita; o bien que los enormes picos de la camisa vayan retozando con el sombrero, y que este tenga tantas pulgadas más de diámetro cuantas se necesitan para cubrir el cogote o parte de la oreja. En fin, sea de ello lo que quiera, lo cierto es que en cuanto se ve alguno con todas o parte de esas cualidades, involuntariamente se dice: ¡¡¡Ahí va un Hortera!!! PULSA AQUÍ PARA LEER TEXTOS SATÍRICO-BURLESCOS y AQUÍ PARA LEER RELATOS DE VIAJES Y COSTUMBRES |