EL
ESCRIBIENTE MEMORIALISTA
o es mi intención, benévolo lector, trazar aquí un cuadro
completo de la existencia del Escribiente Memorialista: se
necesitarían más páginas que tiene un Calepino, solo para trazar
el cuadro exterior, la existencia aparente, el panorama material
del pobre y desdeñado Memorialista; porque si hubiese de
penetrar en el caos de esa vida agitada, si hubiese de reducir a
palabras todo lo que encierra su alma de delores, de
abatimiento, de proyectos y esperanzas, todo el papel de Burgos
y Candelario, no bastaría a contener mis reflexiones; toda tu
paciencia sería poca para sufrirme. Así, pues, pasaremos
rápidamente por ambas fases, desterraremos el insoportable
análisis, y como la abeja volaremos de una en otra flor, salvo
que no libaremos miel ni cosa parecida, porque, caro lector, en
la vida del Memorialista, apenas hay otra cosa que acíbar y
cicuta, amargura y dolor.
Vedle, escondido a medias, detrás
de su biombo, sudando tinta, derramando el genio a borbotones,
poniendo continuamente en prensa una inteligencia no vulgar, y
todo a tan módico precio, que apenas basta a satisfacer la menor
de sus necesidades. Vedle otras veces cruzar las calles de la
corte, ligero como una ardilla, activo como el más activo
corredor de la Bolsa. A veces parece ina sombra, una pesadilla:
por todas partes se le encuentra, siempre incansable, siempre
impulsado como una máquina de vapor cuyo motor es el hambre.
Verdadero judío errante, apenas el cansancio le detiene algunos
momentos, cuando la voz de la necesidad, le grita: “¡Anda!”,
¡Anda!”, y el Memorialista con un sacudimiento que puede
llamarse galvánico, se despoja de su flaqueza mortal y vuelve a
cobrar vigor para emprender su camino.
¿Y qué necesidad tiene el
escribiente, cuya vida parece que debía ser poltrona y
sedentaria, de tanta actividad, de tan incansables incursiones,
fuera del techo de su vivienda?
Esta es acaso la primera
reflexión que se te ocurre, ¡oh inconsiderado lector!
¡Oh lector de alma marmórea y
berroqueña! ¿Piensas tú que el Escribiente Memorialista, escribe
las más veces memoriales ni otra cosa ninguna?
¿Piensas tú que todos los que
esta profesión ejercen, saben escribir? Si esto consideraras,
conocerías todas las amarguras que el Memorialista sufre, todo
el talento que emplea, y el inmenso tesoro de ingenio y de
memoria que a veces malgasta, para vivir siempre pobre, para
arrastrarse en la abyección de la servidumbre y acabar su
peregrinación en el hospital general o el rincón estrecho de
alguna portería. Por mi parte, te lo digo con verdad, creo que
el ser más desdichado de la tierra, el más combatido por la
fortuna entre todos los otros seres, es el Memorialista.
¿Y en qué se ocupa el
Memorialista?, ¿por qué se llama así? ¿En qué se ocupa?, ¿porqué
se llama así?—Se ocupa en todo, y se llama así, porque no hay
una palabra que pueda significar una profesión tan universal y
heterogénea.
Podía llamarse omnibus,
pero por una parte, el Memorialista no es pedante ni sabe latín,
y por otra ya está profanada la palabra por asquerosas tartanas
e inmundos carro-matos. Otros mil sustantivos podrás encontrar
sin duda; pero aun cuando hallases al fin, que no lo creo, la
calificación exacta de este ente universal, reducida a un
vocablo, el memorialista no adoptaría la innovación, porque es
enemigo de novedades, y el nombre que lleva, heredado de sus
antecesores, es para él más sagrado, más noble y respetable, que
para un hidalgo de provincia los signos heráldicos de su escudo
de armas.
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El Memorialista vende cosméticos
que vuelven en blanco o rojo el pelo negro, que quitan el cutis
de las manchas y producen otros milagros tan sorprendente
o mas que
los dichos.
Proporciona criados de ambos
sexos. (No seamos rigoristas: quieere decir de uno u otro
sexo.)
Da razón de casas de huéspedes,
desde por seis reales diarios satisfacen todas las exigencias.
Tiene amas de cría. (No para él:
para él que las pida.)
Ajusta cuentas en toda clase
de idiomas.
Enseña a hacer aguado colonia,
betún, cerillas de fósforo y otras ciencias.
Tiene amos que colocar.
Hace toda clase de negocios: es
corredor universal.
Por ultimo, (y este es el
Memorialista privilegiado, el aristócrata, el doctor in
utroque de la profesión,) escribe cartas y memoriales, da el
ser a los villancicos de noche buena, y a los estrechos para
damas y galanes, y si no le confían el juicio del año para el
calendario, cúlpese a la oscuridad que le rodea, y que no deja
descubrir al genio sumido en el rincón en que se oculta, pero
del que mal su grado, ha de salir hoy a donde le vean el sol y
el mundo. |
Así verás,
lector, que hago bien en clasificar el Memorialista en dos
distintos órdenes.
1.º El Memorialista
que sabe escribir.
2.º El Memorialista
que no sabe escribir, ni leer.
El primero es desde luego hombre
pachón y bien hallado, avaro, sedentario tal como tú le
concibes: es por último, el memorialista vulgar, sin poesía,
todo carne y positivismo. Y sin embargo, si en su cabeza cupiese
una idea de lo bello, si un solo rayo de ilusión cupiese en
aquel cerebro macizo y apelmazado, ¿qué felicidad envidiaría?,
¿qué existencia correría más venturosa y risueña en la populosa
corte, aun de escaleras abajo, que es donde se anida la
felicidad si es que hay alguna?
Considérate tú, lector, sentado
en tu cómoda banqueta, mirando tras de tus vidrios y esperando a
la fortuna; (es decir, al parroquiano,) figúrate que ves abrirse
la portezuela de tu jaula, y que entra una sonrosada muchacha de
ojos vivarachos, modestamente vestida con su limpio traje de
percal, arrebujada en su negra mantilla, y sustentando en el
siniestro brazo da cesta de la compra.
Ya te parece que la ves acercarse
a ti....Detente, lector mío, y no arranques al Memorialista la
poca ventura que goza. Tú no serías, además, tan reservado y
prudente como él: Tú no sabrías guardar en tu corazón todo el
tesoro de preciosos secretos, de dulces palabras, de amantes
propósitos, de frases apasionadas, que se escapan
involuntariamente de aquellos dulces labios, con la sonora
entonación de las Maravillas y el Rastro.
Tú
te sonreirías malignamente, tú la echarías a hurtadillas alguna
mirada poco casta, que revelaría al instinto de la muchacha que
tú no ejercías de mucho tiempo la profesión de Memorialista, de
ese intérprete de sus amores en quien está acostumbrada a mirar
un ente bruto, una máquina inanimada, que no ve sino para
escribir, que no oye sino para trasmitir sus palabras al papel,
como si estas palabras corriesen a manera de un fluido eléctrico
desde su oído hasta su pluma, sin dejar el menor rastro de sí.
Verías entonces cómo retrocedía asombrada, cómo las palabras se
perdían entre sus labios, cómo no articulaba más que frases
vagas e incoherentes, sin vida, sin calor.
Retrocede pues, y no turbes al
Memorialista en su blando somnambulismo, y a la pobre muchacha
en las ilusiones de su ausente amor.
Pasemos ahora al memorialista que
no sabe escribir, al memorialista activo, emprendedor. Este es
el que más trabaja y el que hace menos fortuna, cosa que no te
sorprenderá si consideras que en está tierra de desalmados, lo
mismo nos sucede a todos, desde el patán hasta el covachuelista,
desde el zapatero de viejo hasta el ministro de Hacienda.
Nuestro desdichado escribiente, necesita vegetar sin escribir;
engañar con sutileza al que le encarga un memorial, una carta,
un comunicado para un periódico, la copia tal vez de algún drama
o novela original.
Discúlpase con algún quehacer
importante, oye que lo llaman, se mueve convulsivamente sobre su
banco, como hombre a quien aguijan urgentes negocios, se da en
fin la importancia de un secretario del Despacho, y atrapando ya
en borrador, ya en la memoria la carta, memorial, etc., corre
como un relámpago a subarrendar el escrito: quédale por
consiguiente tan módica ganancia, que es ventura para el
asendereado corredor, que no se haya inventado moneda menor que
la calderilla.
Le encargas algún criado,
nodriza, cochero, mozo para cuidar caballos, etc. No habrá
pasado media hora, y tu casa se verá inundada de todos los vagos
que en Madrid hurtan pañuelos, de todas las pasiegas de los
portales de santa Cruz, de todo cuanto necesites, en fin. Y
cuando consideres que el Memorialista ha corrido en este tiempo
los 50 barrios intramuros de Madrid, te reirás, como yo lo hago,
de todas esas peligrosas invenciones de los caminos de hierro
que tú no has visto ni verás en España. Bien puedes apostar por
él contra el mejor caballo del lord Sidney, porque yo tengo para
mí que el mas aéreo y ligero de cuantos posee el opulento
aristócrata inglés, ha de tener huesos y pellejo como el de
Gonela, y el Memorialista todo es momia y cartílagos. Tal le ha
parado su pasmosa actividad, tal vive siempre famélico y vacío,
que si obedece a las leyes de la gravedad, puede agradecerlo al
supremo Autor que sujetó a la tierra con una cadena invisible,
con aire, como al Memorialista. Y solo así pedía tener esa
envidiable celeridad: con él es pesada la ardilla y perezoso el
gavilán. Si tuviera el olfato del perdiguero, grande sería su
fortuna: pero, ¿quién posee juntas tantas perfecciones ? ¿A
quién no le falta algo para hacer completa su felicidad?
Pero si el Memorialista que no
escribe, está flaco y digámoslo así, evaporado, goza en cambio
de una salud a prueba, resiste al frío, al calor, al viento, al
agua. Es preciso conceder que el ejercicio es un gran elemento
de higiene; es fuerza confesar que la dieta es un gran
preservativo, y que no en vano la recomiendan los Brusistas.¡Ahí
tenéis la prueba, incrédulos! El famélico y activo corredor,
desafía a Codorniú y a Delgrás: nunca ha entrado en boticas;
jamás ha querido imponer leyes a la naturaleza. Ella que le ha
curtido, escudándole así contra todos los sistemas conocidos de
la medicina, ella tendrá cuidado de llamarle a su hora, sin
ruido y sin violencia. Esta es una de las pocas venturas que el
pobre Memorialista disfruta.
Y ya que hablamos de sus
venturas, no las dejemos pasar por alto, pues que de sus
desdichas hemos hablado. El domingo, día de descanso para todos
los que trabajan, (los que no trabajan, no descansan nunca) el
domingo como digo, es el día de sus mayores felicidades, porque
está consagrado al reposo del alma, a las ilusiones risueñas, a
la vanidad de que no está exento el más humilde de los mortales.
La mañana está destinada a las obligaciones religiosas: ayuda a
misa o acompaña al Viático. Por la tarde va a Chamberí o a la
Virgen del Puerto, se pasea gravemente por entre la canalla,
saluda a las criadas que le deben su colocación, permite que le
den tratamiento, y envuelto en su ancha levita y blandiendo su
nudoso bastón de encina, olvida por un momento su miseria
pavoneándose con ridícula gravedad.
Pero el Memorialista debe al fin
envejecer, como envejece todo, como el mundo mismo, como la
naturaleza misma. Considera su desesperación, ¡oh lector mío!,
el ave encerrada en su estrecha jaula, ansiosa de aire y de
espacio
no sufre lo que él sufre, ligado
por la edad, cogido en el lazo inflexible de la vejez. Entonces
empieza el reposo de su cuerpo: su destino regular, es la
portería. ¡La portería! ¡Lo que él considera como su degradación
y afrenta!
¡Pobre Memorialista!, antes tan
activo, libre como el aire, ligero como el águila; ahora
encerrado en una angosta celda, ¡antes tan bullicioso y decidor!
¡ahora, tan meditabundo y silencioso! ¡A Dios, esperanzas,
proyectos, ilusiones! Ya habéis muerto para el viejo
Memorialista, que ya no aguarda sino el momento de que le saquen
de aquella tumba para encerrarle en otra aún más estrecha.
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