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Pedro A. González Valenzuela

Himno al cráneo

Mi vela

Oda al pedo

HIMNO AL CRÁNEO

Oh, cráneo sombrío,
que con tu cavidad, desierta y vana,
proclamas el vacío
de las grandezas de la vida humana.
Cuántas veces también tú sentirías
rugir en lo interior de tu caverna,
ya para siempre solitaria y muda,
las tormentas bravías
del delirio del dogma, en lucha eterna
con el sarcasmo de la eterna duda.
Quizás tú fuiste el místico palacio
de un apóstol sublime
para quien la extensión del mismo espacio
fue lóbrega prisión, cárcel que oprime.
Pero si fuiste el templo por Dios hecho
para el autor de un dogma soberano,
¿por qué dentro de ti se siente estrecho
el mísero gusano?
Quizás tú fuiste el bizantino trono
del déspota más vil de que hay memoria,
de cuantos con su torpe y negro encono
provocaron los rayos de la Historia.
Pero si fuiste el pedestal sangriento
de un autor de cadenas,
¿por qué alza un himno en torno tuyo el viento
y brotan azucenas?

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MI VELA

Cerca de mi vela, que apenas alumbra
la estancia desierta de mi buhardilla,
yo leo en el libro de mi alma sencilla
por entre la vaga y errante penumbra.

Despide mi vela la llama de un cirio
a fin de que acaso con ella consagre
mi cáliz sin fondo de hiel y vinagre
delante del ara de mi hondo martirio.

A mí no me queda ya nada de todo.
Mis viejos recuerdos son humo que sube,
formando en el éter la trágica nube
que marca la ruta de mi último éxodo.

Yo cruzo la noche con pasos aciagos,
sin ver brillar nunca la estrella temprana
que vieron delante de su caravana
brillar a lo lejos los Tres Reyes Magos.

¡Quizás soy un mago maldito! ¡Yo ignoro
cuál es el Mesías en cuyos altares
pondré, con mi lira de alados cantares,
mi ofrenda de incienso, de mirra y de oro!

Al golpe del viento rechinan las trancas
detrás de la puerta de mi buhardilla.
Y vierte mi vela –que apenas ya brilla-
goteras candentes de lágrimas blancas.

 

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ODA AL PEDO

Yo te saludo, ¡oh emanación del poto!
Augusto prisionero
que llegas a golpear el agujero
con vivísimas ansias de lo ignoto.
Pero, ¡ay, más espantosa
que los negros volcanes de la tierra
es la tapada fosa
que tus gigantes ímpetus encierra!
Ahí se guardan, es cierto,
infinitos olores,
aunque no son las perfumadas flores
con que se ostenta aderezado el huerto;
aquello no es Edén: es calabozo
donde yace un egregio ciudadano
bajo las iras de un feroz tirano
cuyo nombre modula tu sollozo.
¡Ese nombre es el ano!
Cuando sacudes, con esfuerzo nulo
las paredes del culo,
aunque los necios dicen que eres feo,
(por envidia mortal, según calculo),
afirmo que eres nuevo Prometeo.
Tras áspero camino
por el negro canal del intestino
llegas del traste a la fruncida puerta;
allí te atajas por algún instante,
oculto, acaso, por un pliegue fino;
entonces ruges, parecido al Noto
y, forzando las válvulas del poto,
¡arremetes y pasas adelante!
Y grande maravilla!
Cuanto más horrendo era el calabozo
que momentos atrás te aprisionara,
más grande es el estruendo,
más grande la algazara
con que al mundo pregonas tu alborozo.
Sale, oh fluido inmortal; ¡Tú no varías!
Sucédense los reyes;
termínanse las leyes
como si fuesen días;
igual se muda el Papa;
terribles convulsiones
alteran todo el mapa;
los amigos se pierden
y la mujer olvida
los tiernos y amorosos juramentos
que prometiera un día;
sólo tú, ser gaseoso, no varías.
De noche, o bien de día,
en la calle, en la mesa o en la cama
eres el mismo siempre; eres sincero.
Bajo la seda de la airosa dama,
o el flamante vestón del caballero;
en la vesta papal cardenalicia;
bajo el traje pomposo de los zares
y en la severa toga de justicia;
por tierras y por mares,
en el calzón de sucia verdulera
o bajo el poncho del mugriento roto
apareces, de idéntica manera,
de entre la misma lobreguez del poto.
Por campos y ciudades,
¡sarcasmo de mundanas vanidades!
predicas, convencido,
santa humildad a muchos infelices;
que, si no llega al oído,
la comprenden, al menos, las narices…
De mí nunca receles
que intercepte tu paso noble y fiero.
Hallarás, al contrario, siempre franca
la puerta del trasero.
Sal, pues, sin antifaz de disimulo.
¡Deja ese estrecho nido!
¡Y el canto conocido
lanza, vibrante, en el umbral del culo!

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