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Antonio Ortega

El evadido

Chino olvidado

La huida

El evadido

    Se pasó a nuestras filas una noche de invierno. Soplaba el norte, grande y frío. De vez en cuando, la Luna llena asomaba su cara boba —de botón de calzoncillo— por algún desgarrón del cielo. Luego otra vez las nubes; lívidas, densas, coitosas... Y el viento limpio que olía a mar. Y la lluvia helada.

    Apareció de pronto ante nuestras líneas sin que le precediera, como a otros fugitivos, el seco trallazo de los fusiles o el tartamudeo de las ametralladoras enemigas. Parvo, canelo, peludo, bucero y sucio, pingando agua de lluvia y barro, despreocupado y alegre, apenas si era un trémulo y tibio puñadito de pelos retortijados cuando llegó a nuestras líneas. Nadie presenció su arribada. Se coló silenciosamente por entre los rosales de las alambradas y saltó a la trinchera. No pareció concedernos una excesiva importancia.

    —¡Echadlo de aquí! Nos llenará de pulgas. ¡Tírale!

    El perrillo nos miraba receloso, presto a escapar al menor ademán hostil, cauto y expectante. Pero burlón también; había un no sé qué jocoso en su desmedrada facha. En el remanso de sus pupilas pacíficas brincaba, como en los niveles, una azorada burbujita de risa, de una alegre risa inconsciente; risa sana, inmediata, de niño.

    El animal tenía unos hermosos ojos. Sin duda fue eso lo que le salvó. Eso y los razonamientos de Corsino. Porque fue Corsino el que dijo:

    —¿Y por qué vais a matar a ese pobre perro?... Estaba con los facciosos y escapó. Es un evadido. Además...

    El perro, buscando calor, ramoneaba olores entre las pierna de Corsino. Parecían habérsele entristecido los ojillos burlones. Farfullaba Corsino:

    —Yo no soy miedoso, ya lo sabéis, ni tengo el corazón de manteca; pero el dolor de los animales me resulta insoportable. Más aun que el dolor de los hombres. Yo he visto morir a muchos compañeros, ¡buenos compañeros! Algunos lloraban. Eran mozos como pinos... Llamaban a su madre... Esto es terrible; el corazón se te vuelve de azogue. Pues bien, ya veis, el otro día una granada hirió a una vaca; un enorme boquete en la barriga. Cayó al suelo como un árbol. Ni mugía ni nada. Estaba allí derrumbada, pesada, silenciosa... Movía las pestañas tan sólo. Ese sufrimiento de la vaca, ese dolor sin ruido de los animales... ¡No la olvidaré mientras viva! Murió con los ojos abiertos y mojados de lágrimas. Sin meter ruido

    Calló Corsino anegado por oscuros sentimientos imprecisos. Pensaba. Con la mirada perdida en la noche buscaba en su cerebro un argumento concluyente a favor del evadido. No encontraba las palabras exactas. Nos miró airado. Grito casi:

    —Pero... ¿es que todavía no hay bastante dolor suelto por los campos de Asturias?... Decidme, ¿qué coño os hizo este perro?

    Era raro que Corsino hablara tanto. Esto nos afectó. No, no había bebido. El perro se quedó con nosotros.

* * *

    Huraño, hosco, feo y viejo, Corsino apenas si se relacionaba con sus compañeros. Jamás compartió sus sentimientos con nosotros. Nunca nos pidió una confidencia. Vivía solitario, al borde de su propia vida, viendo correr ésta, y ajeno e indiferente a las prisas e inquietudes de los demás.

    Hablaba poco y era tímido. Era un hombre de sentimientos más que de razones: intuía las cosas, nunca acababa de comprenderlas del todo. En general acostumbraba a mostrarse seco, descortés y malhumorado. Era su defensa. Se agazapaba detrás de su acritud para ocultar su timidez; una candorosa timidez inexplicable. Por dentro era tierno, mollar, confiado, irreverente y espontáneo como un niño.

    Poco sabíamos de él: Minero, de Sotrondio; cuarenta y cinco, cincuenta años; feo, picoteado por la viruela; la boca era una arruga más de su rostro; bigote profuso y enmarañado, tan profuso que más parecía una prenda de abrigo que un adminículo de adorno; estevado de piernas; fuerte, magro, pequeño y velludo.

    Buen compañero. Con una escopeta de dos cañones fue de los primeros en marchar sobre Oviedo cuando la traición de Aranda. Era disciplinado a su modo: Sabía desobedecer y tenía iniciativas. Era el primero en saltar de las trincheras. De nosotros, el que más lejos tiraba las bombas de mano.

    Tenía un defecto: bebía. Justificaba su vicio con un antiguo proverbio:

    —Beber, morir. No beber, también morir.

    O menos filosóficamente:

    —Lo hago porque tengo que ahogar todo esto.

    Y en un gesto francamente ambiguo señalaba primero a su tórax, aporreándoselo con los puños, y luego, más vagamente en un gesto circular de su mano, incluía a todos el paisaje circunvecino: los manzanos enanos, sin hojas; los esqueletos de las casas quemadas, las nubes que volaban altas...

    —¡Para ahogar todo esto! —iteraba en un rugido.

    Y luego en voz baja, humildemente casi, decía:

    —Bueno, yo me entiendo. Vosotros... ¡qué sabéis, mocosos!

    No sabía expresarse. Sus sentimientos carecían de sintaxis como sus oraciones; por eso hasta cuando nos hacía un favor parecía estar enojado. En el fondo nos despreciaba un poquito. Humanamente nos achacaba sus propios defectos. Era severo para consigo mismo. No concedía importancia a sus virtudes y le gustaba escarbar cristianamente en sus faltas.

    Nos gustaba dialogar con él para ponerle en situaciones comprometidas. Un día le preguntamos que cómo a su edad había venido a luchar a las trincheras. Le molestaban las preguntas. Se rascó nerviosamente la barba y nos miró escamado. Reaccionaba siempre a la defensiva. Temía que nos burlásemos de él.

    —¡Qué sé yo! —dijo tropezando en las palabras, pensándolo—. Vine a defender la razón y la libertad...; ¡eso! Es justo lo que defendemos. Hay niños que andan descalzos. Las mujeres de la Puerta Nueva se venden por un duro. Los hombres no son felices y sufren. ¿Por qué todo esto? No se pueden tolerar ciertas cosas; protestas, chillas..., ¡nada! Por ejemplo, ¿Por qué se matan tantos chinos?... Son amarillos, son pequeñinos y flacos, llevan coleta... ¡Sí, todo esto es verdad! Acaso huelan mal; no lo niego. Pero... ¿es que no son hombres? Los japoneses los matan por centenares para segar las escandas que ellos sembraron y para quitarles sus mujeres. ¡Por eso lucho! Los de enfrente quieren eso; el rebaño brutal, los niños descalzos, las prostitutas, las matanzas de chinos...

    Le inquietaba sobremanera esto de los chinos; no era la primera vez que lo decía. Para la generalidad de los mortales, los sentimientos vibran en razón inversa de la distancia a que suceden las cosas. Así un hombre muerto a dos pasos de nosotros nos afecta más que un terremoto en Japón con veinte mil víctimas. Para Corsino era todo lo contrario.

* * *

    Desde que el perro amaneció en nuestras líneas y se incorporó a los afectos de Corsino, aquél fue el único confidente de sus monólogos. Ante el silencio indiferente del perro, Corsino, borracho, desenrollaba pacíficamente la gris teoría de su pasado. Cosas menudas, pequeñitas; cosas de esas que se nos pierden por los rincones del recuerdo y que aparecen de pronto, inesperadamente, al buscar otra cosa cualquiera: antiguas humillaciones que nunca maduraron en palabras, deseos frustrados, ilusiones venidas a menos y realidades bien vivas y sangrantes, aparecían, como cerezas trabadas por los rabos, unas tras otras; unidas entre sí por finísimas conexiones silenciosas.

    —¿Qué harías tú en mi lugar? Obdulia tenía ojos de canario y una dulce vocecita de raitán[2]. ¡Bah, bah..., viejo chocho! En tanto que los hombres se mueren de hambre los conejos se mueren de viejos. Así es la vida.

    Y luego, agachando la voz y acariciando el perro con infinita ternura:

    —Esos de ahí enfrente —le decía—, ¿los ves, guapo?, los de las casas..., esos canallas harán que el río Nalón no vuelva a bajar negro. Bajará rojo, rojo de sangre asturiana. Pero... ¡bueno!, ¿qué sabéis los perros de esto? Levantáis la patica allí donde tenéis ganas... Eso es hacer la realísima voluntad. Yo nunca pude hacer lo que me dio la gana.

    Así hablaba Corsino con su perro. Juntos comían, juntos disfrutaban los días de permiso y juntos montaban la guardia en los parapetos. Como buenos amigos repartían el pan y el afecto; las penas, las alegrías y las tajadas de carne.

* * *

    Pero un día el perro se fue. Se fue como había venido: inesperadamente. Echó a correr hacia Oviedo y desapareció de pronto entre el laberinto de casas de la Tenderina. No pudimos evitar que le dieran bromas a Corsino.

    —¡Babayu, el perro era fascista!

    —Fuiste bobo, Corsino; venga a darle parola al perro y ahora resulta que era un espía.

    —¡La de cosas que irá contando a los facciosos!

    ¡Cómo sufría Corsino! Albeaban sus dientes por debajo del profuso bigote y añadía nuevas arrugas a su rostro sin conseguir estrenar una sonrisa. Quería echarlo a broma, pero se le humedecían los ojos de lágrimas que se le escapaban silenciosamente y sin prisas por la nariz. Por aquellos días tuvimos un combate y lo hirieron. Yo sé que Corsino, en aquella ocasión, buscó algo más que aquella simple herida; un balazo en un brazo. Se lo dije. Rió, amapolándose.

    —¿Por un perro?... ¡Bah, tonto!

    Pero yo sé que era verdad. No solamente por aquello sino por todo. El tenía un corazón en carne viva: amaba a todas las cosas que veían sus ojos, que tocaban sus manos...

    Sanó pronto. Tenía encarnadura de lagartija.

   Y pasó el tiempo. Todo se olvidó. Corsino volvió a ser el de antes. Frente a nosotros el paisaje de siempre: árboles tronchados, casas quemadas, postes de teléfono desmelenados... Tiros y tedio. A nuestras espaldas los campos verdes y silenciosos. La Catedral mostraba su piquito tronchado y el alón roto, entablillado desde octubre. De vez en cuando ladraban las baterías del Naranco o sentíamos el pesado volar de los morteros de «La Casa negra». Llovía despacio, tercamente. Rubias vacas pequeñitas caminaban despacio, abstraídas en su enorme pena.

    Y pasaron seis meses, y un día cualquiera —verano, los castaños habían encendido sus flores— el perro volvió. Inesperada, silenciosamente se coló por entre los rosales de las alambradas y saltó a las trincheras. Venía flaco, desastrado, sucio. Cojeaba. Se acercó a nosotros como si acabara de separarse de nuestro lado. Estordecido, hopeaba gozoso restregándose contra nuestros pantalones.

    —¡Vaya, volvió el traidor! A ver qué dice Corsino ahora.

    Se lo avisaron pronto. No quería creerlo. Una sonrisa de duda —no, aquello no podía ser— temblaba en sus labios. El perro, al reconocerlo, corrió hacia él. Todos habíamos callado y mirábamos a Corsino. Nos dolía a todos el dolor de aquel hombre. Se acerco despacio al perro que se había echado en el suelo, como queriendo jugar con él. Corsino no le hizo caso.

    —¡Déjame el fusil! —dijo a un compañero.

    Estaba desencajado, lívido, tembloroso.

    —¿Qué vas a hacer? ¡Déjalo! ¡Pobre!

    —¡Dame el fusil!

    En su voz había una inquebrantable decisión. Le temblaban aún las manos, pero sus ojos miraban de frente y sin piedad. Se acercó al perro que, a sus pies, le miraba moviendo receloso la cola.

    —¡Échate! —le ordenó.

    Obedeció el perrillo. Se tumbó en el suelo y, como jugando, movió gozoso en el aire sus patitas peludas. Lentamente Corsino apoyó el cañón del fusil en la oreja del animal. Nada pudimos hacer por él. Y disparó. Apenas si echó sangre. Parecía un montoncito de lana.

    —¡Por fascista!... ¡Por traidor!...

    Le dio una patada. Nos devolvió el fusil.

    Arrancándose las lágrimas a puñados nos dijo, mientras pretendía sonreír:

    —¡Me cago en la puta madre, hay que ser hombres!
 

[2] “Petirrojo” en bable.

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Chino olvidado

    En el Vivac del Departamento de Inmigración había tres reclusos: un español, un haitiano y un chino. Los dos primeros casi todo el día estaban fuera de allí, pues trabajaban en las obras del campamento, ganándose un jornal. El que no trabajaba en nada era el chino. No porque fuera viejo (los chinos no tienen edad); no porque no fuera un hombre laborioso (los chinos son siempre hombres laboriosos); sino porque ahora, para él, no tenía ningún objeto el trabajar.

    No quelé tlabajá —había dicho cuando se lo preguntaron (llevaba cuatro meses preso)

    No estaba ni siquiera enfadado. Es más, lo dijo con una sonrisa —esas sonrisas en las que sólo intervienen los ojos—, sin levantar apenas la voz; humildemente casi. Pero había tal decisión en aquellas tres palabras (dos verbos precedidos de un adverbio de negación) que nadie volvió a hacerle aquel ofrecimiento.

    El chino estaba allí desde hacía más de tres años y no sabía cuándo lo iban a poner en la calle. Al principio se había interesado por aquello con cierta ansiedad, diluida en una elegante displicencia (como si no le afectara gran cosa el saberlo). Luego dejó de preocuparse por aquella fecha y no volvió a preguntar nada. Hasta casi llegó a olvidársele por qué lo habían recluido. Recordaba que en cierta ocasión —hacía mucho calor— había sido sorprendido planchando en camiseta; un policía lo denunció. Poco después se precipitaron los acontecimientos, y el chino había sido incapaz de detener esos acontecimientos o, cuando menos, de bracear con éxito en aquella oleada de indiferencia y de sucesos que le arrastró sin saber cómo. Al principio protestó y trató de enderezar de nuevo la proa de su humilde vida. Pero él no sabía expresarse bien (no era sólo el idioma, era que no sabía expresarse), nadie se preocupó de su problema y el chino se hundió. El dueño de la lavandería fue a verlo para decirle que él estaba hecho tierra, que las cosas estaban muy mal, que era cuestión de días tan sólo... Total, que no podía prestarle los treinta pesos. El chino acabó por resignarse —con esa resignación vegetal de los de su raza— y dejo de preocuparse hasta de sí mismo. Es decir, se sucedían los directores de Inmigración y el chino seguía en el Vivac.

    Su caso, como los de las tragedias griegas, era insoluble: sólo se podía resolver con la muerte, con su muerte; y esto no era una solución. Su caso era un extraño caso: estaba condenado a ser expulsado del país por vicioso, pero no había fondos para reembarcarlo a su punto de origen, Cantón. Por otra parte Cantón se hallaba en poder de los japoneses y en todo el mundo ardía la guerra. El Consulado de China no sabía nada de aquel chino; ni figuraba en sus listas. Las autoridades nacionales no le podían poner en libertad. Este era su caso.

    Para vigilar al chino había un anciano guardia, armado de un descomunal escopetón. Al anochecer llegaban a la celda el español y el haitiano. Pero el chino apenas si reparaba en ellos. Venían cansados de trabajar y se dormían en seguida. Además, no eran hombres como él. Ni le entendían ni él lograba entenderlos. Mas el chino no estaba solo en su prisión, que le venía ancha por todos los sitios; había allí un perro y un gato, que le hacían compañía, y los gorriones solían colarse a través de las altas rejas para comer los pedazos de pan que el chino les ponía encima de la mesa. Durante el día, de once a cinco de la tarde, le dejaban salir a pasear por una rosaleda que se hallaba frene al Vivac. El chino se sentaba entre los rosales, con el perro y el gato, y dejaba pasar las horas. En ocasiones se tumbaba panza arriba para ver correr las nubes que volaban altas por el cielo, mientras se arrascaba los pies. ¿Se aburría? Era difícil de interpretar aquella su sonrisa que tenía siglos.

    A las cinco en punto de la tarde el viejo carcelero le llamaba por su nombre:

    —¡Vamos, Antonio, ya es hora!

    Y el chino, dócilmente seguido por el perro y el gato, se dirigía a la celda. Su carcelero cerraba ésta con un grueso cerrojo que pesllaba[2] luego con una llave enorme, excesiva para aquel chino tan flaco y tan pequeño. El chino, de espaldas a la reja de la puerta, se sentaba ante una mesa y cogiendo de encima de ésta unas mugrientas barajas se ponía a hacer solitarios, hasta que le traían la comida. Encima de la mesa, un poco lejos de él, se enroscaba el gato sobre sí mismo, como una rúbrica. A sus pies, el perro rumiaba su sueño inquieto, estremecido de conejos, gañidos y patas de pollo.

    A veces, a algunos de los internados en el Campamento —no presos— o a éste o aquel visitante que se acercaban al Vivac, les llamaba la atención aquel hombre, siempre de espaldas a la reja, que apenas si se movía, reclinado sobre la mesa, y que no tenía curiosidad por nada ni por nadie.

    —Es un chino raro —les explicaba el carcelero que estaba muy orgulloso de tener bajo su custodia a un hombre tan extraño—. Un vicioso, sujeto a expediente de expulsión, pero al que no se le puede mandar a ningún sitio. Lleva aquí tres años. No es mala persona; es dócil y apenas si da que hacer. Pero nadie sabe cómo piensa. Tal vez no piensa nada. Es obediente y le gustan los animales. En ocasiones dice cosas juiciosas, pero no deben ser de él.

    Y le llamaban:

    —¡Eh, chino!, ¿qué haces aquí?

    El chino, entonces, parecía despertar de un sueño. (¡Era maravilloso aquello de que alguien se preocupara por él!). Parecía pensarlo un poquito antes de darse por aludido (era su dignidad), pero después se levantaba rápidamente y se acercaba a su interlocutor, arrastrando en menudos pasitos sus rotas y sucias chancletas.

    —¡No sabel, capitán! —decía siempre con ansiedad, como si de aquella conversación dependiera su libertad, como si de pronto deseara vehementemente que lo pusieran en la calle.

    Yo no sabel. Chino olvídalo, chino no tenel palientes..., no tenel amigos... ¡Chino estal solo!...

    —Y ¿allá en China, en Cantón? —le preguntaban.

    (Hacía daño la soledad —la indefensión— de aquel hombre.)

    Nalie en Cantón. ¡Nalie en tola China! ¡Nalie acoldalse del chino! ¡Chino ser inolante! ¡Chino estal olvilalo! —repetía tercamente con una inexpresiva sonrisa en su rostro desolado.

* * *

    Era una perfecta máquina de hacer justicia. Por un lado entraba un hombre rodeado de circunstancias y por el otro salía la condena erizada de cuotas de a peso, gerundios y días de prisión. El señor Juez Correccional, como la justicia divina, era infalible e inapelable. Los hombres delinquían con una monotonía que incitaba al bostezo: el pescador no respetaba la veda de la langosta, la prostituta se peleaba con el chuchero, el «gallego» se retrasaba en el pago del carnet de extranjero, la mulata había insultado a su vecina del solar, el guagüero llevaba los pilotos encendidos o no se había fijado en las luces del tránsito... ¡Santo Dios, los chinos planchaban en camiseta! Era necesario hacer justicia. Y el señor Juez, poseído de la importancia de su misión, lejano y grave en su oscuro traje, despachaba sentencia tras sentencia como quien tira de la palanca de una maquinita.

    Siempre lo mismo. No juzgaba (ni oía casi lo que le decían), emitía decisiones inapelables. No consideraba circunstancias (no había tiempo), aplicaba artículos del Código. Con el mismo aire ceñudo consideraba el pobre inquilino desahuciado que al chuchero que había roto una botella en la cabeza de su amante. Para él todos eran delincuentes. Podía disponer de seis meses de la vida de un ser (esto le confería una gran importancia ante sus propios ojos) sin tener que dar cuentas de nadie de sus desarreglos hepáticos. El señor Juez Correccional era un pequeño Dios a 180 días vista.

    El policía había tramitado la denuncia conforme determina la ley: el chino estaba planchando en camiseta y tenía la puerta abierta. Esto constituía, sin duda, una grave ofensa a la moral pública y a las buenas costumbres. Y la denuncia rodó de folio en folio y de diligencia en diligencia hasta llegar al señor Juez. Se llenaron unas cuantas hojas de papel de oficio. Luego un día cualquiera, el chino fue llamado al Juzgado Correccional. Fue así como comenzó todo aquello. En alguna parte había comenzado a funcionar una máquina enorme y bien lubricada entre cuyas ruedas, bielas y engranajes había de ser triturada la vida pequeñita de Antonio Chang.

    Al principio había decidido decir la verdad: (—«Hasel mucha calol y chino estal planchando en camiseta»); pero apenas si sabía expresarse y temió que la verdad pudiera traerle nuevas complicaciones. Puesto que le habían denunciado por aquello era lógico pensar que la verdad, aquella verdad suya, era punible. Valía más no decir nada. ¿Mentir? No, negarlo todo. Pero esto era mentir. Mejor no saber nada. No entender nada. («Chino no sabel nala. ¡Chino ser inolante!»). Eso era lo mejor. («La naturaleza no habla», dijo el venerable Lao Tse). No hablaría, no entendería nada de lo que le dijeran. (Eso era algo así como cerrar los ojos: cómodo). Por otra parte el sabía que no iba a poder decir nada, pues tenía un religioso terror a la justicia. Tenía miedo de ser inocente. De saberse culpable hubiera tratado de defenderse —se hubiera defendido— cautelosa, despiadadamente, midiendo cada zarpazo, tranquilo; pero con todos sus resortes —sus sentidos— en tensión. Pero era inocente (¿se podía cometer un delito por planchar en camiseta?) y ese era su temor. Sería capaz de defender su culpabilidad, pero se encontraba totalmente inerme para defender su inocencia. Al entrar al Juzgado había dirigido una furtiva mirada al señor Juez (temía saber con quién iba a habérselas). En efecto, ¡era terrible! Allí estaba una cara lisa, cruel, bella, inexpresiva y fatigada. E indiferente, mortalmente indiferente; eso era lo peor. («Los hombres que ejecutan o administran las leyes son más importantes que las mismas leyes»). ¡Oh, no diría nada! (—«¡Chino no sabel nala, no entendel nala...!»)

    Eran las nueve y quince de la mañana —ardía suavemente el sol en la calle— cuando en el Juzgado Correccional sonó su nombre en una voz cargada de aburrimiento e indiferencia. Una voz terrible.

    —Antonio Chang. (—«Antonio Chang» —dijo también la voz rajada del altavoz.)

    Antonio Chang se levanto de su asiento y se abrió paso a codazos entre el público heterogéneo que llenaba la pequeña sala del Juzgado (en una casa que había sido vivienda). El corazón parecía un pájaro asustado allá en su pecho.

    —¡Plesente! —gritó el chino, arrepintiéndose al instante de haber gritado tanto.

    (Parecía como si todas las miradas de los allí presentes se hubieran vuelto hacia él, que deseaba pasar inadvertido. Todos: prostitutas, procuradores, «gallegos», policías, «polacos», chulos y guagüeros.)

Y de pronto —nunca supo cómo— se encontró ante el señor Juez: un traje oscuro coronado por un rostro pálido, indiferente e infalible. (Si, él era culpable: ¡que lo condenaran pronto para quedarse a solas en la cárcel!). El señor Juez contempló con sus ojillos indignados de irritada conjuntiva —los «whiskeys» de la noche anterior— las facciones herméticas —burlonas» humilde, superiores y bajunas— del asiático. (Siempre le había molestado aquella impasibilidad y aquellas suaves maneras excesivas de los chinos.)

    —¿Es usted Antonio Chang?

    (¿Podría ser otro?). El usted sonaba a delincuente.

    (—«¿Eres el delincuente Antonio Chang?»). Y Antonio Chang comprendió que era culpable de algo que él no sabía en qué consistía, pero culpable de algo. Para tomarse tiempo a pensar volvió a repetir, esta vez en voz baja:

    Plesente.

    —Déme el acta, secretario —dijo, allá arriba, el señor Juez. (Se había desatendido por completo del chino.)

    Cuchichearon entre sí. Hasta los oídos de Antonio Chang llegaron palabras sueltas y misteriosas. Las que él temía: camiseta, atentado, planchar, buenas costumbres, chino... Cuando comenzó a hablar el señor Juez, Antonio Chang estaba completamente anonadado. Estaba en tal estado de tensión nerviosa —tratando de entender lo que le decían— que no entendía nada. Hasta él llegaron —bajaron— algunas palabras. Unas precisas, eslabonadas, que se entendían perfectamente (—«¿Reconoce usted lo improcedente de su conducta?») y otras aisladas, sin relación alguna con las que les seguían («camiseta», «puerta abierta») totalmente ininteligibles («elemental decencia», «costumbres impúdicas») que acabaron de abatir al chino por completo decidiéndole a dejar de oír para pensar en cómo responder a aquellas graves acusaciones.

    Cuando acabaron de hablar allá arriba, Antonio Chang barbotó:

    —¡Chino sel inolante! Chino no enlendel... ¡Hasel calol, mucha calol...! No estlal en camiseta... ¡Chino lleval camiseta!... ¡Chino no sabel nala!...

    El señor Juez sonrió. El chino interpretó mal aquella sonrisa. Por un momento pensó que era posible «atar un cordel al sol». Alguien rió a sus espaldas (una risa alargada, lacayuna, continuando y poniendo término a la fina sonrisa del señor Juez). Comprendió de pronto que se había equivocado y apresuró el ritmo de sus explicaciones.

    Chino no complendel... Chino... ¡Hasel calol, mucha calol!... Chino buenas costumbles. ¡Sel inolante, todo inolante, Jué! ¡No sabel nala! —se exculpaba Antonio Chang moviendo mucho las manos y los ojos.

    Nuevamente volvieron a sonar —allá arriba— palabras y palabras que no tenían ningún sentido para el chino, salvo que eran términos de censura detrás de los cuales había algo —él no sabía qué— irrevocable y terrible. De vez en cuando decía accionando mucho con la cabeza:

    —Si señol.... sí señol...

    Otras veces repetía como una cantinela:

    —¡Sel inolante! ¡No sabel nala!

    Hasta que al fin, desde allá arriba, bajó la sentencia; rápida, fría e inesperada como un alud.   Perfectamente clara, comprensible:

    —Treinta cuotas de a peso.

    El chino suspiró como descansando de algo. Ya había terminado aquello. Luego lo llevaron ante una ventanilla y el chino se limitó a decir:

    No tenel dinelo.

    Lo metieron en una celda. Horas después vino su patrón a verle y le dijo que él estaba hecho tierra, que las cosas andaban mal, que era cuestión de días tan solo, un mes... Total, que no podía prestarle los treinta pesos. El chino, de todas formas, agradeció mucho la visita.

    Al día siguiente lo llevaron a la cárcel. Por cada día de arresto redimía un peso de multa y le daban, además, de comer. Cuando estaba en libertad ganaba ochenta centavos al día y tenía que comer por su cuenta. Esto sembró de resignación al alma cálida e inocente de Antonio Chang.

* * *

    La vida de la cárcel no le resultó muy penosa. Echaba de menos —eso sí— a sus amigos de Zanja y Rayo; sobre todo a Enrique Wong y a Martín Chen. Pero allí no tenía que lavar ropa. Echaba de menos una serie de cosas pequeñitas —como aquéllas— que a veces se le hacían particularmente dolorosas e insufribles. Pero nada más. El mundo aquél donde se vio forzado a vivir durante treinta días, era rudo, duro, antipático; pero Antonio Chang, haciéndose el tonto más de la cuenta (—«Chino sel inolante»), apenas si se sumergió en él, permaneciendo ajeno, solitario, hermético, sin disolverse en el ambiente, como una gota de aceite en el agua. La capacidad para el sufrimiento de los de su raza, más que otras razones, fue lo que permitió que el chino no se mezclara con sus forzosos compañeros de prisión. Estos al principio, trataron de burlarse de él; pero Chang los despreció con tal intensidad que terminaron por ceder en sus bromas. El chino se abroqueló abruptamente detrás de su sonrisa y nadie consiguió entrar en su mundo.

    Así durante veinte días, pero a los veinte días Antonio Chang cometió una pifia, un error irreparable. Salió de su mundo por un instante y esto constituyó su perdición. Nuevamente volvieron a arrollarle los acontecimientos fuera de su concha —de su sonrisa— y no supo bracear en aquella riada de sucesos que lo arrastró entre sus ondas indiferentes. Fue su buen corazón el que lo hundió definitivamente.

    Un día encontró llorando a uno de sus compañeros de cárcel.

    —¿Qué pasal? —le preguntó el chino acercándose con aquellos sus pasitos que parecían tener ruedas. (No era curiosidad —esta hubiera podido contenerla—, era su corazón desbocado).

    Inmediatamente trató de frenar su primera emoción y pretendió alejarse de allí. Pero ya era tarde. El otro levantó hasta él —estaba sentado en el suelo— sus ojos pacíficos y melancólicos —de ternero— anegados en lágrimas, y dijo entre sollozos, con voz amadamada:

    —¡Me sonaron por chivatear a un jara dónde podía encontrar yerba!

    Cuando Antonio Chang se enteró —casi se enteró— de lo que quería decir su compañero, trató nuevamente de huir. Pero no pudo: el otro había comenzado a contarle su vida, el chino le daba lástima ver llorar a un hombre y... se quedó.

    Era una historia de tantas, una de esas sucias y monótonas historias que comienzan en un solar, continúan en los bancos del Prado y por los puestos de fritas de Marianao para terminar en el Castillo del Príncipe o en Isla de Pinos. El chino comprendió que lo que acababa de oír era muy grave, aunque no llegó a entenderlo del todo.

    Faltaba menos de una semana para cumplir su condena —treinta cuotas de a peso: treinta días de cárcel— cuando Antonio Chang apareció complicado en un contrabando de mariguana dentro de la prisión. Varios reclusos lo acusaron a él (le perjudicaba aquello de ser chino). Incluso le encontraron unos cuantos cigarros encima. ¿Era inocente? Nunca se pudo poner en claro. Él, con lágrimas en los ojos, juraba y perjuraba ser inocente, «sel inolante»... Pero nunca se supo la verdad (aquel hombre que no sabía expresarse), y Antonio Chang compareció de nuevo ante el Juez —esta vez tres jueces—. Estos eran más viejos que el otro y vestían de riguroso luto, pero eran indiferentes también, mortalmente indiferentes.

    Apenas si le dejaron hablar. El chino no supo cómo demostrar su inocencia; volvió a encerrarse en aquello de «no sabel nala». Fue sancionado y declarado «indeseable». Se le remitía a su punto de origen, Cantón; pero no había dinero en la Cancillería para esas atenciones; en el Consulado de China no sabían nada de aquel hombre; ni lo tenían en sus listas. Además, Cantón estaba en poder de los japoneses.

Fue así como Antonio Chang, después de cumplir su nueva sanción, ingresó en el Vivac del Departamento de Inmigración de la República.

* * *

    No, él no quería trabajar. ¡Trabajar!... Que trabajaran el español y el haitiano; para eso esperaban por algo. Él, Antonio Chang, no esperaba por nada. Estaba resignado, pero que no le importunaran.   Comprendía que algo había fallado en su vida —él no sabía lo que era—, que una vez descompuesto no tenía arreglo. ¿Había hecho todo lo posible por evitar lo que estaba sucediendo? Sí, estaba seguro; él había hecho todo lo que estaba en sus manos. Con esto había tranquilizado a su conciencia. Sólo le quedaba, ahora, la resignación; el expiar, durante lo que le quedase de vida, aquel fallo que no conocía, aquella equivocación que no tenía remedio de ninguna clase.

    No quelé tlabajá.

    Fue su única protesta contra el destino.

    Hablaba poco. Pasaba el día tumbado entre los rosales o bajo la sombra de los almendros. A veces llegaba hasta el final del paseo del Vivac y echaba sus ojillos pitañosos sobre la ciudad que, tras de la bahía, se desperezaba silenciosa bajo el sol. En el horizonte se inflaban unas gordas nubes blancas y deslumbradoras. Antonio Chang parecía atisbar algo desde allí; parecía buscar algo entre el barullo de las calles. (El Capitolio era un excelente punto de referencia). ¿Pensaba en Enrique y en Martín? Sí, es casi seguro que pensara en Enrique y en Martín y... en otras cosas también. Pero ¿quién es capaz de adivinar lo que pasa por detrás de las facciones imperturbables de un chino?...

    Acacio, su guardián se asomaba a veces sobre las tormentas que sacudían los pensamientos del preso confiado a su custodia

    —¿Capitán, tú estar triste, tú pensar en Cantón...? —le decía Acacio poniendo los verbos en infinitivo para que lo entendiera mejor. (Le daba mucha pena aquel dolor sin ruido —que no sabía expresarse— del chino). Y Antonio Chang respondía sonriendo, pero retorciendo sus manos de angustia:

    Chino no estal tliste... chino no pensal en Cantón... chino estal pleso y sel inolante

    Parecía que iba a indignarse, pero no se indignaba. Callaba de pronto y sonreía como si pidiera perdón. Luego desaparecía en su celda, siempre arrastrando los pies como si llevara patines.

    En ocasiones, Acacio trataba de ver claro en aquella tragedia pequeñita que había caído ante sus ojos y que no acababa de explicarse satisfactoriamente.

    —¿De verdad que tú no traficaste con mariguana en el Príncipe?

    El chino le miraba fijamente, como indignado y desconfiado.

    —¡De veldá! Chino lo jula; mila.

    Y besaba sus dedos en cruz como él había visto hacer a otros.

    —Entonces ¿qué le pasó, capitán? (A Acacio le daba mucha pena su tragedia).

    Y el chino, con los ojos ausentes como recordando algo, recitaba:

    Desglasia chino no sel Plinsipe; desglasia chino sel plancha en camiseta, Eso fue. Polisia esclibi y luego jué selio no complendel nala, no entendel nala... Hasel calol, mucha calol y chino plancha en camiseta. Esto fue.

    Al principio Acacio lo había despreciado —lo había ignorado— un poquito. Pero llegó a apreciarlo de verdad cuando consiguió asomarse a su tierno y viejo «colasón inolante».

    (—«Qué tonto, y no me estoy encariñando con este chino!»).

    Lo que pasaba era que le daba lástima, que le daba mucha pena aquella pobre vida sacrificada estúpidamente (—«Treinta cuotas de a peso»). Lo que pasaba era que él tampoco sabía expresarse —en ciertas ocasiones— y esto le acercaba al chino. Le dolía la mansedumbre de Antonio Chang, aquella su sonriente resignación ante el destino. A veces se paraba ante aquel hombre pequeñito, inexpresivo e indefenso y le decía:

    —¿Y no hay forma de remediar tu problema, chino?

    No era que tratase de resolver su problema; era que le torturaba aquella indefensión, aquel no saber expresarse, aquella resignación cortés y sin gestos dramáticos de Antonio Chang. Y el chino le respondía cuando ya Acacio no esperaba ninguna respuesta:

    —¡No sabel!... Chino no sabel nala. ¡Chino sel inolante!...

    Así durante tres años.

    Tuvo lugar un día cualquiera y todo sucedió de pronto como si hubiera sido pensado hasta en sus menores detalles. Oyó la voz corriendo, acercándosele...

    —¡Antonio Chang, estás libre, te mandan a Cantón! —gritaba la voz jubilosa cada vez más cerca.

Pero el chino estaba terminando un solitario en la mugrienta baraja (un solitario que no le salía, pese a las trampas que llevaba hechas) y no pudo atender de momento al que le comunicaba tan grata y absurda noticia. Por dentro se sintió lleno de una alegría elemental que no quiso exteriorizar, pues no quería ofender a nadie con la exposición de sus sentimientos Dejó pasar unos instantes antes de darse por aludido, más por deferencia a su honorabilidad —que tenía siglos— que por dar ocasión a que se le apaciguara el corazón que le temblaba en el pecho. Luego se acercó a la reja, arrastrando las sucias y raídas chancletas, sin apresurarse demasiado, para demostrar su dignidad. El que hablaba era un chino también (él le conocía de algo) que llevaba en la mano el escopetón de Acacio.

    —¿Y Acacio? —preguntó Antonio Chang angustiado no sabía por qué.

    —Está bien, no te preocupes por él —dijo el otro chino señalándole con los ojos a un rincón del jardín.

Allí estaba Acacio sonriéndole. Vestía un traje muy raro de cuyo cinturón —un cinturón ancho como una faja— pendía la llave de la celda La puerta estaba abierta de par en par, pero Antonio Chang no se decidía a franquearla. Temía que pudieran decirle algo. Miró hacia atrás para tomar tiempo y dar lugar a que echara a rodar el acontecimiento por sí solo, y contempló las altas y lisas paredes de la prisión y las ventanitas tachadas por los gruesos barrotes a través de los cuales se colaba el sol, el viento, el perfume de las rosas y el aletear de los pájaros. ¿Cuántos años había pasado allí? No se acordaba.

    —¿Quién idultal chino? —preguntó en voz baja a su compañero.

    Y el otro (él lo conocía de algo, lo había visto en algún sitio) le respondió con aire misterioso:

    —¡Chist! Vieron tu caso en el Kuominlang y acordaron repatriarte a Cantón.

    El no pertenecía al Kuominlang, pero no le extrañó lo más mínimo que se hubieran ocupado de su caso: él era un chino bueno que., sin entender gran cosa del mundo, siempre había dado para la causa (no sabía qué causa).

    Cuando salieron a la rosaleda, atardecía. Ya estaban allí los principales miembros de la Cámara de Comercio China, todos graves y dignos —aunque en camiseta— que le sonreían con sus sonrisas iguales y le hacían gestos amistosos con las manos, y la cabeza. Miró ansiosamente a todos buscando, a alguien que no quería que lo pusieran en libertad Pero no estaba allí. El que sí estaba era el patrón de la lavandería, debajo de un mango, enseñándole un fajo de billetes —treinta pesos— en una mano. Salieron por la puerta principal y los policías del campamento, alineados junto a la verja, le presentaron armas. Este detalle puso lágrimas en los ojos de Antonio Chang y por solo aquel gesto perdonó en un instante todo lo que había sufrido en los últimos años. Pero entonces observó que Acacio había desaparecido y nuevamente la angustia volvió a oprimirle a la garganta.

    —No te preocupes; él viene detrás —le tranquilizó el chino a quien él conocía de algo.

    En la saca de la ropa metió el gato, pues era algo jíbaro y estaba asustado al ver tantas personas desconocidas Se había echado la saca al hombro y sentía en sus espaldas el rebullir del animal, erizado de uñas y pies. El perro caminaba a su lado, levantando hacia él, de vez en cuando, sus ojos maravillosos. (El suelo recubierto de musgo —bajo los bambúes— era de suave terciopelo húmedo). Después de la primera curva —a mano derecha— estaba la ciudad. Brillaba la bahía con las últimas luces del sol como si fuera de calcopirita. Olía a mar y a alquitrán de barco. Luego, de pronto las aguas se tornaron cárdenas —color de ojera— y los navíos respiraron aceleradamente. Algo importante tenía que suceder en algún sitio.

    El Capitolio había desaparecido y en su lugar se levantaba otro edificio que recordaba haber visto no sabía dónde. (Había quinientas estatuas —las había contado— que brillaban como si fueran de oro). Sobre la bahía flotaban unos barquitos, inquietos como nueces. Echó a correr cuesta abajo —para mejor correr tiró la saca— y le siguió el perro ladrando alegremente. Pero se cansó pronto. Estaba sofocado y le corría el sudor por el rostro. Se paró a descansar debajo de un árbol negro cuyas ramas retorcidas se clavaban en la noche. (La luna era una grande y pálida camelia sin olor). Hasta sus oídos llegaban las voces confusas de sus amigos —los de la Cámara de Comercio— y el rumor presuroso y constante de la bahía que olía a fango, como si estuviera bajando la marea. (La anguila clavada mostraba sus ojillos furiosos). Se sentía muy fatigado, pero comprendió que era necesario llegar a la otra orilla, asomarse a aquel ruido negro que fluía sin cesar. (Detrás del ruido, entre las sombras, se alzaba el Cuartel de los Cinco Pisos). Se levantó. El perro le miraba con sus ojos sin voz en los que estaba acuñada una pregunta. (Por el cielo volaban unas aves invisibles y rápidas). Echó a andar. (Las estrellas tecleaban su morse celeste). Allí estaba el río —no la bahía— retorciéndose como una serpiente negra y fría. Era el Tchu–Kiang, enfrente de cuya desembocadura —muy lejos— estaba anclado Hong Kong. Lo conoció por su olor, allá en las últimas ventanas del recuerdo. Las lágrimas corrían por sus mejillas y todo lo veía borroso. Apenas si podía respirar. Jadeaba. Se acercó —se arrastró— hacia el río (En la orilla opuesta brillaban millares de farolitos —no bombillas— y los cohetes arañaban la noche). Se arrodilló sobre el fango y besó las aguas presurosas del río. Entonces, al levantar los ojos, vio la lancha respirando sosegadamente y atada a la orilla como una vaca. Saltó a ella. Le siguió el perro. Comenzó a remar. Cada vez se sentía mejor; el malestar había desaparecido y sabía que alguien le estaba esperando allí detrás de las sombras. Pero no tardó en volver la opresión de antes, la angustia y el temor a algo.

    Avanzaban de espaldas a su meta. Enfrente de él —y él se alejaba de allí— estaban Acacio, y el chino aquel que él había visto en algún sitio, y los otros chinos de la Cámara de Comercio, gritándole algo desde la orilla, algo que él ya no podía oír.

    Hasta entonces había logrado librarse de la obsesión que le había perseguido durante años. Pero ahora, la obsesión —la sombra— volvió a reaparecer dolorosa, asfixiante, concreta... La sintió a sus espaldas. Sí, allí estaba. No quiso mirar, pero la sentía físicamente, posando los ojos, lejanos y duros, en su espalda, en su cuello... Luego la sombra pasó a su lado en otra lancha que navegaba sola; sin motor, sin remos, sin timón; silenciosa. Y lo vio —ya casi no se acordaba de él aunque no lo había olvidado nunca— en carne viva; cierto, tactable. Allí, en la noche, brillaba con luz blanca de luna su rostro cruel, liso, bello y fatigado. Terriblemente indiferente. La cara blanca, mortalmente pálida. El oscuro y largo traje... Pero desapareció pronto (lo olvidó pronto) comido por las sombras. Y siguió navegando hacia los farolillos y los cohetes.

    Kuan–Chen–Fu se hinchaba en las sombras. Vio de pronto (sin verlos, allá detrás de los ojos) los sucios, estrechos y tortuosos callejones (allá, en el recuerdo, vivos) con sus altas torres de madera para vigilar los incendios, y la osamenta de las viejas murallas inútiles. Y sintió aquel olor, aquel enorme, amplio, impreciso olor —suma de todos los olores— de Cantón: el pescado podrido y el té verde, el apresto de la seda y el agua de albañal, el dulce y melancólico aroma de las sóforas unido al fétido olor de los pozos negros... Todo se apretujaba ante sus sentidos, entremezclado y revuelto; las sensaciones olfativas —tan poderosamente evocadoras— y las táctiles, y las más nobles sensaciones auditivas y visuales. Ahora sabía a dónde llegaba.

    Ya no veía a nadie en la otra orilla. Ya se había olvidado de todo. Estaba solo en el fondo de la lancha que navegaba sola. ¿Dormía? Llegaba a algún sitio —de esto estaba seguro— y sentía esa inquietud que sentimos cuando vamos a llegar a algún sitio. Pero no podía acabar de comprender qué era lo que estaba sucediendo. Un blando, tibio, oscuro sueño corría como un río grande y calmoso por debajo de sus párpados, que ahora se alzaron lentamente sobre las pupilas estrábicas. Un viento frío se había levantado de no sabía dónde. Un viento frío que le hizo tiritar y despertarse. Alcanzó a despertarse para comprender que se moría.

    —¡Nalie en tola China; nalie en Cantón! ¡Chino sel inolante! ¡Chino estal olvilalo!

    Pero apenas si tuvo tiempo para pensar en ello. Del sueño aquél entró en el sueño de la muerte tras despegarse de la vida con un imperceptible tirón, en un breve suspiro. Así llegó a la otra orilla.

    Dios se había acordado de Antonio Chang.

[2] “Cerrar con llave” en bable.

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La huida

     Era una riada silenciosa de hombres derrotados. Salían de la noche. Caminaban hacia la noche. Olían a pólvora y a sudor. De vez en cuando un automóvil con los faros apagados, se abría camino trabajosamente entre las filas negras y silenciosas de los que huían. Sonaban lejos los trallazos de los fusiles entre cuyo griterío se abría, de pronto, la explosión de una bomba de mano como un bostezo. Los depósitos de petróleo continuaban ardiendo furiosamente y se oía el poderoso respirar de las llamas.   Desde las casas, en un doloroso silencio, las mujeres los veían pasar. Zas, zas, zas... sonaban las duras botas sobre el asfalto. Lloraba un niño entre las sombras. Una mujer chilló un nombre de varón. Cada cuarto de hora los cañones de Torres vomitaban sus graves disparos. (¿A quién tiraban?) Los hombres huían. Brillaba, como entre gasas, una luna enorme y amarilla.

     Los barquitos se alejaban de la costa en plena desbandada. Afuera les esperaba el Cervera y una serie de bous armados. Volvieron a tronar los cañones del quince y medio, de Torres. El hombre de la boina grande se volvió a su compañero, el hombre de la boina pequeñita, y le tendió una botella de coñac.

     —¿Quieres?

     —Bueno.

     Hacía dos días que apenas se comía. Estaba lleno de polvo y olía, como todos ellos, a pólvora y sudor. Le dolía la axila derecha, que estaba morada de cardenales. ¡Quince días disparando el fusil! Era como un sueño terrible: una marcha sin descanso en la obscuridad. (Por el día escondido entre los maizales.) Pasando ríos con agua al cuello. (En el Sella mataron a Primitivo, desde la otra orilla.) Abriéndose camino a tiro limpio. (Una viejecita lloraba desconsoladamente en la cuneta de la carretera ante el cuerpo despatarrado de un hombre. Al verlos pasar, levantó los ojos del muerto. «¡Cobardes!... ¡Maricas!...» Uno de los hombres que huía preguntó: «¿Un nieto, abuela?» «¡Mi hijo! ¡Me lo mataron esos perros!» Calló la vieja mirando al muerto. Luego añadió: «¡Iros!, ¡os matarán a vosotros también! ¡Pobres! Al mío me lo cazaron desde aquel maizal». Esto no tenía ninguna importancia. Pero Quintín estaba seguro de no poder olvidarlo jamás.) Eran como fieras perseguidas. Los moros lo sabían y los dejaban pasar sin tratar de hacerles frente. Los requetés eran más brutos y más valientes y muchos de ellos pagaron con su vida esta incomprensión.

     —¡Quema! —dijo Quintín, el hombre de la boina pequeñita, a su compañero al tiempo de devolverle la botella. El hombre de la boina grande, la cara larga y el cráneo chiquito preguntó:

     —¿Tú eres asturiano?

     —Sí, de Candás, ¿y tú?

     —Guipuzcoano, de Pasajes.

     —Mal os portasteis los vascos desde que cayó Vasconia —le dijo Quintín encolerizándose de pronto.

     —Yo soy vasco y aquí estoy contigo —dijo llanamente el guipuzcoano.

     Hablaban en voz baja mientras caminaban en las sombras. Zas, zas, zas, zas... hacían los duros zapatones.

     —Si nos coge el Cervera estamos dados —dijo el de la boina pequeñita—. Pero si tenemos la suerte de tropezamos con un bou...

     —¿Tú eres marino, pues?

     —No; señorito tan sólo.

     Y rió en silencio el hombre de la boinita. Pero el otro vio su gesto y sus dientes largos y amarillos, como los de los caballos de la plaza de toros, y creyó que se estaba burlando de él y aserió su rostro.

     —Estudiante de Medicina —aclaró el asturiano dejando de sonreír para tranquilizar a su compañero—. Estudiaba cuarto año en Valladolid.

     —Yo soy marino —confió el hombre de la cara larga—, piloto del Aratza Mendi. Estuve en Irún. No teníamos municiones. Los franceses nos veían pelear desde la otra orilla. ¡Qué íbamos a hacer! En Pasajes vivía mi madre. La llevé a Bilbao. Luego volví a Pasajes y quemé la casa, nuestra casa. Maté a las tres vacas que teníamos. Se les pone la pistola en la oreja... ¡Qué fácilmente mueren unos animales tan grandes! Me daban lástima sus ojos enormes, tristes y cariñosos; yo mismo las había ordeñado muchas veces. Pero no eran horas de sentimentalismos. Sin embargo me llevé el canario. Era una vida pequeñita... ¡Tenía un miedo a los bombardeos!... Luego lo solté, cuando cayó Archanda. Pero no le hice ningún favor; estaba acostumbrado a vivir entre rejas.

     Divagaba. Tal vez él, también, tuviera miedo.

     De unos herbazales, a la derecha de la carretera, venía un fuerte olor a pescado podrido. Los campesinos abonaban sus tierras con cabezas y tripas de bonito. En las sombras agitaban sus flacos y largos tallos los gamones. Soplaba un aromado vahaje del mar. A la izquierda, donde por la mañana había caído una incendiaria, humeaban todavía unas cádavas. Latía un terrible silencio debajo de las pisadas de los hombres que huían. Por encima de los hombres que huían brillaba una enorme luna amarilla, redonda e indiferente. Ahora tronó la batería del quince y medio de Torres. Zas, zas, zas, zas... España marchaba de España.

* * *

     José García desembarcó en Ribadesella el 24 de agosto de 1937. Lo trajo un barco inglés de los que venían a llevarse heridos, mujeres y niños. («¿Para qué se llevarán a los seres inútiles?», había pensado José García entonces. «¡Que se lleven a los milicianos de 18 a 30 años!» Pero se llevaban a mujeres, niños y heridos. «Sentimentalismos. Somos unos perfectos imbéciles. Sentimentales hasta las lágrimas. Crueles hasta la sangre derramada. Siempre sin medida: desproporcionados, excesivos y sin tener una exacta noción del tamaño de las cosas ni de la importancia de los acontecimientos.»)

     José García venía de New York y traía consigo dos baúles y cuatro maletas. Hacía treinta y cinco años que se había marchado de España en busca de fortuna y retomaba ahora a su pueblo en la hora de la derrota y de la muerte. Venía a participar en la agonía de Asturias.

     Desde que comenzó la guerra de España una extraña inquietud se había apoderado de José García. Él vivía retirado en una casita de Brooklyn, de su propiedad, gastando pacíficamente su vida y ordenando los intereses de un capitalito que había logrado amasar a lo largo de su existencia laboriosa. No había tenido tiempo de casarse o acaso estuvo esperando siempre por algo que nunca llegó. Cuando quiso darse cuenta ya había cumplido los 50 años de edad y era demasiado tarde para iniciar una vida distinta, aunque temprano para acabar con dignidad con la suya propia, la que hasta entonces había llevado. ¿Para qué complicarse la vida a estas alturas...? Por otra parte era casi seguro que él no pudiera amoldarse a la vida hogareña y convivir con una compañera... No le resultó difícil convencerse. Compró aquella casita en uno de los arrabales de Brooklyn y en el retalito de jardín que se extendía ante la puerta de entrada plantó y trató de aclimatar un manzano que creció siempre desmedrado y raquítico. Todos los inviernos hacía propósito de retornar al año siguiente a Asturias. Pero llegado el momento difería siempre su decisión. Nadie lo esperaba al otro lado del Atlántico. Los viejos se habían muerto hacía tiempo. Sus hermanos habían hecho sus vidas y vivían allá, hundidos en sus problemas —el servicio militar del último hijo, la cosecha de escanda, la vaca enferma. Por otra parte sus afectos, sus amigos, las mujeres que él había querido, su casa —su manzanito raquítico— estaban aquí en América. La tierra nativa tiraba de él con esas fuerzas oscuras del recuerdo sublimado por la espera. Pero estaba bien enraizado aquí. Era toda su vida, menos aquella parcela borrosa del recuerdo, la que había tenido lugar aquí. Cuando se inclinaba sobre su pasado, todo lo tangible, todo lo real, todo lo de carne y hueso de su existencia, estaba allí, a la vuelta de sí mismo, hablando en inglés. Allá, muy lejos, en la otra orilla de un enorme y frío océano, quedaba una porción de su vida de la que sólo recordaba esas cosas imprecisas de los sentidos, que son las que más difícilmente se olvidan: el olor a mar de las mañanas de niebla y viento, el aroma amarillo y dulce de las mimosas en flor, la vaharada de animal en celo de la tierra después de la lluvia... En sus pupilas habían quedado acuñadas —como viva medalla— aquellos desgarbados eucaliptos de junto a su casa, aquella playa solitaria sobre la cual volcaba su furia un mar siempre irritado, grisáceo e infinito; aquellas verdes colinas onduladas sobre las que encendían sus farolitos los castaños, debajo de los cuales crecían los helechos y las orquídeas... Como en los fonógrafos de las caracolas —con su único disco donde bosteza el mar— así en sus oídos, cuando se hacía el silencio a su alrededor, cantaba siempre aquel paisaje húmedo y brumoso con un fondo de gaita, una gaita desafinada y gritona. Y por todo esto —por sólo esto— ¿iba a volver allá? («Suspirarás por la tierra —que es lo que menos se olvida...») ¡Si él no se acordaba de casi nada de su tierra...! Pero suspiraba por aquella tierra que no conseguía olvidar.

    Un día no lo pensó más (allá en España ardía la guerra), vendió todas sus pertenencias y arregló todos sus papeles (morían niños y se derrumbaban las ciudades) y luego tomó un barco cualquiera que lo condujo a La Palisse (pensaba en las mimosas en flor y en los niños muertos). Desembarcó en Ribadesella el día 24 de agosto de 1937. Traía consigo dos baúles y cuatro maletas. Y un hermoso corazón en el pecho.

* * *

     En un rincón del puerto, al pie mismo de la alta y abrupta campa de Torres, estaba el Císcar hundido. Hacía diecisiete días que los aviones fascistas lo estaban bombardeando y al fin acertaron con él. Un impacto directo. Se hundió como un vaporcito de hojalata. Se le distinguía, a través del agua, reposando en el fondo del muelle. Al borde mismo del mar, un marinero de la escuadra miraba al navío hundido y lloraba. No estaba borracho. Lloraba de verdad.

     —¡Ay, Císcar..., Císcar... qué mala suerte has tenido! —gemía en voz baja el marinero.

     Daba pena aquel dolor del hombre —tan pequeñito— por la máquina tan grande.

     No había luz alguna. La luna tan sólo, allá en el cielo; grande, redonda y amarilla. Se hablaba en voz baja. La gente embarcaba silenciosamente en los barcos. Varios de ellos habían levado anclas y se les veía, sin luces, navegando a toda máquina, puerto afuera, sobre la calima que esmerilaba el horizonte. El Cervera pastoreaba una manada de bous auxiliares con nombres celestes que trataban de impedir la huida. El resplandor de un fogonazo iluminó las llambrias de Torres. En altamar, varios cruceros británicos y franceses, asistían, como espectadores imparciales, al espectáculo; indiferentes y helados, como la luna amarilla que iluminaba la escena.

     —¿Quieres? —dijo Ibarlucea tendiendo la botella a su compañero.

     —Bueno.

     Bebió.

     —Todavía quema —dijo limpiándose los morros.

     Un regimiento de vascos salió del túnel dirigiéndose a un barco. Una mujer, al borde del agua, gritaba dirigiéndose a las sombras:

     —¿Y vas a dejarme aquí sola con el neñu?

     El buque desatrancaba lentamente. Un hombre saltó tratando de alcanzarlo. Cayó al agua. Nadó un rato, braceó un rato... Chilló. Luego desapareció en el mar.

     —¡Nos han dejado solos! —suspiró el marino vasco.

     —No recuerdo ahora quién dijo que en la desgracia estamos siempre solos —le respondió el estudiante de Medicina como hablando de otra cosa.

     Los muelles estaban llenos de cráteres producidos por las bombas. Un hombre llegó con su automóvil hasta la orilla del malecón. Desembragó. Se apeó y empujó la máquina hasta que se precipitó en el mar. Pasaron varios heridos en unas camillas con sus caras verdosas —los ojos hundidos— que olían a yodoformo y a ropa mojada.

     —¡Heridos!... ¡Paso a los heridos!... —susurraban los camilleros como si el enemigo pudiera oírles de hablar en voz alta.

     Pasó un carabinero con un fusil al hombro y la maleta en la mano, como buscando algo. Era un hombre viejo, de largos bigotes y cara noble y triste de perro de caza. Decía tercamente, agachando la voz:

     —¡Manolín!... ¡Manolín!...

     Como buscando a alguien en la noche, a alguien que se hubiera extraviado irreparablemente y al que no había de encontrar nunca más.

     Quintín se volvió a su compañero.

     —Ya es hora de buscar barco, ¿no crees?

     —Vamos allá, pues.

     Caminaron a lo largo del dique sin encontrar ningún barco atracado. Ya todos habían levado anclas. Era la una de la noche. De la orilla se alejaba un bou calmosamente; las calderas aún no habían cogido presión. De pronto se oyó una voz fuerte y autoritaria que ordenaba airada:

     —Hay aquí un herido, ¿oís? Un viejo. Un tiro en la barriga. Vino desde América a luchar con nosotros. ¡Atracad!

     Nadie le respondió. El hombre de la voz airada corrió a lo largo del muelle barbotando blasfemias. De pronto se paró, clavándose sobre sus piernas abiertas. Se echó a la cadera la pistola ametralladora.

     —¡Voy a disparar! —gritó—. A la una...

     Silencio. Se oían unas voces lejanas. Más lejos —muy lejos aún— crepitaba la fusilería.

     —...a las dos...

     Se recortaba macizo, pesado —sobre sus pies—, siguiendo al barco que huía, con un torero movimiento de la cadera.

     —...tres.

     Tatatata, tatatata, habló en su morse convincente la ametralladora. El bou frenó su marcha. Luego dio máquina atrás.

     —¡Animal, vas a matar a alguien! —gritó una voz desde el mar.

     —¡Atracad! Hay un herido —dijo reposadamente el hombre de la pistola ametralladora.

     Y a continuación soltó una sarta de blasfemias, encolerizándose de nuevo. El barco —cuarenta toneladas— se acercaba despacio al muelle, de través, como un caballo que no se deja montar. El hombre de la Pistola corrió adonde había dejado a su compañero herido.

     —¡Ánimo, don José! Ya estamos más cerca de Nueva York.

     Luego con una voz fastidiosa, normal, dijo a Quintín e Ibarlucea, que se acercaban:

     —¡Eh, compañeros; echadme una mano!

* * *

     José García desembarcó en Ribadesella el 24 de agosto de 1937. En el muelle le esperaba una sola persona a la cual el viajero reconoció nada más al verla.

     —¡Eh, Quilo!

     —¿Qué hay, tío?

     Nada más.

* * *

     José García comprendió de pronto que había llegado tarde a algo que no tenía remedio, y que le era imposible arrepentirse de su decisión. Pero, claro, todo eso no llegó a decírselo a sí mismo; le escocía ilocalizablemente en algún lugar de su cuerpo.

     Se sentía como avergonzado de algo y lleno de pena. Estaba indignado y lleno de pena. Tenía la sensación de haber caído en una trampa y esto le irritaba y le llenaba de pena. Veía allá lejos a José García con sus dos baúles y sus cuatro maletas... Era eso lo que le daba pena, una pena asfixiante; como si él fuera otro y ese otro viera, allí a lo lejos, al pobrecito de José García con sus maletas y baúles. Se miró por dentro, lealmente. No, no estaba arrepentido de nada. Sólo lleno de pena. Todo el pasado se le coaguló de pronto en una pregunta imbécil que no llegó a hacerse. Ahora se sentía irresoluto, indeciso, tartamudo...; le costaba trabajo decidirse a la acción; como las aves migratorias, tardaba en abrir sus alas al vuelo. Pero una vez decidido sabía llevar sus proyectos hasta sus últimas consecuencias. Él sabía que no había de fallarse a sí mismo en aquellas circunstancias. No, no estaba arrepentido de nada. Lleno de pena tan sólo.

     Toda la mañana y la tarde las pasó arreglando diversos asuntos. Luego se fue al hotel. Desde la ventana de su cuarto divisaba el parque del pueblo: una plaza con un templete para la banda de música y unas cuantas acacias estratégicamente distribuidas sobre el asfalto.

     Se puso a escribir una carta. Sí, a Stevens; a Jimmy Stevens, de Brooklyn, su amigo de toda su vida. Stevens: pelirrojo, huesudo, volteriano y un verdadero corazón de oro.

     («Dear Stevens...»)

     Había comenzado a llover. Finas gotas tibias bajaban del cielo en sombras. Allá lejos se oía el poderoso resoplar del mar. De la ría venía un sucio olor a fango.

     («...he llegado por fin... Esto no tiene salvación. Están solos y nadie les hace caso. Pero no me arrepiento de haber venido. Aquí comencé y aquí voy a terminar. Me quedan unos días de vida maravillosos. Voy a arder en la alta hoguera de España. No podría hacer otra cosa aunque quisiera, que no quiero. Tú sabes que quemé mis naves. Todos los bienes que tenía ahí los mandé aquí para atizar esta fogata que ha de incendiar a todo el mundo. ¡Pero Stevens, si es que esta gente tiene razón! Y cuando se tiene razón nada vale, nada si no es esa razón. Cuando todo esto sea recuerdo, sólo tú te acordarás de mí. Sólo tú, y acaso Betsy: la loca y rubia Betsy... Pero me estoy poniendo insoportablemente sentimental. Jiminy, ¡tengo tantas cosas que decirte! Y tengo que decírtelas, viejo; porque mi sacrificio... —bueno, borra eso de sacrificio—, porque mi decisión tiene un motivo noble. Por ejemplo, no hace veinticuatro horas que llegué y ya presencié un bombardeo. Es el espectáculo más vil que puedes imaginarte. Bien, yo presencié un bombardeo y desde entonces creo que hay que exterminar a esas gentes, ¿comprendes? Tú sabes que yo era incapaz de matar una mosca. Hoy creo que hay que matar a esa gente que vuela en los aviones. Como sea, pero hay que acabar con ellos. Recurriendo a sus mismos procedimientos incluso...»)

     En la noria del parque daban vueltas, tercamente, unos cuantos paraguas graves y luctuosos. Sonaban unas almadreñas sobre las baldosas de la acera. En la estación del ferrocarril pitaba una locomotora escandalosamente.

     («...es necesario que alguien sepa... Pero, ¡qué vanidad! Aquí todos creen que están haciendo algo ancho y alto. Pero no, no es eso. Temo otra cosa; temo a esas personas para las cuales el león siempre tiene razón. Yo sé que el que gana es el que escribe la historia. Y sería terrible que todo este dolor de España fuera luego a ser calibrado por los diplomáticos extranjeros y narrado por la Guardia Civil en un informe lleno de indiferencia y de gerundios. Stevens, ¡tengo tantas cosas que decirte...! Esta gente está llena de razón, pero les mandáis botes de leche condensada y vagas declaraciones de solidaridad. Ellos pagan las armas en oro y por adelantado. Pero vosotros les enviáis, gratis, vitaminas contra la pelagra y litros de vacuna antitífica. ¡Qué falsa filantropía! —si lo filantrópico, ahora, es mandar aviones y trilita. ¡Qué estúpida delicadeza de sentimientos humanitarios! —si lo humanitario en estos momentos es la dinamita y el ácido nicotínico. ¿Qué hacéis ahí, en los sindicatos, que no declaráis una huelga general para obligar a vuestro gobierno a que cumpla sus obligaciones internacionales? La hoguera de España, Stevens, ha de extenderse a todo el mundo. No hace falta mucha imaginación para anticiparlo. Hace falta tan sólo no ser bobo ni terco ni sectario. Hace falta, sobre todo, no tener miedo. Stevens, yo quería decirte...»)

     Cesó de pronto de llover y el viento roló al oeste. El oeste es un viento tenaz, monótono, grande y húmedo. Las montañas cambian a veces el rumbo del contralisio y en determinadas localidades este viento tibio y lleno de agua, que sopla del suroeste, parece venir de unos grados más arriba de la rosa, pero al catador de vientos esto no le engaña. Cada viento tiene su olor propio, inconfundible; su matiz, su humedad, su manera de ser. Saber esto podía ser muy importante.

     Ahora navegaban gordas nubes bajas por el cielo oscuro. Pero al día siguiente se caería este viento, y a las diez en punto de la mañana, el noreste —el alisio fresco y seco, que limpia el cielo de nubes pintándolo de azul— volvería a soplar hasta que llegara la noche. Esto significaba que desde bien temprano vendrían los aviones enemigos. Saber esto tenía mucha importancia en aquellos momentos.

(«...sólo encontré a Quilo, Aquilino. Es el hijo segundo de mi hermano Fernando. Todos los demás de mi familia quedaron en campo faccioso. Quilo logró escapar a través de las montañas. Me dijo que le mataron a dos hermanos y que su padre está encarcelado. De los demás no sé nada. Quilo me escribió a Nueva York, como sabes. Cuando supo la fecha de mi llegada pidió permiso en su brigada y vino a recibirme. Lo reconocí al instante. No por las fotografías que tenía de él, pues eran todas de cuando pequeño. Le conocí por algo impreciso y familiar: los ojos secos y duros de Fernando y míos, la nariz de Elvira, su madre; esa manera decidida y torpe de andar de todos nosotros... “¡Quilo!”, le grité. Era él. Es un excelente muchacho. Algo tímido, retraído y receloso. Tiene esa sensatez y esa gravedad que da el trato con la tierra; la convivencia con el árbol y la bestia bajo el sol y las estrellas, y esa serenidad —resignación ante lo que no puede evitarse— que se adquiere en la lucha con las fuerzas naturales, ciegas e indiferentes: el pedrusco, la sequía, la inundación. Un excelente muchacho que sabe por qué está peleando. Me emocioné como un chiquillo. Me miraban sus ojos secos y duros en el fondo de los cuales una lucecita cordial y comprensiva me dijo: “Está usted muy bien, tío. Se parece usted mucho a mi padre”. Y luego, como si se le hubiera olvidado algo, añadió, en voz baja: “Ha hecho usted muy bien en venir. Eso es lo que hacen los hombres. Estoy orgulloso de usted, tío”. Pero al instante sus ojos duros me hicieron comprender que estaba avergonzado —arrepentido— de lo que acababa de decir. Un buen muchacho...»)

     Dieron las diez de la noche. El pueblecito en sombras se arrebujó ahora en el silencio. En el parque lucía un solitario farol que proyectaba unas sombras monstruosas en colaboración con el tinglado en donde tocaba la banda de música. Nadie en la calle. Se había caído el viento; en el cielo, entre las nubes que pasaban rápidamente, temblaban algunas estrellas.

     («...hasta febrero no florecerán las mímosas. Yo ya te he hablado muchas veces de las mimosas, Stevens. Yo recordaba aquel mar de mimosas con sus redondas florecillas amarillas que olían dulce y tímidamente. Las veía desde las colinas del Infanzón... Todavía no habían florecido los manzanos. Las primeras rosas desnudaban sus apretados capullos. Hacía frío y el cielo estaba alto y azul... Pero hasta febrero no llegará nada de esto. Ahora es verano y las cosas no huelen. Yo había pensado en recordar todo el pasado asomado sobre las mimosas del Infanzón... El oído y el olfato son los sentidos que mejor recuerdan. Una canción, un perfume... y detrás de ellos el pasado vivo, intacto, como entonces... Ahora comprendo lo que ata el pasado lejano, lo que liga la tierra... Ver mis ojos en los ojos de Aquilino... Andar buscando por el mundo el olor de las mimosas. ¡Pero este dolor de ahora, este dolor de saber que todo esto está irremediablemente perdido!...»)

     La calle se ha llenado de un rítmico rumor de pisadas que se acercan en la oscuridad. Es un batallón de soldados de ingenieros que se dirige al frente. Son hombres de edad madura: mineros de Samá y La Felguera, marinos de Gijón y Avilés, con sus picos y palas al hombro. Que se alejan en la oscuridad.

(«...Stevens, yo tengo muchas cosas que decirte.»

* * *

     Si en aquel robledal estaba el enemigo, las tropas del capitán Cenero no podrían evacuar por la falda norte de la loma pues serían abatidos de flanco. Era necesario salvar lo que había en aquel bosquecillo. El sargento Ficiello se prestó a realizar la descubierta acompañado de otro hombre.

     —Desígnalo tú —dijo el capitán Cenero.

     Y Ficiello escogió a Aquilino para que te acompañara. Y con Aquilino vino don José, su tío, que se negó a separarse en todo momento de su sobrino.

     Siguieron el flaco cauce de un arroyuelo. A la mitad del camino, entre los cimeros de la loma y el robledal, el riachuelo salía de entre los ablanos y cruzaba unos prados llenos de matas de juncos. Ficiello y sus compañeros tuvieron que dar un rodeo, como de media legua, hasta encontrar de nuevo una zona regularmente protegida por la vegetación. Para el éxito de su misión era preciso que no les vieran, pues entonces no era difícil averiguar sus intenciones. Luego, al retornar por la noche, sería cosa más fácil.

El sargento Ficiello conocía perfectamente el lugar. Llegaron felizmente al valle. Le sangraban las manos de abrirse paso entre las cotollas y las zarzamoras. Serían las once de la mañana. Se oía lejano el fragor de la artillería. Durante su viaje habían oído el crepitar de la fusilería a ratos. Sin duda había fracasado el asalto fascista y estaban hablando de nuevo a los defensores de la loma. Así era, porque poco después vieron pasar las «pavas» sobre ellos. Contaron dieciocho. No volaban muy altas.

     Tuvieron que caminar por una calleja, durante un largo trecho, en contra de los deseos de Ficiello. Pero por allí las sebes les protegían y valía más encontrarse inesperadamente con una patrulla fascista que exponerse a ser vistos por los vigías enemigos. Poco después se encontraron con un maizal cuyas hojas amarilleaban. Ficiello siguió la dirección del sol, tomando como punto de referencia a unos altos y desgarbados eucaliptos, y se metió con sus compañeros por entre los maíces. Todos padecían de sed pues no habían traído agua, contando con encontrarla por el camino. Alrededor de ellos se abría un raro silencio, roto por los estallidos de las cañas resecas ante sus pasos. Los maíces agitaban loca y calladamente sus sombreritos de pluma. Don José se retrasó y sus compañeros lo esperaron. «Por aquí, míster», dijo Ficiello respetuosamente.

     El viejo estaba cansado. Abatieron unos maíces y se sentaron en el suelo. Callaron. Arriba brillaba el sol grave y ardiente. Soplaba una brisa fresca que ya comenzaba a oler a otoño. Don José dijo suavemente, con una especie de sonrisa en los labios, como recordando algo:

     —Cuando yo era joven, al volver de las romerías nos metíamos entre los maizales con las mozas. Decía un refrán entonces: «Si les fueyes de maíz falasen cuantas que se casaron non se casasen...».

Y calló, siempre sonriendo. Luego escupió como si estuviera asomado sobre un río. La sonrisa fue apagándose dulcemente, poco a poco, en sus facciones. Aquilino encendió un cigarro.

     —¡Apaga ese pito! No me gusta... —dijo el sargento Ficiello.

     Aquilino escondió el cigarro. Se hizo más espeso el silencio. No silencio, ese rumor constante del mar que es como el silencio. Subía la marea de la brisa entre los maíces. De pronto el sargento Ficiello oyó un ruido extraño entre aquel silencio rumoroso.

     —¡Callaros! ¡Apaga ese pito!

     Montó la pistola ametralladora y aplicó el oído al suelo. Otra vez el silencio. Eran aprensiones suyas. No se veía más allá de dos metros a la redonda. Rápidamente Ficiello se solivió sobre los codos. Miraba como si estuviera a oscuras bajo sol: como si estuviera oyendo. Nuevamente volvieron a agitarse con violencia los tallos de los maíces. La brisa los estremecía más suavemente. Ahora sí que no le cabía ninguna duda: alguien se abría paso, cautelosamente, entre las plantas, Ficiello trató de localizar exactamente el sitio de donde venía el ruido. De pronto, a tres pasos de él, hacia la izquierda, se entreabrieron los maíces, como las persianas de una barbería, y ante Ficiello apareció un rostro lleno de asombro. Era un muchacho. Llevaba una boina roja caída sobre los ojos asustados. Sólo había asombro en su rostro lampiño. Trató de echarse el fusil a la cara. Pero don José se le adelantó. (El miedo se adelanta siempre.) Ficiello sintió el disparo en la oreja; se agachó rápidamente. Sólo había asombro en su rostro lampiño. Trató de echarse el fusil a la cara. Pero don José se le adelantó. (El miedo se adelanta siempre.) Ficiello sintió el disparo en la oreja; se agachó rápidamente. Sólo había asombro en la cara del otro, quemada por el sol. No tuvo tiempo de cambiar su gesto. El requeté cayó al sueldo blandamente, como si se posara. (Se le habían aflojado las charnelas de las rodillas.) Al doblarse sobre sí mismo arrastró consigo unos maíces a los que trató de asirse. (Es fácil matar a un hombre.) Entre las cañas alguien echó a correr alocadamente.

     —¡Quieto, bruto! —gritó Ficiello.

     Pero fue tarde. Aquilino había prendido un cartucho de dinamita con el cigarrillo que tenía encendido y lo había arrojado allá lejos. Se tiraron al suelo. Un huracán pasó sobre sus cabezas. Volaban los tallos y las mazorcas de maíz por encima de ellos. Después volvió el silencio. La dinamita les escocía en los ojos y en la garganta. A una indicación de Ficiello volvieron a agazaparse contra el suelo. ¡Qué unidos se sentían los tres! Como si los tres estuvieran solos sobre el haz de la tierra. Don José estaba pálido y temblaba.

     —¿Lo maté?

     Él quería que no hubiera sucedido aquello.

     —Él iba a matarnos a nosotros —dijo Ficiello con voz descolorida—. No se preocupe, don José. ¡Qué puede importarle un muerto más a España!... Sí; debe de estar muerto.

     —¡Era un muchacho, Ficiello! Un muchacho como tú, como Aquilino... Pero tuve miedo y... disparé. Es malo el tener miedo. ¡Es tan fácil apretar el gatillo! Yo no sabía...

     Estaba demasiado nervioso. Miraba a sus compañeros con los ojos inocentes y asustados en los que brillaba la angustia. Le temblaba un párpado vertiginosamente. Sus labios se le habían puesto morados. Aquilino tendió en silencio a su tío una cantimplora, llena de un desconocido líquido al que denominaban «saltaparapetos». Don José bebió un trago. Parte del líquido le corrió por la barba. Se respingó.

     —¡Vámonos! —rogó pobremente.

     Se arrastraron durante unos metros caminando a gatas. Luego se pusieron de pie y echaron a andar despacio, procurando mover lo menos posible las cañas entre las cuales avanzaban. El robledal que tenían que reconocer, según los cálculos de Ficiello, no estaba lejos.

     Llevarían recorridos unos veinte metros del sitio donde calló el requeté, cuando don José tropezó en algo y se vino al suelo. Inmediatamente comenzó a tartamudear una ametralladora entre los maizales. Desde algún lugar de aquella masa verde que los cegaba, disparaban sobre ellos —sobre el ruido de ellos— segando los tallos de las cañas. Caían las inflorescencias de los maíces como gachas cazadas en pleno vuelo. Ficiello se echó al suelo, rápidamente, detrás de don José. Éste se había lastimado en la barbilla y estaba allí, apretado contra el suelo, sangrando, en silencio y alebrado. Un poco más lejos, Ficiello vio un brazo de Aquilino. Al principio no le llamó la atención aquel brazo; luego le extrañó la inmovilidad de la mano. Era una mano grande, cuadrada, velluda y... quieta. Eso, quieta; como agarrando algo, pero cerrándose sobre nada. Ficiello se arrastró hasta aquella mano. Seguía sonando de vez en cuando la ametralladora disparando, disparando a ciegas. La mano estaba hincada en la tierra.

     —¡Aquilino!... ¡Quilo!... —llamó suave, cariñosamente el sargento Ficiello (él tan rudo).

     Nadie le respondió. Los dedos de aquella mano se cerraban sobre un puñado de tierra. Se llegó hasta él. Estaba caído de costado. Ficiello trató de levantarle la cabeza. Un líquido caliente, como una meada, mojó su mano. La bala le había entrado por detrás de la oreja. No debió de enterarse de que lo mataban.  

Volvió donde don José.

     —¿Qué le pasa?

     (Todo él temblaba y esperaba).

     —No, nada... —dijo Ficiello tratando de sonreír, mientras limpiaba su mano en el bolsillo del pantalón—. Viene ahí detrás. Vámonos nosotros. Es necesario salir de esta cárcel verde cuanto antes. Antes de que tengan tiempo de cercar el maizal. ¡Aprisa, don José! Y procure meter el menor ruido posible. ¡Así, a gatas!

     Más de dos horas pasaron perdidos en aquel lago de verdura. Hubo un momento en que Ficiello creyó haber llegado al límite de la desesperación y pensó en chillar con todas sus fuerzas para que la ametralladora acabara con ellos. Pero la ametralladora, ahora, estaba silenciosa. Era excesiva aquella tensión; demasiado intensa y demasiado larga. De pronto don José se paró en seco y sus narices ventearon el aire. Sus ojos se llenaron de alegría, como si hubiera olvidado por completo al requeté. Se acercó a Ficiello y le dijo al oído:

     —¿No hueles?... Huele a madreselva. ¡Se acabó el maldito maizal!

     Ficiello estaba tan nervioso que no comprendió esta lógica observación y miró a don José temiendo que éste se hubiera vuelto loco.

     —¡Sí, bobo! —bisbiseó don José—. Las madreselvas crecen en las sebes, no entre los maíces. Eso prueba que estamos cerca de una caleya, de algún camino...

     Ficiello siguió a su compañero. Poco después clareaban las cañas. A través de ellas se veía un camino. Salieron a él con toda clase de precauciones. Nadie. Sin duda la gente con quien se tirotearon no era mucha y realizaban, como ellos, una descubierta. Esto llenó a Ficiello de confianza respecto al éxito de su misión. A unos trescientos metros de donde se encontraban comenzaba el robledal que tenían que reconocer. Tardaron tres horas en recorrerlo. No, allí no había nadie. Comenzaba a atardecer. Iniciaron la vuelta. Ficiello evitó pasar por el maizal donde habían caído Aquilino y el requeté. Ante la muda interrogación de don José, dijo:

     —Quilo debe haber dado la vuelta de acuerdo con las instrucciones que le di. Le dije que como no estuviéramos aquí para las cinco, volviera solo donde Cernero. ¡Ánimo, don José, que la vuelta es más fácil!

     En los ojos de don José había lágrimas vivas.

     Caminaron en silencio.

     El 28 de marzo de 1938 Rodrigo Candamín llegó tarde a la oficina. Como siempre. Pero hoy tenía un motivo: estaba enfermo, muy enfermo. Le dolía mucho la cabeza y sentía una dolorosa opresión sobre el hígado. Tenía los ojos hinchados y la boca saburrosa. No se había afeitado y esto colaboraba en su incomodidad fisiológica.

     Sobre su mesa de trabajo había un montón de cartas. En la pared, el inevitable retrato del Caudillo con su sonrisa giocondesca. Enfrente de él, la espalda y la nuca de Martínez, siempre inclinado sobre su tarea. He aquí en lo que había parado Rodrigo Candamín, camisa vieja; en lector de cartas; cartas que no le interesaban lo más mínimo y que no estaban dirigidas a él. («¡Pero qué pocas cosas interesantes tienen que decirse los hombres!») No, él no era un ser humano, era cualquier cosa menos un hombre. Era una máquina. Eso, una máquina. Pero no; mejor aún, un número. Exactamente, un número: el cuarenta y siete. Nada de Rodrigo Candamín y Nuño de Pefalta, sino el cuarenta y siete, el censor de correspondencia número cuarenta y siete. Un número que leía cartas y cartas y que tornaba notas en una libreta cuando encontraba algo sospechoso en sus lecturas, algo que pudiera atentar contra la seguridad del Estado. (Esto le concedía cierta importancia.) A esto se reducía su participación heroica en la edificación del Imperio. (Sentía hervir, dentro de sí, como una dedalada de risa.)

     Caía un fino orbayo del cielo gris y bajo. Olía a ropa mojada y a viento de mar. Por debajo de estos olores corría, tímido y débil, otro olor. Un perfume suave, amarillo y triste. Pequeñito y tenso. Aquel aroma impreciso desasosegaba a Rodrigo Candamín.

     El día anterior —27 de marzo de 1938— había sido la fiesta para la Falange local, y Rodrigo Candamín había celebrado con sus compañeros de centuria aquella gloriosa efemérides. La oportuna celebración de tal suceso limitose a la patriótica ingestión de mariscos y sidra, feliz acontecimiento terminado alegremente en un prostíbulo a base de cerveza y mujeres. Cerveza ligera y mujeres ligeras. (La Puri tenía unos pechos grandes y caídos, y un rostro colmado de facciones vulgares, hinchadas y estúpidas. Pero era simpática, graciosa y dinámica.) Bebieron. Hubo un momento en que todo se le olvidó. (Hasta el rostro amarillo, flaco y aristocrático de María Jesús.) Recordaba éste o aquel detalle como saliendo de la niebla. Luego, la niebla. Más tarde, al despertar: la pirosis, la cefalalgia, la incomodidad hepática y los ojos hinchados... Ahora, aquel montón de cartas. Era perfectamente desgraciado. Vivía en un mundo indiferente e injusto. Seiscientas pesetas de sueldo al mes. Al atardecer tenía que llevar a María Jesús al cine (María Jesús, catorce años de noviazgo; una señorita flaca, larga, aristocrática y peluda). Odiaba a María Jesús.

     Comenzó su tedioso trabajo de todos los días. No podía remediarlo —en el fondo de él quedaba todavía un poco de dignidad—, le molestaba aquello de abrir cartas que no iban dirigidas a él. Por otra parte aquellas cartas decían siempre lo mismo: «Pelayo está ahora donde tu abuelo Máximo...» (¡Claro, el abuelo Máximo estaba muerto! Era una torpe manera de burlar la censura para comunicar a alguien que —Pelayo— estaba muerto. Al principio esto le había indignado. Más tarde hasta dejaba pasar estas cartas.) «Pedro tendrá que estar en un sanatorio por mucho tiempo, según dicen los médicos. Acaso por toda la vida...» (¡Clarísimo!, cadena perpetua. Pero lo dejaba pasar. Él, también, era perfectamente desgraciado). Así durante horas y horas. (Odiaba a María Jesús —tan flaca, tan peluda, tan aristocrática— y te molestaba el hígado.) Perfectamente desgraciado.

     Ahora pegó un salto en la silla. ¿Qué era esto? Miró la dirección del sobre: «Mr. James Stevens. —1556, 55 St, Brooklyn, N.Y., USA». ¡Era la carta de un auténtico rojo! ¡Y el muy... descarado ponía su dirección en el reverso del sobre! Tomó apresuradamente unas notas en su libreta. Volvió a leer la carta. Era una larga carta en la que un hombre contaba su vida a otro hombre que vivía al otro lado del mar. Una carta lisa, llena de humana emoción que no había sabido manifestarse. Detrás de aquellas líneas apretadas se traslucía un hondo dolor, un dolor infinito... Pero la carta era fría y, a veces, ampulosa, y apenas si llegaba a dejar entrever toda la pena con que se había escrito aquella carta, toda la emoción que había guiado aquella mano al escribir aquellas líneas.

     Candamín miró la fecha de la carta. Los matasellos eran del 26, de agosto del año anterior; todavía no había sido liberada Asturias. La carta no había podido salir rumbo a su destino entonces y, después de siete meses de estar en cualquier sitio, había ido a parar como correspondencia no censurada a la mesa de Rodrigo Candamín. De Rodrigo Candamín, un hombre inútil y aburrido, señorito provinciano venido a menos, rencoroso y estólido, negador y fanático, que tenía una novia flaca, aristocrática y peluda que se llamaba María Jesús, una lesión en el hígado y seiscientas pesetas de sueldo. Es decir, el censor 47.

     Llovía sin prisas. Caía una fina lluvia, como tamizada de las nubes bajas y grises. A través de la ventana entreabierta se colaba el viento que olía suavemente a flores. («Yo recordaba aquel mar de mimosas, con sus redondas florecillas amarillas, que olían dulce y tímidamente. Yo ya te he hablado muchas veces de las mimosas, Stevens. ¡Pues claro, olía a mimosas! En todo el valle de Cabueñes se habían encendido las mimosas.») A Candamín le agradaba aquel olor. Había algo cálido y fúnebre en aquel perfume, como había algo fúnebre y frío en el aroma metálico de los crisantemos otoñales. Fúnebre; eso era, fúnebre. A veces olía a sí mismo y... ¡olía a muerto! («Estás muerto, Rodrigo Candamín, es esta España que huele a muerto» ¿Por qué estaba siempre esperando la segunda vuelta?... No podía olvidar a aquellos dos hombres que había matado, en frío, en los primeros días de la revuelta. Junto a las tapias del cementerio. Uno de ellos gritaba desaforadamente y lloraba pidiendo que no lo matasen. Pero al que nunca olvidaría era al otro. El otro murió sin decir palabra. Sin decir palabra y con una sonrisa de infinito desprecio en los labios delgados y fruncidos. Con una extraña sonrisa en los ojillos burlones...)

     Rodrigo Candamín se sentía perfectamente desgraciado. («Entonces era por los días, y estábamos todos tan excitados... Luego no lo hice más.») Abrió su libreta y tachó algo en ella. Por la ventana entreabierta se colaba el fino olor de la lluvia, perfumado por el aroma de las mimosas distantes («...con sus redondas flores amarillas...»). Suspiró. (La Puri era como de goma y por la boca le afloraba el esqueleto, aquella cosa fría y blanca del esqueleto que armaba aquella goma tibia de la carne que no era ni siquiera vicio: sino res, res de gancho de carnicería...) El hígado le pesaba blandamente, allá lejos. El recuerdo de María Jesús le recorrió la espalda; tendría que llevarla al cine, y aquella misma tarde en que se sentía tan desgraciado... Llenó su pecho de aire. («Sonreía allá en el suelo, despatarrado y ridículo...») Olía a mimosas. Rompió la carta en menudos pedacitos. Ahora se sentía menos desgraciado y hasta el hígado le pesaba menos.

     Por eso Stevens —Jimmy Stevens, de Brooklyn— nunca supo de José García.

     El Joven Sebastián —40 toneladas, 14 nudos, 85 pasajeros forzosos— desatracó lenta, trabajosamente del muelle. Al herido le recostaron sobre un rollo de cuerdas sobre el que tiraron una brazada de redes. Quintín se inclinó sobre el moribundo. Un tiro en la barriga. La herida apenas si era un ojalito cárdeno. Le alumbraba Ibarlucea con una linterna sorda. Lo habían vendado toscamente con un jirón de sábana. Casi no había sangrado. No tenía orificio de salida. La bala, sin duda, se le había incrustado en el hígado. Pero la hemorragia no debía ser muy grande por cuanto don José todavía estaba vivo. Quintín llevó aparte al sargento Ficiello.

     —¿Cuándo lo hirieron? —preguntó.

     —Ayer por la mañana, en Villaviciosa. Una bala perdida... Nos habíamos atracado de sidra, como cerdos... ¡Él, no; él es un santo! Desde que le mataron al sobrino y él mató al requeté no hacía otra cosa que llorar, cuando no le veíamos. Comenzamos a subir la Grandarrasa... Llevábamos cerca de un mes peleando sin descanso. El viejo no podía consigo. Me decía a cada instante: «Déjame, soy una carga para ti. Además yo no quiero marchar de esta tierra». Pero yo no podía dejarle allí. Es bueno y noble. ¿No sabe? Vendió todo lo que tenía allá, en América, para enviárselo al Gobierno, y vino a pelear con nosotros.

     Silencio. Luego, de pronto, chilló:

     —¡Todo esto es sucio e injusto!

     Apretándose las manos una contra otra soltó una rotunda blasfemia.

     Pasaron unos minutos. Siguió hablando:

     —Lo cazaron estúpidamente. Salimos tarde del pueblo. Estábamos borrachos... ¡Qué quiere, aquello era para volverse loco! Lo estábamos. Él no se separó de mí. Desde que llegó con Aquilino a la compañía del capitán Cenero, intimó conmigo. Bueno, pues salimos de Grandarrasa. Era una mañana azul, tranquila... Se oía algún que otro disparo suelto y lejano. De pronto una bala... Yo no sé de dónde vino. Silbó cerca. Don José se había puesto pálido y me miraba con ojos asustados. Se tocaba el pecho. De pronto descubrió que la herida era más abajo. Se miró horrorizado las manos de sangre. «Creo que me dieron», dijo pobremente. Se desabrochó el pantalón. Estaba asustado y trataba de sonreír. Lo tumbé en la cuneta de la carretera y examiné su herida. Era un agujero como un culo de pollo... Alguien que huía me dio este trozo de sábana. Le vendé como pude. «¿Podrá caminar, don José», le pregunté. «Creo que sí, viejo», me dijo. «¿Le duele?» «Creo que sí, también, muchacho», me respondió tratando de sonreír.

Esto fue a las siete de la mañana de hoy... digo de ayer... Anduvimos como unos tres kilómetros. Pero él apenas si podía caminar a pesar de que yo le ayudaba sujetándolo por debajo de las axilas. Iba poniéndose cenizo. «¿Duele, don José?» «Es tolerable, muchacho», me dijo. Y se desmayó. Yo no podía abandonar a aquel hombre en aquellas circunstancias. Una hora después logré acomodarle en un carro de refugiados; una carreta llena de sartenes, colchones, manzanas, atados de ropa y niños asustados. Al pie del carro, una mujeruca flaca y aterrada arreaba el caballín del Sueve que tiraba del armatoste. Detrás, iba atada una vaca sumisa y melancólica. ¿A dónde iría aquella mujeruca con todo aquel impedimento? Ni ella misma lo sabía. Huía tan sólo. Unas catorce horas después llegamos a Gijón.

    —¿Le hizo alguna cura?

    —No, no tuve tiempo. Nadie se la hubiera podido hacer tampoco. Como le dije, a eso de las diez de la noche llegamos a Gijón. Llegando ya a la ciudad, el caballín del Sueve se echó en el suelo y se negó a continuar tirando el carro. Allí dejé a la mujer con todos sus trastos. Tardé tres horas en llegar de Gijón a aquí. Tuve que traerlo cargado casi todo el tiempo. A ratos perdía el conocimiento...

     Callaron. El Joven Sebastián había salido a alta mar. Brillaba en el cielo una luna redonda y amarilla.   Los buques que huían navegaban sin luces. Allá lejos ardían los tanques de petróleo furiosamente.

     —¡Eh tú; vira! —gritaron al que iba en el puente—. Vas a pasar por ojo a una motora.

     Una lanchita salió arreando de entre las sombras y se perdió rápidamente entre la calima. Se apagaban y se encendían los reflectores del Cervera en la lejanía. El sargento Ficiello se volvió hacia su compañero y le preguntó con voz que quería ser indiferente:

     —Sanará, ¿no?

     —Está agonizando —respondió Quintín—. La bala debe de haberle producido una hemorragia interna no muy grande, pero... Le quedan unas horas de vida. Tengo aquí algo de morfina y la jeringa de inyecciones. Cuando menos no sufrirá.

     Los ojos de Ficiello estaban arrasados de lágrimas.

     —Coño, yo no lloré en toda la guerra y ahora... ¡Me...!

     Y blasfemó suciamente.

     Se acercaron adonde estaba el herido.

    —Duerme —dijo en voz baja un miliciano que estaba asomado sobre la agonía de don José.

     Quintín comprobó que dormía y aprovechó la oportunidad para ponerle una inyección de morfina.

     Un coronel de intendencia que iba en el bou había reunido a su alrededor a unos veinte o treinta hombres y, tratando de organizar la defensa del barquito, les hablaba:

     —Podemos ser atacados por el Cervera y entonces todo estará perdido. Pero el Cervera no podrá detener a todos los barcos que están saliendo de El Musel. Es probable que nos aborde algún bou; pero en ese caso, si tenemos serenidad y decisión, podremos defendernos perfectamente. En cubierta debe haber la menor cantidad posible de hombres a cargo de las ametralladoras y escondidos entre las redes y las cuerdas. Los demás estarán preparados a salir a cubierta tan pronto toque la sirena del barco. Es preciso que los buques enemigos no utilicen el cañoncito que montan a proa. Si nos mandan detenernos obedeceremos hasta que nos aborden. En ese momento vale más utilizar las bombas de mano y la dinamita. ¿Habéis comprendido?

     El coronel de Intendencia —pelo cano, ojos duros, abultado abdomen— subía al puente donde ya se encontraba Ibarlucea. De las máquinas se hizo cargo un teniente de Milicias que había sido fogonero en los Altos Hornos de la Fábrica de Mieres. A don José lo subieron a la cabina del patrón, donde había dos literas. En la de arriba iba otro herido. En la de abajo colocaron a don José.

     Ibarlucea puso proa a occidente.

     —¿Va usted a meternos en boca del lobo? —preguntó el coronel alarmado.

     —Al contrario. Todos tratarán de salvarse poniendo rumbo a Francia directamente. Por ahí, a la fuerza, tiene que haber más vigilancia. Vamos a hacer que vamos en dirección contraria. Por lo demás no tenga usted miedo que me equivoque: de aquí a Gran Sol conozco todas las playas del Atlántico, pues navegué en una pareja antes de hacer cabotaje.

     El bou, las luces apagadas, navegaba calmosamente, con una desesperante lentitud, mientras trataba de levantar presión en sus calderas. A unos ochenta metros de distancia les cruzó otro barquito de pesca que venía desalado. Alguien les advirtió con megáfono desde la oscuridad.

     —¡Barcos enemigos por poniente! ¡Cuidado, compañeros: vais de hocico contra ellos!

     Allá a lo lejos los reflectores del Cervera palpaban las sombras. Cuando descubría un fugitivo lo paralizaba con sus antenas de luz. Inmediatamente, despachaba para allá a un bou a hacerse cargo de la presa.

     Ibarlucea cambió el rumbo del navío. Estaba a la altura de Perlora y puso proa al noroeste. De pronto, en las sombras, se espesó otra sombra larga y alta. ¿Un barco de guerra?... Por el tamaño, un crucero. Esperaron el ataque. De pronto encendió todas las luces. Parecía un trasatlántico. No disparé. Probablemente era un crucero inglés. El Joven Sebastián, que iba enfilado hacia él, dio una brusca virada. Cuantas veces trató el bou de poner rumbo a oeste, el barco enemigo se le puso en su camino. Unas horas después, inesperadamente, dio vuelta y desapareció a toda velocidad entre las sombras lechosas de la amanecida.

     Navegaron durante todo el día hacia el norte. Luego Ibarlucea puso proa al este. El barco remoloneaba. Encontraron varias parejas de pesca que huían de ellos en cuanto los divisaban. Trataron de parar a varios de aquellos barquitos franceses para que les vendieran algo de pescado y agua, pues no llevaban víveres y los tanques estaban menos que mediados. Pero no se dejaban dar alcance.

En la angosta cabina del patrón, José García agonizaba.

     Murió al anochecer del segundo día de viaje. Una hora antes de acabar pareció recobrar el conocimiento y cogió una mano de Ficiello entre las suyas.

     —Eres un buen chico —le dijo. (En sus ojos brillaba una sonrisa húmeda). Pero ahora tiene que terminar tu buena obra. Quiero que me echéis al mar, ¿me entiendes?, envuelto en la bandera del barco.

     Y ante un gesto de Ficiello interrumpió:

     —Yo soy un hombre, no un niño. Esto se acabó; lo sé. Agradezco esa mentira piadosa que ibas a decirme, pero no la necesito.

     Luego volvió a perder el conocimiento. Durante un rato pronunció palabras inglesas, soñando. Se despertó sobresaltado a la media hora escasa.

     —¿Qué hora es?... No llegaremos nunca... ¡Nunca! Este mar tan grande... ¡Es terrible! Echadme al mar...

     Resoplaba tenuemente, apagándose.

    —¡Quilo! —dijo en voz baja, como suspirando.

    Horas después lo sacaron a cubierta. Conforme a sus deseos lo envolvieron en la sucia y rota bandera del barco. Le amarraron dos trípodes de ametralladora a las piernas. Lo volcaron al mar.

    Al atardecer de la tercera singladura, entraba el barco en la rada de Douarnenez. Alegres campanas cantaban en las blancas iglesias de las lomas. Eran ochenta y cuatro hombres que huían.

 

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