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Antonio Redondo Andújar

En una exposición

Jornada laboral de un mulo campesino

Sucedió en un palacio

En una exposición

U

n hombre examinaba ciertas fotografías que mostraban cómo el trabajador, en cierta fase del capitalismo, se ve forzado a huir de la tierra en que habita, si no a morir en guerras fratricidas por engañosas causas, generadas, en suma, por las grandes potencias cuyo afán de rapiña no tiene ni tendrá el más mínimo límite. Conforme caminaba por esa sala pública en que estaban expuestas, la rabia, la impotencia, la pena y la tristeza lo iban poseyendo. Sólo porque sabía controlarlo, el llanto no afloraba. De pronto vio a dos jóvenes que, incomprensiblemente, sonreían. Al acercarse a ellos descubrió que la causa de esa vana alegría era que ambos sabían _o creían saber_ la sorprendente técnica que había utilizado el famoso fotógrafo en una obra concreta, sin ser conscientes, pues, del doloroso fondo que esa imagen plasmaba. Parecían estar satisfechos por ello y nuestro personaje los miró con desprecio. Llegó a una conclusión, después, más fríamente: aquello que mostraban esas fotografías lo creían ajeno a su existencia, en cierta forma cómoda, de occidentales "buenos". Respecto a su saber tan sólo constató que era burda ignorancia: el intento imposible de dividir en partes el todo indisoluble que es la obra de arte 

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Jornada laboral de un mulo campesino

E

ra al amanecer cuando lo despertaron, haciéndole salir de su agradable cuadra. Luego lo enalbardaron, cargaron sobre él las cestas, los borraces y ciertos utensilios que no identificó, pero que no pesaban demasiado. Una mujer y un hombre se sentaron después sobre su lomo y pudo soportar su peso dignamente, puesto que aún era joven y, en consecuencia, fuerte. Para colmo, le hicieron caminar apresuradamente unos siete kilómetros. Una vez despojado de su carga, lo ataron fuertemente al árbol más cercano con una gruesa cuerda, lo que no le impedía moverse libremente por un tramo de tierra no demasiado corto, sobre la que cre cía la hierba que sería su único alimento. Fueron tantas las horas de ocio merecido que, incluso, se aburrió. Miró hacia las montañas y descubrió que el sol comenzaba a ponerse. En el preciso instante en que aquél se ocultó, se desató del árbol  _sabía cómo hacerlo sin sufrir ningún daño_ y se puso en camino, de regreso a su cuadra. Sus amos, alarmados, corrieron hacia él, mas se alejó trotando. Lo hizo tan deprisa que ellos mismos tuvieron que cargar con todos los enseres, para poder seguirle. El animal, parado en el camino, volvía la cabeza conforme se acercaban: parecía esperarlos. Cuando por fin estaban a punto de atraparlo, con un ligero trote se alejó nuevamente. Se repitió la escena en varias ocasiones hasta llegar al pueblo. Una vez en el mismo, el mulo se detuvo y se dejó atra par. Y cargaron de nuevo las cestas, los borraces y ciertos utensilios que no identificó, pero que no pesaban demasiado. El hombre y la mujer no se sentaron sobre su tibio lomo pese a estar extenuados: tan sólo les restaban unos cincuenta metros para llegar a casa.

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Sucedió en un palacio

T

oda la servidumbre de un palacio decidió retirarse a descansar por diversas razones que no vienen al caso. Y, viéndoles marchar, sus amos se reían: algunos con aplomo y otros, qué duda cabe, con gran delicadeza. El caso es que ninguno intentó retenerlos y a la hora de comer acudieron en tromba a la cocina y, al no saber qué hacer con la carne, el pescado y el resto de alimentos _puesto que estaban crudos_, terminaron con todo el embutido, la fruta y las verduras, sin lavar estas últimas y, aún menos, aliñarlas. Nadie limpió, después, los desperdicios y, así, al segundo día, la cocina exhalaba un olor nauseabundo. Dejaron de jugar a sus sutiles, lúdicos, en suma, inteligentes, ligeramente obscenos juegos recreativos y acabaron tendidos cada cual donde pudo, uno al lado del otro, bajo aquellas arañas que otrora iluminaron el más soberbio lujo y en las que ya habitaban sus hermanas homónimas. Se morían de sed, pues asimismo nadie sabía dónde hallar el agua necesaria, sino sólo el licor que antes los embriagaba y que ahora quemaba sus pulidos gaznates. Ni qué decir, olían desagradablemente, pese a haberse rociado, día tras día, el cuerpo de perfume.

Pasado largo tiempo, volvió la servidumbre. Con prontitud pusieron las cosas en su sitio y todo volvió a ser como fue siempre. Sus amos, esta vez, no se rieron, pero sí elaboraron un conjunto de leyes que, ladinos, llamaron "Derechos y deberes de los trabajadores", plasmando en un artículo la obligatoriedad, en caso de conflicto, de establecer ciertos "servicios mínimos".

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