Un día en el Parador del
Sol.
(ENSAYO GASTRONÓMICO.)
Desde
las memorables bodas de Canaan, celebradas con aquella famosa cena
en que el Redentor del género humano convirtió el agua en vino para
complacer a su Santísima Madre, ningún día como el de San Julián, 9
de enero, se presenta tan en relieve en los fastos de la historia
gastronómica. Tiempo hacía que algunos cofrades de la comunidad de
La Risa hombres de acción y positivistas por excelencia, deseaban
reducir a práctica las beneficiosas teorías de Don Abundio Estofado;
y este habilísimo cocinero deseaba también por su parte sujetar a un
rigoroso examen a sus amados discípulos, para convencerse de sus
buenas o malas disposiciones, y escoger entre todos a los que más
han de acreditarle en el certamen público que se está preparando. Al
efecto, el venerable director de la Sociedad literaría Don Wenceslao
Ayguals de Izco señaló día, hora y punto en que debían reunirse los
candidatos, y después de una discusión ligera como la de las actas
en un Congreso, se resolvió por unanimidad celebrar la sesión en el
Parador del Sol, dia 9, a las nuevede la mañana. Esta resolución se
tomó el dia 8, a hora bastante avanzada, y no es necesario decir más
para hacerse cargo de la actividad que la premura del tiempo
requería.
Improvisóse un programa, y se trató de llevarlo a efecto desde
luego, siquiera para que no se pareciese a los programas
ministeriales.
Los grandes actos, las grandes fiestas, las grandes
revoluciones, en una palabra, todo lo que en este mundo es
verdaderamente grande, se insinúa con síntomas precursores, que son
muy grandes también. El interés que debe tener una legislatura se
deduce de antemano del empeño con que los ciudadanos se disputan la
victoria en el campo electoral. El estrépito de los cañones señala
la víspera de una gran batalla. Las colgaduras, los arcos
triunfales, las fuentes de leche y de vino revelan con anticipación
el día de una jura. La agitación do las masas, la sonrisa de los
cesantes y la conducta ambigua de los empleados, que se ponen al
pairo
mirando de donde viene el viento para hacer con acierto sus viradas,
manifiestan que la atmósfera está cargada, que se acerca un temporal
político, que son de temer grandes mudanzas. Así también los grandes
sucesos gastronómicos se dan a conocer el día de su víspera con
síntomas inequívocos. Plaza Mayor, plaza de la Cebada, plaza de
Santo Domingo,si ojos tuvieseis para hablar, este pobre cronista os
preguntaría qué es lo que visteis el día 8 á las once y a las doce
de la mañana, a la una y a las dos de la tarde, y me relevaríais,
respondiendo del terrible castigo que por no haber sabido dirigir un
arroz a la valenciana me ha impuesto Don
Abundio, obligándome a describir detalladamente los accidentes de la
grande jornada, precursora de otra más grande todavía.
Era en efecto una perspectiva sorprendente y
hasta cierta punto sublime y majestuosa la que ofrecían los hermanos
risueños, recorriendo con lentitud y ordenadamente todos los
mercados de la corte, despachos de vino y tiendas de comestibles,
deteniéndose a cada paso ya delante de una lechuga, ya delante de un
magnífico salchichón o de un reverendísimo pavo. El objeto de esta
oscursion fue bien pronto conocido de los penetrantes vendedores y
revendedores de ambos sexos; pues no hubo verdulera ni tendero que
no se pusiese delante de la comitiva como una inaccesible barricada,
impidiéndola seguir su curso vago e indeterminado, hasta haber
cambiado en dinero algunos de sus géneros peninsulares o
ultramarinos. Don Abundio, aunque guardó una neutralidad absoluta,
marchaba a la cabeza de sus discípulos, y una sonrisa de desprecio
que se desprendía traidoramente de sus labios, revelaba a menudo que
se había equivocado en el concepto que se había formado do algunos
de sus alumnos. El señor Manini, jefe de otro de los primeros
establecimientos tipográficos de la corte, era el comprador, y se
sujetó estrictamente a las bases del programa que tenía en sus manos
el señor Ayguals (Don Sergio), a quien se le nombró intendente en
comisión, sin que hasta ahora nadie haya tenido motivos de
arrepentirse del nombramiento.
Hechas las provisiones, y después de haber
ensayado la fuerza de sus mandíbulas y de su estómago en un
salchichón, pan y queso, y en una botella de vino seco de Jerez, los
candidatos precedidos de su maestro, y seguidos de una mujer con un
pavo y un asturiano con una canasta, se dirigieron a casa del señor
Manini, donde por ser el punto mas céntrico se estableció el cuartel
general. De allí debía partir la espedición a las nueve del día
siguiente. El pavo tenía más años de los que la ley exige para ser
senador; y es seguro que como hubiese llegado a serlo, hubiera
ocupado en las juntas preparatorias la silla de la presidencia. Era
un pavo patriarca, el Adán de los pavos. Algunas investigaciones
cronológicas nos hubieran manifestado tal vez que era el mismo que
Noé encerró en el arca para perpetuar la raza. Los años habían
encallecido hasta sus músculos, y osificado todos sus
tendones. Necesario hubiera sido para enternecerle, exponer su
cadáver al contacto del aire cinco o seis dias antes de mandarle al
horno, y de este modo los primeros períodos de descomposición
hubieran relajado sus fibras tupidas y apretadas por la edad. Pero
la escasez del tiempo no permitía emplear este método bien conocido
de todos los iniciados en el arte, y puso en un conflicto a los
noveles cocineros.
Alentados, sin embargo, con el refrán que dice :
en tiempo de hambre no hay pan duro, y por otra parte persuadidos de
que por duro que fuese el pavo, no lo sería tanto como el esmalte de
las dentaduras que debían mascarle, resolvieron sujetarle a
disección al día siguiente, aunque en este examen de anatomía
práctica se expusiesen a mellar la misma espada de Roldán, que diz
hendía los gigantes y los peñascos como si fuesen do mazapán o de
chocolate. Esta atrevida resolución amostazó a Don Abundio, quicu en
un tono de lástima que revelaba la que tenía a sus discípulos, les
dijo: «¡Jóvenes inespertos! ¡Miserables novicios! Bien se conoce que
las tenazas y el asador no han encallecido vuestras manos, y que
vuestras cabezas no han encanecido como la mía alrededor de los
hornillos y debajo de las chimeneas. Bien so conoce que no habéis
todavía ceñido el noble delantal de cocinero,
que vuestros ojos no se han acostumbrado aun al humo de la leña, ni
al tufo del carbón vuestras potencias.¡Oh terque quaterque
beati!, pudiera deciros yo si supiese latín. ¿Con que no
conocéis otro medio que una putrefacción incipiente para reblandecer
el pavo? ¡Bárbaros! Dadle aguardiente y mañana se os derretirá en el
paladar como manteca.» Habló Don Abundio, todos sus discípulos
quedaron confusos, y el señor Manini a más de confuso quedó
horrorizado. «¡Aguardiente!, dijo, ¡qué lástima de aguardiente!» Sin
embargo, él mismo se encargó de dárselo; pero mientras se lo daba
parecía envidiar la suerte del infeliz, a pesar de que estaba
condenado a la última pena por el inexorable tribunal del ambigú, y
veía brillar junto a su garganta la terrible cuchilla de la ley
gastronómica.
El señor Manini es catalán, hijo de Reus, y es
sabido que los estómagos catalanes son en general a prueba de bomba
como el corazón de los jamancios. Algunos anatómicos aseguran que
los fieros habitantes del Principado tienen molleja como los
avestruces. No sé si esto es verdad, pero los fisiólogos todos
confirman el aserto. Lo cierto es que los catalanes digieren hasta
la arcilla y el cobre. En el campo de Tarragona, sobre todo, se
destetan los chiquillos con vino, se neutraliza la bilis con vino, y
hasta con vino se curan las inflamaciones. Los hombres de buen
criterio y de sana razón apagan su sed con el añejo del Priorato; y
durante la canícula, cuando más aplomados y perpendiculares caen los
rayos del sol, toman por único refresco dos cuartillos de
aguardiente de 25 grados. Son muchos los que en lugar de bizcochos
mojan en el chocolate guidillas, y cuyos postres habituales son
dientes de ajo, que los comen a pasto como si fuesen almendras. Por
bien indicadas que parezcan las aplicaciones de mostaza , no se
ordenan jamás en aquel país a enfermos que estén en dieta, porque es
seguro que se comerían los sinapismos. Cuando una comitiva de
reusenses entra de noche en una fonda, el dueño se da por dichoso sí
no se le zampan más que las velas. Con frecuencia ve desaparecer y
abismarse en aquellos estómagos heroicos los candeleros, los platos,
las fuentes y algunas veces hasta los cuchillos y tenedores. Uno
hubo que se engulló la mesa y no murió de indigestión. Sabido esto,
nadie tomará por exageración cuanto se diga del paladar y del estómago de un hijo de Reus.
La filantrópica esposa del señor Manini se
ofreció a rellenar, mechar y poner el pavo en disposición de
llevarlo al horno. Todos aceptamos con singular placer tan generoso
ofrecimiento, y solo Don Abundio refunfuñó un instante, diciendo que
las preparaciones que tomaba a su cargo la señora de Manini eran
propias de sus discípulos, cuya idoneidad trataba do probar. Pero
algunos síntomas de alarma que notó entre sus subordinados le
hicieron desistir de sus justas pretensiones; lo que no dejó de
menoscabar algún tanto la fuerza moral del maestro y la disciplina
do los discípulos.
Luego se discutió una proposición gravísima y de
trascendentales consecuencias. Tratábase nada menos que de optar
entre dos hombres y un burro para llevar la comida con sus
accesorios al Parador del Sol. Quien dijo que dos hombres valían más
que un burro, quien que un burro era preferible a dos hombres:
ingeniosos argumentos se presentaron en pro y en contra de los dos
extremos que abraza la proposición; pero al cabo los defensores de
la humanidad salieron victoriosos. El burro quedó
postergado....¡Cosa sorprendente en España, donde rara vez quedan
postergados los burros!
Disolvióse la reunión, y al día siguiente a las
ocho de la mañana nos hallábamos ya algunos en casa del señor
Manini,
aguardando las nueve, que llegaron una hora antes que los señores
Ayguals y Flores. Damos un voto de gracias a la hora por la
puntualidad con que llegó. Sin embargo, los morosos afectaron no
considerar a la hora digna de nuestro reconocimieuto, pues a los
cargos que por su demora les hicimos, contestaron que no era culpa
suya si las nueve, poco condescendientes, no se habían tomado la
molestia de aguardarse hasta las diez.
Reunida la comitiva se rompió la marcha con
marcialidad en medio de un inmenso gentío que embarazó nuestro paso
hasta llegar al Portillo de Embajadores. El entusiasmo se veia
pintado en todos los semblantes. Salimos de la coronada villa
seguidos del rico convoy, que parecía cosido a nuestras espaldas.
Marchamos a paso de camino, atravesamos el canal y luego un
magnífico puente de madera, digno y muy digno del caudaloso
Manzanares. Antes de llegar al Parador del Sol nos salió al
encuentro una música, que siguió obsequiándonos hasta mucho después
de haber llegado. Un alano sochantre, un podenco tenor y una
infinidad de cantores de menor categoría nos aullaron una aria
coreada tan nueva y tan armoniosa, que hasta entonces no conocimos
lo mucho que debemos al Criador por habernos dotado de un aparato
acústico. Algunos acompañaban sus cánticos de una música
tan expresiva, se deshacían de tal modo en complacernos, que más de
una vez les suplicamos que fuesen con la música a otra parte, pues
llegaban a avergonzarnos aquellos cordiales agasajos, a que nosotros
no nos considerábamos acreedores.
Los señores Ribot y otro, ambos catalanes,
hicieron prodigios de cocina. La prontitud con que desempeñaron la
importante
misión que les confió Don Abundio les valió un abrazo de este, y
acabó de acreditar los títulos que de activa e industriosa ha sabido
adquirirse Cataluña. Otro tanto debemos decir del señor Manini.
Encargado del ali - oli (ajo arriero), lo hizo con tanta maestría
que llegó a engendrar celos en el corazón del mismo nunquam bene
laudatus Estofado. Desde ahora le auguramos que en el certamen
público obtendrá el primer premio.
A la una en punto nos sentamos a la mesa. Abriose
la sesión con una cazuela de arroz a la valenciana hecho por mis
manos pecadoras, que descollaba majestuosa entre un brillante estado
mayor compuesto de variadas y magníficas ensaladas, excelentes
anchoas, bravas guindillas y robustasa ceitunas sevillanas. Laus
in honore proprio vilescit. Este principio no me permite hacer
del arroz los elogios a que le considero acreedor. A mí me pareció
excelente, sin embargo (¡lo que puede la envidia!) todos mis
condiscípulos dijeron que era detestable. Afortunadamente sus
propios hechos desmintieron sus palabras, pues al mismo tiempo que
decían que era extremadamente malo, lo engullían con tanta ansia
como si fuera soberanamente bueno. Y a los hechos me atengo: obras
son amores y no buenas razones.
Bretones fritos sucedieron al arroz. (Movimiento
general. El señor Bretón de los Herreros pide la palabra para
contestar a una alusión vegetal) Vinieron acompañados del
ali-oli, con quien contrajeron, en el plato de cada cual, una
amistad más y más íntima. El ali-oli es a las coles lo que a
la Constitución las leyes orgánicas. Merecieron la aprobación de
todos; solo yo para vengarme de la manera impropia con que había
sido calumniado mi benemérito arroz, me permití contra los bretones
algunos denuestos que fenecieron ahogados en la rechifla de la
comunidad manducante.
Entró en seguida el pavo con gallardo y marcial
continente. El olor que despedía embelesó todos los olfatos. Hubo un
movimiento silencioso parecido al que se nota en el Congreso cuando
se levanta para hablar Don Joaquín María López y al que se observa
en el teatro cuando aparece la encantadora Matilde. Es indecible la
prontitud con que aquel tremendo cadáver fue descuartizado y
engullido. La asamblea resolvió por unanimidad dar un voto de
gracias a la señora de Manini, y Don Abundio además la nombró socia
honoraria del ambigú, a cuyo efecto se extendió el correspondiente
diploma. Después de aquel pavo exquisito, de aquella obra maestra
del arte, nada podía llamarnos la atención. Comimos, es verdad,
chuletas y queso y salchichón y qué sé yo cuantas otras cosas; pero
las comimos automáticamente, sin entusiasmo, y como quien dice para
no hacer un papel ridículo.
Lo que nos admiró fue que el señor Manini,
positivista por excelencia, malgastase el tiempo atracándose de
almendras.
Vivamente interpelado por esta acción, indigna al parecer de tan
acreditado gastrónomo, dijo que las almendras son excelentes agujas
para enhebrar vino. En efecto, cada almendra apenas había llegado al
estómago recibía una visita de una botella del de Toro.
En los brindis, si no se improvisaron muy buenos
versos, se apuraron al menos muy buenas botellas.
Empezó el célebre y nunca bien ponderado Don
Abundio Estofado en los términos siguientes.
Es una cosa precisa
el vino, voto ,a Luzbell,
de manera que sin él
no se puede decir misa.
i Viva La Risa !
Llenad la copa,
que nos contempla atónita la Europa:
y a mi ejemplo
coged todos un lobo como un templo:
y manchada de vino la camisa,
repetid sin cesar; ¡Viva La Risa!
El señor Bonilla dijo:
Yo, Abundio, soy valenciano,
y como bebedor lino.
gran partidario del vino
en invierno y en verano.
Yo gasto en invierno en vano
vino puro en vez de estufas;
y en verano es, si me atufas
y en provocarme te empeñas,
e! sabroso Valdepeñas
mi única orchata de chufas.
El señor Ayguals de Izco (Don Sergio)
¡Oh! mí estar Strafor- Canning!...
¡Mí estar borracha !...
Mi querer más copitas
de la garrafa.
Y al estribillo
¡Oh mí estar Strafor- Canning!...
Mi querer vino.
El
señor Ribot:
Se queja este mundo indino
de que salado es el mar,
y a mí me importa un comino:
lo que sí es de lamentar
que el mar no sea de vino.
El señor Manini:
Brindo al bravo que cual yo
atacado de hidrofobia
el vino tiene por novia,
y el agua nunca probó.
Dios Omnipotente dio
a cada cosa un destino.
Gástese, pues, si el divino
pensamiento ha de acatarse,
el agua para afeitarse
y para beber el vino.
El señor Príncipe:
¿Qué queréis que os diga o cante
con esta copa en la mano,
cuando soy un ciudadano
expuesto a quedar cesante?
Mas si ceso en adelante
como empleado en lucir,
en memoria del Visir
que me quiere remover,
no he de cesar de beber,
ni he de cesar de reír.
El señor Villergas:
Mientras un poder caribe
me busca el bulto, señores,
apropincuadme a un aljibe
de confortables licores,
que el que más bebe más vive.
El señor Ayguals de Izco (Don
Wenceslao):
Tras tres tragos y otros tres,
y otros tres tras los tres tragos,
tragos trago, y tras estragos
trepo intrépido al través.
Travesuras de entremés,
trápalas tramo, y tragón
treinta y tres tragos de ron
tras trozos de trucha extremo.
¡Tristes trastos; trueno el trueno!
¡Tren ... trin... tran... trun... torrotrón! ! !
Se dio un voto de gracias al docto Don Abundio Estofado,
y levantóse cada uno como pudo de la mesa para dar principio
a los juegos gimnásticos.
El Parador del Sol tiene una especie de colgadizo bastante
espacioso contiguo a la carretera. Allí los hermanos risueños, hechos cada uno un tonel de vino, fueron
a solazarse
de mil maneras, absorbiendo con sus ingeniosos juegos la
atención de todos los transeúntes. Muchas y muy variadas
fueron sus travesuras; pero ninguna hizo desternillar tanto
de risa a actores y espectadores como la de la olla. Púsose
en una orilla de la carretera un puchero en que metió cada
uno de los hermanos la exorbitante cantidad de diez y seis
maravedises. La suma de todas estas cantidades era el premio
del afortunado que con los ojos vendados y un garrote
en la mano rompiese la olla. Al efecto a veinte y cuatro
pasos de esta se colocaba el actor, allí se le vendaban los
ojos, daba tres vueltas, y rompia la marcha. En las vueltas
se perdía el tino de tal manera, que en lugar de dirigirse
hacia la olla, no faltó quien marchase a lo largo de la carretera
hacia Toledo, quien hacia Madrid, y hasta uno hubo que
marchó dando completamente la espalda al objeto que creía
arremeter. La avidez, el furor con que el pobre ciego descargaba
el garrote, arrancaba una carcajada a coro de todos
los espectadores. Algunos accidentes sobrevinieron, que
condimentaron
no poco la diversión. Yo tuve la desgracia de
pisar una cosa que no puede mentarse, y que me mantuvo
encolado en mi puesto más de un minuto. Cuando pude levantar
el pie, noté que el peso de la bota se había centuplicado.
El señor Manini se metió en un charco, del cual salió
después de haber caído de bruces en el mismo. El olor que
despedía al salir, probaba evidentemente que el líquido que
chorreaba de su vestido estaba compuesto de algo más que
de oxígeno y de hidrógeno. Un químico que había entre
nosotros lo analizó con solo el olfato, y encontró en él muriato
y fosfato de sosa y de amoníaco, amén de algunos otros
principios que constituyen cierta excrecion animal. A estos
accidentes cómicos sucedió uno que tuvo algo de trágico. El
señor Príncipe, luego que tuvo los ojos vendados, rompió
precipitadamente su marcha, cuidándose poco de los riesgos a que se exponía. Apenas hubo dado el número de pasos que
creyó le separaban del blanco, dejó caer el garrote resollando
como un leñador, y quiso su mala fortuna que entre el garrote
y el suelo hubiese una cabalgadura. Desbocóse el caballo,
que era asaz espantadiz; dio dos saltos de cabra, y
el jinete se apeó por las orejas. Todo esto sucedió en mucho
menos tiempo del que se necesita para contarlo. Un perro,
que era sin duda del mal parado caballero, tomó inmediatamente
la defensa de su amo, y tan bruscamente interpeló al
señor Príncipe, que este buen cofrade a pesar de la destreza
y fuerza lógica con que contestaba al interpelante, hubiera
sido derrotado sin el oportuno auxilio de todos nosotros.
Nuestras palabras lograron no sin alguna dificultad aplacar
la cólera del derribado, y le obligaron a participar de nuestro
vino y de nuestras diversiones. El terrible perro que tan
antipático se manifestó al señor Príncipe viéndole armado de
un palo, acabó por acariciarle apenas le vio en la mano un
zoquete de pan. ¡Vil egoísta! ¡Rastrero adulador!
El espectáculo terminó con una escena colectiva, con una
escena que venía a ser el resumen de todas las demás. Vista
la infructuosidad de nuestros esfuerzos aislados, convenimos
en dar una batalla decisiva, en vendarnos todos los ojos y
acometer a la vez a aquel Aquíles de las ollas, a aquel invulnerable
puchero. Apenas me vi armado de un garrote, seguro
de que lo mismo que yo tenían todos los demás los
ojos vendados, me quité la venda para asegurarme el premio
sin riesgo de que fuese conocida mi mala fe, pero ¡cuál fué
mi sorpresa al ver que cada uno en particular había concebido
la misma idea! Parodiamos perfectamente el famoso
epigrama de las tajadas del amigo Villergas:
Varias personas cenaban
con afán desordenado,
y a una tajada miraban
que habiendo sola quedado
por cortedad respetaban.
Uno la luz apagó
para atraparla con modos;
su mano al plato llevó,
y halló las manos de todos,
pero la tajada no.
Pero no sé si achacarlo al rubor que causa una mala acción, o si a las muchas docenas de botellas que se
habían
vaciado, fue tal nuestra falta de tino, que a pesar de hallarse
desvanecidas todas las cataratas, la olla, como si fuese un
misterioso talismán o como si poseyese un amuleto que realmente
la hiciera invulnerable, salió ilesa de los terribles golpes
que contra ella descargamos todos a la vez. En seguida
desapareció como por encanto, pero alguno sabe el paradero
de los maravedises que contenía. Buen provecho le hagan.
Así como hemos dado las gracias a la hora por la puntualidad
con que llegó, debemos diasela a todo el dia, pues
realmente fue un regalo que hizo la primavera al invierno.
El sol desapareció de nuestro horizonte, porque era la hora
en que siguiendo su curso natural le tocaba desaparecer, y
no, como diría algún clásico moralista, para no ser testigo
de los excesos de la orgía que se preparaba. Sus moribundos
rayos querían al parecer reanimarse con un cordial, y
rielaron en una fuente de ponche que para dar fin a la función
se había dispuesto sin más objeto que el de mitigar los
efectos del vino y otros licores.
Las cariñosas pléyades nos anunciaron desde el cielo la
hora de regreso a esta corte. Perdimos en la expedición todo
el convoy. Nosotros nos salvamos por milagro, pero los dos
gallegos que escoltaron nuestros víveres quedaron prisioneros
del vino. A uno de ellos le dejamos revolcándose en la margen
de un camino, y al otro le vimos dirigirse a escape hacia
Toledo. Le preguntamos que a dónde iba, y nos dijo que a
Madrid. Esta respuesta nos llenó de incertidumbre, pues no
estábamos tan seguros de nosotros mismos, que no pudiésemo creer que
éramos nosotros los que andábamos desacertados.
Sin embargo, seguimos nuestro camino y dejamos al gallego
que siguiese el suyo, porque al cabo un borracho no había
de saber más que diez. El pobre hombre dio una prueba
positiva del valor que comunica el vino a los genios emprendedores.
El rumbo que seguía para venir a Madrid nos manifestó
que había concebido una idea más sublime que la de
Colón. Con ansia esperamos volverle a ver, pero es seguro
que tardaremos todavía algún tiempo, porque aunque el vino
le dé alas, tendrá necesidad de algunos meses para dar la
vuelta a este picaro mundo.
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