Antonio Ribot y Fontseré

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El cedro

La madre del trovador

Un día en el Parador del Sol

 

El cedro

(plantado en el antiguo convento de Jerusalén, convertido ahora en cuartel de la Milicia Nacional.)

En ti dos épocas miro,
en ti miro dos ciudades,
miro en ti la eternidad;
en ti, al describir su giro,
se pararon las edades…
Puso un sello cada edad:
y entre todas hay un sello
que formará tu blasón;
árbol, reténlo que es bello:
«O Muerte o Constitución»

 

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La madre del trovador

Y el infeliz Trovador
en esta tierra de yelo,
no ha de hallar otro consuelo
que sarcasmo á su dolor.

MATA.

¡Una madre...! una mujer
que del punto en que nací
sobre mi frente sentí
su tierna mano correr;
«Crece, joya de mi amor,
«tú seras feliz», decía...
¡Mi madre no conocía
la suerte de un Trovador!
Cuidadosa, esperanzada,
veía rodar los años
de mi existencia rozada
sobre este mundo de engaños.
Y cuando en mi pobre lecho
más tranquilo descansaba,
su blanda mano aplicaba
a la izquierda de mi pecho.
«¿Qué sueño...? ¡sueño infantil!
«No en oro sueña ni en plata;
«no que sueña en su fusil,
«su espada de hoja de lata.»
Ya en esto mi madre vio
preludios de un desvarío;
«Toma una lira hijo mío,
me dijo, una espada no.»
«No te vea en el combate
«dar crédito a tu valor;
«si tu pecho joven late,
«sea el latido de amor.»
«Siempre cándido, inocente,
«no a la humanidad infiel,
«ensangrentado laurel
«ensoberbezca tu frente.»
Crecí... y oyeron las bellas
las caricias y querellas
que prodigaba el arpa del amor:
y a  mi madre envanecía
mi dulce voz, y decía:
«¡Que dicha! es hijo mío el trovador.»
Trovador y sin fortuna.
Tan pobre como la cuna
donde ha nacido el hijo de María;
madre, no quiero cantar,
porque nunca podré hallar
en el mundo una sola simpatía.
«Canta, replicó mi Madre,
«de mis entrañas pedazo;
«canta junto a mi regazo...,
«te escucha mi corazón:
«canta, que tu voz me llena
«de un inefable recreo.
«No es mas grato para el reo
«sobre el cadalso el perdón.

¡Ay! y canté, y el eco mas sentido
que ha brotado jamás de mi laúd,
no lo escuchó mi madre, no, tendido
vi junto a mí su lúgubre ataúd.

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                                                     Un día en el Parador del Sol.
                                                                                               (ENSAYO GASTRONÓMICO.)
      Desde las memorables bodas de Canaan, celebradas con aquella famosa cena en que el Redentor del género humano convirtió el agua en vino para complacer a su Santísima Madre, ningún día como el de San Julián, 9 de enero, se presenta tan en relieve en los fastos de la historia gastronómica. Tiempo hacía que algunos cofrades de la comunidad de La Risa hombres de acción y positivistas por excelencia, deseaban reducir a práctica las beneficiosas teorías de Don Abundio Estofado; y este habilísimo cocinero deseaba también por su parte sujetar a un rigoroso examen a sus amados discípulos, para convencerse de sus buenas o malas disposiciones, y escoger entre todos a los que más han de acreditarle en el certamen público que se está preparando. Al efecto, el venerable director de la Sociedad literaría Don Wenceslao Ayguals de Izco señaló día, hora y punto en que debían reunirse los candidatos, y después de una discusión ligera como la de las actas en un Congreso, se resolvió por unanimidad celebrar la sesión en el Parador del Sol, dia 9, a las nuevede la mañana. Esta resolución se tomó el dia 8, a hora bastante avanzada, y no es necesario decir más para hacerse cargo de la actividad que la premura del tiempo requería.
Improvisóse un programa, y se trató de llevarlo a efecto desde luego, siquiera para que no se pareciese a los programas ministeriales.
     Los grandes actos, las grandes fiestas, las grandes revoluciones, en una palabra, todo lo que en este mundo es verdaderamente grande, se insinúa con síntomas precursores, que son muy grandes también. El interés que debe tener una legislatura se deduce de antemano del empeño con que los ciudadanos se disputan la victoria en el campo electoral. El estrépito de los cañones señala la víspera de una gran batalla. Las colgaduras, los arcos triunfales, las fuentes de leche y de vino revelan con anticipación el día de una jura. La agitación do las masas, la sonrisa de los cesantes y la conducta ambigua de los empleados, que se ponen al pairo
mirando de donde viene el viento para hacer con acierto sus viradas, manifiestan que la atmósfera está cargada, que se acerca un temporal político, que son de temer grandes mudanzas. Así también los grandes sucesos gastronómicos se dan a conocer el día de su víspera con síntomas inequívocos. Plaza Mayor, plaza de la Cebada, plaza de Santo Domingo,si ojos tuvieseis para hablar, este pobre cronista os preguntaría qué es lo que visteis el día 8 á las once y a las doce de la mañana, a la una y a las dos de la tarde, y me relevaríais, respondiendo del terrible castigo que por no haber sabido dirigir un arroz a la valenciana me ha impuesto Don
Abundio, obligándome a describir detalladamente los accidentes de la grande jornada, precursora de otra más grande todavía.
      Era en efecto una perspectiva sorprendente y hasta cierta punto sublime y majestuosa la que ofrecían los hermanos risueños, recorriendo con lentitud y ordenadamente todos los mercados de la corte, despachos de vino y tiendas de comestibles, deteniéndose a cada paso ya delante de una lechuga, ya delante de un magnífico salchichón o de un reverendísimo pavo. El objeto de esta oscursion fue bien pronto conocido de los penetrantes vendedores y revendedores de ambos sexos; pues no hubo verdulera ni tendero que no se pusiese delante de la comitiva como una inaccesible barricada, impidiéndola seguir su curso vago e indeterminado, hasta haber cambiado en dinero algunos de sus géneros peninsulares o ultramarinos. Don Abundio, aunque guardó una neutralidad absoluta, marchaba a la cabeza de sus discípulos, y una sonrisa de desprecio que se desprendía traidoramente de sus labios, revelaba a menudo que se había equivocado en el concepto que se había formado do algunos de sus alumnos. El señor Manini, jefe de otro de los primeros establecimientos tipográficos de la corte, era el comprador, y se sujetó estrictamente a las bases del programa que tenía en sus manos el señor Ayguals (Don Sergio), a quien se le nombró intendente en comisión, sin que hasta ahora nadie haya tenido motivos de arrepentirse del nombramiento.
      Hechas las provisiones, y después de haber ensayado la fuerza de sus mandíbulas y de su estómago en un salchichón, pan y queso, y en una botella de vino seco de Jerez, los candidatos precedidos de su maestro, y seguidos de una mujer con un pavo y un asturiano con una canasta, se dirigieron a casa del señor Manini, donde por ser el punto mas céntrico se estableció el cuartel general. De allí debía partir la espedición a las nueve del día siguiente. El pavo tenía más años de los que la ley exige para ser senador; y es seguro que como hubiese llegado a serlo, hubiera ocupado en las juntas preparatorias la silla de la presidencia. Era un pavo patriarca, el Adán de los pavos. Algunas investigaciones cronológicas nos hubieran manifestado tal vez que era el mismo que Noé encerró en el arca para perpetuar la raza. Los años habían encallecido hasta sus músculos, y osificado  todos sus tendones. Necesario hubiera sido para enternecerle, exponer su cadáver al contacto del aire cinco o seis dias antes de mandarle al horno, y de este modo los primeros períodos de descomposición hubieran relajado sus fibras tupidas y apretadas por la edad. Pero la escasez del tiempo no permitía emplear este método bien conocido de todos los iniciados en el arte, y puso en un conflicto a los noveles cocineros.
      Alentados, sin embargo, con el refrán que dice : en tiempo de hambre no hay pan duro, y por otra parte persuadidos de que por duro que fuese el pavo, no lo sería tanto como el esmalte de las dentaduras que debían mascarle, resolvieron sujetarle a disección al día siguiente, aunque en este examen de anatomía práctica se expusiesen a mellar la misma espada de Roldán, que diz hendía los gigantes y los peñascos como si fuesen do mazapán o de chocolate. Esta atrevida resolución amostazó a Don Abundio, quicu en un tono de lástima que revelaba la que tenía a sus discípulos, les dijo: «¡Jóvenes inespertos! ¡Miserables novicios! Bien se conoce que las tenazas y el asador no han encallecido vuestras manos, y que vuestras cabezas no han encanecido como la mía alrededor de los hornillos y debajo de las chimeneas. Bien so conoce que no habéis todavía ceñido el noble delantal de cocinero,
que vuestros ojos no se han acostumbrado aun al humo de la leña, ni al tufo del carbón vuestras potencias.¡Oh terque quaterque beati!, pudiera deciros yo si supiese latín. ¿Con que no conocéis otro medio que una putrefacción incipiente para reblandecer el pavo? ¡Bárbaros! Dadle aguardiente y mañana se os derretirá en el paladar como manteca.» Habló Don Abundio, todos sus discípulos quedaron confusos, y el señor Manini a más de confuso quedó horrorizado. «¡Aguardiente!, dijo, ¡qué lástima de aguardiente!» Sin embargo, él mismo se encargó de dárselo; pero mientras se lo daba parecía envidiar la suerte del infeliz, a pesar de que estaba condenado a la última pena por el inexorable tribunal del ambigú, y veía brillar junto a su garganta la terrible cuchilla de la ley gastronómica.
      El señor Manini es catalán, hijo de Reus, y es sabido que los estómagos catalanes son en general a prueba de bomba como el corazón de los jamancios. Algunos anatómicos aseguran que los fieros habitantes del Principado tienen molleja como los avestruces. No sé si esto es verdad, pero los fisiólogos todos confirman el aserto. Lo cierto es que los catalanes digieren hasta la arcilla y el cobre. En el campo de Tarragona, sobre todo, se destetan los chiquillos con vino, se neutraliza la bilis con vino, y hasta con vino se curan las inflamaciones. Los hombres de buen criterio y de sana razón apagan su sed con el añejo del Priorato; y durante la canícula, cuando más aplomados y perpendiculares caen los rayos del sol, toman por único refresco dos cuartillos de
aguardiente de 25 grados. Son muchos los que en lugar de bizcochos mojan en el chocolate guidillas, y cuyos postres habituales son dientes de ajo, que los comen a pasto como si fuesen almendras. Por bien indicadas que parezcan las aplicaciones de mostaza , no se ordenan jamás en aquel país a enfermos que estén en dieta, porque es seguro que se comerían los sinapismos. Cuando una comitiva de reusenses entra de noche en una fonda, el dueño se da por dichoso sí no se le zampan más que las velas. Con frecuencia ve desaparecer y abismarse en aquellos estómagos heroicos los candeleros, los platos, las fuentes y algunas veces hasta los cuchillos y tenedores. Uno hubo que se engulló la mesa y no murió de indigestión. Sabido esto, nadie tomará por exageración cuanto se diga del paladar y del estómago de un hijo de Reus.
      La filantrópica esposa del señor Manini se ofreció a rellenar, mechar y poner el pavo en disposición de llevarlo al horno. Todos aceptamos con singular placer tan generoso ofrecimiento, y solo Don Abundio refunfuñó un instante, diciendo que las preparaciones que tomaba a su cargo la señora de Manini eran propias de sus discípulos, cuya idoneidad trataba do probar. Pero algunos síntomas de alarma que notó entre sus subordinados le hicieron desistir de sus justas pretensiones; lo que no dejó de menoscabar algún tanto la fuerza moral del maestro y la disciplina do los discípulos.
      Luego se discutió una proposición gravísima y de trascendentales consecuencias. Tratábase nada menos que de optar entre dos hombres y un burro para llevar la comida con sus accesorios al Parador del Sol. Quien dijo que dos hombres valían más que un burro, quien que un burro era preferible a dos hombres: ingeniosos argumentos se presentaron en pro y en contra de los dos extremos que abraza la proposición; pero al cabo los defensores de la humanidad salieron victoriosos. El burro quedó postergado....¡Cosa sorprendente en España, donde rara vez quedan postergados los burros!
      Disolvióse la reunión, y al día siguiente a las ocho de la mañana nos hallábamos ya algunos en casa del señor Manini,
aguardando las nueve, que llegaron una hora antes que los señores Ayguals y Flores. Damos un voto de gracias a la hora por la puntualidad con que llegó. Sin embargo, los morosos afectaron no considerar a la hora digna de nuestro reconocimieuto, pues a los cargos que por su demora les hicimos, contestaron que no era culpa suya si las nueve, poco condescendientes, no se habían tomado la molestia de aguardarse hasta las diez.
      Reunida la comitiva se rompió la marcha con marcialidad en medio de un inmenso gentío que embarazó nuestro paso hasta llegar al Portillo de Embajadores. El entusiasmo se veia pintado en todos los semblantes. Salimos de la coronada villa seguidos del rico convoy, que parecía cosido a nuestras espaldas. Marchamos a paso de camino, atravesamos el canal y luego un magnífico puente de madera, digno y muy digno del caudaloso Manzanares. Antes de llegar al Parador del Sol nos salió al encuentro una música, que siguió obsequiándonos hasta mucho después de haber llegado. Un alano sochantre, un podenco tenor y una infinidad de cantores de menor categoría nos aullaron una aria coreada tan nueva y tan armoniosa, que hasta entonces no conocimos lo mucho que debemos al Criador por habernos dotado de un aparato acústico. Algunos acompañaban sus cánticos de una música
tan expresiva, se deshacían de tal modo en complacernos, que más de una vez les suplicamos que fuesen con la música a otra parte, pues llegaban a avergonzarnos aquellos cordiales agasajos, a que nosotros no nos considerábamos acreedores.
      Los señores Ribot y otro, ambos catalanes, hicieron prodigios de cocina. La prontitud con que desempeñaron la importante
misión que les confió Don Abundio les valió un abrazo de este, y acabó de acreditar los títulos que de activa e industriosa ha sabido adquirirse Cataluña. Otro tanto debemos decir del señor Manini. Encargado del ali - oli (ajo arriero), lo hizo con tanta maestría que llegó a engendrar celos en el corazón del mismo nunquam bene laudatus Estofado. Desde ahora le auguramos que en el certamen público obtendrá el primer premio.
      A la una en punto nos sentamos a la mesa. Abriose la sesión con una cazuela de arroz a la valenciana hecho por mis manos pecadoras, que descollaba majestuosa entre un brillante estado mayor compuesto de variadas y magníficas ensaladas,  excelentes anchoas, bravas guindillas y robustasa ceitunas sevillanas. Laus in honore proprio vilescit. Este principio no me permite hacer del arroz los elogios a que le considero acreedor. A mí me pareció excelente, sin embargo (¡lo que puede la envidia!) todos mis condiscípulos dijeron que era detestable. Afortunadamente sus propios hechos desmintieron sus palabras, pues al mismo tiempo que decían que era extremadamente malo, lo engullían con tanta ansia como si fuera soberanamente bueno. Y a los hechos me atengo: obras son amores y no buenas razones.
      Bretones fritos sucedieron al arroz. (Movimiento general. El señor Bretón de los Herreros pide la palabra para contestar a una alusión vegetal) Vinieron acompañados del ali-oli, con quien contrajeron, en el plato de cada cual, una amistad más y más íntima. El ali-oli es a las coles lo que a la Constitución las leyes orgánicas. Merecieron la aprobación de todos; solo yo para vengarme de la manera impropia con que había sido calumniado mi benemérito arroz, me permití contra los bretones algunos denuestos que fenecieron ahogados en la rechifla de la comunidad manducante.
     Entró en seguida el pavo con gallardo y marcial continente. El olor que despedía embelesó todos los olfatos. Hubo un movimiento silencioso parecido al que se nota en el Congreso cuando se levanta para hablar Don Joaquín María López y al que se observa en el teatro cuando aparece la encantadora Matilde. Es indecible la prontitud con que aquel tremendo cadáver fue descuartizado y engullido. La asamblea resolvió por unanimidad dar un voto de gracias a la señora de Manini, y Don Abundio además la nombró socia honoraria del ambigú, a cuyo efecto se extendió el correspondiente diploma. Después de aquel pavo exquisito, de aquella obra maestra del arte, nada podía llamarnos la atención. Comimos, es verdad, chuletas y queso y salchichón y qué sé yo cuantas otras cosas; pero las comimos automáticamente, sin entusiasmo, y como quien dice para no hacer un papel ridículo.
      Lo que nos admiró fue que el señor Manini, positivista por excelencia, malgastase el tiempo atracándose de almendras.
Vivamente interpelado por esta acción, indigna al parecer de tan acreditado gastrónomo, dijo que las almendras son excelentes agujas para enhebrar vino. En efecto, cada almendra apenas había llegado al estómago recibía una visita de una botella del de Toro.
      En los brindis, si no se improvisaron muy buenos versos, se apuraron al menos muy buenas botellas.
      Empezó el célebre y nunca bien ponderado Don Abundio Estofado en los términos siguientes.


Es una cosa precisa
el vino, voto ,a Luzbell,
de manera que sin él
no se puede decir misa.
i Viva La Risa !
Llenad la copa,
que nos contempla atónita la Europa:
y a mi ejemplo
coged todos un lobo como un templo:
y manchada de vino la camisa,
repetid sin cesar; ¡Viva La Risa!


      El señor Bonilla dijo:


Yo, Abundio, soy valenciano,
y como bebedor lino.
gran partidario del vino
en invierno y en verano.
Yo gasto en invierno en vano
vino puro en vez de estufas;
y en verano es, si me atufas
y en provocarme te empeñas,
e! sabroso Valdepeñas
mi única orchata de chufas
.


       El señor Ayguals de Izco (Don Sergio)


¡Oh! mí estar Strafor- Canning!...
¡Mí estar borracha !...
Mi querer más copitas
de la garrafa.
Y al estribillo
¡Oh mí estar Strafor- Canning!... 
Mi querer vino.
 

 

      El señor Ribot:


Se queja este mundo indino
de que salado es el mar,

y a  mí me importa un comino:
lo que sí es de lamentar
que el mar no sea de vino.


      El señor Manini:


Brindo al bravo que cual yo
atacado de hidrofobia
el vino tiene por novia,
y el agua nunca probó.
Dios Omnipotente dio
a cada cosa un destino.
Gástese, pues, si el divino
pensamiento ha de acatarse,
el agua para afeitarse
y para beber el vino.


     
El señor Príncipe:


¿Qué queréis que os diga o cante
con esta copa en la mano,
cuando soy un ciudadano
expuesto a quedar cesante?
Mas si ceso en adelante
como empleado en lucir,
en memoria del Visir
que me quiere remover,
no he de cesar de beber,
ni he de cesar de reír.


      El señor Villergas:


Mientras un poder caribe
me busca el bulto, señores,
apropincuadme a un aljibe
de confortables licores,
que el que más bebe más vive.


      El señor Ayguals de Izco (Don Wenceslao):


Tras tres tragos y otros tres,
y otros tres tras los tres tragos,
tragos trago, y tras estragos

 trepo intrépido al través.
Travesuras de entremés,
trápalas tramo, y tragón
treinta y tres tragos de ron
tras trozos de trucha extremo.
¡Tristes trastos; trueno el trueno!
¡Tren ... trin... tran... trun... torrotrón! !
!


      Se dio un voto de gracias al docto Don Abundio Estofado, y levantóse cada uno como pudo de la mesa para dar principio a los juegos gimnásticos.
      El Parador del Sol tiene una especie de colgadizo bastante espacioso contiguo a la carretera. Allí los hermanos risueños, hechos cada uno un tonel de vino, fueron a solazarse de mil maneras, absorbiendo con sus ingeniosos juegos la atención de todos los transeúntes. Muchas y muy variadas fueron sus travesuras; pero ninguna hizo desternillar tanto de risa a actores y espectadores como la de la olla. Púsose en una orilla de la carretera un puchero en que metió cada uno de los hermanos la exorbitante cantidad de diez y seis maravedises. La suma de todas estas cantidades era el premio del afortunado que con los ojos vendados y un garrote en la mano rompiese la olla. Al efecto a veinte y cuatro pasos de esta se colocaba el actor, allí se le vendaban los ojos, daba tres vueltas, y rompia la marcha. En las vueltas se perdía el tino de tal manera, que en lugar de dirigirse hacia la olla, no faltó quien marchase a lo largo de la carretera hacia Toledo, quien hacia Madrid, y hasta uno hubo que marchó dando completamente la espalda al objeto que creía arremeter. La avidez, el furor con que el pobre ciego descargaba el garrote, arrancaba una carcajada a coro de todos los espectadores. Algunos accidentes sobrevinieron, que condimentaron no poco la diversión. Yo tuve la desgracia de pisar una cosa que no puede mentarse, y que me mantuvo encolado en mi puesto más de un minuto. Cuando pude levantar el pie, noté que el peso de la bota se había centuplicado. El señor Manini se metió en un charco, del cual salió después de haber caído de bruces en el mismo. El olor que despedía al salir, probaba evidentemente que el líquido que chorreaba de su vestido estaba compuesto de algo más que de oxígeno y de hidrógeno. Un químico que había entre nosotros lo analizó con solo el olfato, y encontró en él muriato y fosfato de sosa y de amoníaco, amén de algunos otros principios que constituyen cierta excrecion animal. A estos accidentes cómicos sucedió uno que tuvo algo de trágico. El señor Príncipe, luego que tuvo los ojos vendados, rompió precipitadamente su marcha, cuidándose poco de los riesgos a que se exponía. Apenas hubo dado el número de pasos que creyó le separaban del blanco, dejó caer el garrote resollando como un leñador, y quiso su mala fortuna que entre el garrote y el suelo hubiese una cabalgadura. Desbocóse el caballo, que era asaz espantadiz; dio dos saltos de cabra, y el jinete se apeó por las orejas. Todo esto sucedió en mucho menos tiempo del que se necesita para contarlo. Un perro, que era sin duda del mal parado caballero, tomó inmediatamente la defensa de su amo, y tan bruscamente interpeló al señor Príncipe, que este buen cofrade a pesar de la destreza y fuerza lógica con que contestaba al interpelante, hubiera sido derrotado sin el oportuno auxilio de todos nosotros.
Nuestras palabras lograron no sin alguna dificultad aplacar la cólera del derribado, y le obligaron a participar de nuestro vino y de nuestras diversiones. El terrible perro que tan antipático se manifestó al señor Príncipe viéndole armado de un palo, acabó por acariciarle apenas le vio en la mano un zoquete de pan. ¡Vil egoísta! ¡Rastrero adulador!
      El espectáculo terminó con una escena colectiva, con una escena que venía a ser el resumen de todas las demás. Vista la infructuosidad de nuestros esfuerzos aislados, convenimos en dar una batalla decisiva, en vendarnos todos los ojos y acometer a la vez a aquel Aquíles de las ollas, a aquel invulnerable puchero. Apenas me vi armado de un garrote, seguro de que lo mismo que yo tenían todos los demás los ojos vendados, me quité la venda para asegurarme el premio sin riesgo de que fuese conocida mi mala fe, pero ¡cuál fué mi sorpresa al ver que cada uno en particular había concebido la misma idea! Parodiamos perfectamente el famoso epigrama de las tajadas del amigo Villergas:

 

Varias personas cenaban
con afán desordenado,
y a una tajada miraban
que habiendo sola quedado
por cortedad respetaban.
Uno la luz apagó
para atraparla con modos;
su mano al plato llevó,
y halló las manos de todos,
pero la tajada no.


      Pero no sé si achacarlo al rubor que causa una mala acción, o si a las muchas docenas de botellas que se habían vaciado, fue tal nuestra falta de tino, que a pesar de hallarse desvanecidas todas las cataratas, la olla, como si fuese un misterioso talismán o como si poseyese un amuleto que realmente la hiciera invulnerable, salió ilesa de los terribles golpes que contra ella descargamos todos a la vez. En seguida desapareció como por encanto, pero alguno sabe el paradero de los maravedises que contenía. Buen provecho le hagan.
      Así como hemos dado las gracias a la hora por la puntualidad con que llegó, debemos diasela a todo el dia, pues realmente fue un regalo que hizo la primavera al invierno. El sol desapareció de nuestro horizonte, porque era la hora en que siguiendo su curso natural le tocaba desaparecer, y no, como diría algún clásico moralista, para no ser testigo de los excesos de la orgía que se preparaba. Sus moribundos rayos querían al parecer reanimarse con un cordial, y rielaron en una fuente de ponche que para dar fin a la función se había dispuesto sin más objeto que el de mitigar los efectos del vino y otros licores.
      Las cariñosas pléyades nos anunciaron desde el cielo la hora de regreso a esta corte. Perdimos en la expedición todo el convoy. Nosotros nos salvamos por milagro, pero los dos gallegos que escoltaron nuestros víveres quedaron prisioneros del vino. A uno de ellos le dejamos revolcándose en la margen de un camino, y al otro le vimos dirigirse a escape hacia Toledo. Le preguntamos que a dónde iba, y nos dijo que a Madrid. Esta respuesta nos llenó de incertidumbre, pues no estábamos tan seguros de nosotros mismos, que no pudiésemo creer que éramos nosotros los que andábamos desacertados. Sin embargo, seguimos nuestro camino y dejamos al gallego que siguiese el suyo, porque al cabo un borracho no había de saber más que diez. El pobre hombre dio una prueba positiva del valor que comunica el vino a los genios emprendedores. El rumbo que seguía para venir a Madrid nos manifestó que había concebido una idea más sublime que la de Colón. Con ansia esperamos volverle a ver, pero es seguro que tardaremos todavía algún tiempo, porque aunque el vino le dé alas, tendrá necesidad de algunos meses para dar la
vuelta a este picaro mundo.

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