Anxel Fole

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Rojo

Diana

A feira de Rubian

Lobos

O miragre de Ribadeo

Rojo

Roja, roja, roja, roja
va la falange de obreros ...

sus rosas de rebeldía 

–rojas flámulas al viento– ,

mojadas por la marea

azul del azul del cielo,

sangran en plazas y calles

como el corazón del pueblo.

Rojos gritos de protesta

van lanzando los obreros. 

Venablos de su iracundia

hinchan el aire de estruendo,

No son falanges airosas

con militares atuendos

_finos corceles piafantes,

tensa la curva del suelo

estrépito de metales

y rítmicos pataleos–.

Son falanges de Espartacos,

son los espartacos nuevos 

que, a golpes de hoz y martillo,

forjan el futuro pueblo.

–Explosiones de coraje

con alaridos de acero–;

cantan, cantan cantan, cantan

van cantando los obreros

–oda triunfal de martillos

sobre los yunques batiendo– ,

mientras las rojas banderas

abren su cálido vuelo...

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Diana

¡Rojas banderas en marcha

 el aire claro fustigan!

Quiebran su serenidad

raudos venablos de ira

 ¡Ya no hay llotas  ni parias,

ni bajas frentes sumisas! ...

 Hinche el hondo cielo abierto

un clamor de rebeldía.

Un bronco trueno de pólvoras

sulfúreas luces destila

–en la carne del silencio

 desgarradora mandíbula –.

Rebota, dura y briosa,

la canción vindicativa,

 diana del proletario,

que sus ímpetus hostiga:

la hoz segará cabezas

como granadas espigas;

el martillo batirá,

sobre el yunque, la mentira;

 la estrella de cinco puntas

serenamente escintila.

¡Rojas banderas en marcha

el aire claro fustigan! ...

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F

                                            A feira de Rubián

 

ue  en la feria de Rubián. Por entonces me dedicaba a comprar y vender ganado.
Ganaba hasta veinte duros por semana tratando con bueyes...Era por Enero. Ya pasaran Reyes.
Yo y otros tratantes habíamos comido en casa de Tumbarón. Buen yantar, y que Dios no nos lo dé peor. Chorizos con cachelos y vino del Lor. Éramos cuatro: Chinchas, Pelandrusco, o Fogueteiro y yo. Como que come, bebe que bebe, juega que juega. El Pelandrusco nos llegó a desplumar a uno tras otro.
     Me olvidé de decirles que jugábamos en un cuarto del piso. Ya habíamos vendido todo el ganado que trajéramos. Cerramos la puerta trás de nosotros; y ya comprenderán por qué. Donde hay cuartos hay que tener mucho cuidado...Venga un trago...Allí había un hombre...
      No sé que cosa de raro le encontré a su vestido. Desde luego, no era ya de nuestro tiempo. Llevaba una chaqueta de pana negra ribeteada de alpaca...Aún traía una así la mujer de don Angel, el farmacéutico de Bóveda. Y una camisa almidonada...Déjenme recordar. Un chaleco color tabaco. Y antiparras. Era un hombre que tendría sesenta años, poco más o menos. Y parecía hombre de carrera. Como todos nosotros, estaba con las cartas en la mano. No hablaba. Me daba miedo... Y mucho más me dió.
      Iba un tute, pero ahora no sé quien ganaba. El Chinchas acababa de cantar las cuarenta, gritando muy fuerte; o Fogueteiro golpeaba la mesa con el puño; yo ....yo levantaba la cabeza para mirar aquel hombre...¡Ya no estaba allí! Miré para todos los lados. Nada. Ni que lo llevara el demonio. De verdad que no me sentía bien. Le pedí a mis compañeros que dejasen de jugar.
      _¿No visteis un hombre ya viejo, de chaqueta negra, que estaba jugando frente a mí de cara a la puerta? ¿Con quién de vosotros vino? Hace un instante que desapareció, y yo no sentí abrir la puerta. ¿Quien lo vió marchar?
      Nadie lo viera, o nadie reparó en él. Se pusieron a contar los cuartos. Después de muchas cuentas parecía que no faltaban ni dos reales.
      Me levanté. La ventana y la puerta estaban cerradas. No entendía aquello. Pero cuando di la vuelta para volver a sentarme, miré para un gran retrato de marco dorado que estaba en la pared, a la izquierda de la ventana. ¡Era igualito!
      Al fijarme en él sentí un escalofrío en el espinazo, como cuando supiera, hacía muchos años, que me tocaba hacer el servicio en tierra de moros. Todos callaban. Oí la voz de Pelandrusco:                                                                                                                                    _Olvida eso. Debieron embrujarte cuando saliste de casa. Así Dios me salve.
      Yo no estaba para risas. ¿Aquél hombre era el del cuadro! Salí fuera, y fui en busca del Tumbarón a la taberna, que estaba en el bajo. Muchos feriantes había en ella. El tabernero y sus hijas despachaban cafés, copas, vasos, pantrigo, queso...
      Yo debía estar muy pálido, porque Tumbarón me preguntó:
      _¿Qué te pasa? ¿Te va mal? ¿Quieres una copita de aguardiente de hierbas? Es muy buena para los males repentinos.
      Aún no les dije como era Tumbarón. Hombre muy corpulento, fuerte como un peñasco. Cuando algún borracho esbardallaba mucho y se empeñaba en no salir de la taberna, él no andaba con requisitorias ni tonterías. Cogía un mazo de madera de acacia, que tenía para embocar las espitas en las cubas, y le asentaba dos golpes bien dados en el cogote. Con sus setenta años aún cargaba con dos fanegas de pan a la espalda. Pero esto no hacía al caso.
      Fuimos los dos a una mesa apartada que estaba vacía. Mandó traer unos cafés y unas copas.
      Le conté lo que me pasara. Tumbarón escuchaba sin perder palabra. Cada poco encendía un cigarro.
      _No creas_le decía yo_que enloquecí. Lo ví con mis propios ojos, como te estoy viendo a ti. El hombre del cuadro y el hombre que jugaba con nosotros, eran la misma persona. Tampoco se puede decir que fue el vino, pues apenas comenzaba a beber. Todo era igualito: las mejillas hundidas, los ojos fatigados. Y no era un fantasma, porque le sentí el aliento. Nadie lo vio salir, ni yo tampoco. Mejor dicho, fui el único que lo vi allí...¿Qué te parece?
      Tumbarón tardó en responder. No sé que cosa rara le noté en la mirada.
      _El hombre del cuadro_dijo_murió hace más de veinte años.
      Me estremecí...Siguió hablando:
      _Era don Venancio, que fue médico de este pueblo. Yo lo apreciaba mucho. Me salvó de la muerte en el tiempo de la gripe. Si no fuese por él ya estaría en el nicho, debajo de las piedras. Pero él no pudo salvar a su mujer, ni a sus tres hijas. En menos de un mes las llevó la muerte a las tres . Don Venancio
cambió completamente. Se dio a la bebida y jugaba todo lo que tenía. Me llevaba el demonio al verlo tumbado por los caminos. Murió en la pobreza. Sus herederos, que vinieron a hacerse cargo de lo poco que dejara, tuvieron que vender los muebles para pagar deudas. Todo lo que le quedó no valdría ni dos mil reales. Y eso que fue el mejor médico que hubo aquí. En el mismo cuarto donde están los tratantes ahora, jugaba todo lo que ganaba. Yo compré algún mueble y también su retrato. Lo tuve siempre en el cuarto de matrimonio. Pero hubo que sacarlo de allí y ponerlo donde lo has visto.
      Tumbarón se acercó a mí. Echándome todo el aliento en la oreja, me dijo en voz baja:
      _Mi mujer también lo vio...¿Sabes? ¡Venía del otro mundo!
      Salí en busca de mis compañeros. Les grité desde el pasillo, porque no quería entrar en el cuarto. Aún estaban jugando y vociferando. Les recordé que teníamos que hacer más de cuatro leguas de camino. A fuerza de gritarles conseguí sacarlos de allí. Fuimos a la cuadra a preparar las bestias...
      Era una noche estremecida. Helaba. Pronto salió la luna. Se veía casi como si fuese de día. Las bestias parece que tenían más prisa que nosotros por llegar a casa. Yo iba un poco atrás.
      Un extraño malestar me hacía ir callado...Sentí que una mirada me taladraba la nuca. No sé si dije bien. Ya no pude resistir más. Giré la cabeza. En una vuelta del camino había un hombre vestido de negro. Me señalaba con la mano derecha. Tenía algo en ella. No era un pañuelo; más bien una billetera...Jamás volví a coger las cartas.

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Os lobos

M

oitas veces ouvín dicir que os lobos non atacan ás persoas. E isto non é certo. O secretario de Caldas foi comido por eles cando voltaba da feira de Viana. Algúns dixeron que o mataran por roubalo, e que despois o comeran os lobos; mais a douscentos metros de onde o comeran foi atopado un lobo morto coa gorxa furada por unha bala.
      Aqueles días viran os pastores unha manda de dez cunha loba con tres lobecos. Era tempo de neve, e baixaran da serra da Moá. Ó parecer, despois de esgotados os cartuchos, quixo subirse a unha árbore, mais non puido. Alí estaba ó seu carón, o revólver con seis cartuchos baleiros no lombo. Era un bo revólver americano. Ó sentirse feridos algúns lobos, todos se botaron enriba del. Se tivese un bo foco eléctrico quizais se salvase. Ós lobos se non se lles fere de morte é peor. Eu matei un con dous tiros de postas. Foi morrer tres cantos máis aló de onde o asegundara. Atináralle na testa e no fociño, e ía deixando un regueiro de sangue. Arrincaba cos dentes os canotos das xestas. Quizais non se me arrepuxo porque era de día.
      De noite médralles o corazón e son moi valentes. Non vos riades. Tamén lles pasa iso ós lobicáns. O señor cura de Peites tiña un. De noite ía ó monte e chamaba ós lobos. Viñan con el. Din que abría os tarabelos das cortes coma unha  persoa. Unha noite velo uno o señor cura. Era un gran cazador. Tiña un rifle de dez tiros que lle trouxera un sobriño de California. Meteulle dous tiros seguidos no entrecello ó galgar un pasadoiro. O crego estaba na xanela da reitoral cun foco, e o lobicán volvía do monte, polas tres da mañá, acompañado dos lobos. Abrírono e esfolárono axiña, e viron que tiña o corazón inchado...
      ¿Sabedes cando se atreven os lobos cos homes? Cando teñen moita fame, ou cando se decatan de que lles teñen medo. Por iso case que nunca atacan a tres ou máis xuntos. Cando se atopan un home só pola serra, póñense a traballalo. Teñen moito instinto... Xa veredes como o traballan. De primeiro, acompáñano; despois, póñenselle diante; máis tarde, chéganlle a zorrega las pernas cos rabos... Así, pouquiño a pouquiño. Vén un intre en que o home xa non pode máis. O medo alporízalle os cabelos. Parécelle que lle cravaran arames na testa. Váiselle a voz, perde o sentido. Xa está perdido. Bótanse os lobos enriba del e esnaquízano. Cada vinte anos ou menos, dáse por estas terras un caso deses. Desaparece un home. Crese que o mataron ou que fuxiu para as Américas. Ó cabo de dous ou tres anos ninguén fala del. Un cazador atopa nunha xesteira unha caveira. ¿De que sería? Así lle aconteceu ó Pastrán de Vesuña hai moitos anos. Mais se o home non perde a coraxe non se atreven con el.
      Todos coñecedes coma min ó Emilio, o castrador de Rugando. Atendede ben e xa saberedes que é certo todo canto levo dito sobre os lobos. E vostedes tamén, señoritos...
      Non habería rapaz coma el se non fose tan xogantín. Xogaba ata a camisa. Unha vez, na cantina da Cruz, xogou a besta con tódoslos arreos, e perdeuna. Tivo que andar a pé castrando ranchos dende Leixazós a Pacios, ou de Bustelo a Vilañán. Era home moi botado para diante, e o primeiro nas liortas.
      Se non me trabuco, fora pola Santa Lucía cando lle aconteceu o que vos vou contar. Por ise tempo todos sabedes que non traballan os capadores. O bo do home dedicábase á troula. Había pouco que casara cunha moza de casa forte. Xa estaba en tratos cun xateiro da Hermida pra mercar un cabalo.
      Queríano moito en tódolos sitios onde capaba ranchos, e convidábano sempre á mata. Aquel día xantara en Arnado. Xa se sabe como son eses xantares da mata. Empezan ás doce, poño por caso, e rematan ás cinco. O fígado asado con aceite e pemento, os roxóns e o raxo. Viño, nunca falta. Tempo de fartura. Xantara aquel día en cas do Rulo. Enchéranse de néboa os cavorcos. Non se vía un burro a tres pasos, dispensando...
      O Rulo díxolle que pasara a noite na súa casa.
      _Andan os lobos _advertiulle_ moi bastos. Con esta néboa tan mesta pódeste esfragar. Non che pase coma o Bieito da Corga cando ía para Ferramolín, que se derrubou polo canto do Mazo e foi dar ó río. Alí quedou defunto cos cadrís partidos por testalán, pois teimou coma ti por saír de Vilarbacú unha noite coma a de hoxe.
      Mais o capador había pouco que casara, como vos dixen, e non houbo xeito de facelo quedar. Nin tan sequera quixo levar algúns fachucos de palla para o camiño. E alá se foi o Rugando tan só cunha cachaba de freixo e a súa navalla no peto para se defender. Grazas a Deus que coñecía ben o camiño. Xa levo dito que era home valente. El mesmo mo contou en Santa Cubicia de Quiroga, na tasca do Avelino.
      Polas primeiras horas todo foi ben. Non viu amosas de lobos por ningures. Parouse a acender un pito antes de chegar á lindeira da devesa de Bonxa. Mais de alí a un pouquichiño ouviu patuxar nun trollo. Xa sabedes que é un terreo fondal onde se encora a auga. Unha miguiña dispois ouviu un longo ouveo. E outro lle respondeu da outra banda da valgada. Tamén sentiu unhas carreiriñas polos dous lados do camiño. Os lobos seguían chamándose os uns ós outros. Por sorte para el, había moitos seixos no camiño. Encheu tódolos petos de croios. Non me dixo que empezara a ter medo, mais eu coido que si...
      Dous lobos grandísimos fórono acompañando. Ían sempre de par del, ás dúas mans. Case que parecían dous cans que foran co seu amo. Se el se paraba, tamén eles se paraban. Algunhas veces púñanselle diante. Entón, o capador guindáballes un coio. E batíalles. Os lobos apartábanse. No máis fondal dunha congostra tivo que pasar un pontigo. Esgotara as pedras que trouxera nos petos. Xa lle quedaban poucos fósforos. Do outro lado do pontigo viu unhas luces coma de vagalumes. Acendeu un fósforo. Non había pedras no camiño. Tivo que coller bulleiro coas mans e tirarllo ós lobos, ó mesmo tempo que berraba moi forte. Ergueuse un e deixouno pasar. Quizais foran seis. A todos lles relucían os ollos. Un deles botoulle os dentes á cachaba e arrincoulla da man. Íanse metendo nel cada vez máis. Ata lle fustrigaban as pernas cos rabos. Acendeu, un tras outro, os tres fósforos que lle quedaban. Grazas a isto puido coller un coio. Atinoulle a un lobo no peito. Regañaban todos os dentes coma cando se van botar sobre as ovellas. Xa sentía que se lle esmorecían os pulsos, que se ia quedando sen forza. Os lobos seguían a chamarse uns ós outros. Tremía coma un vimbio. Xa non os podía escorrentar nin sequera berrar. Íalle estoupar o corazón. Unhas cantas lancañadas máis e xa estaría na casa. ¿Podería dalas? De súpeto, viu tremelar unhas luces nas tebras; ladraban uns cas ó lonxe. Meteu os dedos na boca e asubiou. Chamábano de lonxe. Estourou un tiro de escopeta.
      _Anda Rabelo, anda Sultán ouviu que dicían.
      Diante del había tres fachucos de palla ardendo. Seus tres cuñados dábanlle fortes apertas.
      _Andabámoste buscando _dixo un. Chegaron o Sultán i o Rabelo brincando ó seu redor e dando ouveos de ledicia.
      Entraron na casa. As mulleres estaban na cociña. Na gran lareira había un bo lume.
      _Traédeme auga –dixo o capador.
      E caeu estalicado no chan.
      Todos se alporizaron. Houbo moitos berros e prantos. Máis de dúas horas estivo sen sentido. Levárono ó leito. A forza de fretas volveulle o acordo.
      _Se non sairades a buscarme tan só se me atoparían os ósos. Xa non podía resistir máis _dixo o bo do home.
      Para que vexades como traballan os lobos á xente.

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 O miragre de Ribadeo

A

 min sempre me gustou dar unha volta pola fermosa cidade de Ribadeo
 O de fermoso, fermosa, vai máis ben pola paisaxe da Ría. Góstame o apouso con que falan os habitantes da vila ou cidade. Parece mesmamente que todo o mundo vive sen preocupacións económicas. Que gorentan unha vida moi folgada e doada.     Será ou non será...
       Mais agora góstame moito máis Ribadeo dende que tiven a sorte de presenciar aquil Gran Miragre.
       A cousa foi fai poucos anos.
       Non teria tal sorte se non fose amigo de Pepiño o Xaropes que foi quen me levou alá. O de "Xaropes" viñalle de botar algúns anos de mancebo de botica na cidade do Eo.
       Era farrista e moi amigo de dar bromas pesadas ós do seu trato, foran quen fosen.
       Era il pernudo, loiro, birollo e cuasemente elbado. Decía que na súa persoa había un imán que chamaba polo ausurdo. Que lle pasaban de cote cousas inespricabres e molestas. Poño por caso...
       Vivía en Lugo nun terceiro piso. Chegou a casa ás dúas da madrugada. Non había lus na escaleira. Ripou do peto a caixa de mistos. Soilo tiñan un misto. E na chama do misto acendeu un papeliño que ripara do peto onde levaba a carteira. Cando chegou ó seu dormitorio veulle o acordo de que o papeliño queimado era... un décimo de loería premiado con vinte mil reás. Xa non puido pegar ollo en toda a noite.
       E cecais por tantas cousas ausurdas que lle pasaban tiña o instinto de se vengare de calquera, sin mais razón que a de súa mala sorte, que é razón do Demo, dispensando.
       E fun candiail a Ribadeo, pra escoitar un recital de poemas do noso común amigo o Lías de Moxenas.
       Era iste un mozo ben prantado, con bigote e tamén barba da color da barbadela das espigas do millo.
       Un día do mes de outono, ás oito da tarde, no salón da Cultural Ribadense.
       O Lías de Moxenas foinos cuase decramando un poema do recital polo camiño:
                                                      "¡ Ouh, labrego que verques suor e bágoas
                                                         sobre os pardos torros da chaira infinda!"
       Dito queda que era un cantor inconformista, protestatario, futureiro.
       Uns intres despois de nos baixare do auto, vimos uns picariños que estaban xogando cunha ra grandísima, o Xaropes arrechegouse a iles e vin que lle daba dous pesos ó maís grandiño pola ra. E meteuna no peto da chaqueta ¿Que?
       E logo vin, ó poñer todos nós o pé na Cultura, que a metía no peto da chaqueta do trovador.
       O señor que presentou ó Moenas dixo que era un inspiradisimo cantor do máis novo xeito. E de seguida afirmou que os dous poetas meirandes da Historia eran Homero e Pablo Neruda.
       O Moxenas emprincipou o seu recital unha miaxiña nervioso. Pareceume que ollaba pró peto dereito da súa chaqueta. O Xaropes fitaba pra il e sorría como deben de sorrir os raposos cando laplan o sangue da pita, inantes de emboulala.

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