De cómo al salir nuestro caballero de Sigüenza encontró con dos estudiantes, y de las graciosas cosas que con ellos pasaron hasta Alcalá

      Luego que hubo amanecido, se fue el mesonero a llamar, como don Quijote le había mandado, un ropavejero; y trajo consigo el más hacendado del lugar, que vino cargado de dos o tres vestidos de mujer, para que quien le mandaba llamar escogiese el que más le contentase. Llegados a casa, hallaron a don Quijote y a Sancho que se acababan de levantar; y dando aviso el mesonero a su huésped de cómo estaba allí quien traía las ropas de mujer que le había mandado buscar, salió a verlas, y, saludándole cortésmente, mandó salir a la reina Zenobia para que escogiese la que fuese más de su gusto. Y, mirándolas todas, a la postre, por mejor y de más gala, que es la que don Quijote tenía más puesta la mira, escogieron una saya, jubón y ropa colorada, con gorbiones amarillos y verdes, y vivos de raso azul; y, dándole al dueño por todo doce ducados, se lo mandó vestir allí en su propria presencia a la señora Bárbara, a la cual, como viese Sancho vestida toda de rojo, dijo, lleno de risa:

     _Por vida de mi amantísima mujer Mari Gutiérrez, que es sola mi consorte, por no permitir otra cosa nuestra madre la Iglesia, señora reina Zenobia, que cuando la miro con tan bellaca cara, y en ella con ese rasguño maligual, vestida por otra parte toda de colorado, me parece que veo pintiparada una yegua vieja cuando la acaban de desollar para hacer de su duro pellejo harneros y cribas.

     Fuese el ropavejero contento de la venta; y, quedándolo el huésped también de la que hizo a don Quijote de una mula razonable que tenía de alquiler, en veinte y seis ducados, en que determinó llevar con el mayor toldo que le fuese posible a la reina Zenobia hasta la Corte, donde pensaba hacer maravillas defendiendo su rara belleza y hermosura en público palenque.

     Almorzaron esa mañana todos con mucho contento, hechas las dichas compras; y, habiéndose armado, don Quijote se salió de la posada, dejándola pagada, diciendo a Sancho Panza que se viniese poco a poco con la reina, cuidando sólo de su regalo y comida; que él los iría aguardando sin adelantarse demasiado. Albardó Sancho su rucio y acomodó sobre él la maleta del dinero y la demás ropa; y, llamando luego a Bárbara, le dijo:

     _Venga acá, señora reina; que, por vida de nuestra madre Eva, que puede ser vuesa majestad, según está de colorada, reina de cuantas amapolas hay, no sólo en los trigos de mi lugar, pero aun en los de toda la Mancha.

     Y, poniéndose tras esto a gatas, como solía, volvió la cabeza diciendo:

     _Suba; ¡subida la vea yo en la horca a ella, y a quien acá nos trajo tan gentil carga de abadejo.

     Bárbara subió diciendo:

     _¡Oh Sancho, qué gran bellaco eres! Pues calla, que si la fortuna nos lleva con bien a Alcalá, yo te regalaré mejor que piensas.

     _¿Con qué me ha de regalar? _replicó Sancho_; porque sepa que si no ha de ser con cosas de comer, y desas con abundancia, no le daría un higo de oro, tamaño como el puño, por todo lo demás que me puede dar.

     _Mal gusto tenéis _dijo Bárbara_, Sancho mío, pues ponéis el vuestro en cosas más de brutos que de hombres. Lo con que yo, amigo, os regalaré, si llegamos a Alcalá con la salud que deseo y paramos allí algunos días, será con una mocita como un pino de oro con que os divertáis más de dos siestas; que las tengo allí muchas y bonísimas, muy de manga; y aun si vuestro amo quisiera otra y otras, se las daré a escoger como en botica.

     _Pues a fe, señora reina Zenobia _dijo Sancho_, que me holgaría mucho de que me endilgase alguna buena zagala; pero ha de ser, si lo hace, hermosa y de linda pesuña y amostachada, para que nadie me la aoje ni desencamine, dando que reír al diablo, que sudar a alguna partera y que hacer a algún vicario o cura en cristianar algún fructus ventris.

     _Necio sois _dijo Bárbara_ en quererla amostachada, pues no hay Barrabás que se llegue a mujer que lo sea. Dejadme a mí la elección, que yo la buscaré de tan buena carne, que no sea más comer della que comer de una perdiz.

     _¡Oxte, puto! _dijo Sancho_. ¡Eso no! Allá darás, sayo; que no en mi rayo, como dicen los sabios; que no soy yo de los negros de las Indias ni de los luteranos de Constantinopla, de quienes se dice que comen carne humana. No me faltaba otro para que, sabiéndolo la justicia, me castigara; pues sin duda me echaran, a probárseme tal delito, tan a galeras como las Trecientas de Juan de Mena.

     A la que ambos iban en esto, emparejaron con don Quijote, que, yéndoles aguardando, había encontrado con dos mancebitos estudiantes que iban a Alcalá, con quienes había trabado plática, hablándolos en un latín macarrónico y lleno de solocismos, olvidado, con las negras leturas de sus libros de caballerías, del bueno y congruo que siendo muchacho había estudiado. Y si bien los compañeros estaban para reventar de risa, por ver los disparates que decía, todavía no le osaban contradecir, temerosos del humor colérico que las armas con que le vían armado pronosticaban debía gastar. Cuando llegó Sancho a ellos y les vio hablar de aquella manera, dijo a su amo:

     _Guárdese vuesa merced, mi señor, destos vestidos como tordos, porque son del linaje de aquellos del colegio de Zaragoza, que me echaron más de setecientos gargajos encima; pero con su pan se lo coman, que a fe que les costó poco menos caro que la vida, porque, como dicen, haz mal y no cates a quién; haz bien y guárdate.

     _Al revés, lo habías, necio, de decir _dijo don Quijote_; pero veamos qué venganza tomaste dellos, y si será mejor que la que tomaste en la cárcel de Sigüenza de los que tan mal te pararon en ella.

     _Mucho mayor es _replicó Sancho_, aunque a fe que aquélla no fue mala; pero oigan esta otra, que gustarán de mi ánimo. Érase que sera, que nora buena sea...

     Cuando don Quijote le comenzó a oír, le dijo riendo:

     _Por Dios, que eres simple de marca mayor, pues comienzas a fuer de conseja la narración de tu venganza.

     _Razón tiene, por vida mía _dijo Sancho_, y corrigiéndome, digo, que, como aquellos hideputas de estudiantes, progenitores sin duda destos dos señores barbiponientes, me comenzaron a gargajear y a darme de pescozones, recebido aquel cruel gargajo con que, como dije, un grandísimo bellaco me tapó este pobre ojo, comencé a enhilar hacia la puerta. Pero luego otro demonio de aquéllos, como me vio ir corriendo con sólo un ojo, me puso el pie atravesado delante, con que di un tan terrible tropezón, que vine a dar con él de manos fuera de la puerta; aunque de todo cuanto tengo dicho me vengué muy a mi gusto, pues, alzando la caperuza que se me había caída, la tiré a otro que vi estaba cerca de mí, con la cual le di un porrazo tal en su capa negra, que lo fuera no poco su ventura si el golpe que le di con ella se lo diera con una culebrina.

     _Diablo sois, señor Sancho _dijo uno de los estudiantes_; y si así tratáis a los de mi hábito, aunque no fueron aquéllos cosa mía, como decís, no quiero con vos guerra, sino mucha paz y serviros lo que nos durare este camino por mí y por mi compañero, que sé dél ajustará su gusto al mío en cosa tan justa.

     _Serálo _dijo don Quijote_ que vuesas mercedes nos hagan merced de contar y referir las curiosas enigmas de que me venían dando noticia, que lo serán siendo parto desos fecundos ingenios. Que los que profesamos el orden de la caballería andantesca, movidos de fervorosos deseos, espoleados ellos de las prendas de alguna hermosísima dama, también gustamos de cosas de poesía, y aun tenemos voto en ellas, y nuestra punta nos cabe del furor divino; que dijo Horacio: Est deus in nobis.

     _Tales cuales fueron los borrones nuestros _replicó el estudiante_, serviremos a vuesas mercedes con referirlos.

     _Y será _dijo don Quijote_ con no poca calificación de sus prendas de vuesas mercedes el hacerlo en presencia de la gran reina Zenobia, que aquí asiste, pues su raro discurso bastará a dar eterno valor a cuanto ella alabare, y harálo como discretísima en las cosas de vuesas mercedes.

     Miraron en esto a Bárbara los estudiantes con no poca risa suya y corrimiento della, que conoció el humor de los moscateles en las lisonjas y aplauso con que de fisga se le ofrecieron ambos; tras lo cual dijo el uno:

     _Con condición que declare Sancho con su eminente ingenio los siguientes versos, va de enigma:

Enigma

Metida en dura cadena

me tienen sin culpa alguna,

sujeta a caso y fortuna,

colgada sin culpa y pena.

La forma tengo del viento, 5

aunque dél soy maltratada;

muerta no soy estimada,

vivo y muero en un momento.

Con agua estoy de contino,

aunque es causa de mi muerte; 10

si caigo en tierra por suerte,

pierdo la forma y me fino.

Estoy baja y estoy alta,

cercana a Dios verdadero,

y en comiendo lo postrero, 15

luego la vida me falta.

Soy resplandeciente y clara,

alegro la vista al hombre,

y el fin de mi proprio nombre

se viene a acabar en para. 20

      Don Quijote se la hizo repetir otras dos veces, y la última le dijo:

     _Por cierto, señor estudiante, que la enigma es bonísima, y aun el serlo tanto debe ser la causa de que no dé alcance a su significación; y así, suplico a vuesa merced me la declare, porque en llegando a la noche en la posada, la pienso escribir para encomendarla a la memoria.

Sancho, que siempre había estado callando y oyéndola con mucha atención, puesto el dedo en la frente mientras el estudiante la repetía, salió muy alegre, diciendo:

     _¡Ea!, mi señor don Quijote. ¡Victoria, victoria! ¡Que ya yo la sé!

     El estudiante le dijo luego:

     _Bien lo sospechaba yo, señor Sancho, y hube por imposible desdel principio que ella y su inteligencia pudiese escaparse por los pies a un tan agudo juicio como el de vuesa merced; y así, suplícole se sirva de decirnos lo que sobre ella ha discurrido.

     Estuvo Sancho pensativo un rato, y luego dijo:

     _Ella es una de dos cosas: o es la montaña o el cerrojo.

     Dieron todos una grandísima risada con el disparate de Sancho, el cual, viendo cómo se reían de lo que acababa de decir, replicó:

     _Pues si no es ninguna cosa de las que he dicho, díganos vuesa merced lo que es, por su vida, que mi señor y yo nos damos por vencidos.

     El estudiante respondió diciendo:

     _Pues sepan mis señores que el sujeto de la enigma propuesta es la lámpara, la cual está metida entre cadenas sin culpa alguna, de las cuales cuelga. Dícese della que tiene la forma del viento, porque, como es verdad y se ve por experiencia, el vidriero la forja a soplos. Tiene agua, la cual es causa de su muerte, porque en las lámparas, si bien se echa la mitad de agua, ella las apaga luego que no está acompañada de aceite. De que en cayendo en tierra se quiebra no hay que probarlo con más testigos que la experiencia. En lo que dice que ya está baja, ya alta, es llano, pues mientras se dicen los oficios divinos suele estar arriba, estando de noche abajo. También es verdad que está cercana a Dios verdadero, pues de ordinario se pone delante del Santísimo Sacramento. También, es llano que, en comiendo lo postrero, le falta la vida, pues en acabándose el aceite se muere, como ya he dicho. Al mismo compás se ve en ella que es clara y alegre al hombre y que, finalmente, acaba su nombre en para, que eso es lámpara.

     _¡Por vida de quien me parió _dijo Sancho_, que lo ha desplanado riquísimamente! ¡Oh, hideputa, bellaco! ¡El diablo lo podía acertar!

     Don Quijote le dijo que estaba bonísima, y rogó al otro mancebo que dijese la suya, porque sospechaba que no debía de ser menos aguda que la de su compañero, el cual, sin hacerse de rogar, comenzó a decir desta manera:

Enigma

_Yo tengo de andar encima,

por ser como soy ligero:

de oveja nací primero;

sólo el turco no me estima.

De mil formas y señales, 5

redondo estoy sin cantones,

cubro más de diez millones,

y hay entre ellos animales.

Adorno al pobre y al rico,

sin guardar costumbre o ley; 10

sobre emperador y rey

me asiento, y soy grande y chico.

Si hay canícula excesiva,

me suelo andar en las manos,

y me traen los cortesanos 15

con la merced boca arriba.

Luego torno a entronizarme

más hueco que una bacía,

aunque viento y cortesía

bastan para derribarme. 20

     No la hubo bien acabado el cuerdo estudiante, cuando salió muy agudo Sancho, diciendo:

     _Señores, esa esgrima, o como la llaman, es muy clara, y desde la primera copla vi que no podía ser otra cosa sino el tocino, porque dice: «Sólo el turco no me estima»; y el turco es claro que ni lo come ni hace caso dello, porque así se lo mandó el zancarrón de Mahoma.

     Don Quijote rogó al estudiante que, sin hacer caso de los dislates de su escudero, se la declarase al punto, que deseaba infinito entendella, y así, dijo:

     _Vuesas mercedes han de saber que la propuesta enigma es del sombrero. Y así, empieza diciendo que anda encima, verdad llana, pues se pone en las cabezas. Es su principio de ovejas, por lo que de ordinario se hace de lana dellas; no le precia el turco, porque entre ellos no se usan sombreros, sino turbantes; dícese también que es de muchas formas y señales y sin cantones, porque, si bien ya se usan altos, ya bajos, ya boleados, ya romos, todos vienen a tener las alas redondas y sin esquinas; cubre muchos millares, lo cual se verifica de los cabellos, entre los cuales se crían los piojos, como un bosque proprio de tales animales; siéntase sobre el rey y emperador, y a veces es de dos palmos de alto, como los de Francia, y otras chicos, como los de Saboya; tráenle los hombres en las manos cuando hace calor, y los cortesanos boca arriba cuando saludan con besamanos, tras lo cual le vuelven a entronizar sobre sus cabezas, de do basta derribarle el viento, si viene recio, y la cortesía, cuando se pasa por delante de quien se debe hacer.

     _Agora digo _respondió Sancho_ ques más bellaca de entender ésta que la pasada; pero apostemos, con todo, lo que quisieren, que si las tornan a decir, las acierto de la primera vez.

     _¡Miren el ignorante! _dijo don Quijote_. Desa manera cualquier hombre del mundo, si se lo dicen antes, lo acertará.

     _Pues ¿cuando dijo Sancho cosa que no se la dijesen antes? _replicó Bárbara_. Pero eso no es maravilla, pues nunca nadie acertó a decir lo que primero no lo haya aprendido y estudiado; y si no, díganme, ¿quién hay que sepa nombrar cosa por su nombre, aunque sean las más comunes, ni aun el Pater noster, que es la cartilla de nuestra fe, si primero no se le dicen y repiten?

     Holgó infinito Sancho con el cuerdo abono que de su respuesta había dado Bárbara; y celebrándole todos por agudo, y él por soberano, con mil agradecimientos, dijo don Quijote:

     _No se admiren vuesas mercedes de la agudeza de Su Majestad, porque si los filos de mi espada fueran tan agudos como los conceptos de su divino entendimiento, no estuviera su real persona sin la pacífica posesión de su reino y amazonas, ni yo tuviera por conquistar el reino de Chipre, ni en que ensuciar aun mis manos en el soberbio Bramidán de Tajayunque. Pero dejemos esto para hasta que me vea en la Corte, pues son memorias que me provocan de suerte a cólera, que temo della no me haga hacer por las tierras que voy más muertes que hizo Dios en el mundo con el diluvio universal. Y, volviendo a nuestra apacible plática, suplico a vuesas mercedes se sirvan de darme por escrito las enigmas, si tienen sus copias.

     Y diciendo el uno que en la posada se la escribiría, por no traer en papel la suya, metió el otro mano a la faltriquera y sacó della la de la lámpara, diciendo:

     _Tome vuesa merced la mía, que ya la tengo a punto.

     Tomóla don Quijote con mucho comedimiento; y, al dársela, se le cayó al estudiante otro papel de la mano; y, preguntándole don Quijote qué era aquello, le respondió que unas coplillas que acababa de hacer en su lugar a una doncella parienta suya, a quien quería mucho, la cual se llamaba Ana, por cuya causa las había hecho con tal artificio, que todas ellas comenzaban en Ana. Don Quijote le rogó con notable instancia se las leyese, seguro de que, siendo suyas, no podían dejar de ser curiosísimas; y el estudiante, con no pequeña vanagloria propria (propriedad inseparable de los poetas) y rara atención de los circunstantes, las fue leyendo; y decían desta manera, según fielmente las he sacado de la historia de nuestro ingenioso hidalgo, la cual traduzgo, y en que se refieren:

Coplas a una dama llamada Ana

_Ana, amor me cautivó

con vos, cuyo nombre tiene

dos aes entre una ene,

que es dos almas entre un no.

A nadie dice la ene 5

que améis, sino sólo a mí,

advirtiendo os ofrecí

lo mejor que mi alma tiene.

Anaxarte fue entre sabios

ilustre por homicida, 10

cual lo sois vos de mi vida,

Ana, con mover los labios.

Ánade es una avecilla

que nada con gran primor;

yo, Ana, en el mar de amor, 15

tras vos nado, bella orilla.

Anatema es, en la Iglesia,

quien de la fe está apartado;

no yo, que con fe he amado

en vos otra Diana Efesia. 20

Anastasia fue su esposa

de un rey que en el cielo reina,

y desta alma, Ana, sois reina

vos, que en todo sois hermosa.

Ananía y sus consortes 25

cantaron dentro de un horno;

y vos, Ana, cual bochorno,

me abrasáis con esos nortes.

Analogía se llama

lo que dice proporción, 30

como vuestra perfición,

que la tiene con su fama.

Anabatistas profesan

ser dos veces bautizados,

que yo duplicar cuidados 35

profeso, Ana, sin que cesen.

Anacoretas imito

en lo que es llanto y silencio,

con que, Ana, reverencio

ese valor infinito. 40

Anales, cualquiera historia

son, que algún curioso escribe,

y cual en anales vive,

Ana, en mí vuestra memoria.

A Namur dicen ser villa 45

rica, fuerte y de beldad;

mas vos, Ana, sois ciudad

que cualquiera ha de servilla.

     _Por cierto _dijo don Quijote, cuando acabó de leer el estudiante las coplas_, que ellas son curiosas y únicas, a mi ver, en su género.

     Tras lo cual salió Sancho, como solía, diciendo:

     _Señor estudiante, en mi conciencia le juro que son lindísimas, si bien me parece les falta la vida y muerte de Anás y Caifás, personas de quienes hacen copiosa memoria todos los cuatro santos Evangelios; y no fuera malo la hiciera vuesa merced también dellos, siquiera para lisonjear los muchos y honrados decendientes que aún tienen hoy en el mundo. Pero, dejando esto aparte, ¿no me haría placer de hacer otras que, como esas comienzan por Ana, comenzasen por Mari Gutiérrez, la cual, con perdón de vuesas mercedes y a pesar mío, es mi mujer y lo será mientras Dios quisiere? Pero advierta, si determina hacerlas, en que de ninguna manera la llame reina, sino almiranta, porque mi señor don Quijote no me parece lleva talle de hacerme rey en su vida; y así, de fuerza habré de parar, mal que me pese, en almirante o adelantado cuando su merced gane alguna ínsula o península de las que me ha prometido. Y a fe que si, como él y yo hemos dado por lo secular, diéramos por lo eclesiástico, que quedáramos bien medrados desde que andamos en busca de aventuras, pues nos han hecho a los dos más cardenales y más colorados que hay en Roma ni en Sanctiago de Galicia; mas en fin, bien dicen que quien más no deja, morir se puede.

     Con este buen entretenimiento llegaron a la noche a la posada, yendo siempre con ellos los dos estudiantes, por lo poco que don Quijote caminaba, que no era más que cuatro o cinco leguas cada día; ni aun Rocinante podía hacer mayor jornada, que no le daban lugar para ello la flaqueza y años que tenía a cuestas. De suerte que caminaron tres días sin sucederles cosa de consideración, aunque en todos los lugares eran bien notados y reídos, particularmente en Hita, por las cosas que don Quijote hacía con la reina Zenobia, la cual no era poco conocida de toda aquella tierra, ni menos de los estudiantes, que cada día decían a don Quijote sus virtudes, si bien era imposible persuadirle cosa en contrario de lo que della tenía aprehendido su quimera y loca fantasía.

 

ir al inicio

De las graciosas cosas que pasaron entre don Quijote y una compañía de representantes con quien se encontró en una venta cerca de Alcalá

       Caminando don Quijote en su compañía y con dos estudiantes que arriba dijimos, sucedió que, llegando a poco más de dos leguas de Alcalá, se les hizo a Sancho y a su amo tarde para poder entrar en ella de día, como deseaban; y con la pesadumbre que esto le daba, dijo don Quijote a los estudiantes si había algún lugar antes de Alcalá donde pudiesen hacer noche; y, respondiendo ellos que no (quizá deseosos de que se quedasen en el campo o desacomodados), añadieron que sólo a un cuarto de legua de allí había una venta, adonde podrían pasar razonablemente la noche. Apenas oyó Sancho el nombre de la venta, cuando se dio a todos los diablos, y dijo:

      _Por las entrañas de la ballena de Jonás, mi señor don Quijote, le suplico que no vamos allá por ningún caso, pues las que estos señores llaman ventas son los castillos encantados que vuesa merced dice, y adonde siempre nos han aporreado invisiblemente los gigantes, duendes, fantasmas, jayanes, estantiguas o folletos, o como los llaman a los que nos han dado millares de veces tanto que llorar y curar, cuanto saben mis escuderiles huesos; que los de vuesa merced han siempre mejor librado en el remedio de aquel precioso bálsamo, cuya eficacia solo ha faltado para mí, que no soy armado caballero.

      No hizo caso don Quijote de los miedos y conjuros de su escudero, sino que animoso dijo:

     _Venga lo que viniere, que para todo estamos dispuestos los caballeros andantes; y así, vamos allá en nombre de Dios.

     Apenas hubieron andado treinta pasos, cuando descubrieron la venta, y a la que llegaban a tiro de arcabuz della, habiendo hecho don Quijote hasta allí reflectión de lo que Sancho le había dicho, le dijo:

     _Agora me acabo de acordar, Sancho mío, de los grandes trabajos, infortunios, desasosiegos, trances, peligros y desastres que agora un año pasamos en los castillos semejantes a este que vemos, do nos alojamos, a causa de estar en ellos secretamente escondido aquel sabio encantador, mi contrario, el cual siempre ha procurado y procura hacerme todo el mal que ha podido y puede con sus malas y perversas artes; y lo peor es que tengo agora por sin duda que ha venido de nuevo a este castillo para hacerme en él algún grave daño, como acostumbra; aunque al cabo no han de poder más sus artes que el valor de mi persona. Lo que se puede y debe, pues, hacer, para obviar este gran peligro, es que tú y mi señora la reina y estos dos señores estudiantes os vengáis en pos de mí como en retaguardia, poco a poco; que yo quiero ir adelante, si es verdad, para ver todo lo que he sospechado.

     Sancho le replicó diciendo:

     _Si vuesa merced me creyera al principio, no nos metiéramos en estas trabascuentas, y ¡plegue a Dios no lo lloremos todos! Pero vaya delante, como dice vuesa merced, en hora buena, que acá nos iremos tan detrás dél como podremos, si bien no tanto como querríamos.

     Adelantóse luego don Quijote un poco, y como viese, llegado cerca de la venta, siete o ocho personas vestidas de diferente mezcla, volvió luego turbado las riendas a Rocinante, y llegándose a los de su compañía, les dijo:

     _Todo el mundo, señores, calle, y ojo a la puerta del castillo y a los vestigios que en ella hay.

Miraron todos hacia allá, y como los que en la venta estaban vieron venir un hombre armado de aquella suerte, y con tan grande adarga, cosa por allí poco usada, y que ya se adelantaba y ya volvía atrás a hablar con una mujer vestida de colorado, salieron a ver maravillados la novedad fuera de la venta, no siendo pocos los miradores, pues eran los de una compañía grave de comediantes, de los nombrados en Castilla, los cuales, con su autor, se habían determinado quedar allí aquella tarde a hacer algunos ensayos de comedias para entrar con ellas esotro día con buen pie en Alcalá, teatro de consideración y cuenta, por los agudos y estremados ingenios que de toda España le dan lustre.

     Pues como don Quijote los viese puestos en hilera y en su mira, y entre ellos su autor (hombre moreno y alto de cuerpo, que estaba delante de todos, teniendo en la una mano una varilla y en la otra una comedia, que iba leyendo), comenzó a decir:

     _Agora echo de ver, amigo Sancho, las grandísimas mercedes que cada día recibo de la sabia Urganda, mi benévola y fidelísima protectora, pues hoy me lo ha dado claramente a entender; que en esta fortaleza está aquel perverso encantador Frestón, mi contrario, aguardándome con alguna estratagema o engaño, con soberbio talante, entre duras cadenas, en su obscura mazmorra; pero ya que voy del caso bien advertido, me determino acabar de una vez con él, si puedo, para que de aquí adelante pueda andar más seguro y libre por todas las partes del mundo que caminare. Y, por que creas, Sancho, y vos, poderosísima reina, y vosotros, virtuosísimos mancebos, que digo verdad, ¿no veis, entre aquellos soldados que en la puerta del castillo están haciendo centinela, un hombre alto y moreno de cara, con una varilla en la mano derecha y en la izquierda un libro? Pues aquél es mi mortal enemigo, el cual ha venido a estorbarme la batalla que con el rey de Chipre, Bramidán de Tajayunque, tenía aplazada, con el fin de irse luego por el mundo baldonándome y publicando de mí que no me atreví de puro cobarde llegar a la Corte a verme con él, donde me aguardaba para la pelea; y si tal me estorbase con sus encantamientos, lo sentiría a par de muerte. Por tanto, yo me determino de ir y ver si de alguna manera puedo quitar del mundo a quien tantos males y daños ha causado y causa en él.

     Los estudiantes, maravillados de los disparates de don Quijote, se le llegaron, quitados los sombreros, y el uno le dijo:

     _Mire vuesa merced, señor don Quijote, si es servido, en lo que dice y piensa hacer; que nosotros sabemos muy bien que esto es venta, y no fortaleza ni castillo, ni hay la guarda en ella de soldados que vuesa merced piensa; y la gente que está en su puerta es bien conocida en España, que son comediantes; y el que vuesa merced llama encantador, es su autor Fulano, y el otro del ferreruelo caído sobre el hombro, Zutano.

     Y así, fue nombrando casi todos por sus nombres, por conocerlos bien. De lo cual enojado don Quijote, replicó:

     _Eso es lo que yo digo, a pesar de todos los que contradecirme quisieren; y otra vez afirmo que aquel grande es el dicho encantador mi contrario, que con aquella vara que tiene en la una mano hace los cercos, figuras y carácteres en invocación a los demonios, y con aquel libro que tiene en la otra los conjura oprime y atrae a cuanto quiere mal que les pese. Y, para que veáis claramente ser verdad lo que digo, andad vosotros delante, y decilde como sois pajes del Caballero Desamorado que aquí viene, y veréis lo que asa.

     Ofreciéronse ellos a ir allá de muy buena gana; y llegados que fueron, contaron al autor y a su compañía todo lo que don Quijote era, y lo que había hecho y dicho por el camino y en Sigüenza, y cómo llamaba reina Zenobia a Bárbara, la bodegonera de la cuchillada de Alcalá, bien conocida de todos, con quien se había encontrado en el viaje. De lo cual rieron el autor y sus compañeros bravamente, holgándose infinito de que se les ofreciese ocasión en que pasar el tiempo aquella noche.

     A la que estaban en esto, fue don Quijote acercándose poco a poco a la venta, y, viéndolo Sancho, bajó luego de su rucio para ver en qué paraba aquello que su amo iba a emprender; también Bárbara le rogó la bajase de la mula, pues estaba tan cerca de la venta, el cual lo hizo tomándola en brazos; y como para hacello fuese forzoso juntar él su cara con la de Bárbara, ella le dijo:

     _¡Ay, Sancho, y qué duras y ásperas tienes las barbas! ¡Mal haya yo si no parecen cerdas de zapatero! Jesús mío, y qué trabajos tendrá la mujer que durmiere contigo, todas las veces que las besare!

     _¿Pues para qué diablos _dijo Sancho_ las tengo de besar? Béselas la madre que las hizo, o Barrabás, que no tiene mocos; que para lo deste mundo, yo no beso a nadie, si no es a la hogaza cuando la cojo por la mañana, o a la bota cualquiera hora del día.

     _¡Ea! _replicó Bárbara_, no se nos haga bobo entre manos; que a fe no le saben mal las mujeres. Y si no me acogiese esta noche en la cama en que tengo de dormir sola, viniéndose a ella quedito, y se me metiese entre las sábanas sin que persona lo sintiese, ¡mal año y qué tal me pararía! De sola una cosa me pesaría en tal caso, y es que no osaría dar voces por temor de don Quijote y los huéspedes; que más vale mal pasar que gritar; y cuando algo hiciésemos, en fin estaríamos a escuras y nadie lo había de saber; que, en fin, claro está que yo por mi vergüenza y vos por ser hombre honrado, lo habíamos de callar.

     Sancho, que no entendió la música de Bárbara, dijo:

     _A fe que tienes razón; que cuando no dan voces y estamos a escuras, duermo yo muy mejor y más a pierna tendida, y de suerte que no me recordaran con un millón de campanas destempladas.

     _¡Ay, amarga de mí _respondió Bárbara_, y qué lerdo que eres! Menester es llevarte por el camino de los carros; dame la mano, ladrón mío, que estoy entumecida y no me puedo tener en pies.

     Diósela Sancho, diciéndole:

    _Tómela con todos los diablos, y váyase poco a poco en eso de ladrón, que sepa que no sufro burlas; y podríalo oír tal vez algún escriba o fariseo de los muchos y maliciosos que hay en el mundo, y acusándome dello a la justicia, hacerme dar docientos azotes.

     Volvieron en esto la cabeza, porque vieron hablar en alta voz a don Quijote, el cual, llegándose bien cerca de la venta, puesto el cuento del lanzón en tierra, comenzó a decir a los que estaban en su puerta desta manera:

     _¡Oh, sabio encantador, tú, quienquiera que seas, que desde el día de mi nacimiento hasta la hora en que estoy siempre has sido mi contrario, favoreciendo, como pagano que eres, a aquel o aquellos caballeros que sabes que yo traigo acosados con mi fuerte brazo, quitándoles la opinión que por el mundo tienen, alzándome con la fama dellos, siendo pregonero de mis hechos y de su cobardía la misma que lo fue de los Alejandros, Césares, Aníbales y Scipiones antiguos! Dime, perverso y luciferino nigromántico, ¿por qué haces tantos y tan grandes males en el orbe, contra toda ley natural y divina, saliendo por los anchos caminos y sus forzosas encrucijadas, acompañado de los descomunales jayanes que en esta tu fortaleza te fortifican, prendiendo, robando y maltratando a los amantes caballeros que poco pueden, y forzando a las fembras de alta guisa y dueñas de honor que, acompañadas de astutos enanos y diligentes escuderos, van por los caminos reales con algunas cartas de confidencia y joyas y preseas de estima, buscando a los caballeros a quien sus señoras tiernamente aman? Y no sólo no te avergüenzas de hacer lo que digo, pero como inhumano y tirano cruel las metes en este castillo, y no para regalarlas y darles buen acogimiento, sino para metelles en crueles y obscuras mazmorras con otras muchas princesas, caballeros, pajes, escuderos, carrozas y caballos que en él tienes. Por tanto, ¡oh, sangriento, fiero e indómito gigante!, sácame luego aquí sin réplica ninguna toda la gente que digo, volviéndoles a cada uno la oprimida libertad y cuantos tesoros con ella les has robado, y jura, prostrado en tierra, en manos de la fermosa y sin par gran reina Zenobia, que conmigo viene, de enmendar la mala vida pasada y de favorecer de aquí adelante a dueñas y doncellas y de desfacer juntamente los tuertos de la gente menesterosa; que con esto y con darte a merced, te dejaré por agora con la vida que tan justamente muchos años ha te había de haber quitado. Y si no lo quieres hacer, salgan luego a batalla conmigo todos los que en esa tu fortaleza tienes, a pie o a caballo y con el género de armas que quisieren, todos juntos, como es costumbre de la gente pagana y bárbara, tal cual vosotros sois. Y no pienses que porque estás con ese libro y vara en las manos, cual encantador y supersticioso mago, que por más que lo seas, han de valer tus hechizos contra los filos de mi espada; porque conmigo traigo invisiblemente al sabio Alquife, mi coronista y defensor en todos mis trabajos, y a la sabia Urganda la Desconocida, con cuya sciencia comparada la tuya es ignorancia. ¡Salid, salid presto, presto!

     Y con esto comenzó a revolver el caballo por acá y por acullá, haciendo gambetas, de lo cual reían mucho los comediantes; a los cuales, como Sancho viese reír de tan buena gana, tras haberles dicho su amo las razones, a su parecer, tan dignas de amedrentarlos, les dijo en alta voz:

     _¡Ea!, soberbios y descomunales representantes, oprimidores de las vergonzosas infantas que están ahí detrás de vosotros haciendo humildes oraciones a los cielos para que las libren de vuestra tiránica representante vida, acabemos ya. Y si os habéis de dar por vencidos a mi señor don Quijote de la Mancha, sea luego; porque queremos entrar en la venta yo y la señora reina de Segovia; que a fe que tenemos muy bien picados los molinos. Y, si no, aparejaos para enviarnos aquí algunos cuartales de pan, en cuya destroza nos ocupemos Su Majestad y yo, mientras mi señor la hace en vosotros en esta vecina guerreación. ¡Así guerreado le vea yo en casa de todos los griegos de Galicia!

     Los representantes estaban tan maravillados, que no sabían qué responder a los disparates del uno y simplicidades del otro; mas el autor, con cuatro o cinco de los compañeros, se salió de la venta y, llegándose donde estaba don Quijote, le dijo:

     _Señor caballero andante, estos señores estudiantes nos han informado del gran valor, virtud y fuerzas de vuesa merced, los cuales son tales, que bastan a sujetar, no solamente esta fortaleza o castillo, donde ha más de setecientos años que yo hago mi habitación, sino al más fiero y bravo gigante que en toda la gigantea nación se halla. Por tanto, yo y todos estos príncipes y caballeros que conmigo están nos damos por vencidos, y rendimos vasallaje a vuesa merced, suplicándole se apee de ese hermoso caballo y deje la adarga y lanza, quitándose esas ricas armas para que sin su embarazo pueda vuesa merced recibir el debido servicio que estos sus criados le desean hacer; y viva seguro de que, aunque soy pagano, como mi morena cara y membrudo talle muestra, todavía sólo tengo librados mis encantamientos para hacer mal a quien yo me sé. Venga vuesa merced, entre y cenará con nosotros, y verá cómo se huelga de habernos conocido; y entre segura también la señora reina Zenobia, alias Bárbara, que gustaremos todos saber della cuál de las hierbas le da más fastidio de noche, la ruda o la verbena, que se coge la mañana de San Juan.

     _¡Oh falso hechicero! _respondió don Quijote_. ¿Agora piensas con tus falaces y halagüeñas palabras engañarme, para que, entrando dentro de tu castillo fiado dellas, caiga en la trampa que a la entrada de su puerta me tienes armada, deseoso de hacer luego de mí a tu sabor? No me engañarás, que ya te conozco desde que en Zaragoza me encerraste, con esposas en las manos y un grande tronco en los pies, en aquel duro calabozo que tú sabes, del cual me sacó el valeroso granadino don Álvaro Tarfe.

     Sancho, que había estado escuchando lo que pasaba, se puso al lado de don Quijote, diciendo, mirando de hito a hito al autor:

     _¡Oh hideputa, paganazo!, ¿piensa que aquí no le entendemos? A otro hueso con ese perro, que aquí todos somos cristianos, por la gracia de Dios, de pies a cabeza, y sabemos que tres y cuatro son nueve; que no somos bobos, porque nos habemos criado en el Argamesilla, junto al Toboso; y si no quiere creernos, métanos el puño en la boca, y verá si le mamamos. Dese por vencido, digo, él y todos esos luteranos que le rodean, si no quiere que se nos suba el humo a las narices; echemos pelillos en la mar, y con esto tan amigos como de antes.

     Don Quijote le dijo colérico, dando de espuelas a Rocinante:

     _Quítate, Sancho, no hagas paces con gente infiel y pagana; porque los que somos cristianos no podemos hacer con éstos más que treguas, cuando mucho.

     _Pues, señor _dijo Sancho, poniéndose delante de Rocinante_, si ello es verdad que vuesa merced es tan cristiano como yo (que eso Dios lo sabe), que sé que lo soy desdel vientre de mi madre, pues desde él creo bien y verdaderamente en Jesucristo y en cuanto Él manda, y en las santas iglesias de Roma, y en todas sus calles, plazas, campanarios y corrales, a pie juntillas, hagamos estas trueguas que dice, que parece que es un poco tarde, y las tripas me andan ya espoleando el vientre de hambre.

     _¡Quítate de delante de mis ojos, pécora! _dijo don Quijote_. ¡Quítate, digo!

     Y en esto, bajando la lanza, dio un apretón a Rocinante hacia el autor, el cual le dejó venir, y hurtándole el cuerpo, le asió de la rienda del rocín, que al punto estuvo quedo como si fuera de piedra. Acudieron al punto los demás compañeros, y uno le quitó la lanza, otro la adarga, y otro, asiéndole del pie, le volcó por la otra parte; tras lo cual acudieron también tres o cuatro mozos de los que llaman metemuertos y sacasillas, que, agarrándole los unos por los pies y los otros por los brazos, le llevaron a la venta mal de su grado, donde le tuvieron buen rato echado en el suelo, sin que se pudiese levantar.

     Las cosas que el triste Caballero Desamorado hizo y dijo, viéndose de aquella suerte, colíjanlas los curiosos de su condición y braveza, pues ya la ternán penetrada de las primeras partes de su historia, que no se atreve el historiador desta, por ser tan estraordinarias y dignas de elegantísimas exageraciones, a referirlas. Lo que sé decir es que el autor mandó a los mozos le tuviesen de la suerte que estaba, sin soltarle de ninguna manera hasta que él volviese. Y tras esto, salió con algunos compañeros en busca de Sancho, a quien halló abrazado con Bárbara, mesándose las espesas barbas, llorando amargamente por ver lo que su amo padecía, al cual dijo:

     _Ahora, don bellaco, me pagaréis lo de antaño y lo de hogaño; levantaos, que no hay para mí lágrimas ni ruegos, porque pienso luego a la hora, en llegando con vos al castillo, desollaros muy bien, y cenarme esta noche vuestros higadillos, y mañana asar todo lo demás de vuestro cuerpo y comérmelo, que no me sustento yo de otra cosa que de carne de hombres.

     Sancho, que oyó aquella crudelísima sentencia, luego se hincó de rodillas, y cruzando las manos debajo de la caperuza, comenzó a decirle:

     _¡Oh, señor pagano, el más honrado que hay en todas las paganerías!, por las llagas del señor San Lázaro, que santa gloria haya, le ruego que tenga misericordia de mí; y si es servido, antes que me coma, mande vuesa merced dejarme ir a despedirme de Mari Gutiérrez, mi mujer, que es colérica, y si sabe que vuesa merced me ha comido, sin que yo me haya despedido della, me terná por grandísimo descuidado, y no podré después verle una buena cara. Basta, que le prometo bien y verdaderamente de volver aquí para el día que vuesa merced mandare; y plegue a Dios, si faltare, que esta caperuza me falte a la hora de mi muerte, que es cuando más la habré menester.

     _Amigo _respondió el autor_, no hay remedio de ese negocio.

     Y, levantando la voz, dijo:

     _¡Hola!, ¿a quién digo? Criados, traedme luego aquí aquel asador de tres púas en que suelo espetar los hombres enteros, y asadme al punto a este labrador.

     El pobre Sancho que tal oyó decir, volvió la cabeza y vio a Bárbara que estaba hablando con uno de los representantes, llena de risa, y díjola con increíble dolor de su ánima:

     _¡Ay, señora reina Segovia! ¡Compasión del pobre de Sancho, su leal lacayo y servidor, y mire la tribulación en que está puesto! Y, pues es tan impotente, ruegue a este señor moro que me eche a aquellas partes en que más de mí se sirva; sólo no me mate.

     Entonces llegó Bárbara diciendo:

     _Suplico a vuesa merced, poderosísimo señor alcaide y noble castellano deste alcázar, remita, por amor de mí, esta vez a Sancho vida y miembros; que le debo buenos servicios y salgo por fiadora de su enmienda, obligando, si no lo hiciere, todos sus bienes muebles y raíces, habidos y por haber, al castigo que ordenare vuesa merced darle.

     Respondióle el autor con gran boato y fingida cólera:

     _Vuesa merced, señora reina de la calle de los Bodegones de Alcalá, me perdone; que de ninguna manera puedo dejar de acabar con este villano, si ya no es que, volviéndose moro, siguiese el Alcorán de nuestro Mahoma.

     _Digo _respondió Sancho_, señor turco, que creo en cuantos Mahomas hay de levante a poniente, y en su Alcorral, de la suerte y como vuesa merced lo manda, y como lo permite y consiente nuestra madre la Iglesia, por quien daré la vida y ánima y cuanto puedo decir.

     _Pues es menester _dijo el autor_ que con un cuchillo muy agudo os cortemos un poco del pluscuamperfeto.

      Respondió Sancho:

     _¿Qué plúscuam, señor, es ese que dice? Que yo no entiendo esas algarabías.

     _Digo _replicó el autor_ que, para que seáis buen turco, es menester primero, con un cuchillo bien afilado, retajaros.

     _¡Ah, señor! Por las tenazas de Nicomemos _dijo Sancho_, que vuesa merced no me corte nada de ahí, porque lo tiene tan bien contado y medido mi mujer Mari Gutiérrez, que por momentos lo reconoce y pide cuenta dello, y por poco que le faltase lo echaría luego menos, y sería tocarle en las niñas de los ojos, y me diría que soy un perdulario y desperdiciador de los bienes de naturaleza. Y si a vuesa merced le parece, eso que me ha de cortar no sea de ahí, porque, como digo, bien echa de ver que es menester todo en casa, y algunas veces aun falta, sino córtemelo desta caperuza que, aunque es verdad que hará falta en ella, todavía mejor se podrá remediar que esotro.

      Volvió en esto la cabeza hacia atrás por no poder disimular la risa que le causó la simplicidad de Sancho, y disimulando cuanto pudo, le dijo al cabo de rato:

     _Levantaos, señor moro nuevo; dad acá la mano y mirad que de aquí adelante habéis de hablar algarabía como yo, que presto subiréis a arráez, alfaquí y a gran baján.

     _Pardiez, señor _dijo Sancho_, que aunque me hagan rebadán, querría más llegar primero a mi lugar a dar cuenta de mí a dos bueyes que tengo en casa, seis ovejas, dos cabras, ocho gallinas y un porquete, y a despedirme de Mari Gutiérrez en lengua moruna, y a decirle cómo me he vuelto ya turco; que quizás ella también se querrá tornar turca. Pero hallo un inconveniente en si lo quisiere hacer, y es que no sé de adónde la podremos retajar, porque no tiene debajo del cielo de adónde.

     Respondió el autor diciendo:

     _Eso no importa nada, porque ya la cortaremos el dedo pulgar de la mano derecha; y esto bastará.

     _A fe _dijo Sancho_ que ha dicho muy bien, porque ese dedo no le hará a ella la falta que me hará a mí lo que me quiere cortar; que en efeto es muy mala hilandera. Mas con todo he pensado de dó será mejor circuncidarla, porque no le quite el dedo que dice, que todavía es bueno tenga cinco dedos en cada mano, como Dios manda en las obras de misericordia.

     _¿De dónde, pues _preguntó el autor_, la circuncidaremos?

     _De la lengua _respondió Sancho_, porque la tiene más larga que la del gigante Golías, y es la mayor parlera y repostona que haya en todas las parlerías y tierras de papagayos.

     Con esto, se volvieron a la puerta de la venta, adonde tenían al buen hidalgo don Quijote los mozos del hato, sentado en una silla, desarmado y asido de suerte que no le dejaban menear; y viéndole el autor, dijo a Sancho:

     _Hermano, ya veis cómo está vuestro amo; es menester que le digáis cómo ya sois moro, y le persuadáis a que también él lo sea, si quiere librarse de la tribulación en que está puesto, porque, si no, dentro de dos horas, nos le comeremos asado en el asador en que pensábamos asaros a vos.

     _Déjeme vuesa merced a mí _dijo_, que yo le haré tornar moro por la posta.

     Púsose delante de don Quijote el autor, diciéndole:

     _¿Qués, caballero? ¿Cómo va? Al fin fin habéis venido a parar en mis manos, de donde primero que salgáis habéis de tener las barbas tan largas que os arrastren por el suelo y las uñas de pies y manos tan grandes como unos colmillos de elefante; tras que os veréis comido de ratones, lagartos, chinches, piojos, pulgas, moscas, mosquitos, tábanos y otras asquerosas sabandijas, y maniatado con una gruesísima cadena en una lóbrega cárcel, con otros de vuestro jaez, que allí están con grillos a los pies y esposas en las manos, hasta que acaben sus tristes y desventuradas vidas.

     Don Quijote le respondió, diciendo:

     _No pienses, ¡oh sabio contrario mío! que tus locas y vanas palabras y perjudiciales obras han de ser bastantes a hacerme quebrar un punto la que debo guardar como verdadero caballero andante, ni amedrentarme en el debido sufrimiento a los vecinos trabajos y tribulaciones que me amenazan, pues estoy cierto que, por discurso de tiempo, y al cabo, cuando mucho, de sietecientos años, he de quedar libre deste tu cruel encantamiento, en que contra toda ley y razón, por sólo tu gusto, me tienes puesto. Y no desespero, ¡oh inhumano encantador, de que, antes del dicho plazo, algún príncipe griego novel me saque de aquí, pues uno habrá que saldrá de Constantinopla de noche, sin despedirse de nadie de la Corte y sin que lo sepan sus padres, espoleado de su honor y alentado con un consejo de un grande y sapientísimo mago, amigo suyo; y, después de haber pasado grandísimos trabajos y peligros y haber ganado mucha honra por todos los reinos y provincias del universo, llegará aquí a este fortísimo castillo y, matando los fieros gigantes que por prevención tuya su entrada defiendan, como guardas della y de la puente levadiza que le fortifica, matará también a los dos rapantes grifos inhumanos porteros de su primera puerta. Y, entrando en el primer patio y no sintiendo rumor ni viendo persona que se le oponga, se sentará, de cansado, en el suelo un rato, y luego oirá una furiosa voz que, sin saber quién la pronuncia, le dirá: «Levántate, príncipe griego, que en aciaga hora y para tu daño entraste en este castillo». Y, apenas habrá acabado de decillo, cuando saldrá un ferocísimo dragón echando fuego por la boca y ponzoña por los ojos, con las uñas crecidas más que dagas vizcaínas y con una cola tan aguda y larga como un acicalado montante, con la cual todo cuanto encontrare echará por el suelo. Pero matándole el dicho príncipe, ayudado de su favorable y benévolo sabio con invencibles socorros, se deshará a la postre todo este encantamento. Y, entrando vitorioso otra puerta más adentro, se hallará en un apacible jardín lleno de varias flores, poblado de amenísimos, frutíferos y aromáticos árboles, cuyas copas poblarán cisnes, calandrias, ruiseñores y mil otras diferencias de jucundísimas aves, fertilizando mil arroyos, dificultosas de discernir sus aguas si son de cristal o leche; en medio del cual se le aparecerá una hermosísima ninfa vestida de una rocegante ropa sembrada de carbuncos, diamantes, esmeraldas, rubíes, topacios y amatistes; la cual, dándole con rostro benévolo con la una mano un manojo de llaves de oro, y poniéndole con la otra en la cabeza una guirnalda de agnocasto y amaranto, desaparecerá tras una celestial música. Y luego dicho príncipe, con las llaves de oro, llegará a abrir las mazmorras, dando libertad jucundísima a todos los presos y presas dellas, y a mí el postrero, pidiéndome por merced le arme por mis manos caballero andante y le admita por insuperable compañero. Lo cual concediéndoselo yo todo, obligado de su hermosura, discreción y esfuerzo, iremos por el mundo después innumerables años juntos, dando fin y cima a cuantas aventuras se nos ofrecieren.

 

ir al inicio

De la peligrosa y dudosa batalla que nuestro caballero tuvo con un paje del titular y un alguacil

       El criado, don Quijote, Sancho y Bárbara comenzaron a caminar hacia casa del titular que les había convidado con no poca admiración de cuantos los topaban por las calles, ni menor trabajo del criado en decir a unos y a otros el humor y nombre del armado y calidad de la dama, y adónde y para qué fin los llevaba. Con esta molestia los entró en casa de su señor, y, mandando dar recado a las cabalgaduras, los subió luego a los tres a un rico aposento, diciendo a don Quijote:

     _Aquí, señor caballero, puede vuesa merced reposar y quitarse las armas y asentarse en esta silla hasta que mi señor venga; que no puede tardar mucho.

     A lo cual respondió don Quijote que no estaba acostumbrado a desarmarse jamás por ningún caso, y menos en tierra de paganos, donde no sabe el hombre de quién se ha de fiar ni lo que puede fácilmente suceder a los caballeros andantes, en deshonor del valor de sus personas.

     _Señor _replicó el criado_, aquí todos somos amigos y deseamos servir a los caballeros de la calidad de vuesa merced, y así, bien puede estar en esta casa sin cuidado ni recelo de contraria fortuna.

     Pero, viendo que todavía porfiaba en no quererse desarmar, se fue diciendo hiciese su gusto y aguardase a que su señor viniese, dejándolos con un paje de guarda para mayor seguridad de que no saliesen de casa. Comenzóse don Quijote a pasear por la sala, y viéndose Bárbara con buena ocasión y a solas para hablarle, lo hizo diciéndole:

     _Yo, señor don Quijote, he cumplido mi palabra en venir con vuesa merced hasta la Corte; y, pues ya estamos en ella, le suplico me despache lo más presto que pudiere, porque tengo de volverme en mi tierra a negocios que me importan; tras que temo, lo que Dios no quiera, que aquel alguacil que iba con el señor de la carroza, a quien vuesa merced llamaba príncipe de Persia, nos ha hecho traer a esta casa para saber quién es vuesa merced y quién soy yo. Y es cierto que, viendo cómo ando en compañía de vuesa merced, ha de pensar que estamos ambos amancebados, y nos hará llevar a la cárcel pública, donde temo seremos rigurosamente castigados y afrentados; y vuesa merced créame, y guárdese no le pongan en ocasión de gastar en ella ese poco dinero que le queda; y después, cuando quiera, volviendo sobre sí, meterse en su tierra, no se vea forzado a haber de mendigar. Por eso mire lo que en este negocio debemos hacer, pues en todo seguiré de bonísima gana su parecer.

     _Señora reina Zenobia _dijo don Quijote_, yo sé claramente que el caballero que iba en la carroza es el príncipe Perianeo de Persia, y el que llama alguacil es un escudero honrado suyo; por tanto, pierda vuesa merced el miedo y estése conmigo, por me hacer placer, siquiera seis días, en esta Corte; que después yo proprio la volveré a su tierra con más honra que piensa.

     _Par Dios, señor don Quijote _dijo Sancho, estando en estas razones_, que aquel que iba en la carroza, que nosotros llamamos pagano, oí decir a no sé cuántos que era un no sé quien sí sé quien, hombre bonísimo y cristiano. Y a fe que me lo parece, lo uno por su caridad, pues nos ha convidado a cenar y a comer con tanta liberalidad; lo otro, porque, si él fuera pagano, claro está que estuviera vestido como moro, de colorado, verde o amarillo, con su alfanje y turbante; pero él está, cual Dios le hizo y su madre le parió y vuesa merced ha visto, todo vestido de negro, y todos cuantos le acompañaban iban de la misma suerte; y más, que ninguno hablaba en lengua paganuna, sino en romance, como nosotros.

     Porfió a esto don Quijote con cólera, diciendo:

     _Pues, aunque tú y la reina digáis lo que quisiéredes, él es, sin falta ninguna, el que ya tengo dicho.

     Entonces Bárbara llamó al paje que estaba a la puerta y le dijo:

     _Díganos, señor mancebo, aquel señor que iba en la carroza por el Prado, acompañado de tanta gente, a quien este caballero y yo hablamos, ¿quién es?

     El paje le respondió quién era y su calidad, y cómo los había mandado expresamente traer a su casa.

     _¿Y qué nos quiere hacer? _replicó Sancho_. No nos veamos en otra tribulación como en la que yo me vi en la cárcel de Sigüenza, tan cargado de piojos, que aún de los que me quedan desde entonces podría hinchir media docena de almohadas.

     _Ninguna cosa pretende mi señor _respondió el paje_, sino tener con vuesas mercedes algún buen rato de entretenimiento y regalarles.

     _Vení acá, paje _dijo don Quijote_; ¿vuestro amo no se llama Perianeo de Persia, hijo del Gran Soldán de Persia y hermano de la Infanta Imperial, competidor del nunca vencido don Belianís de Grecia?

     Rióse muy de propósito el paje cuando oyó tantos disparates, y respondióle:

     _Ni mi señor es Príncipe de Persia ni turco, ni en su vida estuvo allá ni vio a don Belianís de Grecia, cuyo libro mentiroso tengo yo en mi aposento.

     _¡Oh paje vil y de infame ralea! _dijo don Quijote_. ¡Y mentiroso llamas a uno de los mejores libros que los famosos griegos escribieron! Tú y el bárbaro turco de tu amo sois los mentirosos, y mañana se lo haré yo confesar a él, mal que le pese, delante del rey, con los filos desta espada.

     _Digo _respondió el paje_ que mi señor es muy buen cristiano, caballero de lo bueno y conocido en España; y quien lo contrario dijere, miente y es un bellaco.

     Don Quijote, que tal oyó, metió mano a su espada y se fue, hecho un rayo, para el paje. Él, en viéndolo, se bajó por la ancha escalera en la calle y, saliendo a su puerta, decía a voces:

     _¡Salga el bellaco que pone lengua en mi señor; que haré que le cueste caro!

     Y, diciendo y haciendo, tomó una piedra de la calle contra don Quijote, el cual salió también a ella armado como estaba; y con la espada en la mano y cubierto con su adarga, se fue contra el paje, el cual, anticipándose en la ofensa, le tiró la piedra que tenía, con tal furia, que le dio con ella tal y tan desatinado golpe, que, a no hallarle el pecho armado, le pusiera la vida en contingencia.

     Al ruido y voces que todos daban, se llegó mucha gente; y, como vieron aquel hombre armado con la espada y adarga, amenazando y aun arremetiendo al paje del conocido titular, no sabían qué se decir. Llegaron dos alguaciles con sus corchetes luego al corrillo, y, viendo lo que pasaba, se le acercó el uno, e, intentando quitarle la espada, le dijo:

     _¿Qué hacéis, hombre de Barrabás? ¿Estáis loco? ¡En tal puesto y contra paje de persona de prendas tales, cual es el dueño dél y desta casa, metéis mano! Venga la espada luego y veníos a la cárcel, que a fe que os acordaréis de la burla más de cuatro pares e días.

     No respondió palabra don Quijote, sino que, echando un pie atrás y levantando la espada, dio al bueno del alguacil una gentil cuchillada en la cabeza, de la cual le comenzó a salir mucha sangre. Viendo esto el herido alguacil, comenzó a dar voces diciendo:

     _¡Favor a la justicia; que me ha muerto este hombre!

     Llegáronse al ruido mil corchetes y alguaciles y otras personas, metiendo todos mano a sus espadas contra don Quijote, el cual, con mucha alegría, decía:

     _Salga Perianeo de Persia con todos sus aliados, que yo les daré a entender que él y cuantos en esta casa viven son perros enemigos de la ley de Jesucristo.

     Y con esto, arrojaba a dos manos cuchilladas a todas partes. El pobre Sancho estaba a la puerta mirando lo que su amo hacía, y dijo en voz alta.

     _Eso sí, señor don Quijote; no se dé por vencido a esos bellacos de turcos, que le llevarán al Alcorán y le circuncidarán mal que le pese, y después le pondrán a los pies unas trabas de hierro como a mí en Sigüenza.

     En esto, cargó tanta gente sobre nuestro buen hidalgo, que, a pesar suyo, le quitaron la espada y, agarrándole media docena de corchetes, le ataron as manos atrás. Acertó a pasar por allí, cuando andaba en esta refriega, que era al anochecer, un alcalde de corte en su caballo, el cual, viendo tanta gente junta, preguntó qué era la causa de aquello, y uno de los circunstantes le dijo:

     _Señor, una grandísima desvergüenza; que un hombre armado de todas piezas ha entrado en esta casa, do vive, como vuesa merced sabe, tal titular, y ha querido matar en ella un paje suyo; y, queriéndole prender ciertos alguaciles por ello y la resistencia que les hacía, temerariamente ha dado a uno dellos una muy buena cuchillada.

     _¡Mal caso! _respondió el alcalde de corte.

     Y, llegando donde los corchetes tenían a don Quijote, sin poderle llevar, según se resistía, mandó que le dejasen; y así, le levantaron de tierra, y puesto en pie, atadas las manos atrás, le dijo el alcalde, maravillado de verle de aquella suerte y con tanta cólera:

     _Vení acá, hombre del diablo: ¿de dónde sois y cómo os llamáis, que tanto atrevimiento habéis tenido en casa de dueño de tan ilustres calidades?

     Don Quijote le respondió:

     _Y vos, hombre de Lucifer, que eso preguntáis, ¿quién sois? Lo que habéis de hacer es ir vuestro camino adelante mucho de noramala y no meteros en lo que no os va ni os viene; que yo, quienquiera que fuera, soy cien veces mejor que vos; y la vil puta que os parió, y os lo haré confesar aquí a voces, si subo en mi preciado caballo y tomo la lanza y adarga que aquesta soez y vil canalla me ha quitado; pero yo les daré el castigo que su loco atrevimiento merece, en matando al rey de Chipre, Bramidán de Tajayunque, con quien tengo aplazada batalla delante del rey católico; y juntamente tomaré venganza del príncipe Perianeo de Persia, cuyas son estas cosas, si no castiga la descortesía que los de su real palacio me han hecho, siendo yo Fernán González, primero conde de Castilla.

     Maravillóse el alcalde de corte de oír los disparates de aquel hombre; pero uno de los corchetes dijo:

     _Vuesa merced, señor, crea que este hombre es más bellaco que bobo, y ahora que ha hecho el disparate y lo conoce, se hace loco para que no le llevemos a la cárcel.

     _Ahora ¡sus! _dijo el alcalde de corte_, llévenle a ella y pónganle a buen recado hasta mañana que salga a la audiencia y se vea su pleito.

     Con esto, le comenzaron a asir los corchetes, resistiéndose él cuanto podía. Sucedió, pues, que a esta hora, que ya eran cerca de las nueve, llegó el titular a la puerta de su casa con mucho acompañamiento; y, como vio tanta gente junta en su calle, preguntó la causa, y llegándose a él el alcalde de corte, le contó cuanto aquel hombre armado había hecho y dicho. En oyéndolo, se rió mucho el titular dello y, refiriendo al alcalde lo que don Quijote era y cómo por su orden le habían traído a su casa, le suplicó le soltase, dándosele como en fiado, que él se obligaba a entregársele siempre que le requiriese o constase que no era lo que le contaba, obligándose juntamente a todos los daños y costas de la cura del alguacil y a satisfacerle bastantemente. Lo mismo le rogaron todos los circunstantes que le acompañaban, deseosos de pasar la noche con el entretenimiento que les prometía el humor del preso y de los que venían en su compañía.

     Viose obligado el alcalde, viendo los ruegos y seguridades que le daban gente tan principal, a condecender con su deseo; y así, mandó a los corchetes le soltasen y entregasen al dicho titular, el cual, viéndole libre, le dijo:

     _¿Qué es esto, señor Caballero Desamorado? ¿Qué aventura es esta que le ha sucedido?

     Respondió don Quijote:

     _¡Oh, mi señor Perianeo de Persia! No es nada; que, como toda esta gente es gente bahuna, no he querido hacer batalla con ella, aunque creo que alguno ha llevado ya el pago de su locura.

     En esto, llegó Sancho, el cual estaba de lejos, mirando todo lo que su amo había padecido, y quitándose la caperuza, dijo:

     _¡Oh, señor príncipe, su merced sea bienvenido para que libre a mi señor destos grandísimos bellacos de alcaldes, peores que el de mi tierra, pues se han atrevido a quererle llevar agarrado a la cárcel, cual si no fuera tan bueno como el rey y papa y el que no tiene capa; que he visto el negocio de suerte que, si no fuera por vuesa merced, creo que sin duda lo efectuaran, y aun yo, a no temerles, les diera dos mil mochicones.

     _Bien podéis creer, amigo _dijo el caballero_, que si no lo fuera yo tanto del alcalde de corte como lo soy, y el respeto que él, como tal, me tiene, que lo pasara mal el señor don Quijote.

     A quien, asiendo de la mano, tras esto, dijo:

     _Venga vuesa merced, señor príncipe de Grecia, y entre en mi casa; que en ella todo se hará bien, y los bellacos de sus contrarios serán castigados como merecen.

     Y, despidiéndose con mucho comedimiento de algunos de los que le acompañaban, como lo había hecho ya del alcalde, se subió arriba con don Quijote y con Sancho. Quedáronse los corchetes hechos unos matachines en la calle, sin la presa y pasmados de ver que el titular llevase aquel hombre a su lado llamándole príncipe.

ir al inicio

PULSA AQUÍ PARA LEER CAPÍTULOS DEL QUIJOTE DE CERVANTES

 

IR AL ÍNDICE GENERAL