El
rapto del sol
La huelga |
ubo una vez un rey tan poderoso que se enseñoreó de toda la tierra. Fue el señor del mundo. A un gesto suyo millones de hombres se alzaban dispuestos a derribar las montañas, a torcer el curso de los ríos o exterminar una nación. Desde lo alto de su trono de marfil y oro, la Humanidad le pareció tan mezquina que se hizo adorar como un dios y estatuyó su capricho como única y suprema ley. En inconmensurable soberbia creía que todo el universo estábale subordinado, y el férreo yugo con que sujetó a los pueblos y naciones, superó a todas las tiranías de que se guardaba recuerdo en los fastos de la historia. Una noche que descansaba en su cámara tuvo un enigmático sueño. Soñó que se encontraba al borde de un estanque profundísimo, en cuyas aguas, de una diafanidad imponderable, vio un extraordinario pez que parecía de oro. En derredor de él y bañados por el mágico fulgor que irradiaban sus áureas escamas, pululaban una infinidad de seres: peces rojos que parecían teñidos de púrpura, crustáceos de todas formas y colores, rarísimas algas e imperceptibles vivientes. De pronto, oyó una gran voz que decía: _¡Apoderaos del radiante pez y todo en torno suyo perecerá! El rey se despertó sobresaltado e hizo llamar a los astrólogos y nigromantes para que explicasen el extraño sueño. Muchos expresaron su opinión, más ninguna satisfacía al monarca hasta que, llegando el turno al más joven de ellos, se adelantó y dijo: _¡Oh, divino y poderoso príncipe! La solución de tu sueño es ésta: El pez de oro es el sol que desparrama sus dones indistintamente entre todos los seres. Los peces rojos son los reyes y los grandes de la tierra. Los otros son la multitud de los hombres, los esclavos y los siervos. La voz que hirió vuestros oídos es la voz de la soberbia. Guardaos de seguir sus consejos porque su influjo os será fatal. Calló el mago, y de las pupilas del rey brotó un resplandor sombrío. Aquello que acababa de oír hizo nacer en su espíritu una idea que, vaga al principio, fue redondeándose y tomando cuerpo como la bola de nieve de la montaña. Con ademán terrible se echó sobre los hombros el manto púrpura, y llevando pintada en el rostro la demencia de la ira, subió a una de las torres de su maravilloso alcázar. Era una tibia mañana de primavera. El cielo azul, la verde campiña con sus bosques y sus hondonadas, los valles cubiertos de flores y los arroyos serpenteando en los claros y espesuras, hacían de aquel paisaje un conjunto de una belleza incomparable. Mas el monarca nada vio: ningún matiz, ninguna línea, ningún detalle atrajo la atención de sus ojos de milano clavados como dos ardientes llamas en el glorioso disco del sol. De súbito, un águila surgió del valle y flotó en los aires, bañándose en la luz. El rey miró el ave, y en seguida, su mirada descendió a la campiña, donde un grupo de esclavos recibían, inmóviles como ídolos, el beso del fúlgido luminar. Apartó los ojos, y por todas partes vio esparcirse en torrentes inagotables aquel resplandor. En el espacio, en ella tierra y las aguas miríadas de seres vivientes saludaban la esplendorosa antorcha en su marcha por el azul. Durante un momento el rey permaneció inmóvil, contemplando el astro y, vislumbrando por primera vez, ante tal magnificencia, la mezquindad de su gloria y lo efímero de su poder. Mas aquella sensación fue ahogada bien pronto por una ola de infinito orgullo. ¡Él, el rey de los reyes, el conquistador de cien naciones, puesto en parangón y en el mismo la tierra, sus incontables tesoros, las ciudades magníficas desafiando las nubes con sus almenados muros y soberbias torres, sus palacios y alcázares, donde desde sus cimientos hasta la flecha de sus cúpulas no hay otros materiales que oro, marfil y piedras preciosas, acuden en tropel a su memoria con un brillo tal de poderío y grandeza que cierra los ojos deslumbrado. La visión de lo que le rodea se empequeñece, el sol le parece una antorcha vil, digna apenas de ocupar un sitio en un rincón de su regia alcoba. El delito del orgullo lo posee. El vértigo se apodera de él, su pecho se hincha, sus sienes laten y de sus ojos brotan rayos tan intensos como los del astro hacia el que alarga la diestra, queriendo asirle y detenerle en su carrera triunfal. Por un momento permanece oyendo resonar aquella voz que le hablara en sueños: _Apoderaos de esa antorcha y todo lo que existe perecerá. ¿Qué son ante tal empresa sus hechos y de los antecesores en la noche pavorosa de los tiempos? Menos que el olvido y que la nada. Y sin apartar sus miradas del disco centelleante, invocó a Raa, el genio dominador de los espacios y de los astros. Obediente al conjuro, acudió el genio envuelto en una tempestuosa nube preñada de rayos y de relámpagos y dijo al rey con una voz semejante al redoble del trueno: _¿Qué me quieres, oh tú, a quien he ensalzado y puesto sobre todos los tronos de la tierra? Y el monarca contestó: _Quiero ser el dueño del sol y que él sea mi esclavo. Calló Raa, y el rey dijo: _¿Pido, tal vez, algo que está fuera del alcance de tu poder? _¡No; pero para complacerte necesito el corazón del hombre más egoísta, el del más fanático, el del más ignorante y vil, y el que guarde en sus fibras más odio y más hiel. _Hoy mismo lo tendrás _dijo el rey, y el denso nubarrón que cubría el alcázar se desvaneció como nubecilla de verano. Después de una breve entrevista con el capitán de su guardia, el rey se dirigió a la sala del trono, donde ya lo aguardaban de rodillas y con las frentes inclinadas todos los magnates y grandes de su imperio. Colocado el monarca bajo la púrpura del dosel, proclamó un heraldo que, bajo pena de la vida, los allí presentes debían designar al rey el hombre más ignorante, al más fanático, al más egoísta y vil y al que albergase más odio en el corazón. Los favoritos, los dignatarios y los más nobles señores se miraron los unos a los otros con recelosa desconfianza. ¡Qué magnífica oportunidad para deshacerse de un rival! Mas, a pesar de que el heraldo repitió por tres veces su intimación, todos guardaron un temeroso silencio. El enano del rey, una horrible y monstruosa criatura, echado como un perro a los pies de su amo, lanzó, al ver la consternación pintada en los semblantes, una estridente carcajada, lo que le valió un puntapié del monarca que le echó a rodar por las gradas del trono hasta el sitio donde estaba el príncipe heredero, quien lo rechazó, a su vez, del mismo modo, entre las risas de los cortesanos. Por un instante se oyeron los rabiosos aullidos del infernal aborto hasta que, de pronto, enderezando su desmedrada personilla, gritó con un acento que hizo correr un escalofrío de miedo por los circunstantes:
_Si aseguras a
mi cabeza su permanencia sobre los hombros, yo, ¡oh excelso,
príncipe!, te señalaré a ésos que tus reales ojos desean
conocer. * * * _Aquí tienes lo convenido. Esta malla, tejida con la fibra de los corazones cuya esencia era el egoísmo y el odio, el fanatismo y la ignorancia, es impenetrable a la luz. Los rayos del sol se romperán contra ella, sin que logren atravesarla jamás. Aunque su volumen es tan pequeño que puede ocultarse en el hueco de la mano, sus pliegues, distendidos, cubrirían toda la tierra. Oye y graba en tu memoria lo que has de hacer: subirás a la montaña que se alza sobre el abismo y esperarás que el sol, al salir de su morada nocturna, roce la cresta más alta para lanzarle la red mágica, cuyos pliegues lo envolverán aprisionándolo como dentro de una coraza de diamante. Desde ese momento será tu esclavo y podrás hacer de él lo que quieras. * * *
Tres veces vio
pasar el sol por encima de su cabeza. Cruzó sin detenerse,
irreverente, con la excelsa majestad de un dios. Le asaeteó
con sus rayos y fundiendo las nieves desató, para que le
salieran al paso con más ímpetus los torrentes. Aquel reto
del astro exacerbó su furor y amenazando con la diestra al
flamígero viajero profirió: PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS DE TEMA FANTÁSTICO |
ablo se aferró instintivamente a las piernas de su padre. Zumbábanle los oídos y el piso que huía debajo de sus pies le producía una extraña sensación de angustia. Creíase precipitado en aquel agujero cuya negra abertura había entrevisto al penetrar en la jaula, y sus grandes ojos miraban con espanto las lóbregas paredes del pozo en el que se hundían con vertiginosa rapidez. En aquel silencioso descenso sin trepidación ni más ruido que el del agua goteando sobre la techumbre de hierro las luces de las lámparas parecían prontas a extinguirse y a sus débiles destellos se delineaban vagamente en la penumbra las hendiduras y partes salientes de la roca; una serie interminable de negras sombras que volaban como saetas hacia lo alto. Pasado un minuto, la velocidad disminuyó bruscamente, los pies asentáronse con más solidez en el piso fugitivo y el pesado armazón de hierro, con un áspero rechinar de goznes y de cadenas, quedó inmóvil a la entrada de la galería. El viejo tomó de la mano al pequeño y juntos se internaron en el negro túnel. Eran de los primeros en llegar y el movimiento de la mina no empezaba aún. De la galería bastante alta para permitir al minero erguir su elevada talla, sólo se distinguía parte de la techumbre cruzada por gruesos maderos. Las paredes laterales permanecían invisibles en la oscuridad profunda que llenaba la vasta y lóbrega excavación. A cuarenta metros del pique se detuvieron ante una especie de gruta excavada en la roca. Del techo agrietado, de color de hollín, colgaba un candil de hoja de lata cuyo macilento resplandor daba a la estancia la apariencia de una cripta enlutada y llena de sombras. En el fondo, sentado delante de una mesa, un hombre pequeño, ya entrado en años, hacía anotaciones en un enorme registro. Su negro traje hacía resaltar la palidez del rostro surcado por profundas arrugas. Al ruido de pasos levantó la cabeza y fijó una mirada interrogadora en el viejo minero, quien avanzó con timidez, diciendo con voz llena de sumisión y de respeto: _Señor, aquí traigo el chico. Los ojos penetrantes del capataz abarcaron de una ojeada el cuerpecillo endeble del muchacho. Sus delgados miembros y la infantil inconsciencia del moreno rostro en el que brillaban dos ojos muy abiertos como de medrosa bestezuela, lo impresionaron desfavorablemente, y su corazón endurecido por el espectáculo diario de tantas miserias, experimentó una piadosa sacudida a la vista de aquel pequeñuelo arrancado de sus juegos infantiles y condenado, como tantas infelices criaturas, a languidecer miserablemente en las humildes galerías, junto a las puertas de ventilación. Las duras líneas de su rostro se suavizaron y con fingida aspereza le dijo al viejo que muy inquieto por aquel examen fijaba en él una ansiosa mirada: _¡Hombre! Este muchacho es todavía muy débil para el trabajo. ¿Es hijo tuyo? _Sí, señor. _Pues debías tener lástima de sus pocos años y antes de enterrarlo aquí enviarlo a la escuela por algún tiempo. _Señor _balbuceó la voz ruda del minero en la que vibraba un acento de dolorosa súplica_.Somos seis en casa y uno solo el que trabaja, Pablo cumplió ya los ocho años y debe ganar el pan que come y, como hijo de mineros, su oficio será el de sus mayores, que no tuvieron nunca otra escuela que la mina. Su voz opaca y temblorosa se extinguió repentinamente en un acceso de tos, pero sus ojos húmedos imploraban con tal insistencia, que el capataz vencido por aquel mudo ruego llevó a sus labios un silbato y arrancó de él un sonido agudo que repercutió a lo lejos en la desierta galería. Oyóse un rumor de pasos precipitados y una oscura silueta se dibujó en el hueco de la puerta. _Juan _exclamó el hombrecillo, dirigiéndose al recién llegado_ lleva este chico a la compuerta número doce, reemplazará al hijo de José, el carretillero, aplastado ayer por la corrida. Y volviéndose bruscamente hacia el viejo, que empezaba a murmurar una frase de agradecimiento, díjole con tono duro y severo: _He visto que en la última semana no has alcanzado a los cinco cajones que es el mínimum diario que se exige a cada barretero. No olvides que si esto sucede otra vez, será preciso darte de baja para que ocupe tu sitio otro más activo. Y haciendo con la diestra un ademán enérgico, lo despidió. Los tres se marcharon silenciosos y el rumor de sus pisadas fue alejándose poco a poco en la oscura galería. Caminaban entre dos hileras de rieles cuyas traviesas hundidas en el suelo fangoso trataban de evitar alargando o acortando el paso, guiándose por los gruesos clavos que sujetaban las barras de acero. El guía, un hombre joven aún, iba delante y más tras con el pequeño Pablo de la mano seguía el viejo con la barba sumida en el pecho, hondamente preocupado. Las palabras del capataz y la amenaza en ellas contenida habían llenado de angustia su corazón. Desde algún tiempo su decadencia era visible para todos; cada día se acercaba más el fatal lindero que una vez traspasado convierte al obrero viejo en un trasto inútil dentro de la mina. El balde desde el amanecer hasta la noche durante catorce horas mortales, revolviéndose como un reptil en la estrecha labor, atacaba la hulla furiosamente, encarnizándose contra el filón inagotable, que tantas generaciones de forzados como él arañaban sin cesar en las entrañas de la tierra. Pero aquella lucha tenaz y sin tregua convertía muy pronto en viejos decrépitos a los más jóvenes y vigorosos. Allí en la lóbrega madriguera húmeda y estrecha, encorvábanse las espaldas y aflojábanse los músculos y, como el potro resabiado que se estremece tembloroso a la vista de la vara, los viejos mineros cada mañana sentían tiritar sus carnes al contacto de la vena. Pero el hambre es aguijón más eficaz que el látigo y al espuela, y reanudaban taciturnos la tarea agobiadora, y la veta entera acribillada por mil partes por aquella carcoma humana, vibraba sutilmente, desmoronándose pedazo a pedazo, mordida por el diente cuadrangular del pico, como la arenisca de la ribera a los embates del mar. La súbita detención del guía arrancó al viejo de sus tristes cavilaciones. Una puerta les cerraba el camino en aquella dirección, y en el suelo arrimado a la pared había un bulto pequeño cuyos contornos se destacaban confusamente heridos por las luces vacilantes de las lámparas: era un niño de diez años acurrucado en un hueco de la muralla. Con los codos en las rodillas y el pálido rostro entre las manos enflaquecidas, mudo e inmóvil, pareció no percibir a los obreros que traspusieron el umbral y lo dejaron de nuevo sumido en la obscuridad. Sus ojos abiertos, sin expresión, estaban fijos obstinadamente hacia arriba, absortos tal vez, en la contemplación de un panorama imaginario que, como el miraje del desierto, atraía sus pupilas sedientas de luz, húmedas por la nostalgia del lejano resplandor del día. Encargado del manejo de esa puerta, pasaba las horas interminables de su encierro sumergido en un ensimismamiento doloroso, abrumado por aquella lápida enorme que abogó para siempre en él la inquieta y grácil movilidad de la infancia, cuyos sufrimientos dejan en el alma que los comprende una amargura infinita y un sentimiento de execración acerbo por el egoísmo y la cobardía humanos. Los dos hombres y el niño después de caminar algún tiempo por un estrecho corredor, desembocaron en una alta galería de arrastre de cuya techumbre caía una lluvia continua de gruesas gotas de agua. Un ruido sordo y lejano, como si un martillo gigantesco golpease sobre sus cabezas la armadura del planeta, escuchábase a intervalos. Aquel rumor, cuyo origen Pablo no acertaba a explicarse, era el choque de las olas en las rompientes de la costa. Anduvieron aún un corto trecho y se encontraron por fin delante de la compuerta número doce. _Aquí es _dijo el guía, deteniéndose junto a la hoja de tablas que giraba sujeta a un marco de madera incrustado en una roca. Las tinieblas eran tan espesas que las rojizas luces de las lámparas, sujetas a las viseras de las gorras de cuero, apenas dejaban entrever aquel obstáculo. Pablo, que no se explicaba ese alto repentino, contemplaba silencioso a sus acompañantes, quienes, después de cambiar entre sí algunas palabras breves y rápidas, se pusieron a enseñarle con jovialidad y empeño el manejo de la compuerta. El rapaz, siguiendo sus indicaciones, la abrió y cerró repetidas veces, desvaneciendo la incertidumbre del padre que tenía que las fuerzas de su hijo no bastasen para aquel trabajo. El viejo manifestó su contento, pasando la callosa mano por la inculta cabellera de su primogénito, quien hasta allí no había demostrado cansancio ni inquietud. Su juvenil imaginación impresionada por aquel espectáculo nuevo y desconocido se hallaba aturdida, desorientada. Parecíale a veces que estaba en un cuarto a oscuras y creía ver a cada instante abrirse una ventana y entrar por ella los brillantes rayos del sol, y aunque su inexperto corazoncito no experimentaba ya la angustia que le asaltó en el pozo de bajada, aquellos mimos y caricias a que no estaba acostumbrado despertaron su desconfianza. Una luz brilló a lo lejos en la galería y luego se oyó el chirrido de las ruedas sobre la vía, mientras un trote pesado y rápido hacía retumbar el suelo. _¡Es la corrida! _exclamaron a un tiempo los dos hombres. _Pronto, Pablo _dijo el viejo_, a ver cómo cumples tu obligación. El pequeño con los puños apretados apoyó su diminuto cuerpo contra la hoja que cedió lentamente hasta tocar la pared. Apenas efectuada esta operación, un caballo oscuro, sudoroso y jadeante, cruzó rápido delante de ellos, arrastrando un pesado tren cargado de mineral. Los obreros se miraron satisfechos. El novato era ya un portero experimentado, y el viejo, inclinando su alta estatura, empezó a hablarle zalameramente: él no era ya un chicuelo, como los que quedaban allá arriba que lloran por nada y están siempre cogidos de las faldas de las mujeres, sino un hombre, un valiente, nada menos que un obrero, es decir, un camarada a quien había que tratar como tal. Y en breves frases le dio a entender que les era forzoso dejarlo solo; pero que no tuviese miedo, pues había en la mina muchísimos otros de su edad, desempeñando el mismo trabajo; que él estaba cerca y vendría a verlo de cuando en cuando, y una vez terminada la faena regresarían juntos a casa. Pablo oía aquello con espanto creciente y por toda respuesta se cogió con ambas manos de la blusa del minero. Hasta entonces no se había dado cuenta exacta de lo que se exigía de él. El giro inesperado que tomaba lo que creyó un simple paseo, le produjo un miedo cerval, y dominado por un deseo vehementísimo de abandonar aquel sitio, de ver a su madre y a sus hermanos y de encontrarse otra vez a la claridad del día, sólo contestaba a las afectuosas razones de su padre con un "¡vamos!"quejumbroso y lleno de miedo. Ni promesas ni amenazas lo convencían, y el "¡vamos, padre!", brotaba de sus labios cada vez más dolorido y apremiante. Una violenta contrariedad se pintó en el rostro del viejo minero; pero al ver aquellos ojos llenos de lágrimas, desolados y suplicantes, levantados hacia él, su naciente cólera se trocó en una piedad infinita: ¡era todavía tan débil y pequeño! Y el amor paternal adormecido en lo íntimo de su ser recobró de súbito su fuerza avasalladora. El recuerdo de su vida, de esos cuarenta años de trabajos y sufrimientos se presentó de repente a su imaginación, y con honda congoja comprobó que de aquella labor inmensa sólo le restaba un cuerpo exhausto que tal vez muy pronto arrojarían de la mina como un estorbo, y al pensar que idéntico destino aguardaba a la triste criatura, le acometió de improviso un deseo imperioso de disputar su presa a ese monstruo insaciable, que arrancaba del regazo de las madres los hijos apenas crecidos para convertirlos en esos parias, cuyas espaldas reciben con el mismo estoicismo el golpe brutal del amo y las caricias de la roca en las inclinadas galerías. Pero aquel sentimiento de rebelión que empezaba a germinar en él se extinguió repentinamente ante el recuerdo de su pobre hogar y de los seres hambrientos y desnudos de los que era el único sostén, y su vieja experiencia le demostró lo insensato de su quimera. La mina no soltaba nunca al que había cogido, y como eslabones nuevos que se sustituyen a los viejos y gastados de una cadena sin fin, allí abajo los hijos sucedían a los padres, y en el hondo pozo el subir y bajar de aquella marca viviente no se interrumpiría jamás. Los pequeñuelos respirando el aire emponzoñado de la mina crecían raquíticos, débiles, paliduchos, pero había que resignarse, pues para eso habían nacido. Y con resuelto ademán el viejo desenrolló de su cintura una cuerda delgada y fuerte y a pesar de la resistencia y súplicas del niño lo ató con ella por mitad del cuerpo y aseguró, en seguida, la otra extremidad en un grueso perno incrustado en la roca. Trozos de cordel adheridos a aquel hierro indicaban que no era la primera vez que prestaba un servicio semejante. La criatura medio muerta de terror lanzaba gritos penetrantes de pavorosa angustia, y hubo que emplear la violencia para arrancarla de entre las piernas del padre, a las que se había asido con todas sus fuerzas. Sus ruegos y clamores llenaban la galería, sin que la tierna víctima, más desdichada que el bíblico Isaac, oyese una voz amiga que detuviera el brazo paternal armado contra su propia carne, por el crimen y la iniquidad de los hombres. Sus voces llamando al viejo que se alejaba tenían acentos tan desgarradores, tan hondos y vibrantes, que el infeliz padre sintió de nuevo flaquear su resolución. Más, aquel desfallecimiento sólo duró un instante, y tapándose los oídos para no escuchar aquellos gritos que le atenaceaban las entrañas, apresuró la marcha apartándose de aquel sitio. Antes de abandonar la galería, se detuvo un instante, y escuchó: una vocecilla tenue como un soplo clamaba allá muy lejos, debilitada por la distancia: _¡Madre! ¡Madre! Entonces echó a correr como un loco, acosado por el doliente vagido, y no se detuvo sino cuando se halló delante de la venta, a la vista de la cual su dolor se convirtió de pronto en furiosa ira y, empuñando el mango del pico, la atacó rabiosamente. En el duro bloque caían los golpes como espesa granizada sobre sonoros cristales, y el diente de acero se hundía en aquella masa negra y brillante, arrancando trozos enormes que se amontonaban entre las piernas del obrero, mientras un polvo espeso cubría como un velo la vacilante luz de la lámpara. Las cortantes aristas del carbón volaban con fuerza, hiriéndole el rostro, el cuello y el pecho desnudo. Hilos de sangre mezclábanse al copioso sudor que inundaba su cuerpo, que penetraba como una cuña en la brecha abierta, ensanchándose con el afán del presidiario que horada el muro que lo oprime; pero sin la esperanza que alienta y fortalece al prisionero; hallar al fin de la jornada una vida nueva, llena de sol, de aire y de libertad. |
ientras Petaca atisba
desde la puerta, Cañuela, encaramado sobre la mesa, descuelga del
muro el pesado y mohoso fusil.
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on las 6 de la mañana. El
sol por encima de los contrafuertes andinos esparce sobre la pampa
una claridad deslumbradora. |
n el llano dilatado y árido los rayos del sol tuestan la yerba que crece entre los matorrales, cuyos arbustos raquíticos entrelazan sus ramas débiles y rastreras con las retorcidas espirales de las parásitas hojas secas y polvorosas. En las sendas desnudas abrasa la arena negra y gruesa, y entre los manojos óyese el ruido que producen las culebras y lagartijas que, hartas de luz y calor, se deslizan buscando un poco de sombra entre el escueto ramaje de las murtillas y los tallos de los cardos erguidos y resecos. Con el cuerpo inclinado y el fusil entre las manos temblorosas, el Palomo, un viejecillo pequeño. Y seco como una avellana, a pasos cortos sobre sus piernas vacilantes sigue los rastros que las pisadas de las perdices dejan en la arena calcinada de los senderos. Nadie como él para distinguir entre mil la huella fresca y reciente y reconocer si la pieza es un macho o una hembra, un pollo o un adulto. Solo, sin deudos que amparen su desvalida ancianidad, con el producto de la caza satisface apenas sus más premiosas necesidades. Los rayos del sol, cayendo a plomo sobre sus espaldas encorvadas, hacían más penosa su marcha sobre aquel suelo blando y movedizo. Su fatiga era grande y aún no se había disparado un tiro cuando de pronto se irguió, deteniéndose ante un grupo de espinos y de litres achaparrados: el rastro tan pacientemente seguido terminaba allí. Rodeo el matorral, observando el suelo con atención para cerciorarse de que el ave no se había escurrido por otro lado, y levantando el gatillo atisbó por entre las ramas, estirando el cuello y empinándose en la punta del los pies Los tres dedos marcados en la arena y proyectados hacia adelante como un abanico indicaban un soberbio macho. Sus ojos inquietos y vivaces que registraban cada hoja, cada tallo de hierba, descubrieron muy pronto el pico amarillo y la oscura cabeza asomando por la bifurcación de una rama. El cuerpo del color de la hoja seca, se adivinaba más bien que se veía oculto entre la hojarasca. Apuntó con detención y tiró el gatillo: una magnífica perdiz con las plumas medio chamuscadas por el fogonazo ocupó su sitio en el morral vacío. Alegre y satisfecho se dispuso en seguida a cargar el fusil, cuyo mohoso cañón de una longitud y calibre desmesurados estaba unido a la caja por ligaduras de cordel y de bejuco. Un trozo de madera fijado en un agujero a la extremidad del vetusto instrumento hacía las veces de mira, trozo que había que renovar después de cada disparo, pues éste se llevaba por delante el pedazo anterior que le servía de base y muy a menudo la eficacia del tiro se debió a este improvisado proyectil más mortífero que un simple perdigón. Con el uso del agujero se había agrandado y el grosor de la mira crecido en proporción. Al apuntar, la vista se encontraba con un monolito tras el cual no se vería un elefante. La gravedad solemne con que cargaba el arma demostraba la importancia dada a esta operación. Destapado el frasco de pólvora, vertía en la palma de la mano el polvo negro y lustroso y aproximando la boca del cañón vaciábalo despacio, soplando cuidadosamente los granos adheridos a la piel seca y rugosa. Atacaba con calma el manojo de hierba que servía de taco, y luego en el hueco de la mano contaba meticulosamente los Doce Pares, doce perdigones redondos y relucientes a fuerza de restregarlos entre sus dedos como objetos preciosos, y dos a dos para establecer bien la cuenta precipitábalos dentro del tubo descomunal. Por último, tomando un perdigón más grueso que los demás, antes de soltarlo trazaba con él la señal de la cruz en la boca del cañón: era Carlomagno que iba a hacer compañía a sus caballeros. Terminada la tarea y cegado por la deslumbradora claridad que irradiaba de lo alto, con una mano delante de los ojos a guisa de pantalla, exploraba el horizonte, indeciso acerca de la dirección que debía seguir, cuando el silbido de la perdiz que levanta el vuelo y crispa los nervios del más flemático lo hizo volverse con presteza. A su derecha a una ligera depresión del terreno, percibió distintamente el ave abatiéndose con rápido aleteo. En algunos minutos salvó la distancia y aproximándose cauteloso, con infinitas precauciones, siguiendo la pista grabada en la arena descubrió la presa agazapada entre los cardos. Apoyó la culata en el hombro y soltó el tiro. Aún no se disipaba el humo del disparo en la atmósfera abrasada cuando un bulto rojizo pasó a su lado como una tromba y rozó sus piernas que vacilaron, dando un traspié. Lanzó un grito de sorpresa y de cólera: _¡Quita allá, Napoleón! Pero ya era tarde: la perdiz a la cual la mira había atravesado el cuello, acababa de desaparecer en las fauces de un enorme perro de presa de color leonado. Pasado el primer momento de estupor, con el fusil en alto se abalanza sobre el intruso y lleno de coraje menudea los golpes que el ladrón esquiva con gran facilidad, dando bruscos saltos entre las matas sin soltar la presa. Fatigado y jadeante se detuvo apoyándose en el cañón de su vieja carabina. A la cólera había sucedido la angustia dolorosa que se experimenta ante una pérdida irreparable. ¡Una pieza tan hermosa, manjar de príncipe, engullida por aquel soez animalucho! Sus ojos se humedecieron, y cambiando de táctica, con temblona voz que se esforzaba en hacer cariñosa, repetía: _Napoleón, buen perro, venga acá, hijito. Entre tanto el buen perro husmeaba el suelo, reconociendo las migajas del festín, y terminado el banquete asomó por entre la hojarasca el hocico erizado de plumas, relamiéndose golosamente, y fijando en el cazador atontado sus ojos relucientes como brasas pareció muy dispuesto a corresponder sus demostraciones de afecto. De un salto salió de la espesura y con aire regocijado, meneando con vivacidad el rabo diminuto, fue a restregar el hocico para desprender las plumas en las piernas poco olidas del vejete. Ante el cinismo y la desvergüenza de que hacía gala aquel mal bicho, sintió que le volvía el coraje y por un instante sólo ideas de sangre y de exterminio brotaron de su cerebro enardecido. Dábanle ímpetus de vaciar en el arma el frasco de perdigones y en seguida descerrajar aquel tiro atroz sobre el infame bandido, aventándolo en el aire. Pronto se aplacó: el amo del perrazo era el mayordomo de la hacienda, hombre autoritario y brutal que hubiera vengado cruelmente cualquier ofensa hecha a su favorito. La afición del dogo por las perdices era de época reciente y databa del día en que una de estas aves heridas al vuelo por certero disparo fue a caer entre sus patas. El bocado debió de saberle a gloria, porque a partir de allí, oír un escopetazo y salir disparado, era todo uno. Ese día atraído por el primer tiro había llegado a tiempo para aprovecharse del segundo. El viejo, descorazonado y triste, sin pensar en el desquite se alejaba con tardo paso de aquel infausto sitio cuando de pronto se detuvo sorprendido. El morral había triplicado su peso. Echó una rápida ojeada por encima del hombro y sus grises ojillos relampaguearon. El dogo, cogiendo delicadamente con los dientes el saco, trataba de desprenderlo del cordón que lo sujetaba. ¡Dios santo! Qué ira le acometió: irguió su pequeña talla y tomando el fusil por el cañón tiró con bríos de través un culatazo a la maldita bestia, pero sólo hirió el aire, sus débiles piernas incapaces de resistir el impulso del pesado armatoste se doblaron y se cayó cuan largo era entre la maleza, arañándose cruelmente manos y rostro. Por largo tiempo permaneció acurrucado en el suelo con el arma entre las piernas, mientras discurría en el medio de librarse del intruso que sentado en sus cuartos traseros, a dos pasos de distancia, lo miraba con descaro, con aire entre sorprendido y contrariado por la tardanza en proseguir la caza interrumpida. Abriendo la ancha boca, bostezaba con gruñidos sordos de impaciencia, y creyendo que la actitud del cazador era debido a un olvido momentáneo, quiso recordarle sus deberes con el ejemplo. Como el perdiguero de raza, meneando con rapidez el rabo corto y grueso, el hocico pegado al suelo, resoplando ruidosamente se metió por entre la maleza, levantando nubes de diucas y chincoles y poniendo en fuga a los lagartos que dormitaban entre las hojas. De vez en cuando se detenía; alzaba la cabeza, dirigiendo una mirada al viejo inmóvil, y emprendía de nuevo la tarea con mayores bríos. Por fin éste se levantó y, como dando por terminada la cacería, púsose el fusil al hombro y echó a andar con actitud indiferente por los sitios más áridos y descubiertos. Mas la estratagema no surtía efecto. El dogo lo seguía con la cabeza baja, de mala gana, pero sin apartarse de sus talones. Exasperado por aquella obstinada persecución tentó un último recurso: dejó caer con disimulo el arma a un lado de la senda y con las manos en los bolsillos, como un desocupado que se pasea para estirar las piernas, siguió andando sin volver la cabeza. El ardid tuvo un éxito decisivo: después de un corto trecho, Napoleón, lanzándose al pasar una mirada de reojo, tomó la delantera; se alejaba al trote con el rabo caído y las orejas gachas, sin mirar atrás. Por fin estaba libre, y restregándose los ojos, como quién despierta de una pesadilla, vio desaparecer jubiloso al maldito animal. Aún era tiempo de recuperar lo perdido, y esforzándose en vencer el cansancio y la fatiga, recobró el fusil y se internó en un bosquecillo de boldos y arrayanes. Las perdices acosadas en el llano por el calor debían haber buscado un refugio en la espesura. No se engañaba; por todas partes se veían numerosos rastros. Púsose a la obra con afán, escudriñando los troncos carcomidos y registrando los rincones sombríos bajo las hojas verde esmeralda de los bóquiles sin que lo distrajese el ruido de ramas rotas que creía oír a cada instante entre la maleza. Sin duda sería una raposa interrumpida en su siesta que abandonaba la guarida con su paso inquieto y cauteloso. Su constancia se vio en breve recompensada: una perdiz avanzando imprudentemente la cabeza, lo espiaba detrás de un tronco. Alargó el brazo y oprimió el disparador. Tras el estampido, apartáronse violentamente las ramas y apareció la cabeza del dogo con las orejas tiesas y rectas. De un salto cayó sobre la perdiz y empezó a triturarla entre sus poderosas mandíbulas. El arma se escapó de las manos del vejete. El asombro, la cólera, el dolor y el desaliento más profundo se pintaron en su rostro. Se sintió vencido, sin fuerzas para la lucha y una honda congoja sobrecogió su ánimo atribulado. ¡Qué podía él, viejo decrépito, arrojado de todas partes como fardo inútil, contra aquel fiero y formidable enemigo capaz de estrangularlo de una sola dentellada! Resignado recogió el fusil y, mientras vaciaba su última carga de pólvora, dos gruesa lágrimas se deslizaron por sus enjutas mejillas y pasando a través del cano bigote humedecieron sus labios: eran amargas como la hiel. Todo a su alrededor era salvaje y agreste. Caliginosos vapores elevábanse por el lado del mar sobre las dunas en reposo. Ni un grano de arena resbalaba por sus pardas laderas que la inmovilidad del aire detenía en su avance interminable por la llanura sin límites. El espacio inundado de luz contrastaba con el suelo apizarrado de vegetación lánguida y escasa del que se exhalaba un hálito de fuego. Agobiado por el calor ascendía penosamente la rápida escarpa para alcanzar la carretera, cuando un súbito tirón lo hizo girar sobre sí mismo y perdiendo el equilibrio vino a tierra con estrépito. Incorporóse a medias: por el talud descendía gallardamente Napoleón, llevando el morral pendiendo de la boca. Una llamarada brotó de los ojos apagados del viejo y la sangre en oleadas hirvientes se agolpó a su corazón y a su cerebro, devolviéndole por un instante el vigor de la juventud. ¡Jamás su pulso había sido tan firme ni su ojo tan certero...! Un estrepitoso aullido contestó a la detonación: el dogo soltó el morral y con los pelos del lomo erizados como púas desapareció entre los matorrales. Pasado el primer estallido de la cólera, sintió el anciano que la sangre se helaba en sus venas y un enervamiento profundo embargó todo su ser. Su alma de siervo experimentó un desfallecimiento supremo. Creyó haber cometido un enorme crimen y la figura del amo enfurecido se presentó a su imaginación, produciéndole un escalofrío de terror. Dirigió una mirada al llano, y allá lejos percibió al dogo atravesando los arenales; iba con una prisa endemoniada: incrustado en el nacimiento del rabo llevaba a Carlomagno y diseminados en el lomo bajo la hirsuta piel, los Doce Pares. Como el corso que presiente la jauría, se levantó con vigoroso impulso y encorvado como nunca, arrastrando sus pesados pies, desapareció tras un recodo en el camino polvoriento. |