Baldomero Lillo

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El rapto del sol

La compuerta número 12

Cañuela y Petaca

La huelga

Caza mayor

  El rapto del sol

    H

ubo una vez un rey tan poderoso que se enseñoreó de toda la tierra. Fue el señor del mundo. A un gesto suyo millones de hombres se alzaban dispuestos a derribar las montañas, a torcer el curso de los ríos o exterminar una nación. Desde lo alto de su trono de marfil y oro, la Humanidad le pareció tan mezquina que se hizo adorar como un dios y estatuyó su capricho como única y suprema ley. En inconmensurable soberbia creía que todo el universo estábale subordinado, y el férreo yugo con que sujetó a los pueblos y naciones, superó a todas las tiranías de que se guardaba recuerdo en los fastos de la historia. Una noche que descansaba en su cámara tuvo un enigmático sueño. Soñó que se encontraba al borde de un estanque profundísimo, en cuyas aguas, de una diafanidad imponderable, vio un extraordinario pez que parecía de oro. En derredor de él y bañados por el mágico fulgor que irradiaban sus áureas escamas, pululaban una infinidad de seres: peces rojos que parecían teñidos de púrpura, crustáceos de todas formas y colores, rarísimas algas e imperceptibles vivientes. De pronto, oyó una gran voz que decía:

       _¡Apoderaos del radiante pez y todo en torno suyo perecerá!

      El rey se despertó sobresaltado e hizo llamar a los astrólogos y nigromantes para que explicasen el extraño sueño. Muchos expresaron su opinión, más ninguna satisfacía al monarca hasta que, llegando el turno al más joven de ellos, se adelantó y dijo:      

      _¡Oh, divino y poderoso príncipe! La solución de tu sueño es ésta: El pez de oro es el sol que desparrama sus dones indistintamente entre todos los seres. Los peces rojos son los reyes y los grandes de la tierra. Los otros son la multitud de los hombres, los esclavos y los siervos. La voz que hirió vuestros oídos es la voz de la soberbia. Guardaos de seguir sus consejos porque su influjo os será fatal. Calló el mago, y de las pupilas del rey brotó un resplandor sombrío. Aquello que acababa de oír hizo nacer en su espíritu una idea que, vaga al principio, fue redondeándose y tomando cuerpo como la bola de nieve de la montaña. Con ademán terrible se echó sobre los hombros el manto púrpura, y llevando pintada en el rostro la demencia de la ira, subió a una de las torres de su maravilloso alcázar. Era una tibia mañana de primavera. El cielo azul, la verde campiña con sus bosques y sus hondonadas, los valles cubiertos de flores y los arroyos serpenteando en los claros y espesuras, hacían de aquel paisaje un conjunto de una belleza incomparable. Mas el monarca nada vio: ningún matiz, ninguna línea, ningún detalle atrajo la atención de sus ojos de milano clavados como dos ardientes llamas en el glorioso disco del sol. De súbito, un águila surgió del valle y flotó en los aires, bañándose en la luz. El rey miró el ave, y en seguida, su mirada descendió a la campiña, donde un grupo de esclavos recibían, inmóviles como ídolos, el beso del fúlgido luminar. Apartó los ojos, y por todas partes vio esparcirse en torrentes inagotables aquel resplandor. En el espacio, en ella tierra y las aguas miríadas de seres vivientes saludaban la esplendorosa antorcha en su marcha por el azul. Durante un momento el rey permaneció inmóvil, contemplando el astro y, vislumbrando por primera vez, ante tal magnificencia, la mezquindad de su gloria y lo efímero de su poder. Mas aquella sensación fue ahogada bien pronto por una ola de infinito orgullo. ¡Él, el rey de los reyes, el conquistador de cien naciones, puesto en parangón y en el mismo la tierra, sus incontables tesoros, las ciudades magníficas desafiando las nubes con sus almenados muros y soberbias torres, sus palacios y alcázares, donde desde sus cimientos hasta la flecha de sus cúpulas no hay otros materiales que oro, marfil y piedras preciosas, acuden en tropel a su memoria con un brillo tal de poderío y grandeza que cierra los ojos deslumbrado. La visión de lo que le rodea se empequeñece, el sol le parece una antorcha vil, digna apenas de ocupar un sitio en un rincón de su regia alcoba. El delito del orgullo lo posee. El vértigo se apodera de él, su pecho se hincha, sus sienes laten y de sus ojos brotan rayos tan intensos como los del astro hacia el que alarga la diestra, queriendo asirle y detenerle en su carrera triunfal. Por un momento permanece oyendo resonar aquella voz que le hablara en sueños: _Apoderaos de esa antorcha y todo lo que existe perecerá. ¿Qué son ante tal empresa sus hechos y de los antecesores en la noche pavorosa de los tiempos? Menos que el olvido y que la nada. Y sin apartar sus miradas del disco centelleante, invocó a Raa, el genio dominador de los espacios y de los astros. Obediente al conjuro, acudió el genio envuelto en una tempestuosa nube preñada de rayos y de relámpagos y dijo al rey con una voz semejante al redoble del trueno:

       _¿Qué me quieres, oh tú, a quien he ensalzado y puesto sobre todos los tronos de la tierra?

      Y el monarca contestó:

      _Quiero ser el dueño del sol y que él sea mi esclavo.

      Calló Raa, y el rey dijo:

      _¿Pido, tal vez, algo que está fuera del alcance de tu poder?

      _¡No; pero para complacerte necesito el corazón del hombre más egoísta, el del más fanático, el del más ignorante y vil, y el que guarde en sus fibras más odio y más hiel.

      _Hoy mismo lo tendrás _dijo el rey, y el denso nubarrón que cubría el alcázar se desvaneció como nubecilla de verano. Después de una breve entrevista con el capitán de su guardia, el rey se dirigió a la sala del trono, donde ya lo aguardaban de rodillas y con las frentes inclinadas todos los magnates y grandes de su imperio. Colocado el monarca bajo la púrpura del dosel, proclamó un heraldo que, bajo pena de la vida, los allí presentes debían designar al rey el hombre más ignorante, al más fanático, al más egoísta y vil y al que albergase más odio en el corazón. Los favoritos, los dignatarios y los más nobles señores se miraron los unos a los otros con recelosa desconfianza. ¡Qué magnífica oportunidad para deshacerse de un rival! Mas, a pesar de que el heraldo repitió por tres veces su intimación, todos guardaron un temeroso silencio. El enano del rey, una horrible y monstruosa criatura, echado como un perro a los pies de su amo, lanzó, al ver la consternación pintada en los semblantes, una estridente carcajada, lo que le valió un puntapié del monarca que le echó a rodar por las gradas del trono hasta el sitio donde estaba el príncipe heredero, quien lo rechazó, a su vez, del mismo modo, entre las risas de los cortesanos. Por un instante se oyeron los rabiosos aullidos del infernal aborto hasta que, de pronto, enderezando su desmedrada personilla, gritó con un acento que hizo correr un escalofrío de miedo por los circunstantes:

      _Si aseguras a mi cabeza su permanencia sobre los hombros, yo, ¡oh excelso, príncipe!, te señalaré a ésos que tus reales ojos desean conocer.
      _El rey hizo un signo de asentimiento y el repugnante engendro continuó:
      _Nada más fácil que complacerte, ¡oh, rey! ¿Deseas saber cuál de tus vasallos posee el corazón más vil? Pues no sólo te presentaré uno sino toda una legión.
      Y mostrando con la diestra a los favoritos que le escuchaban espantados, prosiguió:
      _¡Ved ahí a ésos que sacó de la nada tu omnipotencia! En sus corazones de cieno anidan todas las vilezas. La ingratitud y la envidia están tras la máscara hipócrita de sus bajas adulaciones. En el fondo te odian. Son como las víboras; se arrastran, pero saltan y muerden al menor desliz.
      En seguida, volviéndose hacia el Sumo Sacerdote, y señalándolo junto con los magos y los nigromantes, dijo:
      _¡Ved ahí al más fanático y al más ignorante de tus súbditos. Sus dogmas son absurdos, falsa su ciencia y su sabiduría, necedad!
       Hizo una pequeña pausa y con la voz envenenada de odio prosiguió:
      _El corazón más egoísta alienta tu pecho, ¡oh rey! No conozco otro que le iguale en dureza y en crueldad, salvo el del príncipe tu primogénito. ¡El pedernal es ante sus fibras una blanda y deleznable cera!
      Calló un instante y luego, con voz ronca, profirió:
      _Sólo me falta mostrarte dónde se halla el último. Ese, es el mío y, golpeándose el pecho con fuerza, exclamó: ¡Aquí está, oh, príncipe! Con odio y hiel fue fabricado. Si pudiera desbordarse, os ahogaría a todos con el acíbar y ponzoña de sus rencores. Anídanse en él más cóleras que las que desataron, desatan y fulminarán los cielos y los abismos del mar. Una sola gota del veneno que encierra, bastaría para exterminar todo lo que se mueve y alienta bajo el sol.
      La voz silbante del enano vibraba aún en el vasto recinto, cuando el rey hizo una imperceptible señal. Al instante se apartaron los amplios tapices y dieron paso a una falange de guerreros que se precipitaron sobre los aterradores favoritos, dignatarios y magnates y los pasaron a cuchillo en un abrir y cerrar de ojos. Inmediatamente, después de decapitados, abríanles el pecho y les arrancaban el corazón palpitante.
      El joven príncipe, al ver aquella carnicería, de un salto se puso junto a su padre, mas el monarca, alzando el pesado cetro de oro, lo descargó sobre la desnuda y juvenil cabeza con la celeridad del relámpago. Apenas el cuerpo se desplomó sobre las gradas, un esclavo le sacó el corazón.
      El enano al ver que un soldado avanzaba hacia él con el alfanje en alto, gritó:
      _¡Oh, rey, has prometido…!
      Y una voz, en la que vibraba un acento de ferocidad implacable, resonó en lo alto del soberbio trono:
      _¡Arrancadle, vivo, el corazón!

* * *

      _Aquí tienes lo convenido. Esta malla, tejida con la fibra de los corazones cuya esencia era el egoísmo y el odio, el fanatismo y la ignorancia, es impenetrable a la luz. Los rayos del sol se romperán contra ella, sin que logren atravesarla jamás. Aunque su volumen es tan pequeño que puede ocultarse en el hueco de la mano, sus pliegues, distendidos, cubrirían toda la tierra. Oye y graba en tu memoria lo que has de hacer: subirás a la montaña que se alza sobre el abismo y esperarás que el sol, al salir de su morada nocturna, roce la cresta más alta para lanzarle la red mágica, cuyos pliegues lo envolverán aprisionándolo como dentro de una coraza de diamante. Desde ese momento será tu esclavo y podrás hacer de él lo que quieras.

* * *

      Tres veces vio pasar el sol por encima de su cabeza. Cruzó sin detenerse, irreverente, con la excelsa majestad de un dios. Le asaeteó con sus rayos y fundiendo las nieves desató, para que le salieran al paso con más ímpetus los torrentes. Aquel reto del astro exacerbó su furor y amenazando con la diestra al flamígero viajero profirió:
      _¡Oh, tú, ascua errante, fuego fatuo, que un soplo de Raa enciende y apaga cada día, en breve te arrancaré las insolentes alas! ¡Aherrojado como un esclavo yacerás eternamente tras los muros de oro de mis alcázares!
      Y confortado con esta idea, venció los últimos obstáculos y se encontró por fin en la cima más encumbrada de la inaccesible montaña, más arriba de las nubes y de los nidos de las águilas.

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La compuerta número 12

 

   P

ablo se aferró instintivamente a las piernas de su padre. Zumbábanle los oídos y el piso que huía debajo de sus pies le producía una extraña sensación de angustia. Creíase precipitado en aquel agujero cuya negra abertura había entrevisto al penetrar en la jaula, y sus grandes ojos miraban con espanto las lóbregas paredes del pozo en el que se hundían con vertiginosa rapidez. En aquel silencioso descenso sin trepidación ni más ruido que el del agua goteando sobre la techumbre de hierro las luces de las lámparas parecían prontas a extinguirse y a sus débiles destellos se delineaban vagamente en la penumbra las hendiduras y partes salientes de la roca; una serie interminable de negras sombras que volaban como saetas hacia lo alto. Pasado un minuto, la velocidad disminuyó bruscamente, los pies asentáronse con más solidez en el piso fugitivo y el pesado armazón de hierro, con un áspero rechinar de goznes y de cadenas, quedó inmóvil a la entrada de la galería. El viejo tomó de la mano al pequeño y juntos se internaron en el negro túnel. Eran de los primeros en llegar y el movimiento de la mina no empezaba aún. De la galería bastante alta para permitir al minero erguir su elevada talla, sólo se distinguía parte de la techumbre cruzada por gruesos maderos. Las paredes laterales permanecían invisibles en la oscuridad profunda que llenaba la vasta y lóbrega excavación. A cuarenta metros del pique se detuvieron ante una especie de gruta excavada en la roca. Del techo agrietado, de color de hollín, colgaba un candil de hoja de lata cuyo macilento resplandor daba a la estancia la apariencia de una cripta enlutada y llena de sombras. En el fondo, sentado delante de una mesa, un hombre pequeño, ya entrado en años, hacía anotaciones en un enorme registro. Su negro traje hacía resaltar la palidez del rostro surcado por profundas arrugas. Al ruido de pasos levantó la cabeza y fijó una mirada interrogadora en el viejo minero, quien avanzó con timidez, diciendo con voz llena de sumisión y de respeto:

       _Señor, aquí traigo el chico.

      Los ojos penetrantes del capataz abarcaron de una ojeada el cuerpecillo endeble del muchacho. Sus delgados miembros y la infantil inconsciencia del moreno rostro en el que brillaban dos ojos muy abiertos como de medrosa bestezuela, lo impresionaron desfavorablemente, y su corazón endurecido por el espectáculo diario de tantas miserias, experimentó una piadosa sacudida a la vista de aquel pequeñuelo arrancado de sus juegos infantiles y condenado, como tantas infelices criaturas, a languidecer miserablemente en las humildes galerías, junto a las puertas de ventilación. Las duras líneas de su rostro se suavizaron y con fingida aspereza le dijo al viejo que muy inquieto por aquel examen fijaba en él una ansiosa mirada:

      _¡Hombre! Este muchacho es todavía muy débil para el trabajo. ¿Es hijo tuyo?

      _Sí, señor.

       _Pues debías tener lástima de sus pocos años y antes de enterrarlo aquí enviarlo a la escuela por algún tiempo.

       _Señor _balbuceó la voz ruda del minero en la que vibraba un acento de dolorosa súplica_.Somos seis en casa y uno solo el que trabaja, Pablo cumplió ya los ocho años y debe ganar el pan que come y, como hijo de mineros, su oficio será el de sus mayores, que no tuvieron nunca otra escuela que la mina.

      Su voz opaca y temblorosa se extinguió repentinamente en un acceso de tos, pero sus ojos húmedos imploraban con tal insistencia, que el capataz vencido por aquel mudo ruego llevó a sus labios un silbato y arrancó de él un sonido agudo que repercutió a lo lejos en la desierta galería. Oyóse un rumor de pasos precipitados y una oscura silueta se dibujó en el hueco de la puerta.

      _Juan _exclamó el hombrecillo, dirigiéndose al recién llegado_ lleva este chico a la compuerta número doce, reemplazará al hijo de José, el carretillero, aplastado ayer por la corrida.

      Y volviéndose bruscamente hacia el viejo, que empezaba a murmurar una frase de agradecimiento, díjole con tono duro y severo:

      _He visto que en la última semana no has alcanzado a los cinco cajones que es el mínimum diario que se exige a cada barretero. No olvides que si esto sucede otra vez, será preciso darte de baja para que ocupe tu sitio otro más activo.

      Y haciendo con la diestra un ademán enérgico, lo despidió. Los tres se marcharon silenciosos y el rumor de sus pisadas fue alejándose poco a poco en la oscura galería. Caminaban entre dos hileras de rieles cuyas traviesas hundidas en el suelo fangoso trataban de evitar alargando o acortando el paso, guiándose por los gruesos clavos que sujetaban las barras de acero. El guía, un hombre joven aún, iba delante y más tras con el pequeño Pablo de la mano seguía el viejo con la barba sumida en el pecho, hondamente preocupado. Las palabras del capataz y la amenaza en ellas contenida habían llenado de angustia su corazón. Desde algún tiempo su decadencia era visible para todos; cada día se acercaba más el fatal lindero que una vez traspasado convierte al obrero viejo en un trasto inútil dentro de la mina. El balde desde el amanecer hasta la noche durante catorce horas mortales, revolviéndose como un reptil en la estrecha labor, atacaba la hulla furiosamente, encarnizándose contra el filón inagotable, que tantas generaciones de forzados como él arañaban sin cesar en las entrañas de la tierra. Pero aquella lucha tenaz y sin tregua convertía muy pronto en viejos decrépitos a los más jóvenes y vigorosos. Allí en la lóbrega madriguera húmeda y estrecha, encorvábanse las espaldas y aflojábanse los músculos y, como el potro resabiado que se estremece tembloroso a la vista de la vara, los viejos mineros cada mañana sentían tiritar sus carnes al contacto de la vena. Pero el hambre es aguijón más eficaz que el látigo y al espuela, y reanudaban taciturnos la tarea agobiadora, y la veta entera acribillada por mil partes por aquella carcoma humana, vibraba sutilmente, desmoronándose pedazo a pedazo, mordida por el diente cuadrangular del pico, como la arenisca de la ribera a los embates del mar. La súbita detención del guía arrancó al viejo de sus tristes cavilaciones. Una puerta les cerraba el camino en aquella dirección, y en el suelo arrimado a la pared había un bulto pequeño cuyos contornos se destacaban confusamente heridos por las luces vacilantes de las lámparas: era un niño de diez años acurrucado en un hueco de la muralla. Con los codos en las rodillas y el pálido rostro entre las manos enflaquecidas, mudo e inmóvil, pareció no percibir a los obreros que traspusieron el umbral y lo dejaron de nuevo sumido en la obscuridad. Sus ojos abiertos, sin expresión, estaban fijos obstinadamente hacia arriba, absortos tal vez, en la contemplación de un panorama imaginario que, como el miraje del desierto, atraía sus pupilas sedientas de luz, húmedas por la nostalgia del lejano resplandor del día. Encargado del manejo de esa puerta, pasaba las horas interminables de su encierro sumergido en un ensimismamiento doloroso, abrumado por aquella lápida enorme que abogó para siempre en él la inquieta y grácil movilidad de la infancia, cuyos sufrimientos dejan en el alma que los comprende una amargura infinita y un sentimiento de execración acerbo por el egoísmo y la cobardía humanos. Los dos hombres y el niño después de caminar algún tiempo por un estrecho corredor, desembocaron en una alta galería de arrastre de cuya techumbre caía una lluvia continua de gruesas gotas de agua. Un ruido sordo y lejano, como si un martillo gigantesco golpease sobre sus cabezas la armadura del planeta, escuchábase a intervalos. Aquel rumor, cuyo origen Pablo no acertaba a explicarse, era el choque de las olas en las rompientes de la costa. Anduvieron aún un corto trecho y se encontraron por fin delante de la compuerta número doce.

       _Aquí es _dijo el guía, deteniéndose junto a la hoja de tablas que giraba sujeta a un marco de madera incrustado en una roca. Las tinieblas eran tan espesas que las rojizas luces de las lámparas, sujetas a las viseras de las gorras de cuero, apenas dejaban entrever aquel obstáculo. Pablo, que no se explicaba ese alto repentino, contemplaba silencioso a sus acompañantes, quienes, después de cambiar entre sí algunas palabras breves y rápidas, se pusieron a enseñarle con jovialidad y empeño el manejo de la compuerta. El rapaz, siguiendo sus indicaciones, la abrió y cerró repetidas veces, desvaneciendo la incertidumbre del padre que tenía que las fuerzas de su hijo no bastasen para aquel trabajo. El viejo manifestó su contento, pasando la callosa mano por la inculta cabellera de su primogénito, quien hasta allí no había demostrado cansancio ni inquietud. Su juvenil imaginación impresionada por aquel espectáculo nuevo y desconocido se hallaba aturdida, desorientada. Parecíale a veces que estaba en un cuarto a oscuras y creía ver a cada instante abrirse una ventana y entrar por ella los brillantes rayos del sol, y aunque su inexperto corazoncito no experimentaba ya la angustia que le asaltó en el pozo de bajada, aquellos mimos y caricias a que no estaba acostumbrado despertaron su desconfianza. Una luz brilló a lo lejos en la galería y luego se oyó el chirrido de las ruedas sobre la vía, mientras un trote pesado y rápido hacía retumbar el suelo.

      _¡Es la corrida! _exclamaron a un tiempo los dos hombres. _Pronto, Pablo _dijo el viejo_, a ver cómo cumples tu obligación. El pequeño con los puños apretados apoyó su diminuto cuerpo contra la hoja que cedió lentamente hasta tocar la pared. Apenas efectuada esta operación, un caballo oscuro, sudoroso y jadeante, cruzó rápido delante de ellos, arrastrando un pesado tren cargado de mineral. Los obreros se miraron satisfechos. El novato era ya un portero experimentado, y el viejo, inclinando su alta estatura, empezó a hablarle zalameramente: él no era ya un chicuelo, como los que quedaban allá arriba que lloran por nada y están siempre cogidos de las faldas de las mujeres, sino un hombre, un valiente, nada menos que un obrero, es decir, un camarada a quien había que tratar como tal. Y en breves frases le dio a entender que les era forzoso dejarlo solo; pero que no tuviese miedo, pues había en la mina muchísimos otros de su edad, desempeñando el mismo trabajo; que él estaba cerca y vendría a verlo de cuando en cuando, y una vez terminada la faena regresarían juntos a casa. Pablo oía aquello con espanto creciente y por toda respuesta se cogió con ambas manos de la blusa del minero. Hasta entonces no se había dado cuenta exacta de lo que se exigía de él. El giro inesperado que tomaba lo que creyó un simple paseo, le produjo un miedo cerval, y dominado por un deseo vehementísimo de abandonar aquel sitio, de ver a su madre y a sus hermanos y de encontrarse otra vez a la claridad del día, sólo contestaba a las afectuosas razones de su padre con un "¡vamos!"quejumbroso y lleno de miedo. Ni promesas ni amenazas lo convencían, y el "¡vamos, padre!", brotaba de sus labios cada vez más dolorido y apremiante. Una violenta contrariedad se pintó en el rostro del viejo minero; pero al ver aquellos ojos llenos de lágrimas, desolados y suplicantes, levantados hacia él, su naciente cólera se trocó en una piedad infinita: ¡era todavía tan débil y pequeño! Y el amor paternal adormecido en lo íntimo de su ser recobró de súbito su fuerza avasalladora. El recuerdo de su vida, de esos cuarenta años de trabajos y sufrimientos se presentó de repente a su imaginación, y con honda congoja comprobó que de aquella labor inmensa sólo le restaba un cuerpo exhausto que tal vez muy pronto arrojarían de la mina como un estorbo, y al pensar que idéntico destino aguardaba a la triste criatura, le acometió de improviso un deseo imperioso de disputar su presa a ese monstruo insaciable, que arrancaba del regazo de las madres los hijos apenas crecidos para convertirlos en esos parias, cuyas espaldas reciben con el mismo estoicismo el golpe brutal del amo y las caricias de la roca en las inclinadas galerías. Pero aquel sentimiento de rebelión que empezaba a germinar en él se extinguió repentinamente ante el recuerdo de su pobre hogar y de los seres hambrientos y desnudos de los que era el único sostén, y su vieja experiencia le demostró lo insensato de su quimera. La mina no soltaba nunca al que había cogido, y como eslabones nuevos que se sustituyen a los viejos y gastados de una cadena sin fin, allí abajo los hijos sucedían a los padres, y en el hondo pozo el subir y bajar de aquella marca viviente no se interrumpiría jamás. Los pequeñuelos respirando el aire emponzoñado de la mina crecían raquíticos, débiles, paliduchos, pero había que resignarse, pues para eso habían nacido. Y con resuelto ademán el viejo desenrolló de su cintura una cuerda delgada y fuerte y a pesar de la resistencia y súplicas del niño lo ató con ella por mitad del cuerpo y aseguró, en seguida, la otra extremidad en un grueso perno incrustado en la roca. Trozos de cordel adheridos a aquel hierro indicaban que no era la primera vez que prestaba un servicio semejante. La criatura medio muerta de terror lanzaba gritos penetrantes de pavorosa angustia, y hubo que emplear la violencia para arrancarla de entre las piernas del padre, a las que se había asido con todas sus fuerzas. Sus ruegos y clamores llenaban la galería, sin que la tierna víctima, más desdichada que el bíblico Isaac, oyese una voz amiga que detuviera el brazo paternal armado contra su propia carne, por el crimen y la iniquidad de los hombres. Sus voces llamando al viejo que se alejaba tenían acentos tan desgarradores, tan hondos y vibrantes, que el infeliz padre sintió de nuevo flaquear su resolución. Más, aquel desfallecimiento sólo duró un instante, y tapándose los oídos para no escuchar aquellos gritos que le atenaceaban las entrañas, apresuró la marcha apartándose de aquel sitio. Antes de abandonar la galería, se detuvo un instante, y escuchó: una vocecilla tenue como un soplo clamaba allá muy lejos, debilitada por la distancia:

      _¡Madre! ¡Madre!

       Entonces echó a correr como un loco, acosado por el doliente vagido, y no se detuvo sino

cuando se halló delante de la venta, a la vista de la cual su dolor se convirtió de pronto en furiosa ira y, empuñando el mango del pico, la atacó rabiosamente. En el duro bloque caían los golpes como espesa granizada sobre sonoros cristales, y el diente de acero se hundía en aquella masa negra y brillante, arrancando trozos enormes que se amontonaban entre las piernas del obrero, mientras un polvo espeso cubría como un velo la vacilante luz de la lámpara. Las cortantes aristas del carbón volaban con fuerza, hiriéndole el rostro, el cuello y el pecho desnudo. Hilos de sangre mezclábanse al copioso sudor que inundaba su cuerpo, que penetraba como una cuña en la brecha abierta, ensanchándose con el afán del presidiario que horada el muro que lo oprime; pero sin la esperanza que alienta y fortalece al prisionero; hallar al fin de la jornada una vida nueva, llena de sol, de aire y de libertad.

 

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Cañuela Y Petaca

 

  M

ientras Petaca atisba desde la puerta, Cañuela, encaramado sobre la mesa, descuelga del muro el pesado y mohoso fusil.
Los alegres rayos del sol filtrándose por las mil rendijas del rancho esparcen en el interior de la vivienda una claridad deslumbradora.
      Ambos chicos están solos esa mañana. El viejo Pedro y su mujer, la anciana Rosalía, abuelos de Cañuela, salieron muy temprano en dirección al pueblo, después de recomendar a su nieto la mayor circunspección durante su ausencia.
      Cañuela, a pesar de sus débiles fuerzas _tiene nueve años, y su cuerpo es espigado y delgaducho_, ha terminado felizmente la empresa de apoderarse del arma, y sentado en el borde del lecho, con el cañón entre las piernas, teniendo apoyada la culata en el suelo, examina el terrible instrumento con grave atención y prolijidad. Sus cabellos rubios desteñidos, y sus ojos claros de mirar impávido y cándido contrastan notablemente con la cabellera renegrida e hirsuta y los ojillos obscuros y vivaces de Petaca, que dos años mayor que su primo, de cuerpo bajo y rechoncho, es la antítesis de Cañuela a quien maneja y gobierna con despótica autoridad.
      Aquel proyecto de cacería era entre ellos, desde tiempo atrás, el objeto de citas y conciliábulos misteriosos; pero, siempre habían encontrado para llevarlo a cabo dificultades, inconvenientes insuperables. ¿Cómo proporcionarse pólvora, perdigones y fulminantes?
      Por fin, una tarde, mientras Cañuela vigilaba sobre las brasas del hogar la olla de la merienda, vio de improviso aparecer en el hueco de la puerta la furtiva y silenciosa figura de Petaca, quien, al enterrarse de que los viejos no regresaban aún del pueblo, puso delante de los ojos asombrados de Cañuela un grueso saquete de pólvora para minas que tenía oculto debajo de la ropa. La adquisición del explosivo era toda una historia que el héroe de ella no se cuidó de relatar, embobado en la contemplación de aquella sustancia reluciente semejante a azabache pulimentado.
      A una legua escasa del rancho había una cantera que surtía de materiales de construcción a los pueblos vecinos. El padre de Petaca era el capataz de aquellas obras. Todas las mañanas extraía del depósito excavado en la peña viva la provisión de pólvora para el día. En balde el chico había puesto en juego la travesura y sutileza de su ingenio para apoderarse de uno de aquellos saquetes que el viejo tenía junto a sí en la pequeña carpa, desde la cual dirigía los trabajos. Todas sus astucias y estratagemas habían fracasado lamentablemente ante los vigilantes ojos que observaban sus movimientos. Desesperado de conseguir su objeto, tentó, por fin, un medio heroico. Había observado que cuando un tiro estaba listo, dada la señal de peligro, los trabajadores, incluso el capataz, iban a guarecerse en un hueco abierto con ese propósito en el flanco de la montaña y no salían de ahí sino cuando se había producido la explosión. Una mañana, arrastrándose como una culebra, fue a ponerse en acecho cerca de la carpa. Muy pronto, tres golpes dados con un martillo en una barrena de acero anunciaron que la mecha de un tiro acababa de ser encendida y vio cómo su padre y los canteros corrían a ocultarse en la excavación. Aquel era el momento propicio, y abalanzándose sobre los saquetes de pólvora se apoderó de uno, emprendiendo en seguida una veloz carrera, saltando como una cabra por encima de los montones de piedra que, en una gran extensión cubrían el declive de la montaña. Al producirse el estallido que hizo temblar el suelo bajo sus pies, enormes proyectiles le zumbaron en os oídos, rebotando a su derredor una furiosa granizada de pedriscos. Mas, ninguno le tocó, y cuando los canteros abandonaron su escondite, él estaba ya lejos oprimiendo contra el jadeante pecho su gloriosa conquista, henchida el alma de júbilo.
      Esa tarde, que era un jueves, quedó acordado que la cacería fuese el domingo siguiente, día de que podían disponer a su antojo; pues los abuelos se ausentarían, como de costumbre, para llevar sus aves y hortalizas al mercado. Entre tanto, había que ocultar la pólvora. Muchos escondites fueron propuestos y desechados. Ninguno les parecía suficientemente seguro para tal tesoro. Cañuela propuso que se abriese un hoyo en un rincón del huerto y se la ocultase allí, pero su primo lo disuadió contándole que un muchacho, vecino suyo, había hecho lo mismo con un saquete de aquellos, hallando días después sólo la envoltura de papel. Todo el contenido se había deshecho con la humedad. Por consiguiente, había que buscar un sitio bien seco. Y mientras trataban inútilmente de resolver aquel problema, el ganso de Cañuela a quien, según su primo, nunca se le ocurría nada de provecho, dijo, de pronto, señalando el fuego que ardía en mitad de la habitación:
      _¡Enterrémosla en la ceniza!
      Petaca lo contempló admirado, y por una rara excepción pues lo que proponía el rubillo le parecía siempre detestable, iba aceptar aquella vez cuando la vista del fuego lo detuvo: ¿y si se prende? Pensó. De repente brincó de júbilo. Había encontrado la solución buscada. En un instante ambos chicos apartaron las brasas y cenizas del hogar y cavaron en medio del fogón un agujero de cuarenta centímetros de profundidad, dentro del cual, envuelto en un puñado de hierbas, colocaron el saquete de pólvora cubriéndole con la tierra extraída y volviendo a su sitio el fuego encima del que se puso nuevamente la desportillada cazuela de barro.
      En media hora escasa todo quedó lindamente terminado, y Petaca se retiró prometiendo a su primo que los perdigones y los fulminantes estarían antes del domingo en su poder.
      Durante los días que precedieron al señalado, Cañuela no cesó de pensar en la posibilidad de un estallido que, volcando la olla de la merienda, única consecuencia grave que se le ocurría, dejase a él y a sus abuelos sin cenar. Y este siniestro pensamiento cobraba más fuerza al ver a su abuela Rosalía inflar los carrillos y soplar con brío, atizando el fuego, bien ajena, por cierto, de que todo un Vesubio estaba ahí delante de sus narices, listo para hacer su inesperada y fulminante aparición. Cuando esto sucedía, Cañuela se levantaba en puntillas y se deslizaba hacia la puerta, mirando hacia atrás de reojo y mascullando con aire inquieto:
      _¡Ahora sí que revienta, caramba!
      Pero no reventaba, y el chico fue tranquilizándose hasta desechar todo temor.
      Y cuando llegó el domingo y los viejos con su carga a cuesta hubieron desaparecido a lo lejos, en el sendero de la montaña, los rapaces, radiantes de júbilo, empezaron los preparativos para la expedición. Petaca había cumplido su palabra escamoteando a su padre una carga de fulminantes y, en cuanto a los perdigones, se les había sustituido con gran ventaja y economía por pequeños guijarros recogidos en el lecho del arroyo.
       Desenterrada la pólvora que ambos encontraron, después de palparla, perfectamente seca y calientita, y examinando prolijamente el fusil del abuelo, tan venerable y vetusto como su dueño, no restaba más que emprender la marcha hacia las lomas y los rastrojos, lo que efectuaron después de asegurar convenientemente la puerta del rancho. Adelante, con el fusil al hombro, iba Petaca, seguido de cerca por Cañuela que llevaba en los amplios bolsillos de sus calzones las municiones de guerra. Durante un momento disputaron acerca del camino que debían seguir. Cañuela era de opinión de descender a la quebrada y seguir hasta el valle, donde encontrarían bandadas de tencas y de zorzales; pero su testarudo primo deseaba ir más bien a través de los rastrojos, donde abundaban las loicas y las perdices, caza, según él, muy superior a la otra, y, como de costumbre, su decisión fue la que prevaleció.
      Petaca vestía una chaqueta, desecho de su padre, a la cual se le había recortado las mangas y el contorno inferior a la altura de los bolsillos, los cuales quedaron, con este arreglo, eliminados. Cañuela no tenía chaqueta y cubríase el busto con una camisa; pero, en cambio, llevaba enfundadas las piernas en unos gruesos pantalones de paño, con enormes bolsillos que eran su orgullo, y le servían, a la vez, de arca, de arsenal y de despensa.
      Petaca, con el fusil al hombro, sudaba y bufaba bajo el peso del descomunal armatoste. Irguiendo su pequeña talla esforzábase por mantener un continente digno de un cazador, resistiendo con obstinación las súplicas de su primo, que le rogaba le permitiese llevar, siquiera por un ratito, el precioso instrumento.
      Durante la primera etapa, Cañuela, lleno de ardor cinegético, quería se hiciese fuego sobre todo bicho viviente, no perdonando ni a los enjambres de mosquitos que zumbaban en el aire. A cada instante sonaba su discreto: ¡Psh, psh! Llamando la atención de sus compañero, y cuando éste se detenía interrogándole con sus chispeantes ojos, le señalaba, apuntando con la diestra, un mísero chincol que daba saltitos entre la yerba. Ante aquella caza ruin encogíase desdeñosamente de hombros el moreno Nemrod y proseguía su marcha triunfal a través de las lomas, encorvado bajo el fusil cuyo enmohecido cañón sobresalía, al apoyar la culata en el suelo, una cuarta por encima de su cabeza.
      Por fin, el descontentadizo cazador vio delante de sí una pieza digna de los honores de un tiro. Una loica macho, cuya roja pechuga parecía una herida recién abierta, lanzaba su alegre canto sobre una cerca de ramas. Los chicos se echaron a tierra y empezaron a arrastrarse como reptiles por la maleza: El ave observaba sus movimientos con tranquilidad y no dio señales de inquietud sino cuando estaban a cuatro pasos de distancia. Abrió, entonces, las alas y fue a posarse sobre la yerba a cincuenta metros de aquel sitio. Desde ese momento empezó una cacería loca a través de los rastrojos. Cuando después de grandes rodeos y de infinitas precauciones, Petaca lograba aproximarse lo bastante y empezaba a enfilar el arma, el pájaro volaba e iba a lanzar su grito, que parecía de burla y desafío, un centenar de pasos más allá. Como si se propusiese poner a prueba la constancia de sus enemigos, ora salvaba un matorral o una barranca de difícil acceso, pero siempre a la vista de sus infatigables perseguidores, quienes, después de algunas horas de este gimnástico ejercicio, estaban bañados en sudor, llenos de arañazos y con las ropas hechas una criba; mas no se desanimaban y proseguía la caza con salvaje ardor.
      Por último, el ave, cansada de tan insignificante persecución, se elevó en los aires y, salvando una profunda quebrada, desapareció en el boscaje de la vertiente opuesta.
      Cañuela y Petaca que, con las greñas sobre los ojos, caminaban a gatas a lo largo de un surco, se enderezaron consultándose con la mirada, y luego, sin cambiar una sola palabra, siguieron adelante resueltos a morir de cansancio antes que renunciar a una pieza tan magnífica. Cuando, después de atravesar la quebrada, rendidos de fatiga, se encontraron otra en las lomas, lo primero que divisaron fue la fugitiva, que posada en un pequeño arbusto estaba destrozando con su recio pico los tallos tiernos de la planta. Verla y caer ambos de bruces sobre la yerba fue todo uno. Petaca, con los ojos encandilados fijos en el ave, empezó a arrastrarse con el vientre en el suelo remolcando con la diestra penosamente el fusil. Apenas respiraba, poniendo toda su alma en aquel silencioso deslizamiento. A cuatro metros del árbol se detuvo y reuniendo todas sus exhaustas fuerzas se echó la escopeta a la cara. Pero en el instante en que se aprestaba a tirar del gatillo, Cañuela que lo había seguido sin que él se apercibiera, le grito de improviso con su vocecilla de clarín, aguda y penetrante:
      _¿Espera, que no está cargada, hombre!
      La loica agitó las alas y se perdió como una flecha en el horizonte.
      Petaca se alzó de un brinco, y precipitándose sobre el rubillo lo molió a golpes y mojicones. ¡Qué bestia y qué bruto era! Ir a espantar la caza en el preciso instante en que iba a caer infaliblemente muerta. ¡Tan bien había hecho la puntería!
      Y cuando Cañuela entre sollozos balbuceó:
      _¡Porque te dije que no estaba cargada…!
      A lo cual el morenillo contestó iracundo, con los brazos en jarra, clavando en su primo los ojos llameantes de cólera:
      _¿Por qué no esperaste que saliera el tiro?
      Cañuela cesó de sollozar, súbitamente, y enjugándose los ojos con el revés de la mano, miró a Petaca, embobado, con la boca abierta. ¡Cuán merecidos eran los mojicones! ¿Cómo no se le ocurrió cosa tan sencilla? No, había que rendirse a la evidencia. Era un ganso, nada más que un ganso.
      La armonía entre los chicos se restableció bien pronto. Tendidos a la sombra de un árbol descansaron un rato para reponerse de la fatiga que los abrumaba. Petaca, pasado ya el acceso de furor, reflexionaba y casi se arrepentía de su dureza porque, a la verdad, matar un pájaro con una escopeta descargada no le parecía ya tan claro y evidente, por muy bien que hiciese la puntería. Pero, como confesar su torpeza habría sido dar la razón al idiota del primillo, se guardó calladamente sus reflexiones para sí. Hubiera dado con gusto el cartucho de dinamita que tenía allá en el rancho, oculto debajo de la cama, por haber matado la maldita loica que tanto los había hecho padecer. ¡Si al salir hubieran cargado el arma! Pero aún era tiempo de reparar omisión tan capital, y poniéndose en pie, llamó a Cañuela para que le ayudase en la grave y delicada operación, de la cual ambos tenían sólo nociones vagas y confusas, pues no habían tenido aún oportunidad de ver cómo se cargaba una escopeta.
      Y mientras Cañuela, encaramado en un tronco para dominar la extremidad del fusil que su primo mantiene en posición vertical, espera órdenes baqueta en mano, surgió la primera dificultad. ¿Qué se echaba primero? ¿La pólvora o los guijarros?
Petaca, aunque bastante perplejo, se inclinaba a creer que la pólvora, e iba a resolver la cuestión en este sentido, cuando Cañuela, saliendo de su mutismo, expresó tímidamente la misma idea.
      El espíritu de intransigente contradicción de Petaca contra todo lo que provenía de su primo, se reveló esta vez como siempre. Bastaba que el rubillo propusiese algo para que él hiciese inmediatamente lo contrario. ¡Y con qué despreciativo énfasis se burló de la ocurrencia! Se necesitaba ser más borrico que un buey para pensar tal despropósito. Si la pólvora iba primero, había forzosamente que echar encima los guijarros. ¿Y por dónde salía entonces el tiro? Nada, al revés había que proceder. Cañuela, que no resollaba, temeroso que una respuesta suya acarrease sobre sus costillas razones más contundentes, vació en el cañón del arma una respetable cantidad de piedrecillas sobre las cuales echó, en seguida, dos gruesos puñados de pólvora. Un manojo de pasto seco sirvió de taco, y con la colocación del fulminante, que Petaca efectuó sin dificultad, quedó el fusil listo para lanzar su mortífera descarga. Púsoselo al hombro el intrépido morenillo y echó a andar seguido de su camarada, escudriñando ávidamente el horizonte en busca de una víctima. Los pájaros abundaban, pero emprendían el vuelo apenas la extremidad del fusil amenazaba derribarles de su pedestal en el ramaje. Ninguno tenía la cortesía de permanecer quietecito mientras el cazador hacía y rectificaba una y mil veces la puntería. Por último, un impertérrito chincol tuvo la complacencia, en tanto se alisaba las plumas sobre una rama, de esperar el fin de tan extrañas y complicadas manipulaciones. Mientras Petaca, que había apoyado el fusil en un tronco, apuntaba arrodillado en la yerba, Cañuela, prudentemente colocado a su espalda, esperaba, con las manos en los oídos, el ruido del disparo que se le antojaba formidable, idea que también asaltó al cazador, recordando los tiros que oyera explotar en la cantera y, por un momento, vaciló sin resolverse a tirar del gatillo; pero el pensamiento de que su primo podía burlarse de su cobardía, lo hizo volver la cabeza, cerrar lo ojos y oprimir el disparador. Grande fue su sorpresa al oír en vez del estruendo que esperaba, un chasquido agudo y seco, pero que nada tenía de emocionante. Parece mentira, pensó, que un escopetazo suene tan poco. Y su primera mirada fue para el ave, y no viéndola en la rama, lanzó un grito de júbilo y se precipitó adelante seguro de encontrarla en el suelo, patas arriba.
       Cañuela, que viera el chincol alejarse tranquilamente, no se atrevió a desengañarle; y fue tal el calor con que su primo le ponderó la precisión del disparo, de cómo vio volar las plumas por el aire y caer de las ramas el pájaro despachurrado que, olvidándose de lo que había visto, concluyó, también, por creer a pie juntillas en la muerte del ave, buscándola ambos con ahínco entre la maleza hasta que, cansados de la inutilidad de la pesquisa, la abandonaron, desalentados. Pero, ambos habían olido la pólvora y su belicoso entusiasmo aumentó considerablemente, convirtiéndose en una sed de exterminio y destrucción que nada podía calmar.
      Cargaron rápidamente el fusil y, perdido el miedo al arma, se entregaron con ardor a aquella imaginaria matanza. El débil estallido del fulminante mantenía aquella ilusión, y aunque ambos notaron al principio con extrañeza el poquísimo humo que echaba aquella pólvora, terminaron por no acordarse de aquel insignificante detalle.
      Sólo una contrariedad anublaba su alegría. No podían cobrar una sola pieza, a pesar de que Petaca juraba y perjuraba haberla visto caer requetemuerta y desplumada, casi, por la metralla de los guijarros. Mas, en su interior, empezaba a creer seriamente, recordando como las flechas torcidas describen una curva y se desvían del blanco, que la dichosa pólvora estuviera chueca. Prometióse, entonces, no cerrar los ojos ni volver la cabeza al tiempo de disparar para ver de qué parte se ladeaba el tiro; mas, un contratiempo inesperado le privó de hacer esta experiencia. Cañuela, que acababa de meter un grueso puñado de guijarros en el cañón, exclamó de repente desde el tronco en que estaba encaramado, con todo de alarma:
      _¿Se acabó la escopeta!
      Petaca miró el fusil que tenía entre las manos y luego a su primo lleno de sorpresa, sin comprender lo que aquellas palabras significaban. El rubillo le señaló entonces la boca del cañón, por la que asomaba parte del último taco. Inclinó el arma para palpar la abertura con los dedos y se convenció de que no había medio de meter ahí un grano más de pólvora o de lo que fuese. Su entrecejo se frunció. Empezaba a adivinar por qué el armatoste había aumentado tan notablemente de peso. Se volvió hacia el rancho, al que se habían ido acercando a medida que avanzaba la tarde, y reflexionó acerca de las probables consecuencias de aquel suceso, decidiendo, después de un rato, emprender la retirada y dejar a Cañuela la gloria de salir de su labor del atolladero. Demasiado conocía el genio del abuelo para ponerse a su alcance. Pero su fecunda imaginación ideó otro plan que le pareció tan magnífico que, desechando la huida proyectada, se plantó delante de su primo, el cual, muy inquieto, le había observado hasta ahí sin atreverse a abrir la boca, y le habló con animación de algo que debía ser muy insólito, porque Cañuela, con lágrimas en los ojos, se resistía a secundarle. Pero, como siempre, concluyó por someterse, y ambos se pusieron afanosamente a reunir hojas y ramas secas, amontonándolas en el suelo. Cuando creyeron había bastante, Cañuela sacó de sus insondables bolsillos una caja de fósforos e incendió la pira. Apenas las llamas se elevaron un poco, Petaca cogió el fusil y lo acostó sobre la hoguera, retirándose en seguida, los dos, para contemplar a distancia los progresos del fuego. Transcurrieron algunos minutos y ya Petaca iba a acercarse nuevamente para añadir más combustible, cuando un estampido formidable los ensordeció. La hoguera fue dispersada a los cuatro vientos, y siniestros silbidos surcaron el aire.
      Cuando pasada la impresión del tremendo susto, ambos se miraron, Petaca estaba tan pálido como su primo, pero su naturaleza enérgica hizo que se recobrase bien pronto, encaminándose al sitio de la explosión, el cual estaba tan limpio como si le hubiesen rastrillado. Por más que miró no encontró vestigios del fusil. Cañuela, que lo había seguido llorando a lágrima viva, se detuvo de pronto petrificado por el terror. En lo alto de la loma a treinta pasos de distancia, se destacaba la alta silueta del abuelo avanzando a grandes zancadas. Parecía poseído de una terrible cólera. Gesticulaba a grandes voces, con la diestra en alto, blandiendo un tizón humeante que tenía una semejanza extraordinaria con una caja de escopeta. Petaca, que había visto, al mismo tiempo que su primo, la aparición, echó a correr por el declive de la loma, golpeándose los muslos con las palmas de las manos, y silbando al mismo tiempo su aire favorito. Mientras corría, examinaba la caja del arma, él podía muy bien hallar, a su vez, el cañón o un pedacito siquiera con el cual se fabricaría un trabuco para hacer salvas y matar pidenes en la laguna.

 

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La huelga

 

  S

on las 6 de la mañana. El sol por encima de los contrafuertes andinos esparce sobre la pampa una claridad deslumbradora.
Bajo el cielo azul de una pureza y transparencia extraordinaria, l parda superficie del desierto osténtase desnuda como una inmensa pizarra en la que un lápiz gigantesco hubiese trazado, repitiéndolos al infinito, los blancos caracteres de una misma fórmula.
      Son los rajos de las calicheras.
      Anchas grietas recortan y cruzan en todas direcciones la yerma extensión del páramo donde el bochorno del día y el frío glacial de la noche han sellado un pacto eterno de confabulación y hostilidad a la vida.
      Bíblico campo sembrado de sal, en vano la pólvora y la dinamita han abierto en él, con sus rejas flamígeras, innumerables surcos, y hundido y desgarrado por mil partes su infecunda entraña.
      La ausencia absoluta de toda vegetación da a la tierra convulsionada el aspecto de un negro mar embravecido, súbitamente petrificado.
      Un silencio solemne reina en la pampa, que sólo interrumpen de tarde en tarde, la sorda y lejana detonación de un tiro o los gritos desaforados y rabiosos de los carreteros.
      A pocos pasos de la polvorosa huella, por la que van y vienen las carretas transportadoras de los acopios, los particulares Luis Olave y Fermín Pavez, el barretero Simón Araya y su hijo Vicente se ocupan desde el amanecer en la apertura de una calichera.
      Vestidos con el traje de rigor: blusas y pantalones de tela blanca, trabajan con ahínco a fin de aprovechar la favorable temperatura de la mañana. En tanto que los dos primeros aprietan las cargas de pólvora, Simón y Vicente finiquitan la destazadura del último barreno.
      Con los pesados machos, las particulares o calicheros golpean rudamente los atacadores de madera de sauce, encima de los tacos de chuca y costra, a fin de asegurar la mayor eficacia del tiro.
      La tarea avanza lentamente y hace más penosa a medida que el sol se levanta en el horizonte por sobre la brumosa serranía del oriente. Poco a poco, con la gloriosa irradiación del astro aumenta y crece el bochorno del día. Sobre la tierra caldeada el aire tiembla y produce fantásticos espejismos, que cambian de forma y se desvanecen en las lejanías grises y cenicientas.
      Hacia el oriente, a varios centenares de metros, se alzan las opacas y chatas construcciones de las oficinas, sobre las cuales se destacan perfilándose, rectas en el horizonte, las negras y humeantes chimeneas de la máquina.
      En tanto que los particulares voltean en el aire sin descanso los pesados martillos, el barretero Simón, echado de bruces en el suelo, vigila la tarea del destazador metido cabeza abajo dentro del agujero circular del barreno.
      Para mantener al muchacho a la altura conveniente tiénelo su padre asido por los tobillos, lo que le permite oír la respiración anhelosa del pequeño, que falto de aire y sofocado por el polvo, sufre mortales congojas en aquella posición invertida.
      De pronto, Olave, que concluida su tarea se ha aproximado y mira con atención dentro del orificio, ve que los desnudos y hermosos piececillos se crispan convulsivamente entre las rudas manos del obrero el cual, incorporándose con prontitud extrae fuera de aquel embudo el cuerpo diminuto de un rapazuelo de 8 años.
      Blanco de polvo, los ojos inyectados en sangre y la cara congestionada, el pequeño era presa de un violento acceso de tos.
      El barretero murmuró furioso:
      _¡Maldito diablo! No aguanta ni tres minutos. En esta taza vamos a enterrar el día.
      Olave, que inclinado sobre el niño limpiaba con su pañuelo el menudo rostro cubierto de sudor y tierra, reconvino amistosamente a su camarada:
      _Simón, el chico está resfriado y es inhumano hacerlo trabajar así. ¿No es cierto, Vicente, que sentiste frío esta mañana cuando salimos del campamento?
      El pequeño, con los ojos llenos de lágrimas, contestó mirando a su padre:
      _No, es el polvillo de la chuca que cae de arriba y me pica la garganta… Eso es lo que me hace toser.
      Olave, que sentía crecer la piedad que le inspiraba la criatura, propuso a sus camaradas tronar los dos tiros que tenían listos  y dejar la carga y la explosión del tercero para el día siguiente.
      Pero ambos le objetaron al punto que el rajo resultaría entonces demasiado corto. Para trabajar con comodidad necesitaban que la calichera tuviese una longitud de diez metros, lo que únicamente conseguirían explotando los tres tiros a la vez.
      Las razones aducidas por los obreros eran irrefutables, y Olave hubo de resignarse, mal de su grado, a no insistir en su proposición.
      A una seña de su parte, acababa de extraer con la cuchara los últimos residuos de coba depositados en la taza, el chico se aproximó a la abertura y, empuñando con la diestra la pequeña y acerada barra cortada en bisel, que el obrero le alargaba, se introdujo cabeza abajo en el angosto cañón del tiro.
      Olave, ahogando un sentimiento de protesta y conmiseración, apartó con disgusto la mirada de aquel espectáculo y pasando junto a Fermín, que seguía atacando la carga del segundo tiro, fue a sentarse a pocos pasos de distancia en un bloque de costra. Paseó una mirada vaga por el tétrico y desolado paisaje sintiendo su ánimo embargado por una indefinible y honda sensación de malestar. Para su generoso espíritu sediento de justicia, la vida miserable de tantos millones de hombres embrutecidos por crueles faenas en una naturaleza hostil, era un manantial inagotable de sufrimiento a la vez que un acicate para persistir en la obra en que estaba empeñado.
      Conocer a fondo la causa generadora de tantas miserias era el propósito que le hacía soportar la penosa vida que llevaba hacía un mes en la tierra del salitre. Muy joven, pues sólo contaba 26 años, Olave llevaba desde tiempo atrás una vida azarosa y aventurera. Paladín de las nuevas ideas de reivindicaciones obreras, había tomado parte activa en las luchas que contra el capital iniciaron las masas proletarias.
      Huérfano, de condición humilde, había profesado los más diversos oficios hasta obtener una plaza de cajista en un imprenta. La influencia del medio, la lectura de ciertos libros y el contacto con ciertas compañías hicieron de él un anarquista furibundo. Sin embargo, muy pronto su espíritu observador y equilibrado reaccionó, y comenzó a ver cuánto había de falso y utópico en ciertas teorías. Conocedor de la mentalidad del pueblo, del profundo abismo de ignorancia, vicios y miserias en que se halla sumergido, aquella evolución de su espíritu se acentuó y la revolución social y la suplantación de los de arriba por los de abajo, le parecieron en el momento actual tan lejanas e imposibles como invertir la carrera del sol. Sin embargo, esta comprensión del problema no lo desanimó, y orientado por su buen sentido se entregó de lleno a la obra de propagar entre los trabajadores ideas de unión y de asociación.
      Durante dos años, secundado por otros camaradas, dedicó todas sus energías a la obra de sacar de su modorra secular a las masas, haciéndolas entrever un cambio en su condición. Sin desanimarse nunca, soportando con paciencia las persecuciones de arriba y los ataques de los de abajo, de los mismos a quienes procuraba favorecer, tuvo la satisfacción que sus esfuerzos no eran perdidos.
      Poco a poco el pueblo comenzaba a despertar de su letargo y en los centros fabriles de Santiago y Valparaíso aparecieron junto con las cooperativas, las mancomunales y sociedades de resistencia, las primeras hojas impresas redactadas por obreros. El movimiento inicial estaba dado, y seguro de que no se detendría Olave pensó entonces trasladarse a la región salitrera de la que las frecuentes huelgas de trabajadores tenían preocupado al gobierno del país.
      Diversas circunstancias impidieron a Olave realizar estos propósitos hasta el día en que un enganche se lo permitió.
      En las cuatro semanas transcurridas desde su arribo a la pampa había recorrido varias oficinas a fin de imponerse de las diversas fases de esa vida y de esa faena únicas en el mundo. Pronto tuvo que convencerse que sólo la magnitud de esas oficinas las diferenciaba y que las características de todas ellas eran las mismas con pequeños detalles que no alteraban la uniformidad del conjunto. Esta circunstancia lo decidió a quedarse en Santa Clotilde, aceptando la proposición que le hiciera Pavez el día anterior, para explotar juntos una calichera. Cerrado el trato, a las 5 de la mañana daban ambos principio a la tarea de cargar los tiros ya preparados, operación que había terminado antes que la destazadura del tercer barreno estuviese lista.
      En tanto que Pavez igualaba la longitud de las guías y las ataba con un bramante. Olave desde su sitio seguía los movimientos del barreno. Cada tres o cuatro minutos Simón extraía tirándolo por los pies al pequeño Vicente, que tras un breve descanso volvía a introducirse en el hueco como un reptil que se mete en su madriguera.
      La brutal faena de la criatura despertaba en Olave amrgos rencores que un tiempo le dominaron. Entristecíale profundamente la inconsciencia de aquel padre que como tantos otros entregaba, a cambio de algunas monedas, a sus pequeñuelos a la voraz explotación capitalista, que los deformaba prematuramente y no reparaba en medios.
      Por eso experimentó un gran alivio cuando el obrero llamó a Fermín una vez terminada la taza.
      Olave se levantó y se aproximó a su vez para examinar el trabajo. El cañón del tiro, de un diámetro inferior a cuarenta centímetros, atravesaba las capas de la chuca, costra, caliche, congelo, y terminaba en la coba, donde el destazador lo había ensanchado considerablemente practicando una cavidad circular capaz de contener dos quintales de pólvora.
      Fermín después de un breve examen se declaró satisfecho, y procedió en el acto a efectuar la carga. Desenvolvió un rollo de guía y cortó con cortaplumas un trozo de diez metros de longitud. En seguida dobló la mecha por la mitad y sujetó en este punto un pedazo de costra, el que arrojó dentro del agujero, dejando afuera sus dos extremidades. Acto continuo ayudado por Olave arrastró un enorme saco de pólvora que yacía a corta distancia hasta el borde de la abertura dentro de la cual vaciaron gran parte de su contenido. Luego y a pesar de las protestas de Olave comenzó el calichero a desplazar el explosivo dentro de la taza valiéndose para ello de una barreta de acero en vez del mango de madera de la cuchara.
      Fermín y Simón y aun el pequeño Vicente se reían del estupor de Olave ante aquella temeridad. ¡Vaya con el nuevo y qué valiente era!
      A pesar de sus burlas, el mozo se apartó a prudente distancia temiendo que el roce del acero en las asperezas del terreno encendiese la chispa que determinase la deflagración de la pólvora.
      Aquel desprecio por la vida, detalle que había comprobado en la pampa, era para Olave un síntoma revelador de hasta qué punto alcanzaba la miseria de aquellos que habían modificado en la existencia una de las leyes fundamentales de la naturaleza: el instinto de conservación.
      A pesar de los dolorosos accidentes producidos, habían adoptado los obreros aquel medio por el más rápido, sin cuidarse para nada de sus consecuencias.
      Pronto con aquel medio expeditivo el desplazamiento de la pólvora quedó terminado. Y Olave cogió el macho, el atacador, y se acercó para ayudar a Fermín que arrojaba dentro del tiro pequeños trozos de costra y chuca para formar el primer taco.
      Cuando la delicada y laboriosa operación de atacar el tiro estuvo terminada, el barretero y su hijo estaban ya muy lejos.
      Los tres tiros en línea recta y a igual distancia unos de otros dejaron sobresalir en la superficie las seis largas mechas todas iguales en longitud. A fin de encenderlas todas a la vez, unió Fermín las extremidades de las guías con un bramante y colocó el haz así formado encima de un montoncillo de pólvora que había reservado al efecto y los esparció en forma de reguero.
      Antes de encender el fósforo que debía prender el reguero de pólvora, los particulares recogieron las herramientas y las apartaron, luego miraron a su alrededor para asegurarse de la soledad del sitio. Convencido que no había alma viviente en las proximidades, Fermín, en tanto que Olave corría a ocultarse en los desmontes cercanos, prendió la pólvora. Al pronto una gran llamarada se alzó del montoncillo y las seis mechas libres libres del nudo empezaron a retorcerse y sólo cuando Pavez vio que todas estaban encendidas se alejó a su vez corriendo dando grandes voces, al grito de: ¡Fuego!
      Agazapado debajo de un enorme bloque de costra, Olave miraba con atención la leve humareda de las mechas. Transcurrió un largo minuto y sobrevino la explosión que hizo estremecerse el suelo, y con sordo mugido se abrió la tierra y vomitó hacia arriba, entre rojas llamaradas, masas oscuras envueltas en una espesa humareda amarillenta. Segundos después una granizada de proyectiles acribilló el suelo. Olave, advertido por su camarada, se mantuvo quieto en su escondite, pues los trozos pequeños son proyectados a veces a una inmensa altura, lo que retarda su caída largos minutos, después de producido el estallido. Estos pedruscos que atraviesan la capas de aire con la velocidad de una bala, han ocasionado numerosos accidentes. Grande fue pues su inquietud al ver a Fermín desafiando impávido aquella metralla celeste caminando tranquilamente hacia la calichera.
      Olave esperó un minuto todavía y se acercó a su compañero.
      En el sitio donde se habían clavado los barrenos había ahora una ancha grieta de dos metros de profundidad. A los lados el terreno aparecía removido, volcado en partes y dado vuelta como los labios de una herida.
      Dividida en grandes bloques y pequeños fragmentos, la masa volada cubría una gran extensión de cuarenta metros, dejando al centro el rajo.
      Olave fue el primero que rompió el silencio:
      _¿Qué tal, compañero? _preguntó.
      El interpelado respondió sin entusiasmo:
      _Así, así… Mejor hubiera sido si este tiro _y señaló el último_, no se hubiera casi arrebatado, pero _agregó_, ya no tiene remedio. Otra vez apretaremos mejor el taco. _Olave no contestó, miraba a la distancia una pequeña nube de humo que se movía en dirección a ellos con rapidez. Fermín, que también la había visto, dijo sencillamente:
      _Es el corrector, vamos a buscar las herramientas.
      En ese momento una carreta cargada de caliche arrastrada por poderosas mulas pasaba hundiendo la llanta de las ruedas sobre las huellas. El conductor, montado sobre el animal de la izquierda, fustigaba el tiro con violencia. Al ver a los calicheros, les gritó, señalando con el látigo algunos trozos de costra esparcidos por el camino:
      _Limpien la huella, pedazo de brutos.
      Olave se detuvo indignado por la grosería de aquel lenguaje, pero se calmó al punto al ver a Fermín que en tanto apartaba de la huella los obstáculos, devolvía a su contrincante insulto por insulto. La granizada de improperios que salía de sus bocas contrastaba con la risueña expresión de sus semblantes. Cumplían con una costumbre generalizada en la pampa.
      Minutos después el corrector, de pie en el borde del rajo, hacía anotaciones en una libreta.
      Era un hombre de 35 años, de pequeña estatura, de anchas espaldas, de rostro moreno, curtido por el aire y el sol del desierto. Altanero y despótico, los obreros le temían y le odiaban por su carácter autoritario.
      Vestido de un traje de dril blanco con polainas especiales, cubría su cabeza con un ancho sombrero de pita. Después de examinar con gran atención el manto de caliche que la explosión había dejado al descubierto, interrogó brevemente:
      _¿Quién de Uds. va a dirigir el trabajo?
      _Yo _dijo Fermín, y agregó dirigiéndose a Olave_, el compañero es nuevo en la pampa.
      El jefe lanzó sobre el mozo una mirada penetrante y trazó en seguida algunas líneas en su libreta y desgarrando la hoja la pasó a Pavez, diciéndole:
      _El diario y el caliche que pasen a la rampa, se anotarán en su libreta.
      El obrero tomó el papel y después de pasar rápidamente por él la vista lo guardó en su bolsillo del pantalón en tanto le decía:
      _Bueno, don Daniel, pero no se olvide que la carretada es a cinco pesos. Así la tratamos ayer.
      El corrector se inclinó y recogió un trozo de caliche, lo dio vuelta entre sus manos, con atención desprendió un pedacito y lo puso en contacto con la lengua. Escupió en seguida y dijo:
      _Si la ley no baja, mantengo lo dicho _y poniéndose la libreta en el bolsillo se acercó al caballo, montó y se alejó al trote levantando una nube de polvo.
      Fermín hizo una mueca y murmuró con rabia:
      _Lo mismo de siempre, si la ley no baja… ya bajará en cuanto les acomode.
      Olave le arguyó:
      _Pero si la ley baja es fácil comprobarlo.
      Fermín lo miró con lástima:
      _Vaya, compañero, cómo se conoce que Ud. es nuevo por estos mundos. ¿Qué diría de mí si yo le asegurara que en estos mismos momentos son las doce de la noche?
      Olave se sonrió y le contestó:
      _Sencillamente que Ud. estaba ciego o loco.
      _Pero trataría Ud. de convencerme de mi engaño.
     _Me guardaría muy bien de hacerlo.
      _Pues lo mismo hacemos nosotros, callar y aguantar el despojo después de pasar la lengua por el caliche nos dicen que está salado.
      Luego, sin perder un momento, los particulares dieron principio a la tarea preliminar del desmonte. Empleando las barretas como palancas, daban vueltas los bloques de costra voluminoso, apartando a la derecha la masa volada y a la izquierda el caliche entremezclado en el terreno.
      En aquel breve espacio, a dos metros de profundidad, la tarea es penosísima.
      A las nueve de la mañana la pampa es …

 

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 Caza mayor

  E

n el llano dilatado y árido los rayos del sol tuestan la yerba que crece entre los matorrales, cuyos arbustos raquíticos entrelazan sus ramas débiles y rastreras con las retorcidas espirales de las parásitas hojas secas y polvorosas. En las sendas desnudas abrasa la arena negra y gruesa, y entre los manojos óyese el ruido que producen las culebras y lagartijas que, hartas de luz y calor, se deslizan buscando un poco de sombra entre el escueto ramaje de las murtillas y los tallos de los cardos erguidos y resecos.

      Con el cuerpo inclinado y el fusil entre las manos temblorosas, el Palomo, un viejecillo pequeño.

      Y seco como una avellana, a pasos cortos sobre sus piernas vacilantes sigue los rastros que las pisadas de las perdices dejan en la arena calcinada de los senderos.

      Nadie como él para distinguir entre mil la huella fresca y reciente y reconocer si la pieza es un macho o una hembra, un pollo o un adulto. Solo, sin deudos que amparen su desvalida ancianidad, con el producto de la caza satisface apenas sus más premiosas necesidades.

      Los rayos del sol, cayendo a plomo sobre sus espaldas encorvadas, hacían más penosa su marcha sobre aquel suelo blando y movedizo. Su fatiga era grande y aún no se había disparado un tiro cuando de pronto se irguió, deteniéndose ante un grupo de espinos y de litres achaparrados: el rastro tan pacientemente seguido terminaba allí. Rodeo el matorral, observando el suelo con atención para cerciorarse de que el ave no se había escurrido por otro lado, y levantando el gatillo atisbó por entre las ramas, estirando el cuello y empinándose en la punta del los pies

      Los tres dedos marcados en la arena y proyectados hacia adelante como un abanico indicaban un soberbio macho.

      Sus ojos inquietos y vivaces que registraban cada hoja, cada tallo de hierba, descubrieron muy pronto el pico amarillo y la oscura cabeza asomando por la bifurcación de una rama. El cuerpo del color de la hoja seca, se adivinaba más bien que se veía oculto entre la hojarasca. Apuntó con detención y tiró el gatillo: una magnífica perdiz con las plumas medio chamuscadas por el fogonazo ocupó su sitio en el morral vacío.

      Alegre y satisfecho se dispuso en seguida a cargar el fusil, cuyo mohoso cañón de una longitud y calibre desmesurados estaba unido a la caja por ligaduras de cordel y de bejuco. Un trozo de madera fijado en un agujero a la extremidad del vetusto instrumento hacía las veces de mira, trozo que había que renovar después de cada disparo, pues éste se llevaba por delante el pedazo anterior que le servía de base y muy a menudo la eficacia del tiro se debió a este improvisado proyectil más mortífero que un simple perdigón. Con el uso del agujero se había agrandado y el grosor de la mira crecido en proporción. Al apuntar, la vista se encontraba con un monolito tras el cual no se vería un elefante.

      La gravedad solemne con que cargaba el arma demostraba la importancia dada a esta operación. Destapado el frasco de pólvora, vertía en la palma de la mano el polvo negro y lustroso y aproximando la boca del cañón vaciábalo despacio, soplando cuidadosamente los granos adheridos a la piel seca y rugosa. Atacaba con calma el manojo de hierba que servía de taco, y luego en el hueco de la mano contaba meticulosamente los Doce Pares, doce perdigones redondos y relucientes a fuerza de restregarlos entre sus dedos como objetos preciosos, y dos a dos para establecer bien la cuenta precipitábalos dentro del tubo descomunal. Por último, tomando un perdigón más grueso que los demás, antes de soltarlo trazaba con él la señal de la cruz en la boca del cañón: era Carlomagno que iba a hacer compañía a sus caballeros.

      Terminada la tarea y cegado por la deslumbradora claridad que irradiaba de lo alto, con una mano delante de los ojos a guisa de pantalla, exploraba el horizonte, indeciso acerca de la dirección que debía seguir, cuando el silbido de la perdiz que levanta el vuelo y crispa los nervios del más flemático lo hizo volverse con presteza. A su derecha a una ligera depresión del terreno, percibió distintamente el ave abatiéndose con rápido aleteo. En algunos minutos salvó la distancia y aproximándose cauteloso, con infinitas precauciones, siguiendo la pista grabada en la arena descubrió la presa agazapada entre los cardos. Apoyó la culata en el hombro y soltó el tiro. Aún no se disipaba el humo del disparo en la atmósfera abrasada cuando un bulto rojizo pasó a su lado como una tromba y rozó sus piernas que vacilaron, dando un traspié.

      Lanzó un grito de sorpresa y de cólera:

      _¡Quita allá, Napoleón!

      Pero ya era tarde: la perdiz a la cual la mira había atravesado el cuello, acababa de desaparecer en las fauces de un enorme perro de presa de color leonado.

      Pasado el primer momento de estupor, con el fusil en alto se abalanza sobre el intruso y lleno de coraje menudea los golpes que el ladrón esquiva con gran facilidad, dando bruscos saltos entre las matas sin soltar la presa. Fatigado y jadeante se detuvo apoyándose en el cañón de su vieja carabina. A la cólera había sucedido la angustia dolorosa que se experimenta ante una pérdida irreparable. ¡Una pieza tan hermosa, manjar de príncipe, engullida por aquel soez animalucho! Sus ojos se humedecieron, y cambiando de táctica, con temblona voz que se esforzaba en hacer cariñosa, repetía:

      _Napoleón, buen perro, venga acá, hijito.

      Entre tanto el buen perro husmeaba el suelo, reconociendo las migajas del festín, y terminado el banquete asomó por entre la hojarasca el hocico erizado de plumas, relamiéndose golosamente, y fijando en el cazador atontado sus ojos relucientes como brasas pareció muy dispuesto a corresponder sus demostraciones de afecto. De un salto salió de la espesura y con aire regocijado, meneando con vivacidad el rabo diminuto, fue a restregar el hocico para desprender las plumas en las piernas poco olidas del vejete.

      Ante el cinismo y la desvergüenza de que hacía gala aquel mal bicho, sintió que le volvía el coraje y por un instante sólo ideas de sangre y de exterminio brotaron de su cerebro enardecido. Dábanle ímpetus de vaciar en el arma el frasco de perdigones y en seguida descerrajar aquel tiro atroz sobre el infame bandido, aventándolo en el aire.

      Pronto se aplacó: el amo del perrazo era el mayordomo de la hacienda, hombre autoritario y brutal que hubiera vengado cruelmente cualquier ofensa hecha a su favorito.

      La afición del dogo por las perdices era de época reciente y databa del día en que una de estas aves heridas al vuelo por certero disparo fue a caer entre sus patas. El bocado debió de saberle a gloria, porque a partir de allí, oír un escopetazo y salir disparado, era todo uno.

      Ese día atraído por el primer tiro había llegado a tiempo para aprovecharse del segundo.

      El viejo, descorazonado y triste, sin pensar en el desquite se alejaba con tardo paso de aquel infausto sitio cuando de pronto se detuvo sorprendido. El morral había triplicado su peso. Echó una rápida ojeada por encima del hombro y sus grises ojillos relampaguearon.

      El dogo, cogiendo delicadamente con los dientes el saco, trataba de desprenderlo del cordón que lo sujetaba. ¡Dios santo! Qué ira le acometió: irguió su pequeña talla y tomando el fusil por el cañón tiró con bríos de través un culatazo a la maldita bestia, pero sólo hirió el aire, sus débiles piernas incapaces de resistir el impulso del pesado armatoste se doblaron y se cayó cuan largo era entre la maleza, arañándose cruelmente manos y rostro.

      Por largo tiempo permaneció acurrucado en el suelo con el arma entre las piernas, mientras discurría en el medio de librarse del intruso que sentado en sus cuartos traseros, a dos pasos de distancia, lo miraba con descaro, con aire entre sorprendido y contrariado por la tardanza en proseguir la caza interrumpida. Abriendo la ancha boca, bostezaba con gruñidos sordos de impaciencia, y creyendo que la actitud del cazador era debido a un olvido momentáneo, quiso recordarle sus deberes con el ejemplo.

      Como el perdiguero de raza, meneando con rapidez el rabo corto y grueso, el hocico pegado al suelo, resoplando ruidosamente se metió por entre la maleza, levantando nubes de diucas y chincoles y poniendo en fuga a los lagartos que dormitaban entre las hojas. De vez en cuando se detenía; alzaba la cabeza, dirigiendo una mirada al viejo inmóvil, y emprendía de nuevo la tarea con mayores bríos.

      Por fin éste se levantó y, como dando por terminada la cacería, púsose el fusil al hombro y echó a andar con actitud indiferente por los sitios más áridos y descubiertos. Mas la estratagema no surtía efecto. El dogo lo seguía con la cabeza baja, de mala gana, pero sin apartarse de sus talones. Exasperado por aquella obstinada persecución tentó un último recurso: dejó caer con disimulo el arma a un lado de la senda y con las manos en los bolsillos, como un desocupado que se pasea para estirar las piernas, siguió andando sin volver la cabeza. El ardid tuvo un éxito decisivo: después de un corto trecho, Napoleón, lanzándose al pasar una mirada de reojo, tomó la delantera; se alejaba al trote con el rabo caído y las orejas gachas, sin mirar atrás.

      Por fin estaba libre, y restregándose los ojos, como quién despierta de una pesadilla, vio desaparecer jubiloso al maldito animal. Aún era tiempo de recuperar lo perdido, y esforzándose en vencer el cansancio y la fatiga, recobró el fusil y se internó en un bosquecillo de boldos y arrayanes. Las perdices acosadas en el llano por el calor debían haber buscado un refugio en la espesura. No se engañaba; por todas partes se veían numerosos rastros. Púsose a la obra con afán, escudriñando los troncos carcomidos y registrando los rincones sombríos bajo las hojas verde esmeralda de los bóquiles sin que lo distrajese el ruido de ramas rotas que creía oír a cada instante entre la maleza. Sin duda sería una raposa interrumpida en su siesta que abandonaba la guarida con su paso inquieto y cauteloso.

      Su constancia se vio en breve recompensada: una perdiz avanzando imprudentemente la cabeza, lo espiaba detrás de un tronco. Alargó el brazo y oprimió el disparador. Tras el estampido, apartáronse violentamente las ramas y apareció la cabeza del dogo con las orejas tiesas y rectas. De un salto cayó sobre la perdiz y empezó a triturarla entre sus poderosas mandíbulas. El arma se escapó de las manos del vejete. El asombro, la cólera, el dolor y el desaliento más profundo se pintaron en su rostro. Se sintió vencido, sin fuerzas para la lucha y una honda congoja sobrecogió su ánimo atribulado. ¡Qué podía él, viejo decrépito, arrojado de todas partes como fardo inútil, contra aquel fiero y formidable enemigo capaz de estrangularlo de una sola dentellada!

      Resignado recogió el fusil y, mientras vaciaba su última carga de pólvora, dos gruesa lágrimas se deslizaron por sus enjutas mejillas y pasando a través del cano bigote humedecieron sus labios: eran amargas como la hiel.

      Todo a su alrededor era salvaje y agreste. Caliginosos vapores elevábanse por el lado del mar sobre las dunas en reposo. Ni un grano de arena resbalaba por sus pardas laderas que la inmovilidad del aire detenía en su avance interminable por la llanura sin límites. El espacio inundado de luz contrastaba con el suelo apizarrado de vegetación lánguida y escasa del que se exhalaba un hálito de fuego. Agobiado por el calor ascendía penosamente la rápida escarpa para alcanzar la carretera, cuando un súbito tirón lo hizo girar sobre sí mismo y perdiendo el equilibrio vino a tierra con estrépito. Incorporóse a medias: por el talud descendía gallardamente Napoleón, llevando el morral pendiendo de la boca. Una llamarada brotó de los ojos apagados del viejo y la sangre en oleadas hirvientes se agolpó a su corazón y a su cerebro, devolviéndole por un instante el vigor de la juventud. ¡Jamás su pulso había sido tan firme ni su ojo tan certero...!

      Un estrepitoso aullido contestó a la detonación: el dogo soltó el morral y con los pelos del lomo erizados como púas desapareció entre los matorrales. Pasado el primer estallido de la cólera, sintió el anciano que la sangre se helaba en sus venas y un enervamiento profundo embargó todo su ser. Su alma de siervo experimentó un desfallecimiento supremo. Creyó haber cometido un enorme crimen y la figura del amo enfurecido se presentó a su imaginación, produciéndole un escalofrío de terror. Dirigió una mirada al llano, y allá lejos percibió al dogo atravesando los arenales; iba con una prisa endemoniada: incrustado en el nacimiento del rabo llevaba a Carlomagno y diseminados en el lomo bajo la hirsuta piel, los Doce Pares. Como el corso que presiente la jauría, se levantó con vigoroso impulso y encorvado como nunca, arrastrando sus pesados pies, desapareció tras un recodo en el camino polvoriento.

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