A UN OMBÚ EN MEDIO DE LA PAMPA
Aquí estás, ombú gigante a la orilla del camino, indicando al peregrino no siga más adelante en la llanura sin fin. Tú señalas las barreras que dividen el desierto, y oyes el vago concierto que alzan las auras ligeras de la pampa en el confín.
Eres la verde guirnalda de la cabaña pajiza, que vas marchando de prisa con el pasado a tu espalda y a tu frente el porvenir. Donde huye el indio salvaje y el cristiano se adelanta, tu cabeza se levanta susurrando tu ramaje: "El rancho llegó hasta aquí".
Eres lo último que muere de la morada del hombre, y sin registrar un nombre estás contando al viajero memorias de hoy y de ayer. Al proseguir tu carrera por la llanura extendida, sobre tu cima florida hoy alzas en la frontera el pendón de nuestra fe.
¿Qué ves más allá? ¿La pampa que en contorno se dilata, el arroyuelo de plata, el toldo en que el indio acampa, o el inmenso pajonal? Tú miras allá a lo lejos al trasponer aquel monte en el remoto horizonte, como en mágicos espejos lo que es y lo que será.
Miras la pampa argentina de ciudades matizada, y por mil naves surcada la laguna cristalina que hoy cubre verde juncal; miras la pobre cabaña, que en palacio se transforma, y que al tomar nueva forma, con nuevas luces se baña su contorno natural.
Miras al indio tostado, que lanzando un alarido, va huyendo despavorido por el llano dilatado, en pavoroso tropel; seguido del tigre fiero que abandona su dominio, hay teatro de exterminio, y tras él, el jornalero que las transforma en vergel.
No pases más adelante, que más lejos, abatido, marchito y descolorido verás al ombú gigante hoy de la pradera rey: Y en su lugar la corona verás alzarse del pino, que unido al hierro y al lino sirve al hombre en toda zona para dar al mundo ley.
Ese destino te espera, árbol, cuya vista asombra, sin dar al rancho madera, ni al fuego una astilla dar; recorrerás el desierto cual mensajero de vida, y, tu misión concluida, caerás cual cadáver yerto bajo el pino secular. PULSA AQUÍ PARA LEER POEMAS SOBRE ÁRBOLES |
I Clara, bella y perfumada, era una tarde serena, de esas tardes en que el cielo todas sus galas ostenta, en que la brisa y la flor nos hablan con voz secreta, en que las bellas inspiran, en que medita el poeta, en que el infame se esconde, en que el pueblo se recrea. Y matizando la alfombra de una extendida pradera se ve una alegre cuadrilla con sus vestidos de fiesta, porque cien gauchos reunidos las pascuas de Dios celebran. En las ancas del caballo cada cual lleva su bella, el que ufano con su carga bate el suelo con soberbia, mientras que el viento levanta la nevada pañoleta, que acaricia las mejillas del jinete a quien estrecha tal vez por no resbalar... quizá de puro coqueta. No llevan collares de oro, ni caravanas de perlas, ni relucientes sombreros, ni corbatines de seda: humildes son los vestidos que las mujeres ostentan; y bajo pieles curtidas y de ponchos de bayeta aquel rústico gauchaje alma independiente alberga como el tosco ñandubay bajo su áspera corteza roba a la vista del hombre del corazón la belleza. II Encima de una loma se ven a las muchachas haciendo con donaire pañuelos agitar; y en tanto, en la llanura en círculo, formados, se ven de los jinetes los ponchos ondear.
Sus ojos resplandecen radiantes de alegría, que templa con sus sombras, del rostro la altivez. con juegos herculáneos festejarán el día, que el pueblo hasta jugando respira robustez.
Diríase campeones que esperan la pelea que anuncian con estruendo las lenguas del clarín: la inercia los consume, mas si el cañón humea, con varonil coraje buscan glorioso fin.
Tal vez unas carreras esperan a porfía para cubrir de palmas al potro más veloz... Mas no, todos desean robustecer el alma, por eso ¡El pato! ¡El pato! repiten a una voz.
¡El Pato! juego fuerte del hombre de la pampa, tradicional costumbre de un pueblo varonil para templar los nervios, para extender los músculos como en veloz carrera, en la era juvenil.
Las fiestas populares de un pueblo de valientes semejan a las rudas caricias del león, porque el pampero raudo batiendo en esas frentes parece que inocula vigor al corazón.
Ya todos se aprestaban a comenzar la pugna, asiendo de las garras con fuerza de titán: los pies en los estribos apoyan con pujanza, y esperan afanosos de jefe la señal.
Las madres, las esposas contemplan aquel grupo, pendientes del latido del brazo muscular; mas de repente vese que las manijas sueltan, y se oye entre el corrillo sordo rumos vagar.
¡Quién les armó la fuerza de los cincuenta brazos, que un pingo gigantesco podrían sacudir? Dos hombres que se acercan al medio de la liza, y muestran ser campeones que quieren combatir. III El uno es Diego Zamora apellidado el "valiente" cuya daga vencedora a sus contrarios devora y es el terror de la gente.
Su mirada decidida y negra su cabellera; y una sonrisa atrevida del labio está suspendida revelando un alma fiera.
Lleva un facón en la falda, lleva un poncho balandrán terciado por media espalda, y del campo la esmeralda huella en un potro alazán.
El otro es Pedro de Obando, compañero de fatigas de Zamora, y peleando anda con él desafiando llas partidas enemigas.
Estriba con bizarría y la espuela nazarena suspira en dulce armonía, como grillos a porfía lloran del preso la pena.
Guapos el Pago los llama, y el alcalde salteadores, pero publica la fama que no la avaricia inflama su pecho en vivos ardores.
Ligados por nudo fuerte, los dos siguen un camino; hermanos de vida y muerte aceptan la misma suerte bajo el yugo del destino.
IV
Adelantóse Zamora y sujetando la rienda, pidió parte en la contienda con altanera atención. Todos a una voz gritaron "que entren Zamora y Obando". Y entonces el pato tomando, Zamora con él salió.
Picaron todos de espuelas galopando a rienda suelta para procurar la vuelta del jinete vencedor; mas en vano corren, vuelan, gritan, pegan, forcejean, y resudan y espolean, y le siguen con furor.
Hasta que al fin un jinete lo alcanza, y con mano fija asiendo de la manija hizo el caballo cejar, pero Zamora con furia lo lleva de una pechada, dejando en tierra estampada de un triunfo la señal.
Pero tres nuevos atletas dispútanle su presea, y él en tremenda pelea la disputa a todos tres. Forcejean, y tendidos furiosos luchan en vano por quebrantar una mano que hierro parece ser.
Crujen, se estiran los miembros, se hinchan de sangre las venas, y enronquecidos, apenas pueden el aire lanzar; mas él, firme en sus estribos como animado centauro disputa a todos el lauro en combate desigual.
Llegan tres más, y Zamora con la presteza del rayo dando riendas al caballo las manijas les quitó: dos de ellos fueron al suelo en pos del tremendo empuje, y el que queda firme ruge de vergüenza y de furor. V Y corriendo desbandados, y empapados en sudor, a Zamora todos siguen, y persiguen con furor.
Ya lo alcanzan o despuntan, ya se juntan en redor, cual las hojas de una planta que levanta el ventarrón.
Cual relámpago flamígero, el alígero alazán los zanjones que encontraba los salvaba sin parar.
Y por último, rendidos, alaridos dan de paz, y las gorras que se quitan las agitan en señal.
VI
Zamora entonces levantando en alto el pato, cual si fuese una bandera, detiene del caballo la carrera y le hace el freno con furor tascar, y así parado en medio de la pampa con su ademán a todos desafía; mas viendo que ninguno se movía dirige a todos la señal de paz.
Torció las riendas del soberbio bruto y a trote largo adelantándose al rato llevando al lado el disputado pato que a gruesas gotas de sudor ganó; y al acercarse ante el vencido corro, se desciñó del rostro su barbijo, y estas palabras atrevidas dijo que la turba entre aplausos recibió:
"Si hay quien dispute que gané la palma átese al punto a la cintura un lazo, que yo tan sólo con mi izquierdo brazo jinete, y pingo, y pato arrastraré". Nadie admitió su formidable reto: tan sólo Obando en ademán airado sacó del anca un lazo que arrollado una serpiente parecía ser.
Por la presilla lo fijó en su cuerpo y por la argolla se lo dio a su amigo quien se admiraba hallar un enemigo en el hermano que le diera Dios; pero impulsado por feroz orgullo, asió del lazo en la siniestra mano, y a gran galope atravesando el llano, tirante el lazo entre los dos quedó.
Cual hosco toro que en lazada envuelto se niega altivo a obedecer la fuerza, y rebramando con furor se esfuerza, y aspa y pezuña quiere allí clavar, tal Pedro Obando con poder resiste al férreo brazo de que está pendiente, mientras el lazo entre los dos, crujiente, se ve como una víbora oscilar.
Silencio pavoroso en torno reina: enmudece el frenético alarido, y sólo se oye el fúnebre quejido del lazo palpitante entre los dos; mas de repente resonó un gemido dos espirales al formar el lazo, y en cada cual llevando su pedazo, envuelto en él al polvo descendió. |
Mi caballo era mi vida, Mi bien, mi único tesoro. Juan M. Gutierrez
Mi caballo era ligero como la luz del lucero que corre al amanecer; al instante se veía en los espacios perder.
Sus ojos eran estrellas sus patas unas centellas, que daban chispas y luz; cuando lejos divisaba en su carrera alcanzaba, fuese tigre o avestruz.
Cuando rendía mi brazo para revolear el lazo sobre algún toro feroz, si el toro nos embestía, al fiero animal tendía de una pechada veloz.
En la guardia de frontera paraba oreja agorera del indio al sordo tropel, y con relincho sonoro daba el alerta mi moro como centinela fiel.
En medio de la pelea, donde el coraje campea, se lanzaba con ardor; y su estridente bufido cual del clarín el sonido daba al jinete valor.
A mi lado ha envejecido, y hoy está cual yo rendido por la fatiga y la edad; pero es mi sombra en verano, y mi brújula en el llano, mi amigo en la soledad.
Ya no vamos de carrera por la extendida pradera pues somos viejos los dos. ¡Oh mi moro, el cielo quiera acabemos la carrera muriendo juntos los dos! |