Belén Gopegui

EN DESIERTA PLAYA

   Al principio te odié. En tres meses, era la quinta vez que me lo hacías. Yo estaba solo, y harto. La pobreza es como una enfermedad. Mala suerte. A unos les toca, a los demás, no. Me pregunto si los enfermos, los graves, nos miran a los sanos pensando que somos unos ladrones. Yo miro a los ricos así: ladrones. Estaba harto. Me había matriculado en la Facultad de Derecho y había suspendido todos los exámenes parciales. Todos. ¿Compasión? Una mierda. Sin embargo, es un hecho: diez horas en la fotocopiadora y ya no vales para nada. Se te estragan los ojos. No puedes estudiar, no te concentras. Entre una línea y otra, fogonazo blanco, igual que si te echaran amoniaco a la cara. ¿Por qué estúpida o heroica razón vas a conseguir aprenderte el derecho romano? Así que lo dejé. En el segundo trimestre, ni siquiera esperé a los finales. Estaba harto.

    No me educaron para ser el mártir de mi pueblo, el joven que se abrió paso con becas y acabó siendo catedrático, estudiando en la cocina, sábados y domingos incluidos. No soy ningún santo. Pero quiero que quede clara una cosa: el bachillerato no se me dio mal. Y leer me gustaba bastante. Tampoco es que fuera un empollón, simplemente tuve una profesora que me pasaba buenos libros de aventuras, La isla del tesoro, Moon- flett, El prisionero de Zenda. Acabé COU justo el año que despidieron a mi padre; por eso entré en la fotocopiadora. Al menos me dio tiempo a aprobar la selectividad. Luego pasé dos años trabajando de día y tomando copas de noche. El tercero decidí matricularme: duré cuatro meses.

    De repente parece que todos están empeñados en que seas una clase concreta de persona. ¿Ganas dinero? Pues date un gusto y cómprate una moto, aunque sea de cuarta mano. ¿Trabajas muchas horas seguidas? Pues sal de noche y no pienses en nada. Mierda, a mí me gustaba leer. No me gustan las motos. O no tanto. Hice una apuesta contra el destino: todos los martes y jueves iría a la biblioteca de mi barrio. En efecto, llegaba a casa a las siete, me duchaba deprisa y me iba a leer hasta las nueve y media. A esa hora cerraban, yo solía ser el último en salir. Después, no volvía a casa; andaba un rato o me metía en algún barucho recordando todo lo que había leído. Alrededor de las once, cuando ellos estaban viendo la película, yo iba derecho a la cocina, cenaba lo que me hubieran dejado y me acostaba. Nunca se me ocurrió sacar un libro, llevármelo a la cama o a la fotocopiadora, mezclar dos mundos. ¿Era eso lo que te molestaba, que leyera con horario? ¿O ni siquiera sabías cómo era mi vida fuera de la biblioteca?

Pronto llegué a la conclusión de que te molestaban los libros que pedía: novelas de género, policíacas y de espionaje. ¿Qué esperabas? ¿Tenía que haberme encerrado a leer el Quijote, El hombre sin atributos, Madame Bovary? No creas que no se me ocurrió. Supongo que Hermann Broch tampoco te habría parecido mal. A la fotocopiadora venía una chica obsesionada con La  muerte de Virgilio, tenía el libro casi desencuadernado, me hizo fotocopiarle un montón de páginas marcadas, además de críticas y estudios, uno lo había hecho ella. Yo, en cambio, iba a la biblioteca y pedía a Conan Doyle, a Agatha Christie, El agente secreto, de Conrad _creí que por lo menos esa te gustaría_, El topo de John Le Carré. Sí, ¿qué esperabas? Todo el mundo dice que El Quijote es muy divertido. Y a mí qué. No sé si sabes que para algunas personas la cultura es un país. Un país extranjero, claro. Y hasta si uno sólo quiere ir de turista necesita saber a cuánto está su moneda, necesita entender algunos rótulos imprescindibles, algunos códigos. Pero si quiere comprender lo que pasa de verdad en el país, entonces debería estudiar su lengua, su historia, sus referentes. El bachillerato me daba pata ir de turista por el Quijote, y no tenía ganas. Tampoco tenía tiempo ni fuerza de voluntad para convertirme en un hombre culto. Te lo repito, ¿qué esperabas? ¿Por qué crees que lee una persona como yo? Voy a decírtelo. Tiene miedo de que mañana todo sea igual y, sin embargo, lee para desear que así ocurra. Porque no quiere ser mejor. Estoy harto de pensar que debería ser mejor, que debería construir mi vida. ¿Con qué voy a construirla, di? ¿Con la luz ácida de la fotocopiadora?

    Víctima, sí, voy de víctima. Los negros en Etiopía mueren masacrados, están mucho peor que yo, no les quito mérito. Ellos también son víctimas. Digamos que voy de víctima de cuarta clase. ¿Te parece bien? Comprendo que para un observador imparcial seríamos muy distintos, los negros y yo. Pero tú no eres un observador imparcial, ni yo tampoco. Pienso que podría estar peor y, sin embargo, lo único que sé es que hay verdugos y hay víctimas. Yo estoy en el segundo lado. No me vengas con razonamientos, puedo hacérmelos solo. Puedo decir que soy víctima de unos ladrones bien vestidos pero que, a la vez, soy ladrón de mendigos y soy contribuyente indirecto de la masacre de negros hambrientos. Lo digo, lo razono, me da igual, Mi vida está aquí, en lo que puedo ver. Hay un santo invisible que llevaría mi nombre y sería capaz de estudiar en los ratos sueltos, un santo que no iría dos tardes a la semana a la biblioteca sino cinco y que pediría otros libros. Es invisible. Lo imagino y me hace daño, sólo sirve para eso.

    Cuando leo una novela policíaca mi imaginación no daña, está demasiado ocupada. Parece que trabaja, se agita, se excita, luego todo vuelve a su lugar, y así podríamos seguir eternamente. Quiero leer novelas donde me digan que mi vecina del tercero, esa abuela de pueblo encerrada en un suburbio de Madrid, en realidad es una asesina. Aunque las asesinas de las novelas policíacas nunca son abuelas de pueblo, siempre son ancianas encantadoras y cultas. Bueno, qué más da, los detalles puedo retocarlo, lo  que de verdad me interesa es que me digan que mi mejor amigo podría haberse enrollado con mi novia no por simple avaricia, sino siguiendo un plan, igual que Bill Haydon se acostó con la mujer de Smiley para nublarle a  Smiley la capacidad de observación. Quiero perderme dentro de esa red de dobles intenciones y pistas falsas, quiero ir deduciendo lentamente la solución y comprobar que, una vez encontrada, la vida vuelve a su curso de siempre, el detective se queda solo, Smiley se queda solo, y yo me quedo solo.

    ¿Lo entiendes? Uno va buscando la rabia lenta, la rabia minuciosa y casi dulce que dice: estamos solos, moriremos solos, no hay nada que hacer, superado el obstáculo el punto al que se llega es el mismo de donde habíamos salido. Entonces apareces tú, me atacas por la espalda y no necesitas, como hacen algunos, pintarrajear el libro o arrancar páginas. Te basta con poner una levísima raya bajo el nombre del culpable. ¿Cómo no te iba a odiar? Estúpido, ¿Querías fastidiarme, fastidiarnos a todos los lectores del barrio? ¿Querías que me enterase de que habías leído el libro antes que yo? ¿De lo listo que eras? La verdad es que al principio, al principio de todo, ni siquiera te odié. Más bien te compadecí. Pensé que eras un amargado, un resentido, tal vez yo mismo dentro de diez años. Si yo no puedo  disfrutar , que los demás tampoco disfruten. Llegué a preguntarme qué te habrían arrebatado: ¿una mujer, la salud, simplemente una casa donde hubiera libros en las estanterías? Sólo cuando me di cuenta de que no eras un pobre tipo sino alguien que tenía la audacia de sobrevolar mis sueños y despreciarlos, sólo entonces te empecé a odiar. ¿Con qué derecho vigilabas mi lectura? ¿Con qué derecho me rompías la expectativa burlándote, como diciendo: ahora que ya sabes quién es el topo, quién el traidor, quién el asesino, ahora para qué vas a seguir leyendo?

    Ser pretencioso y estúpido, ¿qué me pedías? Fue a partir del quinto libro, tú debes, insisto, debes recordarlo igual que yo. Junto a tu subrayado habitual _en el centro de la novela, en su mejor encrucijada, bajo el. nombre del sospechoso Bill Haydon, un trazo limpio, a lápiz-_ habías dibujado un asterisco y al final de la hoja habías escrito: «¿cuántas más?». ¿Cuántas? ¿ De verdad quieres saberlo? Decenas, centenares, miles.  Cincuenta y tres, para ser exacto, desde aquel asterisco hasta hoy. Hace tiempo que tú has perdido la cuenta. Ya no puedes seguirme. Ahora las compro, o se las pido prestadas a un amigo a quien yo también le paso algunas. Claro que sigo yendo a la biblioteca. Encuentro cierto placer en irritarte. Sé que lo consigo porque cada vez pones antes el subrayado. Sin embargo, no has vuelto a poner un solo asterisco. Hoy soy yo quien es, pero, soy yo quien te pregunta cuántas más. Cincuenta y tres en mi cuenta, recuérdalo; veintinueve en la tuya.

    Mañana no trabajo. He pedido un día de vacaciones  sólo para buscarte. Iré a la biblioteca a primera hora de la mañana, te buscaré, te esperaré. Hablaré con el bibliotecario si hace falta. Tengo que descubrirte. Tengo que hacerte llegar estas páginas si es que no me decido a decírtelo a la cara: ¿cuántas más? ¿hasta cuándo piensas seguir importunándome? Te advierto que no lo tienes fácil. Lo de las novelas policíacas puede que no sea un país, pero te aseguro que es una provincia, y está llena de habitantes. Uno es Juan, el amigo que me pasa los libros.. Por lo menos cinco años he estado con él en la misma clase y no me había enterado de que le gustaba leer. Hace poco más de un mes le vi en la librería. Nos pusimos a hablar. Citó a montones de autores, me recomendó muchísimas colecciones. Si uno quisiera, podría pasarse toda su vida y tres o cuatro más leyendo sólo novelas policíacas. Pero si añades las de espías, y la novela negra, la suma es interminable. ¿Te das cuenta? Ya no te necesito. No me hace falta ir a la biblioteca ni servirme de tus subrayados para comprobar que sigo dentro del género. Y sin embargo quiero verte. Quiero que lo sepas, saber que lo sabes.

    Después de todo, no siempre tiene uno la fortuna de encontrar un enemigo. Has perdido honrosamente, como se suele decir. Has sido tenaz en tu propósito, has jugado limpio. Pero no contabas con mis aliados. Porque tengo unos cuantos. Además de Juan, está mi hemana. Es lo último que podía imaginarme, así que a la fuerza tenía que cogerte desprevenido. Mi hermana, sí, la eterna estudiante de peluquería, me ha descubierto al comisario Maigret. De repente la realidad se llena de escalones y algunas cosas no son como parece a pesar de que todo sigue siendo igual. La abuela de pueblo  del piso de enfrente no es una asesina pero mi hemana lee a Simenon. ¿Entonces las novelas policíacas tienen algo que ver con la vida? No voy a enloquecer. Aunque sólo haya leído trozos sueltos, conozco el argumento del Quijote. El hombre se volvió loco por leer tantos libros de género, de caballerías. Y, sin embargo, la simple historia de un loco no hubiera dado tanto que hablar. ¿Por qué no me lo explicas? En lugar de tanto subrayado, ¿por qué no hablas conmigo de una vez?

Ésta sí que es buena. El lunes, desde las nueve de la mañana hasta las nueve de la noche, estuve vigilando a cada uno de los lectores y lectoras de la biblioteca. Ni uno  solo llevaba lápiz, ni uno solo leía novelas policíacas, ninguno podías ser tú. Pensé que yo era un torpe y no sabía reconocerte. El martes ni siquiera fui a leer, pero el jueves, humillado, resolví hablar con el bibliotecario. Es la primera persona a quien se lo  cuento. Me cayó bien, la verdad. Dijo que no había llegado a conocerte, pero que había oído hablar de ti. Dijo que eras un hombre mayor, que en tu tiempo fuiste un crítico literario temido, que con la edad te fueron relegan- do. Cuando empezaste a ir a la biblioteca ya muy poca gente se acordaba de tu nombre. Pero no puedo seguir hablándote. Ahora estás tan lejos, eres tan inaccesible como John Le Carré o como el mártir de mi imaginación. Incluso puede que estés muerto. Quiero decir que esté muerto. Porque hay una cosa clara y es que otra vez estoy solo.

    Le dije al bibliotecario que no hubieran debido consentirle a nadie estropear los libros de ese modo. El bibliotecario  tendrá cinco oseis años más que yo. Lleva un jersey de pico sistemáticamente mal colocado . Sus vaqueros cualquier día se le parten de tan lavados como deben de estar. Pero es un tipo tranquilo y se nota que no le disgusta lo que hace. O, por lo menos, da esa imagen, cosa que es de agradecer. Se toma su tiempo cuando le preguntas algo. «¿Tú crees?», me dijo. Estuvo un rato en silencio y añadió: «Supongo que mi antecesor se lo permitía por deferencia a lo que el hombre había sido. De todas formas, ahora que lo pienso, algunas lecturas ganarán bastante con los subrayados».

    Ahí le dejé. No llegó a enfadarme _creo que fue gracias al «ahora que lo pienso»_, pero sus palabras me hicieron sentirme excluido. ¿A qué lecturas se refería? ¿Otra vez iban a salirme con el Quijote, con Madame Bovary? Ya sé que de esos libros todo el mundo conoce el final y a nadie parece importarle. Sin embargo, en aquel momento estábamos hablando de las no- velas subrayadas. ¿Podría estar insinuando que es posible leer una novela de espías conociendo el desenlace y que la lectura valga la pena? No se lo quise preguntar, por eso me sentí excluido, por tu culpa: esa pregunta hubieras debido responderla tú.

    Hace una semana que no toco esta carta. Yo también me he tomado mi tiempo. He estado pensando una contestación. Es cierto que en las novelas policíacas siempre aparecen otras cosas: relaciones de amistad, peleas familiares, jefes idiotas, besos. He intentado fijarme, quiero decir, una vez que sabes quién es el asesino te es más fácil fijarte en todo lo de alrededor. Pues bien: no funciona. Es como los subrayados. Notas que las amistades y las peleas familiares y los jefes y hasta los besos están puestos por algún motivo, y si ese motivo desaparece, lo demás termina por parecer trivial. Un rayajo sin sentido que estaría igual bajo cualquier otro nombre. Conozco el motivo de las novelas policíacas, sé lo que quieren, lo mismo que yo busco. Las peleas y los jefes están puestos allí para contarme otra cosa: que hay problemas y soluciones de los problemas, pero que esas soluciones no cambian nada, los cadáveres se quedan muertos, los detectives, solos. En cuanto a tus subrayados, también creo saber lo que me cuentas ellos. Un sermón, eso me cuentas. Pretendes decirme lo que debo hacer. Podías haber tenido el detalle de explicármelo. Darme tus razones. ¿Qué se supone que voy a encontrar en otros libros?= Además, te diré que ayer volvió la chica de La muerte de Virgilio, me dejó más de cien hojas para fotocopiar _el martes vendrá a recogerlas_ y, al sacarlas del bolso, ¿adivinas qué libro sacó también?. Uno de espías, El factor humano. Te juro que es verdad. Lo puso sobre el mostrador mientras ordenaba los papeles, tuve tiempo de sobra para verlo. Yo no he leído nada de Graham Greene, pero sé lo que escribe. De todas formas, por si acaso, en cuanto volví a casa llamé a Juan. No había leído ese libro, aunque había visto la película. Mañana le preguntaré al bibliotecario.

    Si pero no, me ha dicho. Es de espías, pero no lo es. Podría incluso ser uno de esos libros que ganan cuando conoces el final. Bueno, creo que hay algunas cosas que el bibliotecario no comprende. Quizá sea cuestión de tiempo. Al fin y al cabo, tú y yo, ya sé, debo decir él y yo, pues bien: él y yo nos hemos pasado muchas horas juntos. Y él, estoy seguro, no subraya para hacer que los libros ganen algo. Es difícil explicar por qué estoy seguro, pero voy a intentarlo. En la biblioteca he encontrado libros señalados por otros, con subrayados de varios párrafos, con anotaciones en los márgenes, etcétera. De mi enemigo sólo tengo un asterisco. Cuarenta y dos novelas _a eso ha ascendido su cuenta en el último mes_ y sólo aquella pregunta (¿cuántas más?), y los nombres subrayados. Nombres; ni una frase, ni una pista. Los libros policíacos, como todos, supongo, están llenos de grandes palabras. No le habría costado trabajo ir redactando un mensaje, o varios. Superponer  sus palabras a las de las novelas. Pero no lo hizo. Su único mensaje fue una suma: ¿cuántas más? Soy yo, entonces, quien está construyendo su mensaje. Si yo hubiera abandonado, si me hubiera detenido en El topo y no hubiese vuelto a la biblioteca, el significado de los subrayados habría sido distinto. Y también lo habría sido si yo hubiese cambiado mis gustos. Esto es lo que no comprende el bibliotecario. De todas formas, no es un mal tipo. Y debe de ser verdad lo que dice: hay libros que ganan cuando los lees por segunda vez. Lo que el bibliotecario aún no sabe _un día se lo contaré_ es que si El factor humano pertenece a esa clase de libros, tú no lo  habrás subrayado.

    Maldita sea, por qué he vuelto a decir tú. Por qué lo digo justo ahora, cuando presiento que estás a punto de desaparecer. ¿No lo entiendes? Tengo que retarte. Tengo que rellenar una ficha, pedir ese libro, sobrellevar la mirada amistosa del bibliotecario. Tengo que elegir un pupitre y empezar a leer. Y descubrir que no estás. Que me has dejado, esta vez sí, y para siempre, solo. A no ser que a partir de ahora vayas a estar en todos los libros.

ir al inicio

 

IR AL ÍNDICE GENERAL