Benito Lynch

El potrillo roano

    Cansado de jugar a "El tigre", un juego de su exclusiva invención y que consiste en perseguir por las copas de los árboles a su hermano Leo, que se defiende bravamente, usando los higos verdes a guisa de proyectiles, Mario se ha salido al portón del fondo de la quinta y allí, bajo el sol meridiano y apoyado en uno de los viejos pilares, mira la calle esperando, pacientemente, que el otro, encaramado aún en la rama más alta de una higuera y deseoso de continuar la lucha se canse a su vez de gritarle "¡zanahoria!" y "¡mulita!", cuando un espectáculo inesperado le llena de agradable sorpresa.
    Volviendo la esquina de la quinta, un hombre, jinete en una yegua panzona, a la que sigue un potrillito, acaba de enfilar la calle y se acerca despacio.
    –¡Oya!
    Y Mario, con los ojos muy abiertos y la cara muy encendida, se pone al borde de la vereda, para contemplar mejor el desfile.
    ¡Un potrillo! ¡Habría que saber lo que significa para Mario, a la sazón, un potrillo, llegar a tener un potrillo suyo, es decir, un caballo proporcionado a su tamaño!...
    Es su "chifladura"' su pasión, su eterno sueño. Pero, desgraciadamente y bien lo sabe por experiencia, sus padres no quieren animales en la quinta, porque se comen las plantas y descortezan los troncos de los árboles.
    Allá en "La Estancia", todo lo que quieran..... –es decir, un petiso mañero, bichoco y cabezón–, pero allí, en la quinta ¡nada de "bichos"!
    Por eso, Mario va a conformarse como otras veces: contemplando platónicamente el paso de la pequeña maravilla cuando se produce un hecho extraordinario.
    En el instante mismo en que le enfrenta, sin dejar de trotar y casi sin volver el rostro, el hombre aquel que monta la yegua y que es un mocetón de cara adusta y boina colorada, suelta a Mario esta proposición estupenda:
    –¡Che, chiquilín!... ¡Si querés el potrillo ése, te lo doy!... Lo llevo al campo pa' matarlo...
    Mario siente al oírlo, que el suelo se estremece bajo sus pies, que sus ojos se nublan, que toda la sangre afluye a su cerebro, pero ¡ay!... conoce tan a fondo las leyes de la casa, que no vacila ni un segundo, y rojo como un tomate, deniega avergonzado:
    –iNo!... ¡gracias!... ¡no!...
    El mocetón se alza ligeramente de hombros y, sin agregar palabra, sigue de largo, bajo el sol que inunda la calle y
llevándose, en pos del tranco cansino de su yegua, a aquel prodigio de potrillo roano, que trota airosamente sobre los terrones de barro reseco y que, con su colita esponjada y rubia, hace por espantarse las moscas como si fuera un
caballo grande...
    –¡Mamá!...
    Y desbocado como un potro, bajo el acicate de una reacción repentina y sin tiempo para decir nada a su hermano, que ajeno a todo y siempre en lo alto de su higuera, aprovecha su fugaz pasaje para dispararle unos cuantos higos, Mario se presenta bajo el emparrado, llevándose las cosas por delante:
    –¡Ay, mamá! ¡Ay, mamá!
    La madre, que cose en su sillón a la sombra de los pámpanos, se alza con sobresalto:
    –¡Virgen del Carmen! ¿Qué, m'hijo, qué te pasa?
    –¡Nada, mamá, nada... que un hombre!...
    –¿Qué, m'hijo, qué?
    –¡...Que un hombre que llevaba un potrillito precioso, me lo ha querido dar!...
    –¡Vaya qué susto me has dado! –sonríe la madre entonces; pero él, exitado, prosigue sin oírla:
    –¡Un potrillo precioso, mamá, un potrillito roano, así, chiquito... y el hombre lo iba a matar, mamá!...
    Y aquí ocurre otra cosa estupenda, porque contra toda previsión y toda lógica, Mario oye a la madre qué le dice con un tono de sincera pena:
    –¿Sí?... ¡Caramba!... ¿Por qué no se lo aceptaste? ¡Tonto! ¡Mire ahora que nos vamos a "La Estancia"!...
    Ante aquel comentario tan insólito, tan injustificado y tan sorprendente, el niño abre una boca de a palmo, pero está "tan loco de potrillo" que no se detiene a inquirir nada y con un: "¡Yo lo llamo entonces!"... vibrante y agudo como un relincho, echa a correr hacia la puerta.
    –¡Cuidado, hijito! –grita la madre.
    ¡Qué cuidado!... Mario corre tan veloz, que su hermano a la pasada no alcanza a dispararle ni un higo...
    Al salir a la calle, el resplandor del sol le deslumbra. ¡Ni potrillo, ni yegua, ni hombre alguno por ninguna parte!... Mas, bien pronto, sus ojos ansiosos descubren allá, a lo lejos, la boina encarnada, bailoteando al compás del trote entre una nube de polvo.
    Y en vano los caballones de barro seco le hacen tropezar y caer varias veces, en vano la emoción trata de estrangularle, en vano le salen al encuentro los cuzcos odiosos de la lavandera; nada ni nadie, puede detener a Mario en su carrera.
    Antes de dos cuadras, ya ha puesto su voz al alcance de los oídos de aquel árbitro supremo de su felicidad, que va trotando mohíno sobre una humilde yegua barrigona.
    –¡Pts!...¡pst!... ¡Hombre!, ¡hombre!...
El mocetón al oírle, detiene su cabalgadura y aguarda a Mario, contrayendo mucho las cejas:
    –¿Qué querés, che?
    –¡El potrillo!... ¡Quiero el potrillo! –exhala Mario entonces sofocado y a la vez que tiende sus dos brazos hacia el animal, como si pensara recibirlo en ellos, a la manera de un paquete de almacén.
    El hombre hace una mueca ambigua:
    –Bueno –dice– agarralo, entonces... Y agrega en seguida, mirándole las manos:
    –¿Trajiste con qué?
    Mario torna a ponerse rojo una vez más.
    –No... yo no...
    Y mira embarazado en torno suyo, como si esperase que pudiera haber por allí, cabestros escondidos entre los yuyos...
     –¡Cha que habías sido salame!...
    Y el hombre, desmontando, va entonces a descolgar un trozo de alambre que por casualidad pende del cerco de cina-cina, mientras el niño le aguarda conmovido, pero sin remordimiento alguno, ya que si un gran rey llegó a ofrecer su reino por un caballo, bien puede Mario, sin desmedro, trocar un salame por un potrillo.

 

    ¡Tan solo Mario sabe lo que significa para él ese potrillo roano, que destroza las plantas, que muerde, que cocea, que se niega a caminar cuando se le antoja; que cierta vez le arrancó de un mordisco un mechón de la cabellera, creyendo sin duda que era pasto; pero que come azúcar en su mano y relincha en cuanto le descubre a la distancia!...
    Es su amor, su preocupación, su norte, su luz espiritual... Tanto es así, que sus padres se han acostumbrado a usar del potrillo aquel, como de un instrumento para domeñar y encarrilar al chicuelo:
    –Si no estudias, no saldrás esta tarde en el potrillo. Si haces esto o dejas de hacer aquello...
    ¡Siempre el potrillo alzándose contra las rebeliones de Mario, como el extravagante lábaro de una legión invencible en medio de la batalla...
    La amenaza puede tanto en su ánimo, que de inmediato envaina sus arrogancias como un peleador cualquiera envaina su cuchillo a la llegada del comisario. ¡Y es que es también un encanto aquel potrillo roano, tan manso, tan cariñoso y tan mañero!
    El domador de "La Estancia" –hábil trenzador– le ha hecho un bozalito que es una maravilla, un verdadero y primoroso encaje de tientos rubios, y poco a poco, los demás peones, ya por cariño a Mario o por emulación del otro, han ido confeccionando todas las demás prendas hasta completar un aperito que provoca la admiración de todo el mundo.
    ¡Qué riendas, qué cabestro, qué rebenque, qué cojinillos, qué bastos, qué corona! La encimerita no tiene un palmo de largo, y la cincha blanca, con argollitas de bronce, ostenta las iniciales de Mario, bordadas en fino tiento.
    ¡Hay que ver al potrillo roano ensillado "rienda arriba", en medio del patio, con bocado "de media" el lazo en el anca, la crin tuzada de "medio arco" y con tres "claveles"!
    Para Mario es el mejor de todos los potrillos y la más hermosa promesa de parejero que haya florecido en el mundo; y es tan firme su convicción a este respecto que las burlas de su hermano Leo, que da en apodar al potrillo como –burrito– y otras lindezas por el estilo, le hacen el efecto de verdaderas blasfemias.
    En cambio cuando el capataz de "La Estancia" dice, después de mirar al potrillo por entre sus párpados entornados:
    –Pa' mi gusto, va a ser un animal de mucha presencia éste. A Mario le resulta el capataz el hombre más simpático y más inteligente.
    El padre de Mario quiere hacer un jardín en el patio de "La Estancia", y, como resulta que el porrillo odioso –que así le llaman ahora algunos, entre ellos la mamá del niño, tal vez porque le pisó unos pollitos recién nacidos– parece empeñado en oponerse a propósito a juzgar por la decisión con que ataca a las tiernas plantitas cada vez que se queda suelto; se ha recomendado a Mario desde un principio, que no deje de atarlo por las noches; pero, resulta también, que Mario se olvida, se ha olvidado tantas veces, que al fin una mañana, su padre, exasperado, le dice levantando mucho el índice y marcando con él, el compás de sus palabras:
    –El primer día que el potrillo vuelva a destrozar alguna planta, ese mismo día se lo echo al campo.
    ¡Ah, ah! "¡Al campo!" "¡Echar al campo!" ¿Sabe el padre de Mario por ventura, lo que significa para el niño "echar al campo"?
    –Sería necesario tener ocho años como él, pensar como él piensa y querer como él quiere a su potrillo roano, para apreciar toda la enormidad de la amenaza.
    ¡El campo! ¡Echar al campo! El campo es para Mario algo proceloso, infinito, abismal, y echar al potrillo allí, tan atroz e inhumano como arrojar al mar a un recién nacido.
    No es de extrañar, pues, que no haya vuelto a descuidarse y que toda una larga semana haya transcurrido sin que el potrillo roano infiera en lo más leve ofensa, a la más insignificante florecilla.
    Despunta una radiosa mañana de febrero y Mario, acostado de través en la cama y con los pies sobre el muro, está confiando a su hermano Leo algunos de sus proyectos sobre el porvenir luminoso del potrillo roano, cuando su mamá se presenta inesperadamente en la alcoba:
    –¡Ahí tienes! –dice muy agitada–. ¡Ahí tienes!... ¿Has visto tu potrillo?....
    Mario se pone rojo y después pálido.
    –¿Qué? ¿El qué, mamá?
    –¡Que ahí anda otra vez tu potrillo suelto en el patio y ha destrozado una porción de cosas!
    A Mario le parece que el universo se le cae encima.
    –Pero... ¿cómo? –atina a decir–. Pero ¿cómo?
    –¡Ah, no sé cómo –replica entonces la madre–, pero no dirás que no te lo había prevenido hasta el cansancio!... Ahora tu padre...
    –¡Pero si yo lo até! ¡Pero si yo lo até!
    Y mientras con mano trémula se viste a escape, Mario ve todas las cosas turbias, como si la pieza aquella se estuviese llenando de humo.
    Un verdadero desastre... Jamás el potrillo se atrevió a tanto. No solamente ha pisoteado esta vez el césped de los canteros y derribado con el anca cierto parasol de cañas, por el cual una enredadera comenzaba a trepar a gran donaire, sino que ha llevado su travesura hasta arrancar de raíz escarbando con el vaso, varias matas de claveles raros que había por allí, dispuestas en elegantes losanges.
    –¡Qué has hecho! ¡Qué has hecho, "Nene"!
    Y como en un sueño, y casi sin saber lo que hace, Mario, arrodillado sobre la húmeda tierra, se pone a replantar febrilmente los claveles, mientras "el nene", "el miserable", se queda allí inmóvil, con la cabeza baja, la hociquera del bozal zafada y un "no se sabe qué" de cínica despreocupación en toda "su persona".
    Como sonámbulo, como si pisase sobre un mullido colchón de lana, Mario camina con el potrillo del cabestro por medio de la ancha avenida en pendiente y bordeada de altísimos álamos, que termina allá, en la tranquera de palos blanquizcos que se abre sobre la inmensidad desolada del campo bruto...
    ¡Cómo martilla la sangre en el cerebro del niño, cómo ve las cosas semiborradas a través de una niebla y cómo resuena aún en sus oídos, la tremenda conminación de su padre!
    –¡Agarre ese potrillo y échelo al campo!
    Mario no llora porque no puede llorar, porque tiene la garganta oprimida por una garra de acero, pero camina como un autómata, camina de un modo tan raro, que sólo la madre advierte desde el patio...
    Y es que para Mario, del otro lado de los palos de aquella tranquera, está la conclusión de todo; está el vórtice en el cual dentro de algunos segundos se van a hundir fatalmente, detrás del potrillo roano, él y la existencia entera.
    Cuando Mario llega a la mitad de su camino, la madre no puede más y gime, oprimiendo nerviosamente el brazo del padre que está a su lado:
    –Bueno, Juan... ¡Bueno!... ¡Vaya!... ¡Llámelo!
    Pero en el momento en que Leo se arranca velozmente, la madre lanza un grito agudo y el padre echa a correr desesperado.
    Allá, junto a la tranquera, Mario, con su delantal de brin, acaba de desplomarse sobre el pasto, como un blando pájaro alcanzado por el plomo...
    Algunos días después y cuando Mario puede sentarse por fin, en la cama, sus padres, riendo pero con los párpados enrojecidos y las caras pálidas por las largas vigilias, hacen entrar en la alcoba al potrillo, tirándole del cabestro y empujándolo por el anca.

 

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