Flores
de un día Tempestad |
Flores de un día
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Tempestad
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¡Adiós! ¡adiós! al rayo de la aurora, ligera la fragata, libre del ancla que la oprime ahora, va a hender las ondas de zafiro y plata. Del viento al soplo, sobre el mar reclina su negra proa el leño, como el corcel indómito se inclina bajo la mano del soberbio dueño. Al arrullo del aura se estremece sobre el mástil la lona, que ya entre negras sombras desparece, ya con blancos reflejos se corona. Los pliegues de la flámula importuna que el céfiro desata, a los rayos se extienden de la luna, como una sierpe de luciente plata. Mil antorchas brillantes como el día, la popa coronando, van una luz fantástica y sombría por las vecinas ondas derramando. Y va a partir... la postrimera hora, dulce placer la llene, aunque mañana horrible, asoladora sobre la nave la borrasca truene. Al son del arpa que el placer despierta, y en plácida bonanza, pasar se ven, girando en la cubierta, rápidas sombras en alegre danza. Cada ola leve que, en las peñas rota, sobre la playa expira, en su espuma blanquísima una nota de la flotante música suspira. Tiñe el alba los célicos altares con túnica de llama; ¡ya viene el sol!... del seno de los mares brota su luz y el universo inflama. Calla entonces del arpa melodiosa la música suave, que al astro rey con salva estrepitosa saludan los costados de la nave. Mas ¿qué otro son de bárbara armonía con ímpetu revienta? calle el cañón sus cánticos al día, que también lo saluda la tormenta. Que ella también inquieta lo esperaba para empezar su vuelo: que ella también con cólera miraba puras las ondas y sereno el cielo. Pronto murió la brisa y su armonía bajo sus pies airados: poco sirve la luz del nuevo día, que ella trajo en sus alas los nublados. Esa fragata tan soberbia antes, el áncora ya rota, a merced de los vientos inconstantes sobre las olas irritadas flota. No hay salvación: que la corriente lleva la nave desarmada, hacia la negra peña que se eleva de huracanes y espuma rodeada. Y agolpados a bordo se veían pálidos mil semblantes, contemplando las olas que subían sobre la nave náufraga tronantes. Venciendo al trueno, un grito sobrehumano doliente se dilata: calle la tempestad.... que el Oceano cubrió ya con sus olas la fragata. |
¡Qué gallarda levanta su follaje la palma solitaria de Elb-keddí, cuando penetra el sol por su ramaje, lanzando a plomo su calor allí! El firmamento en púrpura se inflama con los rayos que arrastra el huracán, y está ardiendo la arena, cual la llama que se eleva del cráter de un volcán. En alas del Simún veloz se arroja torbellino de arena abrasador: y refleja al través, flotante y roja, la luz del sol su ardiente resplandor. Entre arena que baña resonando de alguna antigua Esfinge el roto pie, el árabe corcel va galopando: El Cairo al lejos relumbrar se ve. Sigue así, fiero alazano, alza la frente serena, que ya el desierto de arena se ostenta en su majestad. Ya estamos solos: tu brío sacuda el plácido sueño: respira, como tu dueño, el aura de libertad. El palacio entre sus muros no me ofrece independencia: ¿Qué me hiciera su opulencia, cuando vivo libre aquí? ¿Quién por el mar no dejara la fuente mísera y fría, o el rosal de Alejandría. por la palma del Zaeddí. El murmullo entre las flores no escucho aquí de la brisa, ni la plácida sonrisa de pacífico raudal: pero corre ronco el viento, sin parar su vuelo un monte: pero miro un horizonte de topacio y de coral. El sol detiene su giro por contemplarme: navego por un piélago de fuego, sobre mi hermoso alazán: él no borra en su carrera la huella de paso humano, que yo reino soberano, donde reina el huracán. Dios a los hijos de Europa dio ciudades y jardines, y entre danzas y festines, los hizo esclavos allí. «¡Trabaja!», dijo al cristiano: pero al árabe indolente, «Sé tú libre, independiente: el desierto es para ti». Cuando la luz de la aurora el horizonte ilumina, tercio mi fiel carabina sobre mi ardiente corcel. Y a la sombra de una Esfinge, de las tumbas de los reyes, doy soberano mis leyes al creyente y al infiel. ¡Espacio sin fin, inmenso! ¡Mi primera, dulce cuna! Bello si el sol, si la luna refleja su luz en ti. ¿Qué me importa, entre jardines, un sueño de vida incierto? quiero habitar el desierto: quiero morir do nací: Donde el pecho de una hermosa, al nazareno arrancado, palpita tierno a mi lado, sin terror y sin desdén. Y de mil bellas esclavas los halagos y caricias, van a colmar de delicias la soledad de mi harén. Sobre el camello indolente cargado de plata y oro, se acerca doblado el moro de codicia y de calor. Entre mantas y cojines muellemente recostado, el nazareno espantado siente venir su señor. La cristiana de ojos negros, cual la palma deliciosa, la georgiana pura, hermosa, del profeta bella Hurí, para mí todo: las perlas, el sándalo, diales, velos: Alá me grita en los cielos, todo, todo es para ti. Y en un cielo de nácar el sol brilla: a plomo lanza su radiante luz: corre el infiel, sobre la blanda silla, medio envuelto en su cándido burnúz. Y soltando las riendas relumbrantes, y apretando en su mano el yathagan, corre el infiel, que pronto los turbantes de su tribu a lo lejos brillarán. De ambición y de amor su mente llena, del botín y las hijas de Ismael, corre el infiel, envuelto entre la arena que levanta el galope del corcel. |