El calamar opta por su
tinta
Más ocurrió en este pueblo
en los últimos días que en el resto de su historia. Para medir
como corresponde mi palabra recuerden ustedes que hablo de uno
de los pueblos viejos de la provincia, de uno en cuya vida
abundan los hechos notables: la fundación, en pleno siglo XIX;
algo después el cólera _un brote que felizmente no llegó a
mayores_ y el peligro del malón, que si bien no se concretaría
nunca, mantuvo a la gente en jaque a lo largo de un lustro en
que partidos limítrofes conocieron la tribulación por el indio.
Dejando atrás la época heroica, pasaré por alto tantas otras
visitas de gobernadores, diputados, candidatos de toda laya,
amén de cómicos y uno o dos gigantes del deporte. Para morderme
la cola concluiré esta breve lista con la fiesta del Centenario
de la Fundación, genuino torneo de oratoria y homenajes.
Como he de comunicar un hecho de primer orden,
presento mis credenciales al lector. De espíritu amplio e ideas
avanzadas, devoro cuanto libro atrapo en la librería de mi amigo
el gallego Villarroel, desde el doctor Jung hasta Hugo, Walter
Scott y Goldoni, sin olvidar el último tomito de Escenas
matritenses. Mi meta es la cultura, pero bordeo los
“malditos treinta años” y de veras temo que me quede por
aprender más de lo que sé. En resumen, procuro seguir el
movimiento e inculcar las luces entre los vecinos, todos bellas
personas, platita labrada, eso sí muy afectos a la siesta que
hereditariamente acunan desde la edad media y el oscurantismo.
Soy docente _maestro de escuela_ y periodista. Ejerzo la cátedra
de la péndola en modestos órganos locales, ora factotum de El
Mirasol (título mal elegido, que provoca pullas y atrae una
enormidad de correspondencia errónea, pues nos tomas por tribuna
cerealista), ora de Nueva Patria.
El tema de esta crónica ofrece una particularidad
que no quiero omitir: no sólo ocurrió el hecho en mi pueblo;
ocurrió en la manzana donde transcurre mi vida entera, donde se
halla mi hogar, mi escuelita _segundo hogar_ y el bar de un
hotel frente a la estación, al cual acudimos noche a noche, en
altas horas, el núcleo con inquietud de la juventud lugareña. El
epicentro del fenómeno, el foco si prefieren, fue el corralón de
Juan Camargo, cuyos fondos lindan por el costado este con el
hotel y por el norte con el patio de casa. Un par de
circunstancias, que no cualquiera vincularía, lo anunciaron: me
refiero al pedido de los libros y al retiro del molinete de
riego.
Las Margaritas, el petit-hôtel particular de don Juan,
verdadero chalet provisto de florido jardín a la calle, ocupa la
mitad del frente y apenas parte del fondo del terreno del
corralón, donde se amontonan incalculables materiales, como
reliquias de buques en el fondo del mar. En cuanto al molinete,
giró siempre en el apuntado jardín, al extremo de configurar una
de las más viejas tradiciones y una de las más interesantes
peculiaridades de nuestro pueblo.
Un día domingo, a principios de mes,
misteriosamente el molinete faltó. Como al cabo de la semana no
había reaparecido, el jardín perdió color y brillo. Mientras
muchos miraron sin ver, hubo uno a quien la curiosidad embargó
desde el primer momento. Ese uno infestó a otros, y a la noche,
en el bar, frente a la estación, la muchachada bullía de
preguntas y comentarios. De tal modo, al calor de una comezón
ingenua, natural, destapamos algo que tenia poco de natural y
resultó una sorpresa.
Bien sabíamos que don Juan no era hombre de
cortar el agua del jardín, por descuido, un verano seco. Por de
pronto lo reputamos pilar del pueblo. Con fidelidad la estampa
retrata el carácter de nuestro cincuentón: elevada estatura,
porte corpulento, cabello cano peinado en dóciles mitades, cuyas
ondas dibujan arcos paralelos a los del bigote y a los
inferiores de la cadena del reloj. Otro detalles revelan al
caballero chapado a la antigua: breeches, polainas de cuero,
botín. En su vida, regida por la moderación y el orden, nadie,
que yo recuerde, computó una debilidad, llámela borrachera,
mujerzuela o traspié político. En un ayer que de buen grado
olvidaríamos _¿quién de nosotros, en materia de infamia, no
arrojó su canita al aire?_ don Juan se mantuvo limpio. Por algo
le reconocieron autoridad los mismos interventores de la
Cooperativa, etcétera, gente muy poco espectable, francamente
pelandrunes. Por algo en años ingratos aquel bigotazo constituyó
el manubrio del que la familia sana del pueblo se mantuvo
colgada.
Obligatorio es reconocer que este varón señero
milita ideas de viejo cuño y que nuestras filas, de suyo
idealistas, hasta ahora no produjeron prohombres de temple
comparable. En un país nuevo, las ideas nuevas carecen de
tradición. Ya se sabe, sin tradición no hay estabilidad.
Por arriba de esta figura, nuestra jerarquía
ad usum no pone a nadie, salvo a doña Remedios, madre y
consejera única de tan abultado hijo. Entre nosotros, no sólo
porque manu militari arregla cuanto conflicto le someten
o no, la llamamos Remedio Heroico. Aunque burlesco, el mote es
cariñoso.
Para completar el cuadro de quienes viven en el
chalet, ya no falta sino un apéndice indudablemente menor, el
ahijado, don Tadeíto, alumno del turno de la noche de mi
escuela. Como doña Remedios y don Juan no toleran casi nunca
extraños en la casa, ni en calidad de colaboradores ni de
invitados, el muchacho reúne sobre la testa los títulos de peón
y dependiente del corralón y de sirvientillo de Las Margaritas.
Agreguen a lo anterior que el pobre diablo acude regularmente a
mis clases y comprenderán por qué respondo con cajas
destempladas a cuantos, por pifia y maldad pura, le endosan el
sonsonete de un apodo. Que olímpicamente lo rechazaran del
servicio militar me tiene sin cuidado, porque de envidioso no
peco.
El domingo en cuestión, a una hora que se me
extravió entre las dos y las cuatro de la tarde, llamaron a mi
puerta, con el deliberado afán, a juzgar por los golpes, de
voltearla. Tambaleando me incorporé, murmuré: “No es otro”,
proferí palabras que no están bien en boca de un maestro y como
si esta no fuera época de visitas desagradables abrí, seguro de
encontrar a don Tadeíto. Tuve razón. Ahí sonreía el alumno, con
la cara tan flacucha que ni siquiera servía de pantalla contra
el sol, de lleno en mis ojos. A lo que entendí solicitaba a boca
de jarro y con esa voz que de pronto se ahuyenta, textos de
primer grado, segundo y tercero. Irritadamente inquirí:
_¿Podrías informar para qué?
_Pide padrino _contestó.
En el acto entregué los libros y olvidé el
episodio como si fuera parte de un sueño.
Horas después, cuando me dirigía a la estación y
alargaba el camino con una vuelta para matar el tiempo, advertí
en Las Margaritas la falta del molinete. La
comenté en el andén, mientras esperábamos el expreso de Plaza de
las 19.30 que llegó a las 20.54, y la comenté a la noche, en el
bar. No me referí al pedido de textos, ni menos aún vinculé un
hecho con otro, porque al primero, ya dije, lo registré apenas
en la memoria.
Supuse que tras un día tan movido retomaríamos el
tranco habitual. El lunes, a la hora de la siesta,
alborozadamente me dije: “Esta va de veras”, pero todavía
cosquilleaba el fleco del poncho la nariz, cuando empezó el
estruendo. Murmurando: “Y hoy qué le ha dado. Si lo pesco a las
patadas en la puerta pagará lágrimas de sangre”, enfilé las
alpargatas y me encaminé al zaguán.
_¿Ya es una costumbre interrumpir a tu maestro?
_espeté al recibir de vuelta la pila de libros.
La sorpresa me confundió enteramente, porque oí
por toda conversación:
_Pide padrino los de tercero, cuarto y quinto.
Logré articular:
_¿Para qué?
_Pide padrino _explicó don Tadeíto.
Entregué los libros y volví al lecho, en pos del
sueño. Admito que dormí, pero lo hice, ruego que me crean, en el
aire.
Luego, camino de la estación, comprobé que el
molinete no había retomado su puesto y que el tono amarillo se
difundía en el jardín. Conjeturé, por lógica, despropósitos y en
pleno andén, mientras el físico se lucía ante frívolas bandadas
de señoritas, la mente aún trabajaba en la interpretación del
misterio.
Mirando la luna, enorme allá por el cielo, uno de
nosotros, creo que Di Pinto, entregado siempre a la quimera
romántica de quedar como hombre de campo (¡por favor, ante los
amigos de toda la vida!), comentó:
_La luna se hizo de seca. No atribuyamos, pues, a
un pronóstico de lluvia el retiro de un artefacto. ¡Su móvil
habrá tenido nuestro don Juan!
Badaracco, mozo despierto, que presenta un lunar,
porque en otra época, aparte del sueldo bancario, cobraba un
tanto por delación, me preguntó:
_¿Por qué no apestillas al respecto al taradito?
_¿A quién? _interrogué por decoro.
_A tu alumno _ respondió.
Aprobé el temperamento y lo apliqué esa misma
noche, después de clase. Traté de marear primero a don Tadeíto
con la perogrullada de que la lluvia entona al vegetal, para
atacar por fin a fondo. El diálogo fue como sigue:
_¿Se descompaginó el molinete?
_No
_No lo veo en el jardín.
_¿Cómo lo va a ver?
_¿Por qué cómo lo voy a ver?
_Porque está regando el depósito.
Aclaro que entre nosotros llamamos depósito a la
última barraca del corralón, donde don Juan amontona los
materiales de poca venta, por ejemplo, estrafalarias estufas y
estatuas, monolitos y malacates.
Urgido por el deseo de notificar a los muchachos
de la novedad sobre el molinete, ya despachaba a mi alumno sin
interrogarlo sobre el otro punto. Recordar y chillar fue todo
uno. Desde el zaguán don Tadeíto me miró con ojos de oveja.
_¿Qué hace don Juan con los textos? _grité.
_Y... _gritó de vuelta_ los deposita en el
depósito.
Alelado corrí al hotel, ante mis comunicaciones,
tal como lo preví, cundió la perplejidad entre la juventud.
Todos formulamos alguna opinión, pues el buen callar en aquel
momento era un bochorno, y por fortuna nadie prestó oídos a
nadie. O quizá prestara oídos el patrón, el enorme don Pomponio
del vientre hidrópico, a quien los del grupo a gatas
distinguimos de las columnas, mesas y vajilla, porque la
soberbia del intelecto nos ofusca. La voz de bronce, apagada por
ríos de ginebra, de don Pomponio, llamó al orden. Siete caras
miraron para arriba y catorce ojos quedaron pendientes de una
sola cara roja y brillante, que se partía en la boca, para
inquirir:
_¿Por qué no se dan traslado en comitiva y piden
explicación a don Juan en persona?
El sarcasmo despabiló a uno, de apellido Aldini,
que estudia por correspondencia y lleva corbata blanca.
Enarcando cejas me dijo:
_¿Por qué no ordenas a tu alumno que espíe las
conversaciones entre doña Remedios y don Juan? Después le
aplicas la picana.
_¿Qué picana?
_Tu autoridad de maestro ciruela _aclaró con
odio.
_¿Don Tadeíto tiene memoria? _preguntó Badaracco.
_Tiene _afirmé_. Lo que entra en su caletre, por
un rato queda fotografiado.
_Don Juan _continuó Aldini_ para todo se aconseja
de doña Remedios.
_Ante un testigo como el ahijado _declaró Di
Pinto_ hablarán con entera libertad.
_Si hay misterio, saldrá a relucir _vaticinó
Toledo.
Chazarreta, que trabajaba de ayudante en la
feria, gruñó:
_Si no hay misterio ¿qué hay?
Como el diálogo se desencaminaba, Badaracco,
famoso por la ecuanimidad, contuvo a los polemistas.
_Muchachos _los reconvino_, no están en edad de
malgastar energías.
Para tener la última palabra, Toledo repitió:
_Si hay misterio, saldrá a relucir.
Salió a relucir, pero no sin que antes giraran
días enteros.
A la otra siesta, cuando me hundía en el sueño,
resonaron, cómo no, los golpes. A juzgar por las palpitaciones,
resonaron a un tiempo en la puerta y en mi corazón. Don Tadeíto
traía los libros de la víspera y reclamaba los de primer año,
segundo y tercero, del ciclo secundario. Porque el texto
superior escapa a mi órbita, hubo que comparecer en el negocio
de librería de Villarroel, a vivo golpe en la puerta despertar
al gallego y aplacarlo posteriormente con la satisfacción de que
don Juan reclamaba los libros. Como era de temer, el gallego
preguntó:
_¿Qué mosca picó al tío ese? En la perra vida
compró un libro y a la vejez viruela. Va de suyo que el muy
chulo los pide en préstamo.
_No lo tome a la tremenda, gallego _le razoné con
palmaditas_. Por lo amargado parece criollo.
Referí los pedidos previos de textos primarios y
mantuve la más estricta reserva en cuanto al molinete, de cuya
desaparición, según él mismo me dio a entender, estaba
perfectamente compenetrado. Con los libracos debajo del brazo,
agregué:
_A la noche nos reunimos en el bar del hotel para
debatir todo esto. Si quiere aportar su grano de arena, allá nos
encuentra.
En el trayecto de ida y vuelta no vimos un alma,
salvo al perro barcino del carnicero, que debía de estar de
nuevo empachado, porque en sus cabales ni el más humilde
irracional se expone a la resolana de las dos de la tarde.
Adoctriné al discípulo para que me reportara
verbatim de las conversaciones entre don Juan y doña Remedios.
Por algo afirman que en el pecado está el castigo. Esa misma
noche emprendí una tortura que, en mi gula de curioso, no había
previsto: escuchar aquellos coloquios puntualmente comunicados,
interminables y de lo más insulsos. De cuando en cuando llegó a
la punta de mi lengua alguna ironía cruel sobre que me tenían
sin cuidado las opiniones de doña Remedios acerca de la última
partida de jabón amarillo y la franeleta para el reúma de don
Juan; pero me refrené, pues ¿cómo delegar en el criterio del
mozo la estimación de lo que era importante o no?
Por descontado que al otro día me interrumpió la
siesta con los libros en devolución para Villarroel. Ahí se
produjo la primera novedad: don Juan, dijo don Tadeíto, ya no
quería textos; quería diarios viejos, que él debía procurar al
kilo, en la mercería, la carnicería y la panadería. A su debido
tiempo me enteré de que los diarios, como antes los libros, iban
a parar al depósito.
Después hubo un período en que no ocurrió nada.
El alma no tiene arreglo: eché de menos los mismos golpes que
antes me arrancaban de la siesta. Quería que pasara algo, bueno
o malo. Habituado a la vida intensa, ya no me resignaba a la
pachorra. Por fin una noche el alumno, tras un prolijo
inventario de los efectos de la sal y otras materias nutritivas
en el organismo de doña Remedios, sin la más leve alteración de
tono que preparara para un cambio de tema, recitó:
_Padrino dijo a doña Remedios que tienen una
visita viviendo en el depósito y que por poco no se la lleva por
delante los otros días, porque miraba a una especie de columpio
de parque de diversiones al que no había dado entrada en los
libros y que él no perdió el aplomo aunque el estado de la misma
daba lástima y le recordaba un bagre boqueando fuera de la
laguna. Dijo que atinó a traer un balde lleno de agua, porque
sin pensarlo comprendió que le pedían agua y él no iba a
permitir cruzado de brazos que un semejante muriera. No obtuvo
resultado apreciable y prefirió acercar un bebedero a tocar la
visita. Llenó el bebedero a baldazos y no obtuvo resultado
apreciable. De pronto se acordó del molinete y como el médico de
cabecera que prueba, dijo, a tientas los remedios para salvar a
un moribundo, corrió a buscar el molinete y lo conectó. A ojos
vista el resultado fue apreciable porque el moribundo revivió
como si le cayera de lo más bien respirar el aire mojado.
Padrino dijo que perdió un rato con su visita, porque le
preguntó como pudo si necesitaba algo y que la visita era
francamente avispada y al cabo de un cuartito de hora ya
picoteaba por acá y por allá alguna palabra en castilla y le
pedía los rudimentos para instruirse. Padrino dijo que mandó al
ahijado a pedir los textos de los primeros grados al maestro.
Como la visita era francamente avispada aprendió todos los
grados en dos días y en uno lo que tuvo ganas del bachillerato.
Después, dijo padrino, se puso a leer los diarios para enterarse
de cómo andaba el mundo.
Aventuré la pregunta:
_¿La conversación fue hoy?
_Y, claro _contestó_, mientras tomaban el café.
_¿Dijo algo más tu padrino?
_Y, claro, pero no me acuerdo.
_¿Cómo no me acuerdo? _protesté airadamente.
_Y, usted me interrumpió _explicó el alumno.
_Te doy la razón. Pero no me vas a dejar así
_argumenté_, muerto de curiosidad. A ver, un esfuerzo.
_Y, usted me interrumpió.
_Ya sé. Te interrumpí. Yo tengo toda la culpa.
_Toda la culpa _repitió.
_Don Tadeíto es bueno. No va a dejar así al
maestro, en la mitad de la charla, para seguir mañana o nunca.
Con honda pena repitió:
_O nunca.
Yo estaba contrariado, como si me sustrajeran una
ganancia de gran valor. No sé por qué reflexioné que nuestro
diálogo consistía en repeticiones y de repente entreví en eso
mismo una esperanza. Repetí la última frase del relato de don
Tadeíto:
_Leyó los diarios para enterarse de cómo andaba
el mundo.
Mi alumno continuó indiferentemente:
_Dijo padrino que la visita quedó pasmada al
enterarse de que el gobierno de este mundo no estaba en manos de
gente de lo mejorcito, sino más bien de medias cucharas, cuando
no de pelafustanes. Que tal morralla tuviera a su arbitrio la
bomba atómica, dijo la visita, era de alquilar balcones. Que si
la tuviera a su arbitrio la gente de lo mejorcito, acabaría por
tirarla, porque está visto que si alguien la tiene, la tira;
pero que la tuviera esa morralla no era serio. Dijo que en otros
mundos antes de ahora descubrieron la bomba y que tales mundos
fatalmente reventaron. Que los tuvo sin cuidado que reventaran,
porque estaban lejos, pero que nuestro mundo está cerca y que
ellos temen que una explosión en cadena los envuelva.
La increíble sospecha de que don Tadeíto se
burlaba de mí, me llevó a interrogarlo con severidad:
_¿Estuviste leyendo Sobre cosas que se ven en
el cielo del doctor Jung?
Por fortuna no oyó la interrupción y prosiguió:
_Dijo padrino que la visita dijo que vino de su
planeta en un vehículo especialmente fabricado a puro pulmón,
porque por allá escasea el material adecuado y que es el fruto
de años de investigación y trabajo. Que vino como amigo y como
libertador, y que pedía el pleno apoyo de padrino para llevar
adelante un plan para salvar el mundo. Dijo padrino que la
entrevista con la visita tuvo lugar esta tarde y que él, ante la
gravedad, no trepidó en molestar a doña Remedios, para recabarle
su opinión, que desde ya descontaba era la suya.
Como la pausa inmediata no concluía, pregunté
cuál fue la respuesta de la señora.
_Ah, no sé _ contestó.
_¿Cómo ah no sé? _repetí enojado de nuevo.
_Los dejé hablando y me vine, porque era hora de
clase. Pensé yo solo: cuando no llego tarde el maestro se pone
contento.
Envanecida la cara de oveja esperaba
congratulaciones. Con admirable presencia de ánimo reflexioné
que los muchachos no creerían mi relato, si no llevaba como
testigo a don Tadeíto. Violentamente lo empuñé de un brazo y a
empujones lo llevé hasta el bar. Ahí estaban los amigos, con el
agregado del gallego Villarroel.
Mientras tenga memoria no olvidaré aquella noche:
_Señores _grité, a tiempo que proyectaba a don
Tadeíto contra nuestra mesa_. Traigo la explicación de todo, una
novedad de envergadura y un testigo que no me dejará mentir. Con
lujo de detalle don Juan comunicó el hecho a su señora madre y
mi fiel alumno no perdió palabra. En el depósito del corralón,
aquí nomás, pared de por medio, está alojado _¿adivinen quién?_
un habitante de otro mundo. No se alarmen, señores:
aparentemente el viajero no dispone de constitución robusta, ya
que tolera mal el aire seco de nuestra ciudad _todavía
resultaremos competidores de Córdoba_ y para que no muera como
pescado fuera del agua, don Juan le enchufó el molinete, que de
continuo humedece el ambiente del depósito. Es más:
aparentemente el móvil del arribo del monstruo no debe provocar
inquietud. Llegó para salvarnos, persuadido de que el mundo va
camino de estallar por la bomba atómica y a calzón quitado
informó a don Juan de su punto de vista. Naturalmente, don Juan,
mientras degustaba el café, consultó con doña Remedios. Es de
lamentar que este mozo aquí presente _agité a don Tadeíto, como
si fuera monigote_ se retiró justo a tiempo de no oír la opinión
de doña Remedios, de modo que no sabemos qué resolvieron.
_Sabemos _dijo el librero, moviendo como trompa
labios mojados y gordos.
Me incomodó que me corrigieran la plana en una
novedad de la que me creía único depositario. Inquirí:
_¿Qué sabemos?
_No se amosque usted _pidió Villarroel, que ve
bajo el agua_. Si es como usted dice aquello de que el viajero
muere si le quitan el molinete, don Juan le condenó a morir. De
acá pasé frente a Las Margaritas y a la luz de la luna vi
perfectamente el molinete que regaba el jardín como antes.
_Yo también lo vi _confirmó Chazarreta.
_Con la mano en el corazón _murmuró Aldini_ les
digo que el viajero no mintió. Tarde o temprano reventamos con
la bomba atómica. No veo escapatoria.
Como hablando solo preguntó Badaracco:
_No me digan que esos viejos, entre ellos,
liquidaron nuestra última esperanza.
_Don Juan no quiere que le cambien su composición
de lugar _opinó el gallego_. Prefiere que este mundo estalle, a
que la salvación venga de otros. Vea usted, es una manera de
amar a la humanidad.
_Asco por lo desconocido _comenté_. Oscurantismo.
Afirman que el miedo aviva la mente. La verdad es
que algo extraño flotaba en el bar aquella noche, y que todos
aportábamos ideas.
_Coraje, muchachos, hagamos algo _exhortó
Badaracco_. Por amor a la humanidad.
_¿Por qué tiene usted, señor Badaracco, tanto
amor a la humanidad? _preguntó el gallego.
Ruborizado, Badaracco balbuceó:
_No sé. Todos sabemos.
_¿Qué sabemos, señor Badaracco? ¿Si usted piensa
en los hombres, los encuentra admirables? Yo todo lo contrario:
estúpidos, crueles, mezquinos, envidiosos _declaró Villarroel.
_Cuando hay elecciones _reconoció Chazarreta_, tu
bonita humanidad se desnuda rápidamente y se muestra tal cual
es. Gana siempre el peor.
_¿El amor por la humanidad es una frase hueca?
_No, señor maestro _respondió Villarroel_.
Llamamos amor a la humanidad a la compasión por el dolor ajeno y
a la veneración por las obras de nuestros grandes ingenios, por
el Quijote del Manco Inmortal, por los cuadros de Velásquez y de
Murillo. En ninguna de ambas formas vale ese amor como argumento
para demorar el fin del mundo. Sólo para los hombres existen las
obras y después del fin del mundo _el día llegará, por la bomba
o por muerte natural_ no tendrán ni justificación ni asidero,
créame usted. En cuanto a la compasión, sale gananciosa con un
fin próximo... Como de ninguna manera nadie escapará a la muerte
¡que venga pronto, para todos, que así la suma del dolor será la
mínima!
_Perdemos tiempo en el preciosismo de una charla
académica y aquí nomás, pared por medio, muere nuestra última
esperanza _dije con una elocuencia que fui el primero en
admirar.
_Hay que obrar ahora _observó Badaracco_. Pronto
será tarde.
_Si le invadimos el corralón, don Juan a lo mejor
se enoja _apuntó Di Pinto.
Don Pomponio, que se arrimó sin que lo oyéramos y
por poco nos derriba con el susto, propuso:
_¿Por qué no destacan a este mozo don Tadeíto
como piquete de avanzada? Sería lo prudente.
_Bueno _aprobó Toledo_. Que don Tadeíto conecte
el molinete en el depósito y que espíe, para contarnos cómo es
el viajero de otro planeta.
En tropel salimos a la noche, iluminada por la
impasible luna. Casi llorando rogaba Badaracco:
_Generosidad, muchachos. No importa que pongamos
en peligro el pellejo. Están pendientes de nosotros todas las
madres y todas las criaturas del mundo.
Frente al corralón nos arremolinamos, hubo
marchas y contramarchas, cabildeos y corridas. Por fin Badaracco
juntó coraje y empujó adentro a don Tadeíto. Mi alumno volvió
después de un rato interminable, para comunicar:
_El bagre se murió.
Nos desbandamos tristemente. El librero regresó
conmigo. Por una razón que no entiendo del todo su compañía me
confortaba.
Frente a Las Margaritas, mientras el
molinete monótonamente regaba el jardín, exclamé:
_Yo le echo en cara la falta de curiosidad _para
agregar con la mirada absorta en las constelaciones_. Cuántas
Américas y Terranovas infinitas perdimos esta noche.
_Don Juan _dijo Villarroel_ prefirió vivir en su
ley de hombre limitado. Yo le admiro el coraje. Nosotros dos, ni
siquiera a entrar aquí nos atrevemos.
Dije:
_Es tarde.
_Es tarde _repitió. |