Manuel Bretón de los Herreros

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A la pereza

A varios amigos tronados

El amante de todas

La boca de Lisaura

El feo

La Castañera

A LA PEREZA

¡Qué dulce es una cama regalada!

¡Qué necio el que madruga con la aurora

aunque las musas digan que enamora

oír cantar a un ave en la alborada!

¡Oh, que lindo en poltrona dilatada

reposar una hora y otra hora!

Comer, holgar..., ¡qué vida encantadora,

sin ser de nadie y sin pensar en nada!

¡Salve, oh, Pereza! En tu macizo templo

ya, tendido a la larga, me acomodo.

De tus graves alumnos el ejemplo

arrastro bostezando: y en tal modo

tu apacible modorra a entrar me empieza

 

que no acabo el soneto... de per.. (eza)

 

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A VARIOS AMIGOS TRONADOS

Esta turba famélica y bellaca  
 nunca se cansa de fumar de gorra;  
 como al hebreo en tiempo de Gomorra  
 yo os maldigo, y mi furia no se aplaca.  
 
¿A qué tanto pedirme la petaca? 
 ¿Cómo quieres, hambrón, que te socorra?  
 ¿Soy acaso asqueroso hijo de zorra?  
 ¿Recibo yo bajeles de Guaxaca?  
 
¿Cómplice acaso soy del vicio ajeno?  
 Yo gano mi fumar con mi trabajo,  
 y en la aduana lo compro, malo o bueno.  
 
Tú, que eres un pobre calandrajo,  
 estate sin fumar... o chupa heno...  
 o chúpate la punta del carajo.

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EL AMANTE DE TODAS

Me enamoran los ojos de Filena,

y de Clori la túrgida cintura;

en Rosana me hechiza la blancura,

y Anarda me cautiva por morena;

El talento de Elisa me enajena;

me embelesa de Inés la travesura,

y aun de la bizca Astrea la dulzura

forja a mi corazón blanca cadena.

No hay una fea que me cause espanto.

gorda, flaca; alta, baja; ardiente, fría;

en todas hallo celestial encanto.

Perdona, de mi estrella es tiranía;

mas aunque a todas quiero, a nadie tanto

como a ti, que me escuchas, Nise mía.

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LA BOCA DE LISAURA

No hay pastor que no alabe la hermosura,

dulce Lisaura, de tu boca breve;

que en ella pone Amor el arco aleve

do el tiro de sus flechas asegura.

Quién compara su aliento al alba pura,

quién sus dientes al ampo de la nieve,

quién a la copa que ministra Hebe

de su blanco reír la donosura.

¡Ay simplecillos! Su mayor encanto

que a delicias sin fin plácido guía

Cupido os cubre con espeso manto.

Yo lo callo y lo sé; que desde el día

en que apacible serenó mi llanto

candado fue su boca de la mía.

 

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     Yo soy muy buen cristiano,
    yo soy buen ciudadano,
    yo soy un pobrecillo
    candoroso y sencillo;
       pero con esta cara
    que Dios me dio tan rara
 nada me sale como yo deseo.
 ¡Ay desgraciado del que nace feo!
    La cara, dice el mundo,
    del corazón profundo
    es el veraz retrato;
    y ese mundo insensato
    sólo al ver mi figura
    mi alma inocente y pura
 compara al alma del feroz Atreo.
 ¡Ay desgraciado del que nace feo!
     Nunca he sido tramposo;
    que es vicio indecoroso;
    mas si para un apuro
    he menester un duro,
    jamás hallo una puerta
    a mis ruegos abierta.
 En vano pido, en vano pordioseo.
 ¡Ay desgraciado del que nace feo!
     Si un lindo sin sustancia
    suelta una extravagancia,
    ¡oh cómo aplaude Obdulia
    y toda la tertulia!
    Yo digo una agudeza,
    y exclaman: ¡qué simpleza!
¿Quién le mete a gracioso a ese Asmodeo?
 ¡Ay desgraciado del que nace feo!
    A Pedro da esperanzas,
    a Juan mimos y chanzas,
    a Diego... En fin, a trece
    versátil favorece
    la coquetuela Marta;
    y a mí me da... una carta
 para que vaya a echarla en el correo.
 ¡Ay desgraciado del que nace feo!
    En la calle un cualquiera
    me disputa la acera;
    en casa, siendo el amo,
    no acuden cuando llamo.
    ¿Pretender? Tararira.
    Confianza no inspira
 este rostro fatal para un empleo.
 ¡Ay desgraciado del que nace feo!
    Al entrar yo en la fonda
    ríen a la redonda
   ocho trastos o nueve,
    y el mozo se me atreve,
    y los peores platos
    me sirve, y no baratos;
 que yo soy algún paria a lo que veo.
 ¡Ay desgraciado del que nace feo!
    Si hay de noche camorra
    por culpas de una zorra,
    y yo por un acaso
    ¡triste! me encuentro al paso,
    el agresor escapa,
    y la ronda me atrapa;
 Y me mira... No hay más: yo soy el reo.
 ¡Ay desgraciado del que nace feo!
    Si un fraile (esto no es mofa)
    furibundo apostrofa
    al pecador precito,
    aunque pueblo infinito
    le oiga en la augusta sala,
    solo a mí me señala
 cuando acudo al sermón del jubileo.
 ¡Ay desgraciado del que nace feo!
     Yo busco al cirujano,
    yo sudo, yo me afano
   si pare un niño hermoso
    Inés. Padre y esposo
    (no siempre es uno mismo)
    me encargan del bautismo...
 Y no cato los dulces del bateo.
 ¡Ay desgraciado del que nace feo!
    Soy más feo que Picio,
    y es mi mayor suplicio
    gustar de la hermosura.
    Si al fin por desventura
    acepta alguna bella
    mi amor, ¡tal será ella!
 Capricornium me fecit, lo preveo.
 ¡Ay desgraciado del que nace feo!
 
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La Castañera

 

Á

rbol nobilísimo es el castaño, si consideramos que con su nombre y los derivados de su nombre se ha formado el patronímico de muchas familias, más o menos ilustres; ¡ y a buen seguro que me desmientan los Castañedas, ni los Castañizas, ni los Castañeiras, ni los Castaños, ni los Castañones! Un castañar era el que tenía en más estimación aquel García de ídem, cuyo carácter y esclarecidos hechos celebró en un drama Don Francisco de Rojas Zorrilla; aquel que se envanecía con ser tenido por el labrador más honrado, y aunque no humillaba cerviz del Rey abajo a ninguno, contento con la vida patriarcal que llevaba, exclamó:

Que aqueste es el castañar.

que en más lo estimo, señor,

que cuanta hacienda y honor

los reyes me pueden dar.

Por último, el nombre de Castaños representa y simboliza una de las páginas mas bellas de nuestra moderna historia. D. Francisco Javier Castaños se llama el benemérito general español que primero humilló las hasta entonces nunca humilladas águilas francesas cuando en los campos do Bailen fueron vencidas y derrotadas por bisoños soldados las aguerridas huestes de Dupont; y es fama que a cada tiro y a cada bayonetazo escarnecían los nuestros a los guiris con un ¡toma para castañas! ¡Batalla memorable que dio renombre europeo y elevó al primer grado de la milicia y a la grandeza de España, con el título de duque de Bailén a quien ya nació emparentado con ella, y a quien _¡Vicisitudes humanas!_puede hoy un ciudadano tributar justos elogios sin riesgo de que le acusen de quemar incienso en las aras del poder y de la fortuna...

Frondoso, corpulento, prócer, de bella flor, regalado fruto y apacible sombra, es el Castaño uno de los árboles más  beneficiosos. Su compacta madera es utilísima para toda clase de carpintería, excelente su leña para el hogar; bien en rajas, bien reducida a carbón, y de los glóbulos espinosos que el árbol produce sale un alimento que codician los pavos y es la delicia de otro animal.... menos grato de nombrar que de comer. A las castañas deben, en efecto, su gastronómica nombradía los ricos y suculentos jamones de Caldelas y Avilés; y también el animal implume y bípedo que llaman hombre las saborea con placer, crudas o cocidas, asadas o pilongas, acarameladas por Navidad, o en potaje por Cuaresma.

Otra prueba de la justa celebridad del producto susodicho es el haber dado nombre a un color. A cada instante oímos decir pelo castaño; esto pasa de castaño oscuro. Hasta un autor, que fue gracioso al menos en las listas de las compañías a  que perteneció, fue más conocido por el apodo de Castañitas que por su nombre bautismal. Hay vasijas, y no destinadas para el agua, que por excelencia se nombran castañas, y hasta el moño de las mujeres, rubias o  pelinegras, castañas o pías, se ha distinguido y en algunas partes se distingue todavía con la misma denominación. ¿Qué más? Castañuelas son; esto es, diminutivo de castañas, los sonoros instrumentos de la Crotalogía; de ese arte sublime, cuyos luminosos principios se encierran en esta sabia y significativa máxima: o no tocar las castañuelas, o saberlas tocar. Y a la pericia en tocar las castañuelas, diminutivo de castañas, tanto como a la ligereza de sus pies, a la flexibilidad de sus rodillas, a la morbidez de su talle y a la movilidad de su gesticulación, debe sus triunfos pantomímicos la famosa Fanny Essler, esa Terpsícore de nuestros días, embeleso de ambos mundos. Por ella; por sus castañuelas, tiene ya fama universal la Cachucha española, cuyos dengues voluptuosos y provocativos contoneos han vuelto locos de regocijo a los graves descendientes de Washington y han inflamado la sangre de los glaciales moscovitas.

Castaño.... Castaña.... No me precio de etimologista, pero tengo para mí que estos vocablos se derivan del vocablo castidad. Las mismas letras de que se componen lo están diciendo: casta-ña.... ¿Y cómo poner en duda lo casto de esta casta, cuando la forma y las condiciones del fruto demuestran que Dios lo ha criado para ser emblema comestible del pudor y de la continencia? Nace la castaña  cubierta de un púdico zurrón erizado de punzantes espinas, como si el Autor del Universo quisiera con él defenderla de la humana voracidad. Antes que llegue a sazonarse es la desesperación de los golosos; fruta inverniza no se esquilma hasta que el termómetro de Réaumur  marca pocos grados sobre cero, estación en que las pasiones no son por lo general muy activas y vehementes.

Aun entonces no se desprende de la rama natal sino a fuerza de violentas embestidas y sendos palos; antes de ser desarmada hiere con sus pinchos la mano atrevida que lo intenta; aun después de mondada de su áspera corteza; aun después de exclaustrada, digámoslo así, contra su voluntad, esta monja vegetal, esta virgen del bosque, esta vestal asturiana ampara su honestidad, vestida de punta en castaño, con la doble y tenaz coraza que ostenta; y vencida en su segundo atrincheramiento, todavía resiste a la vergonzosa desnudez que tanto teme v esquiva, todavía pugna por coherir e identificar a sus carnes inmaculadas aquella tenue película, su postrer refugio, y como si dijéramos su camisa. ¡Cándida doncella! ¡Interesante criatura!

Pero si queda demostrada la castidad de la castaña, no lo está tanto lo castidad de la Castañera. Entiéndase esto sin menoscabo de la buena opinión de tan benemérita clase, a la cual no es licito atribuir menos virtudes que a las honorabilísimas de piñoneras, naranjeras, buñoleras, rabaneras, etc., etc., etc.

Dígolo porque, si bien hay castañeras del estado que llaman honesto, las hay también empadronadas con los venerables títulos de esposas y madres, y es cosa averiguada que para asar o cocer castañas no es necesario para maldita de Dios la cosa el requisito arriba mencionado.

Dejo a los eruditos y curiosos parlantes la meritoria, bien que ímproba  tarea de escudriñar desde cuándo empezó a ejercerse en Madrid la importante profesión de Castañera, y quién fue la primera que como tal mereció ser inscrita en los registros de la policía: basta a mi propósito hacer observar al pío lector que la práctica de semejante industria data evidentemente de tiempos muy remotos; acaso del tiempo de Mari-Castaña, que, como todos sabemos, fue coetánea de rey que  rabió y de Perico el de los palotes. Lo que consta en documentos auténticos es que la clase llegó al apogeo de su gloria en el último tercio del siglo próximo pasado, y que hasta principios del presente se mantuvo a la altura de la gran reputación que supo adquirir. Durante el período citado, más de una heroína de fuelle y tenazas mereció los honores de la escena. Díganlo las Castañeras picudas, y otros dramas del nunca bien ponderado D, Ramón de la Cruz, Cano y Olmedilla, que no por llevar el humilde título de sainetes y porque  en ellos se peque gravemente contra los dogmas y fueros de eso que llaman buen tono, dejan de tener más mérito intrínseco, y sobre todo más originalidad y más nacionalidad que otros de mayores dimensiones, escritos con altas miras filosóficas, terapéuticas y sociabilitarias.

Hoy día, preciso es confesarlo, no son nuestras  Castañeras sombra de lo que fueron. Guardan, sí, muchos de sus rasgos característicos, pero aquella fiereza varonil de que un tiempo blasonaron y aquella su procaz elocuencia, que era el embeleso de los barrios bajos y el terror de los altos, pertenece ya en gran parle a la historia; y para admirarla, si no en su origen  a lo menos en copias bastante fieles, es forzoso asistir a las representaciones de los ya indicados sainetes del referido Don Ramón de la Cruz, Cano y Olmedilla.

Verdad es que si en este siglo que apellidan de las luces y yo llamaría de los fósforos, es muy difícil encontrar a la mujer fuerte, ni aun en el gremio de las Castañeras, no está menos gastado, si del todo no ha desaparecido, el tipo singular del Manolo; la fisonomía y virtualidad de aquellos héroes de presidio y taberna que prorrumpían en estas enérgicas palabras:

Ú te he de echar las tripas por la boca,

ú hemos de ver quién tiene la peseta;

o decían, para pintarlos con una brochada más análoga al artículo presente:

Los hérues como yo cuando pelean

no reparan en mesas ni en castañas.

Con efecto, desde que dejaron de existir zorongos y redecillas; desde que ascendieron a pantalones los calzones de nuestros abuelos ha ido degenerando de día en día aquella especial y vigorosa raza que, si todavía no reniega de sus peculiares instintos, poco o nada conserva de sus antiguos hábitos. Lo que llamamos pueblo bajo ha menguado en calidad y en cantidad, como ha decaído en riqueza y en prestigio la aristocracia. Las clases medias absorben visiblemente a las extremas; fenómeno que en parte se debe a los progresos de la civilización, en parte al influjo de las instituciones políticas, y cuyas ventajas e inconvenientes no me propongo dilucidar. Ello es que ya no se encuentran por un ojo de la cara aquellos chisperos cuya siniestra catadura debe de estar muy presente en la memoria de Godoy, ni aquellas manólas que santiguaban con una pesa de dos libras a los soldados de Murat que osaban requebrarlas. Es cierto que aun hace la navaja de las suyas y que hay todavía en cada plazuela varias cátedras, no reconocidas por la Dirección de Estudios, donde se enseña gratis el arte ameno y persuasivo de esgrimirse a desvergüenzas; pero estas mismas desvergüenzas son ya algo más cultas y menos peladas que in illo tempore, y son, para bien de la moral pública, menos frecuentes los repelones y las azotainas: hasta en la ropa, cuando no se viste el uniforme legal que iguala al rico con el pobre y al noble con el plebeyo, hay cierta arbitrariedad, cierta insubordinación que se asemeja mucho a la anarquía. Ya no hay traje nacional para nadie, como no se busque en alguna arrinconada e insignificante aldea. Vemos a más de un señor titulado ataviarse con zamarra y sombrero calañés, como vemos a más de un proletario menestral proveerse de levita en los portales de la calle Mayor, y tan lechuginas se van haciendo las Bastianas y las Alfonsas que no pierdo la esperanza de ver a alguna de ellas con papalina. ¡Oh témpora ! ¡Oh mores!

Volviendo a las Castañeras, observo entre ellas varias graduaciones, o llámense jerarquías, que conviene deslindar para dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César; que hay Castañeras a quienes humillarían el trato con otras menos calificadas. En primer lugar, aunque todas tratan con castañas, unas las cuecen y otras las asan; en segundo lugar, unas asan las castañas así, y otras las asan....asado; en tercer lugar, hay Castañeras de esquina, Castañeras de portal y Castañeras de taberna.

Las Castañeras cocidas..., quiero decir, las Castañeras que cuecen, son las ultimas en categoría, y como el populacho de la comunidad; tanto por la vida nómada y aperreada que llevan, porque regularmente no tienen puesto fijo, cuanto por ser menos codiciada su mercancía y muy escaso el capital que emplean en ella. La misma olla, con honores de cántaro, en que cuecen las castañas, sirve de almacén para guardarlas y de mostrador para venderlas. El anís con que las sazonan vale poco, el carbón que para ello consumen no vale mucho, y el agua que gastan, si la toman del pilón de la más cercana fuente, como es probable, no cuesta nada. Por lo mismo, suelen dedicarse a este subalterno tráfico muchachuelas de poco pelo y mal pelaje, o viejas deterioradas, cuyo calor natural no basta a reemplazar el de las castañas cuando lo pierden por la influencia de la atmósfera, por más que abracen y acaricien con materno amor el yerto receptáculo.

Las Castañeras que asan, ya son gente de otra estofa. Suele ser su comercio, aunque algunas lo ejercen de ab initio, decente jubilación de una carrera más activa relacionada en cierto modo con la de San Gerónimo, particularmente en el espacio que media desde el que fue convento de padres de la Vitoria, hasta el que lo ha sido de madres de Pinto.

Es de presumir que en este invierno crezca  considerablemente el número de operarias de dicha procedencia, merced a las visitas domiciliarias y pesquisas

callejeras verificadas poco ha por orden de la autoridad superior política; medida cuya constitucionalidad podrá ser disputable, y cuyos efectos llegarían a ser funestos a las libertades públicas y al derecho de propiedad, si se repitiese y generalizase demasiado; pero a la cual debemos por de pronto la ventaja de tener más expedito y menos peligroso el tránsito de la calle del Príncipe, la plazuela de Santa Ana, e islas adyacentes. Pero a los que no somos jefes políticos, ni celadores municipales, ni periodistas, no nos incumbe inquirir y rastrear vidas ajenas. Por otra parte, agua pasada no muele molino; la Magdalena más pecadora puede ser con el tiempo modelo de austera santidad; y en resolución, cualesquiera que hayan sido los precedentes de una Castañera, por lo que es debemos juzgarla, no por lo que haya sido.

Una Castañera de la especie  que voy describiendo ha menester para serlo dignamente gastar algunos duros en proveerse de los siguientes utensilios: una mesa con su cajón correspondiente, una vasija sui generis, un anafe u hornilla portátil, un cañón de hoja de lata que dé salida al humo sin molestia de la protagonista y de los transeúntes, un fuelle, unas tenazas para escarbar la lumbre (estas pueden suplirse con los dedos); un cuchillo para hacer en cada castaña la incisión con que se facilite después la separación de la cáscara; una manta, o parte de ella, para abrigar la ya tostada mercadería: una espuerta bien provista de carbón, un tarro lleno de sal, aunque algunas pueden suplirla con la mucha que Dios les ha dado; una silla para la maestra; a veces un cobertizo, que a ella y a su hacienda resguarde de la intemperie; y además de todo esto, y de algún otro adminículo que puede habérseme olvidado, tiene que pagar a la Villa la licencia para vender, y acaso a algún casero despiadado o a algún tabernero sin entrañas, el alquiler del reducido terreno en que pone su tinglado. Es, pues, evidente que, siquiera bajo este aspecto, son las Castañeras mujeres que tienen que perder. (Consideremos también que su vida sedentaria y afanosa, la publicidad de sus funciones, lo incombustibles que llegan a hacerse a fuerza de familiarizarse con el fuego, y lo mucho que perjudican a sus gracias personales y a los primores de su toilette los desacatos del humo y las insolencias del carbón, son otras tantas garantías de ejemplar conducta propia, y otros tantos preservativos contra los estímulos de la ajena concupiscencia.

Sin embargo, como nunca falta un roto para un descosido, y de gustos no hay nada escrito, y los hay que merecen palos, las Castañeras que no son casadas, y tal vez algunas que lo son, suelen tener un chulo que liquide en la taberna los productos de las castañas. Lo malo es que a medida que estos en general se aumentan, se disminuyen en particular, porque las tiendas y las ambulancias de este artículo de comercio, no comprendido en la tabla de aranceles, se multiplican prodigiosamente, y ya no solo hay Castañeras, sino Castañeros también. ¡Sí; Castañeros!; Tanto es el egoísmo del hombre, y de tal suerte ha venido a menos la galantería española, que usurpamos al bello sexo hasta el ejercicio de las tranquilas y delicadas labores análogas a su tierna complexión y blandas costumbres.

¿Qué es ver a un tagarote holgazán manejando el fuelle afeminado en vez de la ruda piqueta? Pero, ¿quién sabe si alguno de esos desventurados pertenecerá a las clases pasivas?

Y los castañeros son sin duda los que, por pereza o por economía, han sustituido la prosaica cacerola, o sartén sin mango, al poético cantarillo agujereado del siglo de oro castañeril _¡sacrilegos!_ y los que han suprimido el elegante tubo que reprimía y daba conveniente dirección al humo, hoy tan licencioso e indisciplinado. _¡Vándalos! Pero no faltan respetables matronas que, fieles a las buenas tradiciones del arte, mantienen y alimentan con loable perseverancia el fuego sagrado. Estas heroínas contumaces, que constituyen la aristocracia del oficio, tienen establecido por lo regular su despacho a las puertas de las tabernas.

Bien saben ellas lo que se hacen, como veteranas que son. ¿Hay aliciente más poderoso para el vino que las castañas? Con solo verlas en las ascuas se codicia el zumo de la vid, y aun por eso dijo, dos siglos ha, mi paisano Villegas:

Al son de las castañas

que saltan en el fuego,

hecha vino, muchacho,

beba Lesbia y juguemos.

Hay, en efecto, manjares que convidan más que otros a beber, tales como la salchicha, el abadejo, la tarángana, la sardina..., poro si grato con ellos, con las castañas es indispensable el vino, so pena de morir estrangulado..., o de beber agua, que para muchos hombres de bien es el mayor de los suplicios. Aquella sustancia seca, farinácea, de difícil y laboriosa deglución, pide vino con urgencia, y de ahí viene sin duda el dicho vulgar: Dijo la castaña al vino, bien venido seas, amigo.

Razones de amor propio, además del atractivo de la ganancia, aconsejan a las Castañeras el situarse en los peristilos de los templos de Baco, que si los devotos apetecen solamente las castañas cuando entran, tal vez cuando salen apetecen la Castañera.

Ni siempre vegeta pasiva y sedentaria al amor de la lumbre y al cuidado de su hacienda; que en las horas de menos despacho suele dejar a cargo de alguna comadre, o de algún compadre, su portátil mostrador para visitar el de la taberna acreditando con frecuentes libaciones de Yepes o de Valdepeñas no ser indiferente al fervoroso culto que allí se tributa al numen de Anacreonte. Ya se ve; sus miembros se entumecen de estar tantas horas encogidos; su gañote se seca de tanto gritar: ¡gordales, seis al cuarto!

¡Que se arrematan! ¿Cuántas, que queman? Y es preciso poner alguna vez los huesos de punta y remojar la palabra. Por otra parte, si algún cachirulo la camela con medio chico en la derecha y pellizcándose con la izquierda el labio inferior, ella, que no es mujer de negarse a casos de honra, ¿cómo ha de resistir a un brindis tan macareno? Tratándose de echar copas entre gente de calidá, una mujer de su aquel nunca se excusa de echar su cuarto a  espás. Cuando se la convida con mal modo, o se toma algún endino libertades previas y extrajudiciales, le confirma de lo lindo con las tenazas; pero sabe también, en ocasiones, ser agradecida y campechana, y si algún majo llevó su galantería más allá de lo que su bolsillo permite y su crédito consiente, ¡aparte usté!, le dice,

¡desgalichao!, y plantando sobre el aparador un peso duro, exclama con gentil desenfado y mucha de la fanfarria: ú semos, o no semos; donde yo estoy no paga naide.

Amén de estos agradables episodios, la Castañera de taberna pasa una vida hasta cierto punto envidiable. Su tenducho es una especie de tertulia que frecuentan y amenizan con sus chistes y agudezas los criados de la vecindad, los simones desocupados, los comparsas del teatro, y los mozos de cordel. Allí se deletrea  y se comenta el papel que ha salido nuevo con noticias de las potencias extranjeras que los ciegos han recibido por extraordinario. Ella pescuda,  y  husmea, y analiza a las mil maravillas la crónica escandalosa de la manzana, y puede dar razón de lo que pasa en ella tanto quizá como el memorialista de enfrente o el zapatero de la esquina, y desde luego mucho más y mejor que el alcalde del barrio. Es mujer de pro, que ejerce en su distrito cierta jurisdicción moral, y manejando a su arbitrio las pasiones de escalera abajo y los afectos de portal afuera, así promueve unaa camorra como la apacigua, según el humor que tiene; o para expresarlo en términos más castizos, según se lo pide el cuerpo. Sarcástica v decidora, el chisme es su comidilla y la sátira su regodeo; pero sabe soltar sus pullas con tanto disimulo como oportunidad, y hasta las palabras con que pregona su mercancía suelen ser otras tantas indirectas del padre Cobos. Así, por ejemplo, si con sus guiños y ventaneos, y ceceos y tapujos dan que decir las hijas de la escribana, apenas las ve salir de casa las mira con el rabillo del ojo, y canta en octava mayor: ¡Ahora salen las calientes!

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