Rafael Cansinos Assens

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El viaducto, ávido y quieto

La tarde

La  pascua del hombre

EL VIADUCTO ÁVIDO y QUIETO

 

Suspendido y vibrante

lanzado en un gran vuelo, el Viaducto,

que quiere coger dos ciudades

desdeñoso de los grandes ríos,

         puente sobre los aires,

       estremecido como un cuerpo

que se lanza en escorzo,

atónito, incitado por la grande glorieta,

ávido de coger las luces

              que irradian por allá,

el Viaducto, trémulo,

soñador de sueños que andan,

     es la gran hamaca

para los hombres osados,

resueltos e indecisos,

por la misma vehemencia

de su gran ambición: de los hombres audaces

que en su rostro reflejan

como en una ventana

de cristales desnudos,

la rosa de la vida, las mil luces

de arriba y de abajo;

las mujeres que pasan,

lejanas, todo eso,

el porvenir maravilloso inabarcable

que por igual incita

a vivir y a morir en un pródigo salto ...

 

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LA TARDE

 

El sol, al alejarse, lanzó un cohete-señal

que ha prendido en los techos de las casas ...

 Mil heliógrafos lo recogen

y multiplican sus llamas.

La escuadra está ardiendo en el puerto.

¡Alarma!

En la ciudad, todos los coches

 son los del servicio de incendios.

La gente se apiña asustada.

Todas las colinas están llenas de estrellas curiosas.

¡Anuncios luminosos!

En las cúpulas de los templos han estallado granadas.

¡Pirotecnia peligrosa!

¡Todas las casas a la vez empiezan a arder por las ventanas!

 

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La pascua del hombre

 

    Aquella noche, caminaba yo por las vías nocturnas, ávido como siempre, de una caricia tierna; de una caricia que fuese para mi alma como ese fruto lleno de zumo que se estruja sobre los labios y salpica de frescor toda la cara.

    El recuerdo de la mujer, mi antigua amiga, me había levantado violentamente de mi amplio asiento junto al fuego, donde yo arrojaba como una mirra, los recuerdos de mi juventud, y por las vías nocturnas caminaba, lleno de perplejidad, porque ya había olvidado la senda que en otro tiempo conducía a las moradas nupciales; a esas alcobas que se abren al final de largas escaleras y en cuyo centro hay un gran lecho blanco, solo un gran lecho, como si se hubiese salvado de una inundación.

    Caminaba, pues, perplejo, desorientado, sin encontrar los senderos antiguos, marcados con las huellas de mis pies juveniles, y en vano consultaba la brújula de mi deseo —¡esa brújula infalible que se aloja en los riñones de los jóvenes y que en otro tiempo me orientaba tan certera hasta las moradas de las mujeres!

Ahora esa brújula parecía haber perdido su imán, y mi corazón acongojado, famélico de una palabra dulce, como un riño lo está de una torta, se preguntaba:

    —¿Será que ha muerto ya hasta la última mujer y reposa en su tumba bajo una gran piedra o que el último hombre, avaro y celoso, la guardó emparedándola como a una olla llena de monedas? ¿Se habrán venido abajo todos esos grandes lechos que, en medio de las estancias, parecían firmes como altares? ¿Se habrán fundido bajo los pies del último trasnochador los peldaños de esas escaleras desgastadas, que tantas veces temblaron bajo mis pies como témpanos y no habrá ya medio de subir a las altas alcobas? ¿O será simplemente que todas las mujeres se han dormido aguardándome junto a sus braseros, emperezadas de frío y así se han olvidado de salir a buscarme hasta las esquinas, como en otro tiempo?

    Y miraba a las esquinas y escudriñaba la sombra de los arcos, por ver si las descubría en los lugares de otro tiempo; mas ellas no estaban allí y ni siquiera habían dejado como un recuerdo sus sombras; y las esquinas sin ellas parecían consolas sin jarrones.

    Y entonces yo, al ver que ellas no me aguardaban ni se acordaban de mí, dije lleno de despecho:

    —¡Oh qué infieles son todas las mujeres, aun las amigas antiguas! Sin duda se han olvidado de mí, porque ya no soy enteramente joven, y han borrado todas sus huellas para que yo no pueda encontrarlas: y han quitado las cortinas rojas de delante de sus puertas y las macetas de hortensia de entre los hierros de sus balcones; ¡oh qué ingratas son las amigas antiguas! Me habrán olvidado por el más joven, sin pensar que el más joven es siempre pobre de todo como un mendigo, pues ni siquiera tiene un recuerdo ni puede contar las perlas de un gran collar de años.

    Y al pensar esto, llenábame de ira y crispaba los puños, como un hombre celoso; y decía, lleno de amargura:

    —Verdaderamente, sólo me consolaría saber que ellas han muerto; porque sólo así tendría paz mi corazón: sólo me consolaría saber que ellas han muerto realmente, puesto que a la verdad, han muerto par a mí.

    Y al decir esto, mis ojos se llenaban de lágrimas, dolorosas como las que llora una herida: porque eran lágrimas de despecho y encono, lágrimas de amargura por la gran soledad del hombre que ya no es joven y ha amado demasiado a las mujeres para pedirlas un hijo de su dolor. Lloraban mis ojos como dos heridas.

Pero de pronto vi adelantarse hacia mí un hombre grave y triste que parecía como un hermano mío; porque tenía la mirada dulce de los que han amado mucho a las mujeres; y no era ya joven como yo tampoco lo era y parecía sentir también la gran piedad del hombre para quien ellas han muerto. Y detrás de él caminaban otros hombres análogos, que parecían multiplicar su imagen con espejos; y sus caberas calvas brillaban con la redondez de los turbantes, en los zocos.

    Venían hacia mí lentamente, tristes y cansados como si hubiesen asistido a una crucifixión; pero en sus ojos brillaba una alegría misteriosa, cual si me trajesen el anuncio de un nuevo Evangelio. Y el más viejo, llegándose a mí, me dijo con una voz jocunda:

    —¡No llores más, hermano! Porque la causa de todos nuestros dolores ha muerto ¡Nosotros mismos hemos dado muerte a la última mujer!

    —¿Que habéis dado muerte a la Última? —exclamé lleno de tierna piedad, porque, a pesar de todo, mi amor se exaltaba al oír hablar de la última mujer—. ¿Que habéis dado muerte a la Última? —repetí.

    Y entonces mis ojos volvieron a ser dos clepsidras de llanto. Porque si ellos habían dado muerte a la última mujer, ella quedaba redimida del pecado de olvido. Acaso ellos le habían impedido llegar hasta mí aquella noche, cuando venía a mi encuentro siguiendo los antiguos caminos. Ellos y no el más joven habían tenido la culpa de que nuestros brazos no renovasen alianzas antiguas. Y súbitamente enternecido exclamé:

    —¡Oh, pobre Última! ¡Oh, pobre Última! ¡Ella era inocente!

    Pero aquel hombre viejo, me dijo:

    —No, no lo creas. Escúchame y te convencerás de lo contrario. Al darle muerte, nos hemos vengado nosotros y te hemos vengado a ti. Pero sentémonos —añadió— pues lo que tengo que decirte es harto grave para sostenerlo en las manos.

    —Sí, sentémonos —repetí yo—; no podría oír de pie esa historia tan triste.

                                                                       * * *

    Y el más viejo de aquellos hombres, el que parecía su pontífice, habló así:

    —Pues verás; hacía mucho tiempo, como sabes, que nosotros, repudiados de todas las mujeres a causa de nuestra vejez, porque nuestros ojos eran ya espejos demasiado opacos para reflejar su belleza, y les ajustaba el número de vueltas reiteradas de nuestros turbantes de años en torno de nuestra frente, vivíamos retirados en el páramo de la senectud, porque la vida de un hombre viejo es como un páramo, sin los senos de las mujeres, esos oasis.

    Vivíamos lejos de las mujeres, pero pensando siempre en ellas; y sus cuerpos rosados eran el espejismo de nuestra soledad, la perspectiva engañosa que se elevaba de los arenales de nuestra memoria, algo así como ese pez momificado que, a veces, escarbando en el desierto, se nos aparece como el símbolo irrisorio de las aguas que anhelamos y el inútil indicio de que aquel páramo de arena fue en otro tiempo un mar.

    Y nos dirigimos al país de las mujeres, alegremente, porque en nuestras carnes habían cicatrizado ya las heridas de sus repulsas y borrádose el tatuaje de sus desdenes. Caminábamos alegremente y la luna llena nos guiaba como ese gran farol que tiembla en la mano de un esclavo joven.

    Penetramos en la ciudad de las mujeres; y algunos de nosotros se encargaron de buscar una morada para preparar la mesa del festín, mientras los demás recorríamos las calles de la ciudad venturosa, en busca de la mujer que había de alegrar nuestro convite.

    Y en una de esas callejas encontramos una mujer que estaba recostada contra un muro, sola y callada, de igual modo que lo está la noche contra el muro del día. Estaba sola, inmóvil, como si se hubiese puesto allí para que la viesen o para que se viesen en ella, supliendo a algún, espejo eclipsado. Estaba sola y, sin embargo, nosotros al verla, sentimos un temblor de sobresalto, porque es muy cierto que nunca una mujer está enteramente sola.

    Ella nos miró; dejó caer sobre nosotros su mirada como una limosna, y sonrió con un desdén que se nos clavó en las carnes como una saeta. Y sonriendo desdeñosamente, dijo:

    —¿Me traéis, acaso, al joven con el que mi alma sueña?

    Al oír aquello, cada uno de nosotros siente ansias de llorar.

    Y nuestra alma se llenó de encono contra la mujer; y nuestro amor empezó a cambiarse en ira. Pero a pesar de todo, dominamos nuestro despecho; y remedando con nuestra voz la música de las arpas, dijimos:

    —Sí, mujer, te traemos al más joven; y si lo quieres ver, ven con nosotros al lugar donde te aguarda.

    Al oírnos la mujer, estremeciese como una fuente en una multitud de círculos y adelantó el paso para correr en busca del más joven; y nosotros la seguimos, admirando en silencio cómo aquellas curvas que engendraba su paso y que embestían como cuernos, no rasgaban, tan suaves eran, la trama tan sutil de su manto.

    Y entramos en la estancia, ataviada nupcialmente con una mesa y un tálamo. Sobre la mesa había servido un festín espléndido, y el tálamo era notable por el número de sus almohadones.

    Pero la mujer, sin reparar en ninguna cosa, nos dijo:

    —¿Y el más joven? ¿Dónde está el más joven? ¿Por qué desde luego no me lo mostráis? —y parecía hablar con el pecho, según lo que a cada palabra le temblaba.

    Entonces nuestro corazón se llenó de dolor; porque comprendíamos que ya, ni por las ofrendas, podíamos esperar ser amados.

    Y como si nos hubiéramos comunicado nuestro pensamiento todos a una nos despojamos de nuestros ceñidores; y con ellos aprisionamos el cuello de la mujer, que lanzó un grito terrible de dolor; un grito tan terrible que de sus senos, violentamente agitados, saltaron gotas de leche.

    Y al oiría gritar así, nosotros sentimos un gran placer: porque hacía ya mucho tiempo que solo oíamos reír a las mujeres; y apretando más nuestros ceñidores, tiramos de ellos, hasta que ya la mujer dejó de gritar y de moverse.

    Luego el anciano llenó una copa de vino y nos invitó a imitarle. Y alzando la copa, dijo:

    —Oh, amigo, apuremos en honor del Hombre este vino en otro tiempo vertido en los festines nupciales.

    Y apurando las copas, con la unción de un rito, sentimos que nuestra alma se alegraba a pesar de todos los desdenes.

    Luego el anciano dijo:

    —Oh hermano, que nuestros labios cambien un ósculo fraternal, porque es preciso que el hombre conozca y saboree la amargura del hombre; es preciso que el hombre que en otro tiempo jugó con los besos que salen de los labios de las mujeres, esos dados de una suerte frívola, arrostre y saboree el grave beso de la fraternidad.

    Y el anciano ofreció sus mejillas, áridas como muros, a los besos de sus hermanos.

    Y entonces comprendí yo lo pavoroso, lo desolado que puede ser un beso.

    ¡Oh, lo terrible de aquella confrontación de senectudes, comulgando en el ósculo! ¡Besábanse unas a otras aquellas caras tristes como se besarían las plantas de los pies! Y arrojando a la balanza de su nostalgia esas ternuras, pretendían suplir el beso negado de una mujer sola.

    Pero el anciano, impertérrito, arrostró todos aquellos besos, que le laceraban y herían. Y cuando todos le hubimos ya besado, dijo con una voz infinitamente dulce:

    —¡Oh, amigos míos! ¡Oh, hermanos desdeñados de la mujer! Celebremos al fin nuestra pascua como si fuera la última. Porque cuando la mujer abandona al hombre es señal de que su suerte está próxima a cumplirse. Más cerca tiene entonces su muerte que cuando le abandona su sombra. Honremos con toda nuestra unción al Hombre, no al que murió en el leño de la abstinencia, sino al que se siente morir en el leño de los deseos. Al hombre desdeñado por la que antaño, de niño, le brindaba sus senos henchidos. Al Hombre por cuyo semblante triste los besos de los hermanos ruedan como ratones por un muro, y cuyas lágrimas se hielan en sus mejillas, como el agua en ciertas cumbres; al Hombre cuya piel árida sólo el aire del sur acaricia. Al Hombre a quien ninguna mujer mira dulcemente: al Hombre que inevitablemente ha de entregar al más joven su manto recamado de experiencia. Sean para él toda la dulzura de los frutos y toda la juventud eterna de los vinos.

Y todos respondimos: Amén.

 

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