Carlos Edmundo de Ory

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POEMAS

Soneto a Greta Garbo

Soneto a las manos

Erzulie

Enredada en mis besos lagartijas

RELATOS

El mar

El paquete postal

SONETO A GRETA GARBO

Abreme las dos puertas de tu casa

quiero besar tu boca que me deja

adivinar el aire cuando pasa

tu corazón envuelto en una abeja.

O bien decirme puedes que te pasa

pálido rododendro triste y vieja

bajo la luna que te pone lasa

mientras te llueve el mundo en una oreja.

Sin duda como sueles llorar lloras.

Sin dudas te desnudas a la luna.

Sin duda de costumbre te adormeces.

Quiero besar tu boca en esas horas

muertas que mueres tú también de una

supuración de amor algunas veces.

 

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SONETO LAS MANOS

Las manos más tiernas como nubes

y sin embargo argollas de platino

se engarzan en tu cuerpo y lo ilumino

en las dos joyas que en tu cuerpo subes.

Las palmas de mis manos forman uves

cada vez que en tu rostro quieto atino

asir cabeza con mi nervio fino

¡y así deben amarse los querubes!

En las nieves eternas del amor

nos abrigamos juntos al calor

de los abrazos frescos de lianas.

Recién nacidos en la tempestad

mamando del instante sin edad

¡muriendo estamos de caricias vanas!

 

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ERZULIE

Aquellos tus cabellos nunca humanos

y de tus ojos rojos los destellos

tus senos crueles y el dolor que de ellos

se desprendía a mis contactos vanos.

Los acaricio con bestiales manos,

los acaricio y vuelan tus cabellos

como aire herido por el humo aquellos

aquellos tus cabellos nunca humanos.

La lumbre celestial de tu semblante

y el negro humo de mis manos tiernas

mis pesadillas y tus maravillas.

Erzulie diosa del amor y amante

mis besos suben lentos por tus piernas

de madera y me postro de rodillas.

 

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Enredada en mis besos lagartijas
te oigo mugir mujer
Acostados estamos en la cama
del hospital de la dulzura
Gangrenado de amor
chupo tu joya.

Amo a una mujer de larga cabellera
como en un lago me hundo en su rostro suave
en su vientre mi frente boga con lentitud
palpo muerdo acaricio volúmenes sedosos
Registro cavidades me esponjo de su zumo
mujer pantano mío araña tenebrosa
laberinto infinito tambor palacio extraño
eres mi hermana única de olvido y abandono
tus pechos y tus nalgas de dobles montes gemelos
me brindan la blancura de paloma gigante
el amor que nos damos es de noche en la noche
en rotundas crudezas la cama nos reúne
se levantan columnas de olor y de respiros

Trituro masco sorbo me despeño
el deseo florece entre tumbas abiertas
tumbas de besos bocas o moluscos
estoy volando enfermo de venenos
reinando en tus membranas errante y enviciado
nada termina nada empieza todo es triunfo
de la ternura custodiada de silencio
El pensamiento ha huido de nosotros
Se juntan nuestras manos como piedras felices
Está la mente quieta como inmóvil palmípedo
las horas se derriten los minutos se agotan
no existe nada más que agonía y placer

Placer tu cara no habla sino que va a caballo
sobre un mundo de nubes en la cueva del ser
Somos mudos no estamos en la vida ridícula
Hemos llegado a ser terribles y divinos
Fabricantes secretos de miel en abundancia
Se oyen los gemidos de la carne incansable
En un instante oí la mitad de mi nombre
saliendo repentino e tus dientes unidos
En la luz puede ver la expresión de tu faz
que parecías otra mujer en aquel éxtasis

La oscuridad me pone furioso no te veo
No encuentro tu cabeza y no sé lo que toco
Cuatro manos se van con sus dueño dormidos
y lejos de ellas vagan también los cuatro pies
Ya no hay dueños no hay más que suspenso y vacío
El barco del placer encalla en alta mar
¿Dónde estás? ¿Dónde estoy? ¿Quién soy? ¿Quién eres?
Para siempre abandono este interrogatorio
Ebrio hechizado loco a las puertas del morbo
grandiosa la pasión espero el turno fálico

De nuevo en una habitación estamos juntos
Desnudos estupendos cómplices de la Muerte.

 

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El mar

Nadie comprendía al niño aquel. Su padre estaba ausente, y los que entonces le rodeaban _su tía, sus hermanos y, naturalmente, su madre_ sufrían indeciblemente (sobre todo ella, su madre) de ver que el niño seguía sufriendo (¡pero cuánto sufrimiento para un niño!) de verse tan atrozmente incomprendido.

Cuando su padre salió para ausentarse de la casa por algún tiempo (viajes de su profesión: era pescador) tuvo buen cuidado de hablar a los mayores al respecto (los hermanos del niño eran ya mayores) y, mirando a su mujer a los ojos con una mirada acuciante y al mismo tiempo dolorida, dijo en tono particular, aunque refiriéndose a todos:

_No ordeno. No me gusta ordenar. Solamente pido por Dios que no hiráis en lo más mínimo su sensibilidad.

Nadie se atrevió a pronunciar palabra después de oír aquello. Y así el padre, a la mañana siguiente, pareció marchar con el ánimo más tranquilo, luego de abrazar con infinito amor y hasta con no se sabía qué pasión temblorosa al niñito que tanto preocupaba en la casa.

Un día, el niño amaneció algo enfermito y su madre quiso que se quedara en la cama. En verdad era muy poca cosa lo que tenía. Nada de tos. Pero un poco pálido sí estaba. ¡Pobrecito! Esa palidez hubiese desesperado a su padre. Seguramente se hallaba así a causa de un sueño que hubiera tenido la noche pasada. Había nacido en aquella casa (como sus hermanos), a orillas del mar, y se sabía que soñaba desde su más tierna infancia. El caso fue que la madre, la tía y sus hermanos no se apartaron ni un solo instante de su lado, permaneciendo con él en el cuarto, sin hablar. Sí, todos estaban en silencio. Cada cual haciendo algo con completa independencia y una concentración que parecía, a su vez, ser independiente de la personal ocupación de aquellos momentos.

Momentos de compañía, sí, sí, únicamente de eso; pero casi temerosa, como comprometida no con el acto en sí, sino con el objeto y finalidad que influía preponderantemente en el hecho de la independencia. Era como si no tuviesen más que una última preocupación, íntimamente ligada a la primera: la mirada, a través de la distancia, del padre.

Se diría que estaban ganando tiempo. Y el niño, como una presencia desmesurada, aunque aparentemente imperceptible en su camita, callado, como llevando la batuta del silencio. Sin embargo, estar con el niño, hacerle compañía sin producir ruido, sin molestarle, no era para ellos ni mucho menos perder el tiempo. Sus hermanos estudiaban; su madre y su tía hacían punto de media, cosían calcetines. Cada uno a su labor. De vez en cuando miraban al niño que parecía pensar.

        Casi ya era de noche cuando el niño habló, y dijo:

        _ Traerme el mar.

        Todos se miraron aterrorizados. ¿Qué quería decir?

Sí, lo habían oído perfectamente. Disimulando, volvieron a poner caras normales. Lo difícil era responder al niño si no se le iba a dar lo que pedía.

El niño esperó. Sin mostrar impaciencia, en medio del silencio de todos, el niño esperó. Ya se moverían. Estaba convencido de que esta vez al menos iba a ser comprendido, pensando únicamente que su padre no le hubiera hecho esperar un segundo.

No era prudente hacer durar el silencio. ¿Y entonces? Al fin, la madre, que sufría más que los otros, y porque era la madre y de quien tendría que partir la iniciativa de algo (de algo que no hiriese la aguda sensibilidad del niño) y sabiendo lo difícil que era conseguirlo, la madre dijo con una voz valiente y firme:

        _¿Dices el mar? ¡Es casi de noche, hijo mío!

        _Mi padre lo haría _repuso el niño, echándose a llorar.

Ella, la madre, estaba desconsolada. La mención del padre, aún más que el llanto del niño, la llenó de espanto.

        Entonces la tía habló con voz muy dulce:

_Sí, nosotros sabemos que lo haría. Pero tu padre es pescador y conoce el mar de noche.

        El niño lloraba cubriéndose la carita con sus pequeñas manos.

La madre, atónita, miró a su hijo mayor. Éste se levantó de la silla, se situó a espaldas de la madre y, con sentimiento impotente, colocó una mano sobre su hombro para calmarla. Ella tornó la cabeza lentamente mirando con ojos penetrantes al hijo mayor. Buscaba en él una solución inmediata. El hijo mayor le apretó el hombro para darle coraje.

_También nosotros vamos a hacerlo ahora mismo, ¿verdad? _dijo la madre, dirigiéndose al hijo mayor, y al interrogar así se vio que había perdido el equilibrio que parecía tener al principio.

         No, no. Las palabras no podían resolver nada.

_¿Qué hacen sin moverse? _exclamó el niño, cuya inteligencia era rápida, resplandeciente.

Entonces (había que obrar, obrar), el hermano que se levantó, y esto lo hizo principalmente con el objeto de comenzar a moverse y que los demás se tranquilizasen, dejándole a él toda la responsabilidad que, estando en manos de la madre, procuraba tanta angustia que quería suavizarla; el hermano mayor entonces, con tono decidido y sin el menor embarazo, pre­guntó al niño:

        _Te lo voy a traer. Iré yo solo, ¿te importa? A lo que el niño, dejando de llorar, dijo:

_¿Por qué tú solo? ¡Es demasiado grande! Es mejor que vayáis todos. Andad, id ya...

_Pero, ¿lo quieres todo, todo el mar? _balbuceó la madre de nuevo, en el colmo de la angustia.

Y el niño, dando rienda suelta al llanto, de tanto como le herían las preguntas de la madre, dijo con voz tristísima que partía el alma:

_Haced lo que podáis. Cada uno que traiga lo que pueda en las manos. Cada uno que traiga lo que pueda. ¿Acaso pido imposibles?

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El paquete postal

    En el mismo cuarto _vivían en una boardilla_ los dos guardaban silencio. La mujer estaba ya acostada, o mejor dicho, sentada, como de costumbre, en la cama, apoyada la espalda contra los cojines verdes, y estudiaba en sus libros de texto. A la sazón preparábase para un examen de Facultad muy difícil para ella, que en su juventud encarnada también (curiosa coincidencia), no había podido alcanzar el grado de bachiller. Ahora, a sus cuarenta años, una decisión tardía, aunque enérgica, forzada por las circunstancias, le hacía jugar el papel  de estudiante ¡con tanta conciencia! Ningún impedimento la doblegaría. Su voluntad era firme: la tenía puesta en la finalidad, esto es, el éxito, y estudiaba por correspondencia en tales momentos robados al descanso. En efecto, el grueso de sus horas iba en el trabajo fuera de casa. Ella llevaba el peso del pequeño hogar.

        La niña de ocho años dormía en su camita.

     ¿Y él? Pues él sí, claro, siempre ahí metido en el domicilio conyugal, vieja torre de amor, como la mosca en la miel o como una araña instalada en su rincón, vivía aislado del mundo, entregado en cuerpo y alma a sus sueños, sus nervios, su sed de ternura. Sentía la presencia de la mujer como un salvavidas. Ella, por su cuenta, en su callar tranquilo y plasmado en la atención del estudio, se bastaba a sí misma, pasiva y acaso poseída de su augusta suficiencia. Entre la entereza de la mujer, perfectamente muda bajo la estabilidad de su menester y el latido ansioso del hombre ocupándose en lo suyo, se ponía de manifiesto una corriente de silencios inapelables. No parecía haber diálogo en sus sonidos, cuyas gamas se igualaban fatalmente dentro de lo inaudible. Mas cabía exigir una cualidad a los actos en aquel momento ceremonial de mutuo recogimiento. Sin olvidar que, por la triple respiración de estos seres uni­dos en la intimidad afectiva todo el aire del cuarto callaba también respetuoso. Ahí, dentro del cuarto y de sus silencios, solamente él vivía al rojo vivo una existencia desmedida. Ella no lo miraba hacer. ¿Qué hacía? Estaba entregado a una labor insignificante y, sin embargo, premiosa. Tenía que enviar al día siguiente, sin más tardar, un conjunto de envoltorios _fajos de papeles_, maniáticamente preparados, que ya durante el día motivaron en sus nervios una preocupación.

     Estuvo preocupado por ello febrilmente, en la ausencia de la mujer, sugestionado por la idea de no conseguir un resultado satisfactorio en la tarea del envío. Incluso antes de haber comenzado la lucha del trabajo, por fin resuelto, temía _aun siendo un deseo imperioso _que llegara el instante destinado al envoltorio. Sin duda, la presencia de su mujer le daría ánimos. Es cierto que lo más duro, el trabajo de días para dar término a su objetivo, lo fundamental (es decir, los originales con sus copias, bien dispuestos), cumplido ahora, ínfimo era el esfuerzo que le solicitaba la cuestión del envío. Se trataba de una serie de escritos suyos _obras terminadas, años de trabajo_, que desde hacía tiempo aguardaba un editor de su país dispuesto a publicarlas en plazos sucesivos. Al menos, ella podía sonreírle en la circunstancia viéndole, antes de meterse en la cama para dormir, realizando un acto definitivo. ¿No era una noche feliz? También él se esforzaba en la lucha por la vida con intentos productivos. ¡Oh, sí! Pero no comprendía su silencio de boca y de ojos. Mírame. Me cuesta tanto preparar este paquete.

        Había esperado la noche, por si ella, espontáneamente, en dos segundos, le ataba la cuerda lo mejor posible.

        La cuerda.

     Así como ella, en su cometido, sabía aislarse aprovechando el tiempo, gracias a su actitud eficaz, por el contrario, en lo suyo, él no atinaba a resolver sus problemas. Todo era un problema para él en el ejercicio de una función. Pensaba que su torpeza manual le inhibía de antemano. Cualquiera que fuese su actividad, siempre denotaba impaciencia y tanto celo, que, inseguro de los resultados y hasta de los propósitos, toda tentativa de acometer una acción le suponía un esfuerzo considerable. Incluso la más insignificante, accesoria, como atar la cuerda. Es que tenía que ser atada convenientemente, y, por decirlo así, de manera artesanal. No sólo por el primor exterior, sino a causa del contenido del paquete y por el viaje que iba a emprender. Como si su corazón fuese dentro. Era un esfuerzo colosal para él la ordenación de páginas adheridas mediante pegamento y conseguir una vista pulcra en las portadas; en fin, procurar una posibilidad de encuadernación, una apariencia correcta, sobremanera curiosa, casi refinada y, sin embargo, sobria. La mejor manera. ¡Cuánto tiempo perdía! Los envíos le ponían ansioso. Siempre los hacía más o menos bien, afanosamente y desperdiciando energía (y tiempo) con tal de satisfacer su manía material de perfección. Antes le ataba los sobres su mujer. Pero en la actualidad, ella se había ido desligando (¡qué coincidencia!) de las cosas de su marido, ocupaciones en las que intervenía como alivio y áncora muchas otras veces, pero que al cabo dejaba de prestar mano por los quebraderos de cabeza que le ocasionaban. No obstante, él, habituado a la ayuda, necesitada precisamente en casos urgentes, no podía privarse de la colaboración de su mujer sin experimentar cierta impotencia. A la inversa, su mujer nunca recurría a él para nada. ¡Y como no sabía hacer nudos!

      Toda la vida para él, se daba cuenta ahora, era un delirio y una imposibilidad de nudos. Este silencio de los dos despiertos, avanzada la noche _y la niñita durmiendo_, ¿era un nudo entre ellos? Puso los numerosos fajos de papeleo dentro de la cajita de cartón (que pidió en su tienda) y se sintió algo satisfecho. Hasta aquí, la simple manipulación de cerrar la cajita, obtenida sin pena, concedía una apariencia de solución al proyectado envío. El paso final tenía que andarlo solo. Entonces fue en busca del hato de cuerda. Todo lo que quedaba por hacer era atar la caja, que iría abierta, para franquearla como paquete postal certificado. Diría que eran impresos o papeles de negocios. Sabía que, por último, con el objeto precioso en la mano, se vería en la obligación de parlamentar con el empleado de la taquilla. Salir libre del correo significaba un triunfo para él. El atado traía consigo un esfuerzo. Aún no era el momento de respirar. Miradle.

      Continuaba el silencio. Sólo que él hacía ruido con las tijeras. ¿Había terminado ya? Se agitaba poniendo orden, yendo y viniendo del cuarto de dormir al rincón de la cocina donde estaba el cubo de la basura, pues necesitaba ver libre de escombros la mesa. Recogía los trocitos de cuerda inservibles y todavía no había atado el paquete. Aparte de ese tejemaneje nervioso e inepto y del rumor constante que producía su meticulosidad, su manía de limpieza y los ineficaces intentos para atar el paquete, podía decirse que el silencio reinante era humanamente un silencio. Un silencio desprendido de dos personas vigilantes del sueño de la niñita, mientras se ocupaban en actos independientes.

      Suspiros, suspiros. Era él quien suspiraba, al principio vanamente, sin esperanza alguna. Padecidos en sí mismo como agobio inmotivado. No aludía directamente al esfuerzo que le costaba atar el paquete a su gusto. Ella, la mujer, su esposa, permanecía indiferente. Acaso por eso dejó de suspirar. No suspiraba más, sino que el hombre sudaba. Se le había enredado la cuerda. Dejó de utilizarla y se procuró una nueva tira de ovillo. Calculando la medida aproximada, una vez más cortó con las tijeras el trozo necesario y se dispuso a colocarlo en forma de cruz, cuyo atado más rápido no ofrece dificultades; quiso adaptarlo simétricamente en un doble cruce, con el fin de que el paquete no sufriera percances yendo abierto: que su contenido llegase asegurado a su destinatario. Bien atado, no había nada que temer. Nadie lo abriría en camino si la cuerda resistía así cruzada con su fuerte nudo. Pues en realidad no se trataba de auténticos impresos, sino de hojas mecanografiadas. y como tal, el paquete no se admitiría abierto. Cerrado, la cuerda no hubiera hecho falta. Pero yendo como carta le costaría mucho dinero, a causa del peso. Todo envío por correo suscitaba dudas y vacilaciones en él. ¡Cuántas veces su mujer se reía de él viéndole echar una carta en el buzón! Ya lejos del buzón volvía como Lot  la cabeza, y su ánimo intranquilo se enajenaba en una óptica delirante: la carta era expulsada violentamente del buzón o bien había sido tragada tan profundamente (como Jonás dentro de la ballena) que nunca más se sabría de su existencia.

      No era capaz de envolver el paquete a plena satisfacción, como él quería: seguro, impecable. No podía conciliar sus dedos con el ideal. Entonces, ante su propia incapacidad, pidió a su mujer que le ayudara. Porque ella había sido, durante tres años, vendedora de una tienda de perfumes, y, con anterioridad, vendedora en una librería. Por tanto, ni que decir tiene, que atar un paquete para ella era cosa de coser y cantar.

      Suspiró otra vez. Porque manifiestamente ella no respondía a su ruego. Todavía no eran ruegos, sino tímidas demandas, tanto miedo tenía a importunarla. Le hizo ver simplemente que necesitaba su ayuda. Contribuir, y, en un santiamén, si quería, salvar al hombre perdido en tamaño problema, tanto más grande cuanto que resultaba inmediata para otro la solución. Ese otro, ¿no había sido siempre su querida mujer? Una remota esperanza en la ayuda solicitada le dejó inactivo, entre apático y vencido. No la obtuvo.

      La mujer suya posee un carácter fuerte, duro, decisivo en todo. Cuando no desea hacer una cosa, ni aun pidiéndosela de rodillas la hace. Ningún conflicto se suscita en su conciencia.

      Niega, y asunto concluido. Ya hacía tiempo que él _perpetuo solicitador_ le llamaba la «Mujer del No». A él le cuesta dolor _y profunda tristeza_ pensar que se puede ser así, tan indiferente al sufrimiento ajeno, a la incapacidad de otro, a la inocente y patética necesidad de otro, al auxilio y a la caridad en suma, sobre todo cuando es evidente la torpeza extrema del otro, cuya meticulosidad, asimismo extrema, empeora la situación.

     Intentó una vez más, tres, cuatro veces más disponer el paquete sólo y con la ayuda de Dios únicamente. O por lo menos con la intercesión divina. Se lo pid en términos rogativas; la mujer le miró fijamente.

     _¡Por Dios! ¿Quieres colocar tú la cuerda? ¡Porque yo no atino!

       Contestación:

     _Sabes muy bien hacerla tú solo. El otro día vi que envolviste estupendamente otro paquete.

     _Sí, sí. Pero cruzando la cuerda por el centro, y eso es más fácil. Mientras que hacer dos cruces... No acabo de comprender la técnica.

     Ella dejó de mirarlo y siguió con sus estudios. Era tarde ya; deberían estar durmiendo como la niñita. Pero el silencio se había roto. El aire del cuarto estaba cargado de malestar. El hombre se sentía mal. ¿Estudiaba ella con atención ahora? Parecía que . Entonces él se dirigía a ella rotundamente, con rabia acumulada. Exigió de ella que expresara su negativa con un no explícito, pues así la cogería en falta, moralmente hablando, más bien para atenerse a lo franco de la negativa.

       _¿No quieres?

       _No.

    Dijo claramente que no. Sin mirarlo, los ojos puestos en el libro abierto. El hombre se sintió desesperado. Se sintió muerto, muerto de fatiga. ¡Todo el santo día ocupado en el paquete! Perdía el tiempo, la vida, y su sueño de nudos, de cumplimientos, su amor perfecto no respondía a la realidad de las cosas. Ya tampoco podría leer antes de acostarse; leer tranquilo pudiendo contemplar el paquete dispuesto sobre la mesa para su envío al día siguiente. Veía la cuerda disponible con ojos borrachos. La maldita cuerda. Y el paquete como esperando ...

     De pie, no hizo nada al pronto. Se tocó la frente. Por dentro ardía de nervios y de pobreza de amor.

     ¿Era eso pobreza de amor? Uno de ellos dos, al menos, era pobre. Pero, ¿quién? ¿Quién? ¿Quién?¡iQué equívoco! ¡Qué incomprensión! ¡Qué miseria!                 

      Nervioso, ansioso, impotente, desvalido. No pudo contenerse y, presa de la cólera, empezó a tronar contra su mujer:

     _Pisoteas al prójimo con tu conducta negativa. Tener un sí espontáneo en el corazón es ser generoso. Pero basta tener corazón. Tu voluntad frente a mis ruegos es siempre la negación. ¡Eres un monstruo de inhumanidad! ¡Qué monstruo eres! No comprendo que se pueda ser así. Sabes que sufro, que he estado perdiendo una hora con el paquete, que quiero descansar, y nada. Te niegas a ayudarme alegando que yo lo sé hacer tan bien como tú. Si lo supiera hacer, lo haría. Te pido un nudo, sólo un nudo. ¿Por qué rehúsas atar lo que hay que atar? Ni siquiera mi silencio se parecería al tuyo esta noche. Tú estudiabas tan contenta, en tu cama: yo pensaba todo el tiempo en ti, en que hiciéramos juntos el paquete. No te importa nada más que tu vida. Tus cosas. ¡La barrera que nos separa! ¡Qué monstruo! ¡Qué monstruo!

       Silencio por parte de la mujer insultada así. ¿Qué pensaría? De pronto se oyó un llanto en el cuarto. Los gritos del hombre despertaron a la hija.

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