Carlos Montenegro

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El cordero

La bruja

Un insurrecto

La herencia

El  renuevo

EL CORDERO

 

  A

 pesar de los años transcurridos y de los múltiples sucesos que me han ocurrido en estos años, no he logrado olvidar el fin de aquel cordero que, siendo yo niño aún, me regaló mi padre.

No lo he olvidado ni lo podré olvidar jamás.

Muchos hechos de aquella época se han borrado de mente; muchos, casi todos; los que no, se han ido opacando; mejor dicho, desfigurándose, cobrando sabor a leyenda.

       A ello contribuye, más que el tiempo transcurrido y, quizás, más que mi poca edad de entonces, el alejamiento del lugar donde estas cosas de que quiero hablar acontecieron.

       Fue en mi país natal, que a veces evoco con una tristeza enfermiza que es dulzura, saudade; y otras con un dolor agrio, inquinoso; con una malquerencia que, probablemente, hallarán injustificada los que ignoren que allí sufrí mucho, que en aquel ambiente escaso y gris se fue mi alma haciendo al egoísmo, a un odio concentrado contra todos.

       Tenía que haber mucha gente buena, mucha gente triste, pero yo nunca di con ella; sólo vi gente sórdida, baja; gente que si hacía un bien exigía inmediatamente la reciprocidad, como si se tratase de mercaderias.

       En aquel pueblecito mío, tan bello por su paisaje lleno de una tristeza vaga, la población se dividía en dos clases: blasfemos y místicos. Había dos templos, la iglesia y la taberna, a cual de los dos más sombrío.

       Allí Dios y el diablo tenían sus atribuciones fijas, marcadas.

       Jesucristo no salía a la calle nada más que en procesión; el diablo era más demócrata: todos los días al morir la tarde pasaba por la puerta de la casa representado en una bruja tuerta y coja que decía la buenaventura y echaba el mal de ojo. Las muchachas casaderas la halagaban con regalos y la escuchaban a escondidas de sus abuelas, sus enemigas mortales, tal vez por el parecido físico. El cura también la odiaba y siempre que podía le azuzaba los mozos para que la manteasen.

      Todo esto al reflejarse en mi espíritu me iba haciendo malo, egoísta. Me mataron la alegría a fuerza de echarme pimienta en la boca por decir malas palabras, es decir, palabras que juzgaba mala una tía loca y beata que me cuidaba desde la muerte de mi madre.

      Se llamaba Josefa; doña Josefina para los extraños, y para los de la casa tía Pepiña; era hermana de mi padre.

      La tía Pepiña rezaba el rosario constantemente, y de vez en cuando me daba castañas o pellizcos, según tuviese el humor. Era una enferma cuya energía sólo deponía ante el cura _padre Antón_, y que culminaba, simbólicamente, en el moño erecto sobre la frente.

      Sus labios, siempre encogidos, semejaban el culo de una gallina; era delgadita, hábil, y hablaba con mucha rapidez, costumbre adquirida, probablemente, en el rezo constante.

      Recuerdo que mi pobre mamá le tenía miedo. A mí un día por poco me mata porque le dije:

      _Tía Pepiña, ¿por qué usted no se mete a bruja, para decir la buenaventura?

      Yo creo que papá la consentía mucho porque hacía unas sopas de ajo que le gustaban en extremo. La versión de las criadas era que le había dado a beber un menjurje compuesto con las uñas molidas de un gato negro y viejo que nunca salía de su habitación. ¿Quién sabe?

      (!Ay, tía Pepiña, si algún día voy por mi pueblo rogaré que te desentierren para ver si usabas el moño en la frente en tu necesidad de ocultar los cuernos!)

      En casa me medían el cariño por mis adelantos en la escuela, de la misma forma que el maestro propinaba los palmetazos a medida de mis desaciertos.

      ¡Qué bien me acuerdo de aquel maestro! Era un aldeano rudo, de unas manazas enormes. Su verdadero oficio no consistía en enseñar, sino en castigar al que no sabía; se deleitaba haciéndolo.

     Tenía unas disciplinas monstruosas, que todos los chicos suponíamos con plomos en las puntas, con las que nos golpeaba las nalgas a la menor causa.

      Yo en las cuentas salía bien librado, pero a la hora de decir el catecismo de memoria, me perdía; el miedo me hacía olvidar la lección marcada entre crucecitas. Tanta era mi seguridad de no aprenderla, que ni la repasaba.

      Todo se me volvía en vigilar al maestro, a las disciplinas colgadas de uno de los brazos del crucifijo que mostraba su laceria en un ángulo de la mesa, y pensar en mi casa: en la huerta, en las higueras, sobre las cuales los espantapájaros servían para que los mirlos se posasen, descansando del saqueo cotidiano.

      De aquellas higueras, mamá, con gran escándalo de la tía Pepiña, colgaba una hamaca que había traído de Cuba, país que yo entonces creía muy lejano y que asociaba a las tierras de que nos habla la Historia Sagrada. Esas tierras donde las mujeres iban a buscar agua en cántaros a los pozos bíblicos.

      Mujeres bellas, dulces, rítmicas. Mujeres descalzas, que vestían claros hábitos, tan distintos de aquellos llenos de colorines que usaban las aldeanas de mi pueblo.

      Al ver a mi madre me acordaba de todo aquello. De las mujeres de Jesús de Nazareno de que nos hablaba _¡parece mentira!_ el maestro aldeanote y rudo.

      Gozaba entonces de un desfile de suaves paisajes llenos de sol. Carretas blancas, corderos, borriquitos, palmeras.

Veía a la Samaritana, a la Virgen María, a Jesús, el triste rabí, a los cuales mamá conoció seguramente en su país lejano.

Ella me lo decía; ella, que nunca me engañaba, me lo decía a escondidas de tía Pepiña, como si fuesen cosas malas, iguales a las que contaba la bruja del mal de ojo, a quien mamá siempre le daba limosna.

      Mamá había muerto hacía un año. Mis dos hermanas, Julita y María, estudiaban en el colegio de monjas, y sólo podía verlas dos veces al año y en vacaciones.

      Papá siempre estaba de viaje, y a su regreso, antes de extremarse conmigo, consultaba al maestro y a la tía, y como éstos me pegaban todos los días, ¡figurénse!, ¿qué le iban a decir?

      El maestro me pegaba hasta hacerme daño. No valía que me pusiera la gorra doblada en los fondillos del pantalón; los plomos lo traspasaban todo.

      Echado boca abajo, sobre sus rodillas, me pegaba hasta que sentía mis sollozos silenciosos y entrecortados, más que por el dolor, por el despecho y por el odio a mis condiscípulos, que asistían regocijados al castigo diario.

      Después besaba a ocultas el escapulario que me había dado mi madre y le llevaba a la tía Pepiña la eterna carta del maestro:

      «Doña Josefina: Como siempre y con gran pena me he visto precisado a castigar a Gabrielito. Mande como guste a su humilde servidor, Eliso Rodríguez.»

      Yo creo que los dos se entendían: ¡eran tan desvergonzados!

      Después estas cartas archivadas servían para convencer a papá.

      Un día escuché, detrás de una puerta, cierta conversación entre los criados que me explicó, en parte, la malquerencia de la tía.

      Era la historia mil veces repetida en aquellas comarcas.

      _Sí, mujer _decía la cocinera a la criada_, esta vieja es la bruja de la casa, una beatona. Todo lo que puede apañar es para el cura, para la iglesia. ¿No ves cómo tiene a las hijas del caballero alejadas de aquí porque ya son mayorcitas y pueden hacerle sombra?

      _Ahora creo que se ha encaprichado en tener una capilla propia.

      _¡La muy bruja! Será para celebrar sus aquelarres.

      Yo les tengo tirría a todas las escobas de esta casa. ¡Sabe Dios en cuál montará ella!

      _¿Te acuerdas de doña Isabel?

      _¿Cómo no me voy a acordar, mujer! La pobre murió de tanto sufrir.

      _Qué buena era, ¿eh?

      _El reveso de la medalla.

      _¡Qué buena! Siempre nos daba el aguinaldo, como ella le llamaba. Nunca he de olvidarla.

      _No sigas, que me entran ganas de llorar. ¿Recuerdas la ropa que nos daba para los chicuelos...? ¡Qué lástima!

      _¿Se habrá salvado?

      _¿Quién?

      _La señora.

      _¡Qué animal eres!

      _¡Como nunca se confesaba!

      _No se confesaba con don Antón porque la probe sabía muy bien que era un lebertino, ¡pero bien que rezaba!

      _Sí; está en la gloria.

      _¡Qué duda!

      _En cambio, ya ves cómo nos escatima los salarios la beata, ¡mal espíritu la posea!

      _Apenas nos da para cocinar... Todo lo que apaña es para el cura.

      Aquella conversación que reconstruyo lo más fielmente posible me explicó muchas cosas, y desde entonces odié más a mi tía y al padre Antón.

      Por fin llegaron las vacaciones, y con éstas coincidió el regreso de papá que, contentísimo porque me llevé a casa un diploma de aplicación en las matemáticas _al fin era comerciante y el catecismo creo que sólo a medias le interesaba_, me regaló lo que le pedí: un cordero.

      Lo preferí a cualquier otro regalo porque aquello vivía y yo podía hacerlo feliz con mis cuidados, porque tenía unos ansiosos deseos de querer algo que fuese mío en absoluto, que nadie me lo discutiese y que a la vez no me discutiese a mí, que no me analizase.

      Además, tenía otras razones más inmediatas y tangibles que obraban en mí directamente para preferir al corderito a un perro. Por ejemplo: este animal, como todos los animales caseros, estaba desprestigiado a mis ojos, porque mi tía era muy dada a ellos, razón más que suficiente para odiarlos yo.

      Aquellas vacaciones las pasé un poco triste porque mis hermanas no vinieron. La tía Pepiña había dispuesto que las pasasen con unos parientes que veraneaban en Villagarcía, las playas de moda del país.

      Yo todas las mañanas sacaba a pacer mi cordero a un bosque que se alzaba detrás de nuestra casa y al que se llegaba por una especie de puente tendido sobre un pantano cubierto de mimbres y que me atraía por su silencio, hecho de constantes murmullos. Estaba lleno de árboles monumentales, soberbios. Allí, a pesar de mi poca edad, meditaba en mil cosas pesarosas.

      A veces tenía miedo y echaba a correr seguido por el cordero, como si éste fuera un perro y sintiera también pánico a lo desconocido. Entonces me quedaba en el portón de la huerta, y allí sentado lloraba hasta mediodía sin saber por qué; todo acongojado, con un terror indecible por la llegada de la noche; sin desear nada, huyendo como un salvaje de todo el mundo.

      ¡Oh, sí, aquel pueblo me hizo desdichado para toda la vida!

      Jamás podré curarme de la melancolía que en mi espíritu destiló su paisaje tan dulce y a la vez tan tétrico y sereno, ni la amargura que la maldad de unos y el abandono de otros me produjo.

      No obstante, a veces pienso en él con una tristeza infinita que es casi un éxtasis, y es cuando me acuerdo de mi madre, enterrada allí, en el cementerio humilde al pie del bosque monumental y lleno de murmullos, sobre el cual, en sus paseos melancólicos, me narró alguna parábola ingenuamente nostálgica. ¡Mamá era una niña!

      Las clases tornaron. En ellas tenía que hacer un esfuerzo supremo para no romper a llorar. Ahora me acosaban más preocupaciones; había cifrado todo mi cariño en el cordero, que ya nadie sacaba a pacer y a brincar.

      Se quedaba atado en la huerta porque mi tía no quería que le estropease las hortalizas. Se iba poniendo flaco y triste.

      Aún recuerdo sus ojos alegres cuando me veía llegar del colegio y lo sacaba afuera de la huerta a triscar el musgo que crecía al pie de la tapia. 

      Eramos felices una hora, mientras anochecía. Él entonces se quedaba solo, y yo, solo también, marchaba a ocultar mi pesadumbre bajo las mantas de la cama donde más tarde venía a acostarse la tía, que a veces se estrechaba contra mí frenética por su miedo _como decía_ a los malos espíritus.

      Entonces tenía frases ambiguas:

      _¿No tienes miedo, monín?

      _¿A quién, tía?

      _¡A quién va a ser, a los duendes!

      _No, yo no tengo miedo por mí.

      _¿Por quién, entonces?

      _Por el cordero; ¿usted no cree, tía, que al cordero pueda pasarle algo malo?

     _¿Qué quieres que le pase? No me hables de eso ahora _decía malhumorada, mientras que aprovechando la oportunidad del disgusto fingido, volvía a estrecharse a mí, sudorosa y lasciva.

      _Un día _no me explico cómo se me ocurrió la fatal idea_ me escondí y no asistí a clase. Había dejado el portón de la puerta arrimado; di la vuelta a la casa y entrando en la huerta eché a correr con el cordero hacia el bosque.

      Ibamos locos de contento. La inquietud por mi acto no era suficiente a matarme la alegría. El sol lo llenaba todo de luz, y hasta el pantano, cubierto de mimbres misteriosos, parecía alegre.

      Ya en el bosque, una ligera congoja comenzó a obrar en mí, pero sin tomar consistencia. Nos internamos en él más que de costumbre, al amparo de una discreta penumbra.

      No se veía ni un alma, ni un camino trillado; el murmullo del bosque era más penetrante que otras veces, más misterioso.

      De pronto, del fondo de la espesura se dejó oír el caramillo de un pastor que tocaba desesperado. El cordero se inquietó en seguida y yo me estremecí, acordándome de la fábula del pastor y del lobo.

      Buscando el lindero del bosque echamos a correr. Aquella vez el cordero me cruzó delante y se ocultó a mi vista. Ya cerca de la entrada me quedé parado en seco, lleno de terror.

      Mi tía, acompañada del sacristán, un aldeano místico de ojos verdes como jamás olvidaré, estaba en pie, a pocos pasos de mí, los brazos en jarras. El sacristán tenía cogido al cordero por el cuello.

      _¿Cómo ha sido esto, perdido? _gritó mi tía.

      Yo estaba mudo por la sorpresa y el espanto.

      _¿Qué? ¿No constestas? ¡Ahora verás, vamos! _Y cogiéndome por la muñeca me arrastró tras de sí.

      Delante marchaba el sacristán con el cordero sobre los hombros. Atravesamos el puente, y dejando a un lado el portón de la huerta de la casa, que se distinguía a lo lejos todo bañado de sol, llegamos a una casa de mal aspecto.

      Era la carnicería del pueblo.

      _Tía, ¿qué vas a hacer? _dije tuteándola_. ¿Qué vas a hacer?

      _¡Ahora lo veras, perdido!

      _¿Lo van a matar, tía Pepiña? _le pregunté pleno de angustia, abriendo muchos los ojos.

      _No, a matar no; tú mismo verás lo que van a hacer. Lo van a trasquilar.

      Yo suspiré profundamente, como si me viniese la vida. Lo bueno se nos hace fácil creerlo. Tuve deseos de besar a mi tía.

      En aquel instante el carnicero, que había estado hablando con el sacristán, cogió al cordero por las patas traseras y, balanceándolo un momento sobre sus hombros, le destrozó la cabeza contra un pilar.

      _Para que no sufra mucho _dijo, mientras yo desfallecía.

    En tanto le hundía el cuchillo en el cuello, los ojos, casi humanos, fijaban en mí su miraba turbia, muy triste, infinitamente triste.

      Todavía oí como una voz lejana que decía:

      _Ya sabe, Fermín; tú te encargas de que se lo preparen como le gusta al señor cura.

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LA BRUJA  

 E

l mastín dio un último salto y hundio las poderosas patas delanteras en la arena húmeda, sentándose y mirando a su ama con los ojos severos, en el fondo de los cuales se precisaba la característica fidelidad de los de su especie.

Estaban en la orilla del mar, entre falúas y traineras varadas, que parecían querer descansar de fatigas recientes, mientras sostenían, de regala a regala, grandes redes orladas de rodajas de corcho. Desde uno de los últimos pesqueros, dos mujeres que habían dejado en sus regazos la red que cosían, observaron con ojos de curiosidad al ama del perro y después se hablaron:

      _¿Será bruja o diablo?

      _¡Sola vaya! Si nos ve, nos hará mal de ojo.

      _Nunca sale de la casa.

      _Hoy es milagro: va a pasar algo en el pueblo.

      _Ni a misa va. Está como enclaustrada...¡Sola vaya!

      _En tu pellejo, Rafaela, me enconmendaría al Santísimo.

      _A él me encomiendo. Ahí viene, escondámonos.

      _Escondámonos. ¡Dios nos libre de entuertos!

     Las dos aldeanas se persignaron con un ademán fugaz, adhiriéndose al casco de la embarcación, desplazando los pólipos ramosos que lo cubrían. A poco sintieron los pasos amortiguados de la que llegaba, que, sin verlas, se detuvo apoyándose en el pesquero. La recién llegada cortó con una breve frase el gruñido que el mastín había iniciado y se quedó contemplando el mar, con cuyo color se confundía el color de sus ojos, apacibles y nostálgicos. El mastín gruñó de nuevo olfateando la marisma.

      _Cállate, León. ¿También tú estás como él?

     El perro movió la cola, pero siguió gruñendo mientras escarbaba en la arena violentamente. La dueña lo llamó acariciándolo y dijo con la mirada fija en el animal:

      _Hoy estás como él.

      Sus ojos volvieron a perderse en la inmensidad azul del mar y añadió:

      _No sales. No vas ni a misa. Estás como enclaustrada. El día que salgas va a suceder algo en el pueblo.

      Las dos mujeres que se escondían bajo la amura del pesquero se estremecieron; una fuga de signos de la cruz se les heló en los dedos y sus labios se agitaron en un espanto de oraciones frustradas.

      El perro, que, habiendo rodeado la embarcación al fin, las había descubierto, ladraba ahora rabiosamente, mientras destrozaba con sus patas la red que ellas habían estado cosiendo y que no se atrevían a defender. El ama del perro continuó contemplando el mar, ajena a lo que ocurría a su alrededor, como absorta en sus pensamientos.

I

       María Eugenia nunca antes había visto las cosas que ahora veía y que le eran tan extrañas. Al principio no lo precisó bien. Pensó que aquella era la tierra de su esposo y que llegaría a amarla de la misma forma que encontró en su compañero sentimientos amables; por ejemplo, la ternura de sus ojos cuando la miraban en la intimidad, aunque habitualmente eran tan duros. Pronto se convenció de lo contrario. Para su esposo ella había sido elegida; todo lo hizo para conquistarla: le rindió dócilmente la fuerza que poseía y que era tan difícil de embridar; ella, a su vez, era tan asustadiza, tan poca cosa, que se dio sumisa a aquel amor violento que sabía utilizar tan bien el contraste de la frase rendida y el sentimiento autoritario.

      Pero, en la tierra de él, era una instrusa. Era la extranjera. Lo comprendió al fin llorando silenciosamente, perdida en las inmensas habitaciones de aquella casa en la que su amor no había modificado nada, impotente ante la tradición, a cuyo respeto obligaban las miradas severas y frías de los antepasados de su esposo que todavía mandaban desde los lienzos que adornaban las paredes; por cuyos ventanales penetraba un sol sin calor, los aires quejumbrosos del mar, y se veían los pinares, más lejanos que las visiones del trópico que guardaba su memoria. Los hijos de María Eugenia se encontraron después con el recuerdo de aquella mujer joven que contemplaba el paisaje con los ojos humedecidos de llanto; se encontraron después muchas veces con ese recuerdo, pero nunca lo precisaron entonces, cuando ella les peinaba aún los largos cabellos infantiles y los quería retener a su lado para hablarles de cosas incomprensibles. ¡Era tan quieta, tan callada y tan pensativa! Ellos estaban llenos de inquietudes. El mar, que olía fuertemente a mariscos, estaba tan cerca, que solamente hacía falta atravesar el arenal para llegar hasta sus orillas y escuchar en los caracoles tirados en la playa las marejadas de todos los mares. Saliendo temprano se podía ir hasta los pinares y perderse en ellos a coger pájaros con el «garamillo». María Eugenia sentía que sus hijos no eran de ella, que su propio esposo se le había ido entre las manos.

      Hasta supo que todavía atendía a una aldeana con la cual en sus mocedades tuvo un hijo, «el hijo de la Rafaela», que ya era un hombre. Pero como era tan asustadiza, tan poca cosa, se sometía a todo sin hostilidades; se hacía más quieta, más callada y más pensativa, mientras buscaba en los ojos de su esposo, mucho más viejo que ella, aquella ternura que antaño la adormecía y que ahora sólo era para los hijos. Unicamente se sentía dueña de León, aquel perro corpulento y fiero, que ni sabía cómo había llegado a la casa y se le había pegado a ella, acaso por estar los dos como olvidados, como abandonados; y, acaso por eso también, el perro sólo tenía para todos, menos para su ama, gruñidos de agresión.

      Aquella mañana se había encontrado de improviso con los ojos de su esposo fijos en los de ella. Hacía tiempo que no se miraban de esa forma, sin reservarse lo interior, y ella se sintió emocionada, buscando en su memoria otras miradas semejantes.

      Lo mismo le ocurrió el día que se tropezaron con «el hijo de la Rafaela»; venía éste de frente, con la actitud agresiva, y de pronto la había mirado a ella con una claridad en los ojos tan emocionante que jamás la pudo olvidar por completo.   Ahora no sabía si era su esposo el que la miraba, su esposo de antaño, o el hijo de él y de la Rafaela, el bastardo.

      Pero fue un momento nada más; el esposo reaccionó como cogido en falta y dijo:

      _¿Qué te sucede? Nunca sales, no vas ni a misa. Pareces una enclaustrada. El día que salgas va a suceder algo en el pueblo.

       Ella se sonrió débilmente, aunque comprendió que la entrega había sido demasiado fugaz, y repuso:

       _Si eso te complace, saldré hoy.

      Y añadió mentalmente: «¡Si quisieras acompañarme!»

      Y había salido sola, seguida del perro. Afuera, como adentro de la casa, eran los olvidados, los abandonados. Pero, ¿a dónde ir...? No sabía cómo arriesgarse más allá de la vista de la casa, a pesar de que su alma apacible no le permitía advertir la repulsa de los demás, y menos adivinar, por su ingenuidad, el género de sentimientos que inspiraba a aquellas gentes inmediatas, hundidas en los prejuicios aldeanos.

II

       El bastardo se adentró en la arena, imprimiendo en ella, profundamente, las huellas de sus zapatones claveteados. No era que fuese para la playa, sino al pueblo a marcar estopa y brea con que calafatear el casco de «La Juana», que hacía más agua que un colador; era que no quería pasar bajo las ventanas de la casa del «señor», como le llamaba su madre, y al que tal vez le pidiera cuentas algún día, no de ser su padre, que ésas eran difíciles de saldar, sino de aquel saco de harina que como padre mandaba todos los años, por Pascuas, y que él todos los años tiraba al fondo del barranco que había detrás de su casa.

      _Pero, ¿por qué lo haces? _gemía la Rafaela con hambre de pan blanco.

      _¿Acaso te le vendiste? ¿No te doy yo de comer?

      _Entonces, devuélveselo.

      _Eso sería pedir más y de él nada quiero.

      Pero un día se tropezó con su padre, que venía acompañado de «la otra»,y, aunque ya había luchado como un hombre contra el mar y tenía mucha ira acumulada, no supo explicarse lo que le pasó. Sólo recordaba que todo él se había aplacado cuando sus ojos y los de aquella extraña se encontraron. Desde entonces no volvió a pasar cerca de la casa, ni en la suya quiso que se hablase para mal de la extranjera. E incluso la madre pudo por Pascuas hornear hogazas de pan blanco.

       El bastardo ya había dejado en la arena una larga hilera de huellas cuando vio al perro rompiendo sus redes y gritó corriendo hacia él, enarbolando la masa de calafate:

      _¡Ah, maldito!

      Vio entonces a su madre que le abría los brazos pidiéndole auxilio, y le tiró la maza al mastín, que ya se había vuelto para hacerle frente al enemigo y contra el cual se lanzó con furia.

      En aquel instante, María Eugenia, arrancada de su ensimismamiento, salió de tras la embarcación que la ocultaba y gritó ansiosamente, llamando al perro.

      Esto no detuvo su impulso; pero el bastardo, preparado para la defensa, al sentir aquella voz, sufrió una momentánea vacilación que le fue fatal: el mastín, tirándolo al suelo, se aferró a su garganta y lo sacudió rabiosamente. Las mujeres se quedaron paralizadas de terror. Cuando el fin pudieron gritar, ya el bruto había soltado a su presa, que yacía inmóvil sobre la arena, para irse a refugiarse bajo el casco del pesquero.

      María Eugenia corrió hacia el caído y, arrodillándose a su lado, le alzó la cabeza buscándole temblorosamente la vida en los ojos.

      Detrás de ella, la Rafaela y su acompañante, tocadas aún por el espanto de lo sobrenatural, observaban la escena con ojos despavoridos.

      Las miradas del herido y de María Eugenia se encontraron, y ésta le dijo emocionadamente:

      _¿Sufres mucho?

     El bastardo, sin separar los ojos de los de ella, movió la cabeza negativamente; quiso hablar, pero los labios se le llenaron de sangre entorpeciéndole una sonrisa dolorosa. Al fin dijo con voz débil:

      _Me siento feliz.

      _Eres él mismo _repuso María Eugenia, rehuyendo los ojos del bastardo _él, tú, no sé...

      Sintió cómo el herido, haciendo un esfuerzo, le cogía una mano para llevársela a los labios ensangrentados. Antes de poder, su cabeza le cayó desvanecida en el regazo.

      Detrás de ella gritó espantosamente la Rafaela llenando la playa de inquietudes:

      _¡La bruja! ¡La bruja! ¡Llevóselo la bruja! ¡Mi hijo!

      _La bruja... _musitó persignándose la otra aldeana.

     Nunca más se volvió a ver a María Eugenia. Pero aún hoy, después de muchos años, los aldeanos se horrorizan sabiendo que algún día la verán salir de la casa abandonada.

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UN INSURRECTO  

 E

l capitán se alzó sobre los estribos, y llevándose una mano a los ojos a modo de pantalla, oteó el horizonte. Delante de él se extendía la sabana sin fin y, hacia su derecha, el pueblo lejano donde ya comenzaba a encenderse alguna que otra luz apenas visible en las claridades demoradas del crepúsculo. A sus espaldas, separadas de él por maniguazos, yuraguanos y campos de ortigas, se echaba, como una mole cansada, la loma La Vigía, de la que acababa de escapar gracias a la fortaleza de su caballo.

      Estaba completamente solo; por estarlo más ni el rifle le quedaba, perdido en la huida; ni podía contar siquiera con su montura, que apenas se mantenía en pie bajo su peso. Le acarició el lomo empapado en sudor, e inclinándose sobre ella, le dijo entre tierno y conmovido:

      _Nos escapamos, Inglés.

      Después, dándole cuenta de que sus cabalgaduras no se sostenía, se apeó, le quitó los arreos y, ocultándola entre unas matas de tibisí, emprendió el camino a pie hacia la loma donde las fuerzas enemigas lo habían sorprendido.

      Era valiente, pero aquella soledad le imponía, y además estaba en la obligación de buscar a alguno de los suyos que se hubiera salvado en la dispersión.

    Aquella vez su experiencia no le había servido de nada. Él y sus tres subalternos marchaban en busca de la confidencia, donde debían encontrar medicamentos para la tropa diezmada por las palúdicas, sin contar que él llevaba una misión especial que era el verdadero motivo del viaje. Les soplaba de frente, es decir, de la zona enemiga, una fuerte brisa que seguramente les advertiría de cualquier peligro antes de que su presencia fuera notada. Y así marchaban con el paso demorado, cuando uno de sus hombres, que iba detrás, interrogó:

      _¿Oyen?

      Todos pararon en seco sus bestias.

      _¡Un tropelaje! _dijo otro de ellos.

      El capitán miró hacia todos los lados, y de pronto, al sentir detrás de sí el estruendo de la caballería, hundió las espuelas en los ijares de su caballo dando un grito de alarma. Todavía vio cómo relampagueaban en el aire los machetes, y cómo a Juan, su ordenanza, lo cogía un soldado por la canana y lo volteaba del caballo.

      Ya el suyo se había abierto en la carrera: de un salto limpio se llevó unas matas de guao que se atravesaron a su paso, y lanzándose por la ladera de la loma, se enfrentó con los barrancos pedregosos que la cortaban casi perpendicularmente.

      El capitán cerró los ojos; por unos instantes estuvo en el aire fuera de la silla, pero el nuevo impulso del animal lo salvó, y sin esperárselo, se vio galopando a una velocidad imposible por sobre los cascajos de la sabana. A sus espaldas el tiroteo era nutrido. Se volvió y alcanzó a ver, coronando el barranco, a los tiradores enemigos haciendo fuego sin atreverse a seguirlo por el camino suicida.

      Y ahora regresaba, después de cinco horas, para ver si quedaba alguno de los suyos con vida o por lo menos echarles unas cuantas piedras encima para evitar que fueran pasto de las auras. Ya cerrada la noche se internó en la loma. Por 

avezado que estuviera en el peligro, el aislamiento en zona enemiga, la posibilidad de una emboscada y la idea de encontrarse a sus soldados descuartizados por el machete de los guerrilleros, lo predisponian al temor. Apenas veía a dos metros de distancia, y a un lado y otro los matojos le asemejaban a cada instante guerrilleros en acecho. Gruesas gotas de sudor le corrían por la frente, y ya no sabía si prefería aquella soledad o la presencia de la guerrilla.

      Llegó al lugar de la sorpresa y, no viendo ningún cadáver, la esperanza le creció; ahuecando las manos a modo de bocina, gritó a la oscuridad:

      _¡¡¡Juaaan!!!

      De la selva brotó un grito múltiple _como si estuviera toda poblada de enemigos_ que lo hizo saltar hacia atrás rodando por el suelo. Ya iba a sonreír, precisando dentro de su temor que había sido el eco quien le había contestado, cuando se notó encima de algo blando y viscoso. Súbitamente tuvo la impresión de que había caído sobre un cadáver. Y sin apresurarse, con esa resignación inconsciente que preocura lo fatal, se echó a un lado.

      Y allí estaba Juan, casi descuartizado, como si «el tropelaje» que fue el primero en precisar le hubiera cruzado por encima, destrozándolo. Y allí, con él, se quedó el capitán hasta el alba, encaneciendo, sintiendo sobre su ánimo, hasta aquel día esforzado, el tropel del miedo.

      Con los claros del día comenzó a buscar piedras con que cubrir el cadáver, y ya había hecho un buen acopio de ellas, cuando notó en una de las manos del muerto un papel que le llamó la atención; lo tomó y leyó:

      «Dígame al generalíto que mande a buscar la quinina a la farmacia del pueblo, pues difícilmente la encontrará en El Tambor».

       La sorpresa se retrató en el rostro del capitán. Precisamente en El Tambor estaba la confidencia _es decir, el lugar que sirve de punto de contacto entre los revolucionarios y sus amigos del pueblo_; a él se dirigía a buscar las medicinas. Aquel papel puesto en las manos del cadáver quería decir no sólo que la confidencia había sido descubierta y probablemente arrasada, sin que en todo aquello había un traidor, lo que también confirmaba las sospechas del general, que lo enviaba a él, con el pretexto de buscar los medicamentos, a investigar quién era el confidente del enemigo.

      Más intranquilo aún después de este descubrimiento, se apresuró a cubrir con las piedras recogidas el cuerpo de su compañero, y ya se marchaba cuando, entre unas matas de espartillo, vio otro pedazo de papel que se apresuró a recoger.

Esta vez su rostro se cubrió de palidez. Como si dudase de la evidencia se pasó la mano por los ojos y volvió a mirar con detenimiento lo que le había producido tanta emoción.

      _Entonces..., ¿era cierto? _dijo en voz alta_; no cabe duda de que es la misma letra del alférez Román... Su misma letra.

      Y apresurando el paso en busca del sitio donde había dejado su caballo, siguió mirando el pliego que tenía en las manos y que representaba un plano. Después, uniéndolo con la nota encontrada en poder de Juan, comprobó que ambos pedazos correspondían al mismo pliego. Pensó que el segundo que había hallado, o bien fue tirado al azar, o bien se perdió cuando, para escribir la nota de burla, lo partieron por la mitad. El capitán no salía de su asombro. Ya no le cabía la menor duda de que el alférez Román era el traidor. Hacía dos días, cuando el general lo había llamado para confiarle aquella misión que le repugnaba, lo había defendido:

       _Eso no es sino una calumnia, general; ese hombre es demasiado valiente para ser traidos. Aquí se le tiene envidia; no le falta comida, no le faltan mujeres, pero, ¿cuál es el que tiene tanto corazón como él para conseguir lo que desea?

      Callaba, para no comprometer su defensa, que él incluso le debía la vida. Y ahora, de súbito, cuando menos lo esperaba, le caía en las manos aquella prueba irrefutable, precisamente cuando su gente había sido victíma del traidor, cuando él mismo había escapado de milagro.

      Ya a caballo siguió estudiando el plano encontrado; en él, partiendo de Villaclara hacia el Norte, estaba el camino de Hatillo; a un lado del camino, la finca de Longino Ruiz; separada por el camino, a su lado, la de Gonzalo. Partiendo de Hatillo hacia el Este, se veía la bifurcación del Arenal que atravesaba la finca de don Goyo Ruiz, padre de los anteriores, e iba a perderse orillando El Tambor _donde estaba establecida la confidencia_, en los realengos entre los cuales se iniciaba la Vereda de los Alambres, serventía de la finca de don Benito Pérez. La zona de la confidencia estaba denunciada por una cruz, y asimismo todos los pasos y «gateras» que conducían a ella. Una cruz marcaba también el incio de la Vereda de los Alambres. En cambio, el otro paso más al Norte, donde el camino de Hatillo y el río Yabú coincidían, no estaba señalado.

Una serie de notas completaban el plano, al final de las cuales había una última escrita con una letra que para el capitán era desconocida.

      Guardó el plano en uno de los bolsillos de la guayabera y siguió el camino hacia la zona vigilada. Ahora, con doble motivo, tenía que cumplir su misión. Ya no contaba con los auxiliares que el general le había dado, pero su convicción le parecía más efectiva que todos los auxiliares juntos. Si no podía conducir vivo al traidor hasta el cuartel general, conduciría el cadáver cruzado en la grupa de su caballo, o por lo  menos su cabeza, pues no era cosa de fatigar demasiado a Inglés con el peso de tanta inmundicia.

      Por las precauciones el camino se hacía largo, y ya atardecía.

     Evitando todos los lugares señalados en el plano, llegó al camino de Hatillo. Comprobó que la confidencia de El Tambor había sido arrasada, y retrocedió hasta la finca de Longino, donde esperaba encontrar algún amigo. Allí supo que el alférez Román se encontraba enfermo en uno de los rincones de la finca, en un rancho disimulado entre júcaros y palmas canas, y ordenó que lo llevaran hasta él. Por el camino había pensado que debía emplear la astucia si no quería fracasar, ya que no tenía a nadie consigo, y no sabía tampoco con quién podía contar en caso de resistencia.

      _¿Qué hay, Román? _dijo al entrar.

      El alférez estaba echado en el suelo sobre una estera; por encima de la ropa y aun en la oscuridad del rancho se notaba fácilmente que estaba enfermo.

      _¡Salud, capitán! ¿Qué te trae por aquí? Yo esperaba que viniera alguien, pero nunca se me ocurrió que podrías ser tú.

      _¿Y qué podría importar que fuera yo o cualquiera otro, Román?

      _Hombre... siempre es peligroso venir a esta zona, y yo preferiría a cualquiera de los otros y no precisamente al único al que le tengo amistad. ¿Qué tal de camino? _dijo, después de una pequeña pausa.

      _Mal. Me mataron a tres hombres y entre ellos a Juan, mi ordenanza. Yo escapé por un milagro que realizó Inglés.

      Román no hizo gesto alguno. Solamente dijo:

      _Ya ves cómo tenía razón en preferir que viniera cualquiera de los otros.

      _En todas partes hay peligro. ¿Qué pasó con El Tambor?

      _Lo arrasaron hace dos días los españoles. Yo había salido a buscar un confidente a pesar de encontrarme bien malo. A la Fundora le llevaron al moño de un balazo... _hizo una larga pausa y de pronto añadió_: capitán, ya me duele esta guerra de la que no veré el fin. Tengo deshechos los pulmones.

      A ti, que eres mi amigo, te lo puedo contar todo; te salvé la vida, ¿no? Si pudiera me presentaba...

      _¿Con traición?

      _¿Y por qué con traición? ¿Ya piensas como los otros?

      _Sé que me has defendido en varias ocasiones de habladurías, por eso te tengo amistad.

      _Bueno, dejemos eso. ¿A donde ha sido trasladada la confidencia?

      _A la finca de Benito Pérez. ¿Piensas ir?

      _Sí, y espero que me acompañes; llegando allá te sentirás más atendido.

      _Tal vez. Yo en el monte no tengo salvación. ¿Cuándo partes?

      _En seguida.

      _¿Que camino piensas tomar?

      _El del Arenal, atravesando la finca de don Goyo y El Tambor hasta la sabana.

      _Me han dicho que hay una guerrilla regada por ahí. Ve mejor por «Dinamarca» a cruzar el río Yabú y te acompañaré.

      _No, me es imposible. Tengo que ver a alguien por el camino. ¿Quieres venir conmigo?

      _Por ahí no te acompañaría nadie, capitán; te advierto que difícilmente llegarás si te empeñas en seguir ese camino.

      Hablaba con cierta premura bajo la mirada investigadora del oficial.

      _Pues, chico, no puedo seguir otra ruta que ésa, pase lo que pase; no es un capricho.

      _¿Y si yo te dijese que vas en busca de la muerte?

      _La seguiría lo mismo. Ya te he dicho que no es un capricho mío.

      El alférez se quedo meditabundo.

      _Bueno, allá tú. Yo he hecho todo lo posible por disuadirte. Si llegas, me encontrarás mañana allá. Oye _dijo de pronto_, llévate mi capa. Veo que estás desabrigado, y yo podré encontrarme otra por aquí. Además, te presto mi caballo; no tiene nada que enviadiarle al tuyo y basta con que lo sueltes para que te lleve solo a la Vereda.

      _Tú sabes, Román, que Inglés también conoce el camino.

      _Pero está cansado. Yo lo montaré una hora o dos después que tú, más fresco ya, sin contar que apenas tengo peso.

Otra vez el capitán se le quedó mirando profundamente. No sabía qué sentir ante el interés de aquel hombre en evitarle la muerte. Enterado de todo, le era fácil percibir la angustia en las palabras del alférez. Y aquello le gustaba. Olvidaba su misión, sus compañeros muertos, la confidencia arrasada. Pero fue sólo un instante. Dijo:

      _Bueno, compañero, llevaré tu capa y tu caballo. A lo mejor me sirven de resguardo.

      El alférez lo miró interrogante. Pero el rostro del capitán estaba impasible; sólo dejó traslucir una sonrisa que acaso era sinceramente amiga, aunque las comisuras de los labios terminaban en un rasgo demasiado enérgico. El alférez insistió:

      _Te voy a dar un último consejo. Un confidente me ha asegurado que el santo y seña de la guerrilla que opera en la zona que tienes que atravesar es: «Fuego en El Tambor.» Si te dan el alto, no te detengas y responde con esa contraseña.

      Una hora después, el capitán, vestido con la capa del alférez y montando su caballo negro, se alejó en la busca de la confidencia; pasado algún tiempo lo siguió, por el camino del Norte, el alférez Román.

      Tres veces en el trayecto le dieron el alto al capitán, y las tres veces el santo y seña le abrió el paso. Ya en el alba llegó a la nueva confidencia, donde se extrañaron de verle vestir  aquella capa conocida por todos y montando el caballo del oficial enfermo.

      _He oído decir que en el cuartel general se desconfía del alférez Román _dijo Fundora_; por allá quieren saber demasiado, y mientras tanto, uno aquí perdiendo hasta el moño.

      Todos miraron al capitán, pero éste sólo dijo:

      _No sé; no participo de esas desconfianzas. Estoy seguro de quién es el alférez. Él me aseguró que llegaría hoy aquí y me prestó todo esto, y en cambio, yo le dejé a Inglés. Tomó por el camino de «Dinamarca». Si llega, me tendrá que acompañar al cuartel general; si no, me iré sólo. A lo mejor _añadió_ le habrá ocurrido algún percance en el camino...

      Aquella tarde todos se sorprendieron viendo llegar a Inglés sin jinete, con la silla manchada de sangre. Como si esto fuera lo único que esperaba el capitán, ensilló el caballo negro, se puso la capa sobre los hombros, tomó a Inglés del cabestro y, bajo las miradas desconfiadas de los insurrectos, se dispuso a emprender el camino hacia el cuartel general...

      Ya montado en el caballo, dijo:

      _Tengan cuidado; los españoles han tomado todas las salidas de la confidencia; el santo y seña de ellos es «Fuego en El Tambor». Salud.

      Después de caminar un largo trecho, sacó del bolsillo de la guayabera el plano encontrado y leyó en voz alta la nota escrita con una letra que no era la del alférez:

      «Vigílese también cuidadosamente el paso del río «Yabú» en el camino del Hatillo y la finca Dinamarca.»

      El capitán rompió en pequeños pedazos el plano, y siguiendo su marcha, lo regó en la manigua. Al día siguiente, al llegar al cuartel general, se cuadró delante de su jefe y dijo:

      _General, ratifico mi juicio sobre el alférez Román; ha muerto como un valiente en el paso del río Yabú. Era un insurrecto.

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LA HERENCIA

  C

omo surgido de la cornetada que rompió el silencio reglamentario, el mar de voces saltó, quebrándose, por entre las rejas múltiples. En su inusitada fuerza se precisaba el obstáculo acabado de vencer. Cayó en cascada por los claustros desiertos; empujándose, se extendió por los patios, llegó a los muros, los escaló lamiéndolos y, venciendo las cornisas y azoteas, se vació por las aspilleras en los fosos. De ellos, alentado por los vientos propicios, salió, pero ya agónico, jadeante, incapaz de llegar a las casas limítrofes, de sobrepasar las garitas donde argos mínimos _a soldada_ no dejaban fugar ni un postrer adiós, ni una última mirada.

      Una ola fue devuelta por el eco y chocó con el nuevo mar, con el mismo, continuado, escapado de dos mil arroyos pródigos. Otra llegó al hierro del máuser de un centinela novato y pasó a su corazón precipitándoselo en un terror cándido.

Y así, ora en crescendo, ora amortiguándose, vivió dos horas reglamentarias aquel oleaje insólito en la historia del penal habanero, el Castillo del Príncipe.

      Tras la próxima cornetada para el sueño, aún quedó un murmullo indisciplinado, un ronco mugir de resaca: que bien pueden dos mil bocas amordazadas hacer un grito que se  oiga. Pero cada galera dio un hombre al castigo y una vez más el silencio y la noche se acostaron juntos.

      A la mañana siguiente el mismo asunto palpitaba en todas las conversaciones. Lo que ocurría era extraordinario, inconcebible.

      Ferreiro, Juan Ferreiro, el gallego Ferreiro, se había convertido de la noche a la mañana en un gran personaje. El hombre de múltiples reincidencias, el perennemente castigado a los peores trabajos, había dejado, de la noche a la mañana, las terribles parihuelas, la ropa sucia, el sombrero de guano, los zapatos de vaqueta. Había sido trasladado de la galera de incorregibles a una celdita clara, unipersonal, llena de sol, casi tocada la libertad.

      Era extraordinario, inconcebible. Los corrillos aumentaban.

      Nadie sabía nada. Todos tenían noticias del cambio sorprendente, pero nadie sabía el porqué de aquello; ni sus íntimos.

      _¿Dices tú que ni Muiños ni Chichiriche saben nada?

      _No, nadie, ni ellos mismos. Pero, ¿quién se le acerca? No dejan, lo tienen como secuestrado; es como si lo fueran a matar; le dan de todo, le hacen reverencias. Pero el «mayor» no deja que nadie se le acerque, y él encantado.

      _¡Mírenlo!

      La aparición de Juan Ferreiro fue una esponja empapada de silencio que borró, de un extremo a otro del patio, en escala descendente, todas las voces. Se adelantó. Sus piernas no avanzaban en línea recta sino haciendo leves y como avaros semicírculos que le imprimían al cuerpo un ligero balanceo.

      El hombre torpe, pesado, cruzó casi desconocido, casi otro.

      Los que lo habían visto el día anterior, hijo de la gleba, cubierto de sudor, no lo «recordaban» ahora. Le habían echado mucho almidón al uniforme nuevo; al cabello, rebelde por mil soles, mucha grasa. Los zapatos flamantes, finos, antirreglamentarios, no podían disimular el haz de nudos que formaban aquellos pies torturados por la vaqueta carcelaria, 

 y en aquel momento apenas sabían llenar su cometido. Llevaba los brazos rígidos, las manos separadas del cuerpo, abiertas en demasía; aun, en lo lejano, terrosas; la cabeza muy echada hacia atrás como en desquite de tanta sumisión pasada; la boca vasta llena de sonrisa, la nariz chata oteadora, los ojillos verdes saltando de rostro a rostro como si constatasen y aun compartiesen la admiración general.

      Se pensaba en Lon Chaney creando un personaje extraordinariamente estúpido.

      A sus espaldas, como mancha que vuelve a salir en un cristal, se iniciaba el murmullo que se elevaba más y más en relación directa a la distancia que el paso torpe establecía. En un rincón del patio, como si en él hubiera un sumidero por donde se escapase tanto rezago de palabras, éstas se multiplicaban, se hacían más espesas y, confusas, hervían.

      Allí, «presidiendo» se hallaban Chichiriche y Muiños, el negro y el gallego, los dos íntimos del «héroe». Ambos estaban sentados en cuclillas, ambos mudos, como escépticos.

      Hacia ese rincón convergían todas las atenciones con el mismo entusiasmo que emplearían al encontrarse frente a una pizarra de sport de un periódico, gozando la descripción de un juego de pelota. Allí llegaban y de allí salían los partes de avance. Llegaban flácidos, casi monosilábicos, para esparcirse después como cables inflados, con detalles interesantes que le prestaban una interesante vida de minutos.

      _Vamos, Muiños y Chichiriche, conversen. ¿Qué saben?

      Muiños alzó los hombros con un ademán de impotencia; Chichiriche movió la cabeza, sentencioso:

      _Nada, niños, el gallego tiene su brujo.

      Se rieron. En todos estaba que la gran noticia se iba a saber de un instante a otro, que súbitamente iba a saltar entre ellos; lo deseaban con ardor, y a la vez, escépticos, lo temían pensando en los pobres que quedarían después, cuando todo   pasase, cuando tuvieran que guardarlo, ¡como tanta otra cosa!, en el recuerdo. No obstante, se aferraban a los avances y por instantes se hacían avaros de ellos, los retenían para elaborarlos mejor, para trasmitirlos más jugosos; y, según los caracteres, unos surgían vestidos de seda con pompas inverosímiles; otros querían ser de hierro..., y todos saltaban, corrían, hasta tornar a sus fuentes desfigurados, nuevos, otros.

      Era muy cierto que el Jefe había llamado a Ferreiro, pero, ¿lo fue que lloró con él, que lo abrazó, que lo llamó «hijo mío querido»? No cabía duda _todos lo habían visto_ que dos presos estaban designados para enseñarlo a firmar; pero, ¿no era una imbecilidad, una torpeza decir que lo querían mandar al instituto o a la universidad? ¿Acaso aquellos planteles cerrados, tan cerrados, se iban a abrir para el gallego Ferreiro, el analfabeto, el retenido en la prisión _aún después de cumplir su condena_ para ser expulsado por indeseable?

      Nada, estaban locos. Pero, luego, todo era tan raro, tan extraño. En la galera de los presos políticos el sentimiento que predominaba era la extrañeza. Muy nuevos aún en la prisión, pensaban en ella como en algo extraordinario, insólito, y todo lo que sucedía parecía constatarlo.

      _¿No decías tú, Solís, que esto no era más que rutina?_

      Indagaba un estudiante flaco, de grandes melenas, con el vientre timpánico al descubierto.

      _En realidad no es otra cosa. No es más que un pedazo de ciudad de La Habana, cercada. Todo lo mismo. Acaso un poco más reducido, más sintético _por eso las gentes se conocen mejor, más deprisa_; pero lo mismo, igual, exactamente igual. Piensa en un país bajo una tiranía; pues es una prisión. Censura para la correspondencia, para la palabra. Se tiene un poco de temor; el pensamiento se hace más subterráneo, más profundo... Y todo se vuelve un poco falso, como apretado.

       _Bien, pero, ¿y esto que ocurre? Muchachos, ¿quién ha visto que esto suceda en la calle? ¿Habéis visto al hombre?

¡Dicen que lo llevan a la universidad!

      Todos rieron, la risa se escapó de la galera exclusiva, saltó al patio donde los presos comunes la continuaron.

      El llamado Solís se defendió:

      _¿Acaso somos sólo nosotros los asombrados? ¿Y ellos?

      El jovencito de vientre timpánico adelantó el brazo como en polémica:

      _Esa gente es distinta. ¿Qué caso hicieron de nuestra llegada? ¿No saben que luchamos por la justicia social? ¿No pueden ellos esperar un cambio beneficioso? ¿Ahora por qué se emocionan?

      Una voz trágica no lo dejó continuar:

      _¿Y en la calle¿ ¿Qué hacía el pueblo? ¿Pudimos acaso nosotros realizar lo que las pizarras del Diario o El Mundo?

¿No pudo más un juego de pelota yanki que todas nuestras ideas de justicia? ¿Qué todos nuestros sacrificios? Puede la lluvia deshacer un mitin de la oposición; pero está impotente contra el buen éxito de una pizarra de sport; por cada hombre que ganemos, ellas obtendrán una legión. Hay mucha cobardía en nuestro pueblo.

      Solís sonreía moviendo negativamente su cabeza de hombre sereno:

      _No sois razonables. Hay que abrir más los ojos y frenar un poco la pasión. En ningún entusiasmo puede haber cobardía.

      El pueblo necesita metas sencillas, claras, precisas. Dejad que se entusiasme, estimuladle el entusiasmo. Ya que aspiráis a ser directores de las masas, comprended que el pueblo que posee tal capacidad puede hacer grandes cosas.

      La galera de los políticos estaba en un patio interior. De prontó entró en él un hombre corriendo, llegó al fondo del 

patio, no encontró salida y volvió hacia atrás, aturdido, siempre corriendo:

      _¿No lo saben? Ya, yaaa...

      Era como si anunciase los primeros números de una «última hora» sensacional. Varios silbaron llamándolo. Se detuvo, miró hacia todos lados, pero volvió a correr sin explicar nada.

      _Ya, yaa...

      Del patio central llegó un rumor confuso. Todos sabían.

     ¡Cien mil pesos! ¡Doscientos mil! A medida que avanzaba la noticia crecía la suma. Antes de agotarse el primer aliento, Juan Ferreiro, el mísero, era millonario. Cierto, cierto que no todo era en efectivo. Muchas fincas, casas... Pero en dinero, cien mil, doscientos mil, acaso un millón, y lo demás en tierras cruzadas por la carretera central, enriquecidas por ella.

      Juan Ferreiro, el gallego Juan Ferreiro, había heredado una fortuna.

     Ya era otro; había cambiado, pero aún conservaba mucha de la natural humildad; por ella no quería aceptar el dinero que el Jefe «a cuenta» le ofrecía, optando por mandar recaditos a sus compañeros más acomodados, ya que todavía no había entrado en posesión de sus bienes.

      Se paseaba orondo por los patios, fumando grandes tabacos.

      Podía entrar y salir de todas partes. El Jefe fue justo, muy comprensivo: Juan (lo llamaba ya por su nombre de pila)

era un buen muchacho. Si algo malo hizo fue por las compañías.

      ¿Ladrón? ¿Ladrón él? ¡No! Pero, ¡ah! La policía era así; se ensañaba con el que por accidente había tenido un desliz. Él mismo, el Jefe, fue en ocasiones abusador, excesivo; pero la culpa era de los chismosos, de los chivatones, que siempre lo informan mal. ¡Él haría un escarmiento! Y nada de expulsión.

      Removería cielo y tierra para que todo se arreglase: «Juan, no firmes nada a nadie. ¿No estás empeñado en que yo te administre tus bienes? Será un trabajo de mucha responsabilidad para mí, pero para que nada te ocurra sabré sacrificarme.

¡Sobre todo, ten mucho ojo con los abogados!»

      Después de estas conversaciones, el rostro de Juan Ferreiro demostraba una intensa inquietud. Cuando tenía que hablar de las tierras, del notario, se ponía nervioso, como si temiese que le fueran a robar. Se conocían historias por el estilo. Allí estaban los parientes iracundos; la manceba del tío (la misma que vino a informarle que lo había heredado todo, ¡una mala pécora!), que lo había cuidado por espacio de veinte años, por lo que se creía dueña de todo. Lo podían envenenar aprovechándose de que era un preso indefenso. Y Juan Ferreiro perdía su facha de millonario ridículo, el tabaco le quedaba colgado de la boca y las piernas se le arqueaban aún más, como si fuera a caer de rodillas. Sí, en ocasiones el rostro del heredero se cubría de un temor angustioso, quedándose ensimismado, con los ojillos verdes inmóviles, como mirando hacia adentro. Mientras, la mano callosa le acababa de desfigurar la nariz o le desarrugaba la frente estrecha. Y así andaba por el patio inspirando respeto y saludos a los que no siempre respondía.

      En las galeras el ruido de las exclamaciones ya no era tan alto. Muchos pensaban. Todos los que habían dado un cigarro a Juan Ferreiro comenzaban a llamarle ingrato:

      _No hacía más que «picar». Tú verás que ahora no conoce a nadie. Ya comenzó a decir que ha heredado muy poco, casi nada. ¡Nada! Parece que está aconsejado por el mismo Jefe, que quiere hacerse rico a su costa. Por mí que se lo meta...

      Juan Ferreiro fue a buscar, en un rincón donde acostumbraba sentarse con sus amigos, a Muiños y a Chichiriche.

     Estaba sombrío, muy inquieto, y no paró mientes en la extrañeza que causaba su actitud. Muiños, algo viejo, con resabios, gruñó:

      _Caramba, creía que te habías olvidado de tus socios. ¿Por qué estás triste? ¿O es que esa es cara de rico?

      Chichiriche no dijo nada. Miró al recién llegado con sus ojos vinosos y se encogió un poco más.

       _Tengo miedo _dijo Ferreiro.

      _¿Miedo a qué?

      _A nada; miedo, mucho miedo.

      Chichiriche, asintiendo, se quedó mirándolo; luego, dijo sentencioso:

       _Es butin momico. Cheque endeque longorosimo. Cabeza no puede pasar oreja...

       _Tienes razón, mucho dinero _y como ausente_; por lo menos cien pesos.

       _¿Cien?

       Ferreiro se sacudió violentamente la cabeza y, reaccionando:

       _Sí, sí; cien..., mil, doscientos mil, lo que quieran, pero tengo miedo. ¿Qué pasará? Ya es mucho dinero. Y la celda  ...

      Se iba angustiando. Ya estaba completamente unido a sus compañeros que, ahora, viéndose solicitados, se sentían locuaces, animadores, eufóricos.

      _Que no diga; que no se diga, Gallego.

      En el rostro de Juan Ferreiro no había vida; era como si el alma lo hubiera abandonado; como si presintiese su cuerpo convertido en un pedazo de tela, lavado, colgado, secándose, meciéndose. El sol pone la ropa blanca; él estaba blanco, muy blanco. El viento la mueve; él estaba tembloroso a pesar de los codos encajados en la cintura, a pesar de todo.

      Así, mañana, sin viento, podría balancearse. Tenía miedo, un miedo horrible a secarse, a mecerse como un traje lavado, aún más lento, más lento, en semicírculos lentísimos.

      Ya era tarde; el primer tono de sombra, muy límpido aún, muy de luz, planeó sobre las cosas, velándolas. También veló a Juan Ferreiro. A Chichiriche se le destacaron un poco más los ojos y los dientes. Muiños no tenía color, no contaba. Estaba un poco viejo, ya con sus resabios; aún no sabía cuánto le daría a su amigo; regresaría a España, a la aldea; estaba viejo y con resabios.

      Otras sombras planearon y las cosas recibieron una mano más de oscuridad. El crepúsculo apenas marcaba un tránsito.

Pronto la corneta ordenaría la retirada, como si ordenase la noche. Ferreiro, que había ocultado el rostro entre las rodillas, volvió a decir, con la voz un poco rota:

      _Tengo miedo.

      Los presos desfilaban hacia sus galeras. Juan Ferrerio iría hacia su celdita clara, casi tocada de libertad, ¡horriblemente solo!

      Tuvieron que separarse.

      _Abur.

      _Hasta mañana. Oye, acuérdate de mí, paisano.

      Pero cuando los cepos comenzaron a coser rejas a la oscuridad, Juan, Juan Ferreiro, el millonario, mancha blanca en lo negro, echó a correr por los patios, gritando toda la verdad, colgándose de todos los barrotes, tropezando con todas las columnas hasta que, jadeante, cayó de rodillas, las manos en el suelo, el rostro lleno de muecas...

      Era Lon Chaney logrando su máxima creación.

      Súbitamente, la cornetada que rompía el silencio reglamentario se precisó nítida en la noche, y como si hubiera abierto mil esclusas, el mar de voces se encrespó, rugió y, arrollándolo todo, saltó al patio, y ante los argos imponentes, mínimos _a soldada_, salió de ellos para rodar por las faldas del castillo hasta las casas limítrofes, hasta el corazón de los vecinos.

      Y mientras en el lomo de las olas colgaba _tritón burlesco_la gran noticia de que Juan Ferreiro había consumado un nuevo timo, el Jefe estudiaba la posibilidad de convertir su ira en una soga de tendedera.

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EL RENUEVO

 

H

asta que el niño, epilépticamente aterrorizado, hundió su exiguo cuerpecito de cinco años en la pared de la yagua, casi perforada por la agudeza de los codos infantiles, la madre no cesó de mostrarle la calavera del chivo, el ruido de cuyas quijadas, sonoro y hueco, llenaba de espanto a la criatura.

¡Asina callarás, rabuja!

El sol, enorme en el poniente, bañaba de dorados reflejos las altas planicies de Oriente. A veinte cordeles del bohío, «a la voz de un montero», como de azogue —hilo de plata en lo gris de la montaña—, serpenteaba el río de aguas que no se debían beber. Dos cabras salvajes, suicidas, se lanzaron a un precipicio, huidoras del guajiro que en una mano el «relámpago» y en la otra el sombrero de guano, los zarandeaba haciendo el postrer saludo a la compañera, quien no hallando cosa mejor, le respondía con la osamenta disciplinaria con que poco antes aplacara los chillidos insólitos del vástago, que tornaron a oírse de nuevo, silenciosamente lamentables.

        —¡Entoavía, rebijío!

       Fue a penetrar en el bohío, pero notando que sólo le restaba la luz del crepúsculo, optó por acabar de encerrar el ganado:

       —¡Andale, Perlafina! Y tú, Grano de Oro, que bastante jolgasteis hoy despegados del surco!

       Cuando la última res, con un ligero trote y amplios meneos de cola, penetró en el establo, bajo la talanquera, y echando una mirada final al recodo tras el que se había dejado de ver su hombre, que marchaba en busca de la guerrilla, penetró en el bohío, solitario como un centinela de avanzada.

       Afuera quedaron las palmas moviendo las crestas, prolongando el adiós.

       La criatura, con los ojos desmesuradametne abiertos, vio entrar a la madre, y notándole las manos vacías, ensayó unos lamentos:

       —¡Chillas porque no truje la huesa, carijo; eres más malo que una sacaúra e muelas!

       El muchacho, azorado ante la actitud de la madre, rogaba:

       —Mira, mamita, mira...

       Y mostró la pierna endeble, aprisionada bajo el acero del arado en desuso. Entonces la madre vio la sangre. La madre, sola, vio la sangre de su hijo por primera vez y la ancha herida hasta el hueso, y desalada gritó.

       Gritó corriendo como loca, mientras la criatura, ante la perspectiva del castigo, incomprensiva por el miedo, sintió ya sobre su cabeza el sonoro y horripilante crujido de las fauces de la osamenta.

       La madre, abierta a las primeras sombras de la noche, bajo las palmas que como antes dijeron adiós ahora llamaban, gritaba, gritaba. Gritaba a la soledad de las altas planicies de Oriente; lejos de todo ser humano, lejos del esposo que andaría ahora, amo de las maniguas, comandando la guerrilla de patriotas.

       —¡Naiden!

       Ni uno de aquellos forasteros que de tiempo en tiempo solían cruzar por allí perdidos, y a los cuales, cumpliendo con un deber que se habían impuesto de generación en generación los habitantes del bohío, les endilgaba, salmodiando pintorescamente, el consejo salvador de los «estógamos»:

       —Ahí alantrico, al cantío de un gallo, se topará con el río que da a los estantinos maleza, sarteos y perpitaciones; no beba de su agua, señor.

       —¡Naiden, Virgen de la Caridad del Cobre!

        Ni un forastero. Sufrió, aumentando su dolor, el remordimiento.

       —¡La huesa! Fue por la huesa y yo que no lo vide, no lo vide!

       Y repitió una vez más, acompañada por el aullido de Trabuco, el perro guardián:

       —¡Y yo que no lo vide!

       De súbito pensó que el hijo se le desangraba y corrió al establo. Bajo las miradas impasibles, nulas, de las reses, recogió un montón de estiércol, y ya ante el hijo, restriñéndole la sangre con el emplasto guajiro, indagó llorosa, humildemente:

       —¿Mi jijo, fue por la huesa, no?

       La criatura, de grandes ojos inteligentes, tristes, calló como si comprendiese.

       Y a los cinco días, cuando llegó el padre, la piernecita del niño, como el queso casero cuando se pone malo, tenía gusanos.

       El sol, en el cenit, calcinaba las altas planicies de Oriente; el río de aguas que no se debían beber, rebrillando a trechos, se diluía en la montaña que la claridad superlativa tornaba de plata; las cabras salvajes, resucitadas, sobre un agudo picacho, se destacaban limpiamente en el blanco-azul del cielo inconcebible; los bueyes de miradas parsimoniosas, impasibles, nulas, se sacudían los flancos con las colas; Trabuco, el perro vigilador, daba mordidas al aire pretendiendo atrapar las moscas insistentes, mientras el guajiro patriota, bajo las palmas de crestas inmóviles, afilaba el viejo machete de trabajo y combate.

       —¡Hay que mocharla!

       Acabó la faena y, fingiendo una resolución que negaba y engrandecía la palidez de su semblante, se acercó al chiquillo:

       —Mira, mi jijo, con el desmoche, el palo retoña más fornío.

       Y añadió con un temblor de labios, pasando la yema del dedo por el filo del calabozo:

       —Tu taita va a mocharte la patica ahora que eres vejigo para que te retoñe sin maleza, ¿sabes?

       El muchacho de grandes ojos inteligentes, tristes, asintió con la cabeza como si comprendiese, en tanto la madre, por los rincones del bohío, hacía acopio de telarañas.

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