Ñandú |
Como en alguna otra ocasión, ese día deseó acicalarse, como una pava, y salir a buscar por las discos de moda al guapo que la quisiera. Le dieron ganas cuando, ya en el restaurante, levantó la cara, eso sí, sin quitarse el sombrero, y vio a aquellos jóvenes de buena clase que tomaban con la mano del reloj la salsera para aderezar el salmón así, sin el servilismo de la cucharilla. ******* Telefoneó a su amante número siete. Horas antes había simulado un dolor de estómago con tal de no despedirlo con arrumacos. Después de varios meses, el amante número siete se duchaba en casa, y le pedía que le frotara la espalda. Estuvo huraña. Él se secó con la clásica toalla de los amantes, una para todos. Anda en el toallero, a veces húmeda. ******** “Esta carta no es para ti, aunque pronto la leerás: la cara se me ha plagado de granos, y eso me obliga a salir a la calle con un sombrero negro de ala ancha; no hago más que quitarme pelos de las cejas y no estoy embarazada, pero la regla no vino. Lloro a deshoras y sin fundamentos, ahogué en lágrimas a mi hermana mientras almorzábamos en aquel restaurante que, ¿te acuerdas? una vez encontramos cerrado porque ampliaban el aseo de señoras. Aplico otra vez la estrategia del ñandú. Tengo sueño. Me harté de cereales mientras escribía el esquema de mi próxima intervención pública. Es absurdo, ese esquema es absurdo.” ******* La música será la peor. Apestará a tabaco, vacilará a las pavas. De nuevo ese olor, a pescado podrido. Avisa de la etapa negra. La última vez, su hermana miró debajo del armario para asegurarse de que no había ningún bicho muerto. Sólo las tristes saben que así sólo pueden oler dos cosas: el vientre corrupto o las circunstancias. ******* Aquella noche no buscó entre las gentes. No regresó ningún amante. No escribió la carta. No terminó el esquema. No se disculpó ante su hermana. Eso no son cosas de avestruces. |
Me dispuso a lo largo, es la mejor postura para reconocer ese tipo de aflicciones. La ciencia, qué duda y deuda cabe, alumbraría vértebra a vértebra el futuro. Siempre me llamó la atención el diagnóstico hecho a base de golpecitos y de hundir dos dedos en mi barriga. No puedo evitar sentirme culpable al recordar las veces que mentí sí al médico que aseveraba te duele aquí, ¿verdad?, probablemente entonces ya había comenzado aquella racha de fingir orgasmos que no finalizó hasta que conocí la perversidad sin límite de una verdad. El bajo cero del fonendo, entre la camiseta de algodón y el pecho prepúber; también el metro desmayado de la modista sinuoso por los brazos, las caderas, las piernas, por la cintura; eso y las aristas severas del escalón entre las nalgas mientras las meriendas de invierno, se encuentran entre los mejores fríos de mi niñez. Todos estos aspectos resultan relevantes para entender el alto poder curativo de aquella intervención. Desde la vez primera me atendió en casa y no dejó de advertirme de la importancia de un tratamiento continuado. No hizo falta el termómetro entonces, supo que la fiebre subía al ponerme los labios en la frente. O yo con los labios de los labios entre mis dedos y sus labios, no sé si me explico. Y es que las manos de un médico, esa su forma, quirúrgica, de tentar entre las costillas, de alzarte por los brazos, de agarrarte la cabeza, son algo más que las manos de un hombre. Aman siempre como buscándote un ganglio. Acabó exhausto el reconocimiento, recostado en mis piernas, ovillado en mis rodillas. Así y allí se me antojó que auscultaba, sin utillajes, lo redondo y hueco del menisco, como si fuera una caracola. “Ahí a veces se escucha el mar”, le dije. No creo que entendiera. Mi médico me dice que aún no se siente del todo curado. Que por eso vuelve, cuando acaba la consulta y lee luego algún artículo de investigación, a su terapia de tumbarme y tomarme en grageas, e ingerirme por varias vías, y rehabilitarse arrastrándome por los tobillos, en esta diálisis que le refresca la sangre y le orea humores. Se automedica. Dice -y ahí le noto que es verdad que todavía no está del todo sano -, que sólo cree en la ciencia y que son insanos estos otros remedios y sus entresabores. “Mi única fe es la medicina”, insiste, grave, cabecea. Miente. Lo sé porque el otro día le escuché decir no se qué de las diosas y el mar. Y porque a menudo me pica la corva. Es por su barba. |
A
José Viñals, in memoriam,
Te escribo después de tantos años, migrada el alma, a la dirección de Mario, del que supe las señas gracias a un par de gestiones en Secretaría. A él y a la casualidad —bendito Benito que me insistió “el libro, mujer, llévatelo, Mario es un escritor de los que ya no quedan”—, debo el haber encontrado, primero a ti, y tras de ti, a mi condición arcana. Sé que puedo parecerle una loca a Mario, soy consciente, pero entiende que esto para mí también es raro, y nuevo, al principio yo también dudé. Ahora no. Ahora daría cualquier cosa porque me abandonara la verdad y se me fueran las ganas, implacables, de oler jáquimas; que se me pasara esta necesidad de volver a ser la que fui y dejar de ser esta otra, toda una mujer, provista de gafas, mandándote una carta a la casa del viejo.
No
te creas que ha sido fácil, coger el boli hasta la empuñadura y
contarte, le he dado muchas vueltas al asunto antes de decidirme a
redactar esta carta. Acudí incluso al terapeuta, eso fue lo primero,
a que me lo mirara. Dice la psiquiatría que lo que a mí me pasa
tiene nombre, se llama “regresión sinestésica” —que, por lo que me
han explicado, es una especie de alteración transitoria de la
conciencia—. Qué pena que lo mío, tan bello, me lo ande mirando el
loquero. Por lo visto en las hipnosis me pongo muy mala, como
epiléptica, pero en cada sesión confirmo lo que aquella noche
leyendo el libro reviví: amor, hace años yo fui la jaca del
Jacarandá, allá en la Argentina. Tú, por entonces, eras lo que eres
hoy, un corcel, el caballito de Mario. Leyendo el libro me acordé de
todo: de mi crin. Del relincho, que casi fue un rebuzno. Era bello mi pelambre de albina, los ojos como el jade, las patas comenzadas en azul. Por lo demás mis hechuras eran más bien de jamelga. Yo tenía —se lo contó al de las reservas del hotel un yegüero retirado— trotes de flaca, manía a cualquier jaez; mataduras, peladuras, rodales a cuenta del serón. Todo me daba susto. Una vez me indigesté de hinojos. Del resto, sobre mí, sólo recuerdo el sabor de los herrajes, lo de la crin, lo del relincho, y el tiro. En cambio, amor, de ti me acuerdo con una certeza íntima, absoluta. Alto, juncal, zaino, brioso como eso, como un corcel, como si no fueras garabito. Leo el libro de Mario y es que, no sé, es que parece que te estoy viendo, conmigo en el juego, en la finca, en el río, por la jara, campo a través. Cerca, o lejos, había un niño pequeño. A lo que iba. A aquella tarde, a la sombra de la higuera. Los tábanos aguijonean los higos hasta que revientan. Ya humana alcanzo a entender que lo que pasó fue cosa de la naturaleza. Que tú a mí, en el fresco, con tu instinto de caballo, te me diste a entender. Leyendo el libro, de pronto, se me vino encima aquella tarde. No la recordé, amor, la volví a vivir: el resuello, las carnes tan prietas, el blanco tirando a azul. Mi crin, el relincho. Y no sé cómo entender ni superar, amor, va en contra de mí esto que me pasa, las ganas, las manos idas cada vez que pienso en aquella tarde, en lo que te quiero, en que esta noche dormiría contigo otra vez en el establo, así en gafas como ahora soy. Yo quisiera, ahora que soy capaz, montarte a pelo. De aquella vida mejor me queda esta. Donde hoy hay zarcillos, zapatitos de tacón, días de dieta, antes hubo espuelas, cascos viejos, un potrillo hijo nuestro a la vera del camino, el disparo en el vientre. Me siguen, eso sí, mirando la dentadura, esta vez a cuenta de los dichosos brackets. La cabeza en cambio me anda igual, como si tuviera por dentro un zumbido, vivo como si entre mi vista y el papel hubiera un enjambre de avispas. En cambio tú, por páginas, por siempre, eres el corcel, una bestia mitológica, el centauro, mi Pegaso. El caballito de Mario. Dime que el niño no está muy viejo, dime que el viejo sigue siendo un niño. Dile a Mario, amor, que escriba. Él es quien nos resucita. Cuéntale también a ese viejo, cuando por la noche le cabalgues en los sueños, que haría añicos con mis uñas a todos los generales de mármol que a caballo nos ofenden, espada en alto, por las plazuelas de esta ciudad. Que por mí, sólo habría en el mundo una estatua ecuestre en Jaén, cerca de casa, donde él la vea. |
uno. femenino. y suspenderla luego desde ninguna parte.
dos. femenino. Enmarcar el albarán de su misil.
tres. femenino.
que ha llovido metralla,
Quise llegar hasta tu puerta, Palestina. |