| 
			         
			                                 
			    
			
			Un ojo de vidrio. Memorias de un esqueletoLector:
 Cierto día se quedó mirándome una vaca. ¿Que me 
			mirará?, pensé yo; y en aquel instante la vaca bajó la cabeza y 
			siguió comiendo hierba. Ahora ya se que la vaca sólo dijo:
 _Bah, total un hombre con anteojos.
 Y a lo mejor yo no soy más que lo que vió la 
			vaca. He ahí la alegría de pensar que cuando mi calavera esté al 
			descubierto ya no podrá juzgarme ninguna vaca. La muerte no me 
			asusta, y el mal que le deseo a mi enemigo es que viva hasta 
			sobrevivirse. Yo soy de los que se estrujan la cara para palpar la 
			propia calavera y jamás huyo de los cementerios. Tanto es así que 
			tengo un amigo enterrador en un cementerio de la ciudad. Este amigo 
			mío no es, de hecho, amigo mío; es solamente un objeto de 
			experimentación, un conejillo de indias. Un enterrador sabe siempre 
			muchas cosas y las cuenta con humor. Un enterrador de ciudad que 
			desnuda y descalza a los muertos para surtir las tiendas de ropa de 
			segunda mano, tiene que ser el hombre que le hace falta a un 
			humorista. Un enterrador que saca una buena soldada del oro de los 
			dientes de las calaveras tenía que ser amigo mío.
 Este enterrador se tiene por hombre de bien y me 
			cuenta cosas trágicas que hacen reír y me cuenta cosas de reír que 
			dan miedo, y con las sorpresas en su conversación se pasan las horas 
			sin que me dé cuenta. Bueno; el cuento fue que un día tomé el camino 
			del cementerio y encontré al enterrador un poquillo… no sé cómo, y 
			después de hablar mucho me dijo que tenía que contarme en secreto 
			una cosa, siempre que fuese yo un hombre de bien y amigo leal. Me 
			quede un poco acobardado por el miedo a la sorpresa desconocida y, 
			después de cogerme por el hombro y acercarme sus labios podridos a 
			la oreja, me dijo en voz baja:
 _¡Encontré unos papeles en una caja...! En una 
			caja que no se de quién sería. El esqueleto tenía en la calavera un 
			ojo de vidrio que me miraba con resentimiento.
 
  Y 
			el enterrador saco de entre el abrigo unos papeles arrugados. El 
			enterrador no sabía leer y me los dio a mí para que se los leyese. 
			Eran trozos de periódico, papeles de fumar... todos numerados, y en 
			el primero campaban estas palabras: “memorias de un esqueleto”. Aquella letra era trabajosa de leer y estaba 
			escrita con un tizón. Cuando terminé la lectura ya había empezado a 
			anochecer y el enterrador, muy mosqueado, juró que si no fuese por 
			Dios se iba al esqueleto y le destrozaba la calavera con una azada. 
			Me despedí de él y cuando ya iba por la carretera, camino de la 
			ciudad, oí que me llamaba desde la puerta del cementerio.
 _¡Oiga, venga aquí!
 Y después en voz baja y muy solemnemente me dejó 
			en la oreja esta pregunta:
 _Usted, que es médico, ¿no sabría dónde compran 
			ojos de vidrio?
 Y por cuatro cuartos me hice dueño del ojo de 
			vidrio y de las memorias.
 Las memorias del esqueleto son lo que vais a 
			leer. Escuchad pues a un hombre del otro mundo, rogándoos por 
			adelantado que no me hagáis partícipe de sus ideas. Yo nací, crecí y 
			me hice hombre, y un buen día se me enfermó un ojo. Fui a los 
			médicos y me soplaron un puñado de dinero y a fin de cuentas el ojo 
			sanar sanó, pero me quedó turbio. Por aquel tiempo tenía un gallo 
			tan cariñoso que venía a comer de mi mano. Le llamaban Tenorio. Un 
			día estando yo agachado con los granos de maíz en la palma de las 
			manos se vino hacia mí, despacito, pisando la tierra con aquel aire 
			de señorón hidalgo. Se planta delante de mí, levanta el pescuezo 
			para mirar de cerca, quizá burlonamente, aquel malhadado ojo turbio 
			mío, y pensando que sería algo de comer, me dio un picotazo tan bien 
			dirigido que me dejó tuerto. Ahora sí, los médicos, después de 
			sacarme otro puñado de dinero, me pusieron un ojo de vidrio, tan 
			bien imitado que se movía y todo.
 ¡A cuántas mujeres embauqué guiñándoles el ojo de 
			vidrio…!
 Morí entre cobertores como mueren a menudo los 
			buenos hombres, y bien afeitado y bien peinado y con mi traje de los 
			días de fiesta _que por cierto me lo llevó el enterrador al día 
			siguiente de enterrarme_ fui para debajo de los terrones sin que 
			nadie se acordase de quitarme el ojo de vidrio. Tumbado en mi caja 
			de pino reposé muchos días, tantos que perdí la cuenta. Me pudrí 
			pronto y a los pocos días de enterrado empezaron los gusanos a 
			hacerme cosquillas. Es necesario decir que aquí no está permitido 
			presentarse en sociedad con harapos de carne apestosa pegada a los 
			huesos, pues los esqueletos que ni ven ni comen, huelen tan bien 
			como los vivos; así fue que mientras los gusanos no comieron el poco 
			magro que traje, no me pude levantar. Fue una noche de luna llena 
			cuando salí de la cueva por primera vez. Trabajito me costó 
			desentumecer las piernas y cuando me levanté y saqué la cabeza fuera 
			de la tierra me quedé pasmado… Aquel ojo de vidrio que de nada me 
			sirviera en vida me sirve ahora para mirar.
 Loco de contento me quité el ojo, le di cuatro 
			besos y lo volví a poner en su sitio. De un brinco salté de la cueva 
			y fui hacia la plaza de los esqueletos. Los esqueletos son tan 
			tontos como las personas. Basta decir que no piensan más que en 
			bailar. Para mí todos los esqueletos son iguales. Me pasa en este 
			mundo de huesos lo que me pasaba en el otro con los negros, que 
			todos me parecían iguales. En cambio ellos, entre sí, se conocen 
			bien. Debe de ser porque ellos son ciegos y yo veo. Harto de mirar a 
			mis compañeros bailando como si fuesen osos al son de la “Danza 
			macabra” de Saint Saëns, me aparté de la plaza y me fije en un 
			esqueleto que estaba sentado en un claro y que tenía la calavera 
			ladeada (expresión de tristeza y melancolía en este mundo). Me 
			acerqué a él y miré cómo en el hueco de las caderas tenía escondido 
			un esqueleto pequeñito. Pronto me di cuenta de que era un esqueleto 
			de mujer y le pregunté, cariñoso:
 _¿Será usted alguna de las mujeres que mataron en 
			Oseira, Nebra, o Sofán?
 _No, señor, no _me respondió_. ¡Yo morí de 
			tristeza!
 Después me di cuenta de que en los huesos de la 
			cadera no tenía agujero de bala
 _ Muy honda debió de ser la tristeza _le dije.
 _ Si, señor. Morí enamorada del hombre que se 
			pudre bajo esta piedra.
 Y mirando la piedra pude leer un epitafio en 
			castellano, y colgando de la cruz vi un retrato con marco de varilla 
			dorada. Era un sargento de bigote orgulloso fumando un puro con 
			anilla. No quise saber más y me fui a acostar. En estos días hay 
			muchos entierros. No sé si habrá peste, pues revolución no debe 
			haberla con la cobardía que tienen los vivos. Quizá haya huelga de 
			médicos, aunque no creo que los médicos puedan evitar la muerte. 
			Frente a mi enterraron a uno, y para salir de dudas golpeé su caja.
 _¿Hay peste en la ciudad?
 _¡Yo qué sé!_ me contestó una voz como si saliese 
			por una boca llena de gachas. (debe tener ya la lengua podrida)
 _¿Entonces usted no sabe de qué murió?
 _¿Yo? ¡Yo me pegué un tiro!
 Me dieron ganas de reír, pero no pude. Los 
			esqueletos no ríen a carcajadas. El estómago es la fuente de la 
			carcajada, y sin estómago no puede haber carcajada.
 _¿Entonces habrá huelga de médicos?
 _No hay huelga, no; porque antes de enterrarme 
			dos médicos arremangados como dos carniceros me abrieron la cabeza 
			con un serrucho.
 Cerca de mi reposa un zapatero. Me contó sus 
			penas en un tono menor.
 _Yo tenía una voz de trueno, una voz que metía 
			miedo de lo honda que era, y en calidad de fenómeno entré como bajo 
			en el orfeón; mas al poco de entrar el director me dijo que 
			desafinaba y tuvieron el cuajo de echarme fuera. Dios me había 
			regalado una buena garganta y no me dio oreja… Tan triste quedé que 
			perdí el color y el fuelle para trabajar, me desgané, enflaquecí y 
			me puse a morir. Todas las noches escuchaba los ensayos del orfeón 
			escondidito en las sombras de la calle, suspirando seguido con el 
			alma dolida. La tristeza fue estrujándome la caja del pecho y en el 
			último ensayo del orfeón se me escapó la vida en un suspiro sutil.
 El pobre zapatero murió de añoranza. Por matar el 
			tiempo fui al cementerio civil. Allí no se baila; allí todo es 
			serio. Cuando entré me fui hacia un grupo de esqueletos que estaban 
			escuchando la cantinela de una calavera que tenía una agujero en una 
			sien (calavera de suicida muy siglo XIX). Sus palabras les tenían a 
			todos con la boca abierta; pero en la media hora que estuve 
			escuchándolo ni siquiera pude recoger una idea. Aquel suicida tenía 
			un solo ideal: la República. Yo en el mundo también fui un poco 
			republicano aunque nunca pensé que la República fuese suficiente 
			para gobernar España. Lo que más me hirió de aquella gente fue que 
			no quisiesen hablar gallego, sabiendo que los esqueletos no pueden 
			hablar bien el castellano. No hay vuelta que darle: sin garganta no 
			puede pronunciarse la “j” ni la “g” fuerte.
 Oyéndoles decir que el progreso va hacia la 
			unidad tomé la palabra para aclarar que el progreso iba hacia la 
			armonía y que si el progreso fuese hacia esa unidad antipática, 
			antiestética, antinatural y criminal, por encima del progreso está 
			la perfección, y que nosotros, los gallegos, por un deseo de 
			perfección y por una dignidad que ya va siendo dignidad personal, no 
			debíamos consentir que en el habla de nuestros abuelos se expresase 
			sólo la incultura que le debemos al centralismo. En aquel momento me 
			olvidé de que no era hombre ni sujeto de derecho. ¡Ay! Yo ya morí y 
			no soy nada y aún seré menos cuando la tierra me coma del todo. 
			Comprendiendo que estaba en el mundo de los esqueletos, volví a 
			decir:
 _¿Cómo queréis hablar castellano si no tenéis 
			garganta?
 No acababa todavía de soltar la última palabra 
			cuando un esqueleto estirado y fuerte, tirando de mí, me apartó de 
			aquella reunión diciéndome:
 _Vostede facer mal falar con oitocentistas. 
			(Usted hacer mal hablar con ochocentistas)
 ¡Era un inglés que hablaba gallego! Soy muy amigo 
			del inglés. Juntos paseamos muchas veces. Ayer salimos del 
			cementerio y fuimos por la calle hablando de mil cosas; por cierto 
			que un mozo que iba tocando en el acordeón un pasodoble flamenco, al 
			vernos, tiró el acorrercerdos (así le llamaba yo cuando vivía) y 
			huyó como un relámpago. El inglés y yo saltábamos para echar fuera 
			la risa que teníamos en el alma.
 Volviéndonos al cementerio hablamos de la tierra.
 ¡Mucho hablan de la tierra los vivos! Una cosa es 
			la tierra y otra cosa es el paisaje. Para los vivos la tierra es una 
			cosa muy hermosa por cierto, para los muertos la tierra son las 
			tinieblas. Yo pienso que no moriríamos si la tierra no nos 
			necesitase para echar hierbecitas y florecitas y lucirse a cuenta de 
			los que se pudren. Creo que fue María Guerrero quien en un momento 
			de cursilería y para embaucar a un hato de gallegos tontorrones, le 
			dio un beso a un puñado de tierra gallega. ¡Mejor hubiera sido que 
			besara la costra de un pino o la corteza de un roble! La tierra 
			gallega metida en una olla es como la tierra castellana, pongo por 
			comparación. Los hermanos pinos y los hermanos castaños, que ha de 
			tragar la tierra, esos si que son gallegos. Acabo de descubrir un 
			gran defecto en el inglés. El descubrimiento me ha costado una 
			profunda pena. Parece mentira que un alma tan recta y tan 
			inteligente tenga un humor tan poco noble.
 El inglés viene a buscarme casi todos los días a 
			mi tumba y, como yo soy perezoso para levantarme, se entretiene 
			hablando y jugando con el esqueleto de un niño que reposa cerca de 
			mí. Mirad qué clase de juego entretenía al inglés. Le daba un 
			coscorrón en la calavera al chico y se la tiraba al suelo, y después 
			se ponía a saltar. El pobre esqueletito buscaba a tientas la 
			calavera y después se la ponía en su sitio diciéndole al inglés:
 _¿Qué mal le hice yo? ¡Estése quieto!
 El inglés prometía estarse quieto y enseguida 
			volvía a tirarle la calavera al pobre esqueletito. Y así hizo muchas 
			veces. Cuado me di cuenta de ello me enfrenté al inglés, que me 
			respondió fríamente:
 _Yo divertirme mucho. Yo sentir no estar en el 
			otro mundo para dar al chico una esterlina.
 Los obreros del mundo quieren las patatas 
			baratas, los labriegos quieren que suban las patatas y hay hombres 
			que no viven de las patatas. Aquí las patatas no son ningún 
			problema; mas por lo que fuimos en el mundo respecto de las patatas, 
			nos dividimos en dos castas. En el camposanto hay un patatero que 
			murió de hambre y que hoy tiene un mausoleo de mármol. Fue un hombre 
			de gran merecimiento en vida; pero ahora es insoportable a fuerza de 
			pensar que no nacerá en el mundo quién lo aventaje como poeta. Otro 
			esqueleto de mausoleo de mármol fue un “americano” que, harto de 
			embaucar a los indios en el Chaco con cuentas de vidrio, murió en 
			olor de santidad, dejando dinero para escuelas y hospitales. Su 
			mausoleo tiene en el pico un símbolo de la Caridad en forma de ama 
			de cría. Este filántropo todavía conserva un bisoñé que me hace 
			saltar de risa.
 El filántropo y el poeta se tienen mucha manía. 
			El filántropo dice que el poeta no hizo más que “macanas” (supongo 
			que querrá decir versos). El poeta dice que el filántropo fue un 
			bestia. De esos que “sobre el bien y el mal consultan simplemente el 
			código penal”.
 
  El poeta no tiene mucho seso. Anda siempre pidiendo una calavera 
			prestada para recitar el monólogo de Hamlet, y aún hace más locuras. 
			El filántropo no hace ni dice nada que merezca contarse. Sin dinero 
			tiene muertas todas sus actividades. Ahora ya sé por qué el inglés 
			me tenía en tan gran estima. ¡Ya lo veo! Me pidió prestado el ojo; 
			pero yo con dulces palabras y muy buenas razones le dije que no se 
			lo prestaba. Debajo de una cruz de palo mal pintada con herrumbre, 
			reposa un esqueleto que, según dice, fue tan desventurado en el otro 
			mundo como feliz es en éste. _Yo era criada de servir – me contó_ . Aunque no 
			era bonita tenía juventud. Un día se me cayó un diente y cierto 
			demonio de señorito, que andaba detrás de mí, me ofreció dinero para 
			que fuese al dentista. Me miré al espejo y enseguida comprendí 
			cuánto me afeaba aquel hueco en la boca, y tanto revolvió el 
			señorito en mi locura juvenil que me dejé poner el diente… ¡Ay!, 
			aquel diente me costó un hijo; aquel hijo me costo el crédito y 
			cuanto tenía de buena moza. Caí en picado y me encontré con la 
			muerte, sin saber lo que era un traje de seda ni un sorbo de 
			champán. Fea viví, maltratada y golpeada; ahora puedo dormir.
 Esta sencilla historieta me dejó entristecido. Me 
			acuerdo de que siendo yo niño llegó mi padre de América. El pobre no 
			trajo más que unos borceguíes viejos y un tarro mediado de 
			bicarbonato; venía enfermo y murió pronto. Siempre lloré el fracaso 
			de mi padre que, en mi admiración de hijo, lo tuve por el más bueno, 
			valiente, inteligente y fuerte del mundo entero. Aquellas tierras 
			lejanas que sorbieron la vida de mi padre fueron muy a menudo 
			malditas por mí. Mi padre era digno de volver sano y millonario. 
			Ayer en la plaza hablábamos de nuestras vidas y me llego el turno de 
			contar la mía. Todavía no había terminado de contarla, cuando un 
			esqueleto, de esos esqueletos que parecen tontos, se levantó como un 
			relámpago y me dio un abrazo tan fuerte que me rompió una costilla.
 ¡Era mi padre! Con cierto esqueleto que se trajo 
			en la cabeza una biblioteca entera hablo de muchas cosas y de todas 
			sabe muchas mi amigo. De todas sabe mucho, menos de lo que es el 
			humorismo. Cuando llegamos en nuestras controversias a tal punto, mi 
			amigo hace cuatro o cinco funambulismos filosóficos, estudia el 
			humorismo de los grandes humoristas, pasan las horas y al final 
			terminamos sin saber nada del asunto. A veces parece que va a llegar 
			a la definición y de repente enreda más el hilo. Un esqueleto tiene 
			que tener humor y un esqueleto gallego mucho más todavía. Un gallego 
			es siempre socarrón o humorista y la socarronería es el humorismo de 
			los incultos así como el humorismo es la socarronería de los cultos. 
			Un esqueleto gallego que trajo una biblioteca en la cabeza debía 
			definir el humorismo y no lo define, y según dice no hubo nadie que 
			lo definiese todavía.
 Yo que no traje más de tres o cuatro libros en la 
			cabeza, le pongo ejemplos como estos:
 _Un niño pequeñito rompe una botella de aceite en 
			los adoquines de la calle y el pobre se echa a llorar. Un hombre 
			gordo desde la puerta de una tienda mira al niño y se ríe ¿cuál de 
			las figuras le interesa más al humorista?
 _Por la puerta de una iglesia salen dos novios 
			recién casados. La novia _¡pobrecilla!_ no puede tapar lo que lleva 
			de siete meses. En la puerta de la iglesia hay mucha gente. A una 
			mujer gorda le tiembla la barriga de risa. Un hombre, que tiene un 
			libro debajo del brazo, mira sereno la escena. Una mujer del pueblo 
			pone cara de pena. Otra mujer, también del pueblo, arruga la nariz y 
			murmura por lo bajo palabras como estas: ¡Sinvergüenza! ¿Quién de 
			estos es el humorista?
 _Un médico busca el bacilo de Koch en el esputo 
			de un amigo suyo y de repente levanta la cabeza, respira fuerte y 
			dice suspirando: “¡Lo encontré!” ¿Puede ser humorista este hombre?
 _Vestir a un niño de torero o de militar en 
			carnaval, ¿puede ser humorismo?
 _Le diré... le diré –contesta siempre el 
			esqueleto sabio_. Y no me dice nada.
 Yo bien podía escribir algo de la Santa Compaña; 
			pero el pueblo gallego se quedaría sin un misterio en las largas 
			noches de invierno, cuando la imaginación hierve en la cabeza como 
			el caldo en la olla. No; yo callaré como una lápida. El que “anda” 
			con los muertos que pierda el color de las mejillas, que enflaquezca 
			y que muera. La Santa Compaña hace falta en las cocinas cálidas 
			alrededor del lar, cuando silba el viento en las tinieblas de la 
			noche. Hoy mi padre, con un lagarto apresado en las manos, me habló 
			de este modo:
 _Tengo que ir a San Andrés de Teixido para 
			cumplir una ofrenda que hice y no cumplí en vida. Mi alma tiene que 
			reencarnarse en este lagarto y tardaré mucho en volver.
 Te pido que cuides mi tumba y que de vez en 
			cuando le eches un vistazo a mi esqueleto, porque tengo un vecino 
			cojo y puede robarme una pierna.
 Quisiera estar enterrado en un cementerio 
			aldeano, en el atrio de la iglesia… ¡con qué gusto escucharía en las 
			alegres mañanas de domingo las conversaciones de los feligreses! En 
			este cementerio de ciudad la gente no viene más que a hablar de los 
			muertos, ¡y cuántas tonterías dicen…! Luego mis compañeros, 
			acostumbrados a las regalías del otro mundo o fracasados en la vida, 
			no hacen más que llorar por lo que perdieron o por lo que no 
			consiguieron. Desde hace tiempo vengo advirtiendo que un hombre de 
			carne y hueso sale de una tumba, escala por la pared del cementerio 
			y huye hacia la ciudad. De ahí a dos o tres horas vuelve al 
			cementerio enterrándose en un decir amén debajo de la tierra. La 
			primera vez que me di cuenta de tal cosa no quería dar crédito a mi 
			ojo; pero el caso se repitió muchas veces seguidas.
 Una noche me puse al acecho esperando a que 
			surgiese de la tierra y fui detrás de él. Correr corría el 
			condenado; pero yo, escurriéndome por las sombras de los muros, no 
			le quité el ojo de encima. Llegó al barrio más pobre de la ciudad y 
			se paró delante de una chabola entrando después en ella por una 
			rendija de la puerta. Yo subí al tejado y salté a la huerta que daba 
			a la parte de atrás de la chabola, y por un agujerito pude ver la 
			escena más horrible que pudiera imaginarse. Una lamparita de aceite 
			alumbraba suavemente la carita flaca y cadavérica de una muchacha 
			que dormía en un lecho misérrimo. El fantasma se acercó a ella y 
			estuvo un montón de tiempo con los labios posados en el cuello de la 
			muchacha. Cuando se levantó tenía la boca orillada de rojo, mientras 
			del pescuezo de la joven corría un hilo de sangre y en la piel de su 
			carita flaca se adivinaba la blancura de la muerte.
 Aquel fantasma era un 
			
			vampiro.
 Al día siguiente el fantasma chupó la última 
			sangre que podía dar la pobre muchacha. Cuando todavía estaba 
			caliente la última campanada de las doce en el campanario de la 
			iglesia, aullaron los perros oliendo la muerte. El 
			
			vampiro 
			siguió sorbiendo la sangre de más víctimas, que iban muriendo como 
			las lámparas de aceite chupadas por los murciélagos. Quise saber 
			quién había sido el 
			
			vampiro en el 
			mundo de los hombres y fui a leer su nombre de bronce en el rico 
			mármol de la lápida. El nombre solo fue bastante: había sido un 
			canalla que robaba para darle gusto a su estómago de cerdo; dueño de 
			la justicia, robaba desde su cómoda casa. ¿Para qué decir más? 
			Era... ¡era un cacique!
 Yo quería encontrar la manera de darle muerte al
			
			
			vampiro. 
			Busca por aquí, revuelve por allá… no pude abarcar en los recovecos 
			de mi mente una buena manera de matarlo, y quise hablar con el 
			esqueleto que trajo una biblioteca en la cabeza para ver si me 
			iluminaba su conversación.
 _En el 
			
			vampirismo 
			creen muchos pueblos y hay muchas pruebas judiciales de apariciones 
			de fantasmas que chupaban la sangre de personas; pero yo creo que no 
			se les debe dar crédito a semejantes cuentos. Pasaron los tiempos en 
			los que el verdugo quemaba los cadáveres sospechosos de vampirismo, 
			y hoy no se permitiría a nadie clavar una estaca en el corazón de un 
			cadáver.
 Mi amigo, lleno de ciencia oficial, se burlaba de 
			la gente sencilla que 
			
			cree en los vampiros. 
			Yo guardé mi secreto para no pasar por tonto y seguí preguntando 
			solapadamente:
 _¿Y hay sabios en el mundo que crean en el 
			
			vampirismo?
 _Los hay. La fundadora de la Teosofía habla de 
			eso y cuenta muchos hechos. Si mal no recuerdo recoge la explicación 
			del fenómeno por causas físicas. Cuando un muerto aparente estuvo 
			muy apegado a la materia y fue en vida un malvado, su cuerpo astral, 
			envuelto en su doble etéreo, sale de la sepultura con el objeto de 
			mantener el cuerpo físico con la sangre que chupa de los vivos, y de 
			esta manera se perpetúa el estado cataléptico del enterrado. El 
			cuerpo astral transfiere la sangre de una manera todavía 
			desconocida, pero esperan que cualquier día sea explicado por la 
			ciencia psicológica.
 _¿Y usted ni siquiera tiene dudas?
 _Yo, que soy un hombre sesudo, no creo; aunque, 
			la verdad, me hacen pensar ciertas cosas, como son las muertes 
			aparentes y el hecho de que se hayan encontrado cadáveres que 
			todavía tenían la carne blanda, los ojos abiertos, la piel 
			sonrosada, la boca y la nariz llenas de sangre fresca, que también 
			surgía de las heridas que, por asesinato o por ajusticiamiento, les 
			produjeron la muerte. Eso cuentan viejos documentos.
 _¿Y de qué manera se le da muerte al vampiro?
 _Pues para apartar el cuerpo astral del físico no 
			hay otro remedio que quemar el cadáver.
 No quise saber más. Me aparté de mi biblioteca y 
			pensé para mis adentros: “vampiros hay; por tanto, por las buenas o 
			por las malas, debía quemarse a todos los caciques. Los caciques son 
			capaces de hacerse los muertos para seguir viviendo a cuenta de los 
			pobrecillos”.
 
 Fin
 
 Lector:
 Ya que leíste las memorias del esqueleto 
			enterrado en un cementerio de ciudad y ya que te entretuviste 
			aprendiendo cosas del más allá que no sabías, bien puedes escucharme 
			un ratito a mí para terminar rápido. Una cosa que hice con 
			premeditación y nocturnidad podría llevarme a la cárcel si hubiera 
			testigos, mas yo te aseguro que no fue por hacer mal. Escucha. Con 
			el ojo de vidrio comprado al enterrador de ciudad cogí el camino de 
			la parroquia de Tal y allí, en el atrio de la iglesia y ayudado por 
			un hombre valiente, pasada la media noche, abrí la sepultura donde 
			reposa para siempre jamás un amigo mío. ¡Miedo pasé!
 Mi amigo fue un muchacho de gran inteligencia y 
			espíritu superior a toda alabanza. Estudiamos juntos en la vieja 
			Compostela y la gripe me lo escamoteó. Como última prueba de honda 
			amistad quise hacerle el regalo del ojo de vidrio. ¡Después de todo 
			yo no lo quería para nada…! Abrimos la tapa de la caja bien despacio 
			para no descolocar el esqueleto. Oh, lector: mi amigo conservaba su 
			traje y sus zapatos nuevos, prueba de que el enterrador de aldea es 
			mejor cristiano que su colega de la ciudad. En la cuenca derecha de 
			su calavera dejé el ojo de vidrio, encima de sus manos deje un bloc 
			de papel y un lápiz. Y acercándome al agujero del oído, le dije así:
 _Querido Pedro: ahí te dejo un ojo de vidrio para 
			que veas, papel y lápiz para que escribas. Serás el rey en este 
			cementerio, pero te ruego que no te vuelvas cacique. Pasados unos 
			meses vendré a recoger cuanto escribas. Perdóname, querido, que no 
			te dé un beso. Adiós y hasta luego.
 Si cuanto escriba mi amigo es digno de interés te 
			aseguro que será publicado para que compares y veas que no es lo 
			mismo ser enterrado en el atrio de una iglesia que en un cementerio 
			de ciudad.
 Entretente como puedas, lector, y no te digo más.
 
			PULSA 
			
			
			AQUÍ 
			PARA LEER RELATOS FANTÁSTICOS |