Un ojo de vidrio. Memorias de un esqueleto
Lector:
Cierto día se quedó mirándome una vaca. ¿Que me
mirará?, pensé yo; y en aquel instante la vaca bajó la cabeza y
siguió comiendo hierba. Ahora ya se que la vaca sólo dijo:
_Bah, total un hombre con anteojos.
Y a lo mejor yo no soy más que lo que vió la
vaca. He ahí la alegría de pensar que cuando mi calavera esté al
descubierto ya no podrá juzgarme ninguna vaca. La muerte no me
asusta, y el mal que le deseo a mi enemigo es que viva hasta
sobrevivirse. Yo soy de los que se estrujan la cara para palpar la
propia calavera y jamás huyo de los cementerios. Tanto es así que
tengo un amigo enterrador en un cementerio de la ciudad. Este amigo
mío no es, de hecho, amigo mío; es solamente un objeto de
experimentación, un conejillo de indias. Un enterrador sabe siempre
muchas cosas y las cuenta con humor. Un enterrador de ciudad que
desnuda y descalza a los muertos para surtir las tiendas de ropa de
segunda mano, tiene que ser el hombre que le hace falta a un
humorista. Un enterrador que saca una buena soldada del oro de los
dientes de las calaveras tenía que ser amigo mío.
Este enterrador se tiene por hombre de bien y me
cuenta cosas trágicas que hacen reír y me cuenta cosas de reír que
dan miedo, y con las sorpresas en su conversación se pasan las horas
sin que me dé cuenta. Bueno; el cuento fue que un día tomé el camino
del cementerio y encontré al enterrador un poquillo… no sé cómo, y
después de hablar mucho me dijo que tenía que contarme en secreto
una cosa, siempre que fuese yo un hombre de bien y amigo leal. Me
quede un poco acobardado por el miedo a la sorpresa desconocida y,
después de cogerme por el hombro y acercarme sus labios podridos a
la oreja, me dijo en voz baja:
_¡Encontré unos papeles en una caja...! En una
caja que no se de quién sería. El esqueleto tenía en la calavera un
ojo de vidrio que me miraba con resentimiento.
Y
el enterrador saco de entre el abrigo unos papeles arrugados. El
enterrador no sabía leer y me los dio a mí para que se los leyese.
Eran trozos de periódico, papeles de fumar... todos numerados, y en
el primero campaban estas palabras: “memorias de un esqueleto”.
Aquella letra era trabajosa de leer y estaba
escrita con un tizón. Cuando terminé la lectura ya había empezado a
anochecer y el enterrador, muy mosqueado, juró que si no fuese por
Dios se iba al esqueleto y le destrozaba la calavera con una azada.
Me despedí de él y cuando ya iba por la carretera, camino de la
ciudad, oí que me llamaba desde la puerta del cementerio.
_¡Oiga, venga aquí!
Y después en voz baja y muy solemnemente me dejó
en la oreja esta pregunta:
_Usted, que es médico, ¿no sabría dónde compran
ojos de vidrio?
Y por cuatro cuartos me hice dueño del ojo de
vidrio y de las memorias.
Las memorias del esqueleto son lo que vais a
leer. Escuchad pues a un hombre del otro mundo, rogándoos por
adelantado que no me hagáis partícipe de sus ideas. Yo nací, crecí y
me hice hombre, y un buen día se me enfermó un ojo. Fui a los
médicos y me soplaron un puñado de dinero y a fin de cuentas el ojo
sanar sanó, pero me quedó turbio. Por aquel tiempo tenía un gallo
tan cariñoso que venía a comer de mi mano. Le llamaban Tenorio. Un
día estando yo agachado con los granos de maíz en la palma de las
manos se vino hacia mí, despacito, pisando la tierra con aquel aire
de señorón hidalgo. Se planta delante de mí, levanta el pescuezo
para mirar de cerca, quizá burlonamente, aquel malhadado ojo turbio
mío, y pensando que sería algo de comer, me dio un picotazo tan bien
dirigido que me dejó tuerto. Ahora sí, los médicos, después de
sacarme otro puñado de dinero, me pusieron un ojo de vidrio, tan
bien imitado que se movía y todo.
¡A cuántas mujeres embauqué guiñándoles el ojo de
vidrio…!
Morí entre cobertores como mueren a menudo los
buenos hombres, y bien afeitado y bien peinado y con mi traje de los
días de fiesta _que por cierto me lo llevó el enterrador al día
siguiente de enterrarme_ fui para debajo de los terrones sin que
nadie se acordase de quitarme el ojo de vidrio. Tumbado en mi caja
de pino reposé muchos días, tantos que perdí la cuenta. Me pudrí
pronto y a los pocos días de enterrado empezaron los gusanos a
hacerme cosquillas. Es necesario decir que aquí no está permitido
presentarse en sociedad con harapos de carne apestosa pegada a los
huesos, pues los esqueletos que ni ven ni comen, huelen tan bien
como los vivos; así fue que mientras los gusanos no comieron el poco
magro que traje, no me pude levantar. Fue una noche de luna llena
cuando salí de la cueva por primera vez. Trabajito me costó
desentumecer las piernas y cuando me levanté y saqué la cabeza fuera
de la tierra me quedé pasmado… Aquel ojo de vidrio que de nada me
sirviera en vida me sirve ahora para mirar.
Loco de contento me quité el ojo, le di cuatro
besos y lo volví a poner en su sitio. De un brinco salté de la cueva
y fui hacia la plaza de los esqueletos. Los esqueletos son tan
tontos como las personas. Basta decir que no piensan más que en
bailar. Para mí todos los esqueletos son iguales. Me pasa en este
mundo de huesos lo que me pasaba en el otro con los negros, que
todos me parecían iguales. En cambio ellos, entre sí, se conocen
bien. Debe de ser porque ellos son ciegos y yo veo. Harto de mirar a
mis compañeros bailando como si fuesen osos al son de la “Danza
macabra” de Saint Saëns, me aparté de la plaza y me fije en un
esqueleto que estaba sentado en un claro y que tenía la calavera
ladeada (expresión de tristeza y melancolía en este mundo). Me
acerqué a él y miré cómo en el hueco de las caderas tenía escondido
un esqueleto pequeñito. Pronto me di cuenta de que era un esqueleto
de mujer y le pregunté, cariñoso:
_¿Será usted alguna de las mujeres que mataron en
Oseira, Nebra, o Sofán?
_No, señor, no _me respondió_. ¡Yo morí de
tristeza!
Después me di cuenta de que en los huesos de la
cadera no tenía agujero de bala
_ Muy honda debió de ser la tristeza _le dije.
_ Si, señor. Morí enamorada del hombre que se
pudre bajo esta piedra.
Y mirando la piedra pude leer un epitafio en
castellano, y colgando de la cruz vi un retrato con marco de varilla
dorada. Era un sargento de bigote orgulloso fumando un puro con
anilla. No quise saber más y me fui a acostar. En estos días hay
muchos entierros. No sé si habrá peste, pues revolución no debe
haberla con la cobardía que tienen los vivos. Quizá haya huelga de
médicos, aunque no creo que los médicos puedan evitar la muerte.
Frente a mi enterraron a uno, y para salir de dudas golpeé su caja.
_¿Hay peste en la ciudad?
_¡Yo qué sé!_ me contestó una voz como si saliese
por una boca llena de gachas. (debe tener ya la lengua podrida)
_¿Entonces usted no sabe de qué murió?
_¿Yo? ¡Yo me pegué un tiro!
Me dieron ganas de reír, pero no pude. Los
esqueletos no ríen a carcajadas. El estómago es la fuente de la
carcajada, y sin estómago no puede haber carcajada.
_¿Entonces habrá huelga de médicos?
_No hay huelga, no; porque antes de enterrarme
dos médicos arremangados como dos carniceros me abrieron la cabeza
con un serrucho.
Cerca de mi reposa un zapatero. Me contó sus
penas en un tono menor.
_Yo tenía una voz de trueno, una voz que metía
miedo de lo honda que era, y en calidad de fenómeno entré como bajo
en el orfeón; mas al poco de entrar el director me dijo que
desafinaba y tuvieron el cuajo de echarme fuera. Dios me había
regalado una buena garganta y no me dio oreja… Tan triste quedé que
perdí el color y el fuelle para trabajar, me desgané, enflaquecí y
me puse a morir. Todas las noches escuchaba los ensayos del orfeón
escondidito en las sombras de la calle, suspirando seguido con el
alma dolida. La tristeza fue estrujándome la caja del pecho y en el
último ensayo del orfeón se me escapó la vida en un suspiro sutil.
El pobre zapatero murió de añoranza. Por matar el
tiempo fui al cementerio civil. Allí no se baila; allí todo es
serio. Cuando entré me fui hacia un grupo de esqueletos que estaban
escuchando la cantinela de una calavera que tenía una agujero en una
sien (calavera de suicida muy siglo XIX). Sus palabras les tenían a
todos con la boca abierta; pero en la media hora que estuve
escuchándolo ni siquiera pude recoger una idea. Aquel suicida tenía
un solo ideal: la República. Yo en el mundo también fui un poco
republicano aunque nunca pensé que la República fuese suficiente
para gobernar España. Lo que más me hirió de aquella gente fue que
no quisiesen hablar gallego, sabiendo que los esqueletos no pueden
hablar bien el castellano. No hay vuelta que darle: sin garganta no
puede pronunciarse la “j” ni la “g” fuerte.
Oyéndoles decir que el progreso va hacia la
unidad tomé la palabra para aclarar que el progreso iba hacia la
armonía y que si el progreso fuese hacia esa unidad antipática,
antiestética, antinatural y criminal, por encima del progreso está
la perfección, y que nosotros, los gallegos, por un deseo de
perfección y por una dignidad que ya va siendo dignidad personal, no
debíamos consentir que en el habla de nuestros abuelos se expresase
sólo la incultura que le debemos al centralismo. En aquel momento me
olvidé de que no era hombre ni sujeto de derecho. ¡Ay! Yo ya morí y
no soy nada y aún seré menos cuando la tierra me coma del todo.
Comprendiendo que estaba en el mundo de los esqueletos, volví a
decir:
_¿Cómo queréis hablar castellano si no tenéis
garganta?
No acababa todavía de soltar la última palabra
cuando un esqueleto estirado y fuerte, tirando de mí, me apartó de
aquella reunión diciéndome:
_Vostede facer mal falar con oitocentistas.
(Usted hacer mal hablar con ochocentistas)
¡Era un inglés que hablaba gallego! Soy muy amigo
del inglés. Juntos paseamos muchas veces. Ayer salimos del
cementerio y fuimos por la calle hablando de mil cosas; por cierto
que un mozo que iba tocando en el acordeón un pasodoble flamenco, al
vernos, tiró el acorrercerdos (así le llamaba yo cuando vivía) y
huyó como un relámpago. El inglés y yo saltábamos para echar fuera
la risa que teníamos en el alma.
Volviéndonos al cementerio hablamos de la tierra.
¡Mucho hablan de la tierra los vivos! Una cosa es
la tierra y otra cosa es el paisaje. Para los vivos la tierra es una
cosa muy hermosa por cierto, para los muertos la tierra son las
tinieblas. Yo pienso que no moriríamos si la tierra no nos
necesitase para echar hierbecitas y florecitas y lucirse a cuenta de
los que se pudren. Creo que fue María Guerrero quien en un momento
de cursilería y para embaucar a un hato de gallegos tontorrones, le
dio un beso a un puñado de tierra gallega. ¡Mejor hubiera sido que
besara la costra de un pino o la corteza de un roble! La tierra
gallega metida en una olla es como la tierra castellana, pongo por
comparación. Los hermanos pinos y los hermanos castaños, que ha de
tragar la tierra, esos si que son gallegos. Acabo de descubrir un
gran defecto en el inglés. El descubrimiento me ha costado una
profunda pena. Parece mentira que un alma tan recta y tan
inteligente tenga un humor tan poco noble.
El inglés viene a buscarme casi todos los días a
mi tumba y, como yo soy perezoso para levantarme, se entretiene
hablando y jugando con el esqueleto de un niño que reposa cerca de
mí. Mirad qué clase de juego entretenía al inglés. Le daba un
coscorrón en la calavera al chico y se la tiraba al suelo, y después
se ponía a saltar. El pobre esqueletito buscaba a tientas la
calavera y después se la ponía en su sitio diciéndole al inglés:
_¿Qué mal le hice yo? ¡Estése quieto!
El inglés prometía estarse quieto y enseguida
volvía a tirarle la calavera al pobre esqueletito. Y así hizo muchas
veces. Cuado me di cuenta de ello me enfrenté al inglés, que me
respondió fríamente:
_Yo divertirme mucho. Yo sentir no estar en el
otro mundo para dar al chico una esterlina.
Los obreros del mundo quieren las patatas
baratas, los labriegos quieren que suban las patatas y hay hombres
que no viven de las patatas. Aquí las patatas no son ningún
problema; mas por lo que fuimos en el mundo respecto de las patatas,
nos dividimos en dos castas. En el camposanto hay un patatero que
murió de hambre y que hoy tiene un mausoleo de mármol. Fue un hombre
de gran merecimiento en vida; pero ahora es insoportable a fuerza de
pensar que no nacerá en el mundo quién lo aventaje como poeta. Otro
esqueleto de mausoleo de mármol fue un “americano” que, harto de
embaucar a los indios en el Chaco con cuentas de vidrio, murió en
olor de santidad, dejando dinero para escuelas y hospitales. Su
mausoleo tiene en el pico un símbolo de la Caridad en forma de ama
de cría. Este filántropo todavía conserva un bisoñé que me hace
saltar de risa.
El filántropo y el poeta se tienen mucha manía.
El filántropo dice que el poeta no hizo más que “macanas” (supongo
que querrá decir versos). El poeta dice que el filántropo fue un
bestia. De esos que “sobre el bien y el mal consultan simplemente el
código penal”.
El poeta no tiene mucho seso. Anda siempre pidiendo una calavera
prestada para recitar el monólogo de Hamlet, y aún hace más locuras.
El filántropo no hace ni dice nada que merezca contarse. Sin dinero
tiene muertas todas sus actividades. Ahora ya sé por qué el inglés
me tenía en tan gran estima. ¡Ya lo veo! Me pidió prestado el ojo;
pero yo con dulces palabras y muy buenas razones le dije que no se
lo prestaba. Debajo de una cruz de palo mal pintada con herrumbre,
reposa un esqueleto que, según dice, fue tan desventurado en el otro
mundo como feliz es en éste.
_Yo era criada de servir – me contó_ . Aunque no
era bonita tenía juventud. Un día se me cayó un diente y cierto
demonio de señorito, que andaba detrás de mí, me ofreció dinero para
que fuese al dentista. Me miré al espejo y enseguida comprendí
cuánto me afeaba aquel hueco en la boca, y tanto revolvió el
señorito en mi locura juvenil que me dejé poner el diente… ¡Ay!,
aquel diente me costó un hijo; aquel hijo me costo el crédito y
cuanto tenía de buena moza. Caí en picado y me encontré con la
muerte, sin saber lo que era un traje de seda ni un sorbo de
champán. Fea viví, maltratada y golpeada; ahora puedo dormir.
Esta sencilla historieta me dejó entristecido. Me
acuerdo de que siendo yo niño llegó mi padre de América. El pobre no
trajo más que unos borceguíes viejos y un tarro mediado de
bicarbonato; venía enfermo y murió pronto. Siempre lloré el fracaso
de mi padre que, en mi admiración de hijo, lo tuve por el más bueno,
valiente, inteligente y fuerte del mundo entero. Aquellas tierras
lejanas que sorbieron la vida de mi padre fueron muy a menudo
malditas por mí. Mi padre era digno de volver sano y millonario.
Ayer en la plaza hablábamos de nuestras vidas y me llego el turno de
contar la mía. Todavía no había terminado de contarla, cuando un
esqueleto, de esos esqueletos que parecen tontos, se levantó como un
relámpago y me dio un abrazo tan fuerte que me rompió una costilla.
¡Era mi padre! Con cierto esqueleto que se trajo
en la cabeza una biblioteca entera hablo de muchas cosas y de todas
sabe muchas mi amigo. De todas sabe mucho, menos de lo que es el
humorismo. Cuando llegamos en nuestras controversias a tal punto, mi
amigo hace cuatro o cinco funambulismos filosóficos, estudia el
humorismo de los grandes humoristas, pasan las horas y al final
terminamos sin saber nada del asunto. A veces parece que va a llegar
a la definición y de repente enreda más el hilo. Un esqueleto tiene
que tener humor y un esqueleto gallego mucho más todavía. Un gallego
es siempre socarrón o humorista y la socarronería es el humorismo de
los incultos así como el humorismo es la socarronería de los cultos.
Un esqueleto gallego que trajo una biblioteca en la cabeza debía
definir el humorismo y no lo define, y según dice no hubo nadie que
lo definiese todavía.
Yo que no traje más de tres o cuatro libros en la
cabeza, le pongo ejemplos como estos:
_Un niño pequeñito rompe una botella de aceite en
los adoquines de la calle y el pobre se echa a llorar. Un hombre
gordo desde la puerta de una tienda mira al niño y se ríe ¿cuál de
las figuras le interesa más al humorista?
_Por la puerta de una iglesia salen dos novios
recién casados. La novia _¡pobrecilla!_ no puede tapar lo que lleva
de siete meses. En la puerta de la iglesia hay mucha gente. A una
mujer gorda le tiembla la barriga de risa. Un hombre, que tiene un
libro debajo del brazo, mira sereno la escena. Una mujer del pueblo
pone cara de pena. Otra mujer, también del pueblo, arruga la nariz y
murmura por lo bajo palabras como estas: ¡Sinvergüenza! ¿Quién de
estos es el humorista?
_Un médico busca el bacilo de Koch en el esputo
de un amigo suyo y de repente levanta la cabeza, respira fuerte y
dice suspirando: “¡Lo encontré!” ¿Puede ser humorista este hombre?
_Vestir a un niño de torero o de militar en
carnaval, ¿puede ser humorismo?
_Le diré... le diré –contesta siempre el
esqueleto sabio_. Y no me dice nada.
Yo bien podía escribir algo de la Santa Compaña;
pero el pueblo gallego se quedaría sin un misterio en las largas
noches de invierno, cuando la imaginación hierve en la cabeza como
el caldo en la olla. No; yo callaré como una lápida. El que “anda”
con los muertos que pierda el color de las mejillas, que enflaquezca
y que muera. La Santa Compaña hace falta en las cocinas cálidas
alrededor del lar, cuando silba el viento en las tinieblas de la
noche. Hoy mi padre, con un lagarto apresado en las manos, me habló
de este modo:
_Tengo que ir a San Andrés de Teixido para
cumplir una ofrenda que hice y no cumplí en vida. Mi alma tiene que
reencarnarse en este lagarto y tardaré mucho en volver.
Te pido que cuides mi tumba y que de vez en
cuando le eches un vistazo a mi esqueleto, porque tengo un vecino
cojo y puede robarme una pierna.
Quisiera estar enterrado en un cementerio
aldeano, en el atrio de la iglesia… ¡con qué gusto escucharía en las
alegres mañanas de domingo las conversaciones de los feligreses! En
este cementerio de ciudad la gente no viene más que a hablar de los
muertos, ¡y cuántas tonterías dicen…! Luego mis compañeros,
acostumbrados a las regalías del otro mundo o fracasados en la vida,
no hacen más que llorar por lo que perdieron o por lo que no
consiguieron. Desde hace tiempo vengo advirtiendo que un hombre de
carne y hueso sale de una tumba, escala por la pared del cementerio
y huye hacia la ciudad. De ahí a dos o tres horas vuelve al
cementerio enterrándose en un decir amén debajo de la tierra. La
primera vez que me di cuenta de tal cosa no quería dar crédito a mi
ojo; pero el caso se repitió muchas veces seguidas.
Una noche me puse al acecho esperando a que
surgiese de la tierra y fui detrás de él. Correr corría el
condenado; pero yo, escurriéndome por las sombras de los muros, no
le quité el ojo de encima. Llegó al barrio más pobre de la ciudad y
se paró delante de una chabola entrando después en ella por una
rendija de la puerta. Yo subí al tejado y salté a la huerta que daba
a la parte de atrás de la chabola, y por un agujerito pude ver la
escena más horrible que pudiera imaginarse. Una lamparita de aceite
alumbraba suavemente la carita flaca y cadavérica de una muchacha
que dormía en un lecho misérrimo. El fantasma se acercó a ella y
estuvo un montón de tiempo con los labios posados en el cuello de la
muchacha. Cuando se levantó tenía la boca orillada de rojo, mientras
del pescuezo de la joven corría un hilo de sangre y en la piel de su
carita flaca se adivinaba la blancura de la muerte.
Aquel fantasma era un
vampiro.
Al día siguiente el fantasma chupó la última
sangre que podía dar la pobre muchacha. Cuando todavía estaba
caliente la última campanada de las doce en el campanario de la
iglesia, aullaron los perros oliendo la muerte. El
vampiro
siguió sorbiendo la sangre de más víctimas, que iban muriendo como
las lámparas de aceite chupadas por los murciélagos. Quise saber
quién había sido el
vampiro en el
mundo de los hombres y fui a leer su nombre de bronce en el rico
mármol de la lápida. El nombre solo fue bastante: había sido un
canalla que robaba para darle gusto a su estómago de cerdo; dueño de
la justicia, robaba desde su cómoda casa. ¿Para qué decir más?
Era... ¡era un cacique!
Yo quería encontrar la manera de darle muerte al
vampiro.
Busca por aquí, revuelve por allá… no pude abarcar en los recovecos
de mi mente una buena manera de matarlo, y quise hablar con el
esqueleto que trajo una biblioteca en la cabeza para ver si me
iluminaba su conversación.
_En el
vampirismo
creen muchos pueblos y hay muchas pruebas judiciales de apariciones
de fantasmas que chupaban la sangre de personas; pero yo creo que no
se les debe dar crédito a semejantes cuentos. Pasaron los tiempos en
los que el verdugo quemaba los cadáveres sospechosos de vampirismo,
y hoy no se permitiría a nadie clavar una estaca en el corazón de un
cadáver.
Mi amigo, lleno de ciencia oficial, se burlaba de
la gente sencilla que
cree en los vampiros.
Yo guardé mi secreto para no pasar por tonto y seguí preguntando
solapadamente:
_¿Y hay sabios en el mundo que crean en el
vampirismo?
_Los hay. La fundadora de la Teosofía habla de
eso y cuenta muchos hechos. Si mal no recuerdo recoge la explicación
del fenómeno por causas físicas. Cuando un muerto aparente estuvo
muy apegado a la materia y fue en vida un malvado, su cuerpo astral,
envuelto en su doble etéreo, sale de la sepultura con el objeto de
mantener el cuerpo físico con la sangre que chupa de los vivos, y de
esta manera se perpetúa el estado cataléptico del enterrado. El
cuerpo astral transfiere la sangre de una manera todavía
desconocida, pero esperan que cualquier día sea explicado por la
ciencia psicológica.
_¿Y usted ni siquiera tiene dudas?
_Yo, que soy un hombre sesudo, no creo; aunque,
la verdad, me hacen pensar ciertas cosas, como son las muertes
aparentes y el hecho de que se hayan encontrado cadáveres que
todavía tenían la carne blanda, los ojos abiertos, la piel
sonrosada, la boca y la nariz llenas de sangre fresca, que también
surgía de las heridas que, por asesinato o por ajusticiamiento, les
produjeron la muerte. Eso cuentan viejos documentos.
_¿Y de qué manera se le da muerte al vampiro?
_Pues para apartar el cuerpo astral del físico no
hay otro remedio que quemar el cadáver.
No quise saber más. Me aparté de mi biblioteca y
pensé para mis adentros: “vampiros hay; por tanto, por las buenas o
por las malas, debía quemarse a todos los caciques. Los caciques son
capaces de hacerse los muertos para seguir viviendo a cuenta de los
pobrecillos”.
Fin
Lector:
Ya que leíste las memorias del esqueleto
enterrado en un cementerio de ciudad y ya que te entretuviste
aprendiendo cosas del más allá que no sabías, bien puedes escucharme
un ratito a mí para terminar rápido. Una cosa que hice con
premeditación y nocturnidad podría llevarme a la cárcel si hubiera
testigos, mas yo te aseguro que no fue por hacer mal. Escucha. Con
el ojo de vidrio comprado al enterrador de ciudad cogí el camino de
la parroquia de Tal y allí, en el atrio de la iglesia y ayudado por
un hombre valiente, pasada la media noche, abrí la sepultura donde
reposa para siempre jamás un amigo mío. ¡Miedo pasé!
Mi amigo fue un muchacho de gran inteligencia y
espíritu superior a toda alabanza. Estudiamos juntos en la vieja
Compostela y la gripe me lo escamoteó. Como última prueba de honda
amistad quise hacerle el regalo del ojo de vidrio. ¡Después de todo
yo no lo quería para nada…! Abrimos la tapa de la caja bien despacio
para no descolocar el esqueleto. Oh, lector: mi amigo conservaba su
traje y sus zapatos nuevos, prueba de que el enterrador de aldea es
mejor cristiano que su colega de la ciudad. En la cuenca derecha de
su calavera dejé el ojo de vidrio, encima de sus manos deje un bloc
de papel y un lápiz. Y acercándome al agujero del oído, le dije así:
_Querido Pedro: ahí te dejo un ojo de vidrio para
que veas, papel y lápiz para que escribas. Serás el rey en este
cementerio, pero te ruego que no te vuelvas cacique. Pasados unos
meses vendré a recoger cuanto escribas. Perdóname, querido, que no
te dé un beso. Adiós y hasta luego.
Si cuanto escriba mi amigo es digno de interés te
aseguro que será publicado para que compares y veas que no es lo
mismo ser enterrado en el atrio de una iglesia que en un cementerio
de ciudad.
Entretente como puedas, lector, y no te digo más.
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