Judíos, moros y cristianos
VI
DEL SACRO TORMES, DULCE
Y
CLARO RÍO
l
vagabundo amaneció en la Venta de Pinilla, a una legua de Ávila, en
el cruce de la carretera de Béjar, por Sorihuela, con la de Venta
del Obispo, por el puerto de Mengamuñoz, entre la Serrota y los
Baldíos. La mañana está fresquita y el valle Amblés, tierno
y
ventilado, se
ofrece, descaradillo y silencioso, casi como una niña: también
esperanzado y recoleto, según se mire. La Venta de Pinilla es
lugar que pertenece al Fresno, pueblo entre montes mansos. El
vagabundo _la Colilla a la derecha _ camina contento y con las
carnes alegres. Al vagabundo, como a la subigüela, le va bien el
aire libre, le hace bien. En el arroyo Bascarrabas, que muere en el
Adaja, no debe
ser
nada fácil morirse ahogado; a veces, en el arroyo Bascarrabas,que
pasa por la Colilla, no es fácil ni mojarse. El perro de un pastor
ladra al vagabundo que va por el camino. El vagabundo, para no darle
un cantazo, le amaga con la voz.
_¡To, chucho!
El perro, con el rabo entre piernas, sale huyendo despavorido y
mudo; se ve que es un perro más bien previsor, un perro muy hecho a
llevar las de perder, a salir siempre escaldado y con la peor parte.
La Serrada _,¡qué bien se anda, cuando se anda bien! _ queda, allá
en su dulce y ocre ladera, a la misma mano, y Salobral, en su
vallecico, se enseña enfrente, a la mano contraria. Salobral es un
poco el eje del valle Amblés, blanco y abierto, que se muestra,
amoroso y discreto, como una novia: también anhelante y tímido,
según se quiera.
Frente a Muñopepe, el vagabundo hace su primer alto para repostar.
El reposte que, a lomos, carga el vagabundo, ni está repleto, ni
huele como la cocina de las bodas. La despensilla del vagabundo, a
juego con el paisaje, presenta sobrias las inclinaciones y parda la
color. En Ávila, el vagabundo gastó demasiado dinero y, en el
camino, para reponer sus fuerzas, no ha de tentar su bolsa, flaca ya
de todas
las
flaquezas. Por el barbecho _ ¡ay, quién fuera lebrel! _salta la
liebre, confiadamente, y a medio centenar de pasos del camino _ ¡ay,
Dios, el perdiguero! _ revuela la perdiz, sin apresurarse. Sabe bien
la cecina cuando no hay otra cosa, y cuando a la gana la sujeta la
necesidad.
Desde la Venta del Peseto se ven Padiernos y Aldealabad, cada uno a
vista. Los mozos de Padiernos, templados y de palo pronto, trabajan
la tierra y miran por el ganado en la dehesa Adijos, en la dehesa
Montefrío, en la dehesa del Pedregal, en la dehesa de la Rinconada.
Por Muñochas, un clérigo caballero en un muleto castellano se cruza
con el vagabundo.
_Buenos días nos dé Dios, buen hombre.
_Buenos días nos dé Dios, padre cura.
El clérigo lleva el bonete con barboquejo y el balandrán raído y
desabrochado hasta la panza, para mejor cabalgar.
En Muñochas, pueblo algo retiradillo de la carretera, el vagabundo
tuvo, hace ya muchos años, una novia albina que sabía guisar el
cabrito como nadie. El vagabundo _ ¡lo que son los hombres! _ sólo
recuerda que se llamaba Sebastiana, que tenía las caderas recias y
que hablaba, a menudo, de una dehesa nombrada Pedrogallego. El
tiempo, que todo lo borra, no había podido borrar del todo la
memoria
de
Sebastiana en el corazón del vagabundo.
Por el monte Garroza, en Muñogalindo, se apareció una vez un
fantasma que espantaba al ganado, perseguía a las mozas y se
llegaba, en la noche escura, hasta la huerta, a robar los tomates.
Le dieron varias batidas, pero no lo pudieron coger, ni vivo ni
muerto. Hay quien dice si no sería un chusco, medio lelo, que se
llamaba Martín Domínguez y que mataba los lobos a cintarazos: un
pastor de Muñana que no obedecía a su padre
y
que criaba pelo hasta en la palma de la mano. La verdad nunca se
llegó a saber. Muñana, en sus cuatro arroyos _ Gallegos, Goril, del
Molinillo y de Navatimal_, es pueblo que vio arder su caserío desde
el monte Cabezo, cuando la de los franceses. El vagabundo, en
Muñogalindo, tira por el camino de Solosancho y las ruinas de Ulaca,
dando de lado derrotero, que tan bien conoce, de Villatoro, el único
pueblo _ de Ávila a Piedrahita _ a horcajadas de la carretera.
A la altura de Solosancho, al pie del paso de Baterna, el vagabundo
echó un par de tragos de su cantimplora. Por el camino, venía una
mujer, greñuda y con cara de sargento seco, arreando un jaco matalón
que cargaba un inmenso ataúd mal terciado. La mujer miró para el
vagabundo con
un
mirar que el vagabundo no se aclaró si era de súplica o de desdén.
El vagabundo se quitó la boina.
_Dios se lo pague.
_Dios le dé resignación, hermana.
La culebra cruzó, sucia, taimada, y vestida de polvo. Un perro
aulló, prolongadamente, poniendo un hipo de pavor en su quejido. El
jaco pegó un bote al tiempo que la mujer pudo trincarlo del ronzal.
_¡So, macho! ¡Cabrón!
El caballo porfió, sacó fuerzas de flaqueza y, a poco da con el
muerto en tierra.
_¡Ah, qué bestia del diablo, que ya me lo tiró, ahí más abajo! ¡Ah,
qué macho gurrufero, que debía matarlo, de dos trancazos!
Un cuervo revolaba la escena, a lo que cayese. El vagabundo,
mientras la mujer y su cadáver se perdían tras un recodo, pensó que
el vino le había sabido a vinagre; para comprobarlo, el vagabundo
volvió a atizarse otro latigazo al gañote.
_No; está bueno, debía ser aprensión ...
El vagabundo, aunque no es supersticioso, prefirió dejar el camino
que llevaba.
Al
sur de Solosancho, en el cerro Castillo, quedan los restos de la
militar y prerromana Ulaca, capital de todos estos contornos. Ulaca
fue plaza fuerte, que los hombres amurallaron en los estrechos pasos
que Dios dejó entre piedra y piedra. En Ulaca encontraron, los
pastores, los excursionistas y los sabios, por este orden, un
inmenso toro de granito, duro y manso y con más de dos mil yerbas.
A orillas del Adaja y saltando tapias, el vagabundo, a eso de la
media tarde, llegó a la Hija de Dios, lugar que se recuesta en los
montes de Majafiores. Este Dios no es Dios Padre Todopoderoso, que
gobierna el mundo desde su trono celestial, sino un ventero, Juan de
Dios, que murió viudo y dejando en este valle de lágrimas a una hija
moza que hubo de gobernar _ a la fuerza ahorcan _ la venta y su
clientela de arrieros, trajinantes y truchimanes de todo pelaje. De
la Hija de Dios a Blacha se va en un voleo y de Blacha otra vez a la
carretera de Villatoro, en muy poco más.
El vagabundo, otra vez en terreno conocido, respiró:
_¡Ah!
La noche cayó sobre el vagabundo frente al camino de Muñana, y el
vagabundo, al pie de unos álamos negrilIos, cayó rendido sobre el
santo suelo. Contra todos los pronósticos, el vagabundo no soñó nada
aquella noche.
El vagabundo, a la otra mañana, se despertó aún a oscuras, y los
primeros claroles del día fueron a acariciarle pasando por el
Gran oasis, cerrado, de tan temprano como era, a cal y canto. El
Gran oasis, en término de Amavida, no es una venta, ni un
parador, ni una posada; el Gran oasis, aunque parezca raro,
es una pastelería. Su dueño, el repostero Pedro Martín, que es viejo
amigo del vagabundo, estudió en Alcázar de San Juan las difíciles
artes de las tortas, practicó en Madrid los cautelosos temples del
oficio de confitero, e hizo la guerra del 14 con los
americanos, en la dulce Francia. Después, en la corte de España,
abrió un establecimiento de bello nombre, La flor de Castilla,
hasta que, nostálgico y harto del mundo y de sus vanidades,
eligió, como fray Luis de León, la solitaria
y
escondida senda de la sabiduría y fundó el Gran oasis.
El hombre trabaja en lo que sabe y vive donde quiere, aquí no hay
engaño. El que la oveja, el grillo y el verderol no compren
pasteles, no es culpa suya; tampoco lo es el que los niños, las
muchachitas en agraz y los padres de familia en mañana de domingo,
pueblen las latitudes que a él no le gustan. Hay cosas de las que no
se puede culpar a nadie, ésa es la verdad.
Una mala mañana, el pastelero Pedro Martín, en compañía de su
colega de Béjar el señor Cela, se llegó a dejar unos postres en el
vecino pueblo de Serranillos _ en las primeras trochas de Gredos y
las últimas de la sierra de Mijares_ con tan mala fortuna que se le
fue un pie entre dos peñas y allá rodó, envuelto en su manta
y
rebozado en su merengue y en su crema, hasta que San Cristóbal,
patrono de los caminantes, y el señor Cela, dulcero bejarano,
pudieron liberarlo de tan duro trance. A poco más, se mata.
Muñotello y Pradosegar, a un lado y Amavida y Poveal al otro, son
pueblecitos de colina
y
sosiego, caza de pelo y cereal, tierra pobre
y
cielo azul y dilapidador. Los de Muñotello, en un alarde de
imaginación y democracia, llaman río del Pueblo al río que pasa por
el pueblo. Los de Pradosegar, los pastores y los cazadores de
Pradosegar, pescan la anguila en el arroyo de los Tejas, que baja de
la
Serrota. Los de Amavida, los labriegos
y
los leñadores, los hombres que fueron cabos en
Melilla y los mozos sin historia, los carreteros y los taberneros
y
los quintos de las quintas, que rezan a Nuestra Señora de
Izquierdos, ramonean la encina, cuando pinta en oros, por el monte
Moheda. El Adaja cruza, camino de Ávila, por los tres términos.
Poveda, en su pobreza, por no tener, no tiene ni un recodo del río
Adaja en que mirarse.
El vagabundo, en Villatoro, palpa, emocionadamente, los lomos de
los toricos ibéricos de la plaza, que son duros y humildes como
soldados
y
que saben más historia de España que nadie. ViIlatoro, con lo poco
que queda de su castillo y con lo que el tiempo _ esa muela de moler
las piedras _ va dejando de su vieja parroquia, tiene un aire noble,
vetusto y vergonzante, de hidalgo venido a menos: de hidalgo que, ya
que no la panza, sigue manteniendo la frente en alto y orgullosa. En
el monte de la Bardera nace, agua de piedra, el saltarín Adaja.
Sobre los tejados de Casas del Puerto de Villatoro, que llegan ya a
la carretera, vuela, pausada
y
abacial, la alta cigüeña. La cigüeña, el búho
y
el golorito son los tres pájaros que más útiles
y
mejores cosas han enseñado al vagabundo. Casas del Puerto de Villa
toro crece entre la Serrota, al sur, y al norte, la sierra de Ávila.
La cigüeña inició al vagabundo en las conveniencias de no dejarse
ver sino por temporadas. Casas del Puerto de Villa toro se estruja
entre
las peñas que dicen Aguda, la Tocona, la Pajarita
y
los
Cuartos. El búho adiestró al vagabundo a no pestañear
y
lo
hizo, a fuerza de golpes, maestro en los nada fáciles arcanos de la
paciencia. Casas del Puerto de Villa toro es pueblo con tres docenas
de fuentes. El golorito instruyó al vagabundo en las sanas
tendencias de cantar, pase lo que pasare, como un loco
y
sin pedir permiso.
Al río Corneja, allá por Mesegar, cae el río Sancedoso; el frío y
limpio Corneja brota en el Burladero, cerro de Navacepedilla. El
vagabundo _ y ya fuera de cuenta también_ aprendió, del gorrión, a
poner buena cara al mal tiempo; de la zurriaga, a dormir en el
suelo; de la nevatilla, a vivir del aire, entre sorbo y sorbo
de agua. Al río Sancedoso, acá por Casas del Puerto de Villatoro,
cae el río Merdero; el vagabundo recuerda que atrás dejó, por
Papatrigo, otro río Merdero. Del águila, del loro y del canario, el
vagabundo no sacó jamás una sola provechosa consecuencia.
A media legua de Casas del Puerto de Villatoro, después de la venta
del Alto, el vagabundo tira a la mano izquierda, por el camino de
Villafranca. Ahorrada la sierra los Baldíos y el puerto de
Mengamuñoz, el vagabundo confía en no volver a toparse con
apariciones. La Serrota es la tierra de Villafranca de la Sierra,
pueblo entre los montes de Matapalacios y Navalvillar. En el parador
de Antonio, al vagabundo, a cambio de tocar la flauta, dan aceite
para mojar, pan con qué hacerlo, y vino para beber.
_¿Sabe más piezas?
_Sí, señora, también sé Ondiñas veñen.
Navacepedilla de Corneja, en una poza a la sombra del parededón Pie
de Mula, es aldea graciosa y resignada. El vagabundo, antes de
meterle mano al puerto de Chía, por donde ha de llegarse hasta San
Martín de la Vega, ya en el camino de Gredos, se prepara para el
encuentro _ el mirar alerta, la voluntad en calma y el ánimo
dispuesto _ con el altivo y amplio paisaje de la sierra. En la
dehesa de Pinarepas , en Navacepedilla, se crían la útil escoba y el
vetusto roble.
Desde el puerto de Chía se ve, noble, solemne, misterioso, el aún
lejano y ya sobrecogedor panorama de Gredos. A Gredos, un poeta
cantor del Tormes, le llamó espalda de Castilla, El vagabundo, solo
y frente a Gredos, no se siente ni disminuido ni atónito, sino
dichoso, inmensamente dichoso y libre: quizás, tampoco, alegre.
Gredos no es tierra alegre. Para el vagabundo, la dicha y la
libertad son cosas de mayor substancia que la alegría. Antonio
Machado
hablaba _ sin pensar en Gredos _ de tierras tristes, tan tristes que
tienen alma. Gredos es tierra con alma, tierra con el alma pegada a
sus altos riscos, como las primeras nubes setembrinas; tierra con el
alma aérea, inconsútil, cambiante como las primeras brumas
setembrinas; tierra con el alma transparente y fría como las
primeras nieblas setembrinas. El vagabundo piensa que Gredos, quizás
por pétreo y eterno, tiene el alma, igual que los niños, de blanda
y
alba
nieve pasajera.
Al vagabundo, con sus cavilaciones, le sorprende la noche en el
solitario puerto de Chía: la Serrota, al norte; Gredos, al sur; el
valle Amblés, a levante, y, a poniente _ y calculado su punto
cardinal a ojo, como siempre_, el valle de Corneja y, adivinada y
señora, Piedrahita. El vagabundo; huyendo del relente, se bajó a
dormir a San Martín de la Vega, que guarda el nacimiento del río
AIberche.
En San Martín el vagabundo preguntó por su buen amigo Gregorio
Lozano, alias Cagarremiendos, y supo, con gran pena de su
corazón, que había muerto.
_¿Y cómo fue?
_¡Pues mire ... !
El vagabundo, después de mucho inquirir, averiguó que el pobre
Gregorio se había ido para el otro barrio, dos o tres semanas atrás,
y
pasando el puerto de Chía, del verrojazo que le metió un jabalí
furioso. ¡Vaya por Dios!
Con el día rompiendo agua por los vientres del cielo. el vagabundo,
subiendo
y
bajando un cordelillo, se acerca al Tormes por
Hoyos del Espino. El Tormes, por Hoyo del Espino, cruza distante de
las casas y bajo el puente del Duque. Hoyos del Espino, entre mil
colores _ los cien rojos de la mora madura, el blanco y el oro de la
manzanilla, el azul del agua y el azul del cielo, los mil verdes que
van del verdinegro pino hasta el pasto albiverde _, es pueblo que ve
la sierra, bien dibujada, aunque no completa, desde cualquier
esquina.
Un niño de boina y pantalón de pana a media canilla, casi no puede
con la excusabaraja estallante de truchas que lleva al brazo.
_¿Las vendes?
_No, señor, que no puedo, que todas las tengo pesquizadas. ¿Quería
comprar alguna?
_No, hijo, que yo ni compro ni vendo, que no hago más que
preguntar. Te lo decía por saber...
Al niño pescador le brillaron, como azarados, los azules ojillos.
La hacendosa abeja libaba en el clavel. El niño pescador abrió la
cesta y escogió una trucha grandecita. La gentil mariposa revolaba
el rosal. Al vagabundo le parpadearon, como agradecidos y
sonrientes, los ojos de su collor.
_Gracias, hermoso.
El aire estaba fresco y el cielo, limpio.
_No se merecen. Oiga ...
Hacia la parte del río se oía al mirlo silbar.
_Qué.
A la puerta de un chozo jugaba un niño de un año con gato de un
mes.
_Que no se la vean.
En Nuestra Señora del Espino, dieron las doce por el sol. .
_Descuida.
El vagabundo se echó la trucha al macuto y, por el camino del río,
bajó hasta Navacepeda sin meterse en Hoyos Collado, el caserío al
que guarda el Santo Cristo de la Humildad y al que abrigan los
montes de Majadillas y del Calvario. Por el Tormes, los pescadores
dicen pesquizar a apalabrar la pesca antes de ser pescada. Las aguas
del río cantan, sobre las piedras, como canta la trucha sobre las
aguas.
El
vagabundo, desde donde está _ a la desde donde está, _a la derecha
del río y con la falda del cerro Chamuerco al otro lado _, sube
hasta el pueblo y, desde el pueblo, hasta la estancia del Almanzor,
que está sobre la carretera.
_¡Ama!
_¡Va!
_Traiga usted una cántara de vino. Oiga, ¿me puede freír esta
trucha?
_¡Si es capricho!
El vagabundo, sentado a la desnuda y honesta mesa de pino crudo,
sacó su cuadernillo y se puso a escribir. Por el Tormes, los
pescadores, hablando de truchas, dicen cantar por saltar.
_¿Qué hace!
_Escribir, ¿no lo ve? ¡O es que se cree usted que yo no sé
escribir!
El vagabundo, que en ningún libro encontró, por más que buscara y
rebuscara, una descripción que le llenase sobre estas dos o tres
primeras leguas de Tormes _ una descripción no literaria, sino real
y
verdadera _, arbitrió el fabricarse, sobre el camino, una geografía
para su uso,
y
aún más para calmar su conciencia, que aquí
pone, por si a alguien le sirve y aunque no sepa, ésa es la verdad,
si viene muy a pelo, que cree que sí.
El sendero que, hasta Navacerrada, trae desde el puerto del Arenal,
por el cerro del Trueno
y
el
Mojinete, divide las aguas del Alberche, que manda hacia levante, de
las del Tormes, que se viene hacia poniente y más o menos paralelo a
la sierra. El río Tormes, según las experiencias del vagabundo, que,
como suyas, muy bien pudieron no valer un chavo, nace donde le da la
gana, y tanto importa imaginarse que brota en la fuente Tormellas,
en la pradera
Tormejón, a las que bautiza o por los que se deja bautizar, como
decir que viene al mundo, entre piedras y monte arriba, en la triple
cuña de la cañana del Polvo y de los puertos de las Cabrillas
y
de la Estaca, y con el nombre, que tan pronto
ha de perder, de garganta del Cuervo. En todo caso, la piedra que,
en el cerro del Cuervo, marca el nacimiento del Tormes, es muy
pedagógica y hace bien para que después lo cuenten los
excursionistas y la retraten las
parejas de recién casados del parador, que queda enfrente. En la
loma de Cañada Alta, tras el collado de Cepeda Villosa, que queda al
norte del Tormes, afloran los arroyuelos Navahondillo y Cepedilla;
el regato Rastrilleja, que viene del cabezo Castaño; los chorros de
Navarredonda, el Espino
y
los
Cuarenta Pinos, y la garganta de la Garbanza que toma fuerza en los
arroyos que dicen Cortos, Gargantilla y de las Carúpanitas, De los
montes de Villafranca llega el
arroyo de la Dehesa y, por Zapardiel, el regajo de las Caceras, que
nace en tierras de Navaescurial. Todas son aguas que entran por la
banda de estribor.
El arroyo Valdeascas o del Jabalí, que cae al Torrnes o a la
garganta del Cuervo, que tanto monta, por la orilla de sierra, viene
escurriéndose, por el canal del Águila, desde el cerro del Mediodía,
y se nutre de la fuente del Charco de los torrentillos de los
Horcos, olla del Pino, el Ranito, las Pilas y los Pastores. A la
mano contraria se presenta el arroyo Mesogos o del Prado de la
Puente. El vagabundo quisiera decir que no sabe, aún después de
mucho
pensarlo, qué es lo que encuentra más bello en este Tormes niño; si
los pinariegos pañales con que se arropa o los nombres con que los
serranos llaman a sus primeros y tímidos andares.
Poco después del puente del Duque, a mano izquierda, frente a Hoyos
del Espino y con los pinares de Toyos, a un lado, y del Umbriazo, al
otro, se suma al Tormes el arroyo que dicen de la Isla, que recoge
las mansas aguas de la dehesa de Sanchiviesco. Las gargantas Honda y
de Pradoelpino son de igual parecer.
Tras el puente de Navacepeda asoma el arroyo Barbellido, que viene
del puerto de Candeleda y del llano Barbellido; que corre por la
cañada de la Yegua, donde algunos le llaman arroyo de Prado Puerto,
y que, antes de meterse por la Callejuela, recibe al arroyo Covacha,
que se trae el agua del lancho de la Manzanilla, de la Regetta y del
risco peluca.
Pasado el puente de Navalperal, y entre jilgueros que silban y
truchas que saltan, salta al Tormes el silbador río Gredos o arroyo
de Navalperal, o aún, para algunos, arroyo de las Pozas, que funde
las albas nieves de la garganta de los Escobos y de las Pozas, allá
por la Majasomera y los Regajos Llanos, y que en puente de las
Quebraíllas sonríe y agradece el agua que viene de la laguna de
Gredos, en la hoya Antón, pura como no hay otra. Las Cinco Lagunas_
la más grande, la Cimera, al sur _ también se vierten, por la
garganta del Pinar, en el arroyo de las Pozas. Las Vegas, la Cepeda,
la Butrera, son las tierras que se miran, como doncellas, en las
aguas de la garganta del Pilar.
El Hornillo, regato de pocas carnes que viene del Ortigal y del
portillo de Mari-Olalla y por el mismo lado, se ofrece casi sin
decirlo y poco más abajo. Al vagabundo, en el regato Hornillo, hace
dos o tres años, le preguntó un guardia civil si era vegetariano o
masón.
_No, señor, yo no soy más que coruñés. ¿Por qué lo dice?
_Nada, ¡como lleva una plumita en el sombrero!
El vagabundo, hace dos o tres años, se ponía una plumita en el
sombrero, en la época del celo. Ahora ya no.
Después del espaldar de Portilla Colorado aparece el arroyo Horcajo
o callejón de los Lobos, que se mete en el Tormes antes de llegar a
Angostura, lugar del ayuntamiento de Zapardiel de la Ribera, pueblo
que baila, chupándose los dedos de frío, por Santa Apolonia. El
callejón de los Lobos viene del risco Redondo, aunque se deje querer
por las aguas de Periquito Mocho y del risco del Rayo.
Antes de bañar la Aliseda, el Tormes crece con los caudales del
barranco del Corzo o arroyo del Berrueco, cuando los trae, cauce que
se empieza a dibujar allá por los canchales del Horco y de la peña
del Águila. El vagabundo no advierte, porque ya supone que todos los
supondrán, que estas piedras del Horco y este peñón del Águila,
están a más de cuatro leguas en línea recta, y a seis o siete de
andar,
la
torrentera de los Horcos y del canal del Águila que,
tierras de Navarredonda, atrás quedaron.
La garganta de la Aliseda, que también cae al Tormes por su
izquierda, suele traer aguas en cierta cantidad.
Desde el Calvitero y el risco del Corchuelo, y mojando las casas de
Navamediana, aldea de Bohoyo, se va el arroyo de Navamediana a
meterse, poco más abajo, en el fluir, crecidillo y aparente, del
Tormes. Este arroyo de Navamediana pregona su cascabel por los
cerros que nombran Mediodía y Berrueco y por el collado, tierno y
sosegador, de la Belesa. En Gredos, y a naciente del puerto del
Peón, hay otro cerro Mediodía más robusto que el navamedianero.
Al norte de Bohoyo, y en su término municipal, se vacían en el
Tormes la roza de Navamojados y el fragüín de Guijuelos, que vienen
de los neveros de la serrotilla del Bohoyo, y la garganta del
Bohoyo, larga y de bonito camino, que nace en la fuente de los
Serranos, en la sierra Llana y que medra cantando entre el berrueco
del Boboyo y el collado de las Cerraíllas, el mojón del Caramito y
el cabezo del Horcajo, el revolar del gavilán y el agrio arrufarse
de
la
garduña. Esta garganta del Bohoyo, al pasar por los Garellanes, tañe
melodiosamente el verde laúd del praderío.
_¿Y más allá de Bohoyo, por los Llanos y el Barco de Ávila?
El vagabundo se encogió de hombros y cerró su cuadernos; al
vagabundo no le gustó la curiosidad.
_ No sé; pregúnteselo a cualquiera. Más allá de Bohoyo. El Tormes,
ya hecho un hombre, cuenta sus aventuras al más siso y desangelado
bachiller que se le arrime.
El vagabundo llamó a la posadera.
_¡Ama!
_¡Va!
_¡Traiga usted una cántara de vino!
El
ama de la estancia del Almanzor, en
Navacepeda, sabe freír la trucha
y
escanciar el vino; asear el lechón
y
guisar la liebre; mirar para el suelo, con dignidad
y
guardar silencio discretamente, cuando los pastores de la
Extremadura
y
los carreros de Navarredonda riñen, en un castellano sonoro
y
sabio, por mor de la fatiga de cada oficio. El ama de la estancia
del Almanzor, con su pasito corto y sosegado, enseña unos andares
muy señores. Navarredonda, cabeza del sexmo de la Sierra _ Hoyos del
Espino, Hoyos del Collado, San Martín de la Vega, San Martín del
Pimpollar, Garganta del Villar y el pueblo cabecero_, gozó, en
tiempos, de los Privilegios de la carretería, por los que se
libraba a los mozos de los seis pueblos de la obligación de servir
al rey.
Por el Tormes, los pescadores, los leñadores, y los pastores, dicen
siso al peal. El vagabundo, aún el sol colgándose en el cielo más
alto, piensa en dejar el Tormes y meterse _ con el ánimo fijo en que
al Tormes volverá, y no tarde _, por las cuestas arriba de la
Herguijuela: el camino de Piedrahita, por el puerto de la Peña
Negra. El vagabundo, que se halla muy a gusto sentado a la puerta de
la estancia del Almanzor, frente a los castaños y a los olmos
copudos de la carretera, no pierde ni mucho tiempo ni demasiadas
energías en convencerse a sí mismo de que lo más prudente es pensar
lo contrario. Da gusto cuando se llega tan pronto a los acuerdos. |
Al otro día, como el camino hasta Piedrahita no es demasiado largo,
el vagabundo no sale de Navacepeda de Tormes basta que el sol asoma
ya por entre las ramas de los árboles.
La Herguijuela, a menos de una legua, es pueblo que _ al viejo uso
_ vive de cazar, de pescar y de pastorear. El vagabundo, a quien
nada se le había perdido en la Herguijuela, pasa sin detenerse
aunque no de prisa, y se adentra por el repecho del puerto de la
Peña Negra, entre piornos y mata de roble, pájaros veloces y
silbadores y yerba que brota, arriesgada y fresca, en medio del
camino.
Desde lo alto del puerto de la Peña Negra, el paisaje se abre ante
la vista: con Piedrahita, al fondo, y el río Corneja, más allá, y la
Serrota, a un lado, y, al otro, la sierra de Piedrahita.
Hace sol, un sol templado y acariciador, y el vagabundo piensa, por
entretenerse, en mil cosas banales y que le reconfortan.
Un pastor adolescente está tumbado sobre una piedra, con la
gorrilla sobre los ojos y con el sexo erecto
y
al
sol; el pastor, que tiene las manos en la nuca, finge una antigua y
ejemplar imagen de la paganía. El vagabundo, por no interrumpirle su
difícil ciencia, le hace la caridad de pasar de largo.
Piedrahita
es villa de buen ver y de elegido emplazamiento. El vagabundo _ con
el monte de la Jura detrás y algo a la izquierda _, entre praderas
verdes, cornejas pícaras, árboles frutales y huertos de limpio
cuidado, entra en Piedrahita a tiempo de darse, aún con clara luz,
unas vuelta por su caserío.
Cuéntase que Piedrahita, muerta y antes de llamarse así, fue
encontrada, hace
ya
muchos años, por unos guerreros avileses que, en la paz y por no
perder el hábito, andaban por el monte, en pos del ciervo. Los
cazadores, en un bosque umbrío, hubieron de toparse con una manada
de cervatillos airosas que, al verse vistas, se perdieron,
espantadas y alegres, entre la espesura. Por seguirlas, los
caballeros fueron conducidos, de la firme mano de la providencia,
hasta un claro del bosque en el que, entre flores y suave paz, yacía
embalsamada, una rústica y bellísima ciudad muerta. Los paladines de
Ávila, por no olvidar la presa que se les daba a cambio de las
ciervas huidas, sembraron el camino de vuelta de hitos de piedras,
y
las
gentes a quienes lo fueron contando, llamaron a tan poético rincón _
de poética manera nacido _lugar de la piedra hita. Cierta o no
cierta, el vagabundo piensa que la leyenda de Piedrahita es delicada
como una rosa de jardín.
Dícese que en el monte de la Jura, entre robles y retamas y hace ya
más de mil años, las mesnadas de Ordoño II
y
del
conde Fernán González derrotaron a los moros en una memorable
batalla que duró tres días. Dícese también _ y de ahí el nombre del
monte _ que los caudillos victoriosos juraron, sobre el terreno y en
el momento, no comer pan a manteles, no dormir en lecho
y
no holgar con mujer, hasta que la morisma hubiera desaparecido, sin
excusa ni
pretexto alguno, del país. También se dice _ que en esto hay
opiniones _ que fueron los agarenos quienes juraron no comer, ni
dormir, ni holgar como mandan los cánones, hasta que los cristianos,
a punta de lanza y también sin excusa ni pretexto alguno,
devolvieran el campo recién conquistado.
El vagabundo no sabe, ni le importa, quién fue capaz de Jurar
semejante grandilocuente memez. En los campos de batalla suelen
jurarse cosas muy trascendentes que después, como es lógico, nadie
cumple. El vagabundo, sobre el incumplimiento de lo jurado en
Piedrahita, no admite lugar a dudas. El pleito de moros y cristianos
duró, en nuestro paisaje y desde la batalla de la Jura, más de cinco
siglos y medio. Si el bando que juró no holgar con mujer hubiera
hecho honor a su palabra, ¿de dónde diablos estuvieron sacando los
soldados durante tanto tiempo?
Los moros, con o sin juramento, volvieron a estas tierras en tiempo
de Almanzor, suave sujeto a quien no se le ocurrió más oportuna cosa
que plantar su tienda en pleno Grodas, en el pico que lleva su
nombre y que, aunque no el más difícil, es el más alto de todos.
Doña Berenguela, cuando el naipe cristiano ganó la última baza, se
fue a vivir, según se cuenta, al palacio que después cedió para
parroquia. Hasta hace no demasiados años aún, los viernes de
cuaresma se rezaba un responso por el alma de doña Berenguela, ante
el catafalco de terciopelo de luto y fleco de oro, calavera y corona
real, que se alzaba al pie del Cristo de las Batallas, un Cristo con
una recogedora mueca de sufrimiento.
El primer señor de Valdecorneja, don Alvaro García de Toledo, fue
bisabuelo del fundador del linaje de los Alba, primer conde de Alba,
padre del primer duque. El apellido Alvarez de Toledo lo fijó el
segundo señor de Valdecorneja.
El vagabundo recuerda que, de niño, una tía suya, la mar de culta,
doña Virtudes Fernández Montenegro, que era un poco la oveja negra
de la familia, le explicaba esto de los apellidos y de los
patronímicos diciéndole:
_Es fácil, quitas la o y pones una e y una z al final
y listos. ¿Qué tu papá se llama Pedro? ¡Pues tú te llamas Pédrez!
Bueno ... , no; esto debe ser excepción ... Claro, esto excepción;
como Pédrez queda mal, se dice Pérez. ¿Me tiendes?, ¿me comprendes?
En Rusia les ponen vich y dicen Pedrovich. Bueno ... , no;
esto debe ser excepción... Claro, esto es excepción; como Pedrovich
queda mal, se dice Petrovich, que queda mejor. ¿Me entiendes?, ¿me
comprendes?
_Sí, sí.
La regla de tía Virtudes _ quizás esto también quede mal_ le fue
siempre muy útil al vagabundo.
El gran duque de Alba, general en Flandes; nació en
Piedrahita, con el siglo xvI aún niño. En el
XVIII, don Fernando de Silva y Alvarez de Toledo, el duque
viejo, mandó levantar el palacio que ardió medio siglo más
tarde. En este palacio vivió Goya, invitado por la duquesa. Goya, en
Piedrahita, en la finca de la Cera y con el cerro de la Cruz, como
fondo, pintó La Vendimia, que está en el museo del Prad0, y
algunos cartones para sus tapices. La duquesa también fue anfitriona
de Quintana y de Meléndez Valdés.
El vagabundo, en sus vueltas por el pueblo, se da de manos a bruces
con un tonto cincuentón que, a la altura de Pilillas, le pide el
raro auxilio de una petaca.
_¿Y para qué la quieres?
_¡Anda, para regalarla!
El vagabundo, en las casas que quedan a la parte de la carretera de
Ávila, se mete en el parador de Elías Hernández, a ver de dormir un
poco en un banco del zaguán.
En el parador de Elías Hernández, unos camioneros jugaban a la
baraja. El vagabundo prefirió no picar.
_Buenas.
_Buenas.
Los camioneros tenían negras manchas de grasa hasta en las
camisetas.
_¿A
dónde van?
_¡Uf, a donde quiera! Éstos se van a Béjar; éstos, a Ávila;
nosotros, a Plasencia. ¿Le sirve?
En el escudo de Piedrahita se pintan dos cornejas,
y
un roble
y
un pino sobre unas peñas.
_Hombre, ¡si me acercan al Barco!
Por el término de Piedrahita, además del Corneja, que va entre los
mismos chopos que Goya llevó a sus tapices, corren otras tres venas
de agua: el río Santiago, el arroyo del Espinar
y
la
garganta de la Sierra.
_¿Cuándo salen?
_Dentro de un par de horas; le da tiempo de dormir un rato.
_Usted me avisa.
_Descuide.
Se va bien en el techo de un camión, sentado encima de la garita
del chófer, dentro de un neumático
y
con
un perrillo acurrucado entre las piernas. Al vagabundo le hubiera
gustado poder encender un cigarro, pero ni lo intenta. Los faros de
un camión que viene en sentido contrario, brillan como candelas.
Deben ser, más o menos, las diez o
las
diez
y
media de la noche.
Las luces de Santiago del Collado, allá a la izquierda, tiemblan
como gusanos de luz. Da gusto adelantar a los carros, con su
abrigoso toldo y su mozo dormido. Santiago del Collado es lugar que
capitanea a muchos lugarejos. Casas de Navancuerda, el Poyal, la
Lastra, Navalmahillo, Navamuñana, Navarreja, están a la sombra, en
las laderas de sierra de Piedrahita que miran al camino; la gente
les llama los poblados de la Umbría. El Nogal y Valdelaguna, están
al sol, en las cuestas de la sierra de Piedrahita que caen hacia la
parte de Avellaneda; la gente les dice los poblados del Sol. Desde
el techo de un camión, siempre parece que se va a aplastar a los de
las bicicletas; al final, sin que se sepa cómo, se acaban librando.
De noche no se distinguen los lugares de Santiago del Collado.
Aldehuela y Santa María de los Caballeros, son pueblos de valle,
pueblos que riega el río Caballeruelos. Santa María queda entre las
cabezas Pelada y de los Ceños. El camión corre como un condenado.
San Lorenzo de Tormes está a las mismas puertas del Barco. El
camión, en menos de
una
hora, se ha venido desde Piedrahita, que está a cuatro leguas.
_¿Fue bien?
_¡Ya lo creo, muy bien! ¿Les debo algo?
_No, nada ... ¡Si hubiera usted venido dentro! |
En
el parador del Corneta, al vagabundo, con los lomos bien asentados
en una enjalma aún tibia
y
aromática, los ojos no del todo abiertos
y
el vientre a su punto, le da por pensar en los raros orígenes del
nombre de Barco de Ávila, villa que llevó a su escudo un barco de
vela que no es muy del sentido común que hubiera venido navegando
jamás por jamás por el Tormes abajo. Ni por el Caballeruelos. Ni por
el Aravalle.
El
vagabundo, que en tiempos fue amigo de etimologías y otros cultivos
del espíritu, piensa que barco, dando nombre a un pueblo _
Barco de Ávila, Barco de Valdeorras_, es voz de raro origen. Quienes
la prefieren latina
y
quizás, remotamente, hispánica, la hacen valer
por henil, o por gavilla de cereal, o por choza. Quienes la suponen
céltica, la traen de berg, altura,
y
la
hacen medio prima de varga, parte más pendiente de una cuesta.
Varga, viniendo, como también puede hacerlo, del latín
virga,
vara,
significa en español casilla con cubierta de paja o ramaje;
barchessa, por el Trentino, quiere decir lo mismo. En el Tirol,
bark
es
establo en la montaña. Quienes la traen del árabe barr,
arrabal, también aducen sus razones. Y quienes la igualan, en su
significado, con nava, tampoco se quedan atrás. El vagabundo, sin
pronunciarse, no se anima por ninguna de estas dos últimas
candidaturas y, a la vista del paisaje de Barco de Ávila, prefiere
emparentarla con el latín, que es lengua noble.
A la vera del vagabundo, medio entrevisto en la penumbra del
portal, un arriero pálido y quejumbrón se lamenta de un dolor de
muelas.
_¿Tanto le duele?
_¡Y más aún, compañero, que la cabeza me pega semejantes
retemblores que para, mí que va a acabar estallando!
Si el vagabundo hubiera tenido a mano a su amigo don Fabián Remondo
y Larangas, natural de Valdepinillos, ayuntamiento de la Huerce,
diócesis de Sigüenza, al arriero, a cambio de dos pesetas, cuatro
voces y tres patadas al aire, se le hubiera sanado el mal de muelas,
rabioso, cuando pega bien, como ninguno.
El vagabundo, entre las cavilaciones propias y el lamentarse ajeno,
casi no pegó ojo en toda la noche, Con los gallos aún sin avisar,
los arrieros aparejaron, silenciosos y hepáticos, las caballerías.
_¿Se queda?
_Sí, me voy a quedar.
Tras la copeja de aguardiente y con la noche agonizando por la peña
de los Cotriles y el risco Santa Bárbara, los arrieros se echaron al
camino. El vagabundo aprovechó para dormir un rato, quizás una hora,
con un sueño egoísta, violento, a marchas forzadas, que lo dejó como
un mozo.
El Barco de
Ávila es pueblo próspero y de calles anchas y
bien dibujadas, con el piso de chinarros y guijas. El vagabundo, que
en todo su andar _
y
ya lleva unas leguas a las espaldas _ jamás fue tan de prisa de un
pueblo importante
y con
juzgado de primera instancia _ Piedrahita _a otro pueblo también con
juzgado de primera instancia y también importante _ El Barco _, se
siente a gusto paseando
entre
las buenas casas entre las que va, con sus balcones florecidos y sus
rejas de hierro. Tras una púdica persiana, un mozo con el paralís
canta, para alejar la pena, una coplilla de pastor:
Alégrate, corazón
aunque sea por la tarde;
corazón que no se alegre
no viene de buena sangre.
Es por la mañana y, en el balcón del mozo, un sietecolores
cieguito, canta, quizás para espantar la pena.
_El amo, el tío Treintarrobas, los ciega como nadie,
arrimándoles un puro encendido. El pobre tiene un hijo, ya mozo, con
el paralís ...
Frente al balcón del muchacho enfermo, de codos a su ventanillo,
una criada de saludable y heridora voz grita Jalisco nunca
pierde, igual que los mozos y las mozas de Cañicosa y de
Matamala, de Matamorisca y de Cillamayor, allá por Segovia.
_Canta usted muy bien, joven.
_¡Cállese usted, tío barbas,
y
siga
su camino!
Mientras el vagabundo, perplejo ante tan inútil y poco justo
desaire, siguió su camino, la calle se fue inundando, poco a poco,
de un turbador silencio. La criada cerró, de un fiero y digno
portazo, sus cristales. El mozo enfermo _todo oídos _ no arrancó con
una nueva copla. El pintacilgo cegado a aromático fuego de
tagarnina, dejó ir muriendo su silbo. Al vagabundo le preocupó,
durante unos segundos, saberse culpable del mudor del pájaro
que no veía, del mozo que no andaba, de la moza obstinada en
disfrazar los pudores con el feo ropaje de la ira, de la moza que _
¡peor para ella! _ no sabía distinguir.
Es lunes y en el mercado de los soportales de la plaza, en medio de
un hirviente guirigay honesto y artesano, se vende, y se regatea, y
se tasa, y se compra el chorizo de Candelario, y el quesillo de la
sierra, y la nívea harina del Tremedal, y el fino paño de Béjar, y
la abarca pastoril, y el confite, y la vainica por varas, y el
borceguí del ganadero pudiente, y la aromática yerba del país _ el
laurel, la menta, la camomila _ al lado de la especia de Ultramar, y
el
pimentón de la Vera, y el vino de Toro, y el corderuelo, y la
trucha, y la gallina en cuartos, y el infalible remedio para la
calvicie, y el elixir de la eterna juventud que trajeron los
españoles de las difíciles y escondidas fuentes del Dorado.
_¡Al pipo y a la judía! ¡Al pipo y a la judía! ¡Manteca, mismamente
manteca! ¡Al pipo y a la judía!
El vagabundo, tras sosegarse en medio del bullicio, se mete en una
taberna algo apartada, a refrescar el gañote.
Ante una mesa con un hule a cuadros y sentado en una banqueta sobre
la que ni cabe, un tío de muchas arrobas y dentadura de oro, blusa
negra de trujamán del toma y daca, ademanes de zarracatín de todo lo
que salga y fauces grasosas de epulón repleto, se está zampando un
cabrito asado del tamaño de un niño de primera comunión. Un perro _
vaga imagen de la esperanza _ lo mira, sumiso y tierno, con una cara
indigna y suplicante; pudiera ser que también
eficaz.
_¿Usted gusta?
_Que aproveche.
Esta gente de Tormes sabe tratarse. Garcilaso de la Vega llamó
sacro al Termes, que es río claro y dulce .
En la ribera verde y delectosa
del sacro Tormes, dulce y claro río,
El vagabundo, en una tabernilla no muy a la mano, un lunes de
mercado del año 1953, en Barco de Ávila, escuchó el regüeldo más
detonador y alarmante de toda su existencia.
_Que aproveche.
Por Castilla, tierra de cuidadosos y no fáciles aprovechamientos,
se desea provecho tanto para engullir como para digerir.
_Gracias.
El macho de reclamo aleteó, espantado, en su jaula de caña. El
perro que tan bien ensayado tenía su piadoso gesto, salió huyendo
despavorecido como alma que lleva el diablo.
Un gato rubio se cayó del estante en que dormía. La señorita del
calendario, a pesar de estar retratada sobre cartoné de primera
calidad, palideció. Una viejuca de media saya, toca de bayeta y
justillo, asomó las narices por la puerta.
_¿Ha sido aquí? ¡Qué susto, si creí que había reventado un carburo!
Al vagabundo, una vez, en Carbajosa de la Sagrada, provincia de
Salamanca, le explotó un carburo casi al lado; por poco lo mata.
Pues bien: el vagabundo pondría una mano en el fuego porque un
carburo, al estallar, no mete ni la mitad de ruido. Aquella vieja no
distinguía.
El tío del cabrito, cuando le dio fin, rebañó la fuente con pan, se
bebió un litro de vino, se comió un melón y un cestillo de ciruelas,
encendió un farias, pagó, se levantó y fue. El tabarnero se quedó
mirando para la puerta.
_Es muy buena persona.
_¿Es del pueblo? .
El tabernero habló con la voz muy, circunstanciada.
_Sí. El hombre es un santo, un verdadero santo... Y ahí donde
usted lo ve, es muy desgraciado... El pobre se quedó viudo muy joven
y con dos hijos ... Jamás se le conoció ningún apaño... La hija le
salió medio loquilla y se le escapó con un dependiente que tenía ...
Dicen que ahora está de
puta
en Barcelona ... Bueno, ¡nunca peor!... El hijo se le quedó baldado
de paralís... El hombre lo lleva todo con paciencia y no tiene más
vicio que éste que usted ve: comer y comer. .. Un día, por una
apuesta, le comió todo el género a un choricero de Candelario...
¡Qué cosas! ... También se da muy buena maña para cegar jilgueros
... Sus pájaros cantan mejor que los de nadie ...
_¿Y cómo se llama?
_Nosotros le decimos el tío Treintarrobas. ¡Cómo está tan
gordo!
El vagabundo, al tercer vaso de vino, se despidió.
_¿Qué debo?
_Nada; paga el Treintarrobas, es costumbre.
El vagabundo sintió que la panza se le alumbraba con una feliz
idea.
_¡Hombre, haberlo dicho! ¿Y no puedo pedir algo, ahora?
El tabernero debía estar ya muy hecho a oír la misma pregunta.
_¡Si se calla y no se le va la lengua ... ! El Treintarrobas
invita siempre con fina voluntad; lo que no quiere es que la
gente se vaya de la lengua y lo tomen por tonto.
El vagabundo, a cambio de guardar silencio, sacó las tripas de mal
año. De postre, y en homenaje al. tío Treintarrobas,
discretísimo mecenas, el vagabundo eructó lo mejor que pudo. El
tabernero se le rió en sus barbas.
_¡No hay color!
_Hombre, no, ésa es la verdad.
El vagabundo tampoco hubiera querido pintar su gratitud de
competencia.
Del Barco de Ávila, igual que el Treintarrobas, fue el
virrey del Perú don Pedro Lagasca, que murió de obispo de Sigüenza.
Su historiador Juan Cristóbal Calvete de Estrella dice que Gasca, o
Lagasca, nació "en un pequeño lugar del Barco de Ávila, que se
llamaba Caballería de Navaragadilla, del cual
y
de otro lugar que llaman Gasca fueron sus antepasados señores", El
vagabundo, en sus andanzas por esta tierra, jamás se dio con ningún
poblado, por pequeño que fuese, ni
aún
majada, molino o lugarejo, llamado Caballería ni Navaragadilla; lo
más parecido que encontró fue NavarregadilIa, lugar de una centena
de almas, en el término municipal de Santa María de los Caballeros,
más menos a una legua del Barco. Lo que sí halló el vagabundo,
aunque mirándolo con lupa y muy apartado de estos riscos, fue Gasca,
un caserío de media docena de habitantes _ el guarda, su mujer y sus
hijos, todos incluidos _ que depende del Ayuntamiento de Villañor,
en un ramal de la carretera de Ávila a Salamanca por Peñaranda de
Bracamonte.
Entreténganse los sabios en buscar el ovillo de estos cabos
sueltos.
Por el Barco se asegura que Lagasca aquí nació y hasta señala la
casa en que el suceso tuvo lugar. La casa de Lagasca no es de
importante aspecto, y sólo el escudo que queda sobre el balcón del
chaflán le da un cierto aire nobiliario, tampoco mucho.
También fue de estas trochas _ o tal se dice _ San Pedro del Barco,
patrón de la villa, que está enterrado en Ávila en San Vicente. A
San Pedro del Barco, cuando se murió lo llevaron hasta Ávila, según
se oye contar, a lomos de una mula ciega. La casa en que se supone
vino al mundo fue convertida en santuario, más tarde abandonado.
La iglesia de Barco de Ávila _ puestos a seguir por el camino de
los santos y el hilo de lo clerical _ es sólida y hermosa, de bella
traza románica y de satisfechas proporciones. La iglesia de Barco de
Ávila esconde, en su sacristía, en sus primeros rincones, viejos
tesoros de mérito: un Cristo, negro y amargo, que sobrecoge el
corazón; varias tablas góticas y flamencas; un tríptico italiano; un
relieve de alabastro, también italiano, dicen que de Benvenutto
Cellini; un crucifijo de marfil; una dulce imagen de la Virgen y el
Niño; las tallas de artístico palo de la antesacristía; las rejas
platerescas, los férreos candelabros renacentistas, los atriles, la
custodia, el cáliz, el copón. Como para compensar de tanta nobleza y
tanta antigüedad, un Sagrado Corazón de Jesús y la Virgen de Fátima
de purpurina, yeso y mazapán, pregonan desde el altar mayor, el mal
gusto y la insolvencia artística del señor cura párroco. Al
vagabundo, que ama a España sobre todas las cosas, le duele ver que
a España, desde hace trescientos o cuatrocientos años, se la vienen
merendando, sin tregua ni piedad, la estulticia, la soberbia y la
socarronería: ese gorgojo de tres patas que pudre las almas en las
que hace su nido.
En la plaza que queda frente a la iglesia, una niña de delantal
blanco juega al diábolo, altiva y sola como una infanta amenazada.
El vagabundo, sentado en su poyo de piedra, la miró como quien mira
una flor, como quien ve volar una paloma. Desde un balcón próximo
salió una suave voz, cálida y cristalina, trémulamente firme y,
quizás, suplicadora.
_¡Beatriz!
_¡Voy!
La niña recogió su diábolo y se marchó, digna y gentil.
Al vagabundo le gusta ver moverse a las niñas que juegan, ágiles,
gráciles, dóciles, al alimón con su soledad, en las quietas placitas
de los pueblos, con la madre _ joven aún _vigilando, tras la
persiana, que nadie que pudiera robar les el candor se les acerque.
_Adiós, Beatriz.
_Adiós.
Barco de Ávila fue plaza murada. De las murallas de Barco de Ávila
aún se ven restos, recios, poderosos. Por las puertas que cruzan los
paladines _ puerta del Puente, puerta de la Horcajada, puerta de la
Regadera, puerta del
Ahorcado_
pasan hoy las bicicletas. En la puerta del Ahorcado, el gran
duque mandó colgar a un alcaide que pensó que todo el monte era
orégano y abusó de sus atribuciones.
Sobre el Tormes, el vagabundo camina por un puente que tiene arcos
para los dos gustos, de medio punto y en ojiva. La ermita del
Santísimo Cristo del Caño queda junto al puente. Más allá y con
Gredos al fondo, se alza el castillo de Valdecorneja. El señorío de
Valdecorneja abarcaba Piedrahita, el Barco, la Horcajada, el Mirón
y
todas aldeas. La Horcajada y el Mirón, hoy en
tierra de Ávila, caen hacia la parte del campo de Salamanca. El
castillo de Valdecorneja, casi en el suelo, no es de los más
arruinados por el tiempo.
A las puertas del Barco, el vagabundo, mientras merienda un pan
cenceño
y
riguroso que sabe a gloria, no decide qué camino tomar: si el que
le lleve, en derechura, a Gredos, desde donde se encuentra y cuanto
antes; o si el que, por el puerto de Tornavacas, la llave de
Extremadura, siguiendo el fluir del Jerte y remontando, más tarde el
del Tiétar, lo ponga, ahorrándole la dura sierra, en el paraíso de
la Ávila baja, entre vides, almendros y limoneros.
Echada al aire la perra gorda de la suerte, el vagabundo la cogió
del suelo por la cruz de Gredos. El vagabundo, al tiempo de guardar
su perra, pensó que en este mundo todo es para bien |
El vagabundo, aquella noche, durmió en los Llanos de Tormes, en un
corral de cómodo abrigo donde lo dejaron meterse.
_¿Cuándo se va?
_Al amanecer, lo más tarde.
_Bueno, quédese ... Para eso nos ha hecho Dios, para nos ayudemos
los unos a los otros, ¿verdad usted? La noche está como húmeda y
desamorada ...
Los Llanos dista una legua, o muy poco más, de Barco, pueblo desde
el que el vagabundo se va a meter en Gredos. Al amanecer, lo más
tarde, como había prometido, el vagabundo se desperezó y salió al
camino. Son bellas las amanecidas del Tormes, altas, rosadas, color
violeta, fresquitas, limpias, despejadoras, honestas.
El vagabundo, en el camino de Bohoyo, amigó con un pastor muchacho
que se entretenía en tirar lejos su cachava para que el perrillo se
la trajese.
_¡Hala, Morito!
Y
Morito,
tras,
tras, incansable, obediente, alegre, retozón, le traía el cayado
para que se lo volviese a lanzar.
_¡Hala, Morito!
El vagabundo suele tener buena mano para los perros
y
los gatos, los pájaros
y
los
grillos, los erizos, el galápago, la ardilla
y
demás
animales.
_Parece bueno, el perro ...
_Sí, señor, para lo ruin que es, no me salió malejo del todo.
Los pájaros mañaneros, los más pequeños
y
bullidores pájaros del día, silbaban, múltiples y enloquecidos, en
el firme castaño.
_Pero no me vale para el lobo, ya lo ve usted.
A las ovejas, como sin quererlo nadie, hay nombres que las
sobresaltan.
_Éste queda de carea, para las ovejas, ¿sabe usted?
_¡Claro!
El vagabundo recuerda que el diccionario pone: Carea. f. Sal.
Acción y efecto de carear, 3.a acep. El vagabundo, que lo tiene
por cierto, estimaría como más cierto y completo poner,
Salamanca, lo siguiente: Áv. después de la f. de femenino
y
antes de la Sal. de Acción
y
efecto de carear, 2.a acep.
El pastor habla un castellano eficaz, inmediato, ilustre. Las
gentes del Tormes traen sus palabras, sin rodeos ni peores atajos,
de los siglos
XV
y
XVI; quién sabe si aún de antes.
_Para el lobo necesito un perro más grande ...
_Claro.
_Un perro que aguante bien la carlanca ...
_Claro.
El lobo es uno de los azotes de Ávila. El lobo es una de las
maldiciones de Castilla, de Extremadura, de León, de Galicia, de
Asturias, de Navarra, de Aragón... En España hay, entre otras, tres
vergüenzas nacionales: el analfabetismo, los lobos y las Hurdes. El
vagabundo piensa que la única provincia española que sabe pelear con
el lobo es Santander, que tiene a sus alimañeros todo el año en el
monte.
_Con mi palo y un perro que tenga corazón, no hay lobo que se
arrime.
El lobo es fiera astuta, con la cabeza cruel y siempre acosada. El
lobo mata por matar y, una vez que hace sangre, sigue tirando
bocados a troche y moche hasta que lo ahuyentan, o lo desloman, o lo
tumban con una descarga de postas en la cabeza o debajo del codillo.
_Lo que yo le digo es que con un buen mastín ...
El lobo no suele fajarse con el hombre más que si viene con las
ayunas muy duras. Por estas peñas y por estas gargantas se dice que
el hombre, si sabe guardar la calma, puede sujetar al lobo con la
palabra dura, bien dicha, sin temblor, a condición de que no intente
entrar en poblado o en tierra pinariega.
_A un soldado de Navalperal, que venía de permiso, se lo zamparon
los lobos, entero y verdadero; no dejaron más que las botas con el
pie dentro y la hebilla del cinto. La madre empezó a gritar y a
pegar voces; lleva ya más de dos años aullando como el lobo. Lo más
seguro es que se volviese loca, ¿verdad usted?
El lobo huye del fuego y del pinar. El lobo teme el quemarse vivo y
se cuida de la emboscada; por eso es difícil acorralarIe.
_El soldado era muy buen mozo; alto, así como usted, y más fuerte.
Se llamaba Nemesio González; yo lo conocí en su pueblo, en la posada
del tío Saturnino. Dicen que se alobó…
Las batidas suelen planearse mal, casi siempre se organizan para
que vengan los señoritos y corran la pólvora los amigos del
gobernador civil. Hace unos años trajeron unos fotógrafos y
operadores de cine y el lobo, que es más listo que ellos, ni se
asomó. En las batidas hay muchas escopetas, y más ojeadores de los
necesarios, y merienda para y tomar, y demasiado lujo, pero lo que
es lobos, no matan ninguno ni de milagro; a cambio, eso sí, suelen
dejar malherido a algún ojeador, a algún mozo de panilla y flor de
cantueso en la oreja, que quiso ganarse unos reales de plus. Al
tiempo de esa famosa batida que los papeles anunciaron a bombo y
platillo, el marqués de Villanueva de Valdueza y su hija María, a la
chita callando y sin pregonarlo, mataron cuatro lobos, ellos solos,
en su dehesa de ViIlagarcía.
_El que se aloba, ¡malo! [Como un hombre se alobe, ya puede rezar
lo que sepa! El Nemesio tenía novia, una moza de Matacabrones, allá
por Burgohondo; dicen que si la había preñado y que venía a casarse.
¡Vaya usted a saber! La moza, cuando se enteró de que a su galán se
lo había comido el lobo, se tiró por un barranco abajo. ¡Qué
cosas!
_¿Y también se la comió el lobo?
_No sé... , ¡lo más fácil!
El caminante, ni ve ni escucha al lobo. El caminante va silbando,
va tranquilo, por el senderillo. A lo mejor, el caminante piensa en
el fuego de su cocina, que arde entre dos piedras y no se apaga en
toda la noche. Se está a gusto sentado en el escabel, al lado del
fuego de la cocina, ya mortecino, pero aún calentador, descabezando
el último sueñecico de la madrugada, con el gato al lado y un
cuenco de leche tibia esperando. La noche está algo dura, pero el
caminante, la boina calada, las manos en los bolsillos, la bufanda
de tres vueltas guardándole el aliento, se defiende pisando, bien
pisado, el suelo. El caminante, ¿qué le ha sucedido?, de repente
tiene miedo. El caminante ni ve ni escucha al lobo.
El caminante nota que un tiritón le corre por el espaldar. El
caminante alerta la vista y aguza el oído. No; el caminante ni ve ni
escucha al lobo. Al caminante la frente le suda frío, las carnes le
tiemblan, el cabello se le eriza, el corazón parece como
desbocársele. Al caminante le golpea la sangre en las sienes. El
caminante se vuelve
y
allí
está el lobo, con los ojos como carbunclos, la boca abierta
enseñando el colmillo poderoso, la lengua fuera, el pecho fuerte, el
espinazo hirsuto. El caminante se alobó.
_Un servidor piensa que es como para desorientarse; ¿verdad usted?,
y el que se desorienta... , ¡malol
Para el vagabundo, y para las gentes de Ávila de quienes lo
aprendió, esto de alobarse es como una inmediata adivinación del
lobo, algo así como saber al lobo con el alma antes de que con los
sentidos. Al alobado, le suele avisar el canguelo; en este
entendimiento lo decía el pastor muchacho del camino de Bohoyo.
_¡Pero con un buen mastín! Por aquí no hay buenos mastines; criar
un mastín, vale un riñón ... Eso es para ricos ...
El lobo ataca sin avisar a las mujeres y a los niños, se conoce que
prefiere ir más sobre seguro. A los hombres los aloba, antes.
Alobarse también puede ser encogérsele a uno el ombligo ante
el lobo, como al pajarito ante la serpiente.
El
caminante ve al lobo, que está sentado sobre los cuartos de atrás,
tan flamenco. El caminante, que tiene ya muchas noches de lobos en
la memoria, sabe que su papel es no dar la espalda.
_¡To, lobo! ¡To, lobito, lobo! ¡To, lobo!
El lobo lo deja pasar sin tocarle. El caminante confía en que la
palabra lo escude. A nadie se le ocurre pegarle un palo al lobo, de
buenas a primeras.
_¡To, lobo! ¡To, lobito, lobo!
El lobo comienza a seguir al caminante por veredas y prados, por
desgalgaderos y relejes y trochas. No caen cerca ni el poblado ni el
pinar, y el lobo, que es un buen táctico del monte y de la nava,
jamás ataca a destiempo. El caminante no vuelve la cabeza. El
caminante habla procurando templar la voz.
_¡To, lobo! ¡To, lobito!
El
lobo da una corta carrera _ ¡ay, el trote
lobero estremecedor!_ y pasa pegando al caminante; tan pegando que,
al pasar, le pega con el rabo, suave, suave, en las piernas.
El caminante fuerza por mantener la voluntad.
_¡To, lobo, to ... ! .
El lobo lo espera, veinte pasos más adelante, para repetir la
maniobra, dos, tres, cinco veces, las que haga falta; todo es
cuestión de paciencia. El caminante sabe que si aguanta hasta las
primeras luces del alba, está salvado; el lobo huye con el día.
_¡To, lobo ...
!
El caminante, a la segunda, a la tercera, a la quinta vez, ¿qué más
da, si todo es cuestión de paciencia?, siente flaquearlas piernas,
ve turbia la estrella que veía clara, nota un tembleque en la voz.
El caminante quema su último fervor, ya desesperado.
_¡To ...
!
El lobo vuelve a la carga, gruñendo raramente, extrañamente,
regocijadamente.
_¡Ab!
El caminante, con su postrer aliento, se derrumba. El caminante se
alobó. El lobo se echa sobre el caminante y
lo
mata
de un bocado en el cuello. Es muy rápido el lobo, muy limpio para
matar. El caminante, que sufrió con el alma mientras aún de pie y
caminando, agonizaba, casi ni nota dolor en el cuerpo, en el
instante de morir.
_¿Y si se sube a un árbol?
_No le da tiempo; si prueba a subirse a un árbol, como si intenta
guarecerse en las casas o en el pinatar, el lobo le presenta
batalla.
El chucho Morito, con las orejas enhiestas, no perdía
detalle.
Si viene de hambre o en compañía, el lobo también va a la guerra
con derechura y sin mayor cuidado ni preparación.
A Morito, como de San Roque, se le fue el hilo por
distraerse persiguiendo a la pintada mariposa.
Los animales no se aloban, sólo se aloba el hombre. La oveja se
entrega; se le vidrian los ojos, se le engrasa el hocico y se
entrega. La cabra huye por el monte arriba, a las peñas a las que
no llega el lobo. Las vacas forman un redondel, culo con culo, y
reciben al lobo a cornadas. Las yeguas también pintan la rueda, cara
con cara, y saludan al lobo a coces. Las vacas y las yeguas
guardan, con sus cuerpos y en medio del aro, al ternero y al
potrillo. El lobo brinca, para morder a las vacas en la ubre y a las
yeguas detrás de la oreja, donde nace la crin. El perro, pelea.
_Un buen mastín, o dos mastines medianos y bravetes, pueden dar
cuenta de un lobo.
Algunos hombres pudientes, serranos caballeros, aquellos que no
cruzan el monte a pie, suelen atar una soga al rabo del burro, una
cuerda a la cola de la mula, para que vaya arrastrando como la
bicha. Hay quien dice que la bicha le mete el resuello en el cuerpo
al lobo.
_El Morito, para lo ruin que es, no me salió malo del todo,
ya ve usted. Es noble, pero para el lobo no sirve.
Ávila es tierra de lobos. En el paisaje de Ávila _ en cualquier de
los cuatro paisajes de Ávila: el del cereal y el negrillo, el del
castaño y la pradera, el de los riscos nevados, el del olivo y la
vid y el limonero y el almendro; en la Moraña, en el Tormes y el
señorío de Valdecorneja, en Gredos
y
la Serrota, en la Vera y el Tiétar _ el desolado y hondo aullido
del lobo sirve de contrapunto al viento. El refrán dice que que el
lobo viejo, a la tarde aúlla. En el invierno de Ávila el
lobo
aúlla desde las cinco de la tarde hasta que el día, a trancas y
barrancas, se levanta.
_Arrestos, sí que tiene el Morito; pero le faltan fuerzas.
En la geografía de Ávila se escucha al lobo hasta nombrando pueblos
y lugarejos: el caserío de la Lobera, en Navaluenga; la finca de
Arrelobo, en Hoyocasero; el lugar de Navalmahillo _ nava del lobo_,
en Santiago del Collado; los ayuntamientos de Gimialcón, o fuente
lobera Maello, o perro de monte, Monsalupe, o monte de la loba.
A veces se cuentan cuentos de una loba tierna, de una loba romana,
que guarda niños en la noche para que no se hielen.
_Por aquí anduvo una loba cana que se pasó toda una noche dando
calor a un muchachito perdido en la nieve. Era una loba grande, una
loba que pesó cinco arrobas.
Por una loba dan cuatrocientos cincuenta duros; se lleva al
ayuntamiento, el aguacil le corta el rabo para que no la presenten
dos veces, el secretario escribe a Ávila y al cazador le dan
cuatrocientos cincuenta duros de premio.
_No está mal, ¿verdad usted?
_Nada mal.
Por un lobo pagan trescientos duros. Los lobeznos no valen más que
sesenta duros cada uno.
_Tampoco está mal.
_Tampoco; no, señor. ¡Quién se topase una camada!
_¡Hombre, sí, aún teníamos para unos vasos!
_Ya, ya ... ¡Y para hinchamos de jamón ... ! ¡Y hasta para ir a
Ávila...!
Al pastor, con el recuento de tanta hartura, y de tal felicidad, se
le puso la carita iluminada y tersa; pícara y hasta cachonda.
_¡Quién los cogiera!
El vagabundo, que vive de esperanzas propias y ajenas caridades,
sacó la petaca que no quiso regalar al tonto de Piedrahita. En el
Barco de Ávila y en día de mercado, quien no engorda su petaca hasta
reventar es porque es haragán y medio lelo o dengue y aprensivo.
_¿Liamos un pito?
_Bueno ...
Sabe bien el tabaco en el monte, cuando las carnes están
descansadas y tranquilo el ánimo; cuando en el quieto aire resuena
el amargo cencerrillo del adalid capón, el balido sin respuesta de
la artuña, el terne soplar del maroto; cuando el tiempo se brinda
fresquito y algo húmedo; cuando ya por manga de la conciencia se han
ido escapando, poco a, los pecados de la ciudad.
El vagabundo, que se encuentra a gusto ,donde está, conversando
deleitosamente de lobos y de perros con un pastor del que ni el
nombre sabe, tiene que hacer un esfuerzo para arrancar.
_Me voy.
El pastor lo miró sin entusiasmo. El pastor tenía los ojos pardos y
sosegados.
_Vaya usted con Dios.
El pastor tenía la mano pequeña y dura.
_Y
si nos vemos ...
_No es fácil, pero, si nos vemos..;
_Ya seremos amigos, ¿verdad usted?
_Sí, eso, ya seremos amigos.
Mientras el vagabundo, desmadejadamente y sin mayor voluntad,
orientó sus andares hacia Bohoyo, el pastor se quedó acariciando el
gozquecillo Morito, el perro a quien Díos libre del lobo.
Amén.
PULSA
AQUÍ
PARA LEER TEXTOS DE VIAJES Y COSTUMBRES |