Cristina Morano

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Las piernass de Dafne

Narración de una sala sin asientos

Lavabos de señoras

S/T

Las piernas de Dafne

Atravesé la inundación
con el agua porla cintura
para volver a casa:
había granizo en las aceras,
el viento había tirado ramas
cornisas, anuncios de los escaparates.
Pegados a mis piernas
aparecieron hojas, tallos, papelitos,
florecillas tardías del otoño;
como si la tormenta
hubiera querido hacer
árboles de mí
o un dios se hubiera
olvidado a medias del prodigio

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Narración en una sala sin asientos

I

Y ahora el juez

visiblemente encantado de no ser la víctima,

me pide que relate aquellos hechos.

Le había imaginado en muchas callejuelas

en las noches que acaban sin zapatos

bailando sobre la mesa

de las cafeterías. No esperaba

que entre las sombras de mi puerta,

violentara igualmente el cuerpo

y la casa que le acogían.

No se puede vencer

a lo que ni siquiera se concibe,

probablemente la cara más real

de este montaje que me considera

mitad objeto, mitad animal todavía,

y acude con máquina de escribir

y cámaras y público

a mi gesto de socorro.

Ese mismo día acabé en comisaría,

relatando todo de nuevo

en una sala sin asientos.

Luego vinieron los abogados

y por último, los jueces,

los bellísimos salones de terciopelo verde

que guardan a los jueces;

la tallada madera que soporta

sus utensilios míticos:

la balanza, el plateado puñal,

el mazo, de los que esperamos

algo así como una respuesta,

porque hemos investido este lugar

de potestad sobre nosotros

y el mutuo acuerdo entre los hombres

es otra forma de lo sacro.

Aquí fue la vergüenza

el despojamiento de todo lo que creía,

porque todo lo que vale una mujer

quedó fijado antes de su nacimiento,

hace muchos siglos,

y no sirven contra ello la voz,

los documentos, la lucha…

No ante el Conocedor de Lo Que Valgo,

el cual, feliz desde su mesa,

ordena a su secretaria

la importancia de anotar

que la denunciante vive sola,

es soltera y acostumbra, señorita,

a dormir sin ropa los veranos.

La tinta y el papel se pudren,

la habitación hiede a calamares muertos,

señoría.

Y el agresor detrás,

siempre mirando al suelo,

siempre las manos juntas,

vestido con un increíble traje azul marino,

como un hombre normal.

Todo para nada

toda esta humillación,

esta fisiología en primer plano,

no sirve más que para el lucimiento

de los zapatos italianos,

los maquillajes franceses

y las corbatas de seda

sobre la seda de las togas.

Lucen sus galas en esta caza costosísima,

después redactan su sentencia.

Yo no sé lo que me corresponde de este mundo,

pero sí sé que jamás

volveré a reclamarles parte alguna

en sus juegos.

II

Hay algo peor todavía,

algo más que la escenificación

en propio cuerpo de los tópicos

leídos en diarios y revistas,

peor que la corta lucha,

peor que los tribunales.

Es el porqué

–el no saber por qué–,

en un hombre está tan lejos

la conciencia de su sexo,

como si de un castrado

en cierto modo se tratase.

 

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Lavabos de señoras

Se reúnen las esposas en el aseo.

Una de ellas me acuna

en su hombro, soy un bebé

llorando para ella.

Nos ha pasado a todas, me dice,

y se vuelve y se lava

sus propias heridas.

Afuera, en el hotel, los hombres

celebran

algo, aplauden al cantaor,

canallean el pasillo en busca de bebida;

saben a salvo su secreto,

quizás hasta ahora mismo.

 

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S/T

(Para Héctor Castilla)

Pequeños aleteos en la memoria:
un colchón mojado de sudor,
un amanecer lluvioso,
una cinta de rayas para el pelo,
ginebra azul con un toque de limón
y el presentimiento de que esta vez
no seríamos mezquinos.

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