Atravesé la inundación PULSA AQUÍ PARA LEER POEMAS DE TEMA MÍTICO |
Narración en una sala sin asientos Y ahora el juez visiblemente encantado de no ser la víctima, me pide que relate aquellos hechos. Le había imaginado en muchas callejuelas en las noches que acaban sin zapatos bailando sobre la mesa de las cafeterías. No esperaba que entre las sombras de mi puerta, violentara igualmente el cuerpo y la casa que le acogían. No se puede vencer a lo que ni siquiera se concibe, probablemente la cara más real de este montaje que me considera mitad objeto, mitad animal todavía, y acude con máquina de escribir y cámaras y público a mi gesto de socorro. Ese mismo día acabé en comisaría, relatando todo de nuevo en una sala sin asientos. Luego vinieron los abogados y por último, los jueces, los bellísimos salones de terciopelo verde que guardan a los jueces; la tallada madera que soporta sus utensilios míticos: la balanza, el plateado puñal, el mazo, de los que esperamos algo así como una respuesta, porque hemos investido este lugar de potestad sobre nosotros y el mutuo acuerdo entre los hombres es otra forma de lo sacro. Aquí fue la vergüenza el despojamiento de todo lo que creía, porque todo lo que vale una mujer quedó fijado antes de su nacimiento, hace muchos siglos, y no sirven contra ello la voz, los documentos, la lucha… No ante el Conocedor de Lo Que Valgo, el cual, feliz desde su mesa, ordena a su secretaria la importancia de anotar que la denunciante vive sola, es soltera y acostumbra, señorita, a dormir sin ropa los veranos. La tinta y el papel se pudren, la habitación hiede a calamares muertos, señoría. Y el agresor detrás, siempre mirando al suelo, siempre las manos juntas, vestido con un increíble traje azul marino, como un hombre normal. Todo para nada toda esta humillación, esta fisiología en primer plano, no sirve más que para el lucimiento de los zapatos italianos, los maquillajes franceses y las corbatas de seda sobre la seda de las togas. Lucen sus galas en esta caza costosísima, después redactan su sentencia. Yo no sé lo que me corresponde de este mundo, pero sí sé que jamás volveré a reclamarles parte alguna en sus juegos. II Hay algo peor todavía, algo más que la escenificación en propio cuerpo de los tópicos leídos en diarios y revistas, peor que la corta lucha, peor que los tribunales. Es el porqué –el no saber por qué–, en un hombre está tan lejos la conciencia de su sexo, como si de un castrado en cierto modo se tratase.
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Se reúnen las esposas en el aseo. Una de ellas me acuna en su hombro, soy un bebé llorando para ella. Nos ha pasado a todas, me dice, y se vuelve y se lava sus propias heridas. Afuera, en el hotel, los hombres celebran algo, aplauden al cantaor, canallean el pasillo en busca de bebida; saben a salvo su secreto, quizás hasta ahora mismo.
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(Para Héctor Castilla)
Pequeños aleteos en la memoria: |