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Daniel Moyano

Mi tío sonreía en Navidad

La puerta

Hombre junto al muelle

MI TÍO SONREÍA EN NAVIDAD

Q

ué pasa, decía siempre mi tío ante alguna situación que podía alterar el transcurrir de aquellos días idénticos, y la respuesta, de mi tía o de alguno de nosotros, era una serie de palabras fluctuantes que no aclaraban nada y más bien parecían prolongar el hecho. Entonces él replicaba con un gesto de su cara, generalmente oblicuo, como si con eso aceptase la irrupción de un nuevo suceso en su vida resignada de antemano.
      Las cosas que pasaban, relacionadas a veces con sus muchos hijos, rozaban siempre la integridad física, procuraban alterar la vida, caían de las nubes, reptaban en los zanjones, bordeaban la muerte en sus variadas correspondencias. Y como las cosas nunca llegaban a ese extremo, él podía decir qué pasa, no como pregunta, sino como resignación.
      Siempre que despertaba de su breve siesta para volver a la fábrica de cemento tenía que decir qué pasa. Cuando se adormilaba, después de comer, posando su figura inclinada sobre una mesa punitoria, los niños se iban hacia la siesta de los baldíos próximos, donde existían las caídas y las mutilaciones. De noche, en cambio, cuando ellos dormían desparramados en la única cama, eran los propios territorios de los baldíos los que acudían por sí mismos a los cuerpos de los niños, en la súbita fiebre, en el paso acelerado de los más grandes procurando auxilio en la noche para buscar ayuda ante hechos que arrancaban un nuevo qué pasa a mi tío, de esos que nunca tuvieron respuesta o explicación. Porque nosotros nunca entendimos ni supimos nada por aquellos años: para qué estaba la fábrica, por qué había peleas al repartir la comida, por qué mi tía lloraba encerrada en su pieza.
      Él fue siempre grande y viejo. Tomaba mate acostado, en la mañana oscura y en la siesta, antes de que sonara la sirena de la fábrica. Sostenía el mate penosamente; sus dedos, gordos de cemento y muy cuarteados, no le permitían formar la curva necesaria para asirlo normalmente. Lo sostenía como se podría sostener una lastimadura, si ello es posible. Después se iba a hombrear bolsas en los patios hectáreas de la fábrica sin decir hasta luego ni hola al regresar, siempre con esa mirada oblicua cuando trataba de entender las cosas y ese paso inclinado cuando regresaba, siempre con la única expresión verbal monótona que lo salvaba del silencio.
      Sin embargo, hubo una variante, al menos en el tono de su voz, que una vez observó mi tía. Fue cuando los doctores y las enfermeras le salvaron uno de los hijos agitando guardapolvos y algodones blancos, jeringas transparentes, pares de botellitas y automóviles que partían apurados. Él no pudo ir al hospital porque la sirena estaba por sonar, y esa tarde, cuando volvimos, nos preguntó qué pasa de una manera distinta que no entendimos porque estábamos apurados, pero mi tía dijo más tarde: ¿Vieron que el tío está cada día más ronco?
      Ella parecía amarlo, aunque nunca mereciese una respuesta de él cuando le preguntaba algo. Lo acompañaba todas las mañanas hasta la puerta, y allí lo esperaba cuando regresaba. Entonces él solía mirarla rápidamente mientras ubicaba su cuerpo en el espacio de la puerta que ella dejaba libre para que entrara. Entendí eso de la ronquera años después, cuando aumentó. Era el polvo del cemento que tragaba en la fábrica, que le iba deformando la voz, y así parecía que decía las palabras con una garganta al aire libre, como tomaba el mate con las manos suicidantes.
      El cuerpo se le fue yendo poco a poco en la fábrica, aunque no las partes fundamentales. Finalmente la fábrica nos lo devolvió y él quedó caminando todavía, aunque muy vulnerado. Caminaba inclinado en círculos interminables, en el fondo de la casa, como si estuviese postrado. Y como entonces las cosas se pusieron más ariscas para nosotros, él tuvo que repetir muchas veces su expresión única indagatoria ante el ruido estéril de las tapas de las ollas mecidas por el viento, la cesación del azúcar, la periodicidad de la leche, antes cotidiana; también ante los en_cierros repentinos de mi tía en su pieza, donde algún bicho dañino le picaba los ojos hasta abultárselos y crisparle las manos, que se tomaban entre sí como queriendo decir algo. Hubo nuevos revuelos de ropa tan blanca, automóviles furtivos y noches de mirarse las caras levantados. Pero todo anduvo bien porque los años evidentemente pasaron, y con ellos la imprescindibilidad de la leche y aun de mi propio tío, que tuvo que entregar finalmente los órganos que le había dejado la fábrica.
     Mi tía de noche teje para afuera, porque algunos de los chicos no crecieron todavía lo suficiente. En esta ciudad, donde nunca hay viento, cualquier ruido nocturno la altera. Las pocas veces que sopla una brisa refrescante ella alza los ojos, me mira y pregunta: ¿qué pasa?
      No respondo. Ella entonces vuelve a contarme, como si yo no lo supiera, cómo era el tío. Era bueno, dice; y una vez sonrió, lo puedo asegurar. Era un día de fiesta. Creo que Navidad. Ustedes dormían en el patio y nosotros estábamos despiertos todavía, tomando clericó. El se puso a contarlos uno por uno, señalándolos con un dedo, y dijo que después de todo estaban casi criados, que después de todo estaban todos vivos. Yo le vi la cara. Fue una sonrisa muy corta, pero una verdadera sonrisa. Y qué hermoso, Dios mío, parecía tu tío aquella noche.

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LA PUERTA

C

uando llegó a la casa de sus tíos lo único que tenía, además de la ropa que tenía puesta y algunos libros viejos, era un cofre de madera tallado a mano, de escaso valor real (diez o veinte pesos, según le habían dicho), pero de un incalculable valor ritual para él porque ese cofre era lo único que conservaba de una edad más dichosa.
      Sus tíos eran muy pobres y tenían muchos hijos y lo había adoptado a él como si verdaderamente hubieran sido capaces de mantenerlo. La casa le pareció inmediatamente un lugar de castigo. Sus primos, unos niños rubios y blanquísimos, pero sucios y harapientos, lo miraron como un objeto extraño. Su tío no era argentino pero hablaba bastante bien el idioma del país, salvo cundo blasfemaba. Él entonces sólo tenía trece años y ahora contaba diecisiete, cuando ya podía darse cuenta de que no estaba en el infierno. Los chicos que, cuando llegó, lo miraban como un objeto extraño, eran ahora muchachos de trece y catorce años; pero el infierno no se había movido ni los niños habían crecido porque el clima primordial subsistía en el vientre de su tía, que dando a luz todos los años se marchitaba como una esponja.
      Nada había variado, pues, ni las blasfemias de su tío dichas en un dialecto traído del otro lado del mar, pero que él entendía perfectamente y a través de las cuales captaba la intensidad de la ira que las producía. Su tío poseía una para cada grado de ira, y quizá tuviese otras en reserva, que jamás había dicho, para ciertos instantes de horror y paroxismo. Ahora que tenía diecisiete y sabía que estaba en el infierno, pensaba que el dios que insultaba su tío no era quizás aquel dios de quien él poseía un vago recuerdo, sino, como el dialecto en que era vulnerado, un dios traído del otro lado del mar o quizás nacido allí mismo y acostumbrado al dolor y a la miseria. El infierno descubierto en la infancia había crecido con él, se había multiplicado en el vientre de su tía.
      En el barrio de la pequeña ciudad a él lo conocían todos por Capozzo, el apellido de su tío, aunque él se llamase Peralta, salvo Teresa, la muchacha de la casa vecina, a quien miraba pasar como algo inalcanzable, blanca y altísima bajo el pelo negro. Había hablado muy pocas veces con ella . ¿Cómo atreverse a hablar con el ángel siendo un condenado? Muchas veces se había detenido para mirar la puerta alta y dorada, tan inaccesible como la propia teresa, y el hermoso bacón con flores, y justificaba que ella pasara las más de las veces sin mirarlo y que sólo de vez en cuando lo llamara para preguntarle algo sin importancia. Pero lo llamaba por su verdadero nombre y él sentía entonces que ella lo rescataba, que lo sacaba del infierno, aunque por eso mismo se volviese más inalcanzable. Él respondía solamente con las palabras justas que requería la pregunta, y jamás se hubiera animado a pronunciar otras que no significasen masa más que una respuesta estricta. Y vislumbraba, desde cualquier parte del infierno que el amor y los afectos eran cosas muy puras, pero pertenecían a los seres humanos, eran como un agua violada que se escondía en los ojos y en lo alto de su cabello. Los hombres representaban mediocremente todo lo realmente puro del mundo, lo adaptaban a sus almas entristecidas y sólo daban aspectos mutilados de algo que sin duda era muy hermoso.
      Las piezas que constituían la casa de los Capozzo daban todas a la calle, unidas por una galería, de modo que un espectador podía desde la calle ver entrar y salir a los demonios, de una habitación a la otra, a pesar de la enredadera que cubría la verja de alambre tejido durante el verano. Dos cuartos, hacia la derecha, servían de dormitorios a sus tíos y a los niños de sexo femenino; en el otro dormían el resto de la familia, grandes y chicos en dos camas enormes unidas como si fueran una sola. Él dormía en un cuarto más pequeño, donde guardaban también el carbón y la leña. Sobre la cabecera de su cama, en una repisa, estaba el cofre. Dentro del mismo guardaba algunas cartas, una ramita seca que le había dado Teresa y un certificado de estudios donde constaba que había aprobado el sexto grado de la escuela primaria, cosa que antes le había parecido un triunfo suyo digno de ser admirado pero que los años había menoscabado. Lo había guardado para mostrárselo a Teresa algún día, para que supiera que él era o tenía algo, pero ahora se burlaba de esa deseo diciéndose que ningún certificado le permitiría evadirse del infierno. En realidad lo guardaba porque creía que el papel, en cierto modo, pertenecía a Teresa; y en rigor tenía el mismo valor que la ramita seca, caída de las manos de Teresa en un noche recordable, y que él recogió del suelo como si se tratase de un hallazgo valioso.
      Durante los ocios que seguían a sus changas ocasionales, dibujaba. Lo hacía siempre. Cuando ganó el premio de dibujo en el concurso organizado por una entidad de turismo y fue a recibirlo, ante tanta gente, tuvo miedo. Vio que todos aplaudían, pero no a él, a Peralta, que también podía ser otra cosa que un maldito. Dijeron su nombre verdadero, pero ¿quién lo había oído? Quizás los que lo oyeron pensaron que se trataba de un error. Teresa no estuvo allí y nunca se entró probablemente, y decírselo ahora era como mostrarle el certificado que estaba en el cofre. Ya nadie se acordaba del concurso.
      Recordó que un día le había dado a un dibujo al hermano de Teresa, para que ella lo viese. Nunca pudo saber si ella lo vio. El hermano le pidió más dibujos durante mucho tiempo. Él trazaba paisajes y retratos procurando que de alguna manera se relacionasen con ella. Trataba de contarle todo lo que padecía y su esperanza de salvarse. Si Teresa los había visto, sin duda sabía muchas cosas de él y así por lo menos podía compadecerlo.
      En sus dibujos procuraba mostrar algunas cosas pero ocultaba otras. Las riñas entre sus tíos, por ejemplo, sobre todo a la hora de comer. Comían y reñían en la galería, sentados los que podían en la única mesa, que había que apoyar contra la pared porque estaba muy desvencijada. Los que no cabían comían sentados en el suelo, apoyados también contra la pared, cerca de la mesa. Él prefería esta última posición para ocultarse a los ojos de los que pasaban por la calle.
      Pero en realidad no hubiera necesitado ocultarse, porque Teresa, cuando pasaba, jamás miraba hacia la casa y parecía ignorarla totalmente. Era ya una mujer adulta, aunque tuviese su misma edad, y parecía cada día más inalcanzable. Por otra parte él había abandonado toda idea de salvación, cuya prefiguración era Teresa, sentía piedad por la miseria que lo rodeaba y de la que él formaba parte y pensaba que el infierno, en último término, era un lugar que los condenados amaban y ocultaban pacientemente. Pensaba que nunca podría abandonar esa casa porque lo mantenía allí una vocación de silencio y abandono, una fuerza tenaz que él mismo alimentaba.
      Cuando se suicidó la tía (una solución de cianuro que acabó con ella y con el vástago que como siempre llevaba en el vientre), el infierno pareció florecer, resplandecer en sus frutos para que todos, incluidos los indiferentes, pudiesen verlo. Ahora un espectador podía ver desde la calle una gran actividad en la casa, entrar y salir a los demonios de una pieza a la otra. Velaban a la tía en la habitación de la derecha. A él le parecía falso el hecho de que algunos que no fuesen ellos mismos estuvieran en la casa. Y advirtió que la gente no había ido por piedad o por cortesía o por seguir las costumbres sino para acabar un asombro. Se miraban entre ellos como entendiéndose secretamente, y luego callaban y alzaban los ojos hacia las gesticulaciones y blasfemias del tío, que se paseaba aparatosamente por toda la casa.
      Cuando apareció Teresa él estaba en cuclillas cerca de la pared. La vio y tuvo la sensación de que ella avanzaba y él retrocedía tratando de ocultar la miseria en la que vivía. Ella lo arrinconaba contra los muros grasientos, y sus ojos, extendiéndose, veían los aspectos más repugnantes de su vida. Y aunque él hubiese querido tapar la casa entera con su cuerpo, incluso el ataúd y la gente que había venido, habría sido imposible porque los ojos de Teresa estaba hechos para verlo todo y cubrían con sus globos ariscos hasta los últimos confines de la casa.
      "Lo siento mucho", dijo ella, entrando en la habitación en donde velaban a su tía, y él sintió que Teresa estaba viniendo para acabar con una lucha donde él había sido vencido.
      No respondió. Hubiera querido decir que la muerte de su tía no significaban nada para él, que como todo lo demás en aquel ámbito carecía de sentido; pero sintió que no era sólo la miseria lo que tenía que ocultar, no sólo el biombo sucio que lo separaba del carbón y de la leña, sino todo lo que Teresa ya no vería jamás, lo que había pasado ya y el hábito del infierno. Y quién sabe hasta qué punto la suya era una visita formal, por tratarse de una muerte (de lo contrario nunca hubiese ido a su casa), quién sabe hasta qué punto había venido para eso o para saber cómo vivía él, el hombre que se había atrevido a amarla, no porque se tratara de ella, que era una simple circunstancia, sino a amar a alguien. Imposible, pues, ocultar nada, aunque dispusiera de un enorme biombo que cubriera toda la casa.
      Pensó en el cofre labrado, no entrevisto por Teresa, fue hasta su cuarto y se echo en el catre. ¡Cuánto daría para que ella no hubiese entrado, para que no hubiese visto! Uno de los niños llegó entonces y le dijo que Teresa lo llamaba. En realidad eso creyó él, porque lo único que dijo el niño fue Teresa está aquí y se fue inmediatamente. Él antes de ver sintió la presencia de ella asomando la cabeza y parte del cuerpo por encima del biombo. Levantarse, mirar el cofre y caminar luego con ella por la galería era finalmente un solo acto inconsciente que nunca podría reconstruir. Dijo palabras tontas, ridículas, que sólo tenían sentido para él o para la Teresa que imaginaba, algo así como se equivocó de cuarto, el muerto está aquí, sintiendo que se arrepentía de decirlas mientras estaba diciéndolo.
      Cuando Teresa se fue, él sintió que no la había perdido a ella sino al ángel que había descendido desde su cabello. Él en cambio era lo absurdo, o en todo caso un demonio que cualquiera podía ver desde la calle, abriendo puertas, saliendo de un cuarto para entrar a otro sin poder ocultarse nunca totalmente.
      Pero después de todo la frase que le había dicho a ella no era tan ridícula, porque cuando se fueron todos los visitantes, que eran también como unos demonios acusadores, sintió que él también había muerto. La única diferencia entre la muerte de su tía y la suya era que él podía todavía palpar los muros envejecidos y oír bajo sus pies el crujido de los pisos de madera gastada. Teresa sabía todo de antemano y había ido para demostrárselo y advertirle que era infantil pensar en ella. Su vida había terminado allí, y un demonio como él no podía ir a ninguna parte, porque le costaba mucho demostrar que no lo era. Podía irse, sin duda, pero antes tenía que pensar en el modo de hacerlo para la suya no fuese una simple partida sino una fuga. Los demonios lo dejarían ir tranquilamente, hasta festejarían su ocurrencia , pero él quería fugarse, ser un elemento extraño a ellos que por fin se evade y consigue la libertad.
      En ese dilema estaba cuando un día oyó los gemidos. No les prestó atención, pero cuando advirtió que eran gritos de Teresa que venían desde su casa corrió velozmente y se detuvo ante la puerta, alta y dorada, hecha para que sólo Teresa entrase por ella. Los gritos habían cesado. Era mejor volverse. Además, creía que no debía cruzar esa puerta, ese paraíso que perdería para siempre. Los gritos volvieron ahora, más fuertes que antes. Tomó el picaporte: la puerta estaba con llave. Entonces arrojó varias veces su cuerpo contra ella, oyendo que los gritos crecían adentro. En ese instante hubiera querido estar encerrado en un lugar oscuro y desde allí oír los gritos de Teresa, pero no derribar aquella puerta, penetrar hacia un fondo del misterioso y ausente. Los tres niños lo habían seguido hasta allí y lo miraban. Les ordenó que se fueran, pero ellos fingieron no oírlo. Al fin la puerta cedió y una hoja cayó entre un estrépito de vidrios rotos. Miro y quedó inmóvil. Vio cuartos inmundos, enormes patios vacíos, separados por pequeñas balaustradas, llenos de basura. Corrió hacia adentro, hacia los gritos, alzó los ojos y vio un cielo distinto, pesante. Al llegar al último patio vio a Teresa con un impecable vestido blanco apenas manchado, peleando con su padre, borracho y su madre, una especie de bruja que nunca había visto, sentada en un sillón de paralíticos. Teresa, armada con un palo, hirió a su padre en la frente y éste cayó. Sin poder deshacerse todavía de sus primos, que lo seguían, acudió. Teresa lo miró entonces y con una voz extraña, prostituida, le dijo que ayudase, que no se quedara parado como un imbécil. Él fue hasta el grifo, bajo la mirada oblicua de la vieja, mojó su pañuelo y se inclinó a lavar al herido.
      Mientras lavaba la frente sangrienta que él advirtió súbitamente normal, pareciéndole falsa en cambio la que estaba acostumbrado a oírle. Ella lo miraba sin ningún temor y él bajaba los ojos sin atreverse a enfrentar su mirada, como si fuese él quien había mentido y fingido. Recordó que muchas veces, cuando era chico, el hermano de Teresa lo había invitado a entrar. Él era, pues, el único culpable. Ella jamás le había ocultado nada. Teresa seguía hablando familiarmente, como si ya fuesen marido y mujer. Miró a un costado y vio que varios de sus primos se familiarizaban con la casa e invadían todos los rincones. Les ordenó volverse. "¿Por qué? Ellos vienen siempre", dijo Teresa. De la frente del herido ya no manaba sangre, pero el hombre seguía inconsciente, quizás por el alcohol que había ingerido. Entonces él alzó los ojos y miró a Teresa y, farfullando algo, empezó a sonreír.

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HOMBRE JUNTO AL MUELLE

M

ar bastante gris, la mañana fría apenas amaneciendo, del hombre solo en el muelle se veían apenas las manos sosteniendo la caña de pescar y apenas bocetado su perfil como borrado por aires marinos. También apenas unos metros de hilo y el resto sumergido en un aire brumoso, imposible divisar la boya en el oleaje donde la mirada ausente del hombre de perfil quizás estuviese alzada hacia un improbable más allá buscando un horizonte de peces.
      Hombre, muelle y mar, todos solos, se habrían fijado así para siempre si el viento no hubiera movido de vez en cuando los extremos de su abrigo. El hombre quieto no parecía tener siquiera pensamientos por dentro, tallado en su propia carne junto al mar intallable. Reposaba en su postura como un resto que el otro oleaje de la ciudad hubiese depositado junto al mar, inutilizado ya por las oficinas y los ascensores, los relojes y los recuerdos.
      La ciudad le había dejado intacta una parte apta de su pensamiento, orientado hacia un solo camino que terminaba en la boya. Si pican, podré sentir el hilo tenso y comenzar a girar el carrete. Me gustan los peces pesados, me gusta sentir un peso del otro lado del hilo antes que el sol se levante y lleguen los turistas.
      Otro hombre apareció por un extremo del muelle. Lindo mar, pensaba, acá uno se siente realmente libre. Me gusta el mar, alguien con quien conversar y sentir el frío del alba en las orejas.
      El hombre de perfil atisbó al otro, que se había parado a su lado, justo cuando parecía que había picado algo. Si me quedo quieto sin mover un dedo, quizás no me hable, no me pregunte nada, no me recuerde nada. En todo caso puedo fingir que soy mudo y hacerle algunas señas, levantar el dedo pulgar para indicarle una primera imposibilidad grande de hablar, y luego con el índice apoyado en la palma de la otra mano decirle algo incomprensible que lo desaliente.
      Curioso, no quiere hablar, mira como si estuviese odiando el mar, tan hermoso, y si le digo lindo día será ridículo, si le pregunto si pican me odiará. Soy del norte, le digo, de una provincia montañosa, nunca había visto el mar, me gusta la gente también; entonces seguro él me dice caramba y lo lamento mucho, pero él ¿no ve que estoy pescando?
      Si me muevo un milímetro seguro me va a decir algo. Si fuera dueño del mar lo echaría de aquí, parece que algo está picando, mejor muevo la caña, aunque eso lo animará a hablar, puede preguntarme si pican, Dios mío, cuántas palabras estoy usando. Si giro de golpe y lo empujo se lo lleva el oleaje, un golpe y nada más, pero qué manera de pensar, qué bajo estás llegando, qué manera de pasar las vacaciones.
      El hombre de perfil enrolló rítmicamente el hilo, se alzó la boya y en la punta del anzuelo apareció un cangrejo chico, cuando lo tuvo en su mano lo sacó cuidadosamente para no lastimarlo demasiado con el anzuelo, después lo tiró al mar. Puso otra carnada y arrojó el anzuelo esperando resignado que el otro empezase a hablar. La claridad del sol invisible todavía volvió un poco más humano el perfil del pescador.
      No ha dicho una sola palabra desde que picó el cangrejo hasta que lo tiré. Eso está bien. Pero ya hablará. Debe tener una voz horrible. El año pasado fue lo mismo, un imbécil me preguntó por qué pescaba y luego tiraba los pescados. Como si uno pudiera andar llevando pescados en la mano para que le pregunten a uno todavía adónde los pescó. Aquél era un cretino, lo recuerdo, este otro tiene en cambio una cara de infeliz, una cara de descendiente de esos espantosos indios del norte.
      El hombre de pie se acercó más al pescador y se puso a mirar la boya. Buenos días amigo, dijo después arrepintiéndose, y cuando vio que el otro no le contestaba metió las manos en los bolsillos y siguió mirando la boya.
      Tendría que haberle contestado caramba, y decirle enseguida que se fuera. Habla cantando y cansado. Quién sabe de dónde es, con esa cara de noticias policiales. Si me dice lindo día le voy a contestar duro, juro que le voy a decir algo. Seguro que me va a decir entonces que es la primera vez que ve el mar. ¿Sabe?, dice el muy miserable, es la primera vez que veo el mar. Entonces le digo ahora lo tiene todo para usted solo para que no me pregunte qué pesco y por qué tiro los pescados. O capaz que me pregunta ¿pican?, y entonces le contesto, esta vez sí le contesto, le digo que qué le parece a él y si no tiene algo menos estúpido para decir. O mejor lo insulto directamente o le tapo la boca con el primer pescado que saque, le froto la boca con las escamas del pescado. Cómo me gustaría retorcerle las orejas en el momento en que me pregunte si soy de Buenos Aires, pero seguro me va a preguntar por qué tiro los pescados al mar. Dígame una cosa, le digo mirándolo de frente, ¿puedo o no puedo pescar? Él me dice que sí, naturalmente (odio esa palabra), por qué no voy a poder pescar, entonces yo le digo que eso estoy haciendo, estúpido le digo, ¿ya no se puede salir a pescar en este país? Capaz que entonces me dice que una prueba de que se puede pescar es que precisamente eso estoy haciendo, pero entonces le digo para qué diablos pregunta lo que está viendo, y él entonces sonríe, no tiene otra cosa que responder y por eso se ríe, y entonces me larga de golpe la pregunta por qué tiro los pescados al agua.
      La boya se hundió varias veces y el pescador, después de gozar la tensión del hilo y sentir por él el peso vivo en sus manos, comenzó a enrollar el carrete sintiendo que era feliz. Debajo del rojo vivo de la boya un pez del tamaño de un gato giraba en el aire buscando su propia turgencia hecha de escamas blancas y gotas de agua verdosa que volvían al océano, luego inició el camino ascendente hacia las manos del pescador. Este lo sacó cuidadosamente del anzuelo para no lastimarle la boca. Le hablaba al pez en voz baja, como para que el hombre que estaba a su lado no pudiese oírlo. Lamento tener que lastimarle la boca, pescadito, pero esto es necesario, ¿eh? No, eso es imposible porque usted es un pez y yo, en cambio, soy un hombre, especialmente del otro lado del anzuelo. ¿Puede ver la diferencia? Vamos, no tantos coletazos, eso hará que se le agoten más pronto las reservas. ¿Sabe lo que hago yo con pescados como usted? ¿No lo sabe? Esto. Y que no lo vuelva a ver por mi anzuelo.
      El pez vibró unos instantes en el aire y cayó al agua. El hombre preparó otra vez la carnada, arrojó el anzuelo y siguió mirando la boya, con la mente bastante en blanco, satisfecho, sonriente, casi feliz.
      El otro hombre también miraba la boya. Es curioso que tire los pescados al agua. El cangrejo, vaya y pase; pero éste era un hermoso pescado. Me gusta el mar, me gusta ver un hombre pescando en la orilla. Nunca había visto un hombre tirando los pescados al agua. Él debe ser muy feliz con eso. Me gustaría hablar con él, preguntarle por ejemplo por qué lo hace, pero más bien parece sordo o está muy nervioso. Debe ser de esas personas que les gusta estar a solas.
      ¿Y ahora qué me va a preguntar? ¿No tengo derecho a sacar un pescado y tirarlo al agua? ¿Ni siguiera eso está permitido en este país? Pasado mañana vuelvo a la ciudad, ¿entiende? Me quedan dos días para pescar, y después tendré que volver a resolver problemas. Porque yo tengo problemas, ¿no es así? Entonces él me dice que lo sorprende que yo saque pescados para tirarlos, y yo dejo la caña en el suelo y me paro frente a él y lo sacudo para poner de una vez las cosas en su lugar. Entendámonos de una vez, le digo. ¿Con qué derecho me pregunta por qué los tiro al agua? Porque acá no se trata del derecho que tengo para hacerlo sino del derecho que no tiene usted para preguntarlo. ¿Para qué quiere romperme el juego? ¿No se da cuenta de que si le contesto algo se me rompe el juego? Me costó años aprenderlo, con él me salvé del aburrimiento, porque lo único que puede hacer uno cuando no tiene que resolver problemas es aburrirse. Yo no me aburro, ¿entiende? Soy feliz, ¿lo sabía? Completamente feliz. Entonces él me atormenta con los pero, aunque, sin embargo, y entonces ya no habrá paz, no me podré controlar, vendrá la desesperación y me pondré a llorar, cómo sé eso, y él para colmo me tendrá lástima, me rebajará hasta su lástima, me palmeará el hombro con sus inmundas manos diciéndome que no es para tanto, y ya no podré volver en la mañana húmeda y sola, solo, todo el mar para mí antes del sol y los turistas, sus pelotas, sus sombreros, sus radios y sus perros.
      Se le habían turbado los ojos en lágrimas, no veía la boya medio hundida por un enorme pez prendido, no sentía su peso, y cuando giró el perfil para buscar la insoportable piedad del hombre, éste había desaparecido, aunque se veía todavía una parte de su abrigo oscuro en la otra punta del muelle.
(1989)

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