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David Viñas

La señora muerta

Los dueños de la tierra

                                                                                                   La señora muerta

      _No me gusta el olor de la goma quemada _fue lo primero que dijo esa mujer. Moure la miró un rato antes de contestar, pero no como la había estado observando hasta ese momento, desde que la descubrió en la cola apoyada a medias contra la pared, con un gesto resignado e insolente a la vez. "Levante", se dijo. "Levante seguro", y le sonrió:
      _No es goma lo que están quemando.
      _Ah, ¿no? _esa mujer lo miraba con desconfianza_ ¿Qué es entonces?
      _Inmundicias _murmuró Moure con malestar.
      _¿Y de quién?
      _De todos... de todos los de la cola. Hace dos días que vienen haciendo lo mismo.
      Desde atrás, los que estaban en medio de la penumbra que flotaba sobre la calle, los empujaron para que avanzaran: ella se dio vuelta, apenas molesta de que la tocaran o de que le arrugaran el vestido, murmuró. Ya va, ya me di cuenta, qué tanto, y avanzó unos pasos ceremoniosamente. Se había apoyado contra la chapa de un hotel y se miraba en el reflejo: era un enorme cuadrado de bronce y Maure advirtió que se palpaba los labios.
      _¿Le duelen? _se le acercó.
      _No. Estoy despintada.
      Y esa mujer seguía mirándose aunque esa chapa la reflejase deformada, con una boca más ancha y unos ojos estirados.
      _Usted no tiene esa boca _señaló Moure.
      Ella abrió y cerró la boca varias veces, como si estuviera en un parque de diversiones, con la desconfianza de un chico o de un provinciano:
      _Sí, tengo una boca de muñeco _se juzgó con aire despreciativo.
      _No, no... _protestó Moure.
      _Pero me gusta tener una boca así.
      Unos metros más adelante se fue levantando un murmullo que aumentó la densidad y se prolongó un rato, como un moscardoneo. "No me puede fallar", se propuso Moure. Una mujer con la cabeza cubierta con una pañoleta se le arrodilló delante, agachada la frente y parecía rezongar con una confusa irritación mientras se frotaba las manos; cuando la fila avanzó de nuevo, la mujer se fue arrastrando sobre las rodillas sin dejar de gangosear eso que decía, sin dejar de frotarse las manos.
      _Rezan, ¿no?
      _Sí _dijo Moure.
      _Ah... _ella se persignó y lo hizo con torpeza, velozmente; parecía alarmada y miró ese cielo bajo como si hubiera escuchado el ruido de un avión y tratara de localizarlo. Pero el cielo estaba negro y no se veía nada. Después se tranquilizó, lo miró a Moure, se sonrió a medias, agradecida de algo y apoyó la cabeza contra la chapa del hotel.
      _¿Está cansada? _la sostuvo Moure mientras se repetía "No me falla; no me puede fallar". Al fin de cuentas, él había ido a la cola para eso.
      Pero ella balanceaba la cabeza: eso no quería decir ni que sí ni que no, solamente que no estaba segura.          ¿Quiere irse?
      _Cuando me sienta bien cansada. Moure le oprimió el brazo.
      _Pero mire que tenemos para rato. Ella frunció las cejas:
      _¿Lo dice en serio?
      _Yo siempre hablo en serio.
      _¿Y cuánto dice que falta?
      Moure miró hacia adelante y calculó dos cuadras, tres, una mancha larga que se estremecía en medio de la penumbra, los de atrás que volvieron a empujar con una pesadez insistente, la mujer de la pañoleta que seguía murmurando algo que no se entendía muy bien, ahí arrodillada, un soldado con una olla humeante que brilló bajo el farol:
      _Unas tres horas dijo.
      _¿Tanto?
      Moure presintió que a ella no le interesaba mucho lo que había preguntado, ni le interesaban las palabras que había usado, ni ninguna palabra:

      _Y, hay mucha gente _reflexionó. _A la gente le gusta.
      _¿Estar en la cola?
      _Sí _dijo ella con desgano_. Le gusta esperar algo, cualquier cosa...
      La mujer arrodillada por momentos parecía irritarse con lo que rezaba, cabeceaba y fruncía la frente. "Esta noche no puede fallarme", seguía pensando Moure. Y toda esa fila avanzaba muy lentamente, mucho más despacio que en una procesión. Moure calculó: allá adelante estarían por cruzar un puente, se le habrían roto las ruedas a un carro o el caballo se habría muerto en medio de la calle. Algo así pasaría. "Seguro". Y había tan poca luz con esos trapos negros que envolvían los faroles y todo era tan borroso.
      _¿Me permite? _ella se le apoyó bruscamente en un brazo se descalzó, primero un pie, después el otro y se los sobó con unos quejiditos de satisfacción. Pero cuando estaba en eso, volvieron a empujarla para que avanzase y ella repitió:

       _Ya está, ya va, no ven lo que estoy haciendo. Me van a pisar, tengo los pies desnudos... La mujer de la pañoleta levantó un momento la cabeza, verificó quién había dicho eso y siguió con su rezo.
      _¿Un poco de sopa? _ofreció Moure.
      _No _ella todavía estaba con los pies desnudos y pugnaba por mantener el equilibrio y calzarse_ Me aburre la sopa.
      _¿Ni un poco?
      _No.
      Moure señaló:
      _Pero mire que le están ofreciendo...
      Un soldado le había tendido una taza pero tuvo que recogerla; tenía una cara adormecida y se esforzaba por sonreírse: la contempló a esa mujer, intentó sonreírse con más convicción y lo único que logró fue un parpadeo, entonces la miró humildemente pero ella había hundido las manos en los bolsillos y sacudía los hombros:
      _Me aburre la sopa _repetía_. De chica, me la hacían tragar: de arvejas, de sémola, de verduras, era un asco.
Moure sacó un cigarrillo y lo golpeó muchas veces antes de encenderlo. "Papa comida", se felicitó. Estaban muy cerca de uno de esos montones de basura que habían quemado y que soltaban un calor denso, incómodo y un poco tembloroso; algunas personas salían de la fila, se acercaban, la cara y el pecho se les enrojecían y se quedaban un rato frotándose las manos como si estuvieran redondeando algo entre las palmas, un poco de harina o de barro. Después volvían a la fila y les susurraban a los que tenían al lado vayan, vayan; no les dicen nada. Moure la codeó a esa mujer y señaló: otro se despegaba de la fila con una carrerita parecida, casi avergonzado, casi alegre.
      _¿Fuma? _preguntó Moure.
      Ella miró a los costados, atentamente, después un poco a la mujer que seguía arrodillada y rezongando:
      _¿Aquí?... _y no sacó las manos de los bolsillos.
      Moure encendió el cigarrillo y largó unas bocanadas para que ella oliera: eso era bueno, caliente y llenaba la boca y el pecho. "Esto marcha solo", se alegró. Ella le miraba la mano, sin indiferencia y de vez en cuando le espiaba los labios y la nariz se le hinchaba como si le costara respirar o como si todavía le molestara ese olor que había creído era de goma quemada.
      _¿A usted le gustaba? _dijo de pronto.
      Moure se sobresaltó pero largó una lenta bocanada: _¿Quién?
      _La Señora... ¿Quién va a ser si no?
      Moure tomó el cigarrillo entre las dos manos, lo acható y arrancó una hebra con la misma cautela con que se hubiera cortado una cutícula; después levantó la vista y la miró a esa mujer: era joven, tendría unos veinticinco, no mucho más. "Si me la pierdo soy un...". Pero no se la iba a perder. Los de atrás empujaban, ésos no respetaban nada, no se dio por enterado y siguió mirándola: el cuello, ese pecho tan abierto, el vientre y la deseó bastante. Por fin dijo:

      _Era joven...
      _¿Usted cree que la podremos ver?
      _Y, no sé. Habrá que esperar.
      _Dicen que está muy linda.
      _¿Sí?
      _La embalsamaron. Por eso.
      Había quedado un espacio entre ellos dos y la mujer arrodillada.
      _Hay que correrse _dijo ella como si se tratara de algo inevitable.
      _Sí _advirtió Moure_. Sí.
      Y se quedaron mirando vagamente hacia adelante: la mujer de la pañoleta se puso de pie y estuvo un buen rato observándose y tocándose las rodillas, un chico empezó a llorar y una mujer deslizó una mancha blanca sobre su mano y ahí la sostuvo y de nuevo pasaron los soldados, ésta vez ofreciendo café, sin saltearse a nadie, desapasionadamente. Ella murmuró algo y Moure le escrutó la cara para ver qué quería. No. Me estaba acordando de algo. Nada más, dijo ella sin sacar las manos de los bolsillos; Moure advirtió que era de piel el sacón que tenía porque lo rozaba contra el dorso de la mano y pensó que le hubiera gustado acariciarlo con los dedos, con el pulgar sobre todo, pero no se animó.
      _¿Vio? _era ella que señalaba con el mentón desganadamente.
      Moure volvió la cabeza y vio a un hombre que orinaba al borde de la vereda y se sintió irritado, justamente irritado, porque ése podría haber ido a otro lugar o se hubiese aguantado o, en último caso, no se hubiera puesto en la fila, entre tantas mujeres, porque esas cosas siempre pasan y uno debe saber lo que se puede aguantar.
      _Está mal, ¿no? _murmuró.
      Pero ella se había apoyado contra una vidriera y bostezaba, olvidada de sus pies y de ese hombre que orinaba, y lo hizo varias veces, porque no fue un solo bostezo prolongado sino una serie de tres o cuatro que la obligaron a fruncir la nariz y a secarse unas lágrimas con la punta del pañuelo.
      _¿Tiene sueño?
      Ella negó sin dejar de bostezar:

      _Hambre tengo.
      _¿Quiere... ?
      _Sí.
      Y fue ella misma quien lo tomó del brazo y la que dijo que subiera a un auto y fueran primero a cualquier lugar. Algo cerca, fue lo único que exigió y no perentoriamente, sino como si recordara algún requisito o alguna ventaja. Se arrinconó a su lado en el auto y contemplaba sin ningún asombro las piernas de los que iban en las plataformas de los tranvías iluminados, a uno que llevaba sandalias, a los que la miraban largamente sin atreverse a sonreírse pero con muchas ganas de hacerlo cada vez que el auto se detenía en cualquier bocacalle. Cuándo un marinero se inclinó un poco para verla mejor, ella golpeó con la mano en el vidrio. A ése lo espanté, suspiró. Y usaba un perfume de malva, un perfume de vieja o de casa con pisos de madera. ¿Y cuánto querés? Lo que vos quieras y el auto siguió corriendo. Moure se sintió agradecido, entusiasmado y le pasó el brazo sobre los hombros. Cerca, ¿no?, volvió a preguntar ella y Moure sacudió la cabeza. Esa cola, la gente que esperaba con tanta indiferencia, amontonados, pasivos, la calle en tinieblas, él había esperado demasiado. Era lento y lo sabía, pero tampoco se podía atropellar. Pero ya estaba. Y solo, esas cosas se hacen solas. Cuanto más se piensa, sale peor. Cuando el coche se detuvo por primera vez y Moure advirtió que el chofer esperaba una nueva orden mirando en el espejito, apenas dijo a otra. Pero cerca. Cuando ocurrió la segunda vez, eso de toparse con una puerta cerrada cuando alguien piensa exclusivamente, cálidamente en entrar de una vez y quedar a solas como dos chicos que se esconden dentro de un ropero para que el mundo de los adultos tan ordenado y con tanta gente que mira se desvanezca, Moure se empezó a irritar. No hay lugar _informaba el chofer_. ¿Los llevo a otro? Sí, sí. Pronto. Y anduvieron dando vueltas por unas suaves calles arboladas y ella empezó a reírse porque sentía las manos de Moure que le oprimían las piernas, pero no como para acariciarla, como si ella fuera ella, es decir, una mujer, sino como si su piel fuera un pañuelo o una baranda o la propia ropa de Moure, algo de lo que se aferraba para secarse o para no caerse. Por favor... por favor, repetía Moure y le estrujaba la carne. También estaba la mirada del chofer, que delante de esos portones cerrados soltaba el volante como para dar explicaciones porque él no tenía nada que ver con todo eso. ¿Los llevo a otro? Sí. Pronto... Pero, pronto por favor... Y toparon con otro portón, una gran tabla pintada de gris cerrada con un candado, y la risa de esa mujer aumentó mientras Moure pensaba que lo que a ella le correspondía era quedarse en silencio, tomarlo de la mano y tranquilizarlo o pasarle los dedos por las sienes para que se le desarrugara la frente, pero las mujeres se ponen nerviosas y no sirven para nada y por eso son mujeres. El coche había parado por cuarta vez o sexta y el chofer repetía ese mismo ademán de prescindencia.
      _¿Todo está cerrado? _gritó Moure. Los ojos del chofer apenas temblaron en ese espejito y ella se rió con una risa que le dobló la espalda.

      _¡No te rías más, mujer! _la sacudió Moure. Y ella sólo negó con la cabeza, sin hablar pero con más ganas de reírse, apretando los labios y no cubriéndose la boca con una mano.

      _¿No se puede ir a otra parte? _Moure se había tomado del respaldo del chofer.

      _Y, no sé...
      _¿Nada hay?
      _Más lejos...
      _¿Dónde?
      _En la provincia.
      _¿Seguro?
      _No; seguro, no.
      _Estaba de Dios que tenía que pasar esto _cabeceó Moure.
      _Hay que aguantarse _el chofer permanecía rígido, conciliador_. Es por la señora.
      _¿Por la muerte de?... _necesitó Moure que le precisaran.
      _Sí, sí.
      _¡Es demasiado por la yegua esa!
      Entonces bruscamente, esa mujer dejó de reírse y empezó a decir que no, con un gesto arisco, no, no, y a buscar la manija de la puerta.
      _Ah, no... Eso sí que no _murmuraba hasta que encontró la manija y abrió la puerta_. Eso sí que no se lo permito.., _ y se bajó.

( De Las malas costumbres)

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      Los dueños de la tierra

Matar era fácil. “Pero no así, no”, reflexionó Brun con impaciencia y se pegó unos justazos en los borceguíes: a él le correspondía esperar ahí, sentado en el fondo del cañadón mientras Gorbea y sus hombres cazaban del otro lado de esa loma. Pero ya estaba harto de esperar y se había atado el cabestro de su caballo en un pie. Por lo menos quería estar cómodo, aunque con cada disparo que se escuchaba, el animal se estremecía, sacudía la cabeza y pegaba un tirón del cabestro. Podía ser por los disparos –calculó sin precisión– o por algún tábano que lo estuviera mortificando. “Pero no, no”, volvió a reflexionar. Su irritación lo obligaba a ser preciso: no era por los tábanos que su caballo se sacudía así ni se mataba de esa manera.

Y a causa de eso había discutido con Gorbea antes de que saliera a cazar.

“–No, no...” –le había dicho como si lo fatigara discutir sobre la mejor manera de cazar indios–. “No estoy de acuerdo con usted.”

“–¿No? –Gorbea se había sonreído blandamente–. “¿Por qué?”

“–Porque es mucho mejor hacer un rodeo.”

“–¿Como si fueran guanacos?”

“–Como si fueran guanacos o cualquier cosa –había asegurado Brun–. Lo importante es amontonarlos.”

“–Comprendo... comprendo...” –Gorbea se sobaba los brazos, él se irritaba–. “Es que usted está acostumbrado a organizar palizas con los lobos” –dijo–. “Por eso prefiere un rodeo...”

Pero lobos marinos o guanacos o lo que fuera, pensaba Brun con un malestar inseguro, era mucho mejor rodearlos y hacer un montón para ir arrimándolos hacia la costa.

“–Y no andar cazando al ojeo, de a uno...” –había dicho.

“–Un tirito aquí y otro tirito allá, ¿eso es lo que le molesta?”

“–No, Gorbea. Entiéndame: es el tiempo que se pierde.”

–”No es para tanto...”

“–¡Sí que es para tanto! Porque como usted quiere hacer, lleva demasiado tiempo y es peligroso.”

–”¿Peligroso?” –Gorbea no se dejaba convencer con esas cosas, era terco con lo que alguna vez le había salido bien–. “Pero si a la gente le gusta, se divierte.”

“–Pero ¿nosotros venimos aquí a divertirnos o a qué?” –por un instante, Brun había creído que Gorbea le iba a decir que lo entendía y que no se irritara porque tenía razón, pero Gorbea apenas si le había repetido:

“–A la gente le gusta, Brun” –después había montado en su yegua y había trotado hacia la loma cubierta por los pequeños cráteres de esos nidos. Allí lo esperaban Bianchi y el manco Bond adormilados arriba de sus caballos. Esos eran nidos de patos shacks, cientos de nidos de barro y paja que cubrían la loma amarilla, y los caballos de Bianchi y del manco Bond habían tenido que avanzar a los saltos; la yegua de Gorbea, no, porque ese animal ancho los sorteó haciendo eses.

“–A la gente le gusta, Brun.” Gorbea había aludido de esa manera a Bianchi y a Bond. Esa era su gente. Y los tres habían desaparecido detrás de una loma. Y cada vez que sonaban los disparos allá al fondo, se oía un aleteo y una nube de patos shacks ascendía, temblaba un momento a unos metros del suelo y se volvía a asentar suavemente.” –A la gente le gusta, Brun”, había repetido Gorbea antes de salir a cazar.

Brun estiró las piernas, bostezó y volvió a sacudirse los borceguíes con la fusta: hacía más de una hora que esperaba allí sentado, y no sólo se había sacudido los borceguíes hasta que le dolieron las pantorrillas sino que también se había arrancado las costras de barro de las suelas. Hasta había tenido tiempo para castigar reflexivamente dos toscas que había elegido: una que parecía un cigarro “Avanti”, con el mismo color y la misma forma, y otra que no era nada más que una bolita y que rodaba entre sus pies.

De vez en cuando se marcaba un largo silencio después de esos “¡Craann!” que retumbaban del otro lado de la loma donde se extendían los nidales de los patos shacks. Cada silencio no era un descanso donde él se pudiera tumbar sobre la espalda dejando que el sol le calentara la ropa. El sabía que cada silencio era una pausa. Nada más. Más largo el silencio, mejor puntería, más certero el tiro. Apretar los dientes, no respirar y que el índice de las carabinas quedara sobre algún pecho. O, no. Mejor sobre algún vientre. Porque matar era como violar a alguien. Algo bueno. Y hasta gustaba: había que correr, se podía gritar, se sudaba y después se sentía hambre. Y esa especie de polvareda temblorosa que con cada estampido se levantaba unos metros del suelo y se volvía a achatar sobre la loma, podía ser una manga de langostas. Es decir: una nube que se estremece por dentro y se desplaza oscureciéndose por partes, como una gigantesca madrépora.

Los disparos continuaban, cada vez más espaciados, seguramente más certeros. ¡Craann! Sobre los nidos de patos shacks. ¡Craann! Brun seguía repasando su diálogo con Gorbea mientras esperaba: tenía que repetírselo mentalmente hasta que lo ganara. “–¡Pero venimos a divertirnos o a qué?”, había preguntado él. “–A la gente le gusta”, era lo último que le había respondido Gorbea. ¡Craann! Y la nube de patos, que chillaban como miles de langostas que se estuvieran devorando entre sí, se inflaba y después se sosegaba blandamente sobre el campo y sobre los diminutos cráteres de sus nidos. ¡Craann! El tiempo pasaba. Más de una hora. Casi dos y todo porque Gorbea no le había hecho caso. El viento soplaba del lado del mar, pero no levantaba polvo en esa loma negra y muerta, rayada por miles de grietas. ¡Craann! Era allá, al fondo del campo donde estaban cazando. Brun no había dicho que no quería participar. Ni eso ni otra cosa. Solamente se había sentado en el suelo mientras la yegua de Gorbea trotaba en dirección a los dos hombres que lo estaban esperando. Que Gorbea hiciera lo que le pareciese mejor, al fin de cuentas era él quien se ocupaba de cazar. Brun lo había mirado alejarse calculando vagamente que el balanceo de las ancas de la yegua bien podía ser del trasero de Gorbea. “–A la gente le gusta, Brun.” Y en ese momento estarían galopando por encima de esos nidos diseminados uno al lado del otro, iguales a las raíces de un monte que acabaran de talar. ¡Craann! Talar un monte a la altura de las raíces y dejar todo ese espacio despejado. ¡Craann! Lo que molestara tenía que ser eliminado. Que toda esa tierra quedara limpia, bien lisa para empezar a trabajar. De eso se trataba. Los disparos se habían espaciado. También se alejaban. Ya estarían por Punta Loyola, pensó Brun.

Un grupo de patos se había desprendido del resto y revoloteaba por encima de su cabeza. Cuando planeaban bajo se les veía la panza violeta. Ya estarían por Punta Loyola, volvió a calcular Brun. Esta vez con mayor nitidez. Y faltaría poco. Había depositado la fusta entre las piernas y amasaba sus dos piedras, la alargada y la redonda, y fugazmente estableció que la redonda le gustaba más, hasta se la podía meter en el bolsillo y llevársela para ponerla en algún lado. Arriba de una repisa o bien para apretar papeles. Para algo serviría. ¡Craann! Seguramente Gorbea, Bianchi y el manco Bond estarían correteando por la playa de Punta Loyola. Ya ni bajarían de sus caballos para esperar, porque los disparos se escuchaban uno después del otro. Tirarían desde arriba de los caballos nomás. Una cabalgata, a todo lo que dieran, Gorbea, Bianchi y el manco Bond. ¡Craann... craann...! Y no era el eco. Qué iba a ser.

La nube de patos daba vueltas y vueltas por encima de sus nidos. Ya no se asentaban. Parecían atolondrados y soltaban unos graznidos metálicos y seguramente –presintió Brun– empezarían a roerse entre ellos como insectos. Entonces sacó su Malinchester y apuntó hacia arriba. ¡Aaanc! El estampido fue al lado de su oreja y el caballo pegó un tirón del cabestro. Nada. La nube de patos seguía cerniéndose sobre su cabeza. Había errado y eso era una idiotez. Tan idiota, como que Gorbea hubiera dicho: “–Un tirito aquí y otro tirito allá” se precisó Brun y volvió a disparar la Malinchester: ¡Aaanc! Esta vez los ojos de su caballo se agrandaron como si lo hubiera injuriado. Y cuando Brun descubrió el cuerpo de ese pato que se había desplomado sobre la tierra, a unos metros de sus pies, se sintió decepcionado: su buena puntería no lo entusiasmaba y Gorbea ni ninguno de sus acompañantes le importaban un bledo. Ya terminarían esos de cualquier manera, estarían correteando por la playa como si persiguieran a guanacos o a lobos marinos en una veloz y despiadada cacería. O a animales que vivían y corrían y se largaban a gemir cuando los golpeaban, y que no se escondían, sino que atropellaban con todo su terror, aullando con las bocas abiertas, húmedas. No como si tuvieran miedo a morir, sino a morir delante del manco Bond, por ejemplo. Miedo para gritar por lo que les iban a hacer después de morir. Era eso. “El manco Bond”, pensó Brun. Era famoso en toda esa parte de la Patagonia. Bond. Y cuando esos animales –o lo que fuera– caían, él los golpeaba hasta que agachaban la cabeza, no miraban más y quedaban completamente oscurecidos como su propia piel.

Brun tenía que seguir esperando. Allí, sentado al pie de su caballo, en el fondo de ese cañadón completamente desierto y liso como el cañón empavonado de su Malinchester. Pero la pistola estaba caliente. Claro que sí, como los cuerpos de los animales o de los indios después de una cacería: cuando estaban por morirse roncaban como si solamente les doliera alguna parte del cuerpo. Los lobos marinos tenían una piel lisa y suave, los guanacos una piel peluda y suave, y una concesión de tierra se conseguía tranquilamente con que la solicitara uno cualquiera: algún cuñado o mejor, un peón al que alguna vez se le había vendido algo. Primero había que pedirla: todo era cuestión de presentar uno de esos formularios del Gobierno. Después había que limpiarla. ¡Craann! Allá abajo seguían cazando. Ya estarían por terminar, pensó Brun sin ninguna certeza. Era un cálculo, simplemente, porque lo lógico era que tardaran mucho más. La nube de patos shacks se había desinflado sobre sus nidos como una enorme víscera. Nada. Ni un latido a lo largo de ese cañadón. Y del otro lado de la loma estaba el mar, y el viento soplaba a ras de tierra, como si se arrastrara. Las nubes permanecían inmóviles y a él le ardían los ojos. ¡Craann! Los disparos se habían ido espaciando. Seguramente habría quedado algún cuerpo horquetado en uno de esos nidos. Un cuerpo de indio echado hacia atrás, con una mancha negruzca entre los muslos, pensó con malestar.

Hubo un largo silencio y después no se oyeron más disparos. Entonces guardó silenciosamente su Malinchester toqueteándola varias veces para comprobar si estaba bien, si colgaba bien. Buen cinto, buena cartuchera.

Por fin, sobre la loma de los nidos apareció Gorbea con su gente, pero al llegar al filo del cañadón, el grupo de hombres se paró. El único que siguió avanzando fue Gorbea. “Demasiado rápido”, pensó Brun. Estaba harto de esperar, pero una mayor espera lo hubiera ratificado y Gorbea traía una bolsa que se sacudía contra el flanco de su yegua. Entonces Brun se fue desatando del pie el cabestro de su caballo.

–¡Ya está! –anunció Gorbea desde lejos iniciando un trote cachaciento que concluyó en seguida–. ¡Ya está! –repitió más fuerte y dio unas palmadas sobre su cabalgadura. Por un momento, Brun creyó que era para apurar su marcha, pero no–. ¡Ya está! –Gorbea señalaba la bolsa que se bamboleaba pesadamente contra su estribo.

–¡Sí!

–¿Ya?

–¿Mucho trabajo? –Brun hablaba desde el suelo, con un aire de incredulidad, haciendo y deshaciendo un nudo con la punta del cabestro.

–No –jadeó Gorbea–. Fue fácil. Muy fácil.

–¿Cazaron al ojeo?

–Y, un tirito aquí y otro tirito allá.

–Pero... por la playa corrieron ¿no?

–Un poco. Pero no perdimos nada de tiempo.

–¿Así?

–Sí –Gorbea estaba orgulloso de su éxito, pero se reía cubriéndose la boca, como si incomprensiblemente temiera que lo escucharan los que se habían quedado en la loma–. Y es que es maturrango este Bianchi –le secreteó a Brun.

–¿Qué? ¿Pegó una rodada?

–¡Y cuándo no! Siempre se cae: la vez pasada... Cuando fuimos hasta la frontera y cuando lo del río... siempre.

–¿Se hizo algo? –Brun no estaba preocupado, sino que quería saber lo que no había visto, lo que le hubiera podido resultar un contratiempo a Gorbea.

–No... ¡Qué se va a hacer! – la risa de Gorbea ahora era incontenible, jadeaba y se reía y se secaba la frente–. ¡Si cayó de cabeza!...

–Menos mal –murmuró Brun sin entusiasmo.

–Sí –Gorbea todavía hablaba entre jadeos doblado sobre el borrén de su montura–. Menos mal... –admitió pasándose la mano por la frente. Parecía satisfecho con su sudor, con su cara enrojecida y con el calor de su cuerpo–. ¿A usted no le gusta ver, eh? –preguntó bruscamente.

–No –vaciló Brun–. Yo prefiero... –presintió que Gorbea esperaba que le dijera: “–Yo no sirvo para eso” o “–Usted es el que hace lo más bravo del trabajo.” Y que eso lo tendría que decir humildemente, sin titubear, justicieramente. También sospechó que le correspondía excusarse por haberse quedado allí, sentado en el suelo, esperando, mientras los demás faenaban. Pero, no. El viento había empezado a soplar duramente, había que entornar los párpados para hablar y él tenía el sol de frente. El viento le raspaba las mejillas y ese sol morado en los bordes lo enceguecía. Había que apurarse.

–¿Y la gente? –preguntó; allá al fondo esperaban Bianchi y el manco Bond y parecían contener a sus caballos.

–Conforme –comunicó Gorbea.

–¿En serio?

–¿No le digo que sí?

–Pero... ¿Bond no protestó? –Brun se había puesto de pie, había recogido su fusta, y se sacudía los fundillos–. Casi siempre pide más.

–¿Bond? ¡Qué va a protestar!

–Y, como está acostumbrado a entregar orejas...

–Ese es un tramposo. Por eso.

–Pero sirve –Brun lo miró a Gorbea en la cara–. ¿O no?

–Sí que sirve... ¡Vaya si sirve! Pero a mí no me arregla así nomás –aseguró Gorbea–. A mí, Bond o la mona, me demuestran lo que han hecho, pero bien demostrado. Nada de mojigangas. Conmigo, si quieren cobrar, me traen de esto... –Gorbea se había incorporado sobre su montura y se ponía la mano sobre el sexo–. ¡De esto! –repitió; después, con cierta ternura tomó el borde de la bolsa que colgaba sobre el flanco de su yegua y la abrió–. ¿Ve? –mostró–. ¡Todos pagados! y uno por uno... Y nadie protestó. Ni Bond ni nadie.

–¿Pagó mucho? –preguntó Brun manteniéndose apartado de esa bolsa.

–¡No, qué voy a pagar! –Gorbea estaba entusiasmado, ya no se secaba el sudor, pero su cara seguía igualmente enrojecida–. Pagué lo que correspondía, ni medio chelín de más... –sacudió la bolsa y por la boca de la arpillera fueron rodando esos muñones sanguinolentos.

_“Parecidos a cebollas”, calculó Brun.

–¿Vio que no era necesario hacer un rodeo? –seguía Gorbea.

–Sí –reconoció Brun–. No era necesario.

Pero el tono triunfal de Gorbea no se aplacaba:

–Yo tenía razón, ¿eh?

–Sí...

–¿Vio? Y eso que usted nunca me lo quiere reconocer.

–Sí, sí... –dijo Brun.

–Pero es que si a la gente le gusta, hay que dejarla que se dé el gusto.

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