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Edgar Neville

Fin

El único amigo

Fin

I

      Se venía diciendo hacía mucho tiempo: la gente se moría cada vez más y cada día se hacían menos abriguitos de punto. Por si era poco, vinieron dos guerras seguidas de epidemias; la muerte era el pan nuestro de cada día. Hasta los que tenían que dar ejemplo de vida, que son los centenarios, se morían también; era espantoso; se morían hasta los portugueses ...

      Era tan inevitable la catástrofe, que la gente la había aceptado sin histerismo; pero el tono de la vida había cambiado, adaptándose a la realidad. Ya no se daban citas, ya no se decía: hasta mañana»; la gente vivía al día, a la hora, preocupándose  sólo de morirse lo mejor posible, de morirse sobre el lado derecho.

     Hubo un momento en que apenas quedaba nadie, y los pocos que eran se reían al cruzarse en la calle, estoicos ante lo inevitable.

     _Y usted, ¿cuando se muere? _se oía decir de vez en cuando.

     La tierra se puso nerviosa y se sacudió varias veces; Italia dejó de tener la forma de una bota.  

     Una mañana no hubo nadie para hacer los desayunos: es que se había muerto todo el mundo.

     Había un silencio tan grande, que parecía que alguien iba a dar con la batuta en un atril; pero nada, ni un pitido, ni una orden, un silencio asombrado.  Después de haber oído bien el silencio se percibía el tenue siseo de una cañería rota, que lo imponía más.     

     Las cosas esperaban al hombre, como todas las mañanas; lo esperaban angustiadas, sin comprender nada, destemplándose. Máquinas casas, calles, ciudades, en espera, a punto de echarse a llorar.

     Por las calles volaban frases últimas en demanda de un oído. y sombras de cuerpo, sin amo, corrían en su busca hasta encontrar la muerte al mediodía. Las alcantarillas daban el último suspiro de la ciudad.

    La torre Eiffel, cruzando la boca de París, imponía el silencio de Occidente; el Sena corría de puntillas. De las estaciones habían salido todos los trenes. Era el de mayo de la muerte. Los muertos dormían.

     Los carteles aumentaban el drama, prometiendo lo que ya no se podría dar: retratos de actores y actrices desaparecidos, y las ¡100 girls, 100!, del Casino, que habían caído en fila como los soldados de plomo.

    Sólo había vida en los relojes que tienen cuerda para muchos años, y su tic_tac eran los puntos suspensivos después de la palabra vida. A cada hora se ponían a sonar como unos tontos, recordando la hora que era a nadie, y a lanzar señales de auxilio con su telégrafo de banderas. Los segundos eran el pulso de la Tierra.

    Un despertador que aguardaba el momento de dar su broma se desbordó en la habitación de Susana, tan violentamente, que la muchacha se incorporó.

    Susana no había muerto, porque alguien había de ser el último en morir, y ése era precisamente su caso. Ella había seguido su vida ordinaria a través de la catástrofe. Por la noche había bailado y bebido en el mismo cabaret de siempre, y casi siempre había vuelto a su casa en compañía de un señor que nunca era el mismo y que la había abandonado a la mañana siguiente, dejándole 50 francos encima de la cómoda. A veces menos.

    No leía periódicos, y sólo se levantaba para ir a su cabaret; el mundo, para ella, terminaba allí, en la puerta que da a las cocinas.

    La noche anterior sólo habían sido seis o siete; faltaba el dueño y dos o tres parroquianos. A Susana no le había importado volver sola, porque al día siguiente quería levantarse temprano para ir a comprarse unos zapatos.

    El despertador seguía gruñendo en el suelo, tratando de incorporarse, y eso acabó de desvelar a Susana, que miró a su lado para ver si había alguien y luego se levantó.

    Susana, pensando que era el primer día que salía temprano a la calle y que iba a pasearse por tiendas y calles, quiso esmerar su toilette, eligió sus mejores medias y se pasó una hora larga ante el espejo maquillándose.

     Mientras tanto, la hierba aplastada por la ciudad, dándose cuenta de lo ocurrido, pugnaba por levantar su losa.

     Susana salió a la calle. Parece domingo _pensaba, al notar el silencio.

    Caminaba sin darse cuenta del drama. Miraba a derecha e izquierda antes de cruzar las calles. o se daba cuenta de su soledad, a causa del reflejo de los escaparates, que multiplicaban su imagen y le producían sensación de multitud. Era como si una amiga fuese con ella. Entró en los Grandes Almacenes. Las altas bóvedas infladas de silencio parecía que iba a subir.

    En los mostradores estaban los postreros retales con el último sobo humano. Los cartones de los precios eran las esquelas de las cosas. Susana empezó a sentir miedo y trató de vencerlo, haciéndose la distraída, interesándose en los objetos expuestos.

    Cruzó el patio central tocándolo todo, pero sus tacones hacían tanto ruido que parecía que la seguían. Huyendo de sí misma, caminando de puntillas, llegó al departamento de los trajes de señoras. Allí había docenas de maniquíes de cera, y respiró más tranquila porque le parecía haber entrado en una casa donde hubiera una fiesta.

    Susana se sentó en una butaca y empezó a hablar. Contaba cosas a las muñecas, teniendo mucho cuidado de no hacerles preguntas. Sin embargo, en los silencios volvía el miedo y los maniquíes aumentaban su aspecto de desalmados, de muertos orprendidos en un gesto difícil.

    El que nadie la contestase le dio miedo y salió a la calle gritando. Corría en busca de alguien con quien hablar, pedía socorro en las encrucijadas, llamaba a todos los teléfonos para caso de incendio y siempre el silencio negro.

    Se sentó en un banco al aire libre, tenía menos miedo; pero pensó en la noche y comprendió que no podría pasarla en la ciudad, especialmente por las esquinas que era lo que le hacía echar más de menos a la humanidad. Aquellas esquinas sin nadie detrás, sin la posibilidad de esconder a nadie.

    Susana cogió un automóvil abandonado y partió en busca de alguien. Al principio todavía tocaba la bocina en los cruces, y sacaba la mano en las vueltas; al reflexionar, se indignaba con ella misma, y su mal humor le alejaba el miedo.

    Rompió el espejo retrovisor, tiró el sombrero a la calle y se quitó el traje; era su respuesta al estado de cosas. En la plaza de la Ópera se quedó completamente desnuda. _Si queda alguien ahora viene, pensó. Pero nadie llegó a la oportunidad y en vista que no la querían desnuda entró en la mejor peletería y se puso el abrigo más caro. Pero nada. Huyendo de la noche en la ciudad, se alejó de ella en automóvil, no sin derribar un quiosco de periódicos llenos de noticias que ya no interesaban a nadie.

II

    A cien por hora regresaba hacia Oriente todo lo que quedaba de la humanidad, lo que quedaba después de millares de años de la emigración humana en sentido inverso. Era un regreso al hogar; aquel fin de raza se había enrollado las medias por debajo de las rodillas para no romperlas.

     Munich, Viena, Budapest; a las ciudades muertas les crecía la barba, y el auto de Susana espantaba perdices en las plazas de la Ópera.

     Las ruinas traen el otoño, y los pájaros cantaban sobre la ciudad como sólo cantan en un octubre húmedo.

    En las casas se habían quedado encerradas las moscas y sus cabezazos contra los cristales eran como un reloj más, con cuerda aún.

     En las torres de las iglesias, las campanas parecían bailarinas ahorcadas.

    A la tierra se le había quitado la fiebre y descansaba tranquila; nacieron árboles y nacieron piedras. Se movió lo inanimado y los continentes, al notar que no había nadie para corregirlos, cambiaron de estructura.

    Los mapas, en las escuelas desiertas, tomaron pátina de grabado antiguo. Una estrella bajó a mojarse las puntas en el mar.

    Entonces Inglaterra, no pudiendo resistir el sonrojo ante el caos, se hundió en el agua.

    Susana se quitó el soutien en Budapest y lo dejó abandonado en la vía pública.

    Poco a poco había ido perdiendo el miedo y ahora distraía su rauda huida cantando cuplés del bulevar.

   Así llegó a Constantinopla, donde los perros habían muerto sobre las tumbas de los turcos, como si durmieran: en forma de media luna.

   Por esa calle que indudablemente lleva a Asia, Susana enfiló su automóvil. En medio del puente tuvo que detenerse. Había una bicicleta tirada a través del paso. Un caballero inflaba un neumático.

   _A su edad podría usted saber no interrumpir la circulación _dijo Susana enfadada. El caballero cesó en su tarea y miró a la muchacha, que se echó a llorar y se echó en sus brazos.

   Juntos siguieron el viaje; el desierto sonreía como el que está de vuelta de las cosas.

   El caballero, profesor de Historia, hacía vagos gestos de mano. Citaba grandes nombres inmortales, que sonaban extrañamente en aquella desolación. Explicó a Susana el ciclo de las civilizaciones y tuvo frases de elogio para los griegos.

Susana poseía un concepto menos amplio de la humanidad.

    Sus grandes admiraciones eran para una prima suya, casada con un hombre que se emborrachaba mucho, pero que estaba empleado en la Dirección del Catastro. Esa prima hacía unos bordados como nadie en París, y en cuanto a coger un punto en una media, no había quien la igualase ...

   La conversación de los dos últimos humanos quedaba detrás del automóvil, vibrando un momento, para caer después y confundirse con la arena.

    El aire ceñía el fino tul al cuerpo de Susana.

    _¿No le da a usted pena _prosiguió ésta_ pensar que somos los últimos?

    _Tal vez tenga remedio _contestó el caballero galantemente.

    _Además __añadió intencionadamente__, los últimos serán los primeros.

    Hubo un silencio embarazoso y llegaron a la confluencia del Tigris y el Eufrates. Allí se les terminó la gasolina.

    Se sentaron en el suelo buscando temas de conversación; el caballero era el que los encontraba con más facilidad, diciendo de vez en cuando:

    _Pues, sí; eso de que somos los últimos es porque queremos, señorita ...

    Tal vez fuera porque Susana había dejado el abrigo en el coche. Y en esas estaban cuando llegó un señor de barba larga y aspecto bondadoso; junto a Él, el ángel de la espada de fuego. Venían del Paraíso terrenal, que está allí mismo.

    Susana no lo reconoció al pronto.

    _¿Quién es usted? _fue lo primero que le dijo.

    El Señor estaba sonriente, lleno de buena voluntad.

    _¿Qué hacéis aquí? _preguntó, y a su voz se hizo el eco donde no lo había.

    _Señor _balbució el caballero_. Yo soy alemán, luterano. Esta señorita es francesa y católica; nosotros ...

    Dios interrumpió cortésmente:

    _Ustedes me dispensarán si les digo que no entiendo nada de esto. Quiero saber qué hacen ustedes fuera del Paraíso, que es más bonito y más agradable que el descampado.

    El ángel terció:

    _Señor, los expulsó porque se comieron la manzana.

    Dios: _¿Qué manzana?

    Y el ángel, con un gruñido: _La manzana.

    Dios rió de buena gana, y les empujó suavemente, diciéndoles:

     _Vaya, vaya; veo que han interpretado con demasiada severidad el reglamento; volved a entrar, hijos, y aquí no ha pasado nada.

    Y una brisa nueva remozó el planeta, mientras que Eva entraba buscando fruta.

(Del libro El día más largo de monsieur Marcel)

 

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El único amigo

    Dios estaba en el cielo, como siempre; no tenía más remedio. No es que dejase de gustarle, pero tampoco le excitaba demasiado estar allí: el cielo para él era el hogar. El encontrarse allí era algo natural; no había tenido que ganárselo a fuerza de privaciones; se había encontrado en el cielo por derecho propio: era el primero en haber llegado.

      Lo malo es que lo sabía todo y los otros no sabían nada, y le preguntaban todo el tiempo; y peor era cuando no le preguntaban porque creían saber.

      Aquello estaba lleno de aduladores, y además, en el cielo se pierde la personalidad; así resultaba de monótono. El saberlo todo eliminaba las sorpresas, lo inesperado; siempre conocía el final de los cuentos.

      No se quejaba; pero, a veces, se aburría mucho.

      Había una excepción: Dios no se aburría nunca cuando seguía los pasos en la tierra a un tal Fernández.

      Fernández era un sabio, o sea, que se levantaba temprano y miraba al microscopio cómo corrían unos bichos; pero también era un genio, o sea, que algunos días no se levantaba y no hacía nada, y otros pintaba un cuadro o escribía unos versos.

      Cada día presentaba un nuevo perfil, siempre admirable. Era el verdadero genio, y Dios estaba encantado con él.

      «Es lo mejor que he hecho», decía; y por las mañanas, no más levantarse, se asomaba a seguir la jornada del fenómeno.

      _A ver qué inventa hoy _se decía; y Fernández no defraudaba nunca a su Creador; un día era un poema, otro día era el remedio para una enfermedad; siempre aportaba algo positivo antes de volver a dormir.

      Dios, que está en el secreto de todo, le veía abrirse paso hacia la verdad, y admiraba su tesón y su certeza. A veces hacía trampillas para ayudar a su amigo y que éste descubriese lo que no hubiera descubierto solo.

     Cada día estaba Dios más interesado en los pasos de Fernández y más desinteresado de la vida celestial. Asomado a la tierra, no le preocupaban los pequeños incidentes que ocurrían a su alrededor; sólo le interesaba la vida de Fernández, el hacerle grata la jornada, el apartarle los peligros, el procurarle momentos de alegría, el estimular su imaginación.

     Dios no influía directamente en él, porque hubiera sido estropear la personalidad del genio; pero procuraba organizar todo alrededor de su vida para que Fernández no sintiese frenos ni molestias; medio planeta se movía, pues, sin saberlo, en un sentido agradable a Fernández.

    _Se lo merece todo _decía Dios.

    Y el genio, en efecto, se lo merecía todo. Lo mejor era su inaprensibilidad. A veces, Dios se levantaba pensando en que iba a verle descubrir un microbio, y se lo encontraba planeando un rascacielos. Era así.

    Pero un día llegó un rumor, y Dios tuvo que escucharle. Parecía que Fernández era ... ¡Pero no podía ser!; pues sí, sí; parecía, vamos, estaba probado, que Fernández era ateo; que no creía en Dios, vamos.

    Fue la consternación. «¿Pero es posible? ¿Pero es posible que mi obra predilecta, que mi obra preferida, no crea en mí? ¿Pero es posible?» Se llevó un gran disgusto.

    Los de su camarilla creyeron el momento oportuno para meterse con el sabio; pero Dios les atajó: «No; es desdichada su falta de fe, pero su obra y personalidad es admirable».

    Claro que al día siguiente no se asomó a verle; no hubiera estado bien; pero el Señor se aburrió lo suyo, y estuvo mohíno todo el día. Al siguiente se asomó un poco: el hombre había seguido su vida como si tal cosa; trabajaba en algo, en un libro, muy ocupado.

    Dios se apartó otra vez y se paseó por el cielo, con las manos en la espalda. Apelando a su fuerza de voluntad, estuvo varios días sin volver a ocuparse de Fernández; pero cuando una tarde echó, a la distraída, un vistazo, se encontró con que el genio venía de dar a luz un maravilloso libro nuevo.

    _Ya me lo he perdido _dijo Dios, fastidiado de no haber asistido a la elaboración de la obra, y la curiosidad le hizo volver a asomarse.

    El libro era sobre religión, hermoso, pero terrible si se veía a vista de pájaro, o sea desde el cielo. La idea de Dios quedaba destrozada.

     El Señor no hacía más que leer y meditar las ideas del genio; en el cielo lo habían dejado ya por imposible.

     Y Dios estaba asombrado, por la brillantez de la teoría ateísta.

    _¡Qué hombre! ¡Qué hombre! _murmuraba; y le entró la duda:_ Si un hombre de ese talento _se decía_ y de esa pureza intelectual no cree en Dios, ¿no irá a tener razón, a lo mejor ... ?

     Al principio le pareció un absurdo el pensarlo; pero, poco a poco, la duda se abría camino en su espíritu.

    _Yo soy Dios _decía_; primero, porque he decidido ser Dios; segundo, porque los demás me llaman así; tercero, porque alguien había de ser Dios. Pero ¿eso es bastante? ¿Tengo derecho a serlo? _Y la duda se abría como un abanico.

     Y Dios estaba en la cúspide de todo y no sentía la emoción de lo desconocido; cuando quería hablar con alguien inteligente, tenía que monologar; el sentimiento divino de la ascensión le era ajeno; de haber hecho algún movimiento, hubiera sido para bajar. En cambio, el genio crecía y crecía por días, y su esfuerzo abría nuevos caminos y no había más remedio que sentirse apasionado por su marcha.

     _Dios, ser Dios _decía el Ser Supremo_; lo bonito es querer ser Dios.

     Y la teoría ateísta caminaba en su espíritu; tampoco él creía en una potencia superior a la suya; tampoco podía creer en algo más poderoso que él, en algo sobrenatural.

     _¿Creo yo en Dios? _se preguntaba_. ¿Adoro yo a un Dios? _y tenía que responderse negándolo. Así fue dándose cuenta de cómo él tampoco creía en Dios; de cómo él también, a su modo, era un ateo.

     El descubrimiento, lejos de apenarle, le produjo una sonrisa.

     _Fernández y yo somos correligionarios _se dijo_; un par de ateos _.Y esa idea de afinidad con el hombre admirado le hacía feliz.

     Fue ya sin reserva alguna cómo siguió la vida del genio paso a paso. Su admiración, libre de freno ya, iba adivinando al hombre: «Es casi un Dios», decía.

    ¡Qué respeto por aquella poderosa inteligencia! Era un respeto religioso ... ¡Qué chicos e insignificantes le parecían los demás hombres, aquellos que le pedían constantemente cosas ínfimas, como si él hubiera sido los Reyes Magos!

     Comprendió que su existencia no sería completa sin la compañía de aquel ser extraordinario; de aquel ser que, por lo mismo de no creer en él, había de tener una independencia de espíritu que le permitiría conversar en un plano de compañerismo que no había conocido nunca. Aquel ser era el único que le iba a hablar de usted.

     Dios estaba harto de que le dijesen «sí» a todo. Meditó, pues, en el medio más razonable de atraerse la amistad del genio, la persona del genio, y, como era de esperar, lo encontró en seguida: había que quitarlo del mundo y subírselo aquí para seguir su trabajo. «Aquí trabajaremos juntos; yo procuraré no saberlo todo.»

     Y le eligió una muerte suave y dulce; el sabio no se enteró, y desapareció de la tierra en plena gloria, en plena apoteosis; todo fue por lo mejor.

    _Mañana viene _dijo, gozoso, el Creador_.Mañana tendremos entre nosotros a Fernández.

   Pero la noticia cayó en frío entre los bienaventurados; ellos sólo tenían admiración para su Dios, porque les daba cosas, porque les podía castigar y porque no tenían imaginación para más. De Fernández, poco sabían: que era un hombre como ellos, que escribía libros y que inventaba bichos. Todo eso ya no les importaba. Pero Fernández era, además un réprobo, un ateo: decía. cosas terribles de la religión y de Dios. Se comenzó a murmurar en el cielo: «Si entra ése aquí, ¿por qué no abrir las puertas a todos los demás? ¿Con qué derecho se negará la entrada a los comunistas?». Se lo hicieron saber a Dios; le dijeron que un excomulgado no podía pisar esas nubes, y Dios lo podía todo; pero comprendió que Fernández no iba a estar a gusto en aquel medio, con aquella gente que no lo iba a comprender y que no le iba a querer; además era hacer diferencias. Dios comprendió que no debía llevar a Fernández al cielo, y, como no había otro sitio, le arregló un lugar en el purgatorio, junto al borde, donde no se sufría, y dispuso todo para que no le faltase nada, para que Fernández no echase de menos la tierra. Él mismo fue a verle llegar.

     Desde entonces, todas las tardes, a las cuatro, cuando Dios había terminado sus quehaceres, salía a escondidas y se machaba al borde del purgatorio a estar con Fernández; debajo de su manto llevaba un vaso de agua, que es lo que más se agradece allí.

    Sentado junto a su amigo, pasaba las horas hablando con él, trabajaban juntos y eran felices. Fernández no había hallado nunca un compañero tan sutil y tan bueno como ese señor que le traía agua todas las tardes; y en cuanto a Dios, no había sido nunca tan feliz en su vida. Compenetrados ideológicamente aquel par de ateos, se libraban sin reserva a la creación, al descubrimiento.

     A Dios, lo que le costaba más trabajo era el no saber lo que iba a ocurrir.

    El Señor dedicaba todo_su esfuerzo a ocultar su condición de Ser Supremo; temía que su amigo, al saberlo, se desinteresase de él y le restase mérito a sus trabajos de descubrimiento. Además, el día que Fernández descubriese la verdad sería el día en que dejaría de ser su amigo para convertirse en un adorador más: le hablaría de tú y no se atrevería a discutir ni a trabajar al mismo nivel que él.

    Todas las tardes, a las cuatro, llegaba con su vasito de agua, y el genio, después de bebérselo con deleite, imponía la labor del día. Dios le seguía encantado, y la jornada era una delicia para ambos. Aquel borde de purgatorio era un verdadero paraíso.

    Algunas veces hablaban de religión, y Dios era el más vehemente defensor de las teorías del sabio; ya no hablaban de Dios: habiendo convenido en su no existencia, era superfluo hablar de ello.

    Sin embargo, en el pecho del sabio entraba una duda.

    Una duda que no dejaba concretarse, pero que provenía de lo extraño de todo lo que le estaba ocurriendo; sobre todo, de la aparición de aquel amigo extraordinario que tenía la delicadeza de darle agua, el poder de transitar por todas partes y la inteligencia creadora más fina que había conocido nunca. Si hubiera sido sujeto apto a creencias, tal vez hubiera creído en que su amigo era Dios. Pero la sola idea le hacía reír.

     Mas la duda insistía en sus sienes, y aunque nada decía a su amigo, le observaba detenidamente. Dios estaba apuradísimo y, tratando de disimular en lo posible su identidad, se había afeitado. Si perdía ese amigo, perdía al único igual, al único ser que le interesase y con quien fuera feliz y pudiera ser natural; al único al que no tenía que bendecir cada diez minutos y llamarle «hijo mío».

    Pero un día no pudo llegar a la hora de costumbre, y el genio conoció, por su dolor, el afecto inmenso que sentía hacía ese amigo maravilloso. Meditando, se afirmaba en él la absurda idea de que pudiera ser Dios. Esa posibilidad destruía por su base su filosofía y su obra, toda ella elevada sobre el ateísmo y sin más fe que en el esfuerzo del hombre. Todo se venía abajo, si aquel amigo resultaba ser Dios.

    El genio no quería que lo fuera; pero el temor era in­menso, y más a cada minuto que pasaba.

    _Será Dios, y me va a despreciar por idiota _se decía.

    Pero a las cinco y media llegó su amigo. Llegó disculpándose con excusas más o menos bien fundadas; traía el vaso de agua.

    _No he podido venir antes _dijo, en un tono que quería indicar que alguien no le había dejado venir.

    _No ha podido venir, ¿eh? _contestó el genio, mirándole a los ojos; y luego, decidido a jugárselo todo, le preguntó:

    _Dígame la verdad, no me engañe, júreme que no me engaña: ¿es usted Dios?

    El Señor soltó su mejor carcajada; una claudicación arruinaba la felicidad de ambos para siempre.

    El genio insistía:

    _¿Es usted Dios? Ande, dígamelo, confiéselo; ¿es usted Dios? No le dé vergüenza. ¿Es usted Dios? No diré nada. ¿Es usted Dios?

    Entonces Dios se puso medio serio y le tendió el vaso de agua, diciéndole:

    _Pero ¿se ha vuelto usted loco? Pero ¿va usted a creer ahora en esas cosas? ¿Le pregunto yo a usted si es usted Dios? _y le tendió el vaso de agua, obligándole a beber, al tiempo que decía en tono de broma_: Mire que ir a creer ahora en absurdos. Ande, beba el agua y no piense más en tonterías ...

(Del libro Música de fondo)

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