Eduardo Moga

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Regresas como un  pájaro en sueños...

Wardle

XI

Púa de miel

A Juan Luis Calbarro.

Regresas como un pájaro de sueño,
como un fruto caído del tiempo. Hablas
desde el fin de las cosas, despoblada
de labios, grávida de labios, sexo

en el caz del teléfono, deshielo
de besos que habitaron mi garganta.
¿Por qué no permaneces en el ámbar
del silencio? ¿Por qué no sigues siendo

fuego ausente, clamor de nada, oro
muerto, oquedad donde brotó mi nombre?
De alas y oscuridad es tu retorno,

de sombras que respiran. Y yo, insomne
aún de ti, abrasado, oigo tus ojos,
tus cenizas pidiendo que te toque.

(De  Diez Sonetos)

 

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Wardle

Remite el esplendor que ha estallado
como un bulbo doliente.
La luz tropieza
en los nudos del aire
y, en su caída,
produce
sonidos húmedos, lechosidades
secas, que se deslíen en la niebla.
El aire se divide en micas
que buscan
lo que subyace al aire, lo que late en su fondo,
la omnímoda
delicadeza con que el sol le impone
sus labios
interminables. Y una alondra,
atravesándolo, sutura
sus estrías y engrasa sus articulaciones
y ensarta
su gélido
ardor,
como si la impulsara un mecanismo
sin causa o una invisible
tormenta.
(No sabe el pájaro
que lo miro; no sabe que soy su realidad:
sus alas baten porque las percibo).
La aguja de una iglesia lleva
hasta las nubes un silencio
jaspeado de tactos, y su júbilo recto
abre una duda en los helechos
que duermen y en el crepitante azul,
cuya masa es un techo
sin muros, una piel total.
Un cazabombardero desordena la hierba
que arropa los repechos conquistados
por la luna y el guano. El avión rompe el aire,
el vidrio de las cosas
anochecientes,
y los insectos
pululan con caótico fervor.
La lentitud de los arroyos
me consuela: acarician sin tocar,
y su caricia me derriba;
el tiempo está desnudo,
gotea,
abre intervalos de no tiempo, hiatos
en su continuidad pétrea, entre las dunas
y las adelfas,
y yo
recorro su materia sin propósito,
como recorro estas estribaciones
de turba en las que mueren los corderos.
Las horas, empujadas
por los alisios, se detienen
en los salientes
de las pupilas y las chimeneas,
y desde ellas regresan
al ser, planean hacia la conducta,
como una mano elástica
que instara al cuerpo a la pústula
y la consumación.
No se oyen
los coches que circulan a lo lejos,
ni el corazón, contiguo a mí,
arado en mí,
que bombea silencio.
Un temblor cárdeno sacude
el cielo amargo del atardecer.
Todo brilla, encendido de avispas. Y los ojos,
dulcemente sangrando, exploran
las inclemencias
de lo visible
como si una bisagra
sutil
los unïese
a lo inexistente.

(De Cuerpo sin mí )

 

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XI

Tu sexo sabe a corzo, igual que tu tristeza. Antes lo oía como un regato indeciso, como un niño que rebulle entre las sábanas. Se acercaba sin haber comulgado, todavía en su colmena, iniciándose en la mirada, con recuerdos improbables, con hábitos apenas míos, como un olivar interminable. Permanecía en su aquí, a la espera de que yo hablase, cierto de su ternura, pero sin cambiar su máscara, enamorándose del tiempo, alimentándome de erizos, viéndome insertar lóbulos. Después todo fue túnel, mas túnel con brazos. Hubo ojos en el aire, vibraciones sin dudas, éxodos que culminaron dentro, donde se desnuda la piel, donde el mar no tiene ligamentos. La quietud fue subvertida por la forma, el fuego habló, la física obtuvo su ángel. Ahora oigo aves que inequívocamente respiran, hornos que se hacen cuerpo, pólvora que me incita; traspaso el umbral más golpeado, siento que tu sal me besa, y huelo, y me adentro, y le doy el tiempo de mis dedos, el furor de mi espuria saliva. Caen las estalactitas, confundes los estribos, confundes los pájaros que te vuelan, la llama sonora te arranca como un líquido, pero no es el eco de esa gran ciudad lo que a mí me llega, sino una luz que desciende hasta la úvula, y allí me da tu misma sombra emancipada. Tu sexo, que huele a insomnio, es la lámpara en que tropiezan los perros. Tu sexo tiembla como un recién nacido. Tu sexo, agua dilatada, planea sobre tus enemigos. Una sola disciplina, sin recintos, sin mejillas, como si hubiese abierto una válvula. Yo, en tu balsa; tú, comida como un clavel, insólita entre mis fauces delicadas. Así se riegan los vientres; como si se erigiera una casa, como si la imagen devorase al espejo. El epicentro soy yo, o tú, o este cínculo que rodea mi boca. Y bebo. O deposito almendras. O saboreo la tímida caracola. Tu sexo es una crátera de anís, una esponja de plata. Con los primeros sorbos se despereza, abre su turbio limo: un húmedo sol lo llama. Después, el rotar es constante, no conoce los espías, desata las luces, regala su limpia mostaza; un oleaje indudable lo levanta como una piña y lo deja temblando, sobre mi ápice, al borde de la nada. Pero luego, cuando el camino cesa, muestra su centro de uva calmada; es el descubrimiento de la ausencia, decantada desde las raíces, transmitida por el barro hasta la mera palabra. Sin embargo, no es desamor esa fatiga que sientes, sino melaza que regresa, sed que a sí misma se niega para entregarse, después, más fría y tamizada. No pretendo sepultar la herida, sino hacerla más azul: darte más aire, en lugar de exiliarte. Por eso mi tierra, que antes buscaba la incisión, el reír de los cuchillos, recoge ahora el ámbar de tu vientre. Por eso me arropo con tus membranas. Por eso aflora mi estómago: para que no se escapen tus centímetros. Tu sexo huele a espíritu. Tu sexo es una casa consagrada.

(De Unánime fuego)

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Púa de miel, penetro en el chichi,
embetunado de oro, de mi churri.
Le doy besos: me da su miel el chocho
hospitalario, la urna de la chorra;
es mano de cristal, membrana chachi
que veda desamor, espina o chancro.

Huya; mejor: no comparezca el chancro
feroz; que permanezca intacto el chichi,
salvo por la acometida chachi,
enredada en salivas de mi churri,
en calambres propicios, de mi chorra
menesterosa. Sí: enderece el chocho

su sangre acogedora; sea el chocho
limpio y sacramental; eluda el chancro
agazapado, o la ladilla, en chorra
ajena; dese a mí, sin daño, el chichi
sonriente y encendido de mi churri,
y sea nuestra hoguera una y chachi.

Habrá, húmedo fuego, polvo chachi.
Me instalaré, animal de aire, en el chocho,
y morderé los pechos de mi churri,
y no ganaré paz, ni sol, ni chancro,
sino la oscuridad feliz del chichi,
rebaba del cilindro de mi chorra.

Exhausta, cederá después la chorra,
y gozará de un reposo chachi,
y observará cómo rezuma el chichi,
cómo, arcilla, jadea, y muda en chocho
amable, amante, sin sopor ni chancro,
matraz del entusiasmo de mi churri.

Y aún más tarde, se erguirá mi churri
y buscará endurecer mi chorra
para que, exenta de úlcera y de chancro,
devenga ariete, y mástil, y eje. Chachi
será cuando otra vez perfore el chocho,
y lo envuelva, como un manto, el chichi.

Crecerá el chichi; crecerá mi churri;
proferirá la chorra un grito chachi,
y evitará en el chocho noche y chancro.
(De Seis sextinas soeces)

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