XI
Tu sexo sabe a corzo, igual que tu tristeza. Antes lo oía como un
regato indeciso, como un niño que rebulle entre las sábanas. Se
acercaba sin haber comulgado, todavía en su colmena, iniciándose en
la mirada, con recuerdos improbables, con hábitos
apenas míos, como un olivar interminable. Permanecía en su aquí, a
la espera de que yo hablase, cierto de su ternura, pero sin cambiar
su máscara, enamorándose del tiempo, alimentándome de erizos,
viéndome insertar lóbulos. Después todo fue túnel, mas túnel con
brazos. Hubo ojos en el aire, vibraciones sin dudas, éxodos que
culminaron dentro, donde se desnuda la piel, donde el mar no tiene
ligamentos. La quietud fue subvertida por la forma, el fuego habló,
la física obtuvo su ángel. Ahora oigo aves que inequívocamente
respiran, hornos que se hacen cuerpo, pólvora que me incita;
traspaso el umbral más golpeado, siento que tu sal me besa, y huelo,
y me adentro, y le doy el tiempo de mis dedos, el furor de mi
espuria saliva. Caen las estalactitas, confundes los estribos,
confundes los pájaros que te vuelan, la llama sonora te arranca como
un líquido, pero no es el eco de esa gran ciudad lo que a mí me
llega, sino una luz que desciende hasta la úvula, y allí me da tu
misma sombra emancipada. Tu sexo, que huele a insomnio, es la
lámpara en que tropiezan los perros. Tu sexo tiembla como un recién
nacido. Tu sexo, agua dilatada, planea sobre tus enemigos. Una sola
disciplina, sin recintos, sin mejillas, como si hubiese abierto una
válvula. Yo, en tu balsa; tú, comida como un clavel, insólita entre
mis fauces delicadas. Así se riegan los vientres; como si se
erigiera una casa, como si la imagen devorase al espejo. El
epicentro soy yo, o tú, o este cínculo que rodea mi boca. Y bebo. O
deposito almendras. O saboreo la tímida caracola. Tu sexo es una
crátera de anís, una esponja de plata. Con los primeros sorbos se
despereza, abre su turbio limo: un húmedo sol lo llama. Después, el
rotar es constante, no conoce los espías, desata las luces, regala
su limpia mostaza; un oleaje indudable lo levanta como una piña y lo
deja temblando, sobre mi ápice, al borde de la nada. Pero luego,
cuando el camino cesa, muestra su centro de uva calmada; es el
descubrimiento de la ausencia, decantada desde las raíces,
transmitida por el barro hasta la mera palabra. Sin embargo, no es
desamor esa fatiga que sientes, sino melaza que regresa, sed que a
sí misma se niega para entregarse, después, más fría y tamizada. No
pretendo sepultar la herida, sino hacerla más azul: darte más aire,
en lugar de exiliarte. Por eso mi tierra, que antes buscaba la
incisión, el reír de los cuchillos, recoge ahora el ámbar de tu
vientre. Por eso me arropo con tus membranas. Por eso aflora mi
estómago: para que no se escapen tus centímetros. Tu sexo huele a
espíritu. Tu sexo es una casa consagrada.
(De Unánime
fuego)
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