Eduardo Zamacois

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Noche

El hombre de la barba negra

El jorobadito

A muerte

NOCHE

   La locomotora lanzó un silbido autoritario y el tren echó a rodar cachazudamente estremeciéndose con un acudimiento lento y suave, como un desperezo; luego aceleró su marcha, los coches pasaron veloces unos tras otros, con sus ventanillas iluminadas, por las cuales se abocetaban perfiles borrosos de viajeros, y al fin el expreso desapareció en su vuelta del camino derramando esa tristeza indefinible que deja tras sí todo lo que huye ...

   Allá lejos, sepultada en la inmensidad tenebrosa de la noche, quedaba la estación con sus cuatro paredes renegridas por el humo de las máquinas, su flaca techumbre de pizarra y su miserable andén de apeadero provinciano, iluminado por una linterna colgada junto a un reloj.

   Dentro, en el saloncillo destinado a la carga y descarga de los equipajes, había un hombre y una mujer. Ella, acurrucada contra el muro, entre un maletín de viaje y un lío de ropas, permanecía inmóvil, el rostro inclinado sobre el pecho, procurando conciliar el sueño; él, menos fatigado o más impaciente, paseaba de un extremo a otro, con las manos metidas en los bolsillos de un viejo gabán que casi le llegaba a los talones. Al otro extremo del salón, un empleado dormitaba embozado en su bufanda. Fuera resonaban los silbidos del viento y el murmujeo de los árboles que agitaban en la sombra sus ramas escuetas.

    De pronto el individuo del gabán interrumpió sus paseos parándose delante de la mujer que dormía.

    _¿Sabe usted _dijo_ a qué hora pasa la diligencia para Almería?

  Ella levantó la cabeza: era una vieja con un semblante que acaso fue hermoso, pero que los años estropearon, dejándolo marchito y enjuto como un bagazo.

  _Creo _repuso_ que sale de aquí a las cinco. La diligencia que yo he de tomar parte a la misma hora.

  Él no contestó y reanudó su paseo, andando a largas zancadas, pisando recio para ahuyentar el frío que le atería los pies. Era un viejo de mediana estatura, con rostro simpático y un continente imperativo y desembarazado de gran señor, que parecían protestar de la gran estrechez que acusaban la raridad y el mal pelaje de sus vestidos.

   Pasaron algunos minutos y el desconocido tornó a prender la hebra con la viajera. Hablaban lentamente, como a la fuerza, cual si de todos los males que sufrían el de la conversación fuese el menor. Él iba a Lucainena de las Torres; ella a Lubrín.

   _ ¿De dónde viene usted? _preguntó la vieja.

   _De Buenos Aires.

   _Allí he vivido yo algunos años ... Ahora vengo de Madrid ... He viajado mucho ...

   _ Yo también.

 Hablando, hablando, vinieron en conocimiento de que la suerte les había llevado casi por los mismos derroteros: los dos estuvieron en París, en Londres y en América ... y aquellas coincidencias provocaron entre ellos una repentina corriente simpática.

 _En la fecha a que usted se refiere _decía él_ yo trabajaba en el Teatro Español con don José Roldán.

   Ella lanzó un grito de sorpresa.

   _¡Cómo! _exclamó_, ¿usted conocía a Pepe?

   _Muchísimo; fue mi maestro.

   _ ¿ Y a Rosario Molina?

   _ También. ¡Pobrecita! ... Murió estando yo en París ...

 La viajera se había levantado y miraba a su interlocutor azorada.

 _Claro es _dijo tras una breve pausa _, que si conoció usted a Rosario, conocería también a su íntimo amigo Daniel Santana, el pintor. ..

 _¿Cómo no? .. _interrumpió el anciano admirado de que aquella vieja tan mal traída por la suerte le hablase de tantas personalidades ilustres_; Daniel y yo nos quisimos como hermanos ...

  Contempláronse perplejos, agradeciéndose el inesperado bienestar y suave contento que mutuamente se proporcionaban.

 _Indudablemente _exclamó ella_, nosotros nos conocemos; usted se llama ...

   _Mariano Guzmán.

   _¡Mariano Guzmán! _repitió la anciana cruzando las manos_; ¡oh, sí!. .. Hemos hablado muchas veces en el estudio de Daniel... Mas ... ¿cómo conocerle a usted después de tantos años?

  Le miraba maravillándose de encontrarle en aquel sitio y tan viejo, con su gabán raído y salpicado de manchas, sus zapatos desgobernados y su rostro de hombre muy vivido, macilento y triste ... Él la observaba también adivinando sus pensamientos.

   _¿Y usted _preguntó_ quién es? ..

   _Elisa Marcial, la modelo que tuvo Daniel para sus cuadros Safo y Venus dormida, premiados con medalla de oro en la Exposición de París ...

   Poseído de verdadera emoción, Mariano Guzmán se aproximó a su interlocutora para examinada mejor.

   _¡Elisa, Elisa! _repetía_; ¡ah, qué cambiada está usted! ... ¡Usted es la mujer más hermosa que he conocido!. ..

 Hablando así la cogió familiarmente por los hombros, admirado de verla tan vieja, con su frente rugosa, sus ojos hundidos y su semblante alargado y marchito por el sufrimiento ...

  _No hable usted, Mariano _repuso ella en voz baja_, de mi antigua belleza, ya que ahora sólo soy la caricatura lamentable de lo que fui: los años crueles trocaron mi gentileza en fealdad, mis ilusiones en desencantos, y en miseria mi fastuosa opulencia de otros tiem­pos. ¡Oh!. .. de Elisa Marcial ya no resta nada, nada ... ¡Ni el recuerdo!

   El viejo actor alzó los hombros.

_¡Ni un recuerdo! _murmuró_; dice usted bien ... ¡Tampoco se acuerda nadie de mí! ...

Continuaron hablando, repitiendo nombres de camaradas muertos y evocando sus efímeros triunfos de viejos ídolos abandonados.

Sin hogar, sin familia, sin otra esperanza que la de hallar en sus pueblos algún pariente que les amparase hasta que viniese para su desvalida vejez la hora del eterno descanso, olvidaban su porvenir hambriento y desnudo para mejor evocar aquel pasado luminoso, tan fértil en aventuras y en ilusiones, que llenaba su vida.

 Mariano Guzmán, cuyo nombre figuró en las páginas más brillantes de nuestro teatro, era una especie de dios caído. Hubo un tiempo en que la fortuna le acarició y encumbró como a hijo predilecto; los mejores dramas fueron estrenados por él; los actores imitaban sus actitudes, su voz, sus gestos, y rindió a muchas mujeres prendadas de su gallarda postura y altos merecimientos artísticos... Después, la estrella de sus aventuras empezó a eclipsarse: vinieron los clisgustos con compañeros poderosos que le envidiaban, las malas contratas, las excursiones provincianas que tanto gastan y achabacanan a los buenos artistas, los viajes a América, los amores desgraciados que exprimen el alma ... Insensiblemente fue quedándose sin figura, sin memoria y sin voz; ya no hallaba aquellas exaltaciones trágicas, aquellos gestos sublimes con que antaño vencía la silenciosa hostilidad de las muchedumbres; su genio declinaba. Cuando regresó a Madrid, el público no quiso reconocerle y tuvo que marcharse. Desde entonces la vida fue para Mariano Guzmán el descenso humillante de un Calvario interminable; siempre rodando de un lado a otro, siempre bajando; hoy un poquito, mañana un poco más ... Y al fin, cansado de tan largo combate, sin dinero, sin hijos, volvía al miserable pueblecillo de donde cincuenta años antes le sacó su ambición, con la vaga esperanza de hallar un hermano labrador a quien nunca había escrito ...

 Mientras el anciano hablaba, su interlocutora hacía con la cabeza signos melancólicos de asentimiento.

 Ella también había luchado y contribuido eficazmente a la elaboración de muchas preclaras reputaciones artísticas.

 Elisa Marcial fue una de las mujeres más hermosas de su época: las copias de los cuadros que su guapeza inspiró se vendieron a millares, y no hubo aficionado para quien el cuerpo de la célebre modelo tuviese secretos: arrogante y esbelta como la Duval, de Gérome; voluptuosa y sensual como aquella Adriana, que el genio de Ralli ha legado desnuda a la posteridad: con sus hombros redondos, sus pechos duros de virgen salvaje, su talle anillado y sus caderas amplias y mórbidas de mujer ardiente ... Elisa recorrió las principales ciudades europeas, luego fue a América, en brazos de un millonario brasileño, y cuando regresó a Madrid, muchos años después, comprendió que la brillante novela de sus triunfos terminaba.

  Había menos luz en sus ojos cansados, menos frescura en sus labios, menos gallardía en su cuerpo. Varios de sus amantes eran muertos; otros la trataban con cierto aire de compasiva protección, como a una vieja amiga con quien sólo puede hablarse de lo pasado; algunos, cuando la encontraban en la calle, miraban a otra parte, esquivando el trabajo inútil de saludar a una mujer fea ...

  _El tiempo _agregó Elisa Marcial_ había dispersado la alegre comparsa de mis amigos y era inútil querer re­conquistarles. En ese Madrid, testigo de mis triunfos gloriosos, quise morir; pero la miseria no me permite satisfacer este último capricho y regreso a mi pueblo, donde me espera una sobrina de quien guardo algunas cartas ...

  No dijo más, y aquellos dos náufragos ilustres a quien el espantoso vendaval de la vida arrojaba sobre la misma playa, se contemplaron en silencio; un silencio elo­cuente, lleno de confesiones. Después, él preguntó:

   _¿No tiene usted hijos?

   _No.

   _ Yo tampoco ...

Sus amores, como sus triunfos artísticos, fueron estériles. Aquello parecía una maldición.

_No nos queda nada _agregó Guzmán_; nada ... ¡Ni siquiera un hijo que nos recuerde!

Permanecieron mudos, pensando en aquel Madrid lejano que aplaudió sus victorias y encumbrarnientos, y que al verles viejos les arrojaba lejos de sí. Los escritores pueden holgarse de haber compuesto un libro que perpetúe su nombre; pero, ¿qué resta de los actores muertos, y qué de las modelos a quienes el tiempo privó de encantos?

 _Todo ha concluido para nosotros _murmuró Guz­mán.

   _¡Todo! _repitió Elisa.

Hablando así, aquella mujer a quien un millonario brasileño sedujo en París envolviéndola en pieles de marta, tiritaba bajo sus viejos vestidos agujereados. De repente se oyó ruido de caballos y de coches que se acercaban.

_Ahí están las diligencias _dijo el actor_, vámonos.

  Y salieron. En la penumbra indecisa del amanecer aparecía la carretera que se alejaba serpeando hacia el horizonte neblinoso. A la izquierda quedaba la vía férrea sepultada entre dos ribazos, semejante al cauce de un enorme torrente seco. Las diligencias sólo se detenían allí algunos instantes, los indispensables para recoger las cartas que hubiese. Los dos ancianos se contemplaron con angustia, deplorando separarse después de haber reverdecido tantos recuerdos. Sin embargo, era preciso.

   _Adiós, Mariano _dijo ella_, hasta otra vez ...

   Sus ojos brillaban cubiertos por un velo de lágrimas.

   Él apretó convulsivamente entre sus manos la mano flaca y yerta de su interlocutora y se alejó sin responder, avergonzado de que le viesen llorar. Cada uno parecía llevarse el pasado del otro. Cuando las diligencias partieron en opuestas direcciones, los dos viejecitos, asomados a las ventanillas de sus vehículos, agitaron sus pañuelos dándose el último adiós, dejando tras sí esa melancolía inexplicable de todo lo que huye ...

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El hombre de la barba negra

Hemos almorzado a veinte kilómetros, poco más o menos, de la Habana. El chalet que nos acoge es a la vez rústico y confortable; en el vestíbulo, lleno de una suave luz dorada, los canarios gorjean a media voz; la brisa que travesea con las palmeras del jardín levanta alrededor de la casa un rumor de mar.

Es la hora del café. Nos sentimos contentos. Supimos glosar discretamente diversos asuntos placenteros, y el buen humor corre sobre la mesa. Charlamos de teatros, de libros, de amoríos que no costaron lágrimas... Súbitamente la conversación muda de cauce, se entinta, y surge la historia, la extravagante historia de maleficio que momentáneamente extenderá por el comedor una oscuridad, cual si una gran nube acabase de pasar por delante del sol...

_La casa en que vivíamos _empezó a decir el narrador_ tenía tres alcobas contiguas: la primera de ellas la ocupa­ban mi madre y mi padrastro; la inmediata servía de cuarto ropero; en la tercera dormíamos mi abuela, mi hermano Paquito y yo. Mi hermanito, fruto del segundo matrimonio de mi progenitora, tenía once meses; yo acababa de cumplir nueve años. Una noche, poco antes de amanecer, nuestra estancia se iluminó bruscamente, y vi a mi madre que, semidesnuda y con los ojos desorbitados, irrumpía en la habitación y como enloquecida se precipitaba hacia la cuna de mi hermano. Al ruido mi abuela se despertó también.

       _¿Qué sucede? _exclamó incorporándose. Mi madre balbució angustiada:

       _El niño ... , el niño ...

       Inclinóse sobre la cuna donde su hijo reposaba sosegadamente. Hubo un breve silencio. Mi abuelita gruñó enojada:

        _¡Calla! ... No lo despiertes. ¡Anda, márchate y apaga la luz!...¡ Déjanos en paz!...¡ Estás soñando!...

Mi madre, caminando de puntillas, se acercó a la suyo y la abrazó tiernamente.

        _¡Si supiese usted lo que he soñado! ...

El rostro de mi abuela adquirió una expresión supersticiosa: era una mujer flaca que tenía los ojos anchos y muy negros, y los cabellos alisados hacia atrás y muy blancos. En pecho descarnado, del color de la cera, las clavículas dibujaban dos sombras sinuosas profundas.

       _Cuéntame lo que soñaste _murmuró miedosa.

       _Yo estaba acostada _explicó mi madre_ cuando vi que por la ventana del cuarto ropero entraba un hombre. Era un hombre calvo, alto, delgado, de barba negra...Iba bien vestido; no parecía ladrón. «¿Quién será?», pensé. El intruso se dirigió hacia aquí. Con los ojos del alma, sin duda, pues no había movido de mi lecho, le vi aproximarse a la cuna del niño. Después de observarle lo destapó sin despertarle, lo colocó boca abajo, le levantó la camisita y prestamente, desde la nuca a la rabadilla, le pasó una uña. Yo entonces di un grito y me arrojé de la cama. Al franquear la puerta del cuarto ropero me encontré frente a frente con el desconocido, que se dirigía a ventana para irse. Al verme sonrió, se detuvo y mostrándome pulgar de su mano derecha: «Con esta uña _murmuró_ acabo

de matar a tu hijo». Y se fue.

Mi abuela no demostró otorgar a este relato extra gante importancia ninguna.           

_Todo eso _dijo soñolienta_ son tonterías. Además, los sueños que se cuentan no se realizan. Vete tranquila.

Las dos mujeres se despidieron cambiando un beso; mi madre apagó la luz y yo volví a dormirme.

Al día siguiente, Paquito amaneció con fiebre. Lloraba y se negó a tomar alimentos. Tenía la cara roja, los labios secos; sus pies y sus manos quemaban. La purga de aceite de ricino que le administraron no surtió efecto. Yacía aletargado, no abría los ojos, y la cabeza se le iba de un lado a otro, inerte cual si las vértebras cervicales se le hubiesen roto. Por la tarde su estado se agravó. El termómetro que le pusieron para tomarle la temperatura acusó treinta y nueve grados y décimas. Mi padre, a pesar de su carácter confiado, tuvo miedo.

        _Iré a buscar a don José _dijo.

Don José Rentero era el médico «de casa»; el viejo médico que me ayudó a nacer.

        Después que mi padre salió, el silencio pareció intensicarse; y creyérase que en las habitaciones había disminuido la luz. Nadie hablaba. Mi madre, mi abuela y yo permanecíamos agrupados delante de la cuna, y si necesitábamos ir de una habitación a otra lo hacíamos de puntillas. A cada momento mi padre palpaba al niño.

       _Lo hallo peor ... _decía_; está más caliente ...

       A su vez mi abuela lo tocaba y _acaso para consolar a su hija_ respondía invariable:

      _Aprensiones tuyas; sigue lo mismo.

      Yo, lo declararé francamente, empezaba a aburrirme. Casi de noche regresó mi padre. Apenas ganó el zaguán lo reconocimos por las pisadas, y luego le oímos avanzar afanoso a  lo largo del corredor oscuro. Al penetrar en la habitación, se quitó el sombrero, que arrojó desde lo lejos sobre un diván, y con el pañuelo se restañó las mejillas. Venía sofocado.

    _¡No he podido dar con don José! _exclamó_ Pero no hay que apurarse: traigo otro médico.

    En la penumbra del corredor, efectivamente, columbramos un bulto que lentamente se acercaba. Todos nos pusimos de pie. Mi padre se volvió:

      _Adelante, doctor ...

      En aquel momento aparecía en el rectángulo de la puerta un señor calvo, alto, delgado, el pálido semblante enmarcado por una densa barba negra. Mi madre, las temblantes manos cruzadas sobre el pecho, retrocedió un poco.

     _¡Es él_la oí murmurar_, es él!

     Serenamente el recién llegado avanzó; su cráneo mondo relucía bajo la luz.

     _Buenas noches _dijo.

     Mi abuela repuso apagadamente, como un eco:

     _Buenas noches ...

     Yo repetí:

     _Buenas noches.

     Mi madre no habló; no podía; el corazón la ahogaba.

     Lívida, los labios sin color y entreabiertos, los ojos inmóviles y turbios, parecía muerta.

     El médico se aproximó a la cuna, pulsó al enfermo, lo auscultó, le toqueteó el vientre, y sus cejas se fruncieron adustas. Mi padre le interrogó anhelante:

     _¿Es grave el caso?

     _Sí.

     _¿Muy grave? ..

     Transcurrieron unos segundos. Mi padre preguntó con voz estrangulada:

     _¿Cree usted que será meningitis? .. El galeno replicó frío, sobrio:

     _Vamos a saberlo ...

     Seguro de que el enfermito no se despertaría, retiró las frazadas que le cubrían, le colocó boca abajo, le arremangó la camisa y con la uña del dedo pulgar de su mano derecha le trazó de arriba abajo, a lo largo de la espalda, una raya.

     Mi madre lanzó un grito horrísono y se desplomó inerte en el suelo. Su pesadilla de la víspera acababa de realizarse

Dos días después mi hermano falleció...

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      Desde muy pequeñin, la conciencia de su fealdad fué acobardando la condición mollar, dulce y sumisa, de Sabino Beltrán. Cuando níño, todos los compañeros de colegio le burlaban llamándole por un apodo cruel que le recordaba su desgracia; de joven, los hombres y las mujeres le trataron con benévola cortesanía, ayudándole al bajar de los coches, sirviéndole en la mesa, amparándole contra los descomedimientos del vulgo impaciente en los espectáculos públicos, y aquellas deferencias, aquella obligación de defenderIe y auparle que todos, instintivamente, se imponían, humillaban a Beltrán, por ser una amabilidad nacida de la compasión que inspiran los débiles, que no del respeto; galantería indiferente, triste y depresiva como una limosna... Sabiéndose inútil y menguado para las justas del amor y los duros ajetreos y mudanzas de la vida, Sabino Beltrán fue replegándose en sí mismo, cerrando su ánimo a toda ilusión y a todo deseo, como cierran sus pétalos, al declinar la tarde, esas florecillas enamoradas del sol; anublándose, prefiriendo a los públicos descalabros de su amor propio la subordinación voluntaria y sin lucha. A los treinta años el pobre jorobado era un individuo que apenas medía cinco pies de estatura, las piernas y los brazos delgados y largos, y la cabeza hundida entre los hombros, como quien vive bajo el perpetuo recelo de una amenaza; tenía el cráneo dolicocéfalo, el semblante prolongado y enjuto,  terrosos el color y los labios, la frente surcada por el pliegue horizontal de la atención  y la complacencia, los ojos de parado y melancólico mirar; bajo la nariz, de corvo perfil, sombreaba un bigotillo raquítico de fatigadas guías. Beltrán jamás tuvo amores ni tejió amistades seguro de que nadie gustaba de él, y envejecía tranquilamente, consagrando ocho horas diarias a su oficina: negociado de un ministerio en donde cobraba un sueldo exiguo con el que iba defendiendo, a fuerza de economías y de sabia administración, la vejez de su madre y el desvalimiento y orfandad de dos hermanos pequeños.

      Aquel sereno vivir, aquella existencia reconcentrada que parecía deslizarse hacia su destino sin ruido y como de puntillas, favoreció el desarrollo interior o psíquico de Sabino Beltrán. En la soledad su conciencia tímida crecía lozana, como planta copiosamente regada; los sentidos conservaban su acuidad pristina, la reflexión no era amarga, la imaginación parecía paleta de variados y abundantes colores. Beltrán no amaba a nadie, ni se creía capaz de servir de norte o motivo a ninguna pasión; y, no obstante, en el recogimiento impenetrable de su alma, especie de santuario cerrado a todo el mundo por los triples cerrojos de la pobreza, la timidez y la fealdad, la semilla del amor dormía esperando el milagroso momento de despertar.

      El único amigo con quien Beltrán solía distraer algunos ratos era don Prudencio, marqués del Bombín: un caballero muy celoso, casado con una muy linda personita. La preocupación invencible y constante de don Prudencio, el asunto de sus pesadillas, el hito obligado de sus cavilaciones, era el alma de Carmen; almita inocente, frívola y alegre, como esos mascones tornasolados que revolotean al sol sobre los macizos de flores. A don Prudencio no le satisfacía conocer minuciosamente la vida exteríor de su mujer, sino que gustaba de sondear su espíritu, alambicando sus pensamientos, buscando en el remoto pasado la razón de lo más fútil, quintaesenciando el origen probable de lo más nimio y somero. Sin esta malhadada obsesión, la vejez de don Prudencio, ex senador del Reino, mayor contribuyente, marqués del Bombín y cabaIlere varias veces condecorado, hubiera estado limpia de zozobras y quebrantos.

     Don Prudencio, que, por precaver su hogar de malos contactos, no tenía amigos ni celebraba reuniones, recibió una tarde

la visita de cierto desconocido a quien un cambio de gobierno dejó cesante. El importuno era Sabino Beltrán. Don Prudencio             

prometió favorecerle en cuanto pudiese, y  el jorobadito, pasados varios días, repitió su visita; su aire apagado y sus ojos melancólicos y humildes como una súplica interesaron al marqués, quien adivinó en aquel espíritu doliente un .buen amigo.

      Sabino Beltrán quedó colocado. Desde entonces los dos hombres comenzaron a unirse con lazos de leal y seguro afecto; para    

Beltrán la casa de su protector era un refugio, cariñoso y cómodo; para el marqués el jorobadito era un aliado, acaso un consejero, que más adelante supiese guiarle los laberínticos escrutinios psicológicos por donde su celosa imaginación andaba siempre presa. Su inteligencia perspicaz  sondeó fácilmente el espíritu infantil, diáfano y sin trampas de Sabino Beltrán, y hallole vencido, avergonzado de su fealdad, seguro de que el amor no le visitaría nunca.                                                          

      _De este hombre _pensó Prudencioes tonto desconfiar...

      Y el jorobado fue admitido en la íntimidad del antiguo senador, y comió con él a manteles y recibió la confesión de sus secretos. Tales deferencias, no obstante, si bien al principio satisficieron a Beltrán, derramando en su corazón suave gozo, no tardaron en mortificarle, trocando en amargas hieles la consoladora miel de su contento, pues comprendió que aquel agasajo y aquel recibirle con tanta familiaridad y llaneza obedecía al mismo sentimiento de la benévola tolerancia con que siempre y por todos fue tratado. Don Prudencia y él no eran iguales, ni por su fortuna ni por su carácter, y esta desnivelación de clases y de temperamentos rompía entre ambos todo vínculo de verdadera amistad. Sabino Beltrán volvió a quedar muy triste, sintiendo pesar de nuevo sobre sus pobres hombros el fantasma mordedor del ridículo. El marqués le quería porque su humilde condición y su acabada fealdad le ponía a cubierto de amorosas tentaciones; porque no podia inspirar celos a nadie, ni a él... que los tenía de todo el mundo.

         Carmen era joven, bonita, seductora como encarnación perfecta de todo femenil hechizo, y parladora, entrometida y alegre con la confianza que inspiran la discreción, la belleza y la salud. Sabino Beltrán, aunque a regañadientes y contra la autoridad de su deseo, llegó a concebir por ella una pasión intensa y  voracísima; amor contemplativo, íntimo como el fuego que devora la entraña de los mundos y que ni en palabras ni aun en miradas se traducía. Por su parte, la linda marquesita también profesaba al jorobadito viva simpatía: le interesaban, con sentimiento de conmiseración y protección hacia él, su débil cuerpo desgobernado por la desgracia, sus labios terrosos inaccesibles al contento, sus ojos eternamente tristes, su voz velada, sin inflexiones, como la voz de la pesadumbre... Y procuró reanimarle, comunicándole sus caprichos, arrastrándole a los teatros donde su marido la llevaba, espantando de su frente los malos recuerdos, queriendo alumbrar la noche de su negra vida con la antorcha de la alegría y de la esperanza. Sabino Beltrán fue su amigo, después su hermano; más tarde su confesor, su director espiritual, con derechos para preguntarlo y saberlo todo. Don Prudencio se ufanaba de aquel valimiento, reconociendo que la leal amistad del jorobadito le aliviaba, suavizando la ponzoñosa comezón de sus celos.

       En la monotonía de aquella existencia, los días y los meses pasaban dulcemente: Carmen miraba hacia el porvenir tranquilamente, segura de que el mañana no traería para ella ninguna hora negra; Sabino la quería con cariño paternal y sólo de su futuro bienestar se preocupaba, prometiéndose vivir para ella con exclusión de toda otra mujer, y el mismo don Prudencio, tan suspicaz y reservón, iba rindiéndose a la dulce seguridad de ser amado.

       La Nochebuena de aquel año la pasó Sabino Beltrán con su madre y sus hermanos, ocupando el lugar que la muerte de su padre dejó vacío. Al día siguiente fue a casa de sus amigos. Carmen le invitó a comer; el marqués cenaba fuera. Sabino advirtió en la joven una sombra de tristeza; tenía el sobrecejo ligeramente fruncido, sus ojos miraban sin parpadear un punto del mantel... Beltrán se alarmó, creyendo que aquel desusado mutismo obedecía a preocupaciones graves. Pero se equivocaba: Carmen estaba triste porque Prudencio no había querido comprarle un gabán...                .

       _Dice _añadió_ que ya tengo muchos... , y que nada adelanto con tener otro más...

       Sabino Beltrán procuró tranquilizarla recurriendo a su abundante repertorio de palabras conciliadoras.

     _¿Y cuánto vale esa prenda? _preguntó Sabino.

       _Cuatrocientas cincuenta pesetas.

       _El precio no es saco de paja.

       Carmen exclamó, cruzando sobre el pecho sus manos suplicantes:

      _ ¡Ah, don Sabino!.. Si usted pudiera arreglárselas de modo que Prudencio me comprase ese gabán ...

      Beltrán pasó el resto de la velada muy serio, perdido en abstrusas imaginaciones. A despedirse lo hizo con una promesa, dulce, para ella, como un epitalamio,

      _Duerma usted tranquila y contenta _dijo_; tengo un plan ...

  

  A la noche siguiente, aniversario de los Santos Inocentes, Sabino Beltrán cenó con los marqueses. Don Prudencio, que estaba de famosísimo humor,  refir las invenciones y socaliñas que, sin éxito, emplearon varios amiqos suyos para pedirle dinero; pero sus chistes no triunfaron:Carmen, siguiendo las indicaciones del jorobado, parecía muy preocupada: Sabino, muy triste. A los postres, sin esperar la llegada del café, la marquesa se levantó solicitando permiso para re­tirarse a sus habitaciones.

      Don Prudencio la miró, sorprendido.

      _¿Cómo?_dijo_. ¿Te sientes enferma?

      _No.

      _Entonces ...

    Ella denegaba con muestras evidentes de perplejidad y turbación.

    _Es _repuso vacilando_ que ... que me duele la cabeza; son los nervios. Estoy cierta de que durmiendo ocho o diez horas todo pasará ...

     Se fue, dedicando a Sabino Beltrán un saludo vago; el jorobado apenas contestó y permaneció inmóvil, con los ojos bajos.

     Hubo un rato de silencio. El marqués preguntó, repentinamente emocionado:

      _¿ Qué es esto, Sabino?...

    Beltrán levantó la cabeza, miró a su protector y no respondió.

      Don Prudencio amplió su ínterrogacíón:

      _¿Qué sucede aquí? ¿Ha tenido usted algún disgusto con mi mujer? ...

      _No, señor.

      _Creo, sin embargo, haber advertido cierta frialdad entre ustedes. Toda la tarde estuvo triste, pero achaqué su mal humor a no haber comprado un gabán que días atrás me pidió y que yo no he querido comprar. Pero ahora... me parece no ser el único responsable de su disgusto. Anoche cenó usted con ella; hoy, durante la comida, apenas han cambiado ustedes media docena de palabras ... ¿Por qué? Usted sabe algo; entre ustedes algo desagradable ha sucedido ...

      Repentinamente, sus celos, mal adormidos, despertaron; la sangre coloreó sus mejillas ligeramente; el coraje ponía en su voz un trémulo siniestro de amenaza.

      _Hable usted _repitió, hable usted; se lo ruego: si es preciso, se lo exijo.

      _Hablaré _prosiguió el jorobadito_ porque usted es un hombre noble. Un caballero, un perfecto caballero.... indigno de ser engañado...              

      _¿Engañado? .. ¿Yo? _repuso don Prudencio silbando las palabras por entre sus dientes apretados.

    __contestó Beltrán_. Hay algo que usted presiente, que adivina... pero que no conoce completamente...

    Aquellas palabras ambiguas parecían envolver una alusión lancinante y terrible a los celos que siempre. y sin motivo alguno, atormentaron al marqués.

       Don Prudencio se levantó y, cogiendo a Sabino fuertemente por un brazo, le dijo:

       _Cuénteme usted cuanto sepa; dígamelo usted todo.... ¡todo! ... O le rompo el cráneo.

       El jorobado se levantó también.

       _, sor; hablaré.

     Luego. con cinismo extraordinario, continuó: .

     _Yo, señor marqués, si he de serle a usted franco necesito ...

       _¿Qué? ..

       _Como tengo familia y mi sueldo es tan corto...

       _¡Ah!... ¿Dinero? .. ¿Cuánto?...

       Hablando así sentía hacia el jorobado odio y desprecio infinitos, y, a no querer arrancarle su secreto, le hubiera asesinado allí mismo, tan ruin y abyecto y miserable le parecía.

      Sabino Beltn repuso con maravilloso desparpajo y sin precipitarse, como hombre mirado que sólo quiere pedir lo justo:

      _Con dos mil reales tendría bastante. Don Prudencio sacó su cartera Y, sin contestar, fue arrojando sobre la mesa billete tras billete,  las quinientas pesetas que Sabino Beltrán pedía por su confesión.                        

    Lentamente el jorobado recogió el dinero, y después de contado lo guardó con parsimonia desesperante en el bolsillo de su chaleco. El marqués callaba; tenía la frente anegada en sudor; entre sus labios trémulos la respiración parecía un jadeo;

instintivamente sus hombros se encogían, presintiendo la proximidad del terrible golpe que iba a herirle ...

     _Cuide usted a su mujer -_dijo al fin Sabino Beltrán _, cúidela usted mucho...

      _¿Por qué?

      _Porque... Esta tarde hemos hablado y repito que debe usted saberlo todo.

      Don Prudencio crispaba los puños. Sabino prosiguió:

      _¿Cree usted que Carmen le quiere?

      _Sí.

      _¿Cree usted que es buena?

      _¡Oh! ¿Cómo no creerlo?

      _Pues bien: se engaña usted ...

      Volvió a detenerse, midiendo al marqués con los ojos.

    _Carmen _agregó el jorobado_ no es buena, sino santa; y no le quiere a usted, sino que le adora ... Esto es lo que usted ignoraba y lo que debe saber para complacerla en todo y no tener celos de ella...

    En aquel momento Carmen, que estuvo escuchando la conversación tras unos cortinajes, penetró en el comedor riendo y brincando como una loca.

      _¡ Y ahora _gritó_ que los Santos Inocentes te reembolsen lo que pagaste por este secreto!...

      Sabino Beltrán sacó el dinero que el marqués le había entregado, exclamando:

     _Tome usted, Carmen, cuatrocientas cincuenta pesetas para un gabán. Con los diez duros restantes compraré un palco.¡Yo convido!

     Don Prudencio se había dejado caer en un diván, aniquilado por la emoción, con ganas simultáneamente de llorar y de reír.

       El marqués no ha olvidado aquella aventura.                                    -

     _Fue _dice_ la noche más terrible y más dichosa de mi vida: en ella cupo el paraíso y el infierno; la eternidad misma ...

(Tomado del número 33 de la revista Lecturas de 1924)

 

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Personajes:

Doña Sol: veinte años.

Teniente de caballería don Luis Izquierdo: veinticinco años.

Coronel de caballería don Florentino Pacheco: cincuenta años. Esposo de doña Sol.

 

 

La acción se desarrolla en una ciudad sitiada. Es media noche. La escena en un escondido cenador del parque del palacio Roudira, cuyos dueños, para mejor acreditar su desdén hacia las bombas que los sitiadores lanzan sobre la ciudad, celebran un baile de trajes. Los apellidos más aristocráticos asisten a la fiesta; nadie tiene miedo: las mujeres, especialmente, descotadas y alegres, ríen y dan pruebas de un heroísmo admirable. ¿Acaso para danzar allí no hace falta tanto valor como para morir sobre la muralla?

DOÑA SOL.- Salgamos; este cenador está demasiado obscuro.

IZQUIERDO.- ¿Ya se va usted?

DOÑA SOL.-  Nuestra ausencia podría ser notada.

IZQUIERDO. - Una palabra de esperanza, Sol; una palabra para mi pobre corazón, que muere de sed... (La mira largamente a los ojos. Ella sonríe, se turba... Realmente está monísima, con su rostro de veinte años bajo la nieve de una peluca Pompadour. Izquierdo, exaltándose.) ¿No me amará usted nunca?

DOÑA SOL.- ¡Ah, cómo, si el deber nos separa!... Para corresponder a la pasión que usted me ofrece necesario sería que yo fuese libre.            

IZQUIERDO.- Será usted libre.

DOÑA SoL (cruel).- ¿ Tiene usted esperanzas de que una bala enemiga me deje viuda?

IZQUIERDO.- ¡No! Yo buscaré el medio. Adiós. (Se inclina para besarle la mano.)

DOÑA SOL (palideciendo).- Somos perdidos; mi marido viene hacia aquí y nos ha visto.

IZQUIERDO.- Mejor: él nos trae la solución del problema; le diré la verdad.

DOÑA SOL.- ¡No, no!... ¡Niegue usted! ... (Escapa por una puertecilla lateral, disimulada en la hiedra.)

  Silencio. Sobre la arena del caminar resuenan cadencíosos los pasos y las espuelas del coronel. De pronto, su figura alta y sólida y su rostro enmarcado por una barba anciana se recortan sobre la claridad de la puerta          

DON FLORENTINO.- Buenas noches, Izquierdo. (Ni su voz ni su ademán expresan inquietud.)

IZQUIERDO (llevándose maquinalmente una mano a la visera del kepis).- Buenas noches, mi coronel.

DON FLORENTINO.- ¿Se ha refugiado usted aquí, huyendo del baile?

IZQUIERDO.- . Allí debemos mostrarnos corteses y espirituales con las soras, y la idea de que mañana podemos morir, francamente ... , me quita el humor de ser chistoso. (Aparte.) No sospecha nada.

DON FLORENTINO. - También yo me aburría en el baile; tenía ganas de hacer ejercicio...

IZQUIERDO.- Salgamos.

DON FLORENTINO.- Podemos regresar al hotel para despedirnos de los señores de Roudira.

IZQUIERDO.- Como usted guste.

DON FLORENTINO .- A mi sora, su hermano la acompañará a casa. Yo, esta noche, deseaba hacer un poco de ejercicio. ¿Quiere usted que probemos unas espadas muy buenas que me han regalado?

  Corta pausa.    

IZQUIERDO (comprendiendo).- Si usted quiere ...

DON FLORENTINO.-¿Por qué responde usted así, tan dócilmente, "si usted quiere"?... No es su coronel quien le habla. Dígame usted su parecer; si prefiere usted la pistola a la espada, no hay inconveníente; a mí también me gusta tirar al blanco.

IZQUIERDO (procurando dominar su emoción, demasiado fuerte para su juventud).­La diversión que usted me propone iba a carecer de interés.

DON FLORENTINO,- ¿Sí? (Sus facciones se endurecen repentinamente; pero, casi sin interrupción, vuelven a serenarse.)

IZQUIERDO.- Sí, mi coronel. Usted, que es un notable esgrimidor, sabe muy bien que la mejor espada de nuestro regimiento es la mía.

DON FLORENTINO.- Cierto. Pero, francamente, en este momento lo había olvidado.

IZQUIERDO.- Mi valor y mi cortesía debían recordárselo.

DON FLORENTINO. - Entonces, vamos a tirar un poco al blanco.

IZQUIERDO.- No, mi coronel.

DON FLORENTINO.- ¿Tampoco?

IZQUIERDO.- Tampoco. .

DON FLORENTINO (sonríe).- ¡Si que es usted complaciente!

IZQUIERDO. - Soy campéón de tiro desde hace tres años.

DON FLORENTlNO.- ¿Qué Importa?

IZQUIERDO.- No; nuestras fuerzas son demasiado desiguales y una victoria así me humillaría. Si en los duelos a pistola...

DON FLORENTlNO (asombrándose y casi risueño).- ¿Duelos a pistola? ¿Qué ha dicho usted? No se trata de un duelo; ¡cuidado con repetir esa palabra!; Se trata de un asalto, de un juego...

IZQUIERDO.- Tiene usted razón; pero como en los asaltos a pistola o a espada no pueden darse «tantos» de ventaja como en el billar...

DON FLORENTINO.- Verdaderamente.

 Caminan despacio bajo los árboles del jardín. Aquí y allá los arcos voltaicos suspendidos a gran altura deslíen sobre la vastedad negra de la fronda un humo de plata.

IZQUIERDO.- Debemos discurrir otro entretenimiento. Yo también deseaba hacer algo extraordinario esta noche.

    Pausa.                   .

DON FLORENTINO.- Ya sé. ¿Quiere usted acompañarme a dar un paseo por la primera trinchera?

IZQUIERDO. - Muy bien. (Por sus cejas ha pasado un ligero temblor, pero se ha repuesto en seguida.)

DON FLORENTINO. - Vamos entonces a decir adiós a nuestros amigos. ¿No le parece a usted que no estará de más despedirse de ellos? (Ríe.)

Entran en el hotel. Muchas personas les rodean. Pasa doña Sol.

DON FLORENTlNO.- ¡Doña Sol!

DOÑA SOL.- ¿Nos vamos?

DON FLORENTINO.- Izquierdo y yo, sí: tú puedes quedarte hasta la hora que gustes.

DOÑA SOL (pálida como las muertas).­ Bien: hasta luego. (Vase.)

UN CABALLERO.- ¿Dónde van ustedes tan temprano? Son las doce y media.

IZQUIERDO. - El coronel me invita a dar un paseo por la primera trinchera.

EL CABALLERO.- ¿Cómo?... ¿A estas horas?

DON FLORENTINO.- Yo le decía a nuestro amigo Izquierdo que, efecto, sin duda de la disposición del terreno, cuando tenemos viento sur las balas suenan más que cuando el aire sopla del norte: y él no quiere creerme. Voy a convencerle de su error y si lo consigo habrá de invitarme  a champaña.

UN CABALLERO.-La prueba es peligrosa. Tengan ustedes cuidado.

OTRO CABALLERO.- Eso, mi coronel... ¿Quiere usted que le diga la verdad?... Me parece una locura.

Los dos militares sonríen. Apretones de  manos, abrazos, donaires, recomendaciones, etcétera. Izquierdo y don Florentino atraviesan la ciudad: las calles están desiertas y casi a obscuras. De cuando en cuando, en el silencio, el estampido de una bomba al caer. Los dos hombres llegan a la primera línea interior de las fortiflcaciones.

UN CENTINELA.- ¿Quién vive?

DON FLORENTINO.- Coronel Pacheco.

El centinela saluda. Ellos siguen por en medio del campo. A la luz serena de la luna todo aparece limpio. mondo: la metralla, poco a poco, lo arrebató todo, casas y árboles. De pronto, muy lejos, crepita una descarga y una nube de balas pasa, silbando, piando semejante a una bandada de vencejos.

DON FLORENTINO.- ¿Hay buenos ánimos, teniente?

IZQUIERDO. - Sí, mi coronel.

Dox FLORENTINO.- No hemos podido elegir noche mejor: ni calor, ni fo, ni viento... Y por añadidura desde esta tarde el enemigo da nuevas pruebas de .actívídad,

IZQUIERDO (sin ironía).- Es una gran noche.

UN CENTINELA. - ¿Quién vive?

DON FLOR EN TINO. - Coronel Pacheco.

El soldado saluda. Los paseantes cruzan otras tres neas de fortificaciones y llegan a la trinchera más avanzada. Son las tres de la madrugada. En el firmamento, de una limpidez tropícal, parecen brillar más estrellas que nunca. Un enorme cono de claridad lechosa, fría, espectral desciende de la luna. A intervalos, ora cerca, ora lejos, resuenan descargas cerradas de fusilería. Luego el silencio y el reposo otra vez. Únicamente la voz del cañón ronca sin cesar. Un oficial se acerca: tiene la barba crecida y el uniforme cubierto de barro.

OFICIAL.- Buenas noches, sores.

DON FLORENTINO.- ¿Hay novedad?

OFICIAL.- Nada, mi coronel. Una granada acaba de matarnos ocho hombres.

Don Florentino e Izquierdo continúan andando: pero en vez de buscar el abrigo de los fosos trepan a un repecho.

OFICIAL (gritando estupefacto).- ¡Eh! ¡No...por ahí no! ...

Ellos no le responden; ni siquiera vuelven la cabeza.

IZQUIERDO.- ¿Fuma usted un cigarrillo Klonaris, mi coronel?

DON FLORENTINO.- Gracias. yo prefiero Los Kedive; huelen mejor y son más suaves. ¿Quiere usted un Kedive?

IZQUIERDO. - Con mucho gusto.

Suena una descarga y ambos se sienten, un instante, en una ola de plomo.

DON FLORENTINO.- ¿ Le han hecho a usted daño? ...

IZQUIERDO.- No. señor. (Saca su caja de cerillas y ofrece lumbre a Pacheco.)

DON FLORENTINO.- Usted, primero.

IZQUIERDO.- Usted, mi coronel.


 

DON FLORENTINO.- Gracias. (Enciende, ya satisfecho levanta la cabeza para lanzar el humo al espacio.)

Segunda descarga. Evidentemente el enemigo dispara contra ellos; las balas han, pasado sobre sus cabezas como un enjambre de voraces avispas.

IZQUIERDO.- ¿Nada, mi coronel?

DON FLORENTINO.- Nada, (Pausa.) No negará usted que este paseo ofrece una extraordinaria grandeza. Nuestra aventura es digna de dos nobles italianos del Renacimiento.

Tercera descarga

IZQUIERDO.- Mi cigarrillo se ha apagado. ¿Me da usted lumbre?

DON FLORENTlNO.- Tome usted. (Acerca su Kedive al de Izquierdo.) Le felIcito, teniente. Acabo de cerciorarme de que su mano no tiembla.

IZQUIERDO (modestamente). - Tampoco a usted le tiembla el pulso, mi coronel.

Continúan paseando; y aunque miran a todas partes atentamente, a nadie ven. Los ejércitos pelean escondidos bajo tierra; es, una lucha de topos. En el medio kilómetro que por aquella parte separa a las dos trincheras enemigas, se pudren desde hace días varios centenares de cadáveres que nadie se atreve a recoger. A ratos, un olor nauseabundo, la horrible pestilencia de la carne podrida, envenena el aire.

IZQUIERDO.- Nunca hubiese crdo que nuestros rivales tirasen tan mal. A estas horas los pobres, sin duda, están medio dormidos.

DON FLORENTINO.- Además, es posible que nos tomen por esos muñecos con que los soldados de ambas partes suelen engañarse.

IZQUIERDO.- Tal vez ...

Ha silbado una bala, una sola, y su silbido ha sido como la raya que un diamante deja en un cristal.

DON FLORENTINO.- ¡Ay!... (Su brazo derecho se tiñe de sangre.) No es nada....

IZQUIERDO (impasible). - En estas circunstancias eso no constituye una ventaja para mí. Estamos iguales.

Suena otra descarga. Don Florentlno vacila y su acompañante tiene que sostenerle. Ha recibido un balazo en el cuello y la hemorragia es terrible.

DON FLORENTlNO.- Esto ha concluido.

IZQUIERDO (queriendo levantarle).- Vamos, mi coronel, arriba; no pierda usted la esperanza; aún puedo yo morir. Seguimos iguales

DON FLORENTlNO (cerrando los ojos). Esto ha concluido. Váyase usted. Llueven las balas.

IZQUIERDO.- Arriba, mi coronel.

DON FLORENTINO (le mira sin rencor y, por primera vez, sus labios se abren a la sinceridad).- Ya sabe usted que nos hemos batido por ella...

IZQUlERDO. - Sí, mi coronel.

DON FLORENTINO. - Quiérala usted mucho.

IZQUIERDO (conmovido).- Con toda mi alma.

DON FLORENTINO.- Cómo yo, ¿verdad?

IZQUIERDO.- Sí, mi coronel: como usted.

DON FLORENTINO.- Como yo.

Muere. Izquierdo, ileso, salta al foso. Se ha salvado. Inmediatamente vuelve a su casa para escribir a doña Sol una carta que empezará así: "Ya es usted libre..." etc.

 

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