Elsa Cross

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Canciones del Egeo

Voz

Bomarzo

Tríptico

 

Canciones del Egeo

1. Amorgós
                                                                    
Para Leonora y Pere
La tarde brilla en el vino
y en el mantel mojado
en palabras que sabemos
y no decimos
en el canto ambulante
y las cuerdas que rasga
en el jardín del templo
y la boda que empieza
en el sol que se acuesta
con el agua

2
A la mañana
la huella de tu oreja
ha tatuado en mi hombro
un caracol
Sus trazos paralelos
se separan
hacen de su voluta
un corazón
En su espiral de espuma
se detiene
el eco de tu voz-
ebullición

3
Toma el silencio la forma
de tus manos
La mañana se abre en la terraza
con el tajo del sol.
Extiende su brillo hacia la higuera
y se mece en el aura
de tu olor
Toma el aliento la forma
de tu nombre
Va subiendo sin peso la mañana
va cobrando color
Se enciende como las barcas a lo lejos
bajo el cuidado mínimo
del sol

4
Como las aceitunas
tus ojos
negros

y en cada gota de vino
tu beso
entero

5
Prendida de tu ala
me pierdo de claridad
De la barranca suben buganvilias
como del sueño esas vides moradas
transparencias
Prendida de tu ala
cruzo la oscuridad
Y brillando entre el mar y la montaña
como faros diminutos nos saludan
las luciérnagas

6
Langada
                                                               
Para Nikos Vasalos

Pasa un rayo de sol
por la copa de vino
y danza en la hoja
donde escribo
Traza notas que van
y vienen
y se detienen
giros que van y vuelven
y se devuelven-
igual que sobre el mar
una gaviota
pequeña mancha blanca
en la página viva
donde ola tras ola
escriben también
y borran
la antigua historia

7
Al pie del promontorio
un ciprés entre olivos
Ropa tendida
tan blanca
como las tumbas a lo lejos
o el fantasma del viento
en los molinos

8
El gran estruendo rompe las palabras
Se dispara el sentido
-sólo queda un vaivén
oleaje de los amantes
un punzar en la vértebra
un esplendor furtivo
La gran marejada nos envuelve
nos anega en su fondo
-sólo queda un latido
(México-Grecia, 1995-2000)

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 Voz

Tu voz contra el atardecer.
El viento empuja
sobre el cristal
las ramas de los altos encinos.

Tu voz llena el espacio.
Y no hay instrumentos
para tu canto.
Tu voz dibuja signos en el viento

La noche
va bordeando en silencio
ese núcleo
donde la luz se detiene todavía
mientras tu voz,
tu voz sola
borra el instante.

 

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Bomarzo

No fuimos a Bomarzo
sino en el hilo de esas largas conversaciones
que siempre nos llevaban a las mismas fuentes,
que pendían de las glicinas de unas pérgolas
que quizá nunca existieron en Bomarzo.
Se detenían en los silencios
rememorativos del asombro y el miedo
ante un umbral que cruzamos
con los ojos cerrados,
como si en la caverna de la mente
aguardaran encuentros no queridos
con viejos rostros de nosotros mismos,
y el titubeo de la memoria
y la expresión,
las palabras que nos faltaban,
la inflexión más débil como un tobillo que flaquea,
fueran por el temor de encontrarse otra vez
en lo que ya se creía abandonado.
Al pie del níspero,
en esa banca que la maleza alcanzaba
rasguñando las piernas,
nos preguntábamos
si en los jardines de Bomarzo
alguien habría hablado así
sobre el ser y el no ser,
sobre aquello que va de uno a otro
y existe más allá del uno y del otro.
Y aparecían junto al alambre de la cerca,
como arpías,
torpes, ruidosas aves de corral
marcando un justo contrapunto
a la arrogancia que había detrás de la pregunta.
Bomarzo,
al borde de un precipicio todo el tiempo,
zanjando al paso
los propios desafíos a la Fortuna,
llevando al límite la Mano providente
que de improviso podría volverse en contra.
O tal vez siguiera por más tiempo
guiando el cubilete que volteabas para dejar,
implacables, cuatro ases
sobre esa mesa desvalida
a las orillas del pueblo.
O si llamabas, con un gesto, a un pájaro
que al cabo de un minuto venía a acercarse
adonde hablábamos
entre líneas
del peso de lo real,
del espinazo a punto de quebrarse
bajo ese peso formidable.
Como Nietzsche en Turín.
Y repartíamos a los vientos
paliativos
como obsequios de feria,
repasábamos los remedios ya probados–
el phármakon fallido:
chivo expiatorio o cordero del sacrificio.
Pero ningún Crucificado
entre esos puntos cardinales de lo real
nos salvaba ahora de nuestro propio desastre.
¿O por qué no ofrecerse como pharmakós?
y deambular por el pueblo con un cortejo de perros,
recogiendo toda culpa e inmundicia,
espiando en la lumbre ajena
si quedaba en los rescoldos una tira de carne.
¿Qué más podría temerse desde allí?
Desviábamos la conversación
detrás de cualquier brisa contraria.
Cómo nos asustaba llegar al fondo,
y con cuánta habilidad interponíamos
otros argumentos,
preguntándonos si la doble entrada
a la Gruta de las Ninfas
ofrecía una salida,
si los muertos que deambulaban
en las sombras sublunares
volvían aquí en las gotas de agua,
o qué podría rescatar
de la pesadilla del espejo
a un suicida atrapado entre dos mundos.
Una mosca muerta, pegada al bisel,
hacía discurrir sobre el ojo que se altera,
sobre la percepción fallida,
la distorsión acrecentada en los bordes de lo real
fraguando un engaño más perfecto,
dando un contorno ambiguo
a la brutalidad de la visión:
el pharmakós babeante, destrozado.
¿Y acababa en lo real? ¿La verdad era lo real?

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     Tríptico

I. Despedida

–Nos dejamos devorar por nuestros sueños.

Vimos los abalorios brillantes,

como riberas de luz.

Nada más vivo

que el reverbero de esas aguas

en la roca pulida.

Ah, transparencia,

como si el día no pasara

ni quedasen huellas de infortunio

sobre la piel de mar.

Delfines en los mosaicos borrados,

calamares.

Una gaviota, tenaz figuración,

el pico alzando leve,

filo aéreo,

las patas delgadísimas.

Y el rostro,

–las vetas en el ojo.

Granos de moras silvestres

se revientan,

palabras a punto de ser dichas

palpitan en la lengua

–mentida claridad.

–Nos dejamos devorar por nuestros sueños.

Caminan como extraños por el malecón.

Bajo pilotes incrustados de valvas

brillan marañas de bejucos.

El viento sacude las barcas

en la escollera.

–En el sueño,

un caballo

aterrado por sus propias crines

se negaba a avanzar,

perdía el camino de regreso.

La humedad destiñe grafías

en los muros.

Se disuelven

ecos de la voz

.... perdía el camino de regreso

Derrumbe,

mancha atravesada en el paisaje.

El despojo acecha en las ramas del ciprés

crecido entre la carretera

y el tajo a pique.

La luz de los reflectores

alza en las ruinas sombras,

casi espectros.

Los pasos

dejan caer porciones de vida

ya convirtiéndose en recuerdo.

Estela de espuma tan frágil.

 

II. Reflejo en una esfera

Desde su centro,

la esfera de una lámpara

invierte las formas,

punto de fuga:

se comban los bordes metálicos,

el contorno de la ventana,

el árbol de la rosa morada

resbalan hacia el vacío.

Noche acumulada en las paredes.

Sin mediar palabras,

hundidos de golpe en esos cálices–

zumos de hierba

en la abrasión oscura,

clima intemperado.

Oh largos besos,

mano que recorre el muslo

como una playa,

el rizo en la ingle–

(oh cuerpo del verano).

Y detenidos en esa floración

como insectos,

los pensamientos.

Al alba el lugar desconocido,

flores moradas.

La lámpara quiebra sus reflejos,

como afuera el sol ya se refracta

sobre las superficies.

Los objetos pasan como un río:

voces que piden ser oídas,

irrumpen en la mente.

Intocada en lo que la desborda,

la conciencia es un espejo:

filo de escama,

aspa que roza un ala en movimiento.

Ellos se dejan

sin volver la vista atrás,

sin preguntarse sus nombres.

Y la zona de nadie,

el entrecielo recorrido en el delirio

inexistente ahora,

ya poblado del tráfago innoble

de la calle.

 

III. El regreso

Largo regreso

esperado a la sombra de un pórtico,

oyendo entre el sueño

alas que zumban,

insectos que chocan en los vidrios.

Y de la boca de un grifo

el agua cae

como un oráculo.

Sombra de un sueño antiguo:

dolor, temor joven

dispersado en la gracia

de una sonrisa,

una mirada que acoge,

una mano más cálida.

Colores de una noche de fiesta,

la hora más dilatada

en la pupila de la embriaguez.

Largo sueño

de la mejilla que roza por vez primera

otra mejilla,

siente su propia suavidad

contra el nacimiento de una barba

–y la mano viril tomando la cintura.

Sombra del mismo sueño,

igual al de la no deseada

hilando su amargura

en el amanecer.

Sólo queda un vaivén,

luces erráticas,

lo que surge y se anula

en los temores,

en los fulgores.

Aromas de rosa

en los pórticos desgajados.

El agua revierte sobre su curso

las palabras,

mana en la roca

abierta

como al golpe de un báculo.

Entremira al ausente volver–

fronteras cada vez más delgadas.

Correría entre nubes–

tan alto,

el borde blanco en el ala de las águilas.

El polvo llena la tarde junto a las flores rojas.

La ebriedad del sol

vence los párpados,

y no sabe en qué orilla ha quedado

como a la vista de un naufragio

la carga de sus sueños.

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