La oscuridad bajo la mesa
El jefe ha dicho que podía irme dos horas antes a casa, para
terminar con las carpetas de expedientes que llevé anoche. Después
de un largo viaje en ómnibus, en el día neblinoso, húmedo, con
olores que quedan como colgando del aire, entro al ascensor
amarillento, sucio, recorro el pasillo cuyas paredes parecen sudar y
abro la puerta del departamento, empujando un poco para que se
destrabe el marco.
En la sala hay cuatro sillas, una sólida y vieja mesa de madera, de
puntas redondeadas, y con patas formadas por una U compacta, también
de madera, que se apoya sobre un soporte redondo y grueso como un
leño. Detrás, al fondo, junto a la puerta que lleva a la cocina,
está el trinchante, un poco deslustrado. Donde tendrían que ir
botellas de distintas bebidas, en una puertita del costado
izquierdo, tengo las carpetas, papeles en blanco, carbónicos. Sin
quitarme el sobretodo me acerco, escurriéndome entre las sillas y la
cómoda (los muebles entran un poco apretados en el espacio reducido
de la sala) y me agacho. También la puerta del mueble está un poco
trabada, pero al fin cede. Saco una pila de carpetas, y, en vez de
trasladarlas a la mesa, me dejo resbalar lentamente y quedó sentado,
pasando una tras otra, en busca de la que falta terminar.
En el otro extremo la puerta de la calle se abre: seguramente mi
mujer, pienso, y alzo apenas la cabeza para mirar por debajo de la
mesa, entre la red que forman las patas en U, las patas delgadas de
las sillas, y el mantel de puntillas que cuelga cerca de mi nariz y
más allá, repitiéndose a dos metros, en otra punta de la mesa.
Lo que veo son las piernas de mi mujer, calzada con los zapatos de
taco, cosa que me llama la atención. Sólo alcanzo a distinguirlas
hasta las rodillas, hasta donde empieza el vestido color violeta que
se pone los fines de semana. Aparto los ojos por un segundo para
mirar la hora: las cuatro y cuarto. Pensaba que el minúsculo
movimiento de mi cabeza sería acompañado por el ruido de la puerta
al cerrarse (uno empuja, entra, la vuelve a cerrar casi en un único
movimiento) y sorprendido de no oírlo vuelvo a mirar.
Hay un par de piernas de hombre junto a las piernas de mi mujer.
Ahora sí la puerta se cierra, y las piernas de los dos cambian de
posición: mi mujer queda apoyada contra la puerta y los tacos del
hombre hacia mí: evidentemente la aprieta contra la hoja de metal.
Una mano aparece desde el borde de la mesa y el mantel, baja, alza
el vestido violeta de mi mujer lentamente y acaricia la carne a la
vez con ternura y violencia, con apremio y calma. Se oyeron los
jadeos de mi mujer, largos y profundos al principio, entremezclados
con algo que es como el comienzo de una palabra dicha entre dientes,
que no llega a concretarse y que al fin se resuelve en un "aaahh"
ronco, cada vez más breve. La mano ha vuelto a subir por debajo del
vestido de mi mujer, y ahora le veo las piernas perdiéndose hacia
arriba, con medias largas, color carne.
De pronto las piernas de mi mujer se apartan de la puerta, las del
hombre vacilan un poco (fuera de mi visión debe estar viendo el
movimiento de mi mujer, captándolo más bien con el cuerpo, y
tratando de adaptarse a él). Lo que ella hace es retroceder de
espaldas hasta la mesa, para apoyarse, y arrastrar al hombre,
tomándolo de la ropa, guiándolo.
Ha quedado apoyada con las nalgas en la mesa, y abre las piernas,
que enmarcan las del hombre, apoyándose en la punta de los pies, aún
calzados. Así como antes esperaba el ruido de la puerta, ahora
espero que los pies del hombre se afirmen, que los jadeos de mi
mujer se hagan más intensos, que recomiencen al menos, porque se han
interrumpido. Pero los movimientos de los dos se hacen suaves,
silenciosos, casi respetuosos. Las dos manos del hombre bajan
lentamente una de las medias, mientras los pies de mi mujer,
fuertes, ágiles, se quitan los zapatos con un par de movimientos. Se
oye el chasquido del elástico de la segunda media al soltarse
arriba: la otra media baja, lentamente.
Las piernas de mi mujer son blancas, casi lechosas donde se unen a
las nalgas, al borde de la gordura pero firmes; hay algo en ellas
que reclama algo, no se sabe bien qué: decir que reclaman ser
tocadas sería simplificar, falsear las cosas.
No he alcanzado a ver el rostro del hombre, la primera vez porque
quedó más allá del borde del mantel, la segunda porque la pierna lo
ocultó. Hay un susurro suave, las piernas de mi mujer se apoyan
alternadamente, en movimientos leves, sueltos: se está sacando o le
están sacando el vestido, que cae, formando una mancha violeta junto
a las cuatro piernas.
Llama la atención que el hombre no se haya sacado el pantalón: la
está acariciando, de vez en cuando una mano baja por las nalgas, y
vuelve, se demora en el surco cálido y suave que las divide, hasta
que se demora definitivamente, entra con delicadeza, los jadeos de
mi mujer aumentan.
Esperaba ver subir las piernas de mi mujer, aferrarse a las del
hombre, o un leve crujido de la madera de la mesa que indicara que
se recostaba, que se iba dejando caer sobre ella, corriendo el
mantel de puntillas, arrugándolo, derribando el espantoso cisne de
cerámica estilizado que hace de centro de mesa. Pero en cambio cae
(siempre suavemente, sin violencia) de rodillas, y baja con decisión
pero con cuidado el cierre metálico del pantalón del hombre. Desde
donde estoy no alcanzo a distinguir cómo surge su miembro porque mi
mujer lo abarca casi antes de que salga con la boca, lo cubre, se
mueve. El hombre le sostiene la cabeza tomándola del pelo y las
orejas, como temiendo que se le caiga, porque todo parece balanceo,
ebriedad incontrolable, que al borde del desmoronamiento y el
desorden se controla sin embargo, multiplicando el goce.
Mi mujer va cambiando lentamente la posición del cuerpo. Es como si
su rostro fuera otro, a la vez más real y más anónimo que el de
todos los días: tiene los ojos entrecerrados, las mejillas rosadas y
ahuecadas por la tarea, el pelo rubio cayéndose desordenado y
oscilante con los movimientos de la cabeza y del propio cuerpo del
hombre, prácticamente sostenido por el miembro, porque las piernas
se le han relajado tanto que uno de los zapatos está inclinado,
flojo, como un barco escorado.
Ahora mi mujer tira de él hacia abajo, se va recostando lentamente
sobre el soporte en U de ese extremo de la mesa. Apoya la espalda
contra el grueso trozo de madera y el hombre se arrodilla
sacramentalmente, la penetra despacio al principio, luego con más
violencia.
La cabeza de mi mujer cae hacia atrás, volcando la cabellera rubia,
que parece brillar en la oscuridad bajo la mesa. Ahora veo su rostro
invertido, jadeante, levemente sacudido. Sus brazos rodean al hombre
y lo atraen hacia ella. Por primera vez le veo la cara: es un
desconocido, tan atractivo o desagradable como yo, pero en ese
momento rescatado por el goce, alivianado, con todos los músculos
del rostro a la vez tensos y flexibles, porque los dos se mueven en
armonía, melodiosamente.
Mi mujer tiene que haber advertido algo a través de los ojos
entrecerrados, porque de pronto los abre. Debe verme también
invertido, más allá de la oscuridad bajo la mesa, con el montón de
carpetas sobre las piernas, sentado contra el trinchante, con el
sobretodo puesto. Yo también la miro. Algo debemos transmitirnos que
impide que la probable sorpresa se traduzca en terror, en un breve
espasmo muscular que saque al hombre de su concentración para
descubrirme. Lenta, lentamente mi mujer vuelve a entrecerrar los
ojos, y ni siquiera puedo inventarle una sonrisa en los labios, que
reciben con blandura los del hombre, se dejan aplastar por ellos en
medio de un ruido húmedo a succión, a entrega y devolución de
interiores, hasta que casi pierden la respiración.
Por primera vez los movimientos del hombre parecen casi
desesperarse, rozar la violencia. Lo que está haciendo es quitarse
la camisa y el pulóver de un solo tirón, y, con un movimiento
sinuoso de todo el cuerpo, el pantalón, que se desliza hasta las
rodillas. Mi mujer lo abraza también con ansiedad, por un instante
han quedado separados, pero las manos del hombre vuelven a tomarla,
a calmarla, y le quitan la enagua de seda ocre, la arrojan sobre el
montón de ropa que ha ocultado la mancha violeta del vestido.
Ahora sí la penetración es violenta, transmitida por la espalda de
mi mujer a toda la mesa, haciendo que se agite la punta del mantel
que tengo ante los ojos. Llegan al clímax con rapidez, jadeando
juntos, cada vez más roncamente, con un grito final de agonía y
triunfo. El hombre permanece sobre ella, acariciándole los cabellos,
los hombros. Mi mujer se acomoda un poco y su rostro queda oculto.
Miro entonces sus pechos: como siempre el pezón derecho está erecto,
duro, y el izquierdo blando, derrumbado.
Mi mujer vuelve a acomodarse y ambos quedan tendidos en el espacio
entre la mesa y la pared, acariciándose apenas. Alcanzo a distinguir
cómo se eriza la piel de mi mujer. Llega un momento en que los dos
parecen estar dormidos. Siento mi miembro erecto aplastado por la
pila de carpetas, que empieza a ceder, recorrido por un dolor entre
angustioso y gratificante, retenido.
Lo primero que se mueve es la mano del hombre, que vuelve a
acariciar y después a introducirse en el surco de las nalgas,
destacándose morena contra el blanco purísimo de la piel de mi
mujer, que despierta con un estremecimiento de todo el cuerpo.
El temblor parece transmitirle energía al hombre, que toma a mi
mujer y la alza en peso, mientras él se entrepara. Mi mujer alcanza
a aferrar con los brazos los dos pilares de la U de madera, y
resiste el embate rítmico del hombre por detrás. Ahora sí abre los
ojos de par en par y me mira fija, hipnóticamente, hasta que se ve
obligada a cerrarlos cuando ambos llegan por segunda vez al orgasmo.
La mesa se ha sacudido casi hasta descolarse, una de las carpetas se
ha desplazado de la pila y ha caído, pero sin sacarlos del trance
animal en que se mueven.
Ya me duele el brazo, y la erección ha desaparecido: siento todo el
cuerpo al borde del calambre. Pienso que tal vez vuelvan a caer, a
relajarse, dormirse: son las cinco menos diez.
Pero el rostro de mi mujer, que se ha echado hacia atrás esquivando
hábilmente el borde de la mesa para quedar unos instantes de
rodillas junto a las piernas del hombre, sufre una transformación
horrible: recobra en un segundo los rasgos cotidianos, la leve
arruga nerviosa en la comisura izquierda de los labios, el gesto
general alerta, defensivo. Cuando la mano del hombre intenta
acariciarle la espalda, ella se la aparta, eficaz y terminante,
mientras le dice que tiene que ir ya mismo a buscar a nuestros hijos
a la escuela.
No sé de qué manera, pero el hombre expresa con las piernas (por las
que el pantalón ha bajado hasta formar una especie de pedestal
informe), con las manos, incluso con el miembro, que ha recibido el
mensaje, el baldazo de agua fría. Una de las manos baja despacio y
alza la enagua de mi mujer, aquella de seda ocre que le compré en
Harrod's para nuestro quinto aniversario. Pienso que va a
alcanzársela, pero lo que hace es limpiarse con cuidado el miembro,
mientras con la otra mano se sube primero los pantalones y toma
después su ropa.
Mi mujer se ha puesto con rapidez el vestido violeta, los zapatos.
Nuevamente les veo sólo las piernas, las del hombre ahora inmóviles
mientras se abrocha la camisa, las de mi mujer moviéndose,
taconeando hasta perderse cortadas por el borde de la puerta que da
al pasillo. Reconozco el ruido a vidrios flojos de la puerta del
baño. Advierto que se ha llevado la enagua.
Vuelve un segundo después. Por un instante las piernas de los dos
reproducen con tal perfección la posición de cuando entraron, que
temo ver cómo las de mi mujer se apoyan otra vez contra al puerta y
cómo otra vez los tacos del hombre me apuntan, para recomenzar. Pero
es una décima de segundo que no detiene los pasos firmes de mi
mujer, el tirón de la puerta al abrirse, el ruido que hace al
cerrarse, sofocado por la humedad, casi neumático, y los pasos que
se alejan hacia el ascensor.
Ahora sí, con cierta dificultad, podré pararme.
(del
libro Ferrocarriles Argentinos)
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