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ENRIQUE DÍEZ CANEDO

Mar pagano

Han venido los húngaros...

Edmundo Spencer

El viejo que nos enseñaba las estrellas

Es un jardín francés...

De vuelta del pinar

Soneto a tus ojos

 

Mar pagano

La voz del mar es un clamor de furia,
de paroxismo. En el temblor del agua,
con espasmos de amor y de lujuria,
tal vez un mito divinal se fragua.

Líquidas trallas baten los cantiles;
y es tan tremendo el ímpetu que azota
los peñascos austeros y seniles,
que su masa en esquirlas salta rota.

El sol es como un ascua. Es un glorioso
pastor; desde los cielos deslumbrantes,
guía un blanco rebaño milagroso
de magníficas olas espumantes.

Mar, ¿qué quieres? Acaso en esta ruda
contienda, en este rebramar sonoro,
va a surgir otra vez, blanca y desnuda,
de entre tus olas Afrodita de oro,

y esas torsiones ásperas, supremas,
son del nuevo prodigio las señales?
¿O quieres, de tu azul, fundir dos gemas
para sus claros ojos inmortales?

 

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Han venido los húngaros, hermana,
osos de tardo andar, monos ladinos
lleva la miserable caravana.
Son los hombres esbeltos y cetrinos.

Fuman pipas enormes. Llevan rojos
casquetes, de los cuales se desborda
la maraña de pelo, y en sus ojos
brilla el destino de la errante horda.

Son flacas las mujeres. En harapos
van desnudos los pies bajo las faldas
en jirones. Envuelto en sucios trapos
una conduce un chico en las espaldas.

Tañen los hombres grandes panderetas,
canturrean tonadas melancólicas,
y hacen dar a los monos volteretas
y ágilmente bailar danzas  diabólicas.

Y amaestran al oso torpe y grave
de floja piel, que humildemente fiero
danza, y pasando a la ronda, sabe
las limosnas recoger en el pandero.

Han venido los húngaros, me gusta
ver su arrogancia en su mirar osado,
y, en lo moreno de su faz adusta,
los soles de las tierras que han cruzado.

Amo danzas, combates, aventuras
pero soy hombre débil y pequeño
y he recorrido solo las llanuras
del país arbitrario del ensueño.

Y he vivido en mi hogar burgués y oscuro
y el vasto mar y el alto monte ignoro,
las tierras que repulsa el hielo duro
y las que halaga un regio sol de oro;

y languidezco en un rincón de olvido,
y engarzo en él paciente, verso y verso,
sin azares que me hayan conducido
por la diversidad del Universo…

Húngaros, hoy ha roto vuestro paso
mis horas de tristeza, de fastidio.
Desde mi quieto bienestar, acaso
vuestra inquietud, vuestra pobreza, envidio.

(¡Corazón, corazón!, ¡qué no te atrevas
cada día a buscar extrañas gentes,
costumbres no sabidas, hablas nuevas,
cielos varios, paisajes diferentes!)

Cuando vosotros pobres peregrinos,
lejos del suelo avaro que os destierra,
peregrináis por todos los caminos,
por todos los caminos de la tierra.

Mi espíritu lleváis en compañía:
vuestras faces morenas le son tratas,
ama vuestra tenaz melancolía
vuestras noches, que alumbran las fogatas

y vuestro caminar por entre hogares
tibios, morada de los hombres vanos,
de esos duros, inhóspitos lugares,
en que os ladran los perros aldeanos.

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EDMUNDO SPENCER

(1.553-1598)

En la arena escribí su nombre un día,

pero el mar lo borró: la misma empresa

vuelve a tentar mi mano, y todavía

las olas hacen de mi afán su presa.

Y ella me dijo: Todo es vano: cesa.

Nunca eternizarás lo que perece;

yo he de pasar también, como la impresa

huella del nombre mío desaparece.

No, contesté: lo bajo y vil merece

ser polvo: tú tendrá alto renombre.

Mi verso en tu alabanza se engrandece

y en sumos cielos grabará tu nombre.

Y en la tierra, ala muerte sometida,

vivirá nuestro amor con nueva vida.

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EL VIEJO QUE NOS ENSEÑABA

LAS ESTRELLAS

-Aldebarán, el Carro, Casiopea...-

Lentamente las va nombrando el viejo.

Por el fulgor del celestial cortejo

nuestro mirar atónito pasea.

La murmuriosa noche de la aldea

pone un temblante, misterioso dejo

en estos nombres que repite el viejo:

-Aldebarán, el Carro, Casiopea...-

-¿Veis allí la blancura de un camino?

Lo empolva el pie de tanto peregrino

que hacia el sepulcro va de Santiago...-

Su dedo indica la estrellada esfera

con un amplio ademán de docto mago

que todo el mundo sideral moviera.

 

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Es un jardín francés de recortados bojes.

El agua suena en la tristeza de la tarde

y entre nubes de lana se arrebuja cobarde

la esquiva faz del sol. Tú, risueña, me acoges.

En el palacio entremos. Tu cuerpo no despojes

de las pieles mimosas. Es el aire glacial.

Ten la mano enguantada. Mira el sueño invernal

en espejos, tapices, porcelanas, relojes.

En el viejo salón se ha sentado en el trono

un lívido monarca senil: el Abandono.

Nada vi o hay aquí. Salgamos al camino.

El coche aguarda. Rígido se descubre el lacayo.

Relincha el alazán; inquieto piafa el bayo.

Te alejas. Me saluda tu mano y yo me inclino.

 

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De vuelta del pinar, en la infinita

languidez de un crepúsculo serrano,

sentíamos el júbilo cercano

de las claras campanas de la ermita.

Un aroma de incienso y un gemido

vacilante de armonium, al encuentro

se nos venían, moribundos. Dentro

ya el rezo vesperal era fingido.

¡Qué calma en todo el monte! refulgía

la estrella del pastor; el fin del día

se alargaba, en el cielo solitario…

¡Y aquellas viejecitas que tornaban,

una tras otra, al pueblo, que pasaban,

negras, como las cuentas de un rosario!

 

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SONETO A TUS OJOS

Miradme compasivos, ojos claros,

que por el vasto amor del amor mío

de mis deseos al gentil navío

providentes guiáis, como dos faros.

Si de vuestro mirar no sois avaros,

miradme siempre, que a vosotros fío

mi ventura; cuidad de mi albedrío,

que yo nada sé hacer, si no es amaros.

Yo gozaba en las noches estivales

descifrando los versos celestiales

que riman, misteriosas, las estrellas.

Desde que os vi, mis ojos, no los veo:

porque en vosotros, extasiado leo

la palabra que nunca he visto en ellas.

 

 

 

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