Esteban Salazar Chapela

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El sueño de África

La radio portátil

Destino y casualidad

El sueño de África

    Esto que voy a escribir ahora no es lo que se suele llamar un cuento, pues trátase en verdad de una página mía autobiográfica de Dublín.

   Dorothy estaba enamorada de un negro. Era este negro «de las mejores familias negras de Ghana», como la misma Dorothy me había dicho. En Irlanda no hay trabajo ni para los propios irlandeses —muchos irlandeses han de emigrar todos los años a otros sitios para encontrar trabajo—, de modo que los negros que se ven en Dublín no son nunca negros mal trajeados ni en estado de merecer, sino negros visiblemente pudientes, muy jóvenes en su mayoría, que van allí para estudiar medicina, arquitectura, ingeniería o química. Muchos de ellos tienen un gran coche americano de larga cola. El negro de Dorothy tenía uno de estos coches y estaba acabando la carrera de medicina. Yo vi a este negro una tarde en la calle; iba filustradamente vestido; me lo señaló una amiga de Dorothy. Era un hombre de veinticuatro a treinta años (con los negros no podemos precisar la edad como con los blancos), no muy alto, tipo más bien achaparrado, oscuro como la tinta, con un morrillo que parecía enteramente el morrillo de un toro. De este fortísimo morrillo le brotaban hacia abajo los hombros, las espaldas y el pecho en una suerte de cascada que proclamaba vigorosísima musculatura, extraordinaria capacidad para levantar pesos. Cuando nos cruzamos con él y pensé inevitablemente en Dorothy, tan rubia ella, tan breve de cintura, tan leve de pecho, casi comprendí estuviera enamorada de tan poderosa dínamo humana.

    —Tú sabes el problema que tengo —me dijo Dorothy una tarde que la invité a tomar algo en el bar del Russell Hotel.

    —Yo no veo el problema. Si te gusta el negro, ¿por qué no te casas con el negro?

    —Sí. Pero hay el otro. Ya vengo saliendo con él más de dos años. No sé qué hacer, Escobedo.

    A Dorothy le gusta mucho llamarme Escobedo. Le gusta mucho llamarme Escobedo no sólo porque yo me llamo Escobedo, sino también, y quizá sobre todo, porque Escobedo es para ella un apellido exótico, un apellido continental, un apellido español. Al pronunciarlo cree ella estar hablando y hasta dominando una lengua extranjera.

    —Mira, Dorothy.

    A mí me gusta también mucho llamar a Dorothy por su nombre de pila, pero por razones muy diferentes. Me gusta llamar a Dorothy por su nombre porque al decir Dorothy (pronúnciese dóroci, Dorotea) siento como si tomara posesión del sujeto denominado, como si ya tuviera a la misma Dorothy en mis brazos.

    —Mira, Dorothy, tú misma me has dicho que tus relaciones con tu novio son una pelotera diaria; que sólo cuando bebéis un poco lográis hacer las paces y os ponéis contentos; que a palo seco no hay medio de que os entendáis en nada. Dorothy, esas relaciones no van a ninguna parte. Dorothy, a ti lo que te conviene es el negro.

    —Sí, Escobedo, pero ¿cómo le digo yo a mi novio que lo dejo para casarme con…?

    —Dorothy, tú eres una chica inteligente.

    A Dorothy se le alegraron mucho los ojos. Tengo observado que nada le gusta tanto a la muy joven como que la llamen inteligente. No son sus ojos —pongamos por caso— lo que más le encanta a ella que le alabemos: son precisamente sus sesos.

    —Dorothy, tú eres una chica inteligente. Tú no tienes que decirle a tu novio que le vas a dejar para casarte con el negro. Lo que tienes que hacer es dejarlo.

    —Pero ¿cómo, Escobedo, cómo? Ya lo he intentado varias veces, pero vuelve. Él quiere casarse conmigo.

    —También quiere casarse el negro. Contigo quiere casarse todo el mundo, como es natural, pero esto no viene al caso. Mira, Dorothy: uno de esos días que tengas una discusión con tu novio procura ponerte muy estúpida.

    —¿Que yo me ponga estúpida…?

    —Dorothy, no me digas que tú no sabes ponerte estúpida. Todas las mujeres se saben poner, en una discusión, muy estúpidas. Y cuanto más inteligente es la mujer, más estúpida se sabe poner. Dorothy, tú eres una chica inteligente, tú sabes muy bien ponerte estúpida.

    —Sí. Sé ponerme estúpida, Escobedo. Pero con mi novio no vale.

    —Todo depende, Dorothy, del grado de estupidez a que llegues. Por ejemplo: uno de esos días en que estáis discutiendo acaloradamente le sacas de pronto a relucir a su hermana. Que si su hermana hace esto, que si su hermana hace lo otro, como si tú fueras de clase superior a ella y como si tú fueras una monja. Ya esto le irritará a él muchísimo por la hipocresía que verá en ti, por la intención malévola que verá en ti. Cuando ya esté muy quemado con este asunto de su hermana le dices lo que tú me has dicho que sabes de su padre: que lo echaron del Bank of Ireland por distraer unas libras, que estuvo catorce meses en la cárcel… Esto lo pondrá más irritado todavía que lo de su hermana, pues al fin y al cabo su padre es su padre, aunque haya estado catorce meses en la cárcel. Y cuando ya lo veas fuera de sí con este asunto de su padre le sueltas, aunque no sea verdad, como sin duda no lo es, lo que te han dicho de su madre…

    —Ya veo, Escobedo.

    —¿Lo ves, Dorothy? Claro está, el arranque natural de tu novio al oír que le mencionas a su hermana, a su padre y a su madre, todo ello en el espacio de cinco minutos, pues tú debes hablar con aquella típica velocidad que da la indignación, es pegarte una bofetada que te deje sincopada en el suelo. Pero estáis en el bar, comprendes, estáis en el bar. El bar está lleno de gente. Y en un bar lleno de gente no hay caballero que le dé una bofetada a una dama. Resultado: tu novio se levantará como una exhalación y saldrá por la puerta como otra exhalación, sin que desee ya verte nunca más en la vida. Y R. I. P., como se dice en los cementerios. Ya tienes desde ese día la carretera libre para dirigirte a tu sueño, a los misterios de África…

    Dorothy me miró sonriendo con satisfacción, hasta puedo decir con admiración.

    —Vosotros los continentales os dais una maña para resolver estas cosas…

    —Nosotros los continentales —le contesté yo con orgullo continental— lo resolvemos todo. Menos convertirte tu negro en un blanco no hay cosa que los continentales no podamos hacer en estos asuntos de mujeres.

    —Y lo creo, Escobedo, lo creo. Es que tenéis una imaginación… Eso que me aconsejas no me parece que falle.

    —¡Qué va a fallar! De lo único que no estoy seguro es del detalle de la bofetada. Me temo que no te libres de ella aunque el bar esté de bote en bote.

    Dorothy apostilló ahora con mucha dureza:

    —En ese caso, más razón para romper de una vez.

    Y por un momento vi en las bonitas facciones de Dorothy, en su ceño repentinamente fruncido the Irish temper, la irascibilidad irlandesa. Sólo pensar en la posibilidad de aquella paloma volante de ala atroz (la bofetada) le había encendido a ella su celta sangre.

Esta tarde Dorothy se despidió prometiéndome invitarme a la boda, caso de que ésta tuviera lugar en Dublín y no en África. Ella prefería que fuera en África.

    Dejé entonces de ver a Dorothy como unos dos meses. Un día me la encontré, como siempre me la solía encontrar, en la parada del autobús.

    —¡Dorothy! ¡Qué sorpresa! ¡Yo te hacía en Ghana!

    —Me casé, pero sigo en Dublín.

    —Tu negro, digo, ¿tu marido continúa en la universidad…?

    —¡Ah! Pero no me casé con el negro, me casé con el blanco.

    —¿Con el blanco, con tu antiguo novio?

    —Sí. Con mi novio. ¿Recuerdas aquel día que hablamos en el Russell y tú me aconsejaste…? Es verdad que me quedé muy convencida, pero luego pensé otra cosa. Era mucho problema, Escobedo. Problema en casa con mi padre y mi madre, aunque esto qué me habría importado… La dificultad mayor estaba en que yo tenía la corazonada de que me iba a ocurrir lo que les ocurre a todas las chicas de Dublín que se casan con uno de estos negros ricos. Se marchan a África muy contentas, con mucha ilusión. Y allí se encuentra la recién casada con que la odian todos los parientes de su marido, porque ella es blanca, y con que la odian también todos los blancos de la colonia blanca, porque ella se ha casado con un negro. La infeliz se ve despreciada por la gama entera del arco iris. Total: son tres meses de romance y todo lo demás de purgatorio. Al cabo regresan todas a Dublín más fracasadas que si no se hubieran casado nunca.

    —¿Y vais bien…, no hay muchas discusiones?

    —Muchas menos que en el noviazgo, ya ves lo que son las cosas. Además, Escobedo, es una tontería pensar que se va a ser feliz todas las horas del día; en este mundo una sólo es feliz a ratos…

    —Dorothy, acabas de decir un pensamiento universal. Dorothy, si esa frase tuya —uno sólo es feliz a ratos— la hubiera dicho Shakespeare se habría popularizado como to be, or not to be, como «ser o no ser», y con muchísimos más motivos, pues es muchísimo más profunda.

    —Pero es verdad, Escobedo.

    —Claro que es verdad, Dorothy. La gente cree que puede tomar el autobús de la felicidad perpetua como toma en O’Connell Street el autobús de Phönix Park. Pero es lo que yo me digo: la vida no puede ser jamás la felicidad permanente, al menos mientras estemos profundamente vivos, mientras seamos profundamente jóvenes. Debajo de la corteza terrestre, debajo de esa tierra que parece tan firme pasa un río alborotado que no sabemos qué aguas lleva ni adónde va, pero que transmite a nuestro estómago una sensación de inseguridad continua… Fíjate, Dorothy: yo soy ahora feliz porque te he encontrado y me gusta muchísimo verte, ver tus ojos tan bellos, ver tus mejillas tan superiores al terciopelo, al melocotón y a la manzana; ver tus labios modelados en una pulpa de fruta…

    —¡Qué bien decís estas cosas los continentales!

    —En una pulpa de fruta que no se da en ningún árbol, que sólo se da en ti. Pero esto es únicamente un oasis breve, uno de esos ratos felices de que tú hablas. Dentro de unos momentos tú te vas a marchar en ese autobús que ya viene y yo me quedaré otra vez solo, a solas con ese río alborotado que pasa por debajo de la tierra, sintiéndolo en mi estómago como una infelicidad incesante…

    —¡Qué exagerado eres, pero qué bien te expresas, Escobedo!

    —Y te voy a decir más, Dorothy: ese sueño que tú tuviste con África es el mismo sueño mío con tantas partes; estoy por decir que es el sueño de todos con la misma África o con los otros igualmente fascinantes continentes: Asia, América, Europa, Oceanía… No sé si me entiendes.

    Dorothy asintió con los ojos. Me pareció ver ahora en ellos una pizca de melancolía.

    —Dorothy, tú eres una chica inteligente.

    A Dorothy se le alegraron otra vez los ojos, pues nada gusta tanto a una mujer muy joven como que la llamen inteligente.

—Dorothy, tú eres una de las chicas más inteligentes que yo he conocido en este mundo…

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La radio portatil

    La gran ventaja que tenemos los periodistas es que no tenemos clase social. Un albañil tiene clase social. Un abogado tiene clase social. Un conde, un marqués, un duque tienen clase social. Los periodistas no tenemos como gremio clase social ninguna —sin perjuicio de que cada periodista venga de una clase social determinada, esta es otra cuestión—; pero debido a eso disfrutamos de un equilibrio social indiferente muy cómodo, de suerte que lo mismo podemos estar en la casa del albañil que en la casa del duque, o en la casa del abogado que en la casa del marqués o del conde. Lo mismo podemos estar en esas casas que estar en la puerta de la calle o en la misma calle.

    Hago esta observación previa porque creo se debió en buena parte a mi condición de periodista que yo entrara frecuentemente durante un año largo en la casa del general de brigada sir George Píkering–Orr, nada menos que Cruz Victoria, distinción ésta la más alta con que la reina inglesa premia el heroísmo de sus soldados. No sólo entraba yo en la casa de este héroe de la pasada gran guerra sino que además jugaba al ajedrez con él y tomaba el té con él y con su señora. Esto no lo podían decir todos los vecinos de nuestra calle.

    Nuestra calle era Petergreen Street, muy cerca del Támesis, constaba a lo sumo de treinta casas, todas ellas alineadas en una acera, pues en la otra acera no había casas, sino un seto vivo que limitaba el extenso campo de golf, siempre de un verde ondulado y pulimentado. Por pura casualidad la casa que yo ocupé un año largo estaba en el centro de la hilera, pared por medio de la de sir George. Y por algo que quizá no fuera ya casualidad sino fatalidad social inglesa, mi casa dividía socialmente toda la calle. A mi izquierda, comenzando por sir George, quedaban hasta el extremo de la calle los que llamamos aquí proféssional, o sean personas de carrera, militares, abogados, arquitectos, diplomáticos (había dos retirados); a mi derecha quedaban los non–proféssional, o sean hombres de negocios, directores de compañías, bolsistas de la City, dueños de establecimientos, etc. No quisiera ser inexacto en este dato sociológico; pero nunca vi que un non–proféssional fuera invitado en la casa de un proféssional, ni nunca vi que un proféssional, como no fuera médico, pusiera los pies en la casa de un non–profesional. Mi condición de periodista me ponía a salvo de estos distingos y me permitía entrar con la misma desenvoltura en la casa de los non–proféssional que en la casa de los proféssional, sin que los profesional tomaran a mal que yo estuviera a partir un piñón con los non–proféssional y sin que los non–proféssional me miraran con recelo al verme hacer tan buenas migas con los proféssional. Es más: creo que los non–proféssional, en cuanto vieron que yo era invitado en la casa de los proféssional, me invitaban con más frecuencia y me recibían con más entusiasmo.

    ¿Cómo nació mi amistad con sir George y con su señora y con su hijo único Jimy, niño de seis años y pico entonces? Creo que influyó algo la vecindad. Pero la vecindad, como puede deducirse de los párrafos anteriores, no es nunca aquí ni quizá en ninguna parte factor determinante para invitar a nadie a una casa.

    Creo que influyó la curiosidad de sir George y sobre todo la curiosidad de su señora, lady Píkering–Orr. Resulta que el periodismo sui generis que yo cultivo, mirado por fuera, da una impresión rutilante de ocio absoluto y de abundancia económica, impresión que no corresponde de ningún modo a la realidad de mis horas de trabajo ni a la realidad de mis libros de cuentas. Un hombre que vive en una buena casa, que invita en ella frecuentemente a sus amistades españolas e indígenas, que no sale a horas fijas para ir a ningún empleo y que no debe estar por su edad (cuarenta y siete cumplidos) retirado de profesión ninguna, no puede por menos de ser hombre de «muchos posibles», como se decía en tiempos de Galdós. Añádase que yo vivo solo y un hombre solo es siempre más interesante que un hombre acompañado, pues a un hombre acompañado de su esposa se le supone un hombre como los demás, mientras a un hombre solo se le supone por lo menos portador de un gordo secreto, aunque a decir verdad yo no porto en este mundo secreto ninguno. Y añádase finalmente —para decirlo todo y aunque me esté mal el decirlo— que yo no soy persona desconversable ni desaborida sino más bien lo contrario. Sí. Creo que sir George y su señora estaban intrigados conmigo.

    Ya muchas veces le había yo devuelto la pelota a Jimy cuando su pelota cayó en mi jardín, siempre encantadísimo de hacerlo, pues a mí me gustan extraordinariamente los niños, siempre también con alguna palabra amable, a pesar de que a veces me tronchaba con la pelota una o varias de mis preciadas flores. Ya nos habíamos cruzado los papas y yo un good morning, un good afternoon o un good evening cuando en la proximidad al entrar o al salir habría sido más embarazoso no decirse nada que decirse esas cortesías.

    Pero una buena mañana de primavera había salido yo a mi jardín como de costumbre a estirar las piernas y respirar el aire libre cuando vi que sir George se aproximaba a la empalizada que separaba nuestros jardines y comenzaba a hablarme. Deseaba preguntarme una cosa: si yo no tenía inconveniente que él edificase al fondo de su jardín, pegado al mío, una pequeña caseta para guardar sus herramientas jardineras. Bien advertí que esto era sólo un pretexto para entablar conversación, pues él tenía perfecto derecho a edificar cuanto quisiera en su terreno, máxime cuando no se trataba de edificar un rascacielos que pudiera taponarme las perspectivas, sino de una caseta enana. Le contesté en el acto que no tenía inconveniente ninguno. La proximidad me permitió observarle mejor que otras veces. Era un hombre como de cincuenta años, alto pero no en exceso, de rostro alargado, los ojos grises, la color encendida, el pelo castaño espeso ondeado y ya muy cano, con un bigotito también cano dejado crecer bajito negligentemente. Nada militar había en su cuerpo ni en su rostro ni en sus maneras, si descuento cierta rigidez vertical de su cuello, la cual le obligaba a llevar la cabeza muy levantada, como si estuviera mirando continuamente al horizonte para precisar la posición del enemigo.

    Después de mí venia en el asunto de la caseta comenzó la típica primera conversación de un extranjero con un inglés, tipicidad que consiste en que el inglés procura enterarse de todo cuanto puede de uno, al paso que de sus cosas no suelta prenda ninguna.    Como al desgaire me preguntó sir George algo así como qué me detenía en este país, esto es, en qué me ocupaba. Le dije sin más ambages que yo era periodista. Le dije que yo me ocupaba en informar a la prensa hispanoamericana de cuanto interesante acontecía en Inglaterra: la sesión movida de la cámara de los comunes, el libro de éxito, la comedia de éxito, el caballo que ganó el Derby, la ceremonia trooping tbe colour, donde la reina aparece de uniforme cabalgando femeninamente a mujeriegas, los horrores del nuevo income–tax (impuesto cruento sobre nuestras individuales ganancias), el robo de técnica refinada en una joyería de lujo, el crimen espeluznante...

    —Veo que tiene usted, míster Escobedo, una ocupación interesantísima.

    Y percibí que sir George hacía esta observación muy sincero.

    —No sé, no sé, pero a mí me gusta, me gusta —les contesté con aquella modestia que ya aprendí en Inglaterra. Yo en Madrid no era nada modesto, pero después de tantos años en este país me he puesto de una prudencia y de una modestia que a veces no me reconozco.

    Esa mañana no hablamos mucho más y nos despedimos a poco.

    Pero tres mañanas después, tomaba yo mi habitual constitútional en mi jardín, cuando vi que sir George me hablaba de nuevo desde la empalizada, esta vez acompañado de lady Píkering–Orr.

    Lo primero que hizo fue presentarme a su señora.

    Lady Píkering–Orr era bastante más joven que su marido y era muy agraciada en su estilo peculiar de facciones luengas. Su pelo estaba ya casi tan blanco como el de sir George, pero esta misma blancura subrayaba la juventud de su rubicunda tez, cuya tonalidad oscilaba entre el barro cocido y el salmonete. Era delgada, más bien alta y tenía unos ojos azules sumamente plácidos. Por momentos esta placidez de sus ojos podía convertirse en una alegría vivísima muy fascinante. A mí me gustó mucho lady Píkering–Orr, como me había gustado también su marido mucho.

    Ella fue la que me hizo la invitación. Por fortuna yo no tenía compromiso ninguno y al día siguiente pasé a su casa a tomar el té.

Me recibieron donde me recibieron siempre, en una habitación grande que daba al jardín (la misma que yo tenía destinada a biblioteca y estudio, pues ambas casas eran iguales) y que ellos habían amueblado no sin cierta originalidad dentro de las normas de los hogares ingleses. Había allí un larguísimo sofá con dureza y angulosidad de banqueta, el cual, colocado diagonalmente en el centro, dividía la grande habitación en dos compartimentos acogedores. Nosotros no tomamos el té en este sofá, sino en un tresillo muy pequeñito que tenía una mesita delante. Hablamos de lo que se habla siempre en esta primera visita de un extranjero, hablamos sobre todo de países: que si España, que si Francia, que si Italia, que si los Estados Unidos... Los Estados Unidos ya se habían puesto de moda por aquellos años en Inglaterra. Antes de la guerra nadie se acordaba en Inglaterra de los Estados Unidos.

En el curso de nuestra conversación reparé en dos mesas que me quedaban delante y algo lejos: una larga y estrecha arrimada a la pared, con varios mapas encima —supuse mapas militares—, y otra pequeña más acá que era a no dudar una mesa de ajedrez, pues en ella se veían las piezas alineadas de ambos ejércitos mirándose frente a frente.

    Como yo reparase en esta última mesa cuando estábamos terminando el té y sir George percibió la dirección de mi vista, se le ocurrió preguntarme:

    —¿Usted juega al ajedrez, míster Escobedo?

    —Sí. Juego un poco.

    —¿Quiere usted jugar un ratito?

    Confieso que me intimidó la propuesta. Soy ajedrecista muy débil y ponerme a jugar con un Cruz Victoria, con un guerrero que había dejado fuera de combate, en circunstancias heroicas, cincuenta tanques alemanes y treinta y ocho italianos, me pareció con razón una perspectiva de derrota instantánea.

    —Encantado, sir George. Pero le advierto que yo no sé más que los movimientos de las piezas... —le dije con aquella prudencia que ya aprendí en este país.

    Y cuando me levanté para ir a la batalla lo hice ya con la torpeza titubeante del tanque que va a su destrucción segura.

    Pero a la tercera jugada me di cuenta de que sir George no era para mí enemigo ninguno. Yo no he visto en mi vida un hombre más torpe ante un tablero de ajedrez. Ni un hombre más torpe ni un hombre más pesado. Sir George se quedaba pensando un cuarto de hora sus jugadas, las cuales eran siempre una inocuidad o un disparate morrocotudo. Me extrañó muchísimo que un Cruz Victoria, un hombre de sus probadas capacidades tácticas y estratégicas, no se desenvolviera con más destreza en el ajedrez, juego que tantas y tan estrechas relaciones guarda con la logística. Pero así son las contradicciones de este mundo. La eminencia científica que descubrió la penicilina no tenía la menor idea de cómo se curaba un catarro.

    Nuestro juego acabó este primer día como acabaron todos los subsiguientes juegos en esta casa, pero ello al cabo de más de una hora, pues si me era facilísimo matar a sir George en el espacio —en el espacio del tablero—, no me era ya lo mismo de fácil matarle en el tiempo, dados los muchos minutos que él adjudicaba a la meditación de sus jugadas.

    Así comenzaron estas sesiones en la casa del general. Su orden fue siempre el mismo: primero tomábamos el té los tres juntos y luego sir George y yo echábamos una partida.

    Al cuarto o quinto día, cuando ya tuve alguna confianza con él, le dije al comenzar el juego:

    —Imagine usted que mis piezas son cincuenta tanques alemanes y treinta y ocho italianos. Así le será más fácil destruirme...

    Sir George me miró y sonrió.

   Sabía yo por un vecino non–proféssional de la hazaña de sir George en el desierto africano. A los pocos días de la batalla del Alamein sir George se encontró una madrugada con que había perdido contacto con el grueso de su ejército y con que sólo disponía de quince tanques. Los mandos de los numerosos tanques alemanes e italianos que avanzaban contra él dieron aquellos quince tanques ingleses por pan comido, sin duda porque ignoraban lo pesado que era sir George, lo mismo ante un tablero de ajedrez que en los arenales de los desiertos. Montado en su jeep, con sus vértebras cervicales muy verticales, sir George, entonces no sir George, sino nada más que el coronel de tanques Pikering–Orr, fue de tanque en tanque ordenando su disposición y el momento preciso de romper fuego. Ese día entero estuvo el coronel repeliendo al enemigo e inmovilizando continuamente tanques ítalos y teutones. Ese día entero y parte del otro día, hasta las siete y media de la mañana, hora en que aparecieron los australianos providencialmente. Ya sólo le quedaban al coronel dos tanques ilesos. Un disparo habíale destrozado su jeep y herido de mala manera en la cabeza y en el brazo derecho. Los australianos encontraron al coronel caído al pie de unos de sus tanques, sangrando si tenía que sangrar, pero todavía dando órdenes. Sir George me miró y sonrió y me dijo:

    —No fueron cincuenta tanques alemanes y treinta y ocho italianos. El parte no lo pude redactar yo porque no tenía cabeza para ello, sino el único oficial que quedaba. Por equivocación puso sesenta y ocho tanques, pero después en Londres, también por equivocación o por exageración de la prensa, se dijo ochenta y ocho. La verdad es que no fueron más que cuarenta y cuatro. Este es uno de los rasgos que más me gusta de los ingleses: que no presumen de nada, ni de dinero, ni de talento, ni de heroicidad tampoco. Si habían sido cuarenta y cuatro tanques —y ya estaba bien—, ¿para qué decir ochenta y ocho?

    En estas sesiones ajedrecistas, lady Píkering–Orr y yo hablábamos mucho. La conversación era cómodamente posible, dada la lentitud de su marido en el juego. Yo le hacía a sir George una jugada con el mismo espíritu con que le echamos alfalfa a un borrego, esto es, sabiendo muy bien que él habría de emplear unos minutos en deglutirla y después muchos minutos en rumiarla. Entonces ya tenía yo por lo menos un cuarto de hora libre para conversar con su señora. Ella se sentaba siempre en el largo azul sofá y me quedaba a una distancia de tres metros. En aquel sofá casi infinito, siempre bien vestida como ella estaba, lady Píkering–Orr era un espectáculo muy atractivo y hasta estoy por decir pictórico. Frente a algunas mujeres, en ciertas circunstancias de luz, color y perspectiva, he lamentado a veces mucho no haber nacido pintor en vez de periodista, pues nada me habría encantado tanto como llevarlas a un lienzo y perpetuarlas en él como yo las veía. Acaso obedezcan estos deseos en tales ocasiones al ensueño de máxima posesión que es el arte. A mí me gustaba muchísimo hablar con lady Píkering–Orr. También estoy seguro de que a ella le gustaba mucho hablar conmigo. No es que hubiera nunca nada entre nosotros, pero siempre hay algo, es inevitable, siempre hay algo. Había por lo menos que ella era consciente de que a mí me gustaba su persona. Había que yo era consciente de que ella era consciente de eso. Había que ella era consciente de que, le gustaba que a mí me gustase ella. Y había que yo era consciente de que ella era consciente de que le gustaba que yo le rindiese culto. Todos estos conscientes hacían que nuestra conversación se deslizara con una superficialidad que no dudo en calificar de deliciosa. Cuando una mujer atrae por algún motivo nuestra conversación con ella no tiene por sí misma la menor importancia, ni tiene por qué ser profunda ni mucho menos trascendente. La conversación es en esos casos como la letra de una ópera, mero pretexto para que haya canto y encanto. No quiero decir con esto que con una señora no se pueda hablar de Aristóteles —a más de cuatro señoras les he mencionado yo Aristóteles—, sino que nunca echamos de menos a Aristóteles cuando nos atrae una señora. Lady Píkering–Orr me decía un lugar común y yo le contestaba en seguida con otro lugar común, y de lugar común en lugar común se nos pasaba la tarde sin darnos cuenta. Hablábamos por ejemplo del veraneo y ella me decía:

    —Niza no es buen sitio para pasar el verano.

    —De ninguna manera. Niza sólo está bien en invierno.

    —Hace allí mucho calor.

    —Demasiado.

    —Y yo no puedo soportar el calor.

    —Lo comprendo porque a mí me pasa lo mismo.

    —Es que el calor me pone mala.

    —Tampoco yo me siento bien cuando hace mucho calor. Esas temperaturas del continente no son temperaturas para personas. Son más bien temperaturas para camellos y dromedarios.

    —Ja, ja, ja.

    Y el arpegio de la risa de lady Píkering–Orr era como el azul del sofá donde estaba sentada, o como el bonito vestido que llevaba puesto, era un arpegio muy bien entonado y muy fino.

    —Deauville es otra cosa. ¿No le parece a usted, Escobedo?

    —No hay comparación.

    —Nosotros hemos ido algunos veranos a Deauville, pero mi marido prefiere siempre Jersey, porque como él es de allí y tenemos allí una casa cerca del mar...

    En esto sir George había movido por fin una de sus piezas. Yo cubicaba en una breve ojeada el volumen del disparate y entonces le hacía otra jugada con el mismo espíritu con que le echamos otra ración de alfalfa a un borrego. En seguida volvía a la conversación:

    —Yo estuve en Deauville hace dos años y coincidí allí precisamente con el rey de Las Pirámides Unidas, con el rey Foroky.

    —¿Sí? Qué interesante, Escobedo.

    —Cuatro noches seguidas le vi jugar en el casino. El rey Foroky estaba ya muy gordo y parecía siempre como dormido o atontado. De vez en cuando se le acercaba un criado de los suyos, con turbante y abultados gregüescos, quien le traía en una inmensa bandeja de plata una taza, de café cargado, muy chica. El rey se echaba al coleto aquella taza. Entonces parecía despabilarse un poco y se jugaba de golpe cinco mil libras.

    —¡Qué barbaridad! Casi no me extraña que perdiera la corona.

    —Ni a mí tampoco, lady Píkering–Orr, ni a mí tampoco.

    Cuando estábamos acabando el juego se presentaba siempre Jimy. Venía de la escuela. Venía con su traje verde de buen paño —uniforme de su escuela—, y venía muchas veces muy colorado, sin duda de haber estado triscando con algunos de sus compañeros por el campo de golf propincuo. A mí me gustaba mucho Jimy porque era un niño muy salado, pero también es verdad que me habría gustado casi lo mismo aunque no hubiese sido salado, pues como creo haber dicho a mí me gustan extraordinariamente los niños.

    A mí me gustan extraordinariamente los niños y además he llegado con ellos a una conclusión inconmovible, al menos desde mi punto de vista; a saber: que los niños son lo único universal de un país. Si en lo universal existiera grados añadiría que cuantos menos años tiene un niño más universal lo considero. Muchas veces, cuando veo a un baby tumbado bocarriba en su cochecito como si estuviera tumbado en la eternidad del universo, no puedo por menos de decirme: ahí está. Ahí está ese niño. Es tan universal como el pájaro, como la nube, como la alfombra de la mar que se desenrolla perennemente en la playa, como el agua limpia que mana perennemente de la fuente, como la flor, etcétera, etc. Es tan universal como todo eso y rima en consonante, respira en consonante con el titilar de las estrellas, con la luna, con el sol y con el espacio infinito. Pero, ¡ay!, más adelante vendrán los adultos —esos gansos—, más adelante vendrán los adultos, sus padres, sus maestros, los hombres todos de su país que forman la educación nacional, aquí como en todas partes; más adelante vendrán esos maleducadores y desuníversalizarán a este niño, harán de él andando el tiempo ese ser prejuiciado, limitado, angosto, antipático que somos todos... Comenzarán por enseñarle la lengua nacional, primera limitación, pues no es verdad que existan todavía lenguas universales, por muchas y muy grandes que sean las obras universales que se hayan escrito en varias de las lenguas que hay; luego le enseñarán otras cosas tan limitantes como la lengua, o más todavía. Yo abogo por lo universal. A mí que no me vengan con particularismos ni mucho menos con eso que se llama color local, pues en el noventa y nueve y medio por ciento de todo ello no veo más que miseria y atraso. Yo abogo por lo universal. Yo abogo por la eliminación de todas las fronteras, comenzando por las fronteras lingüísticas. Yo abogo por una lengua que tengamos que aprender todos los terráqueos (este debería ser nuestro gentilicio futuro: terráqueo. ¿Cuál es su nacionalidad de usted? Terráqueo, nada más que terráqueo), lengua obligatoria que no estaría mal fuera la española, no porque lo crea que nuestra lengua sea mejor ni peor que las demás lenguas mal llamadas universales, sino porque en las actuales esgrimiduras de Oriente y Occidente veo en ella un elegante término medio. No vamos a aprender todos ruso, puesto que el ruso es la lengua de Rusia, ni vamos a aprender todos inglés, puesto que el inglés es la lengua de los Estados Unidos. Español, pues. Con el español y con la práctica escrupulosa, sin trampa ni cartón, de la encíclica Pacem in Terris, creo sinceramente que nuestro planeta iría muy lejos. En fin, ahí quedan esas ideas para quienes puedan aprovecharlas.

    Por todo lo dicho se comprenderá la simpatía y hasta puedo decir la ternura con que miraba yo a Jimy. Cuando entraba en la habitación, después de saludarnos como es debido, venía directo a nuestro tablero de ajedrez, donde el pobre rey de sir George estaba ya acorralado y poco menos que asfixiado. Jimy observaba aquellos postreros movimientos con una atención muy fija. Los niños (también las mujeres) dan a veces una fuerte impresión de profundidad cuando están observando y pensando. Los hombres no damos esa impresión en esas ocasiones: los hombres parecemos entonces que estamos nada más que malhumorados. Con su pelito castaño ondeado levemente, herencia del padre, con sus ojos de un azul firme, herencia de la madre, con sus facciones tan regulares, mixtura ya muy personal de ambos progenitores, Jimy era la estampa acabada del niño bello e inteligente. A mí me fascinaba y casi no me cansaba de mirarle.

    Cuando terminábamos nuestro juego, Jimy se iba siempre en busca de su supper, que le tenía preparada la misma criada escocesa que nos había servido el té antes. Ya no le veía más en el breve rato que yo permanecía en la casa, pues terminado el juego nunca permanecía yo allí más de siete minutos.

    Pero el primer día, atraído sin duda por la novedad del visitante, Jimy se quedó con nosotros un rato largo, después de que sir George y yo acabamos nuestra partida. Jimy le dijo esa tarde a su madre que dos de sus compañeros de colegio tenían una radio portátil y que a él le gustaría también tener una.

    —Bueno, ya lo pensaré —le contestó evasivamente la madre—. Una radio para arriba y para abajo es mucho ruido en esta casa. Ya veremos.

    Después de oír esta negativa, Jimy fue a una consola pequeña que había a la entrada de la habitación y de allí tomó lo que me pareció al pronto un libro muy gordo. Era un álbum.

    Luego vino hacia mí, diciéndome:

    —Te voy a enseñar una cosa.

    —Vamos a verla —le contesté encantado de que se ocupara de mí para enseñarme algo.

    Los dos nos sentamos en el sofá de dureza y angulosidad de banqueta.

    Entonces lady Píkering–Orr, sabiendo muy bien por qué y para qué quería Jimy enseñarme este álbum, me dijo:

    —Adora a su daddy.

    Que Jimy adoraba a su padre y estaba orgullosísimo de él lo habría yo descubierto por mí mismo en cuanto Jimy comenzó a enseñarme las fotografías que quería enseñarme. Eran todas fotografías de la guerra, tomadas en África. En ellas aparecía sir George en uniforme veraniego de campaña, unas veces en lo alto de un tanque, otras al pie de un tanque, otras en lo alto de un jeep, otras al pie de un jeep. Había un grupo de jefes donde figuraba sir George con el general invicto Montgomery. Había otra fotografía donde se veía a Winston Churchill en traje blanco de verano, tocado con un jipijapa de grandes alas, pasando revista a una fila interminable de tropa, escoltado por sir George y por otros jefes.

    Al volver una página del álbum dimos con la fotografía de un militar de grandes barbas sentado en el banco de un jardín.

    —¿Sabes quién es éste? —me preguntó Jimy.

    —No.

    —Daddy.

    —¿Es daddy? Nunca le habría reconocido.

    —Está hecha en el hospital donde le curaron las heridas. Como tenía tan malo el brazo derecho, no podía afeitarse. Y daddy no quería que le afeitara ningún barbero del hospital, pues no le gusta que le anden en la cara.

    En este dato vi un síndrome más de la extremada masculinidad de sir George: era él hombre tan varonil que no podía tolerar que le tocase la cara nadie, ni siquiera un barbero.

    Pero con mucha intención, con una gradación estudiada que no dejó de sorprenderme en un niño de tan pocos años, Jimy había dejado para el final la fotografía más importante. De esta fotografía había varias y todas ellas ocupaban dos páginas del ancho álbum. La foto más grande era su original. Las otras eran reproducciones de tres revistas ilustradas, Tatler, The Study y The Sphere.     Esta fotografía estaba tomada en Londres, junto a la verja del palacio de Buckingham.

    —El día que la Reina le dio a daddy la Cruz Victoria.

    Allí se veían los tres de pie, sir George, su señora y Jimy, con cuatro o seis barrotes de la verja a un lado y los grandes ventanales del palacio al fondo. Lady Píkering–Orr estaba preciosísima, con un traje sastre perfecto, un collar de perlas de tres vueltas y un sombrero muy recogido (a ella le gustaba todo muy recogido), cuyas elegantes líneas parecían subrayarle el buen dibujo de su óvalo y de sus facciones todas. Sir George iba de uniforme y con sable, evidentemente muy apuesto. Y entre los dos estaba Jimy con el estuche de la Cruz Victoria entreabierto en sus manos. Hacían una trinidad muy bella y desde luego muy triunfante.

    Este día que Jimy me enseñó el álbum fue el único día que los dos conversamos largo. En las demás tardes nuestras relaciones fueron siempre las mismas y siempre escasas: entraba en la habitación, daba las buenas tardes y en seguida venía al borde de nuestro tablero a observar el final ya inminente de la partida. En cuanto el rey que apoyaba sir George moría asfixiado en la cámara de gas de su casilla Jimy hacía diligente mutis por la puerta del fondo. Si digo verdad nunca me pareció Jimy muy efusivo conmigo (tampoco parecía estar mucho más efusivo con los demás, ni siquiera con daddy, a quien tanto adoraba), pero yo no lo tomaba en cuenta nunca, pues un niño vive su mundo propio y aparte, un niño es como un artista, un niño es un artista.

    Todavía no he dicho lo mucho que me extrañaba que sir George no se aburriera de seguir jugando conmigo. Continuamos jugando a la lotería aunque nunca nos toque porque sabemos que cada vez que jugamos está en blanco la página del albur y que muy bien pudiera aparecer en ella el número que coincida con nuestro número. Jugar en cambio un día tras otro con un señor a quien no podremos ganar nunca me parecía cosa tan aburrida como intentar un día tras otro levantar un peso muy superior a nuestras fuerzas. Pero sir George no se aburría. Y creo que lo que más le divertía de nuestras partidas no era perder, naturalmente, sino sus propias largas meditaciones. Yo no he visto en mi vida unas concentraciones cerebrales más intensas y duraderas con unos resultados más deplorables. A veces me permitía aconsejarle cuando el disparate era suicida:

    —No mueva usted ese alfil, sir George, pues me lo puedo comer con este caballo y además deja usted al rey al descubierto.

    Sir George me contestaba después de estudiar el tablero un rato:

    —Es verdad, Escobedo. Muchas gracias.

    Por mi parte no podía aburrirme en estas ajedrecistas sesiones de final previsto, pues allí tenía a lady Píkering–Orr, sentada en el largo azul sofá, siempre bonitamente vestida, llenándome con su amena conversación los extensos silencios de las meditaciones de sir George. No es que hubiera nada entre nosotros pero siempre hay algo, es inevitable, siempre hay algo. Había por lo menos que nos gustaba a los dos hablarnos mutuamente mucho.

    —¿Ha visto usted, Escobedo, lo gruesa que se está poniendo la mujer del doctor...?

    El doctor era el doctor Gibbs, habitante dos casas más allá, no habrá que decir en el sector homogéneo de los proféssional.

    —Ya me he fijado, ya. Y parece una mujer muy joven.

    —No tendrá más de treinta y cinco. Ayer la vi salir y casi le costaba trabajo entrar en su coche.

.    —Eso debe ser de las glándulas.

    —Déjese usted, Escobedo. Eso es descuido. Yo no me lo explico: teniendo un médico en casa que puede decirle lo que le conviene y lo que no le conviene comer, que puede señalarle una dieta...

    —Sí. También es verdad. Pero el médico en casa no es una solución. El médico es médico para sus enfermos pero para su mujer un médico no es un médico sino nada más que su marido.

    —¿Y qué tiene que ver una cosa con otra? El puede aconsejarla mejor que nadie.

    —Aconsejarla pero nada más que aconsejarla. Y aconsejarla siempre que lo haga con cierto tacto.

    —Una amiga mía se estaba poniendo como mistress Gibbs y fue a un médico de Harley Street que le recomendaron. Pues mire usted, Escobedo: ese médico la tomó por su cuenta y la controló de tal manera que en tres meses la dejó tan lisa como un espárrago.

    —Eso debe hacer mistress Gibbs: acudir a ese médico. La ciencia que tiene en casa no le sirve a ella para nada. Es que no la respeta.

    —Y todavía cuando sale a la calle, como va tan apretada, lo disimula un poco. Pero cuando se la ve en el jardín y todo va suelto...

    —Claro, entonces es la inundación por doquier.

    —Ja, ja, ja.

    Andando los meses me enteré en uno de estos diálogos que el jueves próximo, día que me tocaba venir, era el cumpleaños séptimo de Jimy. En seguida pensé regalarle algo. Pero en seguida también se me presentó el problema: ¿qué le regalaría? Para orientarme le pregunté a lady Píkering–Orr:

    —¿Qué piensa usted regalarle a Jimy?

    —Unos patines y un reloj. Se ha empeñado en llevar reloj. Los niños de su edad no llevan reloj pero se ha empeñado en tener uno.

    —Es natural. Los chicos quieren hacer siempre las cosas de los mayores. Y su padre... ¿qué le va a regalar su padre?

    —Una bicicleta más grande que la que tiene, pues esa se la compramos hace año y medio y como ha dado un estirón tan grande se le ha quedado muy chica.

    Ya en la calle me acordé de la petición de Jimy a su madre hacía unos meses, esto es, de una radio portátil. Lo decidí en el momento: le regalaría una radio portátil. Diré de paso que las radios portátiles no me gustan nada en absoluto, que abomino de todo corazón de ellas. Cuando veo pasar por estas calles de Londres a un chico o una chica, generalmente americanos, con una radio portátil runruneando, siempre me dan ganas de telefonear a Scotland Yard. Son además esos artefactos los que más estúpidamente ensucian el silencio augusto de los parques. Pero ahora yo no debía tener en cuenta mis gustos sino ponerme en el caso de los siete años de Jimy y considerar que a los niños todos —salvo el niño que nace melómano— no les gusta tanto la música como las cosas que hacen mucho ruido. Y hay que reconocer que una radio portátil hace más e intempestivo ruido que una radio importátil.

    Cuando al día siguiente fui a comprar el regalo me encontré con la desagradable noticia de que una pequeña radio portátil costaba trece guineas. La verdad, el periodismo sui generis que yo cultivo, además con la honradez mental inmaculada con que yo lo cultivo, no es periodismo que da de sí como para gastarme de pronto trece guineas en los hijos de mis amigos. De todos modos, Jimy me era sumamente simpático, a Jimy le había cobrado yo mucho afecto con sólo verle aquellos ratitos al borde del tablero de ajedrez y Jimy además me conmovía —en este punto quiero insistir—, Jimy me conmovía antes que nada porque era un niño, porque le sabía completamente indefenso... Aun teniendo un padre tan ejemplar como sir George —pues bastaba ver a sir George para darse cuenta de que era un hombre a carta cabal.—, aun teniendo una madre tan ejemplar en todo sentido —pues el mismo flirt que traíamos ella y yo era la inocencia misma y no iría jamás a ninguna parte—, aun acudiendo como acudía a un buen colegio, aun teniendo la fortuna de educarse en un país tan educado como Inglaterra yo sabía muy bien que a Jimy lo habrían ya desuniversalizado mucho, que desde todos los rincones de Gran Bretaña conspiraban contra él, que nadie ni nada le libraría de que hicieran de él andando el tiempo ese ser prejuiciado, limitado, angosto, antipático que somos todos... Yo abogo por lo universal. A mí que no me vengan con nacionalismo ni particularismos ni mucho menos con eso que se llama color local, pues en el noventa y nueve y medio por ciento de todo ello no veo más que ruindad, miseria y atraso.

    Ni que decir tiene que compré la radio portátil, no ya sin dudarlo un momento, sino verdaderamente encantado. Es más: cuando me vi en la calle fui en seguida a otra tienda a comprar papel coloreado vistoso y sustituir con éste el papel pardo áspero en que habían envuelto el aparato en la tienda de radios.

    Con mi vistoso paquete me presenté el jueves en la casa de mis hospitalarios y bien bondadosos vecinos. Sir George y su señora advirtieron al momento el regalo, sonrieron, pero no me dijeron nada. Tomamos el té los tres juntos y luego sir George y yo nos aplicamos a nuestra habitual partida. Lady Píkering–Orr se sentó como de costumbre en el sofá azul largo.

    Nuestra conversación versó mucho este día sobre los crímenes espeluznantes, pues había aparecido esta mañana en la prensa la noticia de un crimen espeluznante. ¿Por qué nos atraen como un abismo los asesinatos horríficos, por qué, por qué? A veces hasta nos parecen cómicos, hasta nos hacen reír sus detalles más espantables. Esto justamente nos pasaba esta tarde a lady Píkering–Orr y a mí. Mencionábamos una horripilidad y soltábamos una carcajada.

    —¿Recuerda usted a Haig, lady Píkering–Orr?

    —Sí. Qué criminal más horroroso.

    —Después de adormecer a sus víctimas con un tiro inesperado en la nuca las disolvía en ácido sulfúrico.

    —Ja, ja, ja.

    —Ja, ja, ja.

    Ya el rey de sir George estaba entrando en su cámara de gas y ya Jimy entraba por la puerta de la habitación. No quise levantarme para entregarle el regalo, porque sólo me faltaba como quien dice cerrar la puerta de la cámara y dar a la llave del gas.

Jimy observó atentamente aquel horror nazi con sus bellísimos ojos azules.

    Cuando el rey pasó a mejor vida y Jimy iba a retirarse, le dije:

    —Espera, Jimy, que tengo una cosa para ti.

    Y fui a la mesa próxima donde había dejado el regalo.

    En el momento de entregarle el paquete no vi en el rostro de Jimy la expresión fúlgida de sorpresa, alegría y expectación que yo esperaba ver, sino una expresión muy seria y más bien de disgusto.

    Tomó el paquete con manos flojas. Pero no hizo más que tomarlo cuando se fue a la mesa y lo soltó allí al mismo tiempo que decía con entonación despreciativa muy firme:

    —¡No lo quiero!

    Y echó a correr y desapareció de la habitación. Sir George y su señora se quedaron de piedra y pusieron por ello ojos estupefactos de estatuas, de estatuas de piedra.

    Pero yo no diré que yo me quedé de piedra, no. Yo me quedé de otra manera. Yo me quedé como si me hubieran escarbado de pronto en el interior de mi pecho con un estilete muy agudo, pues el desaire enconado de un niño a quien hemos agasajado con amor hiere muy dolorosamente.

    Sir George se levantó de su asiento y miró a su mujer. Su mujer se levantó también del suyo y miró a su marido.

    —¿Por qué es esto? —le preguntó él.

    —No sé... —le contestó ella—. Voy a ver...

    Y lady Píkering–Orr salió de la habitación muy de prisa, sin duda para interrogar a Jimy.

    Cuando nos quedamos los dos solos, sir George vino hacia mí con una expresión de malestar y malas pulgas que yo no le había visto nunca. Su cuello parecía más tieso que de costumbre.

    —Los niños son a veces tan raros...—me dijo.

    —No se preocupe, sir George —le contesté algo repuesto de la sorpresa dolorosa del estilete—. Yo le dejaré ahí el paquete a Jimy y ya verá usted con qué gusto lo acepta cuando vea lo que tiene dentro.

    —¿Qué le traía usted?

    —Una pequeña radio portátil. Como le oí hace tiempo pedirle a su madre una...

    En esto entraba lady Píkering–Orr. Venía sonriendo.

    Venía sonriendo, pero cuando se acercó a nosotros se le apagó la sonrisa y permaneció muda.

    —¿Por qué ha hecho eso?—le preguntó sir George. Lady Píkering–Orr tardó en contestar. Claramente percibí que le había hecho gracia lo que fuera, pero que le costaba trabajo decirlo.

    —¿Por qué ha hecho eso? —volvió a preguntarle sir George, esta vez con evidente impaciencia.

    Por fin, lady Píkering–Orr, con los brazos muy estiraditos hacia abajo por delante, restregándose las manos, comenzó sin mirarnos, sobre todo sin mirarme:

    —Me ha dicho..., ¡qué tonterías piensan los niños!, me ha dicho...: «Yo no quiero ver a daddy, Cruz Victoria, derrotado todas las tardes por un... extranjero».

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Destino y casualidad

    En mis tiempos de lector en Cambridge solía ir por la tarde de vez en cuando a ver al profesor J. J. Taylor en su habitación de Christ’s College. Taylor era profesor de Historia Antigua y nada tenía que ver por ende con mi hispano. A mí me gustaba hablar con él porque con él se podía hablar de todo, pues todo parecía interesarle. Aparte sus grandes conocimientos históricos, Taylor se distinguía por su memoria extraordinaria para hacer citas de autores ingleses y de otras partes, clásicos y modernos. No tocábamos punto para el cual no tuviera él en el archivo privilegiado de su memoria una frase de una pluma famosa o poco conocida o rara o rarísima. Un día hablamos mucho del destino, esto es, de los hechos que constituyen la trayectoria en este mundo de una persona. Le expuse mi criterio sobre el asunto, pues yo tengo sobre el asunto una teoría muy concreta, creo que irrefutable, extraída de mi observación de la vida de los demás y también —quizá sobre todo— de la observación de mi propia vida. Le dije que aquella trayectoria de nuestra existencia estaba siempre constituida por nuestro destino propiamente dicho y por casualidades propiamente dichas; que había cosas que hacía uno o le pasaban a uno porque uno era como era (destino) y había cosas que le pasaban a uno, pero que lo mismo podían no haberle pasado a uno y pasarle a otro (casualidad); que nuestra existencia era siempre una mezcla de destino y casualidades.

    El profesor Taylor no parecía ver claro mi punto de vista.

    —Un gran usurero —le añadí para explicarme mejor— hace un día una grande operación usuraria. Ese mismo día este usurero sale a la calle, le cae una teja en la cabeza y muere.

    —Su destino era morir de esa teja. «Cuando la cosa ocurre es porque tenía que ocurrir», como decía Chaucer.

    —No. El destino de ese usurero no era morir de esa teja. El destino de ese gran usurero era, entre otras cosas, hacer grandes operaciones de usura, pues sólo puede hacer estas operaciones un hombre con fuerte naturaleza para ello, como sólo puede ser boxeador un hombre con rollizos y fuertes músculos. La teja fue pura casualidad. La teja lo mismo le pudo haber caído al transeúnte que iba detrás o al transeúnte que iba delante.

    —Pero le cayó a él. La teja forma parte de su destino.

    —La teja se incorpora a su biografía y pone punto final a su biografía, pero la teja no tiene nada que ver con lo que aquel hombre era.

    —Entonces usted llama destino a lo que se acomoda a la naturaleza de la persona. Algo de eso pensaba Marco Aurelio.

    —Yo llamo destino a lo que nos pasa o a lo que hacemos porque somos de una determinada manera. Lo que ya no es consecuencia de nuestra manera de ser, ni puede por consiguiente explicarse por ella, es casualidad pura.

    Esa tarde le dimos no sé cuántas vueltas al interesante asunto. Pero yo no recuerdo ahora si planteé el tema estimulado por las noticias que acababan de darme de Agustín Jorrito, o si el tema lo planteó espontáneamente el propio profesor Taylor. Lo que son las cosas —me dije cuando me hablaron de Agustín; justamente una hora antes de dirigirme a Christ’s College—: un hombre preocupado aquí en Londres por dos mujeres, como quien dice martirizado por ellas, un hombre a quien le estorbaba una de estas dos damas, pues las dos juntas le hacían la vida imposible, ahora se veía en Méjico… Vida la suya la más corriente del mundo, pero por ello mismo más difícil de averiguar en ella cuanto había de casualidad y cuanto había de destino.

    Le dije al profesor:

    —Yo creo que en las naturalezas excepcionales, un gran músico por ejemplo, el destino lo es todo o casi todo, descontando siempre la posibilidad de la teja. En los hombres nada excepcionales acaso su trayectoria sea mitad casualidad, mitad destino.

    —¿Sabe usted lo que decía Milton? Que la casualidad lo regía todo.

    —Estaba equivocado desde mi punto de vista. Por casualidad no escribió él su Paradise Lost.

    —En eso estamos conformes.

    —Esta tarde he sabido de un compatriota de quien hacía año y medio que no tenía noticia ninguna, un obrero de fábrica que dejó de ser obrero de fábrica…

    —Perdóneme que le interrumpa. Voltaire y Lessing dicen que nada ocurre bajo el sol por casualidad, que todo tiene una causa en este mundo.

    —También estaban equivocados desde mi punto de vista. Hay el caso de la teja. Claro está, la teja cae porque está floja o mal colocada, pero la muerte producida por ella es casualidad.

    —En eso también estamos de acuerdo.

    —Este compatriota de que le hablo, Agustín Jorrito, vino a Inglaterra como otros muchos españoles emigrados.

    —¿Vino por destino o por casualidad? —me preguntó el profesor en broma.

    —Vino por casualidad. Vino antes que nada porque le fue posible venir, pues no era fácil entonces para un emigrado de la guerra civil entrar en Inglaterra. Necesitaba el aspirante alguien que le reclamase de aquí y le garantizase además la manutención en la isla. Por lo visto Agustín debió de conseguir ese alguien, también por casualidad. En España había sido mecánico en un garaje o trabajó en una fábrica, no sé bien. Aquí trabajó año y pico en una fábrica y luego se empleó de mecanógrafo en la sección hispanoamericana de la radio. Le diré a usted que este ascenso de obrero de fábrica a mecanógrafo e incluso a posiciones más elevadas no es infrecuente en los españoles emigrados en Inglaterra.

    —¿Y eso es por casualidad o por destino? —me preguntó Taylor, esta vez en serio.

    —Eso ha sido por las dos cosas, por destino y por casualidad. Primero: por la casualidad de haber caído en Inglaterra, país el más señorito de Europa, donde los estímulos de ascensión social están operando en la atmósfera continuamente. Segundo: por destino, esto es, porque había naturaleza para responder a esos estímulos. Fíjese usted en el caso de Agustín. Trabajaba en una fábrica, pero al año de trabajar allí sintió deseos de hacer otra cosa. Fue entonces cuando se dedicó a leer cuanto podía de español, a robustecer su bien debilísima ortografía y a aprender a escribir a máquina. Tenía por esos días treinta y dos años. Imagine usted un hombre de mediana estatura, moreno, bien parecido, muy tranquilo por fuera. Había luchado valientemente en la guerra. Yo le conocí cuando ya estaba empleado de mecanógrafo. Pero ahora que le hablo de su perfeccionamiento ortográfico no tengo más remedio que hablarle de Antonia, pues Antonia fue su maestra.

    —«¡Ya está aquí la mujer! ¿Quién cae en sus brazos sin caer en sus manos?». Así hablaba Ambrose Bierce.

    —Sí. Antonia fue su maestra. Pero repare usted en este dato de casualidad de teja que cae: Agustín vino a conocer a Antonia por culpa de su mujer, quien había quedado en España. Su mujer le escribió pidiéndole que fuera a una determinada colonia de niños vascos a ver cómo estaba la hija de una amiga. Agustín se presentó allí, vio a la niña, vio que la niña estaba bien y vio también a Antonia, encargada de la colonia. Creo que todo fue la compenetración instantánea de dos seres que se reconocen mutuamente sensatos y saben en cuanto se ven que pueden confiarse mutuamente con seguridad plena. Antonia había sido maestra nacional en España. Ella decía entonces que contaba treinta y tres años, pero probablemente contaba más. Era alta, bastante voluminosa, muy blanca, estaba muy fresca y tenía en la expresión de sus facciones, más bien aguileñas, esa simpatía característica de las mujeres inteligentes de muchas carnes. En España no tuvo posibilidad de casarse nunca, o de casarse con quien hubiera querido. Había llegado a Inglaterra virgen. Antonia le decía después a una íntima amiga con quien yo tuve alguna confianza: «Cuando iba las primeras veces a casa de Agustín iba con un remordimiento atroz, iba como si me estuvieran mirando toda mi familia y toda España. Me decía a mí misma que debía volver pies atrás, pero seguía andando…».

    —«El pudor está compuesto de capas como la cebolla». Se quita un día una capa, después otra… Son palabras de Nathaniel Hawthorne, 1854.

    Cuando Taylor hacía una de estas estrambóticas citas me entraba un momento la sospecha de que se trataba de una invención. Pero yo sabía perfectamente que no era así. Una vez tuve la curiosidad de buscar una de estas extrañas citas con fecha y la encontré después de buscar mucho, con su fecha correspondiente, tal como él la había dicho.

    —En fin, así comenzó la amistad y la cebolla.

    —«El hombre es enemigo de la virginidad», como dijo Shakespeare.

    —Antonia fue para Agustín muchas cosas: su maestra de ortografía, su estímulo para mejorar de situación (no sé si fue ella quien le sugirió abandonar la fábrica), su mentora en todo y para todo. Nunca vivieron juntos. Aunque Londres es muy grande la emigración española era para el caso muy chica. Y aunque la cebolla estuviera pronto en su última capa tampoco podía olvidarse Antonia de que ella era maestra nacional y tenía por ello responsabilidades morales públicas.

    —«Mejor es la buena fama que el buen ungüento», reza el Eclesiastés.

    —Sería erróneo pensar que Antonia fuera para Agustín la frivolidad o la vanidad de una conquista. Agustín era más juicioso que todo eso. Creo que si hubieran podido casarse como Dios manda y organizar su vida a los ojos de todo el mundo habrían constituido ese matrimonio donde la similitud y la inteligencia de ambos cónyuges hacen de la coyunda un ejemplo edificante de felicidad sosegada. Lo de ellos no me dio nunca impresión de lío en el sentido inmoral de la palabra, ni tampoco impresión de amor en sentido patético, sino más bien impresión de igualdad, de amistad.

    —«La amistad es igualdad», decía Pitágoras.

    —Pero él no podía casarse porque estaba casado, como ya le he dicho. Agustín habíase matrimoniado en Barcelona seis meses antes de acabar la guerra civil con un abultado palmito de diecinueve abriles, hija de un tendero arruinado por la revolución que había traído la guerra. De los seis meses de matrimonio sólo estuvieron juntos dos escasos, ni siquiera seguidos, sino espaciados en lotes de pocos días.

    —¿Por destino o casualidad?

    —Por la casualidad de que él tenía deberes bélicos en el frente. Fue el matrimonio de Agustín con Carmencita lo que se llama un matrimonio de guerra, un matrimonio llevado a cabo entre el olor a pólvora, la ilusión política o de victoria y el peligro de perder el pellejo, un matrimonio en suma de sopetón y romántico. Pero ahora Agustín estaba en Londres. Entre su boda y su presente se habían interpuesto aquellos seis meses en España, cinco meses en un campo de concentración francés y ya un año largo en la capital inglesa. No es que Agustín se hubiese olvidado de su mujer. Le escribía con la regularidad que permitía la censura española, pues las cartas tardaban entonces una eternidad y no pocas se extraviaban en el camino. Pero el presente es siempre el presente. Vivimos nada más que el presente. El presente es lo único real que tenemos ante los ojos.

    —«El presente es una poderosa diosa», decía Goethe.

    —Nuestra vida verdadera es sólo presente. —Petrarca habla del «eterno ahora».

    —El presente nos posee.

    —O al revés: «El presente es lo único que poseemos», como dice Love Peacock.

    —¿El pasado existe?

    —Sandburg afirma que «el pasado es un cubo de cenizas».

    —Nuestro pasado es sólo un ocio de nuestra mente, una galería imaginada (aunque haya existido) por la cual paseamos de vez en cuando, o todo lo más algo que nos ocurrió en otra encarnación, cuando éramos otro… Pero si esto es así en las circunstancias corrientes, en las circunstancias de un emigrado español en Londres era más todavía. Su pasado no sólo había quedado atrás sino además muy lejos; no sólo había quedado en otro país sino además enterrado. Enterrado allí por la nueva situación política; enterrado aquí por las nuevas cosas que le entraban por los ojos todos los días. Y estas nuevas cosas que le entraban a Agustín por los ojos todos los días eran Londres, su trabajo de mecanógrafo en la radio, Antonia, las vicisitudes de la guerra (pues la guerra se le echó encima apenas llegó), Antonia otra vez, las calles negras en la noche, el ulular de las sirenas, los estrépitos de los bombardeos, Antonia, Antonia.

    —¿Y todo eso le ocurría a él por casualidad?

    —Todo eso era casualidad desde mi punto de vista. Yo conocí a Agustín poco antes de acabar la guerra, cuando ya llevaba aquí cerca de cinco años. Agustín había sido anarquista y seguía siendo anarquista. Como yo no he tenido nunca simpatía ninguna por el anarquismo, pues el anarquismo me ha parecido siempre una quimera, me costaba trabajo compaginar el hombre sensato que tenía delante con sus ilusiones imposibles anárquicas. También es verdad que esta contradicción entre la persona y sus ideas políticas la advierto en casi todos los españoles que conozco, sean éstos de la filiación que sean. Se puede hablar con ellos de todo menos de política, pues en política muestran siempre una veta desvariante que uno no sabe nunca de dónde viene. Con Agustín, pues, nunca dirigí la conversación hacia los asuntos públicos sino hacia sus asuntos privados. «¿Qué tal le va?», «¿Cómo va el trabajo?», «¿Cómo está Antonia?». Él sabía que yo sabía de la amistad por una íntima amiga de Antonia, muy amiga mía, de modo que no era impertinencia o entrometimiento mi pregunta. Y Agustín me hablaba de ella muy francamente.

    —¿Por destino o casualidad?

    —Por destino sin lugar a dudas, quiero decir por mi destino. Pues le diré a usted que yo inspiro a todo el mundo una confianza especial y todo el mundo me cuenta todo.

    —«Inspirar confianza es un elogio mayor que inspirar amor», decía el poeta y novelista George Macdonald.

    —Dada esa confianza llegué a percibir muy bien lo que Antonia representaba para Agustín. Y no es que él me dijera concretamente que ella representaba para él esto o lo otro: me bastaba oírle para saberlo. «Antonia dice…». Y esta expresión la decía Agustín como si dijera: «Platón dice…». «Antonia cree…». Y esto le decía él como si dijera: «Aristóteles cree…». En su tono se mezclaban muchas cosas, muchas superioridades que él reconocía en ella, superioridades en primer lugar de cultura y de sesos. Por este motivo, cuando acabó la guerra y me enteré por el propio Agustín que su mujer estaba gestionando el pasaporte en Barcelona para venir a Inglaterra, percibí muy bien la magnitud del conflicto, sobre todo teniendo en cuenta la naturaleza del marido y amante.

    —Lo que usted llamaría su destino.

    —Exactamente. Agustín no era hombre para decirle a Carmencita que no viniera ni era hombre tampoco para dejar sin más a Antonia. Ya por aquellos días, cuantas veces iba yo a la radio encontraba a Agustín más meditativo que de costumbre. Había comenzado a perder prematuramente el negro pelo de la cabeza y me parecía —no sé si eran figuraciones mías— que de una semana a otra estaba mucho más calvo.

    —Ovidio decía, con razón: «Feos son un campo sin hierba, una planta sin hojas, una cabeza sin pelos».

    A Taylor le quedaban ya pocos en la suya.

     —Pero pasó mucho tiempo y Carmencita no aparecía por Londres. «Es que no la dejan salir (me explicó Agustín en una ocasión), no quieren darle el pasaporte». Ese día me atreví a preguntarle: «¿Y usted quiere que venga o que no venga?». «Pues mire usted (me contestó con aquella franqueza que yo inspiro), ni quiero que venga ni quiero que no venga». Y añadió como quien expresa un remordimiento: «Mejor habría sido que no me hubiese casado. Ahora estaría tranquilo».

    —«El remordimiento duerme en las épocas prósperas y despierta en la adversidad». Son palabras de Jean–Jacques Rousseau.

    —Otro día me dijo Agustín que Antonia estaba preocupada. «Preocupada ¿por qué?», le pregunte. «Ya puede usted imaginar: ella tiene la corazonada de que a mi mujer concluirán por darle el pasaporte». Como así fue a los pocos meses de esta conversación. Un día le daban a Carmencita el pasaporte en Barcelona y dos días después Carmencita se presentaba en Londres. Hacía ocho años que no se veían marido y mujer y su encuentro en la estación Victoria tuvo mucho —por lo que él me explicó luego— del encuentro de dos desconocidos casi. Ella había perdido muchas de las carnes que la abultaban y hasta la afeaban a los diecinueve años y estaba ahora a los veintisiete proporcionada y esbelta como no lo había estado nunca. Él había perdido buena parte del pelo de la cabeza, pero se hallaba de muy buen ver en todo lo restante. No tendré que decirle que la armonía de los dos tuvo en seguida, en cuanto salieron de la estación y tomaron un taxi, caracteres de segunda luna de miel. Pero poco después comenzaron para Agustín los disgustos.

    —¿Por destino o casualidad?

    —Por destino, Taylor, por destino. Agustín llevó a su mujer a vivir con él, como era natural y obligado, pero no pensaba por ello abandonar a Antonia. Aunque nunca me lo dijera ni llegara siquiera a formulárselo con palabras intuía yo cuando le oía hablar por aquellos días que nada le habría gustado tanto como que ambas mujeres vivieran juntas con él en amistad dichosa. No habiendo en verdad pasión exclusiva por ninguna de ellas, el corazón de Agustín estaba repartido por igual entre Carmencita y Antonia, pues de la misma manera sentía por ellas afecto y también deberes. Antonia era para él, descontando los solaces del lecho, su conductora en su vida de exilio, un ser superior a quien debía la formación y consolidación de su vida de emigrado en Londres. Dejarla plantada no le pasaba a Agustín por la cabeza jamás. Carmencita era para él, descontando también los solaces del lecho…

    —«El lecho abarca nuestra vida, pues en él nacemos, vivimos y moriremos». Guy de Maupassant.

    —Descontando los solaces del lecho, que no debían ser pocos en estos primeros tiempos, Carmencita era para Agustín la mujer con quien se matrimonió durante la guerra civil y había penado por él en Barcelona ocho años seguidos. Abandonarla no se le podía ocurrir nunca. De modo que por su destino, por su íntima manera de ser, Agustín no pensaba ni quería desprenderse de ninguna de las dos damas, antes bien las aceptaba de muy buen grado, si bien con la prudencia que demandaban las circunstancias. A esta prudencia obedeció que él le dijera desde el principio a Carmencita que trabajaba medio día en la radio todos los sábados y domingos. De este modo tendría tiempo para ir a ver a Antonia. Pero las primeras molestias comenzaron precisamente por ella, por Antonia.

    —¿Destino o casualidad?

    —Destino, destino de Antonia, naturaleza de Antonia. «Parece ahora otra mujer —me dijo Agustín un día—. Desde que Carmencita ha llegado está que no vive. Cree que la voy a dejar el día menos pensado. Cuando nos despedimos hasta el sábado próximo piensa siempre que se trata de nuestra última despedida. Se agarra a mí entonces con una desesperación… Además, una mujer antes tan sensata, con tanto talento en todo y para todo, ahora no piensa más que desatinos. Como yo le he contado que a Carmencita no le gusta Londres, comenzando por el olor, pues Carmencita dice que Londres huele en todas partes a estopa mojada, Antonia me propone ahora la solución más tonta del mundo: «¿No dices que no le gusta Londres, que Londres huele a estopa mojada? Pues aprovecha que no le gusta para mandarla a Barcelona. Si me quisieras lo harías mañana mismo». «Pero parece increíble —le he explicado ya más de una vez—, parece increíble que una mujer de tus estudios piense ese disparate: aunque Londres le huela a Carmencita a estopa mojada, aunque le oliese a perros muertos yo no podría convencerla nunca de que se fuera a Barcelona. ¿No comprendes?». También me dijo Agustín por aquellos días que él creía que a Antonia le amargaba terriblemente que Carmencita fuera tan joven y estuviera tan delgada y esbelta, como ya le habían informado. «Ahora le ha dado a Antonia por no comer, no sé si porque no tiene apetito o por adelgazar, pero el hecho es que la veo muy desmejorada. Y es que no vive de celos, sin motivo ninguno, pues yo no pienso dejarla nunca.»

    —«A la mujer celosa le falta siempre un tornillo», decía Sir Arthur Wing Pinero.

    —Carmencita por su parte lo pasaba bien al principio, aunque lo pasaba muy solitariamente. Agustín salía de casa todos los días a las ocho menos cuarto de la mañana y no volvía hasta después de las seis de la tarde. En el medio día que él estaba en casa los sábados y domingos ella le propuso más de una vez ir a sitios donde sabía acudían españoles. «¿Por qué no vamos al Hogar Español? Me han dicho que está muy concurrido». «No. Al Hogar Español no vamos. Allí no hay más que comunistas». «O al Casón de España». «Tampoco. Allí no hay más que fascistas». Aunque era verdad que a uno y otro sitio iban generalmente fascistas y comunistas, en las repugnancias políticas de Agustín se mezclaba ahora la prudencia: él no quería que Carmencita conociera a muchos españoles, pues temía que una larga lengua le contase el cuento de Antonia. Ya desde el principio había elegido después de pensarlo mucho los poquísimos compatriotas que debía presentarle: Pepín Pérez y su mujer Rosalía, ambos anarquistas hasta la pared de enfrente; Paco Gómez, quien había roto recientemente con el Hogar Español, hecho que constituía para Agustín cuando menos una garantía de seriedad política, y el propio dueño de la casa donde vivían en Notting Hill Gate, Evaristo Domínguez, socialista en España de lo más extremo, pero ahora consagrado de todo corazón al capitalismo. «Éste es un raspa, Carmencita, este Evaristo es un raspa. Aunque hay que reconocer que no nos cobra excesivamente por el sótano». Nadie sabía cómo el raspa había reunido dinero para comprar aquella casa poco antes de acabar la guerra. Cuando la compró estaba la casa destrozadísima por los bombardeos, pero como Evaristo era albañil, él mismo la reconstruyó y la pintó y la dejó tan bonita como una joya. Los demás inquilinos del inmueble eran ingleses. Agustín sabía que Evaristo no diría nunca nada. Él era hombre que no estaba más que en su negocio. Ya se hablaba en la emigración de que pensaba comprar otra casa.

    —«Los negocios son la sal de la vida», decía Thomas Fuller, escritor religioso inglés del siglo XVII.

    —Pero un día que llegué a la radio encontré a Agustín muy abatido. Habían pasado ya dos meses desde la llegada de Carmencita. «¿Cómo le va?». «Muy fastidiado, señor Escobedo». «¿Y eso?». «Alguien que está muy enterado le ha contado a Carmencita todo, todo, todo». «Vaya por Dios». «Hasta lo de los turnos de los medios sábados y domingos, cosa que sabían muy pocas personas».   «¿Y ella lo ha tomado muy a mal?». «Puede usted suponer. Una mujer que está tan encariñada conmigo, una mujer que no sabe dónde ponerme…, pues yo no sé si me quería cuando estaba en Barcelona después de tantos años y sólo deseaba venir a Inglaterra para escapar de aquellas angustias (allí no ganaban ella y su madre para vivir), pero desde que está aquí…, vaya si me quiere…». «Eso es bueno. Eso quiere decir que pronto se le pasará el disgusto». «No sé, no sé». Agustín me contó ese día su impresión cuando llegó a casa una tarde y encontró a Carmencita hecha una Magdalena. Al principio no hablaba, al principio no hacía más que llorar. Pero cuando le vino el habla estuvo con una elocuencia que no había medio de detenerla. Le dijo entre otras muchas cosas que ella había tenido muy buenas proporciones en Barcelona, hasta un empleado de correo, quien estaba dispuesto a casarse el mismo día que ella quisiera. «Y habría podido casarme sin dificultad ninguna, pues nuestro matrimonio civil allí no vale nada absolutamente. Ya has visto que en mi pasaporte me han puesto soltera. Pero a mí no se me podía ocurrir casarme con nadie ni mirar a nadie. Con todo lo que hemos pasado allí mi madre y yo ni una vez he ido a probar la sopa de Auxilio Social, pues me parecía que si la probaba te estaría traicionando… Y mientras tanto tú estabas aquí dándote la gran vida con ese colchón, pues ya sé que no es más que un colchón…».

    —¿Por qué la llamaba así?

    —Aludía a la obesidad de Antonia. Le pregunté a Agustín si en el curso de su discurso Carmencita había dicho alguna vez que quería regresar a Barcelona. «Nunca. Ni creo que lo quiera. Yo me he confesado con ella como podría hacerlo con un confesor, explicándole cómo comenzó la amistad (también le dije que ella tuvo en cierto modo la culpa por enviarme a preguntar por aquella niña en una colonia vasca), todo cuanto Antonia había hecho por mí, desde la ortografía hasta sacarme materialmente de la fábrica. Pero creo que con ello he puesto las cosas mucho peor. Ahora supone que no voy a dejar a Antonia nunca». «¿Y supone bien?». «Supone lo que va a pasar, pues yo no puedo dejar a Antonia de ninguna manera. Y eso que Antonia, ir a ver a Antonia es como ir a ver a una loca. Ya no puedo visitarla los medios sábados y domingos, sino un medio miércoles cada quince días. Pues no quiera usted saber: entrar allí es entrar en un purgatorio. Me costó Dios y ayuda convencerla de que si no voy como antes los sábados y domingos es porque Carmencita se ha enterado de todo. Creía que se trataba de un pretexto para no ir, pues los dedos se le hacen huéspedes. Pero cuando regreso a casa tampoco regreso a la paz ni mucho menos. En cuanto llego Carmencita me huele (pues ella tiene un poco la manía de los olores), me huele la cabeza y la ropa y por todas partes, como si en mis olores pudiera encontrar una prueba de que vengo de ver a Antonia. A veces no sé qué hacer en una casa ni en otra. Créame usted que sólo me siento a gusto cuando estoy aquí trabajando y el trabajo me olvida un poco de todo».

    —«La adversidad es la piedra de toque de un hombre», decían Beaumont y Fletcher.

    —Usted lo ha dicho. O Beaumont y Fletcher lo han dicho. A eso precisamente llamo yo destino en sentido estricto.

    —¿A la piedra de toque?

    —No. Al hombre frente a la piedra de toque, al modo de reaccionar del hombre frente a la piedra de toque adversa y frente a las otras piedras que no son adversas pero que también son de toque, pues en mi opinión todas las piedras de este mundo son de toque. Otro que no fuera Agustín habría resuelto la situación en un periquete: o habría dejado a Antonia, o habría enviado a Carmencita a Barcelona, o se habría ido a otra parte y habría dejado a las dos sin más miramientos. Pero Agustín no podía pensar siquiera ninguna de esas tres soluciones, pues su situación era distinta de la de ese supuesto otro.

    —Su situación era la misma.

    —Su situación era la misma, pero era distinta, enrevesada como se hallaba por su destino…

    —Acaso no había más que cobardía.

    —No lo creo.

    —«Para saber lo que se debe hacer se necesita valor», decía Confucio.

    —No creo que fuera cobardía porque él no parecía desear desprenderse de ninguna de las dos damas. La cobardía se da en esas situaciones cuando se desea una amputación y el cirujano no se atreve.

    —Quizá.

    —Para abreviar le diré que el asunto iba cada día peor, cada día más espinoso para los tres. «¿Cómo van las cosas?», le preguntaba yo a Agustín, sabiendo muy bien que le gustaba que le preguntase, pues creo era yo la única persona con quien desahogaba su pecho. Y Agustín me ponía al tanto de sus cuitas. Las últimas veces que le vi estaba muy desmejorado, con unas ojeras impropias en un hombre de su edad y que no padecía, que yo supiera, enfermedad ninguna. Sospeché que no dormía lo suficiente. «Lo peor de todo —me dijo Agustín una de esas últimas veces— es que Antonia cree que ella tiene derecho…». «Derecho ¿a qué?». «No sé. Por eso sufre tanto. Derecho sobre mí, o que tiene más derechos que Carmencita, como si Carmencita fuera una intrusa o mi querida…». «Eso no lo puede creer Antonia». «Pues me parece que lo cree. Y es todo el amor propio que tiene, pues Antonia tiene mucho amor propio».

    —Acaso estuviera en lo cierto. «Hay en los celos más amor propio que amor». La Rochefoucauld.

    —Ese mismo día me dijo Agustín que Antonia le había propuesto lo que no quiso hacer nunca cuando Carmencita estaba en Barcelona y no había todavía posibilidad de que viniera: que se fueran los dos a vivir juntos. «Le he dicho que eso es un disparate, que yo no puedo dejar a Carmencita sola en Londres, que qué diría la gente de mí y de ella, de Antonia… Pero ahora no le importa nada el escándalo, pues dice que un escándalo más después de tantos escándalos del mismo orden como ya hemos visto en la emigración… Con todo ello se está quedando en los huesos y temo que enferme. Créame usted que me tiene muy preocupado». «Pero en casa, con Carmencita, tendrá usted ya por lo menos paz dulce». «¡Qué va! En casa tampoco las cosas marchan debidamente. Carmencita está siempre tan triste… Ya le he contado que ella tiene la manía de los olores y dice que Londres huele en todas partes a estopa mojada y me huele como un podenco siempre que vengo de la calle. Bueno. Pues ahora estoy convencido de que no se trata de una manía». «¿Qué quiere usted decir?». «Que eso de los olores no son manías ni figuraciones suyas, que huele verdaderamente». «¿Por qué piensa usted eso?». «Por esto que le voy a decir: usted sabe que tuve que suspender mis visitas a Antonia los medios sábados y domingos desde que le fueron a Carmencita con el cuento. Arreglé entonces para ello la tarde del miércoles cada dos semanas, pues esa tarde también la tengo libre. Todos los días, cuando llego a casa, unas veces con más disimulo, otras veces con menos, según estén los ánimos esa tarde, Carmencita me pasa las narices por la cabeza y por la ropa. Pues mire usted: ese miércoles que vengo de ver a Antonia, en cuanto me huele, se aparta de mí con un gesto de repugnancia como si oliera un estercolero». «Alguien le ha dicho que usted va ese día a ver a Antonia». «Nadie puede habérselo dicho, pues nadie lo sabe».

    —Cicerón dijo en una ocasión: Non olet? Por el olor podemos saber de dónde viene una persona.

    —En fin, yo veía a estos tres seres humanos, a Agustín, Carmencita y Antonia, sufriendo lo indecible y en peligro de perder la salud e incluso el juicio. Una de las últimas veces que hablé con Agustín comencé a temer por los tres. Aquí va a pasar algo, me dije. O Antonia se va a tirar al metro, o Carmencita se va a morir de melancolía (pues por la pintura que Agustín me hacía de ella veía que no era mujer de tirarse al metro sino de morirse de melancolía en un rincón), o a Agustín lo vamos a tener que meter en un manicomio. «Usted tiene que buscar una solución a todo eso», me atreví a aconsejarle un día. «Sí. Claro. Naturalmente. Pero no sé qué hacer, no sé». Es curioso: Agustín me pareció siempre un hombre inteligente y evidentemente lo era, pues sólo un hombre inteligente se eleva de obrero de fábrica a mecanógrafo de oficina, pero ahora que le veía en este conflicto, ahora que le veía sufrir con este conflicto día tras día, se me iba achicando hasta parecerme insignificante. Quizá ciertos dolores tengan la propiedad de disminuir a las personas. «Así no pueden continuar las cosas, Agustín. Usted tiene que buscar una solución». «Sí. Claro. Naturalmente».

    —¿Y buscó la solución?

    —La solución vino sin que se molestara en buscarla.

    —¿Por destino o por casualidad?

    —Por destino. De la solución me enteré la última vez que vi a Agustín. Le encontré esa vez muy paliducho, pero con otro espíritu. Yo solía coincidir con él en el comedor de la radio. Ese último día, cuando recogí en el mostrador mi comida (el servicio es allí autoservicio) y quedeme unos momentos con la bandeja cargada en las manos mirando dónde podría sentarme (el comedor estaba lleno), vi a Agustín sentado a una mesa en un rincón. Al verme hizo lo contrario de lo que había hecho siempre: agachó la cabeza rápidamente sobre el plato como si no me hubiera visto, como si deseara que yo no le viera. Pero no hice caso de este movimiento y me fui a él directamente, entre otras razones porque era su mesa la única mesa donde podría encontrar acomodo. Cuando me senté le pregunté: «¿Cómo van las cosas?». «Algo mejor…». Y percibí muy bien que la respuesta era evasiva. Pero pocos momentos después, mirando receloso a un lado y a otro y bajando mucho la voz, Agustín añadió confidentemente: «A usted se lo puedo decir. Usted no va a decir nada a nadie». «Puede usted estar seguro, Agustín. ¿De qué se trata?». «Me marcho, señor Escobedo». «¿De aquí, de la radio?». «De aquí y de Londres y de Inglaterra». «¿Adónde se va usted?». «A Méjico». «Caramba. A la patria de Moctezuma». «Es usted la primera persona a quien se lo digo. La primera y sin duda la última. Aquí no he dicho todavía una palabra. Cuando tenga el visado de Méjico me despediré sin decir que me voy de Londres. Les diré que entro a trabajar en el Banco de Vizcaya en la City. A Evaristo Domínguez, dueño de la casa en que vivimos, no he tenido más remedio que notificárselo, para que no diga que le perjudico en sus intereses (es hombre que no está más que al penique), pero tampoco le he dicho que me voy de Inglaterra: le he soltado que aquello está muy lejos de mi trabajo, que me mudo más cerca de aquí…». Pensé en seguida que Agustín se marchaba huyendo de las dos damas. «Y se va usted solo o acompañado?». «Me voy con mi mujer». «¡Ah!». Y hubo un silencio como lleno de muchas cosas. Le pregunté: «¿Lo sabe Antonia?». «Ni lo sabe ni lo sabrá si usted no se lo dice. Por eso ando con tanto secreto». Me extrañó la seguridad y hasta puedo decir la dureza con que Agustín pronunció estas palabras. «Pues yo creía —le dije a fin de que se extendiera en este para mí misterioso asunto—, yo creía que usted no dejaría a Antonia nunca…». «Eso creía yo también. Y ése era siempre mi propósito. Y eso habría sido si no hubiera ocurrido lo que ha ocurrido». «Pero ¿qué ha ocurrido?». Una levísima sonrisa cruzó por el rostro de Agustín en el momento mismo de contestarme: «Carmencita está embarazada». «¡Ah!».

    Taylor me preguntó entonces, no sé si en broma o en serio:

    —Y según su teoría de usted, ¿Carmencita estaba embarazada por destino o por casualidad…?

    Le contesté en serio:

    —Por destino. Si Agustín y Carmencita tenían capacidad normal para tener hijos, en su destino entraba tenerlos, con lo cual no quiero decir que hubieran de tenerlos necesariamente, como si ello hubiese estado escrito… En mi teoría no hay nada escrito de antemano. El hecho de que Agustín no tuviera hijos con Antonia se debía sin duda a casualidad, bien a la casualidad de que ella no pudiera tenerlos, bien a la casualidad de las circunstancias que le obligaban a evitarlos. Ese último día Agustín me contó dónde y cómo se le había ocurrido marchar a Méjico. «Cuando Carmencita volvió al vestíbulo donde yo la estaba esperando y me dijo que sí, que el médico había confirmado sus sospechas nos fuimos en seguida a la calle y nos sentamos en uno de los cuatro o cinco escalones que hay en la puerta de la clínica. Si le digo verdad nos sentamos allí porque yo no podía dar ni un paso. Sentíame en esos momentos como si yo estuviera embarazado también… Carmencita me preguntó entonces: «Bueno. ¿Estás contento o estás disgustado con la noticia?». Sólo pude contestarle la decisión que me cruzaba por la cabeza en ese justo instante: «Ahora mismo vamos al consulado de Méjico para gestionar el visado». «¿Y su mujer está contenta de ir a América?». «Carmencita está encantadísima de ir conmigo a América y al Polo Norte. Además, como le ha cobrado manía a Londres, pues dice que Londres huele en todas partes a estopa mojada, se alegra muchísimo de escapar de aquí e ir a Méjico. Hasta le parece que si siguiera aquí podría salir el crío oliendo a estopa mojada…». «Y ya por supuesto ¿no le molesta con el asunto de Antonia?». «Desde que estuvimos en el consulado, no. Ni nombrarla. Como si no existiera o como si la hubiese olvidado».

    —«Olvidamos porque debemos olvidar», que dijo Matthew Arnold.

    —Ya no vi más a Agustín en la radio ni en ninguna parte. Pero por una amiga mía, íntima amiga de Antonia, supe punto por punto lo que había sido su despedida de ella. Agustín se fue a ver a Antonia un miércoles, dos días antes de salir para Liverpool, donde había de tomar el barco. Pasó con ella toda la tarde. E hizo la comedia tan admirablemente, estuvo tan afectuoso y hasta tan entusiasta que Antonia llegó a creer que Agustín estaba ya aburrido de Carmencita… Le diré que tanta hipocresía me desdibuja la personalidad de Agustín. Jamás le supuse las menores dotes de comediante ni mucho menos de tartufo, todo lo contrario. ¿El miedo le elevó a la perfección en el disimulo? ¿Habíale transformado la perspectiva de un hijo? Ya le dije que no más verle aquella tarde en el comedor, cuando yo buscaba mesa con la bandeja en las manos, Agustín me pareció muy otro.

    —«El corazón de un hombre está hecho para armonizar contradicciones». David Hume.

    —Pero le cuento todo esto porque hace una hora he sabido de Agustín después de un año y medio. Hoy han venido a Cambridge unos amigos suyos que saben de su vida en la patria de Moctezuma. Lo que son las cosas —me dije cuando me informaron de todo—: un hombre preocupado en Londres por dos mujeres, como quien dice martirizado por ellas, un hombre a quien le estorbaba una de estas dos damas, pues las dos juntas le hacían la vida imposible, ahora se veía en Méjico solo… Parece que allí le va económicamente viento en popa. Pero en el orden familiar sufrió un grave quebranto. Carmencita tuvo un accidente, no saben estos amigos si en el tren, en un coche o en un tranvía. El hecho es que dio a luz con dos meses de anticipación y murió poco después del parto. El crío lo salvaron. Más adelante Agustín escribió a Antonia pidiéndole de corazón que se fuera a Méjico, donde se casarían en cuanto llegara.

    —Ahí tiene usted el destino. Antonia estaba destinada a ser al fin su esposa legítima.

    —Nada de eso. Antonia ni le contestó siquiera.

    —¿No se fue a Méjico?

    —Ni contestó siquiera la carta, como ya le he dicho. Uno de estos amigos con quien acabo de hablar dice que Antonia no se fue porque había conseguido por esos días un puesto muy bueno de maestra en esa escuela americana donde se practica el desnudismo y los chicos y las chicas de quince, dieciséis y diecisiete años se bañan juntos en la misma piscina sin el menor asomo de ropa. Pero no creo que no se fuera porque hubiese conseguido ese puesto. Eso no tiene sentido. No se fue porque estaba ya desenamorada a fuerza de resentimiento. Aquella hipócrita despedida la debe de tener atravesada en el pecho como una espada.

    —De todos modos ahí falla su teoría de usted sobre el destino, amigo Escobedo.

    —¿Por qué?

    —En la decisión de Antonia de no marchar a Méjico no hubo destino ni hubo tampoco la casualidad de una teja que cae. Hubo sencillamente un acto de elección libre. Ella no fue porque no quiso ir. También habría podido decidir lo contrario.

    —Ya veo que usted no ha comprendido todavía mi teoría. Antonia no se fue a Méjico, ni contestó siquiera la carta de Agustín, porque estaba resentida como sólo ella podía estarlo. Pero fíjese usted en esto, Taylor: ese resentimiento llevado hasta ese punto, ¿qué es, quién es? Ese resentimiento es Antonia, es ella de pies a cabeza, es Antonia reaccionando entera por dentro, ese resentimiento es destino…

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