Albada
Alguna vez he visto
amanecer.
Todos sabéis cómo es: de la negrura
resurge un débil brote sin querer
de luz que el ojo apenas
asegura
_si de un color, si de otro, siempre cálido_
que duele, que molesta, que depura
su recién vida, crítico
y crisálido,
a punto de quebrársele la pata
al tembloroso cervatillo escuálido.
Se pone en pie, se
estira, se dilata...
Mientras, el ojo, ya desperezado,
comienza a reinventar su flor y nata
_color, tono, matiz, significado_
como si no supiera que la luz
nunca ha atendido a Adán ni a su legado.
El Sol confuso alarga la
testuz,
se asoma a ver quién mira y nos conoce
aún tras la Tierra-costra-tragaluz
y en confianza nos
brinda el primer roce.
¿Quién es padre de quién? Se dice El Hombre
_obtiene de Natura tanto goce
que no queda camino que
no alfombre_.
¿Qué sirve de la luz, tautología,
si no tiene perrito que la nombre?
Y el Sol siguió saliendo
cada día,
incombustible siempre a nuestros símbolos,
motor casi inmortal de poesía.
Pasando por el forro de
los nimbos
cada cantar, si alondra o ruiseñor,
si hacemos desayunos con Pan Bimbo,
si tú, si yo, si bien o
mal de amor...
Sin embargo, la ciencia y la costumbre
me obligan a encontrarle al esplendor
un estatismo impropio de
su lumbre,
un apagarse lento y sostenido
que no podemos ver desde la cumbre,
que no queremos ver pero
es sabido,
se sabe ya seguro, se presiente,
se acabará. Sabéis ya cómo ha sido:
viajante
del Oriente al Occidente
mientras captas de él fulgor de vela,
de toda su reacción la suficiente
aletargada luz que nos
revela.
Alguna vez he visto algún ocaso.
Sabéis cómo será: deja su estela
la luz; después se va, poeta acaso.
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