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EUGENIO GRANELL

El hombre verde

La moldura

En el aeropuerto

 

El hombre verde

 

“...una ráfaga que llegará un día, un luminoso viento al que no importen las cenizas”

Rafael Dieste

    Ya pasaba de las doce de la noche cuando mi mujer y yo nos incorporamos sobresaltados por un ruido. Hacía tiempo que la lluvia había cesado y la sirena del vapor de carga que sale del puerto diariamente acabábamos de oírla en la lejanía remota del mar. Por vivir cerca del muelle, enfrente mismo del acantilado, donde las olas se estrellan sin cesar bañando nuestra casa de espuma que forma en sus paredes un sutil relieve microscópico, los ruidos del mar nos son familiares. En la mirada que mi mujer y yo nos cruzamos estaba la misma expresión: No se trataba del mar; era un ruido distinto, continuo, prolongado, como el golpe de viento de un huracán que rozase insistentemente su espalda interminable contra la pared frágil de la casa.

    Lejos de amortiguarse, el golpe prolongado aumentaba, envolviendo en su gran rumor los rumores del mar y lo más impetuoso de las olas.

    Mi mujer y yo nos incorporamos. El perro ladraba y no podíamos oír sus agudos ladridos, que quedaba muertos entre el ruido creciente que provenía de la puerta. Corrimos a abrirla. Una ráfaga de ventarrón azul cobalto entro con violencia en la casa y pronto transformó los techos en doseles de cielo espeso. En la última brizna de aquel golpe de viento se prendía una estela luminosa pálida, apenas perceptible, hecha de millones y millones de microbios de estrella fugaz. Y después apareció rotundo, como modelado en oquedad nocturna, el hombre inmenso, desconocido y verde.

    Mi mujer y yo volvimos a mirarnos. El perro hacía saltar chispas de la estela luminosa arrastrada por el suelo cada vez que estirando el cuello escupía ladridos que eran como puntas de lunas pequeñas.

Tampoco el perro conocía al visitante verde de la noche.

    Quise, entonces, cerrar la puerta y no pude. Al acercarme a ella se esfumó y de un sorprendente brinco hacia atrás fue a estrellarse contra la roca más puntiaguda del acantilado cercano. Mi mujer llamó al perro, invitándolo a subirse a su regazo, como solía hacer. Fue inútil; porque a su llamada, el perro se diluyó y quedó colgado como diminuta nube blanca del cielo y pesado y triste que con frío de norte helaba nuestras cabezas.

    El hombre verde, inmensamente verde, verde total, absoluto, macizo, verde opaco, duro, inmóvil, inalterable, permanecía tan tranquilo en el marco de la puerta desaparecida, como si estuviese instalado en una hornacina con fondo de tiempo, puesto allí por la tempestad, o como hijo del maridaje verde de una ola rota y de un rayo desprendido por algún trueno inexacto.

    El hombre verde juntó sus manos y mi mujer y yo pudimos ver que su inmovilidad no era completa, porque sus rodillas temblaban. El hombre verde nos miró. Nos miró sin mirada. Porque no tenía rostro, ni ojos. No tenía retina, carecía de facciones, era opaco, estaba apagado. Era una mirada especial, la suya. Mirada propia de hombre verde de la noche, aparecido al final de un inesperado embiste del viento perdido. No tenía rostro; ni boca, ni orejas, ni tetillas, ni sobacos.

    No tenía nada de hombre y sin embargo era un hombre. Pero era un hombre verde. Un hombre verde que lloraba paisajes molidos, de ceniza cuyo polvo caía en tenue rumor distante, más allá de la línea bien trazada del horizonte que divide el mundo en dos.

    Entre su llanto dijo así:

    —Al pasar por aquí (no pasaba, había venido), vi luz y por eso llamé (no había luz, la luz estaba apagada). Gracias, por haberme dejado entrar (no lo dejamos entrar, él entró). No sé a dónde ir en una noche como esta (era, por lo demás, una noche como muchas otras). No tengo alimentos para mí (no tenía boca, no, no tenía boca). No tengo nada que dar a mis hijos (no tenía sexo). Soy pobre (era verde, verde). Vago mi soledad por el mundo (era verde).

    Mi mujer lloraba. Yo no quería llorar.

    El hombre verde imploró:

    —Carezco de todo. ¡Denme algo!

    Mi mujer corrió a la cocina; tropezó con un tiesto al cruzar el pasillo. Desde allá me gritó: “¿Tienes un fósforo? No se ve nada”. Abrió la puerta de la cocina, se oyó ruido de latas, de cajones, de cubiertos y de un vaso de cristal que cayó al suelo. Encendí un fósforo, fui a la cocina y la ayudé a hacer dos paquetes con algunos comestibles. También la llevamos una botella de leche. Se lo dimos todo al hombre verde.

    Nos dio las gracias, se despidió y pudimos ver cómo se alejaba, más grande según se alejaba, inmensamente grande, absolutamente verde, por el fondo del mar recamado de sollozos.

    Mi mujer y yo no pudimos dormir. Al día siguiente no hablamos nada del visitante verde que viniera en la noche. Ni quisimos hablar de ninguna otra cosa. El perro tuvo un sueño largo, acostado contra la puerta desaparecida. Una gotera caía mismo encima del cenicero y teñía la ceniza gris tornándola en negra.

    Varios días después fuimos mi mujer y yo a hacer una visita. Nos presentaron a varias personas. Una joven rubia tocaba el piano. Un señor muy serio cosía la alfombra. La dueña de la casa hizo una bella demostración hípica en el cuarto de baño. Resultó que aquel magnífico caballo se lo había regalado un tío suyo que se llamaba Rodolfo., según le dijo al oído a una señora la joven pianista. El caballo estaba debajo del piano. El tío Rodolfo vivía en Boston desde hacía treinta años. Se dedicaba a hacer antología poéticas de los miembros de un trust que tenían tan delicada inclinación. Pasábamos una velada deliciosa. Otro caballero se tragó una bombilla en medio de la indiferencia general. Mi mujer y yo aprendimos una bella canción. Al darnos la mano, para despedirse de otros, una de las personas que nos habían sido presentadas, nos dijo susurrando:

    —¿No nos hemos visto en alguna parte?

    —¡No, desde luego no! —pudimos responder apenas.

    Descendimos la escalera, precipitadamente. Ya en la calle, tomamos un taxi para regresar a nuestra casa. No hablamos nada por el camino, mi mujer y yo. Pero ambos sabíamos muy bien por qué. Íbamos preocupados. Hacía seis o siete hora que estábamos ausentes. Solo deseábamos llegar; llegar enseguida, para secar el cenicero, que aún debía estar lleno de ceniza mojada, y retozar con el perro.


 
 

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¡Cómo me miran facendo mocas
dend’as colanas ond’os puxeron!

Rosalía de Castro, La Catedral

Segunda Parte

    Y desde entonces nunca, nunca más se volvió a abrir el Teatro Municipal de la Opera de la ciudad de X.

Primera Parte

    Focos, sedas y rostros se confundían en un solo haz de alegría y de luz en el fastuoso teatro. La orla dorada que formaban los palcos, la orla dorada del escenario, las orlas doradas de los escotes femeninos, reiteraban la brillantez del pomposo festival. La ópera era el centro del interés artístico y mundano aquella noche. Por eso había quienes fingían precipitación por ocupar su plaza, a fin de hacerse más visibles, y quienes a su vez disimulaban una estudiada indolencia, retrasándose con toda intención en el umbral de las puertas, también para ser vistos.

    La lengua roja del teatro extendíase desde el hall hasta el foso de la orquesta. En la punta estaba el director, con la batuta en su mano derecha, poniendo en orden sobre el atril la partitura del preludio.

    El rumor de las conversaciones, de las risas, del tenue aleteo de los abanicos y de las pisadas amortiguadas por felpudas alfombras llegaba al máximum cuando de pronto la sala quedó a oscuras y a una leve indicación del maestro la orquesta atacó vibrante una serie de enérgicos acordes. Quedó en los ojos el fuego fatuo de la luz que acababa de extinguirse, y en las manos de cada espectador la paloma muerta de los guantes y el programa.

    La magnífica cortina carmesí, ondulante, densa, pesada como un batallón, se recogió poco a poco con ondulados pliegues de escultura. La escena representaba una amplia escalinata compuesta por seis escalones sobre los cuales alzábase el paralelismo de otras tantas columnas blancas. Era el Templo de Afrodita. Por la izquierda, una mujer cuya cabeza tocaba fulgente diadema y cuya cintura ceñía un refulgente cinturón, avanzó hacia las candilejas. A una seña del maestro, la mujer cantó una nota aguda, sostenida, en la cual quedó suspensa al producirse en la sala algo que conmovió a todo al teatro.

Los músicos se pusieron de pie bruscamente; en un instante, el público dejó vacía la mitad de las localidades, agolpándose con precipitación en el ala derecha del edificio. Se oscurecieron las luces de la escena y millares de personas jadeantes, ansiosas, mudas, clavaron sus atónitas miradas en el proscenio principal.

    El proscenio principal, estaba ocupado por tres matrimonios: Padre, hijo y nieto, y sus respectivas mujeres. Los hombres vestían impecables fracs; las mujeres, largos trajes de seda. Allí estaban las tres parejas objeto de la única atención, silentes, impávidas, como estatuas. El proscenio reverberaba en la oscuridad gracias a un luminoso polvillo azulado que lo invadía, resultando imposible saber su procedencia. Al principio, nadie pudo acertar a explicarse el extraño fenómeno que con tanta rapidez habíase producido, ni qué de sobrenatural podía haber en el proscenio aquel, o en aquellas inertes figuras que ajenas a la existencia del mundo —según parecía— lo ocupaban.

    Sólo después de haberse tranquilizado un poco, de haber recobrado un tanto el dominio de los nervios y el de la voluntad, algunos espectadores comenzaron a darse cuenta de lo que ocurría.

    Había desaparecido la moldura de yeso del proscenio principal. La abultada moldura, con dos angelotes meciéndose entre amplios lienzos bordados con inmensas flores, se había desprendido, cayendo al patio de butacas. Afortunadamente, tal percance no produjo víctimas. Pero al desprenderse, dejó por primera vez al descubierto lo que ninguna otra moldura de teatro había revelado jamás. Las seis impertérritas personas que estaban en el proscenio guardando la más correcta compostura, eran sólo personas de la cintura para arriba, es decir, desde el límite del pasamanos de terciopelo azul. Donde la moldura faltaba, veíase el vacío absoluto del palco. Y era aquello, imposible de explicar, lo que acababa de producir el revuelo que motivó el súbito oleaje de millares de personas asustadas hacia el ala derecha del teatro.

    Sonó un cristalino arpegio en las arpas y los carros de bomberos entraron veloces, tocando sus campanas, en el patio de butacas. Los bomberos desplegaron su habilidad con una rapidez increíble aplastando varias filas de asientos... Pronto, docenas de escaleras se apoyaban contra las costillas formadas por los palcos. Las mangas entraron en función chorreando inofensivo fuego por todos los ámbitos. Las voces del público, los gritos más agudos de las mujeres, las campanas de los camiones y los motores en acción producían un ruido ensordecedor. Los bomberos evolucionaban con precisión de autómatas. Daba gusto verlos. Y en medio de aquella baraúnda infernal, las tres medias parejas del proscenio mantenían su desconcertante rigidez.

    Alguien se atrevió a gritar:

    —¡No es un incendio; no es un incendio! ¡Es que se ha caído una moldura!

    Pero el capitán de bomberos, sofocado y con los músculos del rostro en tensión, no hizo ningún caso y siguió contemplando —un tanto engreído, ¿por qué no decirlo?— el maravilloso alarde de precisión de que daban ejemplo sus disciplinadas huestes.

    Después se fueron oyendo cada vez más voces:

    —¡¡No es un incendio; no es un incendio!!

    Un clamor creciente, que hacía tambalear la sólida construcción, se elevó con estruendo:

    —¡¡¡Fffuuuééé uunnnaaa mmmoooolllddduuurrraaa qqquuueee, ssseee cccaaayyyóóó!!!

    —Por su parte, el capitán de bomberos se quitó la galonada guerrera, que colocó en el suelo, puso con tino sobre ella su gorra de plato con visera plateada y sin más ni más hizo unas cuantas genuflexiones, subiendo en seguida por una larguísima escalera —la más larga de todas— y descendiendo con mucha mayor celeridad y de cabeza por el otro lado. ¡Aquello fue admirable! “¡Vaya un capitán de bomberos tan bueno éste!”, hubo quien exclamó.

    Pero el público seguía con ritmo acompasado y monótona insistencia:

    —¡No es un incendio! ¡No es un incendio!

    Hasta que el capitán, sin poder resistir más, tocó iracundo la campana capitana y arengó corajudamente a sus muchachos:

    —¡Vámonos de aquí! Esto no es un incendio. Esto es una vergüenza —dijo.

    Al salir del teatro el cuerpo de bomberos en perfecta formación, otra larga fila de vehículos, ambulancias y quirófanos rodantes, tocando estridentes sirenas, partía del mismo lugar, llevando a los hospitales y clínicas de la populosa ciudad centenares de víctimas causadas por la catástrofe.

    Los tres matrimonios del proscenio continuaron allí cuando el teatro quedó vacío.

    Al día siguiente, el Secretario del Ayuntamiento y los peritos municipales comprobaron, con esa sonrisa especial de las comprobaciones oficiales, que todos los proscenios tenían su correspondiente moldura de yeso, que cada moldura poseía dos angelotes de aproximadamente cuarenta y ocho kilos de peso cada uno, si bien la nariz del angelote de la izquierda, de los del palco principal, estaba un poco deteriorada, y alguien (no se sabía quién), había dibujado con lápiz una obscenidad en el bajo vientre del otro; había, además, en cada moldura, tres grandes paños en pliegues, de unos dos metros de longitud cada uno y dos docenas de frutas y flores diversas armoniosamente distribuidas, si bien no podían catalogarse en ninguna de las variedades conocidas, cabiendo la suposición de que tanto las frutas como las flores fuesen producto de la atrabiliaria imaginación de la cual gustan abusar ciertos artistas. Comprobaron igualmente el Secretario del Ayuntamiento y los peritos municipales, que allí no había ningún matrimonio partido por la mitad.

    Ese fue el resultado de la investigación. Y ese resultado fue el que dieron a conocer los periódicos vespertinos y las emisoras de radio.

    Lo cierto es que aquel palco proscenio estuvo desocupado durante varias temporadas. Nadie lo quería. Lo temía todo el mundo. Se hacían chistes y se gastaban cuchufletas a su costa, pero nadie se evadía de la oscura superstición que había sembrado en torno.

    Transcurrieron varios años, y cuando una noche, en la primera función de gala de la temporada, se abarrotó, como de costumbre, el Teatro Municipal de la Opera, el más grande estupor se apoderó de la elegante multitud que llenaba todas las localidades. Porque todas, en efecto, estaban ocupadas. Incluso el proscenio principal.

    Apenas se apagaron las luces para dar comienzo al espectáculo, cuando de nuevo —igual que la otra vez—, se desprendió la pesada moldura del proscenio principal. Todo el mundo pudo comprobar, primero, que el proscenio estaba vacío. Pero cuando el asombro produjo el más absoluto silencio, se oyó gritar una voz:

    —¡Ea! ¡Que siga la función!

    Sí, sí. ¡Que siga la función...! Eso era imposible. Porque millares de personas creyeron morir de espanto.

    A partir del límite formado por el pasamanos de terciopelo azul, y a través del hueco dejado por la moldura que acababa de desprenderse entre blanco polvillo de yeso, todos pudieron ver, con horror, que ocho medios cuerpos, esta vez desnudos y de la cintura para abajo, figurando entre ellos los correspondientes a dos niños de corta edad, temblaban al unísono, como del frío que debían de sentir por la falta del abrigo de sus ausentes mitades.


[1] La segunda parte es muy corta y puede saltarse. La primera no (Nota del Autor).

 

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En el aeropuerto

    A la familia Romero le estuvo bien empleado lo que le pasó en el aeropuerto. Por llegar con el tiempo justo los señores Romero y su hijito, se encontraron con que, por poco, no pueden efectuar el viaje. Esto debería servir de lección inolvidable para todos. El revisor de los billetes le preguntó al señor Romero.

    —¿Dónde están su escobas?

    —No trajimos escobas.

    —Sin escobas no hay viaje.

    —¡Si voy a ir a comprarlas!

    —Sólo quedan quince minutos para la salida. Dese prisa. Sin escobas, no hay viaje.

    Esto le sucedió al señor Romero por su tranquilidad, por su maniática creencia de que siempre hay tiempo para todo. Ni siquiera tuvo en cuenta que era la primera vez que iban a viajar en avión.

    —Ya lo hará todo la agencia de viajes —decía él.

    Su mujer se lo advirtió mil veces:

    —Todo, no; todo, no.

    Y tenía razón la señora Romero. La agencia les había proporcionado los pasajes del avión y los billetes para el autobús hasta el aeropuerto, se había hecho cargo de los equipajes y les había obsequiado el folleto relativo a la “conducta de vuelo”. Hasta les había reservado habitación en el hotel del punto de destino y, desde luego, también les dio el “Manual de barrido”. Pero era bien sabido que las agencias ya no se hacían cargo de las escobas. Antes, sí; pero por fin ganaron su demanda. Como todos los pasajeros son de distinta talla y complexión, disponer de escobas de todos los números, pesos y colores obligaba a mantener enormes almacenes y excesivo personal especializado para un servicio que, en realidad, poco o nada tenía que ver con las funciones de las agencias de viajes aéreos. Las escobas, después de todo, podían adquirirse en muchos otros sitios: En las farmacias, en los puestos de periódicos, en los cines, en las clínicas médicas, en los urinarios públicos, y también tenían derecho a venderlas las empleadas de inmigración retiradas. En última instancia, asimismo era posible obtenerlas en el almacén de escobas de los mismos aeropuertos.

    Por haberse confiado en el almacén de escobas del aeropuerto, el señor Romero puso a su familia en la desairada situación en que se encontraba. La señora Romero estaba furiosa:

    —¿No te lo dije? Todo el mundo con escobas, y nosotros, los únicos que estamos sin ellas. Mira cómo nos miran.

    Era la verdad. Los miraba todo el mundo, como si los demás viajeros, viéndolos sin escobas, se preguntasen qué harían allí aquellos intrusos, no siendo empleados, pues carecían de uniformes, ni viajeros, ya que por ninguna parte se les veían las escobas.

    —La gente se creerá que no viajamos nunca —se lamentaba la señora Romero. Y el niño protestaba:

    —Papá, todos los niños tienen sus escobitas, menos yo.

    El señor Romero apretaba los labios, esforzándose por no decir nada, mientras organizaba el papeleo de la documentación. Tan pronto como le sellaron los pasaportes, le dijo a su mujer:

    —Me voy de un salto al almacén. En un dos por tres estaré de vuelta con las escobas.

    Nada más ausentarse el señor Romero, un empleado se acercó a la señora Romero:

    —Perdone, ¿viajan ustedes? ¿Y las escobas?

    —Papá fue por las escobitas —dijo el niñito.

    —Mi marido ha ido por las escobas. Ya se sabe que sin escobas no se puede viajar. Muchas gracias, pero es de sobra sabido.

    —Qué niño tan mono —dijo el empleado, y le regaló al chico un botón amarillo con una escobita pintada.

    La señora Romero fue a sentarse con su hijito, que gimoteaba, en un rincón. Cuando pasaba entre ellos alguna otra familia, llevando cada cual su escoba correspondiente, la señora Romero agachada la cabeza fingiendo decirle algo al niño, pero en realidad para rehuir las miradas de las familias con escobas que la contemplaban con impertinencia porque tanto ella como su hijo carecían de escobas.

    —¡Mira que tu padre...! Me sabía de memoria que acabaríamos por quedarnos sin escobas, y sin viaje.

    —Yo quiero que papá me compre una escobita.

    Sonaron unos pititos y la muchedumbre viajera empezó a moverse en agitada conmoción. Los palos multicolores de las escobas le daban al ambiente un aire de optimismo y alegría, propio de verbena popular. La gente corría de un lado para otro porque se iniciaba la formación de los equipos de viajeros. Gracias al color de las escobas, la tarea se facilitaba enormemente. Las mujeres tenían escobas amarillas, las de los hombres eran rojas y azules las de los niños.

    —¡Mira que tu padre...! Van a empezar a barrer, y nosotros sin las nuestras.

    Los equipos quedaron formados en un periquete y enseguida se distribuyeron por las diferentes oficinas, pasillos y dependencias de aquella sección del aeropuerto. Inmediatamente se oyó el intenso rumor de la inmensa barredura colectiva. Los viajeros barrían los pisos con notable ímpetu y rascaban las aristas y rincones casi con entusiasmo.

    El señor Romero apareció de un salto, saliendo del ascensor. Llevaba en alto, triunfal, las escobas. Aquel día se veían poquísimas escobas blancas (las de las mujeres solteras) y negras (las de los hombres solteros). No se sabe por qué las escobas de viudas y viudos eran verdes. Las escobas que más abundaban eran las amarillas, así que el griterío era fenomenal. Pero ya con escobas, la familia Romero se encontraba en una situación tan ridícula, o más, que cuando no las tenía. Allí, con ellas, ni barrían ni nada, por no estar incorporados a ningún equipo. Permanecían los tres en el rincón, fingían barrer un poquito; pero ejecutaban el acto torpemente, con timidez. Por eso sintieron un alivio enorme al ver penetrar ruidosamente en la rotonda, como disparados por le escalera mecánica, aquel enorme grupo de jóvenes de ambos sexos, todos con sus escobas blancas y negras.

    Los recién llegados fueron organizados en equipos en el acto. A uno de ellos se incorporó el señor Romero, que miró a su mujer, significándole: “¿No te lo decía yo?”. La señora Romero se incorporó a otro grupo (pero ni siquiera quiso mirar a su marido). Los matrimonios podían optar por un equipo de matrimonios, o, separados, por equipos de solteros. Total los colores de las escobas indicaban el estado de cada viajero. De momento, el niño quedó desconcertado. Un empleado lo animó:

    —Anda, barre un poquito en cualquier sitio, hasta que veamos qué se hace contigo. Pero ¡qué bien barres! Eres todo un viajero hecho y derecho. ¡Si barres estupendamente!

    El niño hacía lo que podía, pero con mucho afán. Y como apareció una enfermera llevando en brazos a una niñita que tosía, diciendo, “Tiene alergia, es que tiene alergia...”, el empleado que se ocupaba del niño le preguntó a la enfermera:

    —¿Qué equipo?

    Todo quedó felizmente resuelto. En un dos por tres el aeropuerto se hallaba perfectamente barrido. El esfuerzo individual, imperceptible. El resultado de la acción común, una maravilla. Pero los equipos volvieron a formarse. Cada cual se situó en su puesto. Ahora tenían todos las escobas hacia arriba. O sea, el cepillo barredor apuntando al techo. Con tantos mangos brillantes, de colores diversos, daba aquello la impresión de un animado bosque encantado.

    Llegaron los empleados del recambio con sus alforjas, apretaban un botón de cada escoba y sustituían el cepillo barredor de aeropuerto por otro, mucho más suave y pequeño, que era el cepillo barredor de avión. A cada viajero le daban, también, un gancho metálico:

    —Es para ajustar la escoba debajo del asiento, cuando no la usen —explicaban.

    Provistos de sus adminículos de uso y de reposo, los viajeros, sin deshacer las formaciones, sino sólo cambiando su sentido al organizarse en filas, se encaminaron hacia las puertas de salida. Pronto pudieron verse las prolongadas hileras de alegres viajeros dirigiéndose a sus respectivos aviones desde diversos puntos del aeropuerto. Sólo a algunos niños se les torcían sus palos azules, pero ya irían aprendiendo, poco a poco, a llevarlos enhiestos como Dios manda.

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