En Diciembre de
1911, el que escribe estas líneas acabó de estudiar los
problemas profundos de flamenquismo español. Convencido de que
todos los problemas ibéricos el más grave era la propensión de
la raza a vivir en continua emoción violenta, lo que le restaba
serenidad de espíritu suficiente para abordar la inmensa
cuestión de su incultura mental y material atraso, ese hombre
humilde, pero enérgico de veras, acometió la labor él solo de
llamar la atención de todos sobre estas materias que habían
permanecido siempre en una forma brumosa, y como fuera de toda
psicología nacional seria, como pintorescas, como poco poderosas
para obrar en el carácter y temperamento históricos de nuestra
estirpe.
No creo, y los sostengo con orgullo, que jamás campaña
periodística alguna fuera llevada con tantísima constancia,
aportando a ella no sólo las energías espirituales de una fuerte
juventud, sino cuanto dinero proporcionaban centenares de
conferencias de arte y cultura, millares de artículos en la
Prensa española, docenas de libros originales.
Prometí, al principio de la campaña, emprender una formidable
tarea. Suponed que no le ha acompañado el éxito, que no se ha
logrado nada positivo; pero habéis de reconocer que esa tarea de
ocho años ha ido verdaderamente formidable. Millares de
conferencias , dos veces recorrida España entera, millares de
artículos, libros y más libros, exposición perpetua de la vida,
pérdida de autoridad mental por causa de la misma intensa
popularidad que me proporcionaba mi postura ante el
flamenquismo, fundación de periódicos que están en la memoria de
todos, en fin, cuánto se puede pedir a un verdadero periodista
moderno, a un hombre de nuestros días, que sabe que no basta
estudiar un caso y tener razón, sino que es necesario buscar
desapasionadamente la verdad de esas cosas donde ellas y tal
como ellas se producen. Y es lógico que ello reste a las notas
toda literatura, todo otro valor que el divino valor de la
verdad. Si apenas tendrán otro mérito que el ser trazadas bajo
la mirada de miles de almas y con una pena enorme en el corazón.
Los lugares comunes de la ida a los toros
La expectación por la corrida de toros de esta tarde es
enorme, y no son los toros, sino yo la causa. ¿No es triste que
tan grande popularidad tenga por causa la torería, los juegos
circenses? ¿Qué clase de vicio es éste que otorga tan inaudita
popularidad aun a los que a él se oponen? ¡Con lo que cuesta en
arte puro, en la ciencia bendita conseguir llegar al pueblo!..
He ahí el argumento: si las salpicaduras de la popularidad son
tan grandes para los que hablan mal o bien de toros, ¿que no
será la popularidad, la aureola de los lidiadores? Se comprende
el orgullo de los toreros, la afición enloquecedora. No hay en
España nada que de lejos o de cerca tenga la repercusión en el
alma del pueblo como la fiesta taurina; ella acapara todas las
posibilidades de emoción de ese pobre pueblo. Me avisan de que
esté con cuidado, pues preparan tijeras para pelarme. Siempre la
misma tontería, la obsesión de estas melenas, a las que debían
estar acostumbrados. También me avisan de que brindarán un toro
y de que me preparan una silba formidable. ¡Oh, que satisfacción
se ve en las caras de los que van a ir a los toros! Parece que
esperan misteriosos efectos de esa fiesta, que por sólo ir a
ella se sea más hombre.
Es todo el prestigio secular de una diversión favorita de un
pueblo la que se refleja innoblemente en esas caras... Cierto,
cierto, el ir a los toros presta al alma no sé que enormemente
macho. Es como una angustia que me conmueve el corazón
preparándole a grandes cosas. Es como la ilusión de que los
lidiadores no son otra cosa que uno mismo, que se necesita el
mismo valor para actuar en esa fiesta que para verla. Venden el
Programa de la Corrida. Le compramos, es un papel de color rosa
en el que hay estampados en malísimos grabados en madera unos
toros absurdos, entre los que hay uno que se llama Culebro...
Los picadores tienen en este Programa nombres excelentes: se
llaman Calero, Aceitero, Gorrión y Peseta. Entre los diestros
hay uno cuyo apellido es Ventoldra. También nos advierten de que
en eso de inutilizarse los siete piqueros no podrán exigirse
otros; solo esto es ya un capítulo de Psicología de
muchedumbres. Además, se nos dice que los novillos serán
desechos de tienta y defectuosos; por seis pesetas que cuesta
una barrera no se puede pedir más. Un toro de esos puede matar a
un hombre de aquellos, ¡diablo! Ver esto bien vale seis pesetas.
¿Cómo nadie ha reparado en la silueta excéntrica de un
picador marchando a la plaza? ¡Oh, esa mancha plata, esos
refleros de oro, la zona roja de la faja, el amarillo de las
manos, ese monosabio petulante de blusa garabaldina sobre un
caballo escuálido víctima de toda una raza!
Los tranvías rebosan de gente, esos execrables tranvías
amarillentos cargados hasta los estribos, los coches más
absurdos aprovechados, las aceras cuajadas de público
heterogéneo, ansioso de divertirse con sangre... Todo
vulgarismo, todo mediocre, todo falso y manido. En ese remalazo
de ardiente sol que barre la calle típica de Madrid, esa gente y
esos picadores, el estruendo de coches y tranvías. ¡Qué lejano
está todo eso de lo antiguo, de lo que nos decían!
Víctima primera
Sale un toro bonitísimo, que corre como una cabra, sembrando
el pánico. La gente silba y grita, histérica perdida. Le
lancean. Mientras yo miro a los arcos voltaicos que sirven de
techo a la plaza. Suenan aplausos. Un torero, que se llama
Amuedo, da unos lances tan apretadas, que en poco le coge. La
gente quiere divertirse, tiene ansia de ello, aplaudiendo sin
ton ni son. Cae un pobre caballo entre la indiferencia
universal; cuando yo le creo muerto, le levantan. Por cualquier
cosa aplaude la gente o chilla.
-No le rajáis la piel a un tomate -grita uno a los
picadores-, que se retiran.
Le torean, le ponen banderillas, y el toro, noble, bellísimo,
acude, mira atento y codicioso, corretea, sangriento el
morrillo, zarandeando los astiles de los rehiletes.
Suenan unas chirimías. Todo a escape, muy a escape, como si
quisieran acabar pronto. Unos toreadores preparan al bestiario
el toro, y el jovenzuelo, pálido, procura ante el toro recordar
lo que ha visto. No se arrima y es un choto, dicen detrás de mí.
La gente ríe. Se perfila sin faena alguna, el toro, herido, muge
horriblemente. Le trae cerca de mi barrera y oigo gruñir a los
dos, al toro y al torero. Nada más chabacano, insulso y memo. Le
aconsejan de todos los lados, porque quiere descabellarle,
acabar siempre pronto. Silbidos estrepitosos; el toro muge.
Dos peones le lancean cerca de la barrera y el pueblo
protesta. Es decir, el pueblo protesta, ríe, aplaude, chilla y
habla, todo a la vez. Seis chulos capeadores rodean, sin contar
al matador, al toro. Miedo, mucho miedo. Todos tienen mucho
miedo; el torero al toro, los espectadores a que le coja el toro
al diestro. Cuando el toro cae, el pueblo goza lo indecible.
Toca la música. Aparecen las mulillas. Se arrastra el toro.
Suenan silbidos. De vez en vez todo calla. Y nada más. Aquí no
sucede gran cosa alguna que deba anotarse.
Segundo mártir
Cuando sale, cuatro toreros que hay cerca de la barrera
huyen. El toro muge, escarba, recula, huye.
Silba el gentío. El toro muge más cerca de los toriles, solo.
De pronto, se arranca sobre un torero, que salta apurado la
barrera; cornea horrorosamente a un caballo, cebándose en él. El
picador cae al callejón, cerca de otro caballo con la asadura
fuera, que lo monosabios sostienen en pie y aprovechan para que
monte otra vez otro picador, el toro le acomete, el picador cae
al callejón y los monosabios se llevan al caballo; pero tropieza
con su asadura y muere. Silba el público a un picador moroso. Es
horrendo este modo de picar, de matar caballos, de agruparse y
esperar la mortal embestida. A veces, en el silencio que hacen
los espectadores, surge el accidente: es un torero que hace
cualquier cosa, el toro que se mueve; el público, porque sí, por
dar rienda suelta á su histerismo, charla, gruñe, aplaude.
Sobre todo aplaude los cambios de suerte; esperar, esperar
siempre algo que sacuda sus nervios, que le excite. Muge el toro
fuertemente, le hacen daños los harpones de los rehiletes. Su
mugido en la gran marcha blanca del sol, el sol reflejándose en
los trajes de los banderilleros, los vivísimos colores de los
abanicos y los pascolines, ¡qué triste es todo ello, qué
primitivo, qué estúpido! Sobre todo estúpido. El toro muge cada
vez más, trota; el sol destaca sobre la piel negra el húmedo
grosella de su sangre. A intervalos parece que nada sucede en la
plaza.
-¿Qué le haces?- dice un espectador a un torero.
-¡Ay, que cruel!- dice el otro con toro amariconado.
Nuevos toques de chirimías. Es el otro matador. Nada más
vulgar que todo esto. Le preparan el novillejo, adopta posturas
vulgares, pasa al toro con la muleta de un modo soso, y siempre,
siempre, deseando acabar pronto. Silba el público. Unos le
aconsejan que pase por la derecha. Se la echan encima porque el
diestro quiere acabar pronto, y se perfila en cuánto el toro
está quieto. Nuevas protestas.
-Estate quieto, mamarracho- dicen.
-Déjalo- gritan.
El torero aprovecha, y adelantando mucho la izquierda, como
dicen a mi lado, la espada una primera vez, y luego una segunda,
y la gente aplaude.
-Otro pase; ese ya lo sabemos- dicen.
- No está -gruñe el gentío cuando el torero quiere acabar
pronto y se perfila.
Nuevo perfilarse. El toro le escupe la espada. Sin embargo,
le aplauden.
-El toro está suave -le dicen.
Otro perfilarse.
-Ahora -le dicen.
Y le aplauden a rabiar. ¿Por qué? ¿Qué ha hecho este hombre?
Cerca de mi barrera el pobre mártir agoniza.
-Dejalo ahí un rato -le gritan.
Delante de la espada, de ese morrillo sangriento, las magras
chichas, la figura insignificante del diestro parece cualquier
cosa.
Un descabello y al avío. El pobre mártir ha dejado de sufrir.
Aplaude a rabiar el público. Pero ¿qué aplauden? Allí no hay
arte, ni valor, hay un deseo enorme de ver algo, de acabar
pronto.
Mártir tercero
Entre una polvareda sale un bicho precioso, para el que es
poco la tierra; parece que no anda, sino que vuela. Un diestro
le lancea, y no gusta su lidia. Salen en seguida, y cada uno
hace lo que puede. (Aplaudos y silbidos, como siempre) Le llevan
delante de un picador; el toro parece pensarlo bien. De pronto
arremete, se oye el ruido de la cornada, pero el caballo no cae.
Silban a un picador porque hace al toro una enorme herida.
Picadores, toreros, monosabios forman un grupo antiestético
delante del toro. De pronto suena una salva enorme de aplausos y
comentarios atroces; es que allí ha podido suceder algo; nada,
pues.
Mientras ponen a este toro banderillas miro la plaza llena de
bote en bote, y no encuentro, por más que lo busco, la belleza
de que todos han hablado siempre. De esa masa horrenda salen
voces estentóreas de cuando en cuando. Ni pasión, ni arte, ni
tragedia. Un oficio como otro cualquiera, ese que distrae a
estas pobres almas...
Sale el matador. Pasa de muleta. La gente calla y comenta
cuando no lo hace con audacia. Le aconsejan, lo avisan, alguna
grande voz sale de pronto en la muchedumbre, y cuando menos lo
esperan, el diestro mete a su espada. Sin lucimiento, sin arte,
sin gracia, el toro muere. Le silban estrepitosamente. Suena una
música muy mala. Y sus notas, en este ambiente, no dan idea
alguna de tragedia, sino de una necia visión de cosas muy
vistas, que parecen interesar muy poco.
Mártir cuarto
De salida arremete contra un capitalista, que se salva
arrojándose de cabeza al callejón.
El torero lo lancea, procurando imitar los gestos
belmontinos.
-Este torea como Angelote -dicen.
La gente gritan varios olés. Luego silba porque el diestro de
tanda no le da emociones fuertes.
En la suerte de pica el toro está mucho tiempo con el cuerno
metido en el cuerpo del caballo: salen las tripas.
Un escandalazo enorme. La gente vocifera enormemente contra
un picador, que ha deshecho el toro con su puya. El toro humilla
enormemente; le ha matado, sin duda, ya ese bruto. La gente le
execra y le arroja la almohadillas. ¡Qué tristeza de este
espectáculo! He visto a ese picador tan animal encorajinarse, y,
cuando más era la indignación, achuchar al caballo contra el
toro, sin importarle gran cosa sus barbaridades y las
vociferaciones de la multitud. Lamentable, todo muy lamentable.
Todo
sucede horriblemente vulgar, dando la impresión de un
espectáculo lelo, memo, repugnantemente absurdo.
-¡Que se presente Noel! -grita uno.
Todavía no se han percatado de que estoy aquí.
Nuevas chirimías y el mataor delante del toro queriendo
recordar lo que ha visto. No hay cuidado de que este hombre haga
nada excepcional. Todo da la impresión aquí de que es fácil,
necio, un oficio, algo que no necesita de valor extraordinario.
El toro le achucha, él huye, la gente se ríe y grita ¡ay! Ni
el toro ni el torero quieren nada uno del otro. Se cuadra sin
más y el torero aprovecha. Uno del tendido le aconseja que no.
Pero al momento le dicen que sí, que ya está el toro. De modo
que apenas se ha puesto a lidiar el toro ya le ha metido una
estocada. Río de veras. Pero ¿dónde está aquí la emoción, el
arte, esa emoción y ese arte que legalicen tan enorme entrada
como en la Plaza hay, el bárbaro dispendio de dinero?
Hay un largo silencio. Otra vez se perfila y a matar.
Silbidos, voces. Seis toreros que le cercan. Otra vez se perfila
y hiere mal. Y todo a escape, todo de prisa. Hay que acabar,
acabar pronto. Y se acaba. Silban, patean, toca la música y en
paz.
El mártir quinto
Todo va a escape. No hay tiempo para reflexionar, para darse
cuenta de otra cosa que de que esto no vale la pena. El toro
huye de salida. Y ahora he aquí lo que pasa. Silbidos, silbidos
y voces. El torito huye. La gente silba. Los toreros corren
detrás del toro. Los picadores dan vueltos en torno de la
barrera.
- Anda al toro, granuja -le gritan.
- A la cárcel -le dicen.
Un torero se mete en un burladero de golpe, y el golpe, que
se oye fuerte, hace reír a la gente.
Unos lances de capa, insignificantes, provocan olés
acompasados. Pero, ¿qué ha hecho ese hombre? Nada, absolutamente
nada. Mas la gente ha de legalizarse a sí misma, que se
divierte.
¡Pobre caballo! El toro se ceba con él. ¿Cómo verá esta gente
esto sin conmoverse? Cae el caballo; el monosabio quiere a todo
trance levantarle. Cuando creo que está muerto, el monosabio
hace el milagro de resucitarle y se le lleva cojeando; por fin
le da la puntilla. Entretanto, banderillean al toro a traición,
a la media vuelta. Es bobo ese juego burdo, a nadie interesa, ni
a los mismos que lo hacen.
Sale el mataor. Nueva lucha para matarle en seguida para
quitársele de en medio y a escape. Y sin casi faena, estoconazo.
La gente se da por contenta y aplaude. En vano es querer buscar
aquí la emoción, que vale tanto dinero y tanta gloria. El toro
se arrodilla, la gente cree que ha muerto, y aplaude. Mas de
pronto el toro se levanta y anda moribundo cercano a la barrera.
Su agonía es siniestra; adelanta el hocico hacia su matador y
muere entre aplausos tributados a su diestro, cuyo único mérito
ha sido la prisa que se ha dado para despacharlo. El pálido
muchacho da la vuelta al ruedo entre ovaciones y sombreros.
Sexto mártir
De salida arremete contra un picador y destroza poderoso e
inconstable un pobre caballo que queda hecho trizas. La gente
abuchea a los toreros que no se atreven a hacer nada con este
toro fortísimo. Nueva arremetida contra otro picador y nuevo
despanzurramiento.
Otro caballo horriblemente corneado. Se llevan a un caballo
con la asadura fuera. La gente no se fija, sino en los quites
del matador, que es ovacionado. Cae un caballo cerca de otro.
Más de doce personas hay al lado del toro. ¡Qué triste impresión
causan los caballos muertos en el ocre sucio de la arena!
Coge el matador unas banderillas cortas y las pone sin
gracia; a la gente no le gusta. Durante esos instantes la visión
de la lámina del toro embarga toda mi atención. ¡Cuán bello es
este animal!
- No bailes tanto -le dicen al mataor en los primeros pases.
- Que te está mirando Noel -le gritan.
Le aplauden. Pero parece ser que está muy movido. Después de
aplaudirlo, le silban. Se ha descompuesto. Y millares de veces
intenta matar, sin conseguirlo.
En resumen: nada, absolutamente nada. Todo a escape, muy a
escape; de prisa, muy de prisa. Deseando todos ir a escape,
acabar pronto.
Esa es la impresión. La de un oficio en el que todos desean
acabar lo más pronto posible.
Nota-- El torerillo
que me iba a brindar el toro, según el quería, fue cogido por el
primer mártir, casi de salida. Lo siento por el pobre muchacho,
víctima del toro y del público.