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Cartas eruditas y curiosas |
Teatro Crítico Universal |
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-Defiende el Autor el uso que hace de algunas voces, o peregrinas, o nuevas en el idioma Castellano -Sobre la causa de los Templarios |
Defiende el Autor el uso que hace de algunas voces, o peregrinas, o nuevas en el idioma Castellano
eñor mío: El tono, en que Vmd. me avisa, que muchos me reprehenden la introducción de algunas voces nuevas en nuestro idioma, me da bastantemente a entender, que es Vmd. uno de esos muchos. No me asusta, ni coge desprevenido la noticia, porque siempre tuve previsto, que no habían de ser pocos los que me acusasen sobre este capítulo. Lo peor del caso es, que los que miran como delito de la pluma el uso de voces forasteras, se hacen la merced de juzgarse colocados en la clase suprema de los Censores de Estilos; bien que yo, sólo les concederé no ser de la ínfima. 2. Puede asegurarse, que no llegan ni aun a una razonable medianía todos aquellos genios, que se atan escrupulosamente a reglas comunes. Para ningún Arte dieron los hombres, ni podrán dar jamás tantos preceptos, que el cúmulo de ellos sea comprehensivo de cuanto bueno cabe en el Arte. La razón es manifiesta, porque son infinitas las combinaciones de casos, y circunstancias que piden, ya nuevos preceptos, ya distintas modificaciones, y limitaciones de los ya establecidos. Quien no alcanza esto, poco alcanza. 3. Yo convendría muy bien con los que se atan servilmente a las reglas, como no pretendiesen sujetar a todos los demás al mismo yugo. Ellos tienen justo motivo para hacerlo. La falta de talento los obliga a esa servidumbre. Es menester numen, fantasía, elevación, para asegurarse el acierto, saliendo del camino trillado. Los hombres de corto genio son como los niños de la Escuela, que si se arrojan a escribir sin pauta, en borrones, y garabatos desperdician toda la tinta. Al contrario, los de espíritu sublime logran los más fáciles rasgos, cuando generosamente se desprenden de los comunes documentos. Así es bien, que cada uno se estreche, o se alargue hasta aquel término que le señaló el Autor de la Naturaleza, sin construir la Facultad propia por norma de las ajenas. Quédese en la falda, quien no tiene fuerza para arribar a la cumbre; mas no pretenda hacer magisterio lo que es torpeza: ni acuse, como ignorancia del Arte, lo que es valentía del Numen. 4. Al propósito. Concédese, que por lo común, es vicio del estilo la introducción de voces nuevas, o extrañas en el idioma propio. ¿Pero por qué? Porque hay muy pocas manos, que tengan la destreza necesaria para hacer esa mezcla. Es menester para ello un tino sutil, un discernimiento delicado. Supongo, que no ha de haber afectación, que no ha de haber exceso. Supongo también, que es lícito el uso de voz de idioma extraño, cuando no la hay equivalente en el propio: de modo, que aunque se pueda explicar lo mismo con el complejo de dos, o tres voces domésticas, es mejor hacerlo con una sola venga de donde viniere. Por este motivo, en menos de un siglo se han añadido más de mil voces Latinas a la lengua Francesa; y otras tantas, y muchas más, entre Latinas, y Francesas, a la Castellana. Yo me atrevo a señalar en nuestro nuevo Diccionario más de dos mil, de las cuales ninguna se hallará en los Autores Españoles, que escribieron antes de empezar el pasado siglo. Si tantas adicciones hasta ahora fueron lícitas; ¿por qué no lo serán otras ahora? Pensar, que ya la lengua Castellana, u otra alguna del mundo, tiene toda la extensión posible, o necesaria, sólo cabe en quien ignora, que es inmensa la amplitud de las ideas, para cuya expresión se requieren distintas voces. 5. Los que a todas las peregrinas niegan la entrada en nuestra locución, llaman a esta austeridad, Pureza de la lengua Castellana. Es trampa vulgarísima nombrar las cosas como lo ha menester el capricho, el error, o la pasión. ¿Pureza? Antes se deberá llamar Pobreza, desnudez, miseria, sequedad. He visto Autores Franceses de muy buen juicio, que con irrisión llaman Puristas a los que son rígidos en esta materia: Especie de Secta en línea de estilo, como hay la de Puritanos en punto de Religión. 6. No hay idioma alguno, que no necesite del subsidio de otros, porque ninguno tiene voces para todo. Escribiendo en verso Latino, usó Lucrecio de la voz Griega Homoeomeria, por no hallar voz Latina equivalente.
Nunc Anaxagorae scrutemur
homoeomeriam. Antes de Lucrecio había ya tomado mucho la lengua Latina de la Griega, y mucho tomó después. ¿Qué daño causaron los que hicieron estas agregaciones? No, sino mucho provecho. Críticos hay, y ha habido, que aun más escrupulosos en el idioma Latino que nuestros Puristas en el Castellano, no han querido usar de voz alguna, que no hayan hallado en Cicerón: nimiedad, que dignamente reprehende el Latinísimino, y Elocuentísimo Marco Antonio Mureto; diciendo que el mismo Cicerón, si hubiera vivido hasta los tiempos de Quintiliano, Plinio, y Tácito, hallaría la lengua Latina aumentada, y enriquecida por ellos, con muchas voces nuevas, muy elegantes; de las cuales usaría con gran complacencia, agradeciendo su introducción, o invención a aquellos Autores: Equidem existimo Ciceronem, si, ad Quintiliani, & Plinii, & Taciti tempora vitam producere potuisset, & Romanam linguam multis vocibus eleganter conformatis eorum studio actum, ac locupletatam vidisset, magnam eis gratiam habiturum, atque illis vocibus cupide usurum fuisse. (Variar. Lect. lib. 15, cap. 1). 7. A tanto llega el rigor, o la extravagancia de los Puristas Latinos, que algunos acusaron, como delito, al Docto Francisco Filelfo, haber inventado la voz Stapeda, para significar el estribo. No habría voz, ni en el Griego,ni en el Latín, que le significase; porque ni entre Griegos, ni entre Romanos, ni entre alguna Nación conocida, se usó en la Antigüedad de Estribos para andar a caballo. Es su invención bastantemente moderna: ¿Por qué no se había de inventar la voz, habiéndose inventado el objeto? ¿No es mejor tener para este efecto una voz simple de buen sonido, y oportuna derivación, como es, Stapeda (a stante pede) que usar de las dos del Diccionario de Trevoux, Scamilus Ephippiarius, u de la voz Scandula, que propone también el mismo Diccionario, y es muy equívoca; pues en el Diccionario de Nebrija se ve, que significa otras dos cosas? 8. En estos inconvenientes caen los Puristas, así Latinos, como Castellanos, u de otro cualquier idioma: O carecen de voces para algunos objetos, o usan de agregados de distintas voces para expresarlos; que es lo mismo, que vestir el idioma de remiendos, por no admitir voces nuevas, o buscarlas en alguna lengua extranjera. Hacen lo que los pobres soberbios, que más quieren hambrear, que pedir. 9. Quintiliano, gran Maestro en el asunto que tratamos, dice, que él, y los demás Escritores Romanos de su tiempo tomaban de la lengua Griega lo que faltaba en la Latina; y asímismo los Griegos socorrían con la Latina la suya: Confessis quoque Graecis utimur verbis, ubi nostra desunt, sicut illi a nobis nonnumquam mutuantur (Institit. Orat. lib. 1, cap. 5). ¿Se atreverá Vmd. u otro alguno a recusar, en materia de estilo, la autoridad de Quintiliano? 10. Lo más es, que no sólo de los Griegos (que al fin, a éstos los veneraban, en algún modo, como Maestros suyos) se socorrían los Romanos en las faltas de su lengua; mas aun de otras Naciones, a quienes miraban como bárbaras. En el mismo Quintiliano se lee, que tomaron las voces Rheda, y Petoritum, de los Galos; la voz Mappa, de los Cartagineses; la voz Gurdus, para significar un hombre Rudo; de los Españoles. Origen Español atribuye también Aulo Gelio a la palabra Lancea. A vista de esto, ¿qué caso se debe hacer de la crítica austeridad de los que condenan la admisión de cualquiera voz forastera en el idioma Hispano? 11. Diranme acaso, y aun pienso que lo dicen, que en otro tiempo era lícito uno, u otro recurso a los idiomas extraños, porque no tenía entonces el Español toda la extensión necesaria: pero hoy es superfluo, porque ya tenemos voces para todo. ¿Qué puedo yo decir a esto, sino que alabo la satisfacción? En una clase sola de objetos les mostraré, que nos faltan muchísimas voces. ¿Qué será en el complejo de todas? Digo en una clase sola de objetos; esto es, de los que pertenecen al Predicamento de Acción. Son innumerables las Acciones para que no tenemos voces, ni nos ha socorrido con ellas el nuevo Diccionario. Pondré uno, u otro ejemplo. No tenemos voces para la acción de cortar, para la de arrojar, para la de mezclar, para la de desmenuzar, para la de excretar, para la de ondear el agua, u otro licor, para la de excavar, para la de arrancar, &c. ¿Por qué no podré, valiéndome del idioma Latino, para significar estas Acciones, usar de las voces, amputación, proyección, conmistión, conminución, excreción, undulación, excavación, avulsión? 12. Asimismo padecemos bastante escasez de términos abstractos, como conocerá cualquiera que se ocupe algunos ratos en discurrir en ello. Fáltannos también muchísimos participios. En unos, y otros los Franceses han sido más próvidos que nosotros, formándolos sobre sus verbos, o buscándolos en el idioma Latino. ¿No será bueno que nosotros los formemos también, o los traigamos del Latín, u del Francés? ¿Qué daño nos hará este género peregrino, cuando por él los Extranjeros no nos llevan dinero alguno? 13. Así, aunque tengo por obras importantísimas los Diccionarios, el fin, que tal vez se proponen sus Autores de fijar el lenguaje, ni le juzgo útil, ni asequible. No útil, porque es cerrar la puerta a muchas voces, cuyo uso nos puede convenir: no asequible, porque apenas hay Escritor de pluma algo suelta, que se proponga contenerla dentro de los términos del Diccionario. El de la Academia Francesa tuvo a su favor todas las circunstancias imaginables para hacerse respetar de aquella Nación. Sin embargo, sólo halla dentro de ella una obediencia muy limitada. Fuera de que verosímilmente no se hizo hasta ahora para ninguna lengua Diccionario, que comprehendiese todas las voces autorizadas por el uso. Compuso Ambrosio Calepino un Diccionario Latino de mucha mayor amplitud, que todos los que le habían precedido. Vino después Conrado Gesnero, que le añadió millares de voces. Aumentole también Paulo Manucio; y en fin, Juan Paseracio, La-Zerda, Chiflet, y otros: y después de todo, aún faltan en él muchísimos vocablos, que se hallan en Autores Latinos muy clásicos. 14. Luego que en el párrafo inmediato escribí la voz Asequible, me ocurrió mirar, si la trae el Diccionario de nuestra Academia. No la hay en él. Sin embargo, vi usar de ella a Castellanos, que escribían, y hablaban muy bien: Algunos juzgarán, que posible es equivalente suyo; pero está muy lejos de serlo. 15. Ni es menester, para justificar la introducción de una voz nueva, la falta absoluta de otra, que signifique lo mismo; basta que la nueva tenga, o más propiedad, o más hermosura, o más energía. Mr. de Segrais, de la Academia Francesa, que tradujo la Eneida en verso de su idioma nativo, y es la mejor traducción de Virgilio, que pareció hasta ahora, llegando a aquel pasaje, en que el Poeta, refiriendo los motivos del enojo de Juno contra los Troyanos, señala por una de ellas el profundo dolor de haber Paris preferido a su hermosura la de Venus:
Manet alta mente repostum Trasladó el último hemisticio de este modo: Sa beautè meprisèe, impardonable injure. Repararon los Críticos en la voz Impardonable, nueva en el idioma Francés; y hubo muchos, que por este capítulo la reprobaron, imponiendole su inutilidad, respecto de haber en el Francés la voz Irremisible, que significa lo mismo. No obstante lo cual, los más, y mejores Críticos estuvieron a favor de ella, por conocer, que la voz Impardonable, colocada allí, exprime con mucho mayor fuerza la cólera de Juno, y el concepto que hacía de la gravedad de la ofensa, que la voz Irremisible. Y ya hoy aquella voz, que inventó Mr. de Segrais, es usada entre los Franceses. 16. Pero es a la verdad para muy pocos el inventar voces, o connaturalizar las Extranjeras. Generalmente la elección de aquéllas, que colocadas en el periodo, tienen, o más hermosura, o más energía, pide numen especial, el cual no se adquiere con preceptos, o reglas. Es dote puramente natural; y el que no la tuviere, nunca será, ni gran Orador, ni gran Poeta. Esta prenda es quien, a mi parecer, constituye la mayor excelencia de la Eneida. En virtud de ella, daba Virgilio a la colocación de las voces, cuando era oportuno, aquel gran sonido, con que se imprime en el entendimiento, o en la imaginación, una idea vivísima del objeto. Tal es aquel pasaje, cuya parte copié arriba:
Necdum etiam causae irarum,
saevique dolores Dentro de pocas voces, ¡qué pintura tan viva, tan hermosa, tan expresiva, tan valiente de la irritación de la Diosa, y de la profunda impresión que había hecho en su ánimo la injuria de anteponer a la suya otra belleza! Donde es bien advertir, que el síncope Repostum, es de invención de Virgilio, y no introducido sólo a favor de la libertad Poética; sino porque aquella nueva voz, o nueva modificación de la voz Repositum, da más fuerza a la expresión. 17. No sólo dirige el numen, o genio particular para la introducción de voces nuevas, o inusitadas, unas también para usar oportunamente de todas las vulgarizadas. Ciertos rígidos Aristarcos, generalísimamente quieren excluir del estilo serio todas aquellas locuciones, o voces, que, o por haberlas introducido la gente baja, o porque sólo entre ella tiene frecuente uso, han contraído cierta especie de humildad, o sordidez plebeya; y un Docto moderno pretende ser la más alta perfección del estilo de Don Diego de Saavedra, no hallarse jamás en sus Escritos alguno de los Vulgarismos, que hacinó Quevedo en el Cuento de Cuentos, ni otros semejantes a aquellos. Es muy hermoso, y culto ciertamente el estilo de Don Diego Saavedra, pero no lo es por eso; antes afirmo, que aún podría ser más elocuente, y enérgico, aunque tal vez se entrometiesen en él algunos de aquellos Vulgarismos. 18. Quintiliano, voto supremo en la materia, enseña, que no hay voz alguna, por humilde que sea, a quien no se pueda hacer lugar en la oración, exceptuando únicamente las torpes, u obscenas: Omnibus fere verbis, praeter pauca, quae sunt parum verecunda, in oratione locus est. Y poco más abajo, sin la limitación de la partícula fere, repite la misma Sentencia: Omnia verba (exceptis de quibus dixi) sunt alicubi optima, & humilibus interdum, & vulgaribus est opus. Institut. Orator. lib. 1, cap. 1). Y en otra parte pronuncia, que a veces la misma humildad de las palabras añade fuerza, y energía a lo que se dice: Vim rebus aliquando, & ipsa verborum humilitas affert. (lib. 8, cap. 3) 19. Un sujeto, por muchas circunstancias ilustre, leyendo en el primer Tomo del Teatro Crítico aquella cláusula primera del Discurso, que trata de los Cometas: Es el Cometa un fanfarronada del Cielo contra los Poderosos del mundo, la celebró como rasgo de especial gala, y esplendor: convendré en que haya sido efecto de su liberalidad el elogio; pero si en la sentencia hay algún mérito para él, todo consiste en el oportuno uso de la voz Fanfarronada, la cual por sí es de la clase de aquellas, que pertenecen al estilo bajo; con todo, tendría mucho menos gracia, y energía, si dijese: Es el Cometa una vana amenaza del Cielo, &c. Siendo así, que la significación es la misma, y la locución, vana amenaza, nada tiene de humilde, o plebeya. Vea Vmd. aquí verificada la Máxima de Quintiliano: Vim rebus aliquando, & ipsa verborum humilitas affert. 20. De esto digo lo mismo que dije arriba en orden a inventar voces, u domesticar las extranjeras. No pende del estudio, o meditación, sí sólo de una especie de numen particular, o llámese imaginación feliz, en orden a esta materia. El que la tiene, aun sin usar de reflexión, sin discurrir, sin pensar en ello, encuentra muchas veces las voces más oportunas para explicarse con viveza, o valentía; ya sean nobles, ya humildes, ya paisanas, ya extranjeras, ya recibidas en el uso, ya formadas de nuevo. El que carece de ella, no salga del camino trillado, y mucho menos se meta en dar reglas en materia de estilo. Pero en esto sucede lo que en todas las demás cosas. Condena los primores, quien no sólo no es capaz de ejecutarlos, mas ni aun de percibirlos; que también el discernirlos pide talento, y no muy limitado. Creo haber dejado a Vmd. satisfecho sobre el asunto de su Carta; y yo lo estaré de que Vmd. tiene el concepto debido de mi amistad, si me presentare muchas ocasiones de ejercitar el afecto, que le profeso, &c. |
Sobre la causa de los Templarios
uy señor mío: Pesada carga es la que me impone V.S. solicitando le explique mi sentir sobre el negocio de los Templarios; esto es, si padecieron inocentes, o culpados; si la sentencia, que contra ellos se dio, fue justa, o injusta: Problema grande en la Historia; no tanto por la oposición de los Autores en la narración, en la cual por la mayor parte están conformes, cuanto porque los mismos hechos ministran fundamento bastante para opuestos juicios. Bien es verdad, que en una circunstancia de mucho peso he notado, como demostraré abajo, los más de los Historiadores mal instruidos. 2. De los Autores, que he visto sobre la materia, o en sus mismos Libros, o citados por otros, son pocos los que afirman la inocencia de los Templarios. Los más no se atreven a decidir la duda. Lo común es mostrar alguna inclinación a uno, u otro extremo, pero sin resolver. La verdad es, que exceptuando la mayor parte de los Escritores Franceses, los cuales son particularmente interesados en la causa, porque si la condenación fue injusta, casi toda la iniquidad viene a caer sobre individuos de aquella Nación; los demás, por la mayor parte, al paso que van refiriendo el caso, van descubriendo un ánimo propenso a creer inocentes los Templarios. Pero al fin, viendo salirles al paso la autoridad de un Pontífice Romano, que sentenció la extinción de aquel Orden, y de un Concilio General, que se dice aprobó, o confirmó la Sentencia; o se detienen perplejos, o se retiran medrosos. 3. Y verdaderamente, puesta aparte esta consideración, apenas hay cosa de algún peso contra la inocencia de aquellos Caballeros, y ocurren razones muy eficaces a favor de ella. Los primeros fundamentos de su ruina no pudieron ser de peor condición. Los acusadores fueron dos delincuentes de la misma Religión, condenados por ella a cárcel perpetua, y que la estaban ya padeciendo en París, en pena de atroces delitos: uno Francés, el Prior de Montfaucón: otro el Caballero, Noffo, Florentino. Estos, o por vengarse de sus Jueces, o por lograr la impunidad de sus maldades, o por uno, y otro, pasaron a la noticia del Rey los horrendos crímenes, que suponían en toda la Religión. La calidad de los acusadores merecía que se despreciase la acusación. Pero sabían ellos a qué puerta llamaban. El Rey de Francia Felipe el Hermoso, hombre avarísimo, y de conciencia extragada. Impío le llama, sin andar por rodeos, el Cardenal Baronio: A Rege importuno pariter ac impio. Estaba opulentísima entonces la Religión de los Templarios. Un Príncipe de este carácter, ¿qué no haría, ofrecida la ocasión de aprovecharse de sus despojos? Tales fueron los primeros instrumentos, que obraron en la ruina de aquella Religión. 4. Es verdad, que tal cual Autor varía algo en cuanto a las personas de los acusadores. El Abad Fleuri, suponiendo, que esta circunstancia se refiere de diversas maneras, se inclina, como a más verosímil, a que el acusador fue un vecino de Beziers, llamado Squin de Florian, el cual estaba preso, juntamente con un Templario Apóstata, no en París, sino en un Castillo Real de la Diócesis de Tolosa; y como los delitos de uno, y otro fuesen tan graves, que esperaban por ellos suplicio capital, estimulados de los remordimientos de su conciencia, se confesaron recíprocamente uno a otro, como hacían en aquel tiempo (añade el Autor citado) los que se hallaban en algún gran peligro de perder la vida; y constándole a Squin, por la confesión del Templario, las abominaciones establecidas en su Religión, resolvió solicitar la gracia, revelándoselas al Rey, y ministrándole este medio para adquirir grandes riquezas. 5. Lo que hemos escrito arriba, en orden a los Autores de la acusación, es lo que se halla comúnmente en los Historiadores. Pero dado el caso, que el acusador fuese el que pretende el Abad Fleuri, como queda la acción en un hombre merecedor de la muerte por sus delitos, para el intento viene a ser lo mismo. Un hombre de este carácter repararía poco en levantar horrendos testimonios a toda una Religión, cuando no hallaba otro arbitrio para salvar la vida. 6. Se hace harto inverosímil, que los delitos acumulados a los Templarios fuesen verdaderos. Que todos, en su admisión a la Orden, renegasen de Jesucristo; que escupiesen sobre su Sacrosanta Imagen; que en la misma admisión interviniesen, ciertas ceremonias extremamente ridículas, y torpes; que se practicase por Estatuto la Idolatría; que al Ídolo que adoraban, sacrificasen víctimas humanas; que se permitiese generalmente la torpeza nefanda, son cosas, que sin hacer al entendimiento una gran violencia, no pueden creerse comunes a toda una Religión. 7. A sesenta Caballeros, entre ellos el Gran Maestre, que en distintas ocasiones fueron condenados al fuego, se les ofreció la vida, como confesasen los crímenes, de que eran acusados; pero todos, sin exceptuar ni uno, estuvieron constantes en negarlos; protestando hasta el último momento su inocencia. Esto, cayendo sobre la inverosimilitud de los hechos, sobre la perversidad de los acusadores, y el interés del Rey, en que creyesen los delitos, forma una preocupación extremamente fuerte a favor de los reos. 8. Hace también una fuerza inmensa, el que siendo los delitos tan enormes, tan comunes, y que mucho tiempo anterior se practicaban, no se hubiesen difundido antes al Público. ¿Es posible, que entre tantos, o centenares, o millares de Caballeros, alguno, o algunos, movidos de los remordimientos de la conciencia, no los delatasen a quien debían? Muchos fallecerían separados de sus hermanos, o en algún viaje, o en casas de sus parientes, o amigos. Siquiera a la hora de la muerte algunos de éstos, por librarse de la condenación eterna, ¿no dejarían alguna declaración hecha, con orden de presentarla al Príncipe? 9. Pero lo más decisivo en la materia es, que aunque en todos los Reinos de la Cristiandad se procedió a seria inquisición sobre los delitos de los Templarios, en ninguno, a excepción de Francia, fue conducido Templario alguno al suplicio. Prueba, al parecer clara, de que el apasionado influjo del Rey Felipe era quien los hacía delincuentes. Adonde no se extendía el dominio del Rey de Francia, no parecieron Templarios Apóstatas de la Fe; siendo así que en los Procesos hechos en Francia se pretendía, que el crimen de Apostasía era común a todos, como una condicion, sine qua non, para recibir el Hábito. En España, se examinó el caso con gran madurez. En Salamanca se juntó para este efecto un Concilio, compuesto del Arzobispo de Santiago, y de los Obispos de Lisboa, de la Guardia, de Zamora, de Ávila, de Ciudad Rodrigo, de Plasencia, de Astorga, de Mondoñedo, de Tui, y de Lugo. Y después de bien mirada la Causa, todos aquellos Padres, unánimes declararon los Templarios inocentes: De vinctis, atque supplicibus quaestione habita, causaque cognita, pro eorum innocentia, pronunciatum communi Patrum suffragio. (in Collect. Labb. tom. 7, pag. 1320). 10. Es verdad que los delitos de los Templarios se probaron con muchos testigos, y que gran número de los mismos Templarios los confesaron. Pero atendidas las circunstancias, uno, y otro prueba poco. Cuanto a lo primero, ¿quién no echa de ver, que por inocentes que estuviesen los Templarios, interesándose el Rey de Francia en hacerlos delincuentes, no le habían de faltar testigos? Las Historias están llenas de casos semejantes. Siempre que algún Príncipe, por mala voluntad suya, ha querido, que, observando la forma judicial, se castigase como malhechor algún Vasallo inocente, tuvo testigos de sobra para cuantos delitos quiso imputarle. Son casos estos, que a cada página, como he dicho, se encuentran en las Historias. 11. Pero entre todos ellos, el más oportuno a nuestro intento fue uno, en que intervino el mismo Felipe el Hermoso. Notoria es a todos los que han leído algo de Historia la mortal, y escandalosa enemistad, que este príncipe tuvo con el Papa Bonifacio Octavo; como asímismo el sacrílego, y cruel atropellamiento de su Persona, y Dignidad, ejecutado en Anagnia, de orden del mismo Rey, de que resultó perder luego la vida el maltratado Bonifacio. No bastó esto para aplacar la ira del furioso Monarca. Continuose su rabia, siendo objeto de ella la memoria, y cenizas del difunto Pontífice; de que nació su horrible pretensión con Clemente Quinto, para que declarase Hereje a Bonifacio, y como tal fuese castigado en la forma que puede serlo un muerto; esto es, en su memoria, y en sus cenizas. Debía Clemente el Pontificado al Rey Felipe, y sobre eso se hallaba dentro de sus Dominios, menos venerado como Papa, que tratado como Súbdito; con que, aunque con gran disgusto suyo, admitió la acusación. El pretendido crimen de herejía de Bonifacio era una de las mayores quimeras, que hasta ahora se han fingido. Sin embargo, con cuarenta testigos, la mayor parte contestes sobre los mismos hechos, se probó, que Bonifacio había negado, no sólo la Real Presencia de Cristo en la Eucaristía, mas también la Resurrección de los hombres, y la inmortalidad del alma; y que había dicho, que así la Religión Cristiana, como la Judaica, y Mahometana, eran meras invenciones de hombres: con advertencia de que los testigos depusieron haber oído estas blasfemias al mismo Bonifacio. Véase sobre el punto el Abad Fleuri, en el Tom.19 de su Historia Eclesiástica, lib. 91, num. 14. Si se repara bien, la misma multitud de testigos prueba su falsedad; porque dado el caso que Bonifacio padeciese aquellos errores, es totalmente increíble, que un hombre tan advertido, y tan gran Político, como todos le suponen, tuviese la facilidad de verterlos en los corrillos. En efecto, en el Concilio de Viena se dio la sentencia a favor de Bonifacio; aunque suavizándola con ciertos temperamentos a favor del Rey, para evitar su ira; a quien también, antes de sentenciar la Causa, con ruegos había procurado aplacar el Papa Clemente. 12. Considérese, si no habiéndole faltado testigos al Rey de Francia para una calumnia tan atroz contra un Soberano Pontífice, le faltarían para probar los delitos de los Templarios, por falsos, que fuesen. Y considérese juntamente, si quien pudo componer con su buena conciencia aquel horrible atentado, era capaz de componer este otro. 13. Algunos Autores pretenden justificar al Rey, dando por falso, que la codicia le moviese a solicitar la ruina de los Templarios; porque (dicen) los bienes de éstos fueron adjudicados a los Caballeros de San Juan de Jerusalén, que hoy, por el sitio de su establecimiento, llamamos de Malta; por consiguiente, el Rey no se interesó en la extinción de aquella Orden, y no interesándose, no pudo ser movido de la codicia: con que se debe discurrir, que obró puramente impelido de un celo cristiano. 14. Aun admitiendo el hecho de que la hacienda, y posesiones de los Templarios se adjudicaron a los Caballeros de San Juan, esto no basta para justificar al Rey de Francia. Lo primero, porque a los de San Juan sólo se dieron los bienes raíces, con que quedó bastante cebo a la codicia del Rey en los muebles; como en efecto es constante, que las dos terceras partes de éstos entraron en el Fisco a título de satisfacer los gastos del Proceso. Paulo Emilio dice, que todos los muebles, y no sólo las dos terceras partes, pasaron a la mano del Rey. Y aunque no se duda, que dichos gastos serían grandes, según todos unánimemente ponderan la opulencia de los Templarios, se debe discurrir, que quedó en la bolsa Real la mayor parte de aquellos despojos. Lo segundo, porque, según algunos Autores, aun en los bienes raíces se interesó mucho el Rey. San Antonino dice, que cuando llegó el caso de querer entrar en la posesión de ellos la Religión de San Juan, los halló ocupados por el Rey, y otros Señores Legos; con que le fue preciso para redimirlos, dar al Rey, y a otros dueños intrusos tan grandes sumas de dinero, que más empobreció, que enriqueció a los nuevos dueños la adquisición. Unde, concluye el Santo, depauperata est mansio Hospitalis, quae se existimabant, inde opulentam fieri. (3. part. Cronic. tit. 21, cap. 3). Tomás Walsinghan da a entender lo mismo, o equivalente, cuando dice, que el Papa consignó las posesiones de los Templarios a los de San Juan, mediante una gran suma de dinero que dieron éstos: Papa hospitalariis haec (bona) assignavit, non sine magnae pecuniae interventu; pues aunque no explica si aquel dinero fue para el Papa, o para el Rey, es mucho más natural, y mucho más conforme a lo que dicen otros Autores, entender lo segundo. 15. De aquí es, que aunque demos entera fe a los instrumentos, que Pedro Du-Puy produjo del Archivo del Parlamento de París, para probar, que Felipe el Hermoso, no sólo se conformó con la traslación de los bienes de los Templarios a la Religión de San Juan, mas aun en alguna manera la solicitó; siempre queda lugar a que se interesase mucho su codicia en la ruina de aquella milicia. Fuera de que desde que se empezó a proceder contra los Templarios, hasta que se hizo el destino de sus bienes, pasaron cuatro años, poco más, o menos: con que pudo muy bien suceder, que el Rey al principio pusiese la mira a apoderarse de todos los bienes, así raíces, como muebles, de los Templarios, moviendo con ese fin los procedimientos contra ellos, y después, o por encontrar en la ejecución arduidades, que no había previsto, o por hacer reflexión sobre el gran deshonor, que de ella se le seguiría, se resolviese a contentarse con menos. 16. Por lo que mira a la confesión de los mismos Templarios, tampoco debe ésta hacer fuerza; constando, que a muchos se les sacó a fuerza de tormentos; y a muchos más con el temor de la muerte, que se les aseguraba infalible, si no confesasen los delitos impuestos, prometiéndoles al mismo tiempo salvar la vida, como los confesasen. Usando de tales diligencias, me parece, atenta la fragilidad humana, que a la mayor parte de los individuos de cualquier religión harán confesar delitos que no cometieron. 17. Últimamente se arguye contra los Templarios, con la gran autoridad del Papa Clemente Quinto, y del Concilio General de Viena del Delfinado, que se dice aprobó, y confirmó la sentencia que dio Clemente contra aquella Religión. Aquí ponen casi toda su fuerza los que se empeñan en persuadir, que los crímenes de los Templarios fueron verdaderos; y no porque pretenden, que la decisión del Papa, ni la del Concilio en una cuestión puramente de hecho, cual lo es la presente, sean absolutamente infalibles; sí sólo muy respetables, y de sumo peso, para inclinar a un asenso firme de fe humana. 18. Sin embargo, ni una, ni otra autoridad, gritadas por los Sectarios de aquella opinión, embarazaron, ni al Bocacio, ni al Abad Tritemio, ni a Juan Villani, Historiador muy exacto, y fidedigno, ni a San Antonino de Florencia, ni a Papirio Masson, ni a otro Autor Francés contemporáneo al suceso que éste cita, sin nombrarle, para declararse a favor de los Templarios. Sobre todo, la intrepidez de Papirio Masson me admira, quien, después de sentar, que los Templarios padecieron sin culpa, concluye, que lo menos que se puede decir contra el Rey de Francia, y contra el Papa, es, que el Rey fue un impío, y el Papa, no Clemente, sino inclemente. Quid hic lectores dicturi sunt? Regem illum certe impium, Pontificem Inclementem fateantur necesse est. Minorem enim sententiam dicere non possint. Es muy del caso advertir, que este Autor era Francés. 19. Yo no seguiré senda tan áspera, para defender como inculpados a los Templarios; porque tengo otra más segura, aunque poco pisada. Ya arriba noté, que en una circunstancia muy importante a la presente cuestión, están los más Historiadores mal instruidos. Esta circunstancia es la de la Sentencia condenatoria de los Templarios, que casi generalmente los Autores suponen pronunciada en toda forma legal por el Papa Clemente, y aprobada por el Concilio de Viena; siendo así, que lo que hubo en esto, así de parte del Concilio, como del Papa, más determina el juicio a favor de los Templarios, que contra ellos. Lo que hubo de parte del Papa consta de su misma Bula; lo que de parte del Concilio, nos lo enseñan el Abad Fleuri, y el docto Esteban Balucio, Autores por ningún capítulo sospechosos, Franceses ambos, y ambos versadísimos en la Historia Eclesiástica; a que se puede añadir, que habiendo sido Balucio bibliotecario de Mr. Colbert, tuvo a mano en aquella riquísima Biblioteca, donde sólo de manuscritos se contaban nueve mil tomos, innumerables fuentes de donde sacar puras las noticias; y habiendo este Autor escrito muy de intento, y largamente en dos Tomos en cuarto, las Vidas de los Papas que tuvieron su residencia en Avigñon, de quienes fue el primero Clemente Quinto, no se puede dudar de que examinase con gran diligencia cuanto conducía a un punto tan importante de su Historia. 20. El caso, pues, pasó de este modo: Congregado el Concilio de Viena, como uno de los fines de su convocación era la decisión del negocio de los Templarios, se presentaron en él todos los Autos hechos sobre aquella causa, y leídos todos, propuso el Papa a los Padres, que profiriesen su dictamen. Eran más de trescientos los Obispos congregados de todos los Reinos de la Cristiandad, a que se agregaban muchos Prelados menores. La respuesta fue casi unánime, que aquellos autos no eran bastantes para condenar los Templarios, y que antes de dar la sentencia, era preciso oírlos en el Concilio. Dije, que la respuesta fue casi unánime; pues en tan gran número de Prelados, sólo tres Franceses, y un Italiano disintieron. Esto pasó a los principios de Diciembre del año 1311, y no se trató más de esta materia hasta la Primavera del año siguiente, en que el Papa formó, e hizo leer en el Concilio la Bula Ad Providam; en que decretó la extinción del Orden de los Templarios. ¿Pero cómo? No por vía de Sentencia Jurídica, sino provisionalmente. Nótense estas importantísimas palabras de la Bula: Eiusque Ordinis statum, habitum, atque nomen, non sine cordis amaritudine, & dolore, Sacro approbante Concilio, non per modum deffinitivae sententiae, cum eam super hoc secundum inquisitiones, & processus super his habitos, no possemus ferre de iure; sed per viam promissionis, seu ordinationis Apostolicae irrefragabili, & perpetuo valitura sustulimus sanctione. Confiesa el Papa, que en todos los Procesos hechos no había fundamento para condenar a los Templarios, según derecho. El mismo dictamen habían manifestado los Padres del Concilio: luego así la autoridad del Concilio, como la del Papa, más están a favor de los Templarios, que contra ellos. 21. Es verdad que el Papa en la misma Bula hace memoria de los delitos de los Templarios; pero no como suficientemente probados, sino como divulgados por la fama, y rumor público; lo cual era motivo razonable para el Decreto provisional de su extinción; porque ya infamada de tal modo aquella Religión, no podía ser muy útil a la Cristiandad. Ni aun esto era menester para que el Papa, usando la plenitud de su Potestad, transfiriese los bienes de los Templarios a los Caballeros de San Juan; bastaba, que de los bienes puestos en manos de éstos, resultase más utilidad a la Iglesia, que poseídos por aquéllos. Y este motivo realmente subsistía aun antes que la causa de los Templarios empezase a agitarse; siendo cierto, que aquella Religión había decaído tanto de la observancia de su Instituto, y empleaba, por la mayor parte, tan mal sus riquezas, (esto es en un excesivo fausto, regalo, y pompa) que en caso de no reformarla severamente, convenía pasar aquellas riquezas a mejores manos. 22. Por lo que mira a la mala fama de los Templarios, sobre los crímenes impuestos, que sus enemigos gritaron tanto, se debe advertir, que esa fama enteramente nació de la acusación, y procedimientos contra ellos. Antes no había tal mala fama. Y la prueba concluyente es el asombro con que todo el mundo oyó aquellos crímenes, cuando consiguientemente a la prisión de todos los Templarios de Francia se esparció la noticia de ellos. Así la mala fama pudo nacer, y propagarse, sin culpa alguna de los Templarios. Pero aunque padeciesen inocentes aquella infamia, una vez que ésta no se pudiese borrar por una convincente justificación de su inocencia a los ojos de todo el mundo, lo que muchas circunstancias hacían entonces imposible; la mala fama pudo concurrir como motivo, por lo menos inadecuado, para su extinción provisional. 23. Añadamos también, que supuesto que el Papa no procediese en la extinción como Juez, sino como Soberano, pudieron intervenir en el caso algunos motivos (digámoslo así) puramente políticos. Muchas veces los Papas, a instancias de los Príncipes, hacen cosas, que no hicieran, si no hubiera tales instancias. El Rey Felipe había abrazado con sumo tesón el empeño de aniquilar aquella Religión. La persona del Papa, habitando en sus Dominios, estaba a arbitrio de él. ¿Cuántos daños, no sólo para sí, mas aun para toda la Iglesia, podría temer de un Príncipe de tanto poder, y nada escrupuloso, si no le complaciese en lo que procuraba con tanto ardor? Los que por haber leído la Historia Eclesiástica de aquellos tiempos, saben lo que al Rey Felipe debía el Papa Clemente; cómo, y sobre qué preliminares cooperó aquél a la exaltación de éste al Pontificado, (materia en que los Historiadores Italianos, Españoles, y de otras Naciones hablan sin embozo, ni misterio) podrán, si quisieren añadir, sobre aquellas circunstancias, otras reflexiones, que yo para nada he menester, habiendo mostrado, que no obstante la inocencia de los Templarios, pudo el Papa, sin obrar contra Justicia, extinguir aquella Religión. 24. Ya se deja entender, que es la justificación que hemos hecho de los Templarios, sólo es aplicable al común de la Religión. Entre los Particulares, posible es, que hubiese algunos muy malos; y también es creíble, que la malicia de los enemigos de aquella Religión confundiese la iniquidad de algunos, con la corrupción de todos. Esto es cuanto sobre la Causa de los Templarios se me ofrece para satisfacer la curiosidad de V.S. a cuya obediencia quedo, &c. A los Autores alegados arriba, como explicados abiertamente a favor de los Templarios, podemos añadir los que son del nuevo Diccionario de la Lengua Castellana, cuya es, verb. Templarios la cláusula siguiente. Su Instituto era asegurar los caminos a los que iban a visitar los Santos Lugares de Jerusalén, y exponer la vida en defensa de la Fe Católica; lo que acreditaron gloriosamente por espacio de doscientos años, y se extinguió en el Concilio de Viena. Para inteligencia de esta cláusula, y de la ilación que haremos de ella, se ha de advertir, que la Religión de los Templarios se fundó el año de 1118, como se nota en el mismo Diccionario, y se extinguió el de 1312, como consta de la Bula, expedida para su extinción. Con que la Religión no duró más que 194 años. Este número hizo redondo el Diccionario, extendiéndole a doscientos, como es muy ordinario, cuando es tan poca la diferencia. De aquí se sigue, que en el sentir de los Autores del Diccionario, los Templarios todo el tiempo que duró su Religión, cumplieron gloriosamente con su Instituto, asegurando los caminos y exponiendo la vida en defensa de la Fe Católica: Luego no resta tiempo alguno, en que fuesen delincuentes, por lo menos en cuanto al crimen principal; esto es, la apostasía de la Fe. |
Defensa de las mujeres§. I
n grave empeño me pongo. No es ya sólo un vulgo ignorante con quien entro en la contienda: defender a todas las mujeres, viene a ser lo mismo que ofender a casi todos los hombres: pues raro hay que no se interese en la precedencia de su sexo con desestimación del otro. A tanto se ha extendido la opinión común en vilipendio de las mujeres, que apenas admite en ellas cosa buena. En lo moral las llena de defectos, y en lo físico de imperfecciones. Pero donde más fuerza hace, es en la limitación de sus entendimientos. Por esta razón, después de defenderlas con alguna brevedad sobre otros capítulos, discurriré más largamente sobre su aptitud para todo género de ciencias, y conocimientos sublimes. 2. El falso Profeta Mahoma, en aquel mal plantado paraíso, que destinó para sus secuaces, les negó la entrada a las mujeres, limitando su felicidad al deleite de ver desde afuera la gloria, que habían de poseer dentro los hombres. Y cierto que sería muy buena dicha de las casadas, ver en aquella bienaventuranza, compuesta toda de torpezas, a sus maridos en los brazos de otras consortes, que para este efecto fingió fabricadas de nuevo aquel grande Artífice de Quimeras. Bastaba para comprehender cuánto puede errar el hombre, ver admitido este delirio en una gran parte del mundo. 3. Pero parece que no se aleja mucho de quien les niega la bienaventuranza a las mujeres en la otra vida, el que les niega casi todo el mérito en esta. Frecuentísimamente los más torpes del vulgo representan en aquel sexo una horrible sentina de vicios, como si los hombres fueran los únicos depositarios de las virtudes. Es verdad que hallan a favor de este pensamiento muy fuertes inventivas en infinitos libros: en tanto grado, que uno, u otro apenas quieren aprobar ni una sola por buena: componiendo en la que está asistida de las mejores señas, la modestia en el rostro con la lascivia en el alma:
Aspera si visa est, rigidasque imitata Sabinas, Contra tan insolente maledicencia, el desprecio, y la detestación son la mejor Apología. No pocos de los que con más frecuencia, y fealdad pintan los defectos de aquel sexo, se observa ser los más solícitos en granjear su agrado. Eurípides fue sumamente maldiciente de las mujeres en sus Tragedias; y según Ateneo, y Estobeo era amantísimo de ellas en su particular: las execraba en el teatro, y las idolatraba en el aposento. El Bocacio, que fue con grande exceso impúdico, escribió contra las mujeres la violenta Sátira, que intituló Labyrinto del amor. ¿Qué misterio habrá en esto? Acaso con la ficción de ser de este dictamen quieren ocultar su propensión: acaso en las brutales saciedades del torpe apetito se engendra un tedio desapacible, que no representa sino indignidades en el otro sexo. Acaso también se venga tal vez con semejantes injurias la repulsa de los ruegos: que hay hombre tan maldito, que dice que una mujer no es buena, solo porque ella no quiso ser mala. Ya se ha visto desahogarse en más atroces venganzas esta injusta queja, como testifica el lastimoso suceso de la hermosísima Irlandesa Madama Duglás. Guillermo Leout, ciegamente irritado contra ella, porque no había querido condescender con su apetito, la acusó de crimen de lesa Majestad; y probando con testigos sobornados la calumnia, la hizo padecer pena capital. Confesóla después el mismo Leout, y refiere el suceso La Mota de Vayer {(a) Opusc. Except.}. 4. No niego los vicios de muchas. ¡Mas ay! Si se aclarara la genealogía de sus desórdenes, ¡cómo se hallaría tener su primer origen en el porfiado impulso de individuos de nuestro sexo! Quien quisiere hacer buenas a todas las mujeres, convierta a todos los hombres. Puso en ellas la naturaleza por antemural la vergüenza contra todas las baterías del apetito, y rarísima vez se le abre a esta muralla la brecha por la parte interior de la plaza. 5. Las declamaciones que contra las mujeres se leen en algunos Escritores sagrados, se deben entender dirigidas a las perversas, que no es dudable las hay. Y aun cuando miraran en común al sexo, nada se prueba de ahí, porque declaman los Médicos de las almas contra las mujeres, como los Médicos de los cuerpos contra las frutas, que siendo en sí buenas, útiles, y hermosas, el abuso las hace nocivas. Fuera de que no se ignora la extensión que admite la Oratoria en ponderar el riesgo, cuando es su intento desviar el daño. 6. Y díganme los que suponen más vicios en aquel sexo que en el nuestro, ¿cómo componen esto con darle la Iglesia a aquel con especialidad el epíteto de devoto? ¿Cómo con lo que dicen gravísimos Doctores, que se salvarán más mujeres que hombres, aun atendida la proporción a su mayor número? Lo cual no fundan, ni pueden fundar en otra cosa, que en la observación de ver en ellas más inclinación a la piedad. 7. Ya oigo contra nuestro asunto aquella proposición de mucho ruido, y de ninguna verdad, que las mujeres son causa de todos los males. En cuya comprobación hasta los ínfimos de la plebe inculcan a cada paso que la Caba indujo la pérdida de España, y Eva la de todo el mundo. 8. Pero el primer ejemplo absolutamente es falso. El Conde D. Julián fue quien trajo los Moros a España, sin que su hija se lo persuadiese, quien no hizo más que manifestar al padre su afrenta. ¡Desgraciadas mujeres, si en el caso de que un insolente las atropelle, han de ser privadas del alivio de desahogarse con el padre, o con el esposo! Eso quisieran los agresores de semejantes temeridades. Si alguna vez se sigue una venganza injusta, será la culpa, no de la inocente ofendida, sino del que la ejecuta con el acero, y del que dio ocasión con el insulto; y así entre los hombres queda todo el delito. 9. El segundo ejemplo, si prueba que las mujeres en común son peores que los hombres, prueba del mismo modo que los Ángeles en común son peores que las mujeres: porque como Adán fue inducido a pecar por una mujer, la mujer fue inducida por un Ángel. No está hasta ahora decidido quién pecó más gravemente, si Adán, si Eva; porque los Padres están divididos. Y en verdad que la disculpa que da Cayetano a favor de Eva, de que fue engañada por una criatura de muy superior inteligencia, y sagacidad, circunstancia que no concurrió en Adán, rebaja mucho, respecto de este, el delito de aquella. |
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§. II
asando de lo moral a lo físico, que es más de nuestro intento, la preferencia del sexo robusto sobre el delicado, se tiene por pleito vencido, en tanto grado, que muchos no dudan en llamar a la hembra animal imperfecto, y aun monstruoso, asegurando que el designio de la naturaleza en la obra de la generación siempre pretende varón; y sólo por error, o defecto, ya de la materia, ya de la facultad, produce hembra. 11. ¡Oh admirables Físicos! Seguiráse de aquí que la naturaleza intenta su propia ruina; pues no puede conservarse la especie sin la concurrencia de ambos sexos. Seguiráse también que tiene más errores que aciertos la naturaleza humana en aquella principalísima obra suya; siendo cierto que produce más mujeres que hombres. ¿Ni cómo puede atribuirse la formación de las hembras a debilidad de la virtud, o defecto de materia, viéndolas nacer muchas veces de padres bien complexionados, y robustos en lo más florido de su edad? Acaso si el hombre conservara la inocencia original, en cuyo caso no hubiera estos defectos, ¿no habían de nacer algunas mujeres, ni se había de propagar el linaje humano? 12. Bien sé que hubo Autor que se tragó tan grave absurdo, por mantener su declarada ojeriza contra el otro sexo. Este fue Almerico, Doctor Parisiense del siglo duodécimo: el cual, entre otros errores, dijo, que durando el estado de la inocencia, todos los individuos de nuestra especie serían varones, y que Dios los había de criar inmediatamente por sí mismo, como había criado a Adán. 13. Fue Almarico ciego secuaz de Aristóteles, de modo que todos, o casi todos sus errores fueron consecuencias que tiró de doctrinas de aquel Filósofo. Viendo, pues, que Aristóteles, no en una parte sola de sus obras da a entender que la hembra es animal defectuoso, y su generación accidental, y fuera del intento de la naturaleza, de aquí infirió que no habría mujeres en el estado de la inocencia. Así se sigue muchas veces una Teología herética a una errada Física. 14. Pero la grande adherencia que con Aristóteles profesó Almarico, les estuvo mal a Almarico, y a Aristóteles: porque los errores de Almarico fueron condenados en un Concilio Parisiense el año de 1209; y en el mismo Concilio fue prohibida la lectura de los libros de Aristóteles: confirmando después esta prohibición el Papa Gregorio IX. Era ya muerto Almarico un año antes que se proscribiesen sus dogmas; y así fueron desenterrados sus huesos, y arrojados en un lugar inmundo. 15. De aquí es, que no nos deben hacer fuerza uno, u otro Doctor, por otra parte grave, que asentaron ser defectuoso el sexo femineo, sólo porque Aristóteles lo dijo, de quien fueron finos sectarios, aunque sin precipitarse en el error de Almarico. Es cierto que Aristóteles fue inicuo con las mujeres: pues no sólo proclamó con exceso sus defectos físicos; pero aún con mayor vehemencia los morales, de que se apuntará algo en otra parte. ¿Quién no pensará que su genio le inclinaba al desvío de aquel sexo? Pues nada menos que eso. No sólo amó con ternura a dos mujeres que tuvo; pero le sacó tanto de sí el amor de la primera, llamada Pythais, hija, como quieren unos, o sobrina, como dicen otros, de Hermias, Tirano de Atarneo, que llegó al delirio de darle inciensos como a Deidad. También se cuentan insanos amores suyos con una criaduela: bien que Plutarco no se acomoda a creerlo. Pero en esta parte merece más fe Teócrito Chio (que en un epigrama vivamente exprobó a Aristóteles su obscenidad), porque fue del tiempo de Aristóteles; y Plutarco muy posterior: en cuyo ejemplo se ve que la mordacidad contra las mujeres; muchísimas veces, y aun las más, anda acompañada de una desordenada inclinación hacia ellas, como ya dijimos arriba. 16. De el mismo error físico, que condena a la mujer por animal imperfecto, nació otro error teológico, impugnado por S. Agustín, lib. 22 de Civit. Dei, c. 17, cuyos Autores decían que en la Resurrección Universal esta obra imperfecta se ha de perfeccionar, pasando todas las mujeres al sexo varonil; como que la gracia ha de concluir entonces la obra que dejó sólo empezada la naturaleza. 17. Este error es muy parecido al de los infatuados Alquimistas, que sobre la máxima de que la naturaleza en la producción metálica siempre intenta la generación del oro, y sólo por defecto de virtud para en otro metal imperfecto, pretenden que después el Arte conduzca la obra a su perfección, y haga oro lo que nació hierro. Mas al fin, este error es más tolerable, ya porque no toca en materia de fe, ya porque (séase lo que se fuere del intento de la naturaleza, y de la imaginaria capacidad del Arte) de hecho el oro es el metal más noble, y los demás son de muy inferior calidad. Pero en nuestro asunto todo es falso: que la naturaleza intenta siempre varón, que su operación bastardea en la mujer; y mucho más, que este yerro se ha de enmendar en la Resurrección Universal.
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§. III
o por eso apruebo el arrojo de Zacuto Lusitano, que en la introducción al Tratado de Morbis Mulierum con frívolas razones quiso poner de bando mayor a las mujeres, haciendo crecer su perfección física sobre los hombres. Con otras de mayor apariencia se pudiera emprender ese asunto. Pero mi empeño no es persuadir la ventaja, sino la igualdad. 19. Y para empezar a hacernos cargo de la dificultad (dejando por ahora a parte la cuestión del entendimiento, que se ha de disputar separada, y más de intento en este Discurso) por tres prendas, en que hacen notoria ventaja a las mujeres, parece se debe la preferencia a los hombres, robustez, constancia, y prudencia. Pero aun concedidas por las mujeres estas ventajas, pueden pretender el empate, señalando otras tres prendas, en que exceden ellas: hermosura, docilidad, y sencillez. 20. La robustez, que es prenda del cuerpo, puede considerarse contrapesada con la hermosura, que también lo es. Y aun muchos le concederán a ésta el exceso. Tendrían razón, si el precio de las prendas se hubiese de determinar precisamente por la lisonja de los ojos. Pero debiendo hacer más peso en el buen juicio, para decidir esta ventaja, la utilidad pública, pienso debe ser preferida la robustez a la hermosura. La robustez de los hombres trae al mundo esencialísimas utilidades en las tres columnas que sustentan toda República, Guerra, Agricultura, y Mecánica. De la hermosura de las mujeres, no sé qué fruto importante se saque, sino es que sea por accidente. Algunos la argüirán de que bien lejos de traer provechos, acarrea gravísimos daños en amores desordenados que enciende, competencias que suscita, cuidados, inquietudes, y recelos que ocasiona en los que están encargados de su custodia. 21. Pero esta acusación es mal fundada, como originada de falta de advertencia. En caso que todas las mujeres fuesen feas, en las de menos deformidad se experimentaría tanto atractivo como ahora en las hermosas; y por consiguiente harían el mismo estrago. La menos fea de todas, puesta en Grecia, sería incendio de Troya, como Helena: y puesta en el Palacio del Rey D. Rodrigo, sería ruina de España, como la Caba. En los Países donde las mujeres son menos agraciadas, no hay menos desórdenes que en aquellos donde las hay de más gentileza, y proporción. Y aun en Moscovia, que excede en copia de mujeres bellas a todos los demás Reinos de Europa, no está tan desenfrenada la incontinencia, como en otros Países; y la fe conyugal se observa con mucha mayor exactitud. 22. No es, pues, la hermosura por sí misma autora de los males que le atribuyen. Pero en el caso de la cuestión doy mi voto a favor de la robustez, la cual juzgo prenda mucho más apreciable que la hermosura. Y así, en cuanto a esta parte se ponen de bando mayor los hombres. Quédales empero a salvo a las mujeres replicar, valiéndose de la sentencia de muchos doctos, y recibida de toda una ilustre Escuela, que reconoce la voluntad por potencia más noble que el entendimiento, la cual favorece su partido; pues si la robustez, como más apreciable, logra mejor lugar en el entendimiento, la hermosura, como más amable, tiene mayor imperio en la voluntad. 23. La prenda de la constancia, que ennoblece a los hombres, puede contrarrestarse con la docilidad que resplandece en las mujeres. Donde se advierte, que no hablamos de estas, y otras prendas consideradas formalmente en el estado de virtudes, porque en este sentido no son de la línea física, sino en cuanto están radicadas, y como delineadas en el temperamento, cuyo embrión informe es indiferente para el buen, y mal uso; y así mejor se llamarán flexibilidad, o inflexibilidad del genio, que constancia, o docilidad. 24. Diráseme que la docilidad de las mujeres declina muchas veces a ligereza; y yo repongo, que la constancia de los hombres degenera muchas veces en terquedad. Confieso que la firmeza en el buen propósito es autora de grandes bienes; pero no se me puede negar, que la obstinación en el malo es causa de grandes males. Si se me arguye que la invencible adherencia al bien, o al mal es calidad de los Ángeles, respondo, que sobre no ser eso tan cierto, que no lo nieguen grandes Teólogos, muchas propiedades, que en las naturalezas superiores nacen de su excelencia, en las inferiores provienen de su imperfección. Los Ángeles, según doctrina de Santo Tomás, cuanto más perfectos, entienden por menos especies; y en los hombres el corto número de especies es defecto. En los Ángeles el estudio sería tacha de su entendimiento; y a los hombres les ilustra el suyo. 25. La prudencia de los hombres se equilibra con la sencillez de las mujeres. Y aun estaba para decir más; porque en realidad al Género humano mucho mejor le estaría la sencillez que la prudencia de todos sus individuos. Al siglo de Oro nadie le compuso de hombres prudentes, sino de hombres cándidos. 26. Si se me opone que mucho de lo que en las mujeres se llama candidez, es indiscreción; respondo yo, que mucho de lo que en los hombres se llama prudencia, es falacia, doblez, y alevosía, que es peor. Aun esa misma franqueza indiscreta, conque a veces se manifiesta el pecho contra las reglas de la razón, es buena, considerada como señal. Como nadie ignora sus propios vicios, quien los halla en sí de alguna monta, cierra con cuidado a los acechos de la curiosidad los resquicios del corazón. Quien comete delitos en su casa, no tiene a todas horas la puerta abierta para el registro. De la malicia es compañera individua la cautela. Quien, pues, tiene facilidad en franquear el pecho, sabe que no está muy asqueroso. En esta consideración, la candidez de las mujeres siempre será apreciable: cuando arreglada al buen dictamen, como perfección; y cuando no, como buena señal.
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§. IV
obre las buenas calidades expresadas, resta a las mujeres la más hermosa, y más transcendente de todas, que es la vergüenza: gracia tan característica de aquel sexo, que aun en los cadáveres no le desampara, si es verdad lo que dice Plinio, que los de los hombres anegados fluctúan boca arriba, y los de las mujeres boca abajo: Veluti pudori defunctarum parcente natura {(a) Lib. 7 cap. 17.}. 28. Con verdad, y agudeza, preguntado el otro Filósofo, qué color agraciaba más el rostro a las mujeres, respondió, que el de la vergüenza. En efecto juzgo que esta es la mayor ventaja que las mujeres hacen a los hombres. Es la vergüenza una valla, que entre la virtud, y el vicio puso la naturaleza. Sombra de las bellas almas, y carácter visible de la virtud la llamó un discreto Francés. Y S. Bernardo, extendiéndose más, la ilustró con los epítetos de piedra preciosa de las costumbres, antorcha de la alma púdica, hermana de la continencia, guarda de la fama, honra de la vida, asiento de la virtud, elogio de la naturaleza, y divisa de toda honestidad {(b) Serm. 86 in Cantic.}. Tintura de la virtud la llamó con sutileza, y propiedad Diógenes. De hecho, este es el robusto, y grande baluarte, que puesto enfrente del vicio, cubre todo el alcázar del alma: y que vencido una vez, no hay, como decía el Nacianceno, resistencia a maldad alguna: Protinus extincto subeunt mala cuncta pudore. 29. Dirase que es la vergüenza un insigne preservativo de ejecuciones exteriores, mas no de internos consentimientos; y así, siempre le queda al vicio camino abierto para sus triunfos, por medio de los invisibles asaltos, que no puede estorbar la muralla del rubor. Aun cuando ello fuese así, siempre sería la vergüenza un preservativo preciosísimo, por cuanto por lo menos precave infinitos escándalos, y sus funestas consecuencias. Pero si se hace atenta reflexión, se hallará que defiende, si no en un todo, en gran parte, aun de esas escaladas silenciosas, que no salen de los ocultos senos de la alma; porque son muy raros los consentimientos internos, cuando no los acompañan las ejecuciones, que son las que radican los afectos criminales en el alma, las que aumentan, y fortalecen las propensiones viciosas. Faltando éstas, es verdad que una, u otra vez se introduce la torpeza en el espíritu; pero no se aloja en él como doméstica, mucho menos como señora; sí sólo como peregrina. 30. Las pasiones, sin aquel alimento que las nutre, yacen muy débiles, y obran muy tímidas; mayormente cuando en las personas muy ruborosas es tan franco el comercio entre el pecho, y el semblante, que pueden recelar salga a la plaza pública del rostro cuanto maquinan en la retirada oficina del pecho. De hecho se les pintan a cada paso en las mejillas los más escondidos afectos: que el color de la vergüenza es el único que sirve a formar imágenes de objetos invisibles. Y así, aun para atajar tropiezos del deseo, puede ser rienda en las mujeres el miedo de que se lea en el rostro lo que se imprime en el ánimo. 31. A que se añade, que en muchas sube a tal punto el rubor, que le tienen de sí mismas. Este heroico primor de la vergüenza, de que trató el ingeniosísimo P. Vieira en uno de sus Sermones, no es puramente ideal, como juzgan algunos espíritus groseros, sino practico, y real en los sujetos de índole más noble. Así lo conoció Demetrio Phalereo, cuando instruyendo la juventud de Atenas, les decía que dentro de casa tuviesen vergüenza de sus padres, fuera de ella de todos los que los viesen, y en la soledad cada uno de sí propio.
§. V
ienso haber señalado tales ventajas de parte de las mujeres, que equilibran, y aun acaso superan las calidades en que exceden los hombres. ¿Quién pronunciará la sentencia en este pleito? Si yo tuviese autoridad para ello, acaso daría un corte, diciendo que las calidades en que exceden las mujeres, conducen para hacerlas mejores en sí mismas: las prendas en que exceden los hombres, los constituyen mejores, esto es, más útiles para el público. Pero como yo no hago oficio de Juez, sino de Abogado, se quedará el pleito por ahora indeciso. 33. Y aun cuando tuviese la autoridad necesaria, sería forzoso suspender la sentencia; porque aun se replica a favor de los hombres, que las buenas calidades que atribuyó a las mujeres, son comunes a entrambos sexos. Yo lo confieso; pero en la misma forma que son comunes a ambos sexos las buenas calidades de los hombres. Para no confundir la cuestión, es preciso señalar de parte de cada sexo aquellas perfecciones, que mucho más frecuentemente se hallan en sus individuos, y mucho menos en los del otro. Concedo, pues, que se hallan hombres dóciles, cándidos, y ruborosos. Añado, que el rubor, que es buena señal en las mujeres, aún lo es mejor en los hombres; porque denota, sobre índole generosa, ingenio agudo: lo que declaró más de una vez en su Satiricón Juan Barclayo, a cuyo sutilísimo ingenio no se le puede negar ser voto de muy especial nota: y aunque no es seña infalible, yo en esta materia he observado tanto, que ya no espero jamás cosa buena de muchacho, en quien advierto frente muy osada. 34. Es así, digo, que en varios individuos de nuestro sexo se observan, aunque no con la misma frecuencia, las bellas cualidades que ennoblecen al otro. Pero esto en ninguna manera inclina a nuestro favor la balanza, porque hacen igual peso por la otra parte las perfecciones, de que se jactan los hombres, comunicadas a muchas mujeres.
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§. VI
e prudencia política sobran ejemplos en mil Princesas por extremo hábiles. Ninguna edad olvidará la primera mujer, en quien desemboza la Historia las obscuridades de la fábula: Semíramis, digo, Reina de los Asirios, que educada en su infancia por las palomas, se elevó después sobre las águilas; pues no sólo se supo hacer obedecer ciegamente de los súbditos, que le había dejado su esposo; mas hizo también súbditos todos los Pueblos vecinos, y vecinos de su Imperio los más distantes, extendiendo sus conquistas, por una parte hasta la Etiopía, por otra hasta la India. Ni a Artemisa, Reina de Caria, que no sólo mantuvo en su larga viudez la adoración de aquel Reino; mas siendo asaltada de los Rodios dentro de él, con dos singularísimos estratagemas, en dos lances solos destruyó las Tropas que le habían invadido: y pasando velozmente de la defensiva a la ofensiva, conquistó, y triunfó de la Isla de Rodas. Ni a las dos Aspasias, a cuya admirable dirección fiaron enteramente con feliz suceso el gobierno de sus Estados Pericles, esposo de la una, y Ciro, hijo de Darío Noto, galán de la otra. Ni a la prudentísima Phile, hija de Antipatro, de quien, aún siendo niña, tomaba su padre consejo para el gobierno de Macedonia, y que después con sus buenas artes sacó de mil ahogos a su esposo el precipitado, y ligero Demetrio. Ni a la mañosa Livia, cuya sutil astucia parece fue superior a la penetración de Augusto; pues no le hubiera dado tanto dominio sobre su espíritu, si la hubiera conocido. Ni a la sagaz Agripina, cuyas artes fueron fatales para ella, y para el mundo, empleándose en promover a su hijo Nerón al Solio. Ni a la sabia Amalasunta, en quien fue menos entender las lenguas de todas las Naciones sujetas al Imperio Romano, que gobernar con tanto acierto el Estado, durante la minoridad de su hijo Atalarico. 36. Ni (dejando otras muchísimas, y acercándonos a nuestros tiempos) se olvidará jamás Isabela de Inglaterra, mujer, en cuya formación concurrieron con igual influjo las tres Gracias, que las tres Furias; y cuya soberana conducta sería siempre la admiración de la Europa, si sus vicios no fueran tan parciales de sus máximas, que se hicieron imprescindibles: y su imagen política se presentará siempre a la posteridad, coloreada (manchada diré mejor) con la sangre de la inocente María Estuarda, Reina de Escocia. Ni Catalina de Médicis, Reina de Francia, cuya sagacidad en la negociación de mantener el equilibrio los dos partidos encontrados de Católicos, y Calvinistas, para precaver el precipicio de la Corona, se pareció a la destreza de los volatines, que en alta, y delicada cuerda, con el pronto artificioso manejo de los dos pesos opuestos, se aseguran del despeño, y deleitan a los circunstantes, ostentando el riesgo, y evitando el daño. No fuera inferior a alguna de las referidas nuestra Católica Isabela en la administración del gobierno, si hubiera sido Reinante, como fue Reina. Con todo no le faltaron ocasiones, y acciones, en que hizo resplandecer una prudencia consumada. Y aun Laurencio Beyerlink en su elogio dice, que no se hizo cosa grande en su tiempo, en que ella no fuese la parte, o el todo: Quid magni in regno, sine illa, imo nisi per illam fere gestum est? Por lo menos el descubrimiento del Nuevo Mundo, que fue el suceso más glorioso de España en muchos siglos, es cierto que no se hubiera conseguido, si la magnanimidad de Isabela no hubiese vencido los temores, y perezas de Fernando. 37. En fin (lo que es más que todo), parece ser, aunque no estoy muy seguro del cómputo, que entre las Reinas que mandaron largo tiempo como absolutas, las más se hallan en las Historias celebradas como Gobernadoras excelentes. Pero las pobres mujeres son tan infelices, que siempre se alegarán contra tantos ejemplos ilustres una Brunequilda, una Fredegunda, las dos Juanas de Nápoles, y otras pocas; bien que a las dos primeras les sobró malicia, no les faltó sagacidad. 38. Ni es en el mundo tan universal, como se piensa, la persuasión de que en la cabeza de la mujer no asienta bien la Corona; pues en Meroe, Isla que forma el Nilo en la Etiopía, o Península, como quieren los modernos, reinaron, según el testimonio de Plinio, mujeres por muchos siglos. El P. Cornelio Alapide, tratando de la Reina Sabá, que fue una de ellas, piensa que su Imperio se extendió mucho fuera del ámbito de Meroe, y comprendió acaso toda la Etiopía; fundado en que Cristo nuestro bien llamó a aquella Señora Reina del Austro, título que suena un vasto dominio hacia aquella plaga. Si bien, que, como se puede ver en Tomás Cornelio, no falta Autor, que asegura ser la Isla, o Península de Meroe mayor que la Gran Bretaña; y así no era muy corto el Estado de aquellas Reinas, aunque no saliese del ámbito de Meroe. Aristóteles {(a) Lib. 2 Politic. cap. 7.} dice, que entre los Lacedemonios tenían gran parte en el gobierno político las mujeres. Esto era conforme a las leyes que les dejó Licurgo. 39. También en Borneo, Isla grande del Mar de la India, reinan mujeres, según la relación de Mandeslo, que se halla en el segundo tomo de Oleario, sin gozar sus maridos otra prerrogativa que ser sus más calificados vasallos. En la Isla Fermosa, situada en el Mar Meridional de la China, es tanta la satisfacción que tienen de la prudente conducta de las mujeres aquellos Idólatras, que a ellas únicamente está fiado el Ministerio Sacerdotal, con todo lo que pertenece a materias de Religión: y en lo político gozan un poder en parte superior al de los Senadores, como intérpretes de la voluntad de sus Deidades. 40. Sin embargo, la práctica común de las Naciones es más conforme a la razón, como correspondiente al divino Decreto, notificado a nuestra primera madre en el Paraíso, donde a ella, y a todas sus hijas en su nombre se les intimó la sujeción a los hombres. Sólo se debe corregir la impaciencia conque muchas veces llevan los Pueblos el gobierno mujeril, cuando según las leyes se les debe obedecer; y aquella propasada estimación de nuestro sexo, que tal vez ha preferido para el régimen un niño incapaz a una mujer hecha; en que excedieron tan ridículamente los antiguos Persas, que en ocasión de quedar la viuda de uno de sus Reyes en cinta, siendo avisados de sus Magos que la concepción era varonil, le coronaron a la Reina el vientre, y proclamaron por Rey suyo el feto, dándole el nombre de Sapor antes de haber nacido. |
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§. VII
asta aquí de la prudencia política, contentándonos con bien pocos ejemplos, y dejando muchos. De la prudencia económica es ocioso hablar, cuando todos los días se están viendo casas muy bien gobernadas por las mujeres, y muy desgobernadas por los hombres. 42. Y pasando a la fortaleza, prenda que los hombres consideran como inseparable de su sexo, yo convendré en que el Cielo los mejoró en esta parte en tercio y quinto; mas no en que se les haya dado como Mayorazgo, o Vínculo indivisible, exento de toda partida con el otro sexo. 43. No pasó siglo a quien no hayan ennoblecido mujeres valerosas. Y dejando los ejemplos de las Heroínas de la Escritura, y de las Santas Mártires de la Ley de Gracia (porque hazañas donde intervino especial auxilio soberano, acreditan el poder divino, no la facultad natural del sexo), ocurren tantas mujeres de heroico valor, y esforzada mano, que en tropel se presentan en el teatro de la memoria. Y tras de las Semíramis, las Artemisas, las Thomiris, las Zenobias, se parece una Aretáphila, esposa de Nicotrato, Soberano de Cirene en la Libia, en cuya incomparable generosidad se compitieron el amor más tierno de la Patria, la mayor valentía del espíritu, y la más sutil destreza del discurso: pues por librar su Patria de la violenta tiranía de su marido, y vengar la muerte que éste por poseerla había ejecutado en su primer consorte, haciéndose Caudillo de una conspiración, despojó a Nicotrato del Reino, y la vida. Y habiendo sucedido Leandro, hermano de Nicotrato, en la Corona, y en la crueldad, tuvo valor, y arte para echar también del mundo a este segundo Tirano: coronando en fin sus ilustres acciones con apartar de sus sienes la Corona, que reconocidos a tantos beneficios, le ofrecieron los de Cirene. Una Dripetina, hija del gran Mitridates, compañera inseparable de su padre en tantos arriesgados proyectos, que en todos mostró aquella fuerza de alma, y de cuerpo, que desde su infancia había prometido la singularidad de nacer con dos órdenes de dientes: y después de deshecho su padre por el gran Pompeyo, sitiada en un Castillo por Manlio Prisco, siendo imposible la defensa, se quitó voluntariamente la vida, por no sufrir la ignominia de esclava. Una Clelia Romana, que siendo prisionera de Porsena, Rey de los Etruscos, venciendo mil dificultades, se libró de la prisión, y rompiendo con un caballo (otros dicen que con sus brazos propios) las ondas del Tíber, arribó felizmente a Roma. Una Arria, mujer de Cecina Peto, que siendo comprehendido su marido en la conspiración de Camilo contra el Emperador Claudio, y por este crimen condenado a muerte, resuelta a no sobrevivir a su esposo, después de tentar en vano hacerse pedazos la cabeza contra una muralla, logró, introducida en la prisión de Cecina, exhortarle a que se anticipase con sus manos la ejecución del verdugo, metiéndose ella primero un puñal por el pecho. Una Epponina, que con la ocasión de haberse arrogado su marido Julio Sabino en las Galias el título de César, toleró con rara constancia indecibles trabajos: y siendo últimamente condenada a muerte por Vespasiano, generosamente le dijo, que moría contenta, por no tener el disgusto de ver tan mal Emperador colocado en el Solio. 44. Y porque no se piense que estos siglos últimos en mujeres esforzadas son inferiores a los antiguos, ya se presentan armadas una Doncella de Francia, columna que sustentó en su mayor aflicción aquella vacilante Monarquía; y sí bien que encontrados en los dictámenes, como en las armas, Ingleses, y Franceses, aquellos atribuyeron sus hazañas a pacto diabólico, y estos a moción divina: acaso los Ingleses fingieron lo primero por odio, y los Franceses, que manejaban las cosas, idearon lo segundo por política: que importaba mucho en aquel desmayo grande de Pueblos, y Soldados, para levantar su ánimo abatido, persuadirles que el Cielo se había declarado por aliado suyo, introduciendo para este efecto al teatro de Marte una doncella magnánima, y despierta, como instrumento proporcionado para un socorro milagroso. Una Margarita de Dinamarca, que en el siglo decimocuarto conquistó por su persona propia el Reino de Suecia, haciendo prisionero al Rey Alberto; y la llaman la segunda Semíramis los Autores de aquel Siglo. Una Marulla, natural de Lemnos, Isla del Archipiélago, que en el sitio de la fortaleza de Cochin, puesto por los Turcos, viendo muerto a su padre, arrebató su espada, y rodela, y convocando con su ejemplo toda la Guarnición, en cuya frente se puso, dio con tanto ardor sobre los Enemigos, que no sólo rechazó el asalto, mas obligó al Bajá Solimán a levantar el sitio: hazaña que premió el General Loredano de Venecia, cuya era aquella Plaza, dándole a escoger para marido cualquiera que ella quisiese de los más ilustres Capitanes de su Ejército, y ofreciéndole dote competente en nombre de la República. Una Blanca de Rossi, mujer de Bautista Porta, Capitán Paduano, que después de defender valerosamente, puesta sobre el muro, la Plaza de Basano en la Marca Trevisana, siendo luego cogida la Plaza por traición, y preso, y muerto su marido por el Tirano Ezelino, no teniendo otro arbitrio para resistir los ímpetus brutales de este furioso, enamorado de su belleza, se arrojó por una ventana; pero después de curada, y convalecida (acaso contra su intención) del golpe, padeciendo debajo de la opresión de aquel Bárbaro el oprobio de la fuerza, satisfizo la amargura de su dolor y la constancia de su fe conyugal, quitándose la vida en el mismo sepulcro de su marido, que para este efecto había abierto. Una Bonna, paisana humilde de la Valtelina, a quien encontró en una marcha suya Pedro Brunoro, famoso Capitán Parmesano, en edad corta, guardando ovejas en el campo; y prendado de su intrépida viveza, la llevó consigo para cómplice de su incontinencia; pero ella se hizo también partícipe de su gloria; porque después de fenecer la vida deshonesta con la santidad del matrimonio, no sólo como Soldado particular peleó ferozmente en cuantos encuentros se ofrecieron; pero vino a ser tan inteligente en el arte Militar, que algunas empresas se fiaron a su conducta, especialmente la conquista del Castillo de Pavono, a favor de Francisco Esforcia, Duque de Milán, contra Venecianos, donde en medio de hacer el oficio de Caudillo, pareció en las primeras filas al asalto. Una María Pita, heroína Gallega, que en el sitio puesto por los Ingleses a la Coruña el año de 1589, estando ya los enemigos alojados en la brecha, y la Guarnición dispuesta a capitular, después que con ardiente, aunque vulgar facundia, exprobó a los nuestros su cobardía, arrancando espada, y rodela de las manos de un Soldado, y clamando que quien tuviese honra la siguiese; encendida en coraje se arrojó a la brecha, de cuyo fuego marcial, saltando chispas a los corazones de los Soldados, y vecinos, que prendieron en la pólvora del honor, con tanto ímpetu cerraron todos sobre los enemigos, que con la muerte de mil y quinientos (entre ellos un hermano del General de Tierra Enrique Noris) los obligaron a levantar el sitio. Felipe II premió el valor de la Pita, dándole por los días de su vida grado, y sueldo de Alférez vivo; y Felipe III perpetuó en sus descendientes el grado, y sueldo de Alférez Reformado. Una María de Estrada, consorte de Pedro Sánchez Farsan, Soldado de Hernán Cortés, digna de muy singular memoria por sus muchas, y raras hazañas, que refiere el P. Fr. Juan de Torquemada en su primer Tomo de la Monarquía Indiana. Tratando de la luctuosa salida que hizo Cortés de Méjico, después de muerto Motezuma, dice de ella lo siguiente: Mostróse muy valerosa en este aprieto, y conflicto María de Estrada, la cual con una espada, y una rodela en las manos hizo hechos maravillosos, y se entraba por los enemigos con tanto coraje, y ánimo, como si fuera uno de los más valientes hombres del mundo, olvidada de que era mujer, y revestida del valor, que en caso semejante suelen tener los hombres de valor, y honra. Y fueron tantas las maravillas, y cosas que hizo, que puso en espanto, y asombro a cuantos la miraban. Refiriendo en el capítulo siguiente la batalla que se dio entre Españoles, y Mejicanos en el Valle de Otumpa (o Otumba, como la llama D. Antonio de Solís), repite la memoria de esta ilustre mujer con las palabras que se siguen: En esta batalla, dice Diego Muñoz Camargo en su Memorial de Tlaskala, que María de Estrada peleó a caballo, y con una lanza en la mano tan varonilmente, como si fuera uno de los más valientes hombres del Ejército, y aventajándose a muchos. No dice el Autor de dónde era natural esta Heroína; pero el apellido persuade que era Asturiana. Una Ana de Baux, gallarda Flamenca, natural de una Aldea cerca de Lila, que sólo con el motivo de guardar su honor de los insultos militares en las guerras del último siglo, escondiendo su sexo con los hábitos del nuestro, se dio al ejercicio de la guerra, en que sirvió mucho tiempo, y en muchos lances con gran valor, de modo que arribó a la Tenencia de una Compañía; y siendo después hecha prisionera por Franceses, descubierto ya su sexo, el Mariscal de Seneterre le ofreció una Compañía en el servicio de Francia; lo que ella no admitió por no militar contra su Príncipe; y volviendo a su patria, se hizo Religiosa. 45. El no haber nombrado hasta ahora las Amazonas, siendo tan del intento, fue con el motivo de hablar de ellas separadamente. Algunos Autores niegan su existencia, contra muchos más que la afirman. Lo que podemos conceder es, que se ha mezclado en la Historia de las Amazonas mucho de fábula; como es el que mataban todos los hijos varones, que vivían totalmente separadas del otro sexo, y sólo le buscaban para fecundarse una vez en el año. Y del mismo juez serán sus encuentros con Hércules, y Teseo, el socorro de la feroz Pentesilea a la afligida Troya; como acaso también la visita de su Reina Talestris a Alejandro. Pero no puede negarse sin temeridad contra la fe de tantos Escritores antiguos, que hubo un cuerpo formidable de mujeres belicosas en la Asia, a quienes se dio el nombre de Amazonas. 46. Y en caso que también esto se niegue, por las Amazonas que nos quitan en la Asia, para gloria de las mujeres, parecerán Amazonas en las otras tres partes del mundo, América, África, y Europa. En la América las descubrieron los Españoles, costeando armadas el mayor río del mundo, que es el Marañón, a quien por esto dieron el nombre que hoy conserva de Río de las Amazonas. En la África las hay en una Provincia del Imperio del Monomotapa, y se dice que son los mejores Soldados que tiene aquel Príncipe en todas sus tierras; aunque no falta Geógrafo que hace estado a parte del país que habitan estas mujeres guerreras. 47. En Europa, aunque no hay país donde las mujeres de intento profesasen la Milicia, podremos dar el nombre de Amazonas a aquellas que en una, u otra ocasión con escuadrón formado, triunfaron de los enemigos de su patria. Tales fueron las Francesas de Belovaco, o Beauvais, que siendo aquella Ciudad sitiada por los Borgoñeses el año de 1472, juntándose debajo de la conducta de Juana Hacheta el día del asalto, rechazaron vigorosamente los enemigos, habiendo precipitado su Capitana la Hacheta de la muralla al primero que arboló el estandarte sobre ella. En memoria de esta hazaña se hace aún hoy fiesta anual en aquella Ciudad, gozando las mujeres el singular privilegio de ir en la procesión delante de los hombres. Tales fueron las habitadoras de las Islas Echinadas, hoy llamadas Cur-Solares, célebres por la victoria de Lepanto, ganada en el Mar de estas Islas. El año antecedente a esta famosa batalla, habiendo atacado los Turcos la principal de ellas, tal fue el terror del Gobernador Veneciano Antonio Balbo, y de todos los habitadores, que tomaron de noche la fuga; quedando dentro las mujeres, resueltas a persuasión de un Sacerdote llamado Antonio Rosoneo, a defender la Plaza, como de hecho la defendieron con grande honor de su sexo, e igual oprobio del nuestro. Nota. En las mujeres que se mataron a sí mismas, no se propone esta resolución como ejemplo de virtud, sino como exceso vicioso de la fortaleza, que es lo que basta para el intento. |
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§. VIII
esta en esta memoria de mujeres magnánimas decir algo sobre un capítulo en que los hombres más acusan a las mujeres, y en que hallan más ocasionada su flaqueza, o más defectuosa su constancia, que es la observancia del secreto. Catón el Censor no admitía en esta parte excepción alguna, y condenaba por uno de los mayores errores del hombre fiar secreto a cualquiera mujer que fuese. Pero a Catón le desmintió su propia tataranieta Porcia, hija de Catón el menor, y mujer de Marco Bruto, la cual obligó a su marido a fiarle el gran secreto de la conjuración contra César, con la extraordinaria prueba que le dio de su valor, y constancia en la alta herida, que voluntariamente para este efecto, con un cuchillo se hizo en el muslo. 49. Plinio dice, en nombre de los Magos, que el corazón de cierta ave aplicada al pecho de una mujer dormida, la hace revelar todos sus secretos. Lo mismo dice en otra parte de la lengua de cierta sabandija. No deben de ser tan fáciles las mujeres en franquear el pecho, cuando la Mágica anda buscando por los escondrijos de la naturaleza llaves conque abrirles las puertas del corazón. Pero nos reímos con el mismo Plinio de esas invenciones; y concedemos que hay poquísimas mujeres observantes del secreto. Mas a vueltas de esto, nos confesarán asimismo los políticos más expertos, que también son rarísimos los hombres a quienes se pueden fiar secretos de importancia. A la verdad, si no fueran rarísimas estas alhajas, no las estimaran tanto los Príncipes, que apenas tienen otras tan apreciables entre sus más ricos muebles. 50. Ni les faltan a las mujeres ejemplos de invencible constancia en la custodia del secreto. Pitágoras, estando cercano a la muerte, entregó sus escritos todos, donde se contenían los más recónditos misterios de su Filosofía, a la sabia Damo, hija suya, con orden de no publicarlos jamás; lo que ella tan puntualmente obedeció, que aun viéndose reducida a suma pobreza, y pudiendo vender aquellos libros por gran suma de dinero, quiso más ser fiel a la confianza de su padre, que salir de las angustias de pobre. 51. La magnánima Aretaphila, de quien ya se hizo mención arriba, habiendo querido quitar la vida a su esposo Nicotrato con una bebida ponzoñosa, antes que lo intentase por medio de conjuración armada, fue sorprendida en el designio; y puesta en los tormentos para que declarase todo lo que restaba saber, estuvo tan lejos de embargarle la fuerza del dolor el dominio de su corazón, y el uso de su discurso, que entre los rigores del suplicio, no sólo no declaró su intento, mas tuvo habilidad para persuadirle al Tirano, que la poción preparada era un filtro amatorio, dispuesto a fin de encenderle más en su cariño. De hecho esta ficción ingeniosa tuvo eficacia de filtro, porque Nicotrato la amó después mucho más, satisfecho de que quien solicitaba en él excesivos ardores, no podía menos de quererle con grandes ansias. 52. En la conjuración movida por Aritogitón contra Hippias, Tirano de Atenas, que empezó por la muerte de Hipparco, hermano de Hippias, fue puesta a la tortura una mujer cortesana, sabedora de los cómplices: la cual para desengañar prontamente al Tirano de la imposibilidad de sacarla el secreto, se cortó con los dientes la lengua en su presencia. 53. En la conspiración de Pisón contra Nerón, habiendo, desde que aparecieron los primeros indicios, cedido a la fuerza de los tormentos los más ilustres hombres de Roma, donde Lucano descubrió por cómplice a su propia madre, otros a sus más íntimos amigos; solamente a Epicharis, mujer ordinaria, y sabedora de todo, ni los azotes, ni el fuego, ni otros martirios pudieron arrancar del pecho la menor noticia. 54. Y yo conocí alguna, que examinada en el potro sobre un delito atroz que habían cometido sus amos, resistió las pruebas de aquel riguroso examen, no por salvarse a sí, sí sólo por salvar a sus dueños; pues a ella le había tocado tan pequeña parte en la culpa, ya por ignorar la gravedad de ella, ya por ser mandada, ya por otras circunstancias, que no podía aplicársele pena que equivaliese, ni con mucho, al rigor de la tortura. 55. Pero de mujeres, a quienes no pudo exprimir el pecho la fuerza de los cordeles, son infinitos los ejemplares. Oí decir a persona que había asistido en semejantes actos, que siendo muchas las que confiesan al querer desnudarlas para la ejecución, rarísima, después de pasar este martirio de su pudor, se rinde a la violencia del cordel. ¡Grande excelencia verdaderamente del sexo, que las obligue más su pudor propio, que toda la fuerza de un verdugo! 56. No dudo que parecerá a algunos algo lisonjero este paralelo que hago entre mujeres, y hombres. Pero yo reconvendré a estos conque Séneca, cuyo Estoicismo no se ahorró con nadie, y cuya severidad se puso bien lejos de toda sospecha de adulación, hizo comparación no menos ventajosa a favor de las mujeres; pues las constituye absolutamente iguales con los hombres en todas las disposiciones, o facultades naturales apreciables. Tales son sus palabras: Quis autem dicat naturam maligne cum muliebribus ingeniis egisse, & virtutes illarum in arctum retraxisse? Par illis, mihi crede, vigor, par ad honesta (libeat) facultas est. Laborem doloremque ex aequo si consuevere patiuntur {(a) In Consol. ad Martiam.}. |
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§. IX
legamos ya al batidero mayor, que es la cuestión del entendimiento, en la cual yo confieso, que si no me vale la razón, no tengo mucho recurso a la autoridad; porque los Autores que tocan esta materia (salvo uno, u otro muy raro), están tan a favor de la opinión del vulgo, que casi uniformes hablan del entendimiento de las mujeres con desprecio. 58. A la verdad, bien pudiera responderse a la autoridad de los más de esos libros con el apólogo que a otro propósito trae el Siciliano Carduccio en sus Diálogos sobre la Pintura. Yendo de camino un hombre, y un león, se les ofreció disputar quiénes eran más valientes, si los hombres, si los leones: cada uno daba la ventaja a su especie; hasta que llegando a una fuente de muy buena estructura, advirtió el hombre que en la coronación estaba figurado en mármol un hombre haciendo pedazos a un león. Vuelto entonces a su contrincante en tono de vencedor, como quien había hallado contra él un argumento concluyente, le dijo: Acabarás ya de desengañarte de que los hombres son más valientes que los leones, pues allí ves gemir oprimido, y rendir la vida un león debajo de los brazos de un hombre. Bello argumento me traes (respondió sonriéndose el león): esa estatua otro hombre la hizo, y así no es mucho que la formase como le estaba bien a su especie. Yo te prometo, que si un león la hubiera hecho, él hubiera vuelto la tortilla, y plantado el león sobre el hombre, haciendo gigote de él para su plato. 59. Al caso: hombres fueron los que escribieron esos libros, en que se condena por muy inferior el entendimiento de las mujeres. Si mujeres los hubieran escrito, nosotros quedaríamos debajo. Y no faltó alguna que los hizo; pues Lucrecia Marinella, docta Veneciana, entre otras obras que compuso, una fue un libro con este título: Excelencia de las mujeres, cotejada con los defectos, y vicios de los hombres, donde todo el asunto fue probar la preferencia de su sexo al nuestro. El sabio Jesuita Juan de Cartagena dice, que vio, y leyó este libro con grande placer en Roma, y yo le vi también en la Biblioteca Real de Madrid. Lo cierto es, que ni ellas, ni nosotros podemos en este pleito ser Jueces, porque somos partes; y así se había de fiar la sentencia a los Ángeles, que como no tienen sexo, son indiferentes. 60. Y lo primero, aquellos que ponen tan abajo el entendimiento de las mujeres, que casi le dejan en puro instinto, son indignos de admitirse a la disputa. Tales son los que asientan, que a los más que puede subir la capacidad de una mujer, es a gobernar un gallinero. 61. Tal aquel Prelado citado por D. Francisco Manuel en su Carta, y Guía de casados, que decía, que la mujer que más sabe, sabe ordenar un arca de ropa blanca. Sean norabuena respetables por otros títulos los que profieren semejantes sentencias; no lo serán por estos dichos, pues la más benigna interpretación, que admiten, es la de recibirse como hipérboles chistosos. Es notoriedad de hecho que hubo mujeres que supieron gobernar, y ordenar Comunidades Religiosas, y aun mujeres que supieron gobernar, y ordenar Repúblicas enteras. 62. Estos discursos contra las mujeres son de hombres superficiales. Ven que por lo común no saben sino aquellos oficios caseros, a que están destinadas; y de aquí infieren (aun sin saber que lo infieren de aquí, pues no hacen sobre ello algún acto reflejo) que no son capaces de otra cosa. El más corto Lógico sabe, que de la carencia del acto a la carencia de la potencia no vale la ilación; y así, de que las mujeres no sepan más, no se infiere que no tengan talento para más. 63. Nadie sabe más que aquella facultad que estudia, sin que de aquí se pueda colegir, sino bárbaramente, que la habilidad no se extiende a más que la aplicación. Si todos los hombres se dedicasen a la Agricultura (como pretendía el insigne Tomás Moro en su Utopía) de modo que no supiesen otra cosa, ¿sería esto fundamento para discurrir que no son los hombres hábiles para otra cosa? Entre los Drusos, Pueblos de la Palestina, son las mujeres las únicas depositarias de las letras, pues casi todas saben leer, y escribir; y en fin, lo poco, o mucho que hay de literatura en aquella gente, está archivado en los entendimientos de las mujeres, y oculto del todo a los hombres; los cuales sólo se dedican a la Agricultura, a la Guerra, y a la Negociación. Si en todo el mundo hubiera la misma costumbre, tendrían sin duda las mujeres a los hombres por inhábiles para las letras, como hoy juzgan los hombres ser inhábiles las mujeres. Y como aquel juicio sería sin duda errado, lo es del mismo modo el que ahora se hace, pues procede sobre el mismo fundamento.
§. X
acaso sobre el mismo principio, aunque mucho más benigno con las mujeres, el Padre Malebranche, en su Arte de investigar la verdad, les concedió ventaja conocida sobre los hombres en la facultad de discernir las cosas sensibles, dejándolas muy abajo para las ideas abstractas; pues aunque señala por razón de esto la blandura de su celebro, estas causas físicas ya se sabe que cada uno las busca, y señala a su modo, después que por la experiencia está, o se juzga asegurado de los efectos. Siendo esto así, cayó este Autor en aquella dolencia intelectual, de que quiso él mismo curar a todo el linaje humano; esto es, el error ocasionado de preocupaciones comunes, y principios mal reflexionados; pues hizo sin duda este juicio, o por dejarse arrastrar del común, o porque advirtió que las mujeres reputadas por hábiles, discurren con más felicidad, y acierto que los hombres en orden a las cosas sensibles, y con mucho menos (si no enmudecen del todo) en materias abstractas: siendo así, que esto no proviene de la desigualdad de talento, sino de la diferencia de aplicación, y uso. Las mujeres se ocupan, y piensan mucho más que los hombres en el condimento del manjar, en el ornato del vestido, y otras cosas a este tono, y así discurren, y hablan acerca de ellas con más acierto, y con más facilidad. Por el contrario en cuestiones teóricas, o ideas abstractas, rarísima mujer piensa, o rarísima vez; y así, no es mucho que las encuentren torpes, cuando les tocan estas materias. Para mayor desengaño de esto se observará, que aquellas mujeres advertidas, y de genio galante, que gustan de discurrir a veces sobre las delicadezas del amor Platónico, cuando se ofrece razonar sobre este punto, dejan muy atrás al hombre más discreto, que no se ha dedicado a explorar estas bagatelas de la fantasía. 65. Generalmente cualquiera, por grande capacidad que tenga, parece rudo, o de corto alcance en aquellas materias a que no se aplica, ni tiene uso. Un Labrador del campo, a quien Dios haya dotado de agudísimo ingenio, como algunas veces sucede, si no ha pensado jamás en otra cosa que su labranza, parecerá muy inferior al más rudo político siempre que se ofrezca hablar de razones de estado. Y el más sagaz político, si es puro político, metiéndose a hablar de ordenar escuadrones, y dar batallas, dirá mil desvaríos; y si le oye algún hombre inteligente en la Milicia, le tendrá por un fatuo, como reputó tal Annibal al otro grande Orador Asiático, que en presencia suya, y del Rey Antíoco se arrojó a razonar de las cosas de la guerra. 66. Lo propio sucede puntualmente en nuestro caso: estáse una mujer de bellísimo entendimiento dentro de su casa, ocupado el pensamiento todo el día en el manejo doméstico, sin oír, u oyendo con descuido, si tal vez se habla delante de ella de materias de superior esfera. Su marido, aunque de muy inferior talento, trata por afuera frecuentemente, ya con Religiosos sabios, ya con hábiles políticos, con cuya comunicación adquiere varias noticias, entérase de los negocios públicos, recibe muchas importantes advertencias. Instruido de este modo, si alguna vez habla delante de su mujer de aquellas materias, en que por esta vía cobró un poco de inteligencia, y ella dice algo que le ocurre al propósito, como, por muy penetrante que sea, estando desnuda de toda instrucción, es preciso que discurra defectuosamente, hace juicio el marido, y aun otros, si lo escuchan, de que es una tonta, quedándose él muy satisfecho de que es un lince. 67. Lo que pasa con esta mujer, pasa con infinitas, que siendo de muy superior capacidad respecto de los hombres concurrentes, son condenadas por incapaces de discurrir en algunas materias; siendo así, que el no discurrir, o discurrir mal depende, no de falta de talento, sino de falta de noticias, sin las cuales ni aun un entendimiento angélico podrá acertar en cosa alguna; los hombres entretanto aunque de inferior capacidad, triunfan, y lucen como superiores a ellas, porque están prevenidos de noticias. 68. Sobre la ventaja de las noticias hay otra de mucho momento; y es, que los hombres están muy acostumbrados a meditar, discurrir, y razonar sobre estas materias, que son de su uso, y aplicación, al paso que las mujeres rarísima vez piensan en ellas: conque se puede decir, que cuando llega la ocasión, los hombres hablan de muy pensado, y las mujeres muy de repente. 69. En fin, los hombres, con la recíproca comunicación sobre tales asuntos, participan unos las luces de otros; y así, cuando razonan sobre ellos, no sólo usan del discurso propio, mas también se aprovechan de lo que tomaron del ajeno; explicándose a veces en la boca de un hombre solo, no un entendimiento solo, sino muchos entendimientos. Pero las mujeres, como en sus conferencias no tratan de estas materias sublimes, sino de sus labores, y otras cosas domésticas, no se prestan sobre ellas luz alguna unas a otras: conque ocurriendo el caso de hablar en semejantes materias, sobre razonar de repente, y sin noticias, usan sólo cada una de sus luces propias. 70. Estas ventajas que hay para que un hombre de cortísima penetración discurra mucho más, y con mucho mayor acierto en asuntos nobles que una mujer de gran perspicacia, son de tanto momento, que puede suceder en la concurrencia de una mujer agudísima con un hombre rudo, parecer éste discreto, y aquella tonta, a quien no hiciere las reflexiones que llevo escritas. 71. De hecho la falta de estas reflexiones introdujo en tantos hombres (y algunos por otra parte sabios, y discretos) este gran desprecio del entendimiento de las mujeres; y lo más gracioso es, que han gritado tanto sobre que todas las mujeres son de cortísimo alcance, que a muchas, si no a las más, ya se lo han hecho creer.
§. XI
parece que ni aun aquellos que, acercándose más a la razón, asientan, pero con mucho menor exceso, ventajoso el entendimiento de los hombres, dejando lugar a que entre las mujeres haya algunas de sólido, y perspicaz ingenio; digo, que ni aun aquellos hubieran, a mi entender, establecido esta desigualdad entre los dos sexos, si hubieran atendido a las circunstancias expresadas que ocurren, para que aun excediendo en la capacidad, parezcan inferiores las mujeres en las más ocasiones. 73. Ni yo sé qué fundamento puede tener esta pretendida desigualdad más que el que llevo dicho, y cuya equivocación he descubierto. Porque si se me dice que la experiencia lo ha demostrado, ya está prevenido que la experiencia que se alega es engañosa, y manifestados varios capítulos de su falacia. Fuera de que en orden a experiencia, yo citaré dos grandes testigos a favor de las mujeres. El primero es el discretísimo Portugués D. Francisco Manuel en su Carta de Guía de Casados. 74. En este Caballero concurrieron cuantas circunstancias se pueden desear para tener señaladísimo voto en la materia de que tratamos; porque sobre ser de escogida advertencia, peregrinó varias tierras, mezclado comúnmente en negocios, por los cuales, y por el genio áulico, y cortesano que tenía, trató en todas partes muchas señoras, como se ve en sus escritos. 75. Este Autor, pues, parece que no contento con dejar iguales en la parte intelectual a las mujeres con los hombres, les concede a ellas alguna ventaja. Así dice en el libro citado, fol. 73, después de referir la opinión contraria a las mujeres: Soy de muy diferente opinión, y creo cierto hay muchas de gran juicio. Vi, y traté algunas en España, y fuera de ellas. Por esto mismo me parece que aquella agilidad suya en percibir, y discurrir, en que nos hacen ventaja, es necesario templarla con grande cautela. Y poco más abajo: Así, pues no es lícito privar a las mujeres del sutilísimo metal de entendimiento conque las forjó la naturaleza; podemos siquiera desviarles las ocasiones de que lo afilen en su peligro, y en nuestro daño. El testimonio de este Autor, como he dicho, es de gran peso, porque sobre su mucha experiencia, y discreción, se añade, que en el escrito citado nada benigno está con las mujeres; y aun al fin de él, sin mucho rebozo, se acusa a sí propio de algo severo. 76. El segundo testigo es el eruditísimo Francés el Abad de Bellegarde, hombre también áulico, y que conoció bien el mundo en el gran Teatro de París. Este Autor en un libro que dio a luz, intitulado: Cartas curiosas de Literatura, y de Moral, afirma que el espíritu de las mujeres no es en alguna manera inferior al de los hombres para cualquiera de las ciencias, artes, o empleos. No he visto a este Autor, pero le citan sobre este asunto los de las Memorias de Trevoux en el mes de Abril del año de 1702. El Autor de la Jornada de los coches de Madrid a Alcalá (que, sea quien se fuere, se conoce ser hombre de voto) es del mismo sentir {(a) Pág. 45.}. El P. Buffier, célebre Escritor Francés, de la Compañía de Jesús, probó de intento el mismo asunto en un libro, intitulado: Examen des prejugez vulgaires.
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§. XII
chado, pues, aparte el fundamento de la experiencia, sólo resta que se nos pruebe la pretendida desigualdad de entendimientos con alguna razón física. Pero yo afirmo que no hay alguna; porque sólo se puede recurrir, o a la desigualdad entitativa de las almas, o a la distinta organización, o diferente temperie de los cuerpos de ambos sexos. 78. A la desigualdad entitativa de las almas, no hay recurso; pues en la sentencia común de los Filósofos, todas las almas racionales en su perfección física son iguales. Bien sé que algunos citan a S. Agustín por la sentencia contraria en el lib. 15 de Trinit. cap. 13, pero yo en aquel capítulo no hallo que S. Agustín toque siquiera el punto. También sé que la Facultad Parisiense condenó una proposición, que afirmaba no ser la alma de Cristo Señor nuestro más perfecta que la alma del alevoso Judas. A lo que responde el noble Escotista Mastrio, que aquella condenación, como no está confirmada por la Sede Apostólica, no debe hacernos fuerza. Y es así; pero convengo en que tal proposición se deba borrar en cualquiera libro que se halle, porque es disonante; y respecto de los idiotas, que en las almas no distinguen claramente lo físico de lo moral, escandalosa. Mas esto no perjudica en manera alguna a la verdad de la común sentencia, que asienta la total igualdad física de las almas. 79. Aun en caso que las almas sean entitativamente desiguales, ¿cómo nos probarán, o nos harán creer, que Dios escoge las mejores para los hombres, dejando las menos perfectas para las mujeres? Antes creeremos que la alma de María Santísima sería en ese caso la mejor que tuvo toda otra pura criatura, como de hecho afirma que aun en lo físico fue perfectísima el Eximio Suárez {(a) Tom. 2 in 3 part. quaest. 27 disp. 2 sect. 2.}. Y así, bien pueden estarse firmes las mujeres que dicen que la alma no es varón, ni hembra, porque dicen bien. 80. En cuanto a la organización, bien creo yo que la variedad de ella puede variar mucho las operaciones de la alma, aunque hasta ahora no sabemos qué organización es la más oportuna para discurrir bien. Aristóteles pretende que los de cabeza pequeña son más discursivos. Conjeturo que antes de escribirlo tomó la medida a la suya. Otros votan a favor de las cabezas grandes. No debían de ser las de estos pequeñas; que si lo fueran, seguirían a Aristóteles. El Cardenal Sfrondati dice en su Curso Filosófico, que el Cardenal de Richelieu tenía los órganos, que sirven al discurso, duplicados; a lo cual atribuye la insigne perspicacia, y agilidad intelectual de aquel Ministro. Yo lo entiendo de duplicación, no en el número, porque sería monstruosa, sino en la magnitud; y esto es conforme a lo que dicen muchos, que cuanto el celebro es mayor en cantidad, se discurre mejor; lo que coligieron de haber observado en el hombre mayor celebro a proporción que en todos los demás animales. Otros (como Martínez en su Anatomía), excluyendo las cabezas grandes, y chicas, quieren que las de mediano tamaño sean más oportunas para las operaciones del entendimiento. Digan lo que quisieren estos que andan tomando la medida a los miembros, para computar el valor de las almas, la experiencia muestra que entre hombres de cabezas grandes se hallan unos sutiles, y otros estúpidos; y de la misma manera entre hombres de cabezas pequeñas. Si la diferente magnitud de la cabeza, o del celebro indujera desigualdad en las operaciones del entendimiento, se hallaría ser muy desiguales en entender, y percibir los hombres muy desiguales en la estatura, pues a proporción de ella son mayores, o menores, así el cráneo, como el celebro; lo cual es contra la observación. 81. Por tanto, aun cuando sea verdad lo que dice Plinio, que en los hombres es mayor materialmente la substancia del celebro que en las mujeres (en lo cual suspendo el juicio, hasta tomar el parecer de Anatómicos expertos), nada se prueba de ahí: pues si la ventaja en entender se hubiese de arreglar a ese exceso material del celebro, sería menester que un hombre agudísimo tuviese cuarenta, o cincuenta veces mayor celebro que un fatuo, y que los hombres de mayor cuerpo fuesen generalmente más perspicaces que los de corta estatura, pues tienen también mayor celebro a proporción. Y si eso se lo hicieren creer al que escribe esto, les dará las gracias, porque le está bien. 82. Asiento, pues, a que la mayor, o menor claridad, y facilidad en entender, depende en gran parte de la diferente organización; pero no de la diferente organización sensible de las partes mayores; sí de la insensible de partes minutísimas, como de la diferente textura, o firmeza de sutilísimas fibras, y de la mayor, o menor concavidad, limpieza, y tersura, de los delicadísimos canales, por donde comercian los espíritus. Y nada de esto podemos saber si es distinto en los hombres que en las mujeres, porque no alcanzan a discernirlo los anteojos anatómicos: como ni los Cartesianos, por buenos microscopios que busquen, podrán explorar si la glándula pineal, que señalan por total domicilio de la alma, tiene diferente textura en las mujeres que en los hombres. 83. Que la diferente organización sensible no induce variedad en las operaciones racionales, por lo menos no siendo enormemente irregular, se hace claro de que hay hombres diferentemente organizados, que son igualmente hábiles, y hombres organizados de un mismo modo, que son en las facultades de la alma muy diferentes. El Frigio Esopo fue en todo el cuerpo tan disforme, y tan contrahecho, que apenas parecía hombre; por lo cual quedó su memoria a los siglos que sucedieron para antonomasia de la fealdad: con todo se sabe que fue de delicado, y penetrante espíritu. Sócrates no distó mucho de Esopo en la irregularidad de sus facciones, y no tuvo la antigüedad más ajustado entendimiento. Pero cuando concediésemos que a distinta organización sensible se sigue distinta habilidad intelectual, ¿qué se inferirá de aquí? Nada, porque las mujeres no son distintamente formadas que los hombres en los órganos que sirven a la facultad discursiva; sí sólo en aquellos que destinó la naturaleza a la propagación de la especie.
§. XIII
ampoco en la diferencia de temperamento puede fundarse la imaginada inferioridad del entendimiento femenino. No porque yo niegue que para el recto, o desordenado uso de las potencias de la alma, el temperamento hace mucho al caso. Antes estoy persuadido a que ocasiona más variedad en las operaciones el distinto temperamento, que la diferente organización: pues no hay quien no experimente en sí mismo, que según está variamente templado, sin que la organización se descuaderne, está más, o menos hábil para todo género de operaciones; y apenas hay intemperie que ofenda el cuerpo, que no turbe al mismo tiempo poco, o mucho en sus funciones a la alma. Pero qué especie de temperamento, o de temperie conduce para entender, y discurrir mejor, no es fácil averiguarlo. 85. Si se ha de estar a lo que enseña Aristóteles, se inferirá que el temperamento femenino es más a propósito para este efecto. Este Filósofo, que cuantos efectos aparecen en el dilatado campo de la naturaleza, sujeta al dominio de sus cuatro calidades primeras, dice en la sect. 14. de sus Problemas, quaest. 15. que los hombres de temperamento frío son más intelectuales, y discursivos que los de temperamento caliente; sin embargo de que en la misma cuestión entra suponiendo que en los climas ardientes son los hombres más ingeniosos que en los fríos (lo que yo tampoco creo, pues se siguiera que son más ingeniosos los Áfricanos que los Ingleses, y Holandeses); porque siguiendo su sentencia de la intensión de las cualidades, en fuerza de la Antiperístasis, afirma que en los Países más fríos son los hombres más ardientes; y en los ardientes más fríos: Etenim, qui sedes frigidas habent, frigore loci obsistente, longè calidiores, quam sua sint natura, redduntur. Y tan inferiores deja, respecto de los de temperamento frío, para discurrir a estos hombres más cálidos, que no duda de compararlos a los que tienen la cabeza trastornada con el demasiado vino. Así prosigue inmediatamente a las palabras citadas: Itaque vinolentis admodum similes esse videntur, nec ingenio valent quo prospiciant, rerumque rationes inquirant. Muy olvidado estaba el Filósofo de su discípulo Alejandro, cuando puso a los ardientes en la clase de los estúpidos, o no sólo olvidado, más aún resentido; pues es cierto que escribió las más de sus obras después que Alejandro le desvió de sí, por sospechas que tuvo de su poca fidelidad; y retirado en Atenas tuvo el nuevo disgusto de ver que aquel Príncipe enviase a regalar a su competidor, y condiscípulo Jenócrates con treinta talentos de oro, sin hacer memoria de Aristóteles; aunque es dudoso si el resentimiento llegó a tanto, que conspirase con Antipatro contra la vida de Alejandro, y discurriese el modo de conducir para la ejecución el veneno. Pero vamos al caso. 86. El mismo Aristóteles enseña (y en esto convienen todos los Físicos, y Médicos) que la disimilitud de temperamento en los dos sexos está en que el hombre es cálido, y seco, y la mujer fría, y húmeda: Est autem vir calidus, & siccus, mulier frigida, humidaque {(a) Sect. 5. quaest. 26.}. Siendo, pues, en sentencia de Aristóteles, el temperamento frío más oportuno para discurrir, como al contrario el caliente, y siendo las mujeres frías, y los hombres cálidos; se sigue que el temperamento femenino es más a propósito para entender, y discurrir bien, que el varonil. 87. Esta prueba es concluyente para los que creen cuanto dijo Aristóteles; pero a mi protesto que no me hace alguna fuerza: porque ni creo que en los Países ardientes hay mejores ingenios que en los fríos, ni que los hombres fríos son más ingeniosos que los calientes; y mucho menos que los de temperamento ígneo sean casi insensatos. Y en cuanto a la pretendida fuerza de la Antiperístasis, quédese por ahora en la duda que tiene. 88. Humedad, y sequedad son las otras dos cualidades distintivas de los dos temperamentos. En atención a ellas, también se infiere de doctrina de Aristóteles que las mujeres son más perspicaces que los hombres. Los que asientan que la mayor cantidad de celebro trae consigo la facultad de entender mejor, lo fundan en que el hombre, que es el más advertido de todos los animales, tiene mayor celebro a proporción que todos. Ahora arguyó así: Aristóteles dice que el hombre es de temperamento más húmedo que todos los demás animales: Homo omnium animantium maximé humidus natura est {(a) Sect. 5. quaest. 7.}. Conque si de tener el hombre mayor celebro que los brutos, se infiere que el mayor celebro influye mayor discurso; de ser el hombre más húmedo que los brutos, se inferirá que la mayor humedad influye más conocimiento. La mujer es más húmeda que el hombre: luego será más inteligente que él. 89. Tampoco este argumento prueba, sino por vía de retorsión a los contrarios; pues los principios en que estriba son, a buen librar, inciertos, y dudosos. ¿Quién le dijo a Plinio que el hombre tiene mayor celebro que todos los demás animales? ¿Hubo por ventura algún hombre tan prolijo, que quebrase la cabeza a todas las especies sensitivas, para pesar después los sesos? ¿Ni quién le dijo a Aristóteles que el hombre es más húmedo que todos los brutos? ¿Por ventura este Filósofo los exprimió a todos en prensas para ver la cantidad de humor que tiene cada uno? Antes parece que ciertos brutos domésticos, los más de los insectos, y todos, o casi todos los peces son más húmedos que el hombre. Ni aun cuando fuera verdad que el celebro humano es mayor que todos los demás, se inferiría que dentro de nuestra especie a mayor celebro se sigue mayor discurso; pues en otras muchas partes del cuerpo se distingue el hombre del bruto, sin que el exceso de algunos individuos en ellas arguya mayor conocimiento. Sería menester para esto haber observado, que entre los mismos brutos, los de mayor celebro tienen mejor instinto; lo que creo que no sucede; pues siendo así, a total falta de celebro correspondería total carencia de percepción, lo cual es falso; pues, según Plinio, muchos sensitivos, que carecen de sangre, carecen de celebro, y no por eso dejan de tener su instinto.
§. XIV
ejadas, pues, estas pruebas, que proceden sobre doctrinas Aristotélicas, o falsas, o inciertas, y sólo les podrán servir a las mujeres para redargüir a Aristotélicos cerrados, que aprueban cuanto dijo su Maestro; vamos a ver si el capítulo de la humedad, en que excede la mujer al hombre, infiere en su aptitud intelectiva algún detrimento. De esta aldaba se asen comúnmente los que quieren comprobar con alguna razón física la inferioridad del discurso femenino. Y parece probable la razón, porque el excesivo humor, o por sí mismo, o por los vapores que exhala, es apto a retardar el curso de los espíritus animales, ocupando en parte los estrechos conductos por donde fluyen estos tenuísimos cuerpos. 91. Con todo, este argumento evidente es falaz; pues si no lo fuera, probaría, no que las mujeres tienen espíritu menos penetrante, y profundo, sino que son de discurso más tardo, y detenido; lo cual es falso, pues en prontitud muchos hombres les conceden ventaja. 92. Más: Muchos hombres agudísimos, prontos, y profundos abundan de fluxiones catarrales habituales, las cuales provienen de muchas humedades excrementicias, recogidas cerca de las meninges, y dentro de la misma substancia del celebro, como se puede ver en Riberio en el capítulo de Catarrho. Luego no estorba la excesiva humedad del celebro el uso pronto, o recto del discurso. Y si no le estorba la humedad excrementicia, menos podrá la natural. 93. Y para que no estorbe la natural, se añade, que, en doctrina de Plinio, el celebro del hombre es más húmedo que el de todos los demás vivientes: Sed homo portione maximum & humidissimum {(a) Lib. II. cap. 37.}. Y no es creíble que la naturaleza ponga en el órgano, que sirve al más perfecto conocimiento, un temperamento capaz de hacer perezoso, o defectuoso el discurso. Si se me dijere que con toda esa humedad nativa, en que el celebro del hombre excede al del bruto, queda en la temperie proporcionada para el mejor uso de la razón, y que el de la mujer excede; respondo, que supuesto que la humedad por su naturaleza no estorba, nadie sabe en qué proporción, o cantidad debe ser húmedo el celebro para ejecutar las funciones a que está destinado ese órgano; y por consiguiente voluntariamente se dirá que está con más proporción en los hombres, que en las mujeres, o en las mujeres, que en los hombres. 94. Opondrase no obstante contra la humedad el sentir de muchos, que afirman que los Países húmedos, y nebulosos producen espíritus groseros; y al contrario, en los esclarecidos, despejados, y enjutos nacen ingenios felices. Pero sean muchos, o pocos los que dicen esto, lo dicen sin más fundamento que haber aprehendido las nieblas del Horizonte, trasladadas a la esfera del celebro; como si en los Países lluviosos la opacidad de la atmósfera fuese sombra que oscureciese la alma, o en los que gozan cielo sereno, el mayor resplandor del día diese mayor claridad a la razón. Con más verisimilitud se dijera que en las Regiones más despejadas, y esclarecidas, siendo más visibles los objetos, distraen más la alma por las ventanas de los ojos, y así la dejan menos apta para especulaciones, y discursos; pues por esta razón vemos que en la obscuridad de la noche se interrumpe menos el hilo del discurso, y se tiran con más firme secuela las ilaciones, que en la claridad del día. 95. Los que tienen las Regiones húmedas por ineptas para producir hombres sutiles, pongan los ojos en los Holandeses, y Venecianos, que son de los más hábiles Europeos; siendo así que los primeros viven sitiados de lagunas, y los segundos robaron parte de su imperio a los peces. Aún acá en España tenemos el ejemplo de los Asturianos, que sin embargo de habitar una Provincia la más acosada de nieblas, y lluvias que hay en toda la Península, son generalmente reputados por sutiles, despiertos, y ágiles. ¿Pero qué hay que admirar? Harto más húmeda región habitan los delfines, que están siempre metidos en las ondas; y sin embargo, no produjo la naturaleza brutos de tan noble instinto, ni que tanto se acerquen, ya por amor, ya por imitación de costumbres al hombre; pues como se puede ver en Conrado Gesnero, cuidan con especial aplicación de sus padres ancianos, se han visto guiar a los hombres en la navegación, y ayudarlos en la pesca, y aún se ha observado entre ellos la atención con los muertos, retirando los cadáveres de su especie en el riesgo de ser devorados por otras bestias marinas. 96. Por el contrario, las aves, que gran parte del tiempo gozan de aire más sutil, y despejado de vapores, ya discurriendo por los vientos, ya colocándose en las alturas de los montes, deberían ser más sagaces que los brutos terrestres; lo cual no es así. 97. Por la misma razón deberían ser los Egipcios los hombres más agudos del mundo, pues gozan el cielo más despejado que hay en todo el Orbe. Apenas cubre una nube a Egipto en todo el año; y fuera totalmente infecundo su suelo, si no le regara el Nilo. Y si bien que la antigüedad veneró a aquella Región en algunos siglos por la gran Maestra de las Ciencias, como se reconoce en las peregrinaciones que hicieron a ella Pitágoras, Homero, Platón, y otros Filósofos Griegos, para adelantarse en la Filosofía, y Matemáticas, esto no prueba que sean más sutiles que los demás mortales; sino que las ciencias han andado peregrinas por la tierra, y unos siglos hicieron asiento en una Región, otros en otra. Por otra parte, la singular extravagancia de los antiguos Egipcios en materia de religión los acredita de muy corta luz intelectual. Lo mismo podemos decir del Valle de Lima, cuyo cielo es tan despejado, que se ignora qué cosa es lluvia en aquella tierra, debiéndose toda la fertilidad de ella a un ligero rocío, a que se añade una temperie hermosa entre frío, y calor; sin que por eso los naturales sean de ingenio muy delicado; antes bien los Pizarros, que los conquistaron, los hallaron más fáciles a ser sorprendidos de sus dolos, que Cortés a los Mexicanos a ser conquistados de sus armas. 98. No ignoro que los habitadores de la Beocia eran tenidos antiguamente por tan rudos, que pasó a proverbio Boeoticum ingenium, y Boeotica sus, para tratar a un hombre de estúpido, y que esto se atribuía al ambiente grosero, y vaporoso que domina aquella Provincia; por lo que dijo Horacio en una Epístola: Boeotum in crasso jurares aëre natum. Empero creo con algún fundamento, que los antiguos, que se citan, hicieron poca merced a aquel País, tomando la ignorancia, originada de la falta de aplicación, por incapacidad; a lo que pudo concurrir también ser la Beocia, confinante de la Ática, donde florecían las letras: que a vista de una Provincia, que es teatro de la sabiduría, parece la vecina Colonia de la rudeza. Por otra parte es cierto que la Beocia produjo algunos ingenios de superior orden, como Píndaro, Príncipe de los Poetas Líricos, y el gran Plutarco, que en sentir de Bacon de Verulamio, no tuvo hombre mayor la antigüedad. Y aún sospecho que retrocediendo a antigüedad más retirada, hubo tiempo en que los Beocios superaron a todos sus vecinos, y a todo el resto de los Europeos en la cultura de Ciencias, y Artes; porque Cadmo, que viniendo de la Fenicia, fue el primero que introdujo las letras del Alfabeto en Grecia, siendo en Europa el primer Autor de la Escritura, y de la Historia, hizo su asiento en la Beocia, donde fundó la Ciudad de Tebas. A que se añade, que en la Beocia está el Monte Helicón dedicado a las Musas, que de él se nombraron Helicónides; y de este monte desciende la famosa fuente Aganipe, consagrada a las mismas fingidas Deidades, cuya agua se creía ser el vino de los Poetas, como que sacándolos de sí por medio de rapto, les encendía en furiosos entusiasmos el celebro. Todas estas ficciones parece que no pudieron tener otro origen que haber en algún tiempo florecido la Poesía en aquella Región. 99. Pero dado el caso que los Beocios sean por su naturaleza rudos, ¿cómo se probará que esto depende de la humedad del País, y no de otras causas ocultas, especialmente cuando vemos otros Países húmedos, que no incurren esa nota? Desagráviese, pues, la humedad del falso testimonio que la han levantado de estar reñida con la agudeza; y quede asentado que por este capítulo no se puede probar que las mujeres sean inferiores en el discurso a los hombres.
§. XV
l P. Malebranche discurre por otro camino, y niega a las mujeres igual entendimiento al de los hombres, por la mayor molicie, o blandura de las fibras de su celebro. Yo verdaderamente no sé si lo que supone de esa mayor blandura es así, o no. Dos Anatómicos he leído que no dicen palabra de eso. Acaso suponiendo la mayor humedad, se dió por inferida la mayor blandura; y no es la consecuencia fija, porque el hielo es húmedo, y no es blando. El metal derretido es blando, y no es húmedo. Acaso por la mayor blandura, o docilidad del genio de las mujeres se discurrió ser también en toda su material composición más blandas: que hay hombres tan superficiales, que por estas analogías forman sus ideas, y después por falta de reflexión se extienden hasta entre los más perspicaces. 101. Pero sea así norabuena: ¿qué conexión tiene la mayor blandura del celebro con la imperfección del discurso? Antes bien, siendo por esa causa más dócil a la impresión de los espíritus, será instrumento, u órgano más apto para las operaciones mentales. Este argumento es más fuerte en la doctrina de este Autor; porque dice en otra parte, que siendo los vestigios, que dejan con su movimiento en el celebro los espíritus animales, las líneas conque la facultad imaginativa forma en él las efigies de los objetos, cuanto esos vestigios, o impresiones fueren mayores, y más distintas, tanto con más valentía, y claridad percibirá el entendimiento los objetos mismos: Cum igitur imaginatio consistat in sola virtute, qua mens sibi imagines objectorum efformare potest, eas imprimendo, ut ita loquar, fibris cerebri, certè quò vestigia spirituum animalium, quae sunt veluti imaginum illarum lineamenta, erunt distinctiora, & grandiora, eò fortiùs, & distinctiús mens objecta illa imaginabitur {(a) Lib. 2. de Inquirenda Veritate, part. I. cap. I.}. 102. Ahora, pues, es claro, que siendo más blando el celebro, y más flexibles sus fibras, imprimirán con más facilidad, como también mayores, y más distintos vestigios los espíritus. Con más facilidad, y mayores, porque resiste menos la materia. Más distintos, porque siendo algo rígidas las fibras, en fuerza del elaterio hacen algún conato por restituirse a su antigua positura; y así obscurecen algo la senda que habían abierto los espíritus con su movimiento; luego siendo en el celebro de las mujeres más flexibles las fibras que en el de los hombres, formarán aquellas mayores, y más distintas las imágenes, y por consiguiente percibirán mejor los objetos. 103. No por eso se piense que concedo más entendimiento a las mujeres que a los hombres; sólo redarguyo al P. Malebranche, pretendiendo que de su doctrina se infiere esa ventaja, contra lo que él mismo en otra parte pronuncia. Pero lo que yo siento es, que con esos discursos filosóficos todo se puede probar, y nada se prueba. Cada uno filosofa a su modo: y si yo escribiera por adulación, o por capricho, o por ostentación de ingenio, fácil me fuera, tejiendo consecuencias de principios admitidos, elevar el entendimiento de las mujeres sobre el nuestro muchas varas. Pero no es ese mi genio, sino propalar con sinceridad mi dictamen. Y así digo, que ni el P. Malebranche, ni otro alguno hasta ahora, supo el puntual uso, o específico manejo, conque sirven los órganos de la cabeza a las facultades del alma. No sabemos hasta ahora cómo el fuego quema, o cómo la nieve enfría, siendo cosas que se presentan a la vista, y al tacto; y quiere el P. Malebranche, con los demás Cartesianos, persuadirnos que han registrado cuanto pasa en el más recóndito gabinete de la alma racional. Ni me parecen bien fundadas esas máximas, que reduciéndolo todo a mecanismo, nos figuran al espíritu estampando materialmente las imágenes de los objetos en el celebro, como el buril en el cobre. No ignoro las gravísimas dificultades que padecen las especies intencionales Aristotélicas: pero lo que sale de aquí es, que ni unos, ni otros hacemos otra cosa que palpar la ropa a la naturaleza. Todos vamos a ciegas, y el más ciego de todos es aquel que piensa que ve las cosas con toda claridad; como sucedía a la otra criada de Séneca, llamada Harpacta, tan fatua, que careciendo de vista, juzgaba que la tenía. Es cierto que estos que viven muy satisfechos de que penetran las cosas naturales, están más expuestos a peligrosos errores; porque el que camina con mucha confianza, y poca luz, va más arriesgado a caer: al contrario dista más de ese peligro, el que conociendo que el camino es oscuro, se va con tiento. 104. Mas concediendo al P. Malebranche, y a los demás Cartesianos, que la representación de los objetos a la mente se hace por medio de esas materiales trazas, que con su curso forman en el celebro los espíritus; lo que se sigue es, que siendo el de las mujeres más blando, por la docilidad de la materia, sean los diseños mayores. ¿Y de aquí qué se inferirá? En la doctrina del P. Malebranche se infiere uno, y otro: que las mujeres entienden mejor que los hombres, y que no entienden tan bien. Lo primero se infiere por el lugar que citamos arriba: y lo segundo, porque cuando se explica contra las mujeres, quiere que las imaginaciones vivísimas, que resultan de esas imágenes mayores, se opongan a la recta inteligencia de los objetos: Cum enim tenuiora objecta ingentes in delicatis cerebri fibris excitent motus, in mente protinus etiam excitant sensationes ita vividas, ut iis tota occupetur {(a) Lib. 2. part. 2. cap. I.}. 105. Pero esto segundo es contra toda razón; porque las imágenes mayores no quitan que se representen bien los objetos, aun cuando ellos sean menudos; antes conducen, por lo cual se ven mejor por medio del microscopio los átomos. Y la viveza de la imaginación, no siendo tanta que llegue a locura, contribuye mucho para una perspicaz inteligencia. 106. Mas en realidad, de esa mayor blandura del celebro no se sigue ni uno, ni otro; ni que el entendimiento de las mujeres sea mayor, ni que sea menor, porque no se infiere de ella que las estampas que imprimen los espíritus sean mayores (que es de donde se había de deducir lo uno, o lo otro). La razón es, porque puede ser el impulso de los espíritus proporcionado a la docilidad de la materia, y así no hacer mayor impresión que aquella que hicieran espíritus más impetuosos en celebro más fuerte; del mismo modo, que templando la fuerza de la mano pueden abrirse con el buril en la cera líneas tan superficiales, como aquellas que usando de mayor impulso se señalan en el plomo. Lo que yo creo es, que de todo este sistema del celebro de las mujeres, lo que puede seguirse es, que los movimientos corpóreos sean en ellas menos vigorosos que en los hombres, por cuanto los nervios, que tienen su origen en las fibras del celebro, y en la médula espinal, es consiguiente que sean menos fuertes, o movidos con más débiles impulsos; pero no que sus operaciones mentales sean más, o menos perfectas.
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§. XVI
a es tiempo de salir de las asperezas de la Física a las amenidades de la Historia, y persuadir con ejemplos, que no es menos hábil el entendimiento de las mujeres, que el de los hombres, aun para las ciencias más difíciles: medio el mejor para convencer al vulgo, que por lo común se mueve más por ejemplos, que por razones. Referir todos los que ocurren, sería muy fastidioso; y así sólo señalaremos algunas de las mujeres más ilustres en doctrina de estos últimos siglos, que florecieron, ya en nuestra España, ya en los Reinos vecinos. 108. España, a quien los extranjeros cercenan mucho el honor de la literatura, produjo muchas mujeres insignes en todo género de letras. Las principales son las que se siguen. 109. Doña Ana de Cervaton, Dama de Honor de la Reina Germana de Fox, segunda esposa de D. Fernando el Católico, fue celebradísima, aún más por sus bellas letras, y preciosos talentos, que por su peregrina hermosura, siendo esta tanta, que era tenida por la mujer más bella de la Corte. En Lucio Marineo Sículo se hallan las Cartas Latinas que este Autor escribió a dicha Señora, y las Respuestas de ella en el mismo idioma. 110. Doña Isabel de Joya, en el siglo decimosexto, fue doctísima. Se cuenta de ella que predicó en la Iglesia de Barcelona con pasmo del innumerable concurso que la escuchó (supongo que el Prelado que se lo permitió, hizo juicio de que la regla del Apóstol, que en la Epístola primera a los Corintios prohíbe a las mujeres hablar en la Iglesia, admite algunas excepciones, como las admite la prohibición de que enseñen, en la Epístola primera a Timoteo; pues de hecho Priscila, compañera del mismo Apóstol, enseñó, e instruyó a Apolo Póntico en la doctrina Evangélica, como consta de los Actos de los Apóstoles). Y que después pasando a Roma en el Pontificado de Paulo III. delante de los Cardenales, con suma satisfacción de ellos explicó muchos puntos difíciles de los libros del Sutil Escoto. Pero lo que más la ennoblece, es haber convertido en aquella Capital del Orbe gran número de Judíos a la Religión Católica. 111. Luisa Sigéa, natural de Toledo, y originaria de Francia, sobre ser erudita en la Filosofía, y buenas letras, fue singular en el ornamento de las lenguas, porque supo la Latina, la Griega, la Hebrea, la Arábiga, y la Siriaca: y en estas cinco lenguas se dice, que escribió una Carta al Papa Paulo III. Siendo después su padre Diego Sigéo llamado a la Corte de Lisboa para Preceptor de Teodosio de Portugal, Duque de Berganza, la Infanta Doña María de Portugal, hija del Rey D. Manuel, y de su tercera esposa Doña Leonor de Austria, que era muy amante de las letras, quiso tener en su compañía a la sabia Sigéa. Casó esta Señora con Francisco de Cuevas, Señor de Villanasur, Caballero de Burgos, y tiene en Castilla (según refiere D. Luis de Salazar en su Historia de la Casa Farnesia) mucha, y muy clara sucesión. 112. Doña Oliva Sabuco de Nantes, natural de Alcaráz, fue de sublime penetración, y elevado numen en materias Físicas, Médicas, Morales, y Políticas, como se conoce en sus escritos. Pero lo que más la ilustró fue su nuevo sistema Fisiológico, y Médico, donde contra todos los antiguos, estableció, que no es la sangre la que nutre nuestros cuerpos, sino el jugo blanco derramado del celebro por todos los nervios; y atribuyó a los vicios de este vital rocío casi todas las enfermedades. A este sistema, que desatendió la incuriosidad de España, abrazó con amor la curiosidad de Inglaterra, y ahora ya lo recibimos de mano de los extranjeros, como invención suya, siéndolo nuestra. ¡Fatal genio de los Españoles! que para que les agrade lo que nace en su tierra, es menester que se lo manipulen, y vendan los extranjeros. También parece que esta gran mujer fue delante de Renato Descartes en la opinión de constituir el celebro por único domicilio de la alma racional, aunque extendiéndola a toda su substancia, y no estrechándola precisamente a la glándula pineal, como Descartes. La confianza que tuvo Doña Oliva en el propio ingenio para defender sus singulares opiniones, fue tal, que en la Carta Dedicatoria, escrita al Conde de Barajas, Presidente de Castilla, le suplicó emplease su autoridad para juntar los más sabios Físicos, y Médicos de España, ofreciéndose ella a convencerlos de que la Física, y Medicina, que se enseñaba en las Escuelas, toda iba errada. Floreció en tiempo de Felipe II. 113. Doña Bernarda Ferreyra, Señora Portuguesa hija de D. Ignacio Ferreyra, Caballero del Hábito de Santiago, sobre entender, y hablar con facilidad varias lenguas, supo la Poesía, la Retórica, la Filosofía, y las Matemáticas. Dejó varios escritos Poéticos. Y nuestro famoso Lope de Vega hizo tanto aprecio del extraordinario mérito de esta señora, que le dedicó su Elegía, intitulada la Fylis. 114. Doña Juliana Morella, natural de Barcelona, fue un portento de sabiduría. Habiendo su padre cometido un homicidio, huyó, llevándola consigo a León de Francia, donde estudiando esta rara niña, hizo tan rápidos progresos, que a la edad de doce años (y fue el de 1607) defendió Conclusiones públicas en Filosofía, que dedicó a Doña Margarita de Austria, Reina de España. A la edad de diez y siete años, según la relación de Guido Patin, que vivió en aquel tiempo, entraba a disputar públicamente en el Colegio de los Jesuitas de León. Supo Filosofía, Teología, Música, y Jurisprudencia. Dícese que hablaba catorce lenguas. Entróse Religiosa Dominica en el Convento de Santa Praxedis de Aviñón. 115. La célebre Monja de México Sor Juana Inés de la Cruz es conocida de todos por sus eruditas, y agudas Poesías; y así es excusado hacer su elogio. Sólo diré que lo menos que tuvo fue el talento para la Poesía, aunque es el que más se celebra. Son muchos los Poetas Españoles que la hacen grandes ventajas en el numen; pero ninguno acaso la igualó en la universalidad de noticias de todas Facultades. Tuvo naturalidad, pero faltóle energía. La Crisis del Sermón del P. Vieyra acredita su agudeza; pero haciendo justicia, es mucho menor que la de aquel incomparable Jesuita, a quien impugna. ¿Y qué mucho que fuese una mujer inferior a aquel hombre, a quien en pensar con elevación, discurrir con agudeza, y explicarse con claridad, no igualó hasta ahora Predicador alguno? 116. Es también ocioso el Panegírico de la señora Duquesa de Aveyro, difunta, porque están bien recientes sus noticias en la Corte, y en toda España. §. XVII
as Francesas sabias son muchísimas, porque tienen más oportunidad en Francia, y creo que también más libertad para estudiar las mujeres. Reduciremos su número a las más famosas. 118. Susana de Habert, mujer de Carlos del Jardín, Oficial del Rey Enrico III, supo Filosofía, y Teología: fue muy versada en las doctrinas de los Santos Padres. Aprendió las Lenguas Española, Italiana, Latina, Griega, y Hebrea. Pero para su verdadera gloria contribuyó más su piedad Cristiana, en que fue extremada, que su vasta sabiduría. 119. María de Gurnay, Parisiense, de ilustre familia, a quien el sabio Dominico Baudio dió el nombre de Sirena Francesa, alcanzó tan gloriosa fama de ingenio, y literatura, que apenas hubo hombre grande en su tiempo que no se hiciese mucho honor de tener comercio epistolar con ella; y así se hallaron en su gabinete, cuando murió, Cartas de los Cardenales Richelieu, Bentivollo, y Perron, de S. Francisco de Sales, y otros esclarecidos Prelados, de Carlos I, Duque de Mantua, del Conde de Alés, de Erycio Puteano, Justo Lipsio, Mons. Balzac, Maynardo, Heinsio, César Capacio, Carlos Pinto, y otros muchos de erudición sobresaliente en aquella edad. 120. Madalena Scuderi, llamada con mucha razón la Sapho de su siglo, pues igualó a aquella celebradísima Griega en el primor de las composiciones, y la excedió mucho en la pureza de costumbres, fue grande en la doctrina, pero incomparable en la discreción, como testifican sus muchas, y excelentísimas obras. Su Artamenes, o Gran Cyro, y la Clelia, que debajo del velo de novelas esconden mucho de verdaderas historias, a manera del Argenis de Barclayo, son piezas de sumo valor, y que, en mi sentir, exceden a cuanto se ha escrito en este género, así en Francia, como en las demás Naciones, a la reserva sola del Argenis; porque la nobleza de los pensamientos, el armonioso tejido de la narración, la patética eficacia de la persuasiva, la viveza de las descripciones, y la nativa pureza, majestad, y valentía del estilo, hacen un todo admirable: a que se añade para mayor realce el manejar con toda la decencia posible los empeños amatorios, representar con la hermosura más atractiva las virtudes morales, y con el más brillante resplandor las heroicas. En atención a las prodigiosas prendas de esta mujer, la vino a buscar el singular honor de recibirla por asociada todas las Academias donde se admitían personas de su sexo. En la Academia Francesa llevó el premio señalado a las piezas de elocuencia el año de 1671; que fue lo mismo que declararla aquel nobilísimo cuerpo por la persona más elocuente de la Francia. El Rey Cristianísimo Luis XIV, a cuya comprehensión ningún mérito elevado se escondía, le señaló una pensión de doscientas libras de renta. El Cardenal Mazzarini mucho antes le había dejado en su testamento otra. Y otra tenía por la liberalidad del sabio Canciller de Francia Luis de Boucherat; conque terminó llena de gloria una vida muy regular, y muy dilatada el año de 1701. 121. Antonieta de la Guardia, noble Francesa, hermosa de apuesta en cuerpo, y alma; pues por ella se dijo, que la naturaleza había tenido el gustazo de juntar todas las gracias del espíritu, y del cuerpo en una mujer; fue tan eminente en la Poesía, que en un tiempo en que este Arte era muy cultivado, y estimado en Francia, no hubo en todo aquel dilatado Reino hombre alguno que le pusiese el pie delante. Sus obras se recogieron en dos volúmenes, que no he visto. Murió el año de 1694, dejando una hija heredera de su ingenio, y numen, que ganó el premio de la Poesía en la Academia Francesa. 122. La Señora María Madalena Gabriela de Montemart, hija del Duque de Montemart, y Religiosa Benedictina, nació con todas las disposiciones necesarias para las ciencias más difíciles, y abstractas, como dotada de feliz memoria, sutil ingenio, y recto juicio. En su primera edad aprendió las Lenguas Española, Italiana, Latina, y Griega. Siendo a los quince años presentada a la Reina de Francia María Teresa de Austria, inmediatamente a su entrada en aquel Reino, hizo admirarse toda la Corte, oyéndola hablar la Lengua Española con propiedad, y elegancia. Alcanzó cuanto hasta hoy se sabe de la antigua, y nueva Filosofía. Fue consumada en las Teologías Escolástica, Dogmática, Expositiva, y Mística. Hizo algunas traducciones, entre las cuales es recomendadísima la de los primeros libros de la Iliada, y escribió sobre diferentes materias, ya de Moral, ya de Crítica, ya de asuntos Académicos. Sus cartas fueron estimadísimas, y el gran Luis XIV las recibía con gran placer. Componía primorosos versos, pero pocos; y esos, después de una simple lectura, los condenaba al fuego: sacrificio que hizo su humildad de otras muchas obras suyas, y hiciera de todas, si obrase sólo por el propio dictamen. Su piedad, y talento para el gobierno resplandecieron en igual grado que su doctrina. En consideración de tantas, y tan altas cualidades fue elegida Abadesa General de la Congregación Fontevraldense, Orden de S. Benito, que tiene la particularidad de que siendo compuesta de gran número de Monasterios de uno, y otro sexo, repartidos en cuatro Provincias, todos reconocen por universal Prelada suya a la Abadesa de Fontevraldo, Monasterio insigne, y no menor teatro de nobleza que de virtud, pues cuenta entre sus Preladas catorce Princesas, y en ellas cinco de la Casa Real de Borbón. Aún fuera de Francia se extendió un tiempo la jurisdicción de la Abadesa de Fuentevraldo, siendo cierto, como asegura el Cronista Yepes, que los dos Religiosísimos Conventos de Monjas, Santa María de la Vega de Oviedo, sito en el Principado de Asturias, y Santa María de la Vega de la Serrana, en tierra de Campos, estuvieron sujetos a la Prelada de Fuentevraldo, antes que se uniesen a la Congregación de S. Benito de Valladolid. Llenó tan alto empleo la Señora Montemart, con tanta satisfacción de todo el mundo, como edificación, y acrecentamiento de su Congregación, mandando dignísimamente a los hombres una mujer, que en el conjunto de prendas, si no fue superior a todos los hombres de su tiempo, por lo menos, en el concepto de los que la trataron, ninguno fue superior a ella; y murió llena de méritos el año de 1704. 123. María Jacquelina de Blemur, Religiosa Benedictina, compuso (dice el eruditísimo Mabillon en los Estud. Monast. Bibliot. Ecclesiast. §. 22.) el año Benedictino, siete volúmenes en cuarto. Elogios de muchas personas ilustres de la Orden de S. Benito, dos volúmenes en cuarto. 124. Ana Le-Febre, conocida comúnmente debajo del nombre de Madama Dacier, siendo hija de un padre doctísimo Tanaquildo Le-Febre, salió igual a su padre en erudición, y mayor que él en la elocuencia, y en el primor de escribir con delicadeza, y hermosura el propio Idioma. Fue crítica de primer orden, de modo, que en esta facultad, por lo menos en cuanto a Autores profanos, no hubo hombre en su tiempo, ni en la Francia, ni fuera de ella, que la excediese. Hizo muchas traducciones de Autores Griegos, que ilustró con diferentes Comentarios. Su pasión por Homero la empeñó en varias Disertaciones, donde resplandecieron igualmente la viveza de su ingenio, y la rectitud de su juicio, manteniendo la preferencia del Poeta Griego sobre Virgilio, contra algunos Críticos que la impugnaron, especialmente contra Mons. de la Mota, de la Academia Francesa: y si bien que algunos Partidarios del Poeta Latino se pusieron de parte de Mons. de la Mota, no pueden negar que el voto de este era de corto peso, por ignorar el Idioma Griego en que escribió Homero, y que sabía con perfección su docta Coopositora. Y por lo que mira a la justicia de la causa, hace gran fuerza el que a Virgilio sólo algunos Autores Latinos, pero ninguno Griego, le conceden ventaja, o igualdad con Homero; al paso que este tiene a su favor todos los Griegos, y muchos Latinos, entre quienes sobresale el discretísimo Historiador Veleyo Patérculo, dándole el alto elogio de quien ni tuvo a quien imitar, ni le sucedió alguno que pudiese imitarle a él. Murió Ana Le-Febre pienso que ha tres, o cuatro años.
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§. XVIII
talia no cede a Francia en copia de mujeres eruditas; pero por la misma razón que ceñimos a breve número las Francesas, haremos lo propio con las Italianas. 126. Dorotea Bucca, natural de Bolonia, habiendo sido destinada desde su infancia a las letras, se adelantó con pasos tan agigantados en ellas, que se practicó con ella la (hasta entonces) nunca vista singularidad de darle aquella famosa Universidad el bonete de Doctora, donde fue mucho tiempo Catedrática. Floreció en el siglo decimoquinto. 127. Isotta Nogarola, natural de Verona, fue el Oráculo de su siglo; porque sobre ser muy docta en Filosofía, y Teología, se le añadió el ornamento de varias lenguas, gran lectura de los Padres, y en la elocuencia se asegura que no fue inferior a los mayores Oradores de aquella edad. Las pruebas de su facundia no fueron vulgares; pues oró varias veces delante de los Papas Nicolao V, y Pío II, y en el Concilio de Mantua, que convocó este Pontífice, a fin de unir todos los Príncipes Cristianos contra el Turco. Aquel ilustre Protector de las letras el Cardenal Besarion, habiendo visto algunas obras de Isotta, quedó tan prendado de su espíritu, que hizo viaje de Roma a Verona, sólo por verla. Murió esta señora a los treinta y ocho años de su edad en el de mil cuatrocientos sesenta y seis. 128. Laura Cereti, natural de Brescia, desde la edad de 18 años enseñó públicamente Filosofía con general aplauso a los principios del siglo decimosexto. 129. Casandra Fidele, Veneciana, fue tan celebrada en la inteligencia de la lengua Griega, en la Filosofía, en la Teología, y en la Historia, que apenas hubo Príncipe ilustre en aquella edad que no le diese testimonio público de su estimación; y se cuentan entre los veneradores de Casandra los Papas Julio II, y León X, el Rey Luis XI. de Francia, y nuestros Católicos Reyes D. Fernando, y Doña Isabel. Escribió diversas obras, y murió de 102 años en el de 1567. 130. Catalina de Cibo, Duquesa de Camerino en la Marca de Ancona, supo la lengua Latina, la Griega, y la Hebrea, Filosofía, y Teología. Su virtud dio nuevo esplendor a su doctrina. Edificó el primer Convento que tuvieron los Capuchinos. Y murió el año de 1557. 131. Marta Marchina, Napolitana, de bajo nacimiento, pero de genio tan elevado, que superando los estorbos de su humilde fortuna, aprendió con suma velocidad las lenguas Latina, Griega, y Hebrea, y fue no vulgar Poetisa. Tan excelsas prendas no fueron poderosas a levantarla de aquella esfera en que había nacido, contrastándolas con malignos influjos su adversa estrella; pues se sabe que trasladada a Roma, se sustentó a sí, y a su familia haciendo jabones. Pero es de creer, que un espíritu de este carácter, a tener la oportunidad para estudiar que tuvieron otras mujeres, fuera prodigio entre las mujeres, y aun entre los hombres. Murió de 46 años en el de 1646. 132. Lucrecia Helena Cornaro, de la ilustrísima familia de los Cornaros de Venecia, si en la serie de esta memoria es la última de las sabias Italianas, por ser la más moderna, podemos decir que en dignidad es la primera, sin ser injustos contra alguna. Nació esta mujer, para honor de su sexo, el año de 1646. Desde su tierna infancia declaró una violenta inclinación a las letras, a quien correspondieron portentosos, y rápidos progresos; porque no sólo se instruyó con facilidad rara en las lenguas Latina, Griega, y Hebrea, mas aprendió también casi todas las lenguas vivas de la Europa. En Filosofía, Matemáticas, y sagrada Teología se distinguió con tantas ventajas, que la Universidad de Padua resolvió darla el grado del Doctorado en la Facultad de Teología; lo que se hubiera ejecutado, a no intervenir la oposición del Cardenal Barbarigo, Obispo de la Ciudad, que escrupulizó en la materia, en atención a la máxima de S. Pablo, que niega a las mujeres el ministerio de enseñar en la Iglesia; y así, para no violar esta Regla Canónica, ni faltar a la estimación debida al relevante mérito de Helena, se tomó el temperamento de constituirla Doctora en la Facultad Filosófica, habiendo acudido a hacer más plausible el acto muchos Príncipes, y Princesas de varias partes de Italia. Habiendo sido tan eminente su ciencia, sólo pudo ser excedida, y lo fue de su rara piedad. A la edad de doce años hizo voto de virginidad. Y aunque después un Príncipe Alemán, solicitando con ardor la mano de Helena, le ofreció conseguir de su Santidad dispensación en el voto, aun asistido de los ruegos de sus parientes, no pudo rendir su constancia. Para cortar de un golpe las esperanzas de otros muchos pretendientes importunos, quiso entrarse Religiosa Benedictina; pero estorbada por su padre, hizo lo que pudo, que fue revalidar la promesa de virginidad, añadiendo los otros votos Religiosos, en calidad de oblata de la Religión de S. Benito, en manos del Abad del Monasterio de S. Jorge. A este sacrificio de su libertad se siguió una vida tan ejemplar dentro de la casa paterna, que pudiera ser envidiada de la más austera Religiosa. Era tanto su amor al recogimiento, y tanto su pudor de parecer en público, que aunque, rindiéndose al precepto de su padre, se dejaba ver algunas veces, era con tanta pena, que solía decir, que aquella obediencia le había de costar la vida. En efecto esta fue bien corta, pues pasó a otra mejor a los 38 años de edad, con igual regocijo de los Ángeles, que llanto de los hombres, dejando muchas obras, que podrán hacer eterna su fama. Son muchos los Autores que hicieron el Panegírico de esta rara mujer; entre quienes Gregorio Leti en sus Raguallos Históricos le da los epítetos de Heroína de las Letras, y de Monstruo de las Ciencias, llamándola juntamente Ángel en la hermosura, y en el candor.
§. XIX
a Alemania, en cuyo helado suelo tiene más vigor Apolo para influir en los espíritus, que para derretir los carámbanos, nos presenta también una centella del Sol en una mujer de su País. 134. Esta fue la famosa Ana María Schurmán, gloria de una, y otra Germania, superior, e inferior; porque aunque nació en Colonia, sus padres, y abuelos fueron de los Países Bajos. No se conoció hasta ahora capacidad más universal en uno, ni en otro sexo. Todas las Ciencias, y todas las Artes reconocieron con igual obediencia el imperio de su espíritu, sin que alguna hiciese la menor resistencia, cuando esta Heroína se empeñaba en su conquista. A los seis años de edad cortaba con tijeras en papel, sin patrón alguno, preciosas, y delicadas figuras. A los ocho, en pocos días aprendió a hacer dibujos de flores, que fueron estimados. A los diez, no le costó más que tres horas de trabajo el saber bordar con primor. Pero sus talentos para ejercicios más altos estaban entretanto escondidos, hasta que a los doce años se descubrieron con esta ocasión. Estudiaban dentro de casa unos hermanitos suyos, y se notó, que varias veces al tomarles la lección, donde les faltaba la memoria, les apuntaba la niña, sin que hubiese precedido de su parte otro estudio más que el oírlos cuando estaban pasando la lección, como de paso. Esta seña, junta con las demás que daba de una habilidad enteramente extraordinaria, determinaron a su padre a permitir que la niña siguiese por la carrera de los estudios el pendiente de su inclinación. Pero no fue carrera, sino vuelo aquel acelerado movimiento, conque la Schurmán discurrió por todos los anchísimos espacios de la erudición sagrada, y profana; arribando en fin a la posesión de casi todas las ciencias humanas, juntamente con la sagrada Teología, y grande inteligencia de la Escritura. Supo perfectamente las lenguas Alemana, Holandesa, Inglesa, Francesa, Italiana, Latina, Griega, Hebrea, Siriaca, Caldea, Arábiga, y Etiópica: era dotada también del numen poético, y compuso muy discretas obras en verso. En las Artes liberales logró igual aplauso que en las Ciencias, y en los idiomas. Comprehendió científicamente la Música, y manejaba varios instrumentos con destreza. Fue excelente en la Pintura, en la Escultura, y en el Arte de grabar a cincel. Cuéntase que habiendo hecho su retrato propio en cera al espejo, unas perlas, que servían de adorno a la imagen, salieron tan naturales, que nadie creyó que fuesen de cera, hasta hacer la experiencia de picarlas con un alfiler. Sus cartas se hicieron estimar, y desear, no sólo por la hermosura del estilo, mas también por el primor de la letra, que cuantos la vieron juzgaron inimitable, de modo que cualquiera rasgo de su pluma era buscado como alhaja rara de gabinete. Apenas hubo hombre grande en su tiempo, que no le diese testimonios de su estimación, y solicitase su comercio literario. La ilustre Reina de Polonia Luisa María Gonzaga, en su tránsito a aquel Reino, después de desposada en París por Procurador con el Rey Ladislao, se dignó de visitar a la Schurmán en su propia casa. Nunca quiso casarse, aunque solicitada de muchos con ardor, y con ventajosos partidos, especialmente de Mons. Catec, Pensionario de Holanda, y famoso Poeta, que había hecho algunos versos en elogio suyo, cuando Ana María no tenía más de catorce años. En fin, esta mujer, merecedora de ser inmortal, murió en el de 1678 al 71 de su edad.
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§. XX
mito otras muchas doctas mujeres, que ennoblecieron a Alemania, y otros Países Europeos, por concluir con un ejemplo reciente de la Asia, para prueba de que no está la gloria literaria de las mujeres encarcelada en la Europa. 136. Este será de la bella, discreta, y generosa Sitti Maani, Mujer del famoso Viajero Pedro de la Valle, Caballero Romano. Nació Maani en la Mesopotamia, porque aquella feliz Provincia, en cuyos términos creen algunos Expositores que estuvo plantado el Paraíso, tuviese la dicha de ser Patria de dos Raqueles; pues es cierto, que Harán, donde nació la querida esposa de Jacob, era Lugar de la Mesopotamia. Habiendo hecho resplandecer desde muy jóvenes años, no menos la nobleza de su genio, y la viveza de su entendimiento, que la hermosura de su semblante, estas noticias excitaron en la curiosidad de Pedro de la Valle el deseo de lograr su vista, y tras de las noticias, las experiencias encendieron en su amor las ansias de tenerla por esposa. Efectuado el matrimonio, no sólo dejó Maani el rito Caldeo que seguía, por abrazar el Romano, pero redujo a sus padres a lo mismo. Parece increíble lo que esta amable Asiana adelantó en pocos años (porque fueron pocos los que vivió); pues no sólo adquirió todos los conocimientos, de que son capaces aquellas Regiones, que miran hoy como forasteras las Ciencias; pero llegó a entender doce diferentes idiomas. Aún fue más crecido el número, como también la perfección de sus virtudes morales; entre las cuales, como más extraña en su sexo, brilló más la fortaleza, habiendo asistido armada en dos, o tres encuentros a la defensa de su marido. Esta mujer, de muchos modos peregrina, por sus prendas, y por sus viajes, en uno de ellos, cerca de Ormuz, rindió la vida a una fiebre, verdaderamente maligna, a los veinte y tres años de edad. Así murió, con dolor de cuantos la conocían, esta nueva Raquel, tan semejante a la antigua, que parece que la naturaleza, y la fortuna estudiosamente formaron el paralelo. Entrambas naturales de Mesopotamia. Entrambas bellas por extremo. Entrambas casadas con hombres muy merecedores; pero forasteros. Entrambas iguales en la resolución de dejar el rito patrio por seguir la Religión del esposo. Entrambas conformes en llevar parte de la vida peregrinando, siguiendo los pasos de sus consortes. Y al fin entrambas murieron en la flor de su edad, y en el camino. Pero en el trance fatal parece que fue muy desemejante el esposo de la una al de la otra, por haber excedido mucho Pedro de la Valle al Patriarca Jacob en la fineza. Este sepultó a su Raquel en el mismo camino donde murió; cuando parece que correspondía al grande mérito de su esposa tener con su cadáver la atención que tuvo con el propio, el cual encargó fuertemente a su hijo Josef condujese al sepulcro de sus mayores, que estaba en Hebrón. Este cuidado, que se echa menos en aquel amante Patriarca (bien que se debe discurrir, que hubo razón poderosa, o misteriosa, o natural para omitirle), sobresalió con los realces más finos en Pedro de la Valle; porque después de bien aromatizado el cadáver de su adorada Maani, depositado en costosa urna, le condujo consigo cuatro años enteros que discurrió por la Asia, llevando siempre puesta la vista en sus cenizas, como el corazón, y la memoria en sus virtudes; hasta que volviendo a Roma, colocó aquellos despojos de la parca en el sepulcro de sus mayores los Señores de la Valle, que le tienen en la Capilla de S. Pablo de la Iglesia de Santa María de Ara-Coeli, con tan ostentosos funerales, que apenas se vieron más magníficos, pronunciando el mismo Pedro de la Valle la Oración Fúnebre, en que dijeron mucho más sus ojos que sus labios, hasta que cesaron del todo los labios, porque lo dijesen todo los ojos. Fue el caso, que anudada la garganta de la congoja, fue preciso dejar la Oración imperfecta; y cuanto estaba prevenido en elocuentes cláusulas, se derritió en lágrimas tiernas: voces propias del dolor, cuyos ecos reciprocó el numeroso concurso en sus gemidos. NOTA. Sitti es título de honor entre los Persianos que equivale a Señora. §. XXI
emos omitido en este catálogo de mujeres eruditas muchas modernas, porque no saliese muy dilatado; y todas las antiguas, porque se encuentran en infinitos libros. Baste saber (y esto parece más que todo) que casi todas las mujeres, que se han dedicado a las letras, lograron en ellas considerables ventajas; siendo así que entre los hombres apenas de ciento que siguen los estudios, salen tres, o cuatro verdaderamente sabios. 138. Pero porque esta reflexión podía poner a las mujeres en paraje de considerarse muy superiores en capacidad a los hombres, es justo ocurrir a su presunción, advirtiendo que esa desigualdad en el logro de los estudios nace de que no se ponen a ellos, sino aquellas mujeres en quienes, o los que cuidan de su educación, o ellas en sí mismas, reconocieron particulares disposiciones para la consecución de las ciencias; pero en los hombres no hay esta elección: los padres, en atención a adelantar su fortuna, sin consideración alguna de su genio, o de su rudeza, los destinan a la carrera literaria; y siendo los más de los hombres de habilidad corta, es preciso que salgan pocos aventajados en literatura. 139. Mi voto, pues, es, que no hay desigualdad en las capacidades de uno y otro sexo. Pero si las mujeres para rebatir a importunos despreciadores de su aptitud para las Ciencias, y Artes quisieren pasar de la defensiva a la ofensiva, pretendiendo por juego de disputa superioridad respecto de los hombres, pueden usar de los argumentos propuestos arriba, donde de las mismas máximas físicas, conque se pretende rebajar la capacidad de las mujeres, mostramos que con más verisimilitud se infiere ser la suya superior a la nuestra. 140. A que les añadiremos la autoridad de Aristóteles, el cual en varias partes enseña, que en todas especies de animales, incluyendo expresamente a la humana, las hembras son más astutas, e ingeniosas que los másculos: señaladamente en el lib. 9. de Histor. Animal. c. I, donde pronuncia así la sentencia: In omnibus verò, quorum procreatio est, foeminam, & marem simili ferè modo natura distinxit moribus, quibus mas differt à foemina, quod praecipuè tum in homine, tum etiam in iis, quae magnitudine praestent, & quadrupedes viviparae sint, percipitur: sunt enim foeminae moribus mollioribus, mitescunt celeriùs, & malum faciliùs patiuntur, discunt etiam, imitanturque ingeniosiùs. 141. Esta autoridad de Aristóteles, que a las mujeres concede, no sólo la ventaja de docilidad, y blandura de genio, mas también el exceso de ingenio sobre los hombres, podrá hacer gran fuerza a tantos adoradores de este Filósofo, que le llaman el genio penetrante de la naturaleza, y término de la humana inteligencia. Pero yo a las mujeres les prevengo, que no les está bien dar mucha fe a Aristóteles; porque si en el lugar citado las ennoblece con la superioridad en la perspicacia, poco más abajo las envilece con el aumento en la malicia: Verum malitiosores, astutiores, insidiores foeminae sunt. Y aunque algo después les concede el noble atributo de la misericordia, con preferencia a los hombres, luego las mancha con los borrones de la envidia, la maledicencia, la mordacidad, y otros: Ita quod mulier misericors magis, & ad lacrymas propensior, quam vir est: invida iter magis, & querula, & maledicentior, & mordacior. No sé, pues, que quieran las mujeres aceptar con estas pensiones la ventaja de ingenio que las concede el Filósofo. No obstante se puede discurrir, que cuando quien estaba tan mal con ellas, asentó la baza de ser más ingeniosas, no debieron de ser ligeros los fundamentos.
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§. XXII
quí ocurre, y es razón decir algo de la aptitud de las mujeres para aquellas artes más elevadas que las en que comúnmente se ejercitan, como la Pintura, y la Escultura. Poquísimas mujeres se dedicaron a estas artes; pero de esas pocas salieron algunas excelentes Artífices. De la admirable Ana María Schurmán ya se dijo arriba cómo fue eminente en Pintura, Escultura, y Grabadura. 143. En Italia fueron Pintoras celebradas las tres hermanas Sophonisba, Lucía, y Europa de Angosciola: a la primera de las cuales trajo a su servicio Isabela, Reina de España, mujer de Felipe II, y era tan grande su reputación, que el Papa Pío IV solicitó un retrato de aquella Reina de mano de Sophonisba. 144. Irene de Spilimberg, Veneciana, fue tan primorosa en el mismo Arte, que se equivocaban frecuentemente sus pinturas con las del Ticiano, cuya contemporánea fue. Arrebatola el hado a los veinte y siete años de su edad, con dolor universal, y aun con lágrimas de su propio competidor. 145. Teresa de Pó logra en Nápoles hoy (si es que aún vive) alta estimación en la Pintura; y se pueden ver preciosos lienzos suyos en el gabinete de la Excelentísima Señora Marquesa de Villena, que le hizo trabajar siendo Virreina de Nápoles. 146. Aun en la Estatuaria produjo la Italia mujeres famosas. Propercia de Rosi fue generalmente aplaudida por sus hermosos diseños, y bien labradas estatuas de mármol. Pero más que esta, y más que todas la insigne Labinia Fontana. En Francia sólo tengo noticia de una Pintora, pero de primer orden. Esta fue Isabela Sophia de Cherón, conocida por el nombre de Madama Le-Hai: la cual, sobre las prendas de más que mediana Poetisa, y Música, fue en el arte de pintar perfectísima, y tan celebrada por ella, que el Delfín, hijo de Luis el Grande, hizo que le pintase a él, y a sus hijos. Lo mismo hizo Casimiro V, Rey de Polonia, que residió en París, después de su voluntaria abdicación de aquella Corona: lo mismo muchos de los primeros Señores de Francia, que se dignaban de ir a la casa de Isabela, como lo hizo muchas veces el Príncipe de Condé para este efecto. El Emperador Josef la quiso llevar a Viena, señalándole una pensión crecida; y no pudiendo reducirla, le envió los modelos de su semblante, y de todos los demás de la Familia Imperial, para que sobre ellos formase los retratos. Siendo extremada, así en el diseño, como en el colorido su exactitud, no era menor la facilidad; pues seguía cualquiera conversación, sin dar treguas al pincel. Pero las acciones cristianas, y generosas de su piadoso espíritu la hicieron más estimable que los rasgos de su mano. Y murió como vivió el año de 1711. 147. Adonde se ve mejor la igualdad de las mujeres con los hombres en la aptitud para las artes nobles, es en la Música (como facultad indiferente a uno y otro sexo), pues las que se aplican a ella, tantas ventajas logran respectivamente al tiempo que estudian, como nosotros; ni hallan más dificultad los Maestros de este Arte en enseñar a niñas que a niños. Yo conocí una de esta profesión, que antes de llegar a quince años era Compositora. De intento, en la mención que se ha hecho de tantas mujeres ilustres, no se tocó en las excelsas prendas de nuestra esclarecida Reina la Señora Doña Isabel Farnesio, ya porque no se atrevió a entrar en este sagrado con tan grosera pluma mi respeto, ya porque otra más bien cortada entre los timbres de su Regia Casa, tiró algunos rasgos a delinear los resplandores de la Persona. |
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§. XXIII
eo ahora, que se me replica contra todo lo que llevo dicho, de este modo. Si las mujeres son iguales a los hombres en la aptitud para las artes, para las ciencias, para el gobierno político, y económico, ¿por qué Dios estableció el dominio, y superioridad del hombre, respecto de la mujer, en aquella sentencia del cap. 3 del Génesis Sub viri potestate eris? Pues es de creer, que diese el gobierno a aquel sexo, en quien reconoció mayor capacidad. 149. Respondo lo primero, que el sentido específico de este Texto aún no se sabe con certeza, por la variación de las versiones. Los Setenta leyeron: Ad virum conversio tua. Aquila: Ad virum societas tua. Symmacho: Ad virum appetitus, vel impetus tuus. Y el doctísimo Benedicto Pereira dice, que traduciendo el original Hebreo palabra por palabra, sale la sentencia de este modo: Ad virum desiderium, vel concupiscencia tua. 150. Lo segundo respondo, que se pudiera decir, que la sujeción política de la mujer fue absolutamente pena del pecado, y así en el estado de la inocencia no la habría. El Texto por lo menos no lo contradice; antes bien parece que habiendo de obedecer la mujer al varón en el estado de la inocencia, debiera Dios intimarle la sujeción luego que la formó. Siendo esto así, no se infiere que la preferencia se le dio al hombre por exceder a la mujer en entendimiento, sino porque la mujer le dio la primera ocasión al delito. 151. Lo tercero digo, que tampoco se infiere superioridad de talento en el varón, aunque desde su origen le diese Dios superioridad gubernativa de la mujer. La razón es, porque aunque sean iguales los talentos, es preciso que uno de los dos sea primera cabeza para el gobierno de casa, y familia; lo demás sería confusión, y desorden. Entre las especies probables de gobierno tienen los Filósofos Morales, siguiendo a Aristóteles, por la ínfima, o menos perfecta la que se llama Timocracia, en que todos los individuos de la República mandan igualmente, o tienen igual voto. Pero entre marido, y mujer, no sólo sería imperfecto este modo de mandar en cuanto al gobierno económico, sino imposible; porque en la multitud del Pueblo, cuando haya diversidad de dictámenes, se puede decidir la dificultad por pluralidad de votos; lo que entre marido, y mujer no puede suceder, porque están uno a uno: y así, en caso de oponerse en el dictamen, no se puede determinar si no es uno de los dos superior. ¿Pero por qué habiendo de ser superior el uno, siendo iguales los talentos, quiso Dios que lo fuese el hombre? Pueden discurrirse varios motivos en el exceso de otras prendas, como en la constancia, o en la fortaleza; porque estas virtudes convienen para tomar las resoluciones convenientes, y mantenerlas después de tomadas, atropellando en uno, y otro los estorbos de temores, o vanos, o ligeros: pero es mejor decir, que en las divinas resoluciones ignoramos por la mayor parte los motivos. §. XXIV
oncluyo este Discurso, satisfaciendo a un reparo que se podrá formar sobre el asunto; y es, que persuadir al género humano la igualdad de ambos sexos en las prendas intelectuales, no parece que trae utilidad alguna al Público, antes bien le ocasionará algún daño, por cuanto fomenta en las mujeres su presunción, y orgullo. 153. Pudiera ocurrir a este escrúpulo sólo con decir, que en cualquiera materia que se ofrezca al discurso, es utilidad bastante conocer la verdad, y desviar el error. El recto conocimiento de las cosas por sí mismo es estimable, aun sin respecto a otro fin alguno criado. Las verdades tienen su valor intrínseco; y el caudal, o riqueza del entendimiento, no consta de otras monedas. Unas son más preciosas que otras, pero ninguna inútil. Ni la verdad, que hemos probado, puede por sí inducir vanidad, y presunción en las mujeres. Si ellas son verdaderamente en las perfecciones de la alma iguales con nosotros, no habrá vicio alguno en que lo conozcan, y entiendan así. Santo Tomás, hablando de la vanagloria, dice, que este pecado no se incurre, por conocer cada uno, y aprobar el bien, o perfección que tiene: Quod autem aliquis bonum suum cognoscat, & approbet, non est peccatum {(a) 2. 2. quaest. 132. art. I.}. Y en otra parte, hablando de la presunción, dice, que este vicio siempre se funda en algún error del entendimiento: Praesumptio autem est motus appetitivus, quia importat quamdam spem inordinatam, habet autem se conformiter intellectui falso {(b) Quaest. 22. art. 2.}. Luego el conocer las mujeres lo que son, como no lleguen a pensar de sus prendas más de lo que deben, no podrá hacerlas vanagloriosas, o presumidas; antes, si se mira bien el desengaño a que se ordena este capítulo, no añade presunción a las mujeres, y se la quita a los hombres. 154. Pero mucho más pretendo, y es, que la máxima que hemos establecido, no sólo no puede ocasionar en lo moral daño alguno, sino que puede traer mucho provecho. Considérese a cuantos hombres la imaginada superioridad de talentos los hace osados para emprender sobre el otro sexo criminales conquistas. En cualquiera lid la confianza, o desconfianza de la fuerza propia, hace mucho para ganar, o perder la batalla. El hombre en fe de la ventaja en el discurso, propone con valentía; la mujer, juzgándose inferior, escucha con respeto. ¿Quién puede negar aquí una gran disposición para que él venza, y ella se rinda? 155. Sepan, pues, las mujeres, que no son en el conocimiento inferiores a los hombres: con eso entrarán confiadamente a rebatir sus sofismas, donde se disfrazan con capa de razón las sinrazones. Si a la mujer la persuaden, que el hombre, respecto de ella, es un oráculo, a la más indigna propuesta prestará atento el oído, y reverenciará como verdad infalible la falsedad más notoria. Bien se sabe a qué torpezas han reducido los Herejes, que llamamos Molinistas, a muchas mujeres antecedentemente muy virtuosas. ¿De qué nació la perversión, sino de haber imaginado en ellos unos hombres de superiores luces, y de haber desconfiado con demasía del propio entendimiento, cuando les estaba representando bien claramente la falsedad de aquellos venenosos dogmas? 156. Otra consideración hay que hacer muy importante en esta materia. Es cierto que cualquiera cede más fácilmente a aquel en quien reconoce alguna notable ventaja. Un hombre sirve sin violencia a otro hombre, que es más noble que él; pero con suma repugnancia, si son iguales en nacimiento. Lo propio sucede en nuestro caso. Si la mujer está en el error de que el hombre es de sexo mucho más noble, y que ella por el suyo es un animalejo imperfecto, y de bajo precio, no tendrá por oprobio el rendírsele; y llegándose a esto la lisonja del obsequio, reputará por gloria lo que es ignominia. Conozca, pues, la mujer su dignidad, como clamaba S. León al hombre. Sepa que no hay ventaja alguna de parte de nuestro sexo; y así, que siempre será oprobio, y vileza suya conceder al hombre el dominio de su cuerpo, salvo cuando le autorice la santidad del matrimonio. 157. Aún no he dicho toda la utilidad que en lo moral traerá el sacar a los hombres, y mujeres de este error en que están, de la desigualdad de los sexos. Firmemente creo que este error es causa de mancharse con adulterios infinitos tálamos. Parece que me enredo en una extraña paradoja; pero no es sino una verdad constante: Atención. 158. Pasados pocos meses, después que con el vínculo del matrimonio se ligaron las almas de dos consortes, pierde la mujer aquella estimación que antes lograba por alhaja recién poseída. Pasa el hombre de la ternura a la tibieza, y la tibieza muchas veces viene a parar en desprecio, y desestimación positiva. Cuando el marido llega a este vicioso extremo, empieza a triunfar, y a insultar a la esposa en fe de las ventajas que imagina en la superioridad de su sexo. Instruido de aquellas sentencias, que la mujer que más alcanza, alcanza lo que un niño de catorce años: que no hay que buscar en ellas seso, ni prudencia, y otras de este jaez, todo lo que observa en la suya trata con sumo desprecio. En este estado cuanto la pobre mujer discurre es un delirio, cuanto dice un despropósito, cuanto obra un yerro. El atractivo de la hermosura, si es que la tiene, ya no sirve de nada, porque le rebajó el precio la seguridad de la posesión. Ese es un hechizo que ya está deshecho. Sólo se acuerda el marido de que la mujer es un animal imperfecto; y si se descuida, a la más linda le echará en la cara, que es un vaso de inmundicia. 159. En este estado de abatimiento está la infeliz mujer, cuando empieza a mirarla, como suelen decir, con buenos ojos un galán. A la que está aburrida de ver a todas horas un semblante ceñudo, es natural que le parezca demasiadamente bien un rostro apacible. Esto basta, para facilitar la conversación. En ella no oye cosa que no la lisonjee el gusto. Antes no escuchaba sino desprecios; aquí no se le habla sino de adoraciones. Antes era tratada como menos que mujer; ahora se ve elevada a la esfera de deidad. Antes se le decía que era una tonta; ahora escucha que tiene un entendimiento divino. En la boca del marido era toda imperfecciones; en la del galán es toda gracias. Aquel la señoreaba como tirano dueño; éste se le ofrece como rendido esclavo. Y aunque el enamorado, si fuera marido, hiciera lo mismo que el otro, como eso no lo previene la triste casada, halla entre los dos la distinción que hay entre un Ángel, y un bruto. Ve en el marido un corazón lleno de espinas; en el galán coronado de flores. Allí se le presenta una cama de hierro; aquí de oro. Allí la esclavitud; aquí el imperio. Allí la mazmorra; aquí el solio. 160. En esta situación ¿qué hará la mujer más valiente? ¿Cómo resistirá dos impulsos dirigidos a un mismo fin, uno que la impele, otro que la atrae? Si el Cielo no la detiene con mano poderosa, segura es la caída. Y si cae, ¿quién puede negar que su propio marido la despeña? Si él no la tratara con vilipendio, no le hiciera fuerza el amante con la lisonja. El mal tratamiento del uno, da valor al rendimiento del otro. Todo este mal viene muchísimas veces de aquel concepto bajo que los hombres casados tienen hecho del otro sexo. Déjense de esas erradas máximas, y lograrán las mujeres más fieles. Estímenlas, pues Dios los manda amarlas: y desprecio, y amor no entiendo cómo se pueden acomodar juntos en un corazón, respecto del mismo objeto.
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n afecto, que es el primer móvil de todas las acciones humanas, príncipe de todas las pasiones, monarca cuyo vasto imperio no reconoce en la tierra algunos límites, máquina con que se revuelven y trastornan reinos enteros, ídolo que en todas las religiones tiene adoradores; en fin, astro fatal, de cuya influencia pende la fortuna de todos, pues según sus varios aspectos (quiero decir, según su mira a objetos diferentes), a unos hace eternamente dichosos, a otros eternamente infelices; un afecto, digo, dotado de tales prerrogativas, bien merece algún lugar en este Teatro. Mas, ¿qué hemos de decir del amor que no esté ya dicho infinitas veces? ¿Será bien que repitamos, ni aun en compendio, lo que está esparcido en innumerables libros, o bien refiriendo mil vulgarizadas historias, o bien tejiendo una fastidiosa rapsodia de sentencias de filósofos y poetas? A la verdad, esto es lo que se estila, no sólo en esta materia, sino en todas. Respecto de cualquier asunto, los escritores (mejor los llamaremos escribientes) son muchos, los autores rarísimos. La producción de los libros comunísimamente es producción unívoca. Llaman así los filósofos de la escuela a aquella producción en que el efecto es de la misma especie que su causa. ¿Qué quiero decir? Que los libros comunísimamente son hijos de otros libros, no de la idea y entendimiento de los que los escriben. ¡Oh, cuántos grajos no hacen sino repetir lo que cantaron algunos cisnes! ¡A cuántos vivos no se oyen sino los ecos de las voces de algunos muertos! ¡Cuántas cornejas sólo se adornan de ajenas plumas! Aún sería tolerable si estos escribientes supiesen dar a lo que trasladan una nueva agradable forma. Mas lo que a cada paso se ve es que de preciosos materiales fabrican torpísimos edificios, y de bellas pinturas sacan en la copia infelices mamarrachos. Para escritores de este género no hay asunto más copioso que el del amor, pues con lo que hay escrito de él se puede llenar no un gran libro, sino una gran biblioteca; mas por lo mismo que hay tanto escrito del amor, para el que quisiere decir algo de nuevo, ningún asunto parecerá más estéril. Parecerá, digo; pero realmente no lo es. Es verdad que, por lo que toca a la filosofía moral, hay bastante escrito del amor; por lo que mira a la poesía y discursos académicos, es demasiado, es infinito lo que hay escrito; mas por lo que pertenece a la física, o filosofía natural, se puede asegurar que aún está la materia casi intacta. A la filosofía pertenece examinar las causas de las cosas. ¿De qué causas nace o pende el amor? Cuatro géneros de causas distinguen los filósofos: eficiente, material, formal y final. La eficiente es el sujeto amante, y él mismo también es causa material, uno y otro mediante el alma como potencia remota y radical, y la voluntad como potencia formal y próxima. La final es la bondad del objeto amado. Causa formal no la hay aquí, porque el mismo amor es forma, que denomina al sujeto amante; y según el axioma filosófico, para una razón formal no hay que buscar otra razón formal. Todo lo dicho es clara y llana filosofía; pero en el lenguaje común de los hombres se ha hecho gran lugar un axioma que incluye con las causas expresadas otra distinta de ellas. El axioma es que la semejanza es causa del amor. En el tomo II, discurso IX, número 9, toqué de paso este punto, y es preciso repetir aquí lo que escribí allí. Estas son mis palabras: «La regla de que la semejanza engendra amor, y la desemejanza odio, tiene tantas excepciones que pudiera borrarse del catálogo de los axiomas. A cada paso vemos diversidad en los genios, sin oposición en los ánimos, y aun creo que dos genios perfectamente semejantes no serían los que más se amasen: acaso se causarían más tedio que amor, por no hallar uno en otro sino aquello mismo que siempre posee en sí propio. La amistad pide habitud de proporción, no de semejanza. Únese la forma con la materia, no con otra forma, con ser desemejante a aquélla y semejante a ésta. Con corta diferencia pasa en la unión afectiva lo que en la natural. Los ardores del amor se encienden en cada individuo por aquella perfección que halla en otro, y no en sí mismo. Puede ser que en otra ocasión, extendiéndome más sobre esta materia, ponga en grado de error común el axioma de que la semejanza engendra amor, como comúnmente se entiende». Llegó el caso de ejecutarlo, siendo el motivo la noticia que tuve de que algunos curiosos lo deseaban. |
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II
or lo cual digo, lo primero, que, hablando con propiedad filosófica, nunca se puede rectamente decir que la semejanza es causa del amor. La razón es, porque si lo fuese, era preciso reducirse a alguno de los cuatro géneros de causas expresado; pero a ninguno de ellos puede reducirse: no al de causa eficiente, porque la semejanza, siendo una pura relación predicamental, carece de toda actividad. No al de causa material, porque ésta, si se habla de la próxima, lo es la voluntad; si de la remota, el alma. No al de causa formal, por lo que se ha dicho arriba de que para una razón formal no hay otra razón formal, fuera de que es evidente que el amor no es sujeto receptivo de la semejanza ni en la substancia ni en otra cosa distinta del mismo amor. No al de causa final, porque el motivo y fin del amante no es la semejanza, sino la bondad del objeto amado. Vaya otro argumento generalísimo. Si la semejanza fuese causa del amor, cuanto mayor fuese la semejanza produciría mayor amor; porque las causas tanto son más activas cuanto más perfectas en aquel predicado o formalidad de donde se deriva su eficacia. Vese esto en la bondad, que porque es causa motiva del amor, cuanto es más bueno el objeto, como le proponga tal el entendimiento, tanto mayor amor causa; luego si la semejanza fuese causa del amor, a mayor semejanza conocida y propuesta por el entendimiento, naturalmente correspondería mayor amor en la voluntad; luego el hombre sin desorden, antes bien conformándose a la naturaleza de las cosas, más amaría a otro hombre que a Dios, pues es sin comparación más semejante un hombre a otro que Dios al hombre. Responderáseme acaso que el exceso de bondad que hay de parte de Dios compensa con grandes ventajas o prevalece al exceso de semejanza que hay de parte del hombre; pero de la misma suposición que se hace en la respuesta, infiero yo que la mayor semejanza es totalmente inútil para influir mayor amor. La razón es porque, puesto que Dios es más bueno que el hombre, y el hombre más semejante al hombre que Dios, se sigue que la mayor semejanza no tiene conexión alguna con la mayor bondad; luego no es influxiva de mayor amor, porque sólo podría serlo en virtud de alguna conexión (como de fundamento con el fundado) con la mayor bondad; pues siendo la bondad, en buena filosofía, único motivo del amor, sólo por conexión con la bondad puede otra cualquiera cualidad considerarse como influyente en el amor. Más. Cuanto Dios excede en bondad o perfección al hombre, tanto el hombre es desemejante a Dios. La razón es clara, porque la diversidad entre dos extremos crece a proporción de la desigualdad de perfección que hay entre ellos; luego siendo Dios infinitamente más perfecto que el hombre, el hombre será infinitamente menos semejante a Dios que a otro hombre; luego estarán en equilibrio estas dos causas del amor, semejanza y bondad, colocada aquélla en el hombre, ésta en Dios, para el efecto de motivar el amor en otro hombre; luego éste sin absurdo, y arreglándose a la naturaleza de las cosas, podrá amar tanto a otro hombre como a Dios. La infinita diversidad que reconocemos entre Dios y el hombre no obsta (porque quitemos este escrúpulo a los que miran las cosas a bulto) a la semejanza que entre Dios y el hombre nos atestigua el sagrado texto del Génesis: Faciamus bominem ad imaginem et similitudinem nostram. Es así que el hombre, por su naturaleza intelectual, es semejante a Dios, y con tal semejanza, que respecto de Dios no la hay mayor ni aun igual, de los ángeles abajo, en todo el Universo. Con todo, hay infinita diversidad entre Dios y el hombre. Con todo, el hombre es más semejante al bruto, a la planta, a la piedra, que a Dios. La distancia o desigualdad de perfección que hay entre el hombre y la piedra es finita. La que hay entre el hombre y Dioses infinita. A esta distancia o desigualdad de perfección se proporciona la diversidad. Asunto es éste que abre campo a nada vulgares delicadezas metafísicas y que está brotando ingeniosos problemas; verbigracia: ¿Cómo una naturaleza vital e intelectual (la del hombre) es más diversa de otra naturaleza vital e intelectual (la de Dios) que de una naturaleza que carece de toda intelectualidad y vida? (la de la piedra). ¿Cómo en infinita diversidad cabe alguna semejanza? ¿Cómo siendo infinita la distancia que hay del hombre a Dios aún dista más de Dios la piedra que el hombre? Non omnes capiunt verbum istud. Mas porque no nos permite nuestro propósito detenernos en desenmarañar dificultades metafísicas, qui potest capere, capiat.
III
escendamos ya de las especulaciones filosóficas y metafísicas a las observaciones experimentales. ¿Qué muestra en nuestro propósito la experiencia? Lo mismo que la razón; esto es: que ni la semejanza tiene conexión alguna con el amor, ni la desemejanza con el odio. En todo género de amores señalaremos experimentos. Más semejante es el hombre feo a la mujer fea que a la hermosa; con todo ama a ésta y no a aquélla. Más semejante es la mujer de ánimo flaco y débil al hombre pusilánime que al valeroso; con todo, ama a éste y desestima a aquél. Ferrum est, quod amant, dice Juvenal de todas las mujeres con ocasión de hablar de Hippia, enamoradísima de un gladiador feísimo. Más semejantes son recíprocamente los individuos de un mismo sexo que los de sexo diferente; con todo, los de sexo diferente se aman más. Ni se me diga que esto sólo se verifica en el amor torpe, pues es cierto que no hablaba David, respectivamente, al amor torpe, cuando para encarecer la eminente amabilidad de Jonatás dijo que era más amable que las mujeres: Amabilis super amorem mulierum. Amaba extremadamente Amnon a su hermana Thamar; insultóla violentamente, y al punto empezó a aborrecerla aún más que la había amado antes. Pregunto si antes del insulto era Thamar semejantísima a Amnon y mediante el insulto se hizo desemejantísima. Tan semejante se quedó como era antes; y con todo, Amnon pasó, respecto de ella, de un grande amor a un sumo odio. ¡Cuántos cada día de enemigos se hacen amigos, de amigos enemigos, sin alterarse un punto la semejanza o desemejanza que hay entre ellos! Muchos hombres han amado y aman más a tales o tales brutos, ya en individuo, ya en especie, que a cuanto hay escogido en la propia. Este es perdido por perros y no piensa en otra cosa; aquél, por caballos; el otro por pájaros. ¡Cuántos han sentido más la muerte de un ruiseñor que la de un vecino! ¿Cuántas damiselas lloraron más la de una perrilla que la de una parienta! Omitiendo como fabuloso, y acaso no lo será, lo que Homero dice de Andrómaca, mujer de Héctor, que amaba y cuidaba más de los caballos del marido que del marido mismo. Calígula amaba tanto a un caballo suyo velocísimo, que más de una vez le tuvo por convidado a su mesa y le hacía ministrar vino en vasos de oro. Xifilino lo dice. El emperador Antonino Vero, a otro, que amaba con igual extremo y se le murió, dio magnífico sepulcro, y mandó hacer simulacro de oro que le representase, que traía siempre consigo. Cuéntalo Marco Antonio Sabelico. Craso derramó lágrimas por la muerte de una murena que tenía domesticada. Refiérelo Plutarco. Pregunto si todos éstos contemplaban mayor semejanza con ellos en los brutos que hicieron objeto de su cariño que en los individuos de su especie. Contemporáneo de Craso, el enamorado de la murena, fue Domicio, el cual, increpando a aquél sobre haber llorado la muerte de un pez, Craso discretamente le recriminó sobre el extremo opuesto, porque había enterrado tres mujeres sin tributar ni una lágrima sola a ninguna de ellas. ¿Había alguna semejanza mayor entre Craso y su murena que entre Domicio y sus esposas? ¿Quién pronunciará tal quimera? Aun a objetos mucho más desemejantes al hombre que los brutos, esto es, los vegetables, se extiende el amor humano. Jerjes estuvo locamente enamorado de un hermoso plátano que vio en la Lidia, hasta adornarle con preciosos dijes y señalar sujeto espectable que velase siempre en su custodia. El orador Quinto Hortensio amaba también extraordinariamente los plátanos que tenía en una quinta suya en el Tusculano, y los regaba con vino. Pasieno Crispo, dos veces cónsul y segundo marido de Agripina, madre de Nerón, casi entregó todo su corazón a un moral de bella disposición que había en el mismo Tusculano; de modo que no sólo le regaba con vino y dormía a su sombra, con preferencia de la hierba que cubrían sus ramas a las plumas del más delicioso y suntuoso lecho, sino que frecuentemente imprimía ósculos y abrazos a su tronco y ramas.
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IV
i será del caso responder que los referidos son unos amores desordenados y extravagantes. ¿Qué importa esto? Los efectos de la voluntad, por extravagantes, no salen de la esfera de actividad de sus naturales causas; y así, si la semejanza fuese causa natural y precisa del amor, el amor más desordenado buscaría en el objeto la semejanza con el amante; así como porque el amor tiene por causa eficiente y material la voluntad, y por final la bondad, o verdadera o aparente, del objeto, es imposible amor, por monstruoso y desordenado que sea, que no deba su ser a estas causas. Fuera de que aquellos amores no fueron desordenados por los objetos que miraban, sino por el exceso y el modo. En efecto, a cada paso se ven hombres muy enamorados de tal o tal planta en su jardín o huerta, sin que les rinda otra utilidad que el gusto de mirarla y la complacencia de poseerla, y sin que nadie note de desordenado aquel amor. Tampoco será respuesta decir que entre el hombre y el bruto, y aun entre el hombre y la planta, se salva alguna semejanza. Dar esto por respuesta es señal de no entender el argumento. No hay cosa en el mundo con quien el hombre no tenga alguna semejanza; y así le es imposible, no sólo amar, mas ni aun aborrecer a cosa alguna que no sea algo semejante a él. La cuestión es si la semejanza es razón de amarla; y digo que no, porque si lo fuese, mayor semejanza influiría mayor amor, por la regla filosófica: Sicut se habet simpliciter ad simpliciter, ita magis ad magis. Pero lo contrario prueba los experimentos propuestos y otros innumerables que pudieran alegarse, en quienes se ve que el hombre a cada paso ama más a objetos menos semejantes a él que a otros que son mucho más semejantes.
V
s preciso, pues, que el axioma de que la semejanza engendra amor padezca muchas limitaciones; que el axioma, como comúnmente se entiende, esto es, tomándole con la generalidad que comúnmente se le da, puede colocarse en el grado de error común. Mas, ¿qué limitaciones son éstas? Respondo diciendo, lo primero, que la semejanza engendra amor sólo para un efecto determinado, que es la sociedad. Pueden considerarse tres géneros de sociedad: sociedad natural, que es la del tálamo; sociedad política común, que es aquella con que los hombres se congregan a formar un cuerpo de república, y sociedad política privada, que es la que, por elección particular, forman dos o tres o más personas. Todas tres sociedades piden semejanza en la especie. La primera pide semejanza en la especie, pero desemejanza en el sexo, y ésta es ya otra nueva limitación. La segunda pide semejanza en la especie, sin prohibir la desemejanza en el sexo. La tercera también pide semejanza en la especie, sin prohibir la desemejanza en el sexo; mas con esta advertencia, que para algunas utilidades particulares a que aspiran este o aquel amante, pide la sociedad política privada, no sólo semejanza en la especie, mas también en inclinaciones y costumbres. El ladrón busca por compañero al ladrón para que le ayude a hurtar; el homicida al homicida, para ejecutar el golpe destinado; el incontinente al incontinente, para los coloquios torpes en que se deleita; el virtuoso al virtuoso, para aprovechar con sus instrucciones y ejemplos. La doctrina que acabo de proponer es enteramente conforme a la del Espíritu Santo en el capítulo XIII del Eclesiástico, que creo es el único lugar de las sagradas letras que toca con expresión la materia en que estamos: Omne animal diligit simile sibi, sic et omnis homo proximum sibi. Omnis caro ad similem sibi conjungetur, et omnis homo simili sui sociabitur. Si communicabit lupus agno aliquando, sic pecator justo. Hay en este pasaje tres proposiciones: la primera, en su sonido, es general: Omne animal diligit simile sibi; pero los dos siguientes la explican y limitan. Este es el ordinario método de la Sagrada Escritura, que cuando sobre este o aquel asunto propone alguna máxima vaga o indefinida, en el contexto que se sigue la explica y señala el sentido en que se debe tomar. Propone, pues, aquí con generalidad, la máxima de que todo animal ama a su semejante; pero luego explica qué amor es éste o en orden a qué efecto; esto es, en orden a la sociedad, como evidencian las repetidas expresiones de conjungetur, sociabitur, communicabit. Y más se debe notar que en la segunda y tercera proposición se indican las dos clases de sociedades, natural y política. El verbo conjungetur, especialmente aplicado al sustantivo caro, significa la sociedad o unión natural. Los verbos sociabitur y communicabit, la política; mas con la distinción que la voz sociabitur comprehende la sociedad política, pública y privada; la voz communicabit determinadamente significa la privada, lo que convence la negación, allí mismo expresada, de esta sociedad entre el justo y el pecador. Se debe notar también que la tercera proposición es hiperbólica. Dice que tan difícil o tan imposible es comunicar o hacer amigable compañía el pecador al justo como el lobo al cordero; pero apartada la hipérbole, es cierto que lo segundo nunca sucede, y lo primero cada día se experimenta. También sin hipérbole se puede explicar diciendo que la compañía que niega siempre el Espíritu Santo del pecador con el justo, es compañía ordenada a cooperar con el justo a sus buenas obras, lo cual el pecador, como tal, nunca hace.
VI
obre la limitación genérica de que la semejanza sólo conduce para el amor de sociedad entran otras limitaciones particulares respecto de todos tres géneros de sociedades, que van sucesivamente estrechando la máxima de que la semejanza engendra amor hasta dejarla en angostísimos términos. Conduce la semejanza específica para el amor de sociedad natural; pero pide desemejanza en el sexo. Esta es la primera limitación. La segunda, que admite desemejanza en la condición y en las cualidades personales, tanto intrínsecas como extrínsecas. Ama el hombre humilde a la mujer de alta condición; el pobre, a la rica; el feo, a la hermosa, y recíprocamente sucede lo mismo de parte del otro sexo. Es famoso al intento el caso referido en el capítulo VI del Génesis, en que los que se llaman hijos de Dios, esto es, según la común y mejor inteligencia, los descendientes de Seth, se enamoraron de las hembras descendientes de Caín, diversas de ellos en condición, en prosapia, en costumbres, etc. En orden al amor de sociedad política común, la máxima de que es necesaria para él la semejanza tiene limitación o excepción en el orden de la gracia. En el cielo, ángeles y hombres, aunque diversos, no sólo en especie, sino en género, formarán una misma república, unidos todos sus miembros con más estrecho amor que los de las repúblicas de la tierra. La máxima aplicada al amor de sociedad privada padece muchas excepciones: lo primero, ni aun se necesita semejanza específica para ella, pues los ángeles de guarda hacen verdadera compañía a los hombres, a cuya custodia están destinados, sin ser semejantes a ellos ni en especie ni en género ínfimo. Lo segundo, en orden a la semejanza en las costumbres, se falsifica en muchísimos casos, en que vemos a los hombres viciosos buscar y deleitarse con la compañía y conversación de los buenos. Era un grande pecador Herodes; con todo, gustaba de la conversación del santísimo Bautista: Audito eo (dice San Marcos), multa faciebat, et libenter eum audiebat. Lo tercero, muchas veces los malos aborrecen a sus semejantes en las costumbres, porque la semejanza les es en alguna manera incómoda. Aborrece el incontinente al incontinente, mirándole como posible competidor en algún intento torpe; el codicioso al codicioso, porque no puede sacar nada de él; el logrero al logrero, porque le cercena algo su ganancia; el soberbio al soberbio, porque no puede dominarle o insultarle como al humilde; el impaciente al impaciente, porque en la ira ajena ve algún riesgo al desahogo de la propia; y, al contrario, aman como cómodos el incontinente al casto, el codicioso al liberal, el soberbio al humilde, el iracundo al pacífico. Lo cuarto, aun en los casos en que el vicioso ama la sociedad de su semejante, la semejanza sea accidentalmente para el amor. Ama el ladrón la sociedad de otro ladrón, porque le servirá como concausa o instrumento para hurtar. Digo que la semejanza en la inclinación o habilidad de hurtar no influye per se en aquel amor. Véese esto en que el que quiere hurtar ama todo lo que es conducente para el robo, que sea semejante a él, que no; ama las pistolas, ama la ganzúa, ama la mascarilla y otras cosas, con quienes no tiene semejanza, aun en la especie ni el género. Lo quinto, tampoco en el amor que el bueno tiene al bueno influye per se la semejanza. Si por imposible fuera este bueno, sin ser semejante al otro, aun el otro le amaría; porque siendo bueno amaría sin duda la virtud aun en sujeto, por posible o imposible, desemejante a él. Más: uno que es bueno y justo en grado remiso ama mucho más a otro que es virtuoso en grado eminente, que al que lo es en grado remiso, como él; sin embargo, es más semejante a él éste que aquél; porque con éste tiene semejanza en la esencia de la cualidad y en el grado; con aquél, en la esencia de la cualidad solamente. Finalmente, el virtuoso ama aún a aquel que posee algunas virtudes de que él carece. Aunque no tenga vocación de mártir, ama al mártir; aunque sea ignorante, ama al sabio; aunque sea tímido, ama al fuerte; luego no es la semejanza quien influye en el amor: si lo fuese, más amaría el virtuoso, o ignorante, o tímido a otro virtuoso, ignorante o tímido como él, que al virtuoso, sabio o fuerte; lo cual no sucede así, sino al contrario. |
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VII
sí probado, por razón y por experiencia, que la máxima de que la semejanza es causa del amor, sólo es verdadera reducida a muy estrechos términos, y que, por consiguiente, en la generalidad que comúnmente se le atribuye puede ser reputada por error común, nada nos embarazará la copia de autoridades que nos alegan en contrario. Toda opinión común, que verdadera, que falsa, supónese que tiene muchos patronos, y entre ellos, algunos de especial autoridad. Por tanto, se debe suponer también que quien se arroja a la empresa de derribarla se hace la cuenta de no tropezar en este reparo. Como advirtió bien el ilustrísimo Cano, en la ciencia teológica se debe preferir la autoridad a la razón; en todas las demás facultades y materias se debe preferir la razón a la autoridad: Cum vero in reliquis disciplinis omnibus primum locum ratio teneat, postremum Auctoritas: at Theologia tamen una est, in qua non tam rationis in disputando, quam auctoritatis momenta quaerenda sunt. (Lib. I de Locis. cap. 2.) Esto bastaría para satisfacción de cualquier autoridad que se nos opusiese. Pero habiendo tocado este punto el angélico Santo Tomás en la I 2.ª a quest. 17, artículo III, la especial veneración que profeso a su doctrina no me permite dejar de examinar su sentir, el cual, a los que no tienen ojos más que para ver la corteza de la letra, parecerá sin duda expresa y directamente contrario al nuestro. Propone Santo Tomás, en el lugar citado, la cuestión en términos terminantes: Utrum similitudo sit causa amoris? Su conclusión es afirmativa: Respondeo dicendum, quod similitudo, proprie loquendo, est causa amoris. Ni se puede decir que el sentir de Santo Tomás sea que la semejanza es causa de algún amor, no de todo; lo primero, porque la conclusión es absoluta, y el Santo no le pone limitación alguna. Lo segundo, porque si sintiera el Santo que la semejanza es causa del amor, con las limitaciones que hemos puesto, o con algunas de ellas, las expresaría de necesidad en la respuesta al primero, tercero y cuarto argumento que se propone en contrario; porque dichos argumentos se fundan sobre ejemplares semejantes a algunos de los que en este discurso y en el nono del segundo tomo propusimos, mostrando que en ellos hay amor sin semejanza. Digo que si Santo Tomás sintiera, con nosotros, que en aquellos casos no se verifica que la semejanza es causa del amor, respondería que esta máxima no es generalmente verdadera, y señalaría alguna o algunas limitaciones. Pero no lo hace así; antes, a todos los argumentos responde insistiendo en que en los mismos casos que proponen se verifica la máxima. Puesto todo lo dicho, parece que está cerrada la puerta para exponer a Santo Tomás de modo que nos sea contrario. Sin embargo, está muy abierta y patente, observando qué entendió el Santo por semejanza en el artículo citado, o qué amplitud dio al significado de esta voz. Nótese, lo primero, que en el cuerpo del artículo señaló dos especies o clases de semejanzas. La primera consiste en que los extremos que se comparan tengan actualmente un mismo predicado, denominación o forma; como dos sujetos blancos son semejantes, porque ambos tienen actualmente blancura. La segunda consiste en que un sujeto tenga, en potencia o en inclinación, aquello que el otro tiene actualmente. En este sentido se puede decir que la potencia es semejante al acto, y la materia a la forma. Nótese, lo segundo, que en conformidad de esta doctrina responde al segundo, tercero y cuarto argumento con la segunda clase de semejanza, concediendo en los casos que proponen los argumentos sólo una semejanza, que consiste en habitud de proporción, potencia o inclinación. Cualquiera ve que, tomando la semejanza en este sentido, es imposible haber amor sino entre semejantes, porque es imposible haber amor sin inclinación. Pero también ve cualquiera que esto es tomar la semejanza latísimamente. No hay cosas más desemejantes en todo el vasto imperio de la naturaleza que la materia primera y la forma: aquélla, pura potencia; ésta, acto formal; aquélla, imperfectísima; ésta, continente de toda la perfección específica; aquélla, que dista casi nada de la nada, prope nihil, como se explican muchos escolásticos; ésta, que da todo el ser específico al compuesto natural. Con todo, entre estas dos entidades desemejantísimas se salva alguna semejanza, entendiendo por semejanza la inclinación, habitud y potencia de la materia a la forma. Vuelvo a decir que tomando la semejanza en este sentido, nunca hay ni puede haber amor sin semejanza; porque nadie puede amar, ni con apetito innato, ni con apetito ilícito, sino objeto respecto de quien tiene proporción de habitud, potencia o inclinación. Nosotros, pues, hablamos en este discurso de la semejanza propiamente tal, y la máxima de que la semejanza es causa de amor, comunísimamente se entiende de la semejanza propiamente tal. Así, se debe reparar que en el lugar citado del segundo tomo sólo notamos de error común aquella máxima, con esta expresa limitación, como comúnmente se entiende. Santo Tomás no la entendió ni aprobó en este sentido, sino en el que ya hemos explicado. Así, ninguna oposición hay entre lo que decimos y lo que Santo Tomás enseña. Nótese, lo tercero, que al primer argumento, que procede sobre los soberbios, que aunque semejantes recíprocamente se aborrecen, y los que profesan un mismo oficio lucrativo, entre quienes muy de ordinario sucede lo propio, responde el Santo que unos y otros se aborrecen, no por ser semejantes, sino porque mutuamente se impiden aquel bien a que aspiran: el soberbio a otro soberbio, la excelencia que pretende; el artífice a otro del mismo oficio, parte de la ganancia. Lo propio decimos nosotros. El semejante nunca es aborrecido por ser semejante (si fuese así, todos los semejantes serían aborrecidos de sus semejantes), sino porque se considera incómodo. Pero añado: tampoco el semejante que se ama se ama por ser semejante (si fuese así, todos los semejantes serían amados de sus semejantes), sino porque considera bueno o útil al que le ama. Nunca puede ser causa motiva del amor otra que la bondad, o honesta, o útil, o delectable.
VIII
robado ya que la semejanza no es, como se imagina, causa general del amor, sustituiremos en su lugar otra que verdaderamente lo es. Entramos en más curiosa y sutil filosofía. Hablo de la causa dispositiva, que los filósofos reducen al género de causa material. El amor es efecto y juntamente forma del sujeto. En razón de efecto, es el sujeto causa eficiente suya; en razón de forma, es el mismo sujeto su causa material. Como efecto, pide en el sujeto virtud o actividad; como forma, pide disposición, pues ningún sujeto puede recibir alguna forma sin estar previamente dispuesto para ella. Todos los misterios del amor penden de esta causa dispositiva, y, sin embargo, no hay quien, tratando del amor, se acuerde de ella. ¿Por qué siendo todos los hombres de una misma naturaleza, uno ama una cosa y otro otra? ¿Por qué éste ama lo que aquél aborrece? ¿Por qué éste es ardiente en amar y aquél tibio? ¿Por qué algunos miran con perfecta indiferencia las personas del otro sexo, de quienes otros apenas se pueden apartar? ¿Por qué éste entre las personas, ya de uno, ya de otro sexo, sólo ama a una inferior en mérito a otras muchas, insensible para todas las demás? ¿Por qué un mismo sujeto aborrece hoy lo que amaba ayer, o al contrario? ¿Por qué éste ama a quien le corresponde y aquél arde por quien le desdeña? ¿Por qué unos distraen la voluntad a muchos y varios objetos, otros no adoran más ídolo que el deleite o conveniencia propia? Diránme, acaso, que toda esta variedad proviene de la varia representación objetiva, y dirán bien si hablan de la causa inmediata; mas no si entienden que la varia representación objetiva es causa radical o primordial de esta variedad. Hay dos especies de representación objetiva, no sólo distintas, mas aun realmente separables: una, puramente especulativa o teórica; otra, eficaz y práctica; una, que existe en el entendimiento, dejando la voluntad intacta; otra, que aunque existe en el entendimiento, tiene influjo y moción respecto de la voluntad. La distinción de estas dos representaciones se ve claramente, y se experimenta a cada paso en el que conoce que el bien honesto es preferible al delectable; sin embargo, abraza el delectable, abandonando el honesto, según aquello de Ovidio:
Video meliora, proboque Y en el enfermo, que conociendo serle mucho más conveniente sufrir la sed que saciarla, no la sufre, antes la sacia. En estos y otros innumerables casos hay a un mismo tiempo dos representaciones objetivas encontradas: la una teórica, que propone como preferible el bien honesto o el útil; otra práctica, que influye para que se abrace el delectable. ¿Por qué aquélla es puramente teórica y ésta práctica? ¿Por qué ineficaz aquélla y eficaz ésta? No más que porque aquélla no halla disposición en el sujeto y ésta sí. Así, sin variarse nada intrínsecamente el conocimiento teórico, sólo con variarse la disposición del sujeto, pasará el teórico a práctico, lo cual frecuentemente sucede. Mas ¿qué disposición es ésta? Hayla de dos maneras. En cada individuo hay una disposición permanente de su naturaleza, y otras que son pasajeras: aquélla consiste en el temperamento de cada uno; éstas, en las accidentales alteraciones del temperamento. Del temperamento viene aquella constitución habitual del ánimo que llamamos genio o índole, la cual, aunque padezca a tiempos sus desigualdades, o sus altos y bajos, siempre, no obstante, permanece en razón de habitual. Así decimos que éste es iracundo, aunque alguna vez le experimentemos pacífico; de éste, que es pacífico, aunque tal vez le veamos airado; de tal o tal temperamento viene tal o tal genio, y de las alteraciones accidentales del temperamento vienen las desigualdades del genio o índole. En un enfermo se ve que casi (y aun sin casi, si la enfermedad es muy grave) todos sus afectos y apetitos se mudan. ¿Por qué, sino por la alteración que recibió su temperie? Mas ¿qué temperamento será el que dispone para amar?: ¿el bilioso?, ¿el flemático?, ¿el sanguíneo?, ¿el melancólico? Inútilmente se buscará en esta división de temperamentos el que inquirimos, pues todas estas especies de temperamentos vemos en sujetos de genio muy amatorio y en sujetos que adolecen poco o nada de esta pasión. Lo mismo digo de los temperamentos que resultan de los principios químicos, sal, azufre, mercurio, agua y tierra. Tampoco los humores ácidos, amargos, dulces, acerbos, austeros, etc., que contemplan los modernos como causas principalísimas de las alteraciones de nuestros cuerpos, ofrecen alguna idea de ser influxivos en el amor. Es preciso discurrir por otro camino. Digo, pues, que el origen, así del amor como de todas las demás pasiones, no puede menos de colocarse donde está el origen de todas las sensaciones internas. La razón es clara; porque el ejercicio de cualquiera pasión no es otra cosa que tal o tal sensación ejercida, o ya en el corazón, o en otra entraña o miembro. El que ama experimenta una determinada sensación en el corazón, que es propia de la pasión amorosa; el que se enfurece, otra sensación distinta, que es propia de la ira; el que se entristece, otra distinta, que es propia de la tristeza; el hambriento experimenta en el estómago la sensación propia del hambre; el sediento, la de la sed; el lujurioso experimenta en otra parte del cuerpo la sensación propia de la lascivia. Y ¿dónde está el origen de todas estas sensaciones? Indubitablemente en el cerebro, no sólo porque en el cerebro está el origen de todos los nervios, que son los instrumentos de ellas, mas también porque palpablemente se ve que algunas, si no todas, jamás se experimentan sin que preceda en el cerebro la representación de los objetos de aquellas pasiones a quienes las sensaciones corresponden. Sólo siente el corazón aquella conmoción que es propia del amor, luego que en el cerebro se estampó la imagen del objeto agradable; la que es propia de la ira, luego que se estampó la imagen de la ofensa, y así de las demás. Pero ¿acaso el alma, por sí misma, inmediatamente lo hace todo; y como ella manda en todo el cuerpo, a su imperio sólo, sin mediar el manejo del cerebro, se excitan esas sensaciones? Es evidente que no, pues muchas veces se excitan, no sólo no imperándolo o queriéndolo el alma, mas aun repugnándolo o disintiendo positivamente. Así, éstos son por la mayor parte unos movimientos involuntarios; y aun cuando son voluntarios, sólo lo son ocasionalmente. Es, pues, preciso confesar que ésta es obra de un delicadísimo mecanismo, el cual ya voy a explicar. IX
uego que algún objeto se presenta a cualquiera de los sentidos externos, hace una determinada impresión en los ramos de los nervios, que son instrumentos de aquel sentido; impresión, digo, verdaderamente mecánica, que realmente los agita y conmueve de este o de aquel modo. Bien sé que los filósofos de la escuela no conocen otra operación de los objetos, respecto de los sentidos, que la producción de una imagen que los representa, a lo que acaso dio ocasión el sentido de la vista, en cuyo órgano se forma la imagen de su objeto. Pero sobre que en los demás sentidos no hay ni es conceptible semejante imagen, aun en el de la vista, hay ciertamente fuera de la producción de la imagen verdadera impulsión del objeto hacia el órgano, porque si no, pregunto: ¿por qué un objeto o excesivamente blanco o nimiamente brillante, mirado un largo rato continuadamente, daña los ojos y causa dolor y alteración en ellos? No por la precisa producción de su imagen, pues la misma produce en un espejo de vidrio, sin que, aunque esta producción se continúe por muchos días y años en el vidrio más delicado, haga en él el menor estrago. Hay, pues, verdadera impulsión de los objetos en los órganos de los sentidos: de los visibles, en la túnica llamada retina, que es un tejido de las fibras del nervio óptico; de los sonoros, en el tímpano del oído; de los olorosos, en los filamentos, que del primer par de nervios salen por los agujerillos del hueso criboso y se distribuyen por la membrana llamada mucosa, que viste por adentro las narices; de los sápidos, en las papilas nerviosas de la lengua y paladar; de los tangibles, en los ramos de nervios esparcidos por todo el ámbito del cuerpo. La impresión que hacen los objetos en los órganos de todos los sentidos se propaga por los nervios hasta el cerebro, donde está el sensorio común; y mediante la conmoción que reciben las fibras de esta parte príncipe, se excita en el alma la percepción de todos los objetos sensibles. Muchos filósofos modernos quieren que en el cerebro se estampen las trazas, figuras o imágenes de los objetos, al modo que se abren en una lámina o en un poco de cera. Pero tengo esto por incomprensible; la instantánea, y digámoslo así, ciega impulsión del objeto sobre tal o tal nervio, ¿es capaz de formar esa imagen? El alma no sabe que hay tal imagen; y con todo, quieren que en ella conozca el objeto. Finalmente, quisiera saber cómo puede figurarse en el cerebro el calor, el frío, el sonido, el olor, etc. Ni es menester nada de esto para que el alma perciba los objetos. Esta percepción es una resultancia natural de la conmoción de las fibras del cerebro, siendo la conexión de uno con otro consiguiente necesario de la unión del alma al cuerpo. Debe suponerse que las impresiones que hacen los objetos no son uniformes, sino distintas, como los objetos. Esta distinción es en dos maneras. Es distinta la impresión por el modo y por la parte en que se hace; la impresión que hace en el cerebro el objeto agradable, aunque se haga en las mismas fibras, es muy distinta de la que hace el objeto ingrato; y aun en la clase de gratos, como también en la de ingratos, hay gran variedad. Pongo por ejemplo: los manjares, según las diferentes sales de que constan, según la diferente figura, tamaño, rigidez, flexibilidad, copia o inopia de ellos, hacen distinta impresión en las fibras de la lengua; unos grata, otros ingrata, y con gran variedad entre los mismos que la hacen grata, como asimismo entre los que la hacen ingrata; porque no hay especie alguna de manjar que convenga enteramente con otra en el tamaño, configuración, textura y cantidad de sus sales. Todas estas varias impresiones, conservando cada una su especie, se comunican al cerebro por los nervios, o de la quinta o de la nona conjugación, que son los que se ramifican en la lengua, o por unos y otros; y precisamente en el cerebro, cuyas fibras dan origen a aquellos nervios, se hace una conmoción proporcionalmente a la que recibieron las fibras de la lengua, en que consiste la sensación grata o ingrata de esta o aquella especie que hay en el cerebro, y mediante ella resulta la percepción que logra el alma de los diferentes sabores de los manjares. La impresión que hacen los objetos en el cerebro se debe entender varía según las leyes del mecanismo; esto es, según los varios objetos que obran en él. Estas o aquellas fibras, ya se implican, ya se separan, ya se corrugan, ya se extienden, ya se comprimen, ya se laxan, ya se ponen más tirantes, ya más flojas, ya más flexibles, ya más rígidas, etc.; y según esta variación mecánica, son varias las sensaciones. Algunos nobles filósofos sienten que todas las sensaciones se hacen en el cerebro; quiero decir, que aun las que imaginamos celebrarse en los órganos de los cinco sentidos externos no se ejercen en ellos, sino en el cerebro; consiguientemente afirman que, hablando rigurosa y filosóficamente, ni el ojo ve, ni el oído oye, ni la mano palpa, sino que todos estos ejercicios son privativamente propios del cerebro. Ni son despreciables los apoyos en que se funda esta paradoja. En la enfermedad que llaman gota serena, el órgano particular de la vista está perfectamente bien dispuesto; sin embargo, el sujeto que padece esta enfermedad nada ve, no por otra razón, sino porque, en virtud de la indisposición de los nervios ópticos, no se propaga hasta el cerebro la impresión que los objetos hacen en el ojo. Un apoplético perfecto no padece indisposición alguna en el pie o la mano; sin embargo, aunque le puncen el pie o la mano nada siente, sólo porque las fibras del cerebro están impedidas para recibir la impresión que el cuchillo, alfiler o aguja hacen en el pie o en la mano. Aquellos a quienes han cortado una pierna experimentan una sensación dolorosa como existente en el pie que ya no tienen. Sábese, por testificación de ellos mismos, que por dos o tres días después de hecha la amputación padecen un dolor atroz, como que les estrujan los dedos del pie. De que se infiere que la representación o idea que tenemos de que en el pie o en la mano se siente el dolor, es engañosa; pues la misma representación, e igualmente viva, se halla en el que no tiene que en el que tiene pie. Como las fibras nérveas que van de los dedos del pie al cerebro padezcan en el cerebro, o sea por la amputación o por otra causa, la misma, o contorsión, o compresión, o distracción, que cuando se estrujan los dedos del pie, será fijo padecerse la misma sensación dolorosa faltando el pie que si se estrujasen los dedos del pie. Pero esta cuestión poco o nada importa a nuestro propósito. Prescindiendo, pues, de ella, veamos ya cómo se excita el amor.
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X
res especies de amor distingo: apetito puro, amor intelectual puro y amor patético. El apetito puro, que con alguna impropiedad se llama amor, se determina a aquellos objetos que deleitan los sentidos externos, como al manjar regalado, al olor suave, a la música dulce, al jardín ameno. Este amor se excita precisamente por la experiencia que tiene el alma de la sensación grata que le causan estos objetos. El alma naturalmente apetece y se inclina al gozo de lo que la deleita, y así, no es menester más requisito para excitar en ella ese amor que la experimental representación de la sensación grata que causa tal o tal objeto. El amor intelectual puro viene a ser el que los teólogos morales llaman apreciativo, a distinción del tierno. Dámosle aquel nombre porque es mero ejercicio del alma racional, independiente y separado de toda conmoción en el cuerpo o parte sensitiva. Este se excita por la mera representación de la bondad del objeto. El alma ama todo lo que se le representa bueno, sin ser necesaria otra cosa más que el conocimiento de la bondad. Así ama aun separada del cuerpo, y el amor intelectual puro, de que hablamos, realmente en cuanto al ejercicio, es semejante al que tiene el alma separada. El amor patético es el propio de nuestro asunto. Este es aquel afecto fervoroso que hace sentir sus llamaradas en el corazón, que le inquieta, le agita, le comprime, le dilata, le enfurece, le humilla, le congoja, le alegra, le desmaya, le alienta, según los varios estados en que halla el amante respecto del amado; y según los varios objetos que mira, ya es divino, ya humano, ya celeste, ya terreno, ya santo, ya perverso, ya torpe, ya puro, ya ángel, ya demonio. Cuando digo que hay amor patético, torpe y perverso, no se debe entender que por sí mismo lo sea, sino por la concomitancia que a veces tiene con el torpe apetito. Es cierto que el amor muy ardiente a sujeto de distinto sexo, si no cae en un temperamento muy moderado, está arriesgado a la agregación de una pasión lasciva; pero aun cuando suceda esta agregación, se deben contemplar no como una sola, sino como dos pasiones diversas, o como dos distintos fuegos, uno noble, otro villano, que, como tales, tienen su asiento y se hacen sentir, aquél en el corazón, parte príncipe del hombre; éste en la oficina más baja de este animado edificio; aquél es propiamente amor, éste mero apetito. Despréndense no pocas veces algunas centellas del primero que encienden el segundo, mas no por eso se deben confundir o juzgarse inseparables; antes bien son muy diversos los temperamentos que encienden una y otra pasión en grado sobresaliente. Así se ve que los hombres muy lascivos no son de genio amatorio: apetecen, no aman; son como los brutos; quieren no el objeto, sino el uso; de que se sigue que, saciado el apetito, queda el corazón en perfecto reposo. En esta especie de amor (digo del patético) hay notable discrepancia de unos individuos a otros. Hay algunos de índole tan tierna, de condición tan dulce, que se enamoran casi de cuantos tratan, y, como se suele decir, a todos quieren meter en las entrañas; al contrario, otros tan despegados, tan secos, tan duros, que ningún mérito basta a conciliar su cariño. No apruebo lo primero, pero abomino lo segundo. Aquéllos son unos genios suaves, indulgentes, benignos, que carecen de elección, pero en recompensa abundan de bondad; éstos son unos montaraces, agrestes, malignos, a quienes todo desplace, sino lo que más debiera desplacerles, esto es, ellos a sí mismos. Los primeros no son muy discretos, pero los segundos declinan a irracionales; pues como advirtió muy bien Juan Barclayo, sólo ánimos enteramente bárbaros son insensibles a los atractivos del amor: Amor in omnium animis, nisi prorsus barbaris regnans. Entre estos dos extremos hay un medio, y aun muchos medios, según que unos genios se acercan más que otros a uno u a otro extremo. Hay también gran diferencia de unos hombres a otros en cuanto a la intensión de amar. Hay quienes sólo son capaces de una pasión tibia que los inquieta poco; que miran con ojos enjutos, no sólo la ausencia, más aún, la muerte de un amigo; y quienes se apasionan tan violentamente, que apenas pueden vivir sin la presencia del objeto amado. Entre estos dos extremos hay también sus medios. XI
oda esta diversidad viene de la diferente impresión que hacen los objetos en los órganos de distintos individuos. Hacen, digo, los mismos objetos o un objeto mismo en especie y en número diversa impresión en los cerebros de distintos hombres. Es preciso que así sea, por razón de la diferente textura, configuración, tamaño, movilidad, tensión y otras circunstancias de las fibras del cerebro de distintos sujetos. Es cierto que como nos distinguimos unos de otros en las partes externas, ni más ni menos sucede en las internas. ¿Por qué la Naturaleza había de ser invariable en éstas, afectando tanta variedad en las otras? Como nosotros vemos en las partes externas de algunos hombres varias irregularidades monstruosas, los anatómicos las han hallado muchas veces en las internas. No es creíble que yendo la naturaleza consiguiente de unas a otras en estas discrepancias mayores, no vaya también consiguiente en las menores. Puesto esto, es fácil concebir cómo un mismo objeto haga impresión diversa en las fibras del cerebro de distintos hombres. La filosofía experimental nos muestra a cada paso que el mismo agente, sin variación alguna en su virtud, en diverso paso produce diferente efecto, y que el mismo motor, conservando el mismo impulso por la diferente configuración, magnitud, positura y textura del móvil, produce en él diferente movimiento. Tiene, pues, este hombre las fibras del cerebro de tal modo condicionadas, que, presentándose a sus sentidos un objeto hermoso, hace en ellas aquella impresión que causa el amor; éste las tiene tales, que el objeto no hace ni puede hacer en ellas tal impresión. Del mismo modo se debe discurrir para el más y para el menos. De la disposición de las fibras viene que en uno haga vehementísima impresión el objeto hermoso; en otro, floja y débil. Con proporción sucede lo propio respecto de las demás pasiones. Según que las fibras del cerebro son de tal textura, posición, consistencia, flexibilidad o rigidez, sequedad o humedad, etc., son más o menos aptas para que en ellas el objeto terrible forme aquella impresión que causa el miedo, o el melancólico la que excita la tristeza, o el ofensivo la que excita la ira. Mas ¿cómo de la impresión que hacen los objetos en el cerebro resultan en el corazón estos afectos? Todo, como dije arriba, es obra de un delicadísimo mecanismo. Así como la impresión que hacen los objetos en los órganos de los sentidos externos se propaga por los nervios hasta las fibras del cerebro, la impresión que hacen en las fibras del cerebro se propaga por los nervios hasta el corazón. La experiencia propia muestra a cada uno tal sensación determinada cuando ama con alguna vehemencia, otra diversa cuando se amedrenta, otra cuando se irrita, etc. Del cerebro vienen todas estas diferentes conmociones, lo cual se evidencia de su inmediata sucesión a la impresión que hacen los objetos en el cerebro; según que la impresión en el cerebro es diferente, es diferente también la sensación del corazón. |
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XII
ero ¿será posible especificar las impresiones que causan tan diferentes sensaciones; esto es, señalar qué especie de movimiento constituye a cada una de ellas? Materia es ésta sólo accesible al entendimiento angélico. Mas por un género de analogía, ya con los efectos que causan, ya con algunas sensaciones externas, creo podemos caracterizarlas de algún modo. Siguiendo esta idea, me imagino que el movimiento que causa la sensación de amor en el corazón es ondulatorio; el que causa la del miedo, comprensivo; el que causa la de ira, crispatorio; y a este modo se puede discurrir de los movimientos productivos de otras pasiones. El tener las fibras del cerebro más aptas para recibir un movimiento que otro, hace que los hombres adolezcan más de una pasión que de otra. Éste las tiene dispuestas para recibir un suave movimiento ondulatorio, adolecerá de la pasión amorosa; aquél para recibir movimiento crispativo, será muy propenso a la ira. Es preciso también advertir que esta disposición se debe continuar en el nervio, o nervios, por quienes se comunica el movimiento al corazón, para que a éste se comunique la impresión hecha en el cerebro; así como para que al cerebro se comunique la impresión que los objetos hacen en los órganos de los sentidos externos, es menester que los nervios, por donde se hace la comunicación, estén aptos para recibir y comunicar el movimiento. Es verosímil que la comunicación de movimiento del cerebro al corazón para todas las pasiones, que tienen su ejercicio en esta entraña, se haga por el nervio que llaman los anatómicos intercostal, y se componen de ramos del quinto, sexto y décimo par; porque parte de dicho nervio se distribuye en el corazón, y parte se ramifica por los pechos y partes genitales; comunicación por la cual Tomás Uvilis explicó mecánicamente varios fenómenos pertenecientes al deleite sensual y venéreo, materia, sin duda, de muy curiosa física, pero mirada con asco de la ética. Debe discurrirse, que así como de la textura del cerebro pende la impresión que hacen en él los objetos, la textura del corazón contribuye mucho para que obre más o menos en él la impresión que viene del cerebro: esto por la regla general de que todo agente obra más o menos directamente, según la mayor o menor disposición del paso. Así unos tendrán el corazón más dispuesto para la sensación de amor, otros de ira, etc. XIII
inalmente, es de creer que la calidad y cantidad de los líquidos que bañan el cuerpo tenga su parte en el ejercicio de las pasiones; pongo por ejemplo, que el humor salso contribuya a la lujuria, el amargo a la ira, el austero a la tristeza. Mas es necesario para esto que cada humor tenga algún especial aflujo hacia aquella entraña donde se ejerce la pasión que corresponde a su influencia. El que en el estómago se congregue mucha copia de humor salso o amargo, nada hará para que el sujeto sea furibundo o lascivo. Es menester que el amargo se congregue hacia el corazón, y el salso en otra entraña. Así se ven hombres que abundan de humor salso sin ser lascivos, y del de amargo sin ser iracundos. El aflujo de tal o tal humor más hacia una parte del cuerpo que hacia otra es cosa experimentadísima en la medicina. La causa de esto es hallar más hacia una parte que hacia otra poros, conductos o canales proporcionados, por su configuración y tamaño, a la figura y magnitud de las partículas insensibles de cada humor. Mas ¿qué humor será el propio para contribuir a la pasión amorosa? Eso es lo que yo no sé, ni juzgo que nadie sepa. No lo sé, digo, pero imagino que en la sangre, propiamente tal, está depositado este misterio. Es sangre, propiamente tal, no todo el licor contenido en venas y arterias, sino aquella parte de él en quien, separada del resto, subsiste el color rubicundo, y cuya cantidad es menor que la de otros humores contenidos en los vasos sanguíneos, como se ve en la sangre extraída con la lanceta, pues en la vasija donde se deposita, en haciéndose la disgregación, la porción rubicunda ocupa mucho menos espacio que otros humores, ya verdes, ya acuosos, ya amarillos. En la sangre han observado los modernos partes terrestres, ácueas, oleosas, espirituosas y salinas. Acaso el predominio o exceso respectivo de las oleosas conducirá para el amor. La inflamabilidad y flexibilidad de ellas representa a la imaginación cierta especie de analogía con aquel blando fuego que siente el pecho en la pasión amorosa. Acaso alguna determinada especie de sales o determinada combinación de sales diferentes (puesto que hay muchas y diversas en la sangre, y discrepantes en distintos individuos) mordicando suavemente el corazón tiene su parte en la sensación del amor. Mas pase todo esto por mera imaginación. Si la autoridad de un poeta fuese de algún valor en un asunto físico, Virgilio nos suministraría una buena prueba de que la sangre es el fomento propio del amor, cuando hablando de la infeliz Dido cantó: Vulnus alit venis, et caeco carpitur igne. Esto es lo que me ha ocurrido sobre la causa dispositiva o temperamento propio del amor y otras pasiones. Espero de la equidad del lector, que aunque no haya hallado en algunas partes de este discurso aquellas pruebas claras que echan fuera las dudas, no por eso acuse mi cortedad. Debe hacerse cargo de que en una materia oscurísima y hasta ahora tratada de nadie, cualquiera luz, por pequeña que sea, es muy estimable. Hay asuntos que piden más penetración para encontrar lo verisímil, que se ha de menester en otros para hallar lo cierto. XIV
or complemento del discurso propondré una cuestión curiosa sobre la materia de él. ¿Qué estimación debe dar la política a los genios amatorios? ¿Debe apreciarlos o despreciarlos? ¿Considerarlos magnánimos o pusilánimes? ¿Generosos o débiles? ¿Aptos o ineptos para cosas grandes? Dos famosos ingenios veo muy opuestos en esta materia. Uno es el gran canciller Bacon; el otro, Juan Barclayo. El primero, en el tratado que intituló Interiora rerum, capítulo X, abiertamente se declara contra los genios amatorios o contra el amor intenso tratándolo como pasión humilde, que no cabe en ánimos excelsos: Observare licet neminem ex viris magnis et illustribus fuisse quorum extat memoria, vel antiqua vel recens, qui addactus fuerit ad insanum illum gradum amoris. Unde constat animos magnos et negotia magna infirmam hanc passionem non admittere. Barclayo, al contrario, reconoce espíritus altos en los genios amatorios: Est autem (dice) hominis animus quem ad amandum natura produxerit, clementibus, magnisque spiritibus factus. Creo que la opinión común está a favor de Bacon y que casi universalmente están reputados los genios amatorios por espíritus pueriles y afeminados. Yo estoy tan lejos de ese sentir, que antes me admiro mucho de que un hombre de tanta lectura y observación como aquel gran canciller pronunciase con tanta generalidad la máxima de que ningún grande hombre adoleció de la pasión amorosa. Es verdad que luego exceptúa a dos: Appio Claudio y Marco Aurelio; pero a estos dos solamente, cuando pudiera tejer un larguísimo índice de almas grandes sujetas a la misma enfermedad. Mucho es que siquiera no le ocurriesen enfrente de aquellos dos romanos, dos griegos, no menos famosos por sus hechos, ni menos sensibles a los halagos del amor: Alcibíades y Demetrio el Conquistador. Pero mucho más es que olvidase un ejemplar insigne, opuesto a su máxima, que tenía delante de los ojos. Hablo de Enrique el Grande, ilustrísimo guerrero, príncipe generosísimo, de alto entendimiento, de incomparable magnanimidad, pero extremadamente dominado toda su vida por la pasión amorosa. Ni los mayores afanes de la guerra, ni los peligros de la vida, ni las ansias de la corona, eran bastantes a apartarle el corazón, por una hora, de aquel doméstico enemigo. Dijo bien un autor moderno de gran juicio, que si Enrico careciese de este embarazo, era capaz de conquistar toda la Europa. Su ternura atajó muchos progresos de su valor. Al momento que acabó de ganar la batalla de Coutras, debiendo seguir la armada enemiga e ir a cortarle el paso de Sanmur, como le aconsejaba el de Condé, separándose con quinientos caballos, fue volando a la Gascuña, adonde le llevaba, como arrastrado, la condesa de Guiche, y así perdió los mejores frutos que pudo producirle aquella victoria. Lo más es que en Enrico se hicieron realidades los indignos abatimientos que la fábula atribuyó a Hércules en obsequio a su adorada Omfale. Enrico, aquel rayo de Marte y admiración del orbe, se vistió, tal vez, de labrador, y cargó con un costal de paja, por introducirse al favor de este disfraz, no pudiendo de otro modo, a la bella Gabriela. La marquesa de Vernevil le vio más de una vez a sus pies, sufriendo sus desprecios e implorando sus conmiseraciones. Todo lo cuentan autores franceses. No se opone, pues, el amor al valor. Pero es verdad que no pocas veces estorba el uso de él, distrayendo el ánimo de los empeños en que le ponen, o la ambición o la honra, a los que inspira aquella pasión predominante, de que es un notable ejemplo en los tiempos cercanos el celebrado Enrico, cortando improvisadamente el curso a sus triunfos por ir a buscar en la Gascuña a la condesa de Guiche; y en los remotos, Antonio, desamparando repentinamente su armada combatiente por seguir a la fugitiva Cleopatra. Pero también es cierto que muchos supieron separar los oficios del valor y del amor, dando al segundo sólo aquel tiempo que sobraba al primero, como se vio en Alcibíades, en Demetrio, en Sila, en Surena, general de los partos, y en infinitos de nuestros tiempos. No por impugnar la máxima de Bacon admito sin modificación o explicación la de Barclayo. Si por espíritus altos se entiende aquella virtud del ánimo que llamamos valor o fortaleza, no veo que el temperamento amatorio tenga conexión alguna con ella, aunque, como hemos visto, tampoco tiene oposición. En unos sujetos se junta con ella; en otros con el vicio contrario, porque es indiferente para uno y otro. Es verdad que el amor vehementísimo hace a los hombres animosos, pero sólo para aquellas empresas que conducen al fin del mismo amor. Esto es general para otras pasiones muy predominantes. El que es muy codicioso, aunque sea tímido, expone su vida a los riesgos del mar por adquirir riquezas; el muy ambicioso, a los de la guerra, por elevar su fortuna. Si por espíritus altos se entiende un género de nobleza del ánimo, que le inclina a ser dulce, benigno, complaciente, humano, liberal, obsequioso, convengo en que los genios amorosos están dotados de esta buena disposición; advirtiendo que hablo precisamente del amor púdico, porque el apetito torpe, por grande que sea, es muy conciliable con la fiereza, con la rustiquez, con la insolencia, con la crueldad, con la barbarie, como se vio en los Tiberios, Calígulas y Nerones.
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I
a regla de la creencia del vulgo es la posesión. Sus ascendientes son sus oráculos, y mira con una especie de impiedad no creer lo que creyeron aquéllos. No cuida de examinar qué origen tiene la noticia; bástale saber que es algo antigua para venerarla, a manera de los egipcios, que adoraban el Nilo, ignorando dónde o cómo nacía y sin otro conocimiento que el que venía de lejos. ¡Qué quimeras, qué extravagancias no se conservan en los pueblos a la sombra del vano pero ostentoso título de tradición! ¿No es cosa para perderse de risa el oír en este, en aquel y en el otro país no sólo a rústicos y niños, pero aun a venerados sacerdotes, que en tal o tal parte hay una mora encantada, la cual se ha aparecido diferentes veces? Así se lo oyeron a sus padres y abuelos, y no es menester más. Si los apuran, alegarán testigos vivos que la vieron, pues en ningún país faltan embusteros que se complacen en confirmar tales patrañas. Supongo que en aquellos lugares del cantón de Lucerna, vecinos a la montaña de Fraemont, donde reina la persuasión de que todos los años en determinado día se ve Pilatos sobre aquella cumbre vestido de juez, pero los que le ven mueren dentro del año, se alegan siempre testigos de la visión, que murieron poco ha. Esto, junto con la tradición anticuada, y el darse vulgarmente a aquella eminencia el nombre de la Montaña de Pilatos, sobra para persuadir a los espíritus crédulos. II
uando la tradición es de algún hecho singular, que no se repite en los tiempos subsiguientes, y de que, por tanto, no pueden alegarse testigos, suple por ellos para la confirmación cualquiera vestigio imaginario, o la arbitraria designación de el sitio donde sucedió el hecho. Juan Jacobo Scheuzer, docto naturalista, que al principio de este siglo o fines del pasado hizo varios viajes por los montes Helvéticos, observando en ellos cuanto podía contribuir a la historia natural, dice que hallándose en muchas de aquellas rocas varios lineamentos que rudamente representan o estampas del pie humano o de algunos brutos, o efigie entera de ellos o de hombres (del mismo modo que en las nubes, según que variamente las configura el viento, hay también estas representaciones) la plebe supersticiosa ha adaptado varias historias prodigiosas y ridículas a aquellas estampas, de las cuales refiere algunas. Pongo ésta por ejemplo: hay en el cantón de Uri un peñasco, que en dos pequeñas cavidades representa las patas de un buey. Corre junto a él un arroyo llamado Stierenenbach, que en la lengua del país significa Arroyo del Buey, o cosa semejante. ¿Qué dicen sobre esto los paisanos? Que en aquel sitio un buey lidió con el diablo, y le venció; que, lograda la victoria, bebió en el arroyo con tanto exceso que murió de él, y dejó impresos los pies de atrás en la roca. He oído varias veces que sobre la cumbre de una montaña del territorio de Valdeorras hay un peñasco donde se representan las huellas de un caballo. Dicen los rústicos del país que son del caballo de Roldán, el cual desde la cumbre de otra montaña puesta enfrente saltó a aquélla de un brinco, y de hecho llaman al sitio el Salto de Roldán. De suerte que estos imaginarios, rudos y groseros vestigios vienen a ser como sellos que autorizan en el estúpido vulgo sus más ridículas y quiméricas tradiciones. Los habitadores de la isla de Ceilán están persuadidos a que el paraíso terrestre estuvo en ella. En esto no hay que extrañar, pues aun algunos doctores nuestros se han inclinado a pensar lo mismo, en consideración de la singular excelencia de aquel clima y admirable fecundidad del terreno. Pero añaden los de Ceilán una tradición muy extravagante a favor de su opinión. En una roca de la montaña de Colombo muestran una huella, que dicen ser del pie de Adán; y de un lago de agua salada que está cerca afirman que fue formado de las lágrimas que vertió Eva por la muerte de Abel. ¡Raro privilegio de llanto, a quien no enjugaron ni los soles ni los vientos de tantos siglos! Igualmente fabulosa y ridícula, pero más torpe y grosera, es otra tradición de los mahometanos, los cuales cerca del templo de Meca señalan el sitio donde Adán y Eva usaron la primera vez del derecho conyugal, con la individual menudencia de decir que tal montaña sirvió a Eva de cabecera, que los pies correspondieron a tal lugar, a tal las rodillas, etc., en que suponen una estatura enormísimamente grande a nuestros primeros padres. ¡Bellos monumentos para acreditar más bellas imaginaciones! III
arece que en las tradiciones que hasta ahora hemos referido se ve lo sumo a que puede llegar en esta materia la necedad del vulgo. Sin embargo, no han faltado pueblos que pujasen la extravagancia y el embuste a los nombrados. Los habitadores de la ciudad de Panope, en la Focide, se jactaban de tener algunos restos del lodo de que Prometeo formó el primer hombre. Por tales mostraban ciertas piedras coloradas, que daban con corta diferencia el mismo olor que el cuerpo humano. ¡Qué reliquias tan bien autorizadas y tan dignas de la mayor veneración! Puede decirse que competían a éstos aquellos paropamisas de quienes cuenta Arriano que mostrando a los soldados de Alejandro una caverna formada en una montaña de su país, les decían que aquélla era la cárcel donde Júpiter había aprisionado a Prometeo, si acaso no fueran autores del embuste los mismos soldados de Alejandro. Los cretenses, aún en tiempo de Luciano, fomentaban la vanidad de haber sido Júpiter compatriota suyo, mostrando su sepulcro en aquella isla, sin embarazarse en reconocer mortal a quien adoraban como dios. Pedro Belonio, viajero del siglo XVI, halló a los de la isla de Lemnos tercos en conservar la antiquísima tradición (siendo en su origen mera ficción poética) de que allí había caído Vulcano, cuando Júpiter le arrojó del cielo; en cuya comprobación mostraban el sitio donde dio el golpe, que es puntualmente aquel de donde se saca la tierra que llaman lemnia o sigilada, tan famosa en la medicina. |
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IV
ero ¿acaso sólo en los pueblos bárbaros se establecen tales delirios? ¡Oh!, que en esta materia apenas hay pueblo a quien no toque algo de barbarie, si la tradición lisonjea a su vanidad o se cree que apoya su religión. Nadie duda que los romanos, en tiempo de Plinio y Plutarco, eran la nación más culta y racional del mundo: pues en ese mismo tiempo se mostraba en Roma una higuera, a cuya sombra, según la voz común, había una loba alimentado a Rómulo y Remo. Estaban asimismo persuadidos los romanos a que las dos divinidades de Cástor y Pólux los habían asistido visiblemente, militando por ellos a caballo en la batalla del lago de Regilo, para cuya comprobación no sólo mostraban el templo erigido en memoria de este beneficio, mas también la impresión de los pies del caballo de Cástor en una piedra. Supongo que había muchos entre los romanos que tenían por fabuloso cuanto se decía del prodigioso nacimiento y educación de Rómulo y Remo, y no faltaban algunos que no creían la aparición de Cástor y Pólux. Pero unos y otros callarían, ocultando en su corazón el desprecio de aquellas patrañas, por ser peligroso contradecir la opinión común de que hace vanidad o que es gloriosa al pueblo, como la primera, y mucho más aquella que se cree obsequiosa a la religión, como la segunda. V
sto es lo que siempre sucedió, esto es lo que siempre sucederá, y esto es lo que eterniza las tradiciones más mal fundadas, por más que para algunos sabios sea su falsedad visible. Una especie de tiranía intolerable ejerce la turba ignorante sobre lo poco que hay de gente entendida, que es precisarla a aprobar aquellas vanas creencias que recibieron de sus mayores, especialmente si tocan en materia de religión. Es ídolo del vulgo el error hereditario. Cualquiera que pretende derribarle incurre, sobre el odio público, la nota de sacrílego. En el que con razón disiente a mal tejidas fábulas, se llama impiedad la discreción, y en el que simplemente las cree, obtiene nombre de religión la necedad. Dícese que piadosamente se cree tal o tal cosa. Es menester para que se crea piadosamente el que se crea prudentemente; porque es imposible verdadera piedad, así como otra cualquiera especie de virtud, que no esté acompañada de la prudencia. La mentira, que siempre es torpe, introducida en materias sagradas, es torpísima porque profana el templo y desdora la hermosísima pureza de la religión. ¡Qué delirio pensar que la falsedad pueda ser obsequio de la Majestad soberana, que es verdad por esencia! Antes es ofensa suya, y tal, que tocando en objetos sagrados se reviste cierta especie de sacrilegio. Así, son dignos de severo castigo todos los que publican milagros falsos, reliquias falsas y cualesquiera narraciones eclesiásticas fabulosas. El perjuicio que estas ficciones ocasionan a la religión es notorio. El infiel, averiguada la mentira, se obstina contra la verdad. Cuando se le oponen las tradiciones apostólicas o eclesiásticas, se escuda con la falsedad de varias tradiciones populares. No hay duda que es impertinente el efugio, pero bastante para alucinar a los que no distinguen el oro del oropel. VI
argo campo para ejercitar la crítica es el que tengo presente, por ser innumerables las tradiciones, o fabulosas, o apócrifas, que reinan en varios pueblos del cristianismo. Pero es un campo lleno de espinas y abrojos, que nadie ha pisado sin dejar en él mucha sangre. ¿Qué pueblo o qué iglesia mira con serenos ojos que algún escritor le dispute sus más mil fundados honores? Antes se hace un nuevo honor de defenderlos a sangre y fuego. Al primer sonido de la invasión se toca a rebato, y salen a campaña cuantas plumas son capaces no sólo de batallar con argumentos, mas de herir con injurias, siendo por lo común estas segundas las más aplaudidas, porque el vulgo apasionado contempla el furor como hijo del celo; y suele serlo, sin duda, pero de un celo espurio y villano. ¡Oh sacrosanta verdad! ¡Todos dicen que te aman; pero qué pocos son los que quieren sustentarte a costa suya! Sin embargo, esta razón no sería bastante para retirarme del empeño, porque no me dominan los vulgares miedos que aterran a otros escritores. Otra de mayor peso me detiene, y es, que siendo imposible combatir todas las tradiciones fabulosas, ya por no tener noticia de todas, ni aun de una décima parte de ellas, ya porque aun aquellas de que tengo, o puedo adquirir noticia, ocuparían un grueso volumen, parece preciso dejarlas todas en paz, no habiendo más razón para elegir unas que otras, en cuya indiferencia sería muy odiosa, respecto de los interesados, la elección. En este embarazo tomaré un camino medio, que es sacar al Teatro, para que sirvan de ejemplar, dos o tres tradiciones de las más famosas, cuya impugnación carezca de riesgo, por no existir o estar muy distantes los que pueden considerarse apasionados por ellas.
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VII
a primera y más célebre que ocurre es de la carta y efigie de Cristo, Señor nuestro, enviada por el mismo Señor al rey de Edesa, Abgaro: refiérese el caso de este modo. Este príncipe, el cual se hallaba incomodado de una penosa enfermedad habitual (unos dicen gota, otros lepra), habiendo llegado a sus oídos alguna noticia de la predicación y milagros de Cristo, determinó implorar su piedad, para la curación del mal que padecía, haciendo al mismo tiempo una sincera protestación de su fe. Con este designio le escribió la siguiente carta: «ABGARO REY DE EDESSA A JESÚS, SALVADOR LLENO DE BONDAD, QUE SE MANIFIESTA EN JERUSALÉN, SALUD He oído los prodigios y curas admirables que haces, sanando los enfermos sin yerbas ni medicinas. Dícese que das vista a los ciegos, recto movimiento a los cojos; que limpias los leprosos, que expeles los demonios y espíritus malignos, restableces la salud a los que padecen incurables y prolijas dolencias, y revocas a vida a los difuntos. Oyendo estas cosas, yo creo que eres Dios, que has descendido del cielo, o que eres el Hijo de Dios, pues obras tales prodigios. Por tanto, me he resuelto a escribirte esta carta, y rogarte afectuosamente tomes el trabajo de venir a verme y curarme de una enfermedad que cruelmente me atormenta. He sabido que los judíos te persiguen, murmurando de tus milagros, y quieren quitarte la vida. Yo tengo aquí una ciudad, que es hermosa y cómoda, y aunque pequeña, bastará para todo lo que te sea necesario.» La respuesta del Redentor fue en esta forma: «Bienaventurado eres, Abgaro; porque de mí está escrito que los que me vieron no creen en mí, para que los que no me vieron crean y consigan la vida. En cuanto a lo que me pides de que vaya a verte, es necesario que yo cumpla aquí con todo aquello para que fui enviado, y que después vuelva a Aquel que me envió. Cuando haya vuelto, yo te enviaré un discípulo mío que te cure de tu enfermedad, y que te dé la vida a ti y a los que están contigo.» El primero que dio noticia de estas dos cartas fue Eusebio Cesariense. Siguiéronle San Efrén, Evagrio, San Juan Damasceno, Teodoro Studita y Cedreno. El número y gravedad de estos autores puede considerarse suficientísimo para calificar cualquiera especie histórica; pero debiendo notarse que todos ellos no tuvieron otro fundamento que ciertos Anales de la misma ciudad o iglesia de Edesa, como se colige de Eusebio, no merecen otra fe sobre el asunto que la que se debe a esos mismos anales. Por otra parte, son graves los fundamentos que persuaden ser indignos de fe. El primero es que el papa Gelasio, en el concilio Romano, celebrado el año 494, condenó por apócrifas tanto la carta de Abgaro a Cristo, Señor nuestro, como la de Cristo a Abgaro. El segundo, que aquellas palabras que hay en la carta de Cristo: «De mí está escrito que los que me vieron no creen en mí, para que los que no me vieron crean y consigan la vida», no hallándose ni aun por equivalencia o alusión en algún libro del viejo Testamento, sólo pueden ser relativas a aquella sentencia del Señor al apóstol Santo Tomás en el evangelio de San Juan: «Bienaventurados los que no me vieron y creyeron en mí.» Este evangelio, como ni algún otro, no se escribió viviendo el Señor, sino después de su muerte y subida a los cielos. Luego es supuesta la carta, pues hay en ella una cita que sólo se pudo verificar algún tiempo después de la ascensión del Salvador. El tercero, que es increíble que Cristo, de quien por todos los cuatro evangelios consta que acudió prontamente con el remedio a todos los enfermos que con verdadera fe imploraban su piedad, dilatase tanto la curación de Abgaro. El cuarto, que carece de toda verisimilitud el ofrecimiento o convite de hospedaje y asilo que hace Abgaro a Cristo. Si aquel príncipe creía, como suena en la carta, la divinidad de Cristo, creía, consiguientemente, que para nada necesitaba del asilo de Edesa, pues como Señor de cielo y tierra podía impedir que los judíos le hiciesen otro mal que el que él libremente permitiese. Sería buena extravagancia ofrecer su protección el reyezuelo de una ciudad al Dueño de todo el orbe. Omito otros argumentos. |
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VIII
la tradición que hemos impugnado se le dio después por compañera otra, que hace un cuerpo de historia con ella. Cuéntase que el mismo rey Abgaro envió a Cristo, Señor nuestro, un pintor, para que le sacase copia de su rostro; pero nunca el artífice pudo lograrle, porque el resplandor divino de la cara del Salvador le turbaba la vista y hacía errar el pincel. En cuyo embarazo suplió milagrosamente la benignidad soberana del Redentor el defecto del arte humano, porque, aplicando al rostro un lienzo, sin más diligencia, sacó estampadas perfectamente en él todas sus facciones, y este celestial retrato envió al devoto Abgaro. Esta tradición se ha vulgarizado y extendido mucho, por medio de varias pinturas de la cara del Salvador, que se pretende ser traslados de aquella primera imagen, y con este sobrescrito se hacen sumamente recomendables a la devoción de la gente crédula. Pero la variedad o discrepancia de estas mismas copias descubre la incertidumbre de la noticia. Yo he visto dos: una que se venera en la sacristía de nuestro gran monasterio de San Martín, de la ciudad de Santiago; otra que trajo a ésta, de la América, el reverendísimo padre maestro fray Francisco Tineo, franciscano, sacada de una que tenía el príncipe de Santo Bono, virrey que fue del Perú. Estas dos copias son poco parecidas en los lineamientos y diversísimas en el color, porque la primera es morena y la segunda muy blanca. A sujetos que vieron otras oí que notaron en ellas igual discrepancia. Esta variedad constituye una preocupación nada favorable a aquella tradición; pero no puede tomarse como argumento eficaz de su falsedad, pues no hay incompatibilidad alguna en que, habiendo quedado una imagen verdadera de la cara de Cristo en la ciudad de Edesa, en otras partes fingiesen este y el otro pintor ser copias de aquélla algunos retratos que hicieron, siguiendo su fantasía; y de aquí puede depender la diversidad de ellos. Dejando, pues, este argumento, lo que, a mi parecer, prueba concluyentemente la suposición de aquella imagen es el silencio de Eusebio. Este autor, habiendo visto las actas de la iglesia de Edesa, no habla palabra de ella; y tan fuera de toda creencia es que los edesanos no tuviesen apuntada aquella noticia, si fuese verdadera, como que Eusebio, hallándola, no la publicase. La historia de la correspondencia epistolar entre Jesucristo y Abgaro trae tan unida consigo la circunstancia del retrato, y esta circunstancia añade tan especioso lustre a aquella historia, que se debe reputar moralmente imposible tanto el que en las actas de la iglesia de Edesa dejase de estar apuntada, como que Eusebio, encontrándola allí, dejase de referirla, especialmente cuando cuenta con mucha individuación las consecuencias de aquella embajada de Abgaro; esto es, la misión de Tadeo a Edesa, su predicación en aquella ciudad y la curación del rey, todo sacado de dichas actas. El primero que dio noticia de esta milagrosa imagen fue Evagrio, refiriendo el sitio que Cosroes, rey de los persas, puso a la ciudad de Edesa, donde dice, que obrando Dios un gran portento por medio de ella, hizo vanos todos los conatos de los sitiadores. Floreció Evagrio en el sexto siglo, y el silencio de todos los autores que le precedieron funda por sí solo una fuerte conjetura de la suposición, la cual se hace sin comparación más grave, notando que Evagrio cita para la relación de aquel sitio a Procopio, y le sigue en todas las circunstancias de él, exceptuando la de la imagen, de la cual ni el menor vestigio se halla en Procopio. No ignoro que hay una relación de traslación de aquella imagen de Edesa a Constantinopla, cuyo autor se dice ser el emperador Constantino Porfirogeneto. Pero esto nada obsta. Lo primero, porque es muy incierto que la relación sea del autor que se dice; y el cardenal Baronio, aunque parece asiente a la historia, disiente en el autor. Lo segundo, porque toda aquella narración, si se mira bien, se halla ser un tejido de fábulas, y éste es el sentir de buenos críticos. Lo tercero, porque aunque la traslación fuese verdadera, no se infiere serlo la imagen. Yo creeré fácilmente que los edesanos tenían y mostraban una imagen del Salvador, que decían había sido formada con el modo milagroso que hemos expresado, y enviada por Jesucristo a Abgaro; pero esto sólo prueba que después que vieron lograda y extendida felizmente la fábula de la legacía y correspondencia epistolar, de que ellos habían sido autores por medio de unas actas supuestas, se atrevieron a darle un nuevo realce con la suposición de la imagen. Para que esta segunda fábula se extendiese como la primera, antes de la traslación de la imagen a Constantinopla, hubo sobradísimo tiempo, porque dicha traslación se refiere hecha en el siglo X. El cardenal Baronio añade que, después de la toma de Constantinopla por los turcos, fue transferida aquella imagen a Roma; pero sin determinar el modo ni circunstancia alguna de esta segunda traslación; también sin citar autor o testimonio alguno que la acredite, lo que desdice de la práctica común de este eminentísimo autor, por lo cual me inclino a que la traslación de Constantinopla a Roma no tiene otro fundamento que alguna tradición o rumor popular.
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IX
omo la ciudad de Edesa se hizo famosa con la supuesta carta de Cristo a Abgaro, la de Mesina ha pretendido, y aun pretende hoy, ilustrarse con otra de su Madre Santísima escrita a sus ciudadanos, la cual guarda como un preciosísimo tesoro. No sé el origen o fundamento de esta tradición. Pienso que ni aun los mismos que se interesan en apoyarla están acordes sobre si la carta fue escrita por María Santísima cuando vivía en la tierra, o enviada después de su asunción al cielo. Como quiera que sea, el cardenal Baronio condena por apócrifa esta carta el año 48 de la era cristiana. Síguenle todos o casi todos los críticos desapasionados. Un autor alemán quiso vindicar la verdad de esta carta en un escrito que intituló Epistolae beatae Mariae Virginis ad Mesanenses veritas vindicata. Acaso la autoridad de este escritor, que sin duda era muy erudito, hará fuerza a algunos, considerándole desinteresado en el asunto, porque no era mecinés ni aun siciliano, sino alemán. Pero es de notar que, aunque no natural de Mesina, estaba, cuando escribió y publicó dicho libro, domiciliado en Mesina, donde enseñó muchos años filosofía, teología y matemáticas; circunstancia que equivale para el efecto a la de nacer en Mesina, porque los que son forasteros en un pueblo, ya por congraciarse con los naturales, ya por agradecer el bien que reciben de ellos, suelen ostentar tanto y aun mayor celo que los mismos naturales en preconizar las glorias del país. Añádase a esto lo que se refiere en la Naudeana, que habiendo el docto Gabriel Naudé reconvenido al dicho autor alemán sobre el asunto de su libro, probándole con varias razones que la carta de nuestra Señora había sido supuesta por los de Mesina, le respondió que no estaba ignorante de aquellas razones y de la fuerza de ellas, pero que él había escrito su libro no por persuasión de la verdad de la carta, sino por cierto motivo político. Por otra parte, consta que la tradición de Mesina tiene poca o ninguna aceptación en Roma, porque habiendo la Congregación del Índice censurado el libro del dicho autor, éste se vio precisado a pasar a Roma a defenderse, y lo más que pudo obtener fue reimprimir el libro, quitando y añadiendo algunas cosas, y mudando el título de Veritas vindicata en el de Conjectatio ad Epistolam Beatisimae Mariae Virginis ad Mesanense. Esto viene a ser una prohibición de que la tradición de Mesina se asegure como verdad histórica, permitiéndola sólo a una piadosa conjetura. Finalmente, el mismo contexto de la carta, si es tal cual le propone Gregorio Lei, en la Vida del Duque de Osuna, parte II, libro II, prueba invenciblemente la suposición. El contenido se reduce a tomar la Virgen Santísima debajo de su protección a la ciudad de Mesina y ofrecerla que la libraría de todo género de males; lo que estuvo muy lejos de verificarse en el efecto, dice el autor citado, pues ninguna otra ciudad ha padecido más calamidades de rebeliones, pestilencias y terremotos. Estas son sus palabras: Il senno di questa lettera consiste, che essa Santa Vergine pigliava li Messinesi nella sua protettione, e che prometteva di liberarli d'ogni qualunque male; pero non vi è città, che sia stata più di questa sposta alle calamità delle rebellioni, de terremoti, e delle pesti. Doy que la indemnidad de cualquiera mal, prometida a la ciudad en la carta, sea adición o exageración del historiador alegado; pero la especial protección de la Reina de los ángeles a los mecineses todos sienten que está expresa en su contexto. Esto basta para degradar de toda fe la tradición de Mesina. Para que la especial protección de María, Señora nuestra, se verificase sería preciso que aquella ciudad lograse alguna particular exención de las tribulaciones y molestias que son comunes a otros pueblos. Esto es lo que no se halla en las historias, antes todo lo contrario; y en cuanto a esta parte, es cierto lo que dice Gregorio Lei. Pocas ciudades se hallarán en el orbe que, aun ciñéndonos a la era cristiana, hayan padecido más contratiempos que la de Mesina. X
e la ciudad de Mesina pasaremos a las de Venecia y Vercelli, porque en estos dos pueblos se conservan equívocos monumentos a favor de una tradición fabulosa, extendida en todo el vulgo de la cristiandad. Hablo del hueso de San Cristóbal que se muestra en Venecia, y del diente del mismo santo que se dice hay en Vercelli. La estatura gigantesca de este santo mártir, juntamente con la circunstancia de atravesar un río conduciendo sobre sus hombros a Cristo, Señor nuestro, en la figura de un niño, está tan generalmente recibida, que no hay pintor que le represente de otro modo; pero ni uno ni otro tiene algún fundamento sólido. No hay autor o leyenda antigua digna de alguna fe que lo acredite. El padre Jacobo Canisio, en una anotación a la Vida del Santo, escrita por el padre Rivadeneira, cita lo que se halla escrito de él en la misa, que para su culto compuso San Ambrosio, y en el breviario antiguo de Toledo. Ni en uno ni en otro momento se encuentra vestigio del tránsito del río con el niño Jesús a los hombros. Nada dice tampoco San Ambrosio de su estatura. En un himno del Breviario de Toledo se lee que era hermoso y de gallarda estatura: Elegans quidem statura mente elegantior, visu fulgens, etc. Pero esto se puede decir de un hombre de mediana y proporcionada estatura, pues en la proporción, no en una extraordinaria magnitud, consiste la elegancia. Tampoco tiene concernencia alguna a su proceridad gigantea lo que en una capítula del mismo oficio se lee, que de muy pequeño se hizo grande el santo: De minimo grandis, pues inmediatamente a estas palabras las explica de la elevación del estado humilde de soldado particular al honor de caudillo de varios pueblos: Ut ex milite dux fieret populorum. Por lo que mira a la historia del pasaje del río, puede discurrirse que tuvo su origen en una equivocación ocasionada del mismo nombre del santo: porque Christophorus o Christophoros (que así se dice en griego el que nosotros llamamos Cristóbal) significa el que lleva, sostiene o conduce a Cristo, portans Christum. Digo que esto pudo ocasionar la fábrica de aquella fábula en que el santo mártir se representa conduciendo a Cristo sobre sus hombros. Por lo que mira al hueso o diente que se muestran de San Cristóbal, decimos que ni son de San Cristóbal ni de otro algún hombre, sino de algunas bestias muy corpulentas, o terrestres o marítimas. En el primer tomo, discurso XII, número 29, notamos, citando a Suetonio, que el pueblo reputaba ser huesos de gigantes, algunos de enorme grandeza, que Augusto tenía en el palacio de Capri, los cuales los inteligentes conocían ser de grande magnitud. Este error del vulgo se ha extendido a otros muchos huesos del propio calibre, y de él han dependido las fábulas de tanto gigante enorme, repartidas en varias historias, como ya hemos advertido en el discurso citado en el número 93 antecedente. Pero hoy podemos hablar con más seguridad contra este común engaño, después de haber visto la docta Disertación que sobre la materia de él dio a luz el erudito caballero y famoso médico inglés Hans Sloane, y se imprimió en las Memorias de la Academia real de las Ciencias del año 1727. Hace el referido autor una larga enumeración de varios dientes y otros algunos huesos que, después de pasar mucho tiempo por despojos de humanos gigantes, bien examinado, se halló pertenecer o a peces cetáceos o a cadáveres elefantinos. Tal fue el diente que pesaba ocho libras, hallado cerca de Valencia del Delfinado, año de 1456. Tal el cráneo de quien hace memoria Jerónimo Magio en sus Misceláneas, de once palmos de circunferencia, hallado cerca de Túnez. Tal un diente descubierto en el mismo sitio, y remitido al sabio Nicolás de Peireks, que reconoció ser diente molar de un elefante, como el otro de que hemos hablado arriba. Tal el diente que se guarda en Amberes, y el vulgo de aquella ciudad y territorio estima ser de un gigante llamado Antígono, tirano del país en tiempo de los romanos, y muerto por Brabon, pariente de Julio César; narración toda fabulosa, sin la menor verisimilitud. Tales otros desenterrados en la Baja Austria, cerca de la mitad del siglo pasado, de que hace memoria Pedro Lambecio. Tales los huesos descubiertos cerca de Viterbo el año de 1687, que, cotejados con otros de un esqueleto entero de un elefante que hay en el gabinete del gran duque de Florencia, se observaron tan perfectamente semejantes que no fue menester otra cosa para desengañar a los que los juzgaban partes de un cadáver gigantesco. Tales otros muchos que omitimos, y de que el caballero Sloane da individual noticia en la disertación citada, con fieles y eficaces pruebas de que todos son despojos de algunas bestias de enorme grandeza, por la mayor parte de elefantes. Ni haga alguno dificultad que el elefante tenga dientes tan grandes, cuales son algunos que se muestran como de San Cristóbal o de otro algún imaginario gigante; pues es cosa sentada entre los naturalistas que algunas bestias de esta especie tienen dientes molares de tanta magnitud. Y si se habla de sus dos colmillos o dientes grandes, que naciendo en la mandíbula superior les penden fuera de la boca, y en que consiste la preciosidad del marfil, se ha visto tal cual de éstos que pesaba hasta cincuenta libras. Pero lo que dice Vartomano, citado por Gesnero, que vio dos, que juntos pesaban trescientas libras, necesita de confirmación. De todo lo dicho concluimos, no sólo que la tradición de la estatura gigantea de San Cristóbal es fabulosa y que los dientes que se ostentan como reliquias suyas no lo son, pero que ni tampoco son de cadáveres humanos todos los demás dientes o huesos de muy extraordinaria magnitud. |
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Apéndice
las tradiciones populares falsas en materia de religión, que hemos impugnado en el Teatro, añadiremos aquí otras tres. Refiere la primera Guillermo Marcel, en su Historia de la monarquía francesa; y es que los druidas, sacerdotes y doctores de los antiguos galos, edificaron la iglesia de Nuestra Señora de Chartres, consagrándola a la Santísima Virgen antes que ésta existiese, con profecía de su glorioso parto, Virgini pariturae. Fábula extravagante. Los druidas eran gentiles, y aun a las comunes supersticiones añadían algunas particulares, entre ellas la cruelísima de sacrificar víctimas humanas, lo que Augusto les prohibió estrechamente. Pero no bastando este precepto a remediar el abuso, Tiberio cargó después más la mano, y hizo crucificar a algunos convencidos de este crimen. Con todo, aún le quedó que hacer al emperador Claudio, al cual atribuyen los escritores la gloria de extirpar enteramente aquel horror. ¿Qué mérito tenían aquellos bárbaros, para que Dios les revelase tan de antemano aquel misterio? O ¿qué traza de adorar la Santísima Virgen antes de su existencia los que después que esta Señora felicitó al mundo con su glorioso parto, y aun después de ejecutada la grande obra de la redención, persistieron en su idolátrica ceguedad? La segunda tradición popular, que notaremos aquí, está mucho más extendida. En toda la cristiandad suena, creído de muchos, que sobre el monte altísimo de Armenia llamado Ararat existe aún hoy el Arca de Noé, entera, dicen unos, parte de ella, afirman otros. Si los armenios no fueron autores de esta fama, por lo menos la fomentan; y poco ha, un religioso armenio, que estuvo en esta ciudad de Oviedo, afirmaba la permanencia del arca en la cumbre del Ararat, no sólo de voz, más también en un breve escrito que traía impreso. Juan Struis, cirujano holandés, que estuvo algún tiempo cautivo en la ciudad de Erivan, sujeta a los persas y vecina al monte Ararat, dio más fuerza a la opinión vulgar, con la Relación que imprimió de sus viajes. Éste refiere que en aquel monte hay varias ermitas, donde hacen vida anacorética algunos fervorosos cristianos. Que el año 1670 le obligó su amo a subir a curar a un ermitaño, que tenía su habitación en la parte más excelsa del monte y adolecía de una hernia. Que gastó siete días en las subidas del monte, caminando cada día cinco leguas. Que llegando a aquella altura, donde residen las nubes, padeció un frío tan intenso, que pensó morir; pero subiendo más, logró cielo sereno y ambiente templado. Que el ermitaño que iba a curar, y que, en efecto, curó, le testificó que hacía veinte años que vivía en aquel sitio sin haber padecido jamás frío ni calor, sin que jamás hubiese soplado viento alguno o caído alguna lluvia. En fin, que el ermitaño le regaló con una cruz hecha de la madera del arca de Noé, la cual afirmaba permanecía entera en la cumbre del monte. Esta relación logró un asenso casi universal, hasta que de la falsedad de ella desengañó aquel famoso herborista de la Academia Real de las Ciencias, Josef Pitton de Tournefort, el cual, en el viaje que hizo al Asia, a principios de este siglo, paseó muy despacio las faldas del Ararat, buscando por allí, como por otras muchas partes, plantas exóticas. Dice este famoso físico, citado por nuestro Calmet, en su Comentario sobre el octavo capítulo del Génesis, que el monte Ararat está siempre cubierto de nubes y es totalmente inaccesible; por lo cual se ríe Tournefort de que nadie haya podido subir a su cumbre. Cita Calmet, después de Tournefort, a otro viajero que vio el monte, y afirma también su inaccesibilidad a causa de las altas nieves que en todo tiempo le cubren desde la mediedad hasta la eminencia. Aunque estos dos viajeros concuerdan en que el monte es impenetrable, y, por consiguiente, convencen de fabulosa la relación del holandés Struis, parece resta entre ellos alguna oposición, por cuanto si siempre está cubierto de nubes, como afirma el primero, no pudieron verse las nieves, como escribe el segundo. Pero es fácil la solución diciendo que la expresión de estar un monte siempre cubierto de nubes no significa siempre estar de tal modo circundado de ellas que oculten su vista por todas partes. Basta que haya siempre nubes en el monte, aunque frecuentemente se vea descubierto por este o aquel lado, y aun por la cumbre. Acaso también en la traducción latina de Calmet, de que uso, hay en aquella expresión qui semper nubibus obtegitur yerro de imprenta, debiendo decir nivibus en vez de nubibus; equivocación facilísima, y que muchas mayores se encuentran a cada paso en esta edición. ¿Qué mucho, siendo veneciana? Mas lo que decide enteramente esta duda es el testimonio del padre Monier, misionero jesuita en la Armenia, el cual, hablando del monte Ararat, dice así: «Su cumbre se divide en dos cumbres, siempre cubiertas de nieves y casi siempre circundadas de nubes y nieblas, que prohíben su vista. A la falda no hay sino campos de arena movediza, entreverada con algunos pobrísimos pastos. Más arriba todas son horribles rocas negras, montadas unas sobre otras», etc. (Nuevas memorias de las misiones de Levante, tomo III, capítulo II). La tercera y última tradición popular que vamos a desvanecer, o a lo menos proponerla como muy dudosa, aún es más universal que la segunda, y tiene por objeto el celebradísimo caso de los siete durmientes. Éstos, se dice, fueron siete hermanos de una familia nobilísima de Éfeso, los cuales, en la terrible persecución de Decio, se retiraron a una caverna del monte Ochlon, vecino a la ciudad, donde, cogiéndolos un sobrenatural y dulce sueño, estuvieron durmiendo ciento y cincuenta y cinco años; esto es, desde el 253 hasta el 408, en el cual despertando, y juzgando que el sueño no había durado más que algunas horas, enviaron al más joven de los siete a Éfeso para que les comprase alimentos; que éste quedó extremamente sorprendido cuando vio el estado de la ciudad tan mudado, y en muchos sitios de ella cruces colocadas; y, en fin, Éfeso gentílica totalmente convertida en Éfeso cristiana; que imperaba entonces Teodosio el Junior. Los nombres que dan a los siete hermanos son: Maximiano, Malco, Martiniano, Dionisio, Juan, Serapión y Constantino. Omito otras circunstancias de la historia. Baronio, en el Martirologio, a 27 de julio, citado por Moreri, siente que lo que hay de verdad en ella es que estos santos, habiendo padecido martirio en la caverna imperando Decio, fueron después hallados sus cuerpos incorruptibles en tiempo de Teodosio el Junior, y que el epíteto de durmientes vino por equivocación de haberse en algún escrito significado su muerte con el verbo dormio u obdormio, expresión frecuente en la Escritura y aun en el uso de la Iglesia. Los autores que refieren esta historia no concuerdan en la data. Dicen unos que los siete hermanos despertaron el año 23, y otros el año 38 del imperio de Teodosio. No concuerdan tampoco en el nombre del obispo que había a la sazón en Éfeso. Unos le llaman Maro, otros Stefano, y ni de uno ni de otro nombre se halla alguno en la serie de los obispos de Éfeso. Añado que el año de 253, en que dice padecieron los santos por la persecución de Decio, ya Decio no vivía, pues murió a último del de 251. El autor más antiguo, a quien se atribuye la relación de este admirable suceso, es San Gregorio Turonense, el cual fue más de siglo y medio posterior a él; por consiguiente, pudo padecer engaño. Mas no es eso lo principal, sino que el libro en que se refiere esta historia es falsamente atribuido a San Gregorio Turonense, como prueba Natal Alejandro, de que en la enumeración, que de sus escritos hace este santo en el epílogo de su Historia, no nombra a éste. PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS DE VIAJES Y COSTUMBRES |