Había una ciudad que a mí me gustaba visitar en
verano. En esa época casi todo un barrio se iba a un balneario cercano.
Una de las casas abandonadas era muy antigua; en ella habían instalado un
hotel y apenas empezaba el verano la casa se ponía triste, iba perdiendo
sus mejores familias y quedaba habitada nada más que por los sirvientes.
Si yo me hubiera escondido detrás de ella y soltado un grito, éste
enseguida se hubiera apagado en el musgo. |
Él me vino
a buscar al hotel una tarde en que el sol todavía estaba alto. Desde
lejos, me mostró la esquina donde estaba colocado el balcón de invierno.
Era un primer piso. Se entraba por un gran portón que había al costado de
la casa y que daba a un jardín con una fuente y estatuillas que se
escondían entre los yuyos. El jardín estaba rodeado por un alto paredón;
en la parte de arriba le habían puesto pedazos de vidrio pegados con
mezcla. Se subía a la casa por una escalinata colocada delante de una
galería desde donde se podía mirar al jardín a través de una vidriera. Me
sorprendió ver, en el largo corredor, un gran número de sombrillas
abiertas; eran de distintos colores y parecían grandes plantas de
invernáculo. En seguida el anciano me explicó:
—Yo compongo mis poesías
después de estar acostada —ya, en la tarde había hecho alusión a esas
poesías— y tengo un camisón blanco que me acompaña desde mis primeros
poemas. Algunas noches de verano voy con él al balcón. El año pasado le
dediqué una poesía. |
A la mañana
siguiente hice un recorrido sonriente y casi feliz de las cosas de mi
vida. Era muy temprano; me vestí lentamente y salí a un corredor que
estaba a pocos metros, sobre el jardín. De este lado también había yuyos y
altos árboles espesos. Oí conversar al anciano y a su hija, y descubrí que
estaban sentados en un banco colocado bajo mis pies. Entendí primero lo
que decía ella: |
A la mañana
siguiente llegué tarde a la cita del anciano y la hija en el banco del
jardín; pero alcancé a oír que la hija decía:
—Es inútil que tenga la puerta
entornada; yo veo por la rendija el espejo, y el espejo lo refleja a usted
desnudito detrás de la puerta. |
A la mañana
siguiente vino el anciano a pedirme disculpas por la araña. Su hija se lo
había contado todo. Yo le dije al anciano que nada de aquello tenía la
menor importancia, y para cambiar de conversación le hablé de un concierto
que pensaba dar por esos días en una localidad vecina. El creyó que eso
era un pretexto para irme y tuve que prometerle volver después del
concierto. |
En el Café
del Teatro había mucho barullo, y fuimos a otro lado. El anciano estaba
deprimido, pero tomó en seguida las esperanzas que yo le tendía. Le
trajeron la bebida oscura en el vasito, y me dijo: —La viuda del balcón... |
En
mi último año de escuela veía yo siempre una gran cabeza negra apoyada
sobre una pared verde pintada al óleo. El pelo crespo de ese niño no era
muy largo; pero le había invadido la cabeza como si fuera una enredadera;
le tapaba la frente, muy blanca, le cubría las sienes, se había echado
encima de las orejas y le bajaba por la nuca hasta metérsele entre el saco
de pana azul. Siempre estaba quieto y casi nunca hacía los deberes ni
estudiaba las lecciones. Una vez la maestra lo mandó a la casa y preguntó
quién de nosotros quería acompañarlo y decirle al padre que viniera a
hablar con ella. La maestra se quedó extrañada cuando yo me paré y me
ofrecí, pues la misión era antipática. A mí me parecía posible hacer algo
y salvar a aquel compañero; pero ella empezó a desconfiar, a prever
nuestros pensamientos y a imponernos condiciones. Sin embargo, al salir de
allí, fuimos al parque y los dos nos juramos no ir nunca más a la escuela.
—Ellas son muy buenas
conmigo; y me disculpan mis...
|
El día
que él se decidió a decirme su mal era sábado y recién había cerrado el
bazar. Fuimos a tomar un ómnibus que salía para afuera y detrás de
nosotros venían las cuatro muchachas y un tipo de patillas que yo había
visto en el fondo del bazar entre libros de escritorio.
—Este es mi hombre;
compone el túnel como una sinfonía. Ahora se levantó para no olvidarse de
algo. Antes yo derrochaba mucho su trabajo, porque cuando no adivinaba una
cosa se la preguntaba; y él se deshacía todo para conseguir otras nuevas.
Ahora, cuando yo no adivino un objeto lo dejo para otra sesión y cuando
estoy aburrido de tocarlo sin saber qué es, le pego una etiqueta que llevo
en el bolsillo y él lo saca de la circulación por algún tiempo. |
Terminada la comida, Alejandro y las muchachas salieron a pasear; pero mi
amigo y yo nos recostamos en los divanes que había en su cuarto. Después
de la siesta, nosotros también salimos y caminamos todo el resto de la
tarde. A medida que iba oscureciendo mi amigo hablaba menos y hacía
movimientos más lentos. Ahora la luz era débil y los objetos luchaban con
ella. La noche iba a ser muy oscura; mi amigo ya tanteaba los árboles y
las plantas y pronto entraríamos al túnel con el recuerdo de todo lo que
la luz había confundido antes de irse. Él me detuvo en la puerta de la
cochera y antes que me hablara yo oí el arroyo. Después mi amigo me dijo:
—¿Qué ocurre? Y él a su vez preguntó:
—¿Qué te
pasa? |
Antes
de ir a su habitación me hizo señas con el índice para que lo siguiera; y
después se llevó el mismo dedo a la boca para pedirme silencio. En su
pieza empezó a acomodar los divanes de manera que cada uno mirara en
sentido contrario y nosotros no nos viéramos las caras. Él fue descargando
su cuerpo en un diván y yo en el otro. Me entregué a mis pensamientos y me
juré internarme, todo lo posible, en aquel asunto.
—Ahora peor,
querido. Tus pasos parecen palpitaciones. Ya he sentido otras veces el
corazón como si me anduviera un rengo en el cuerpo. |
Recordaba esto, miraba la quinta a través de cortinas amarillentas y
tomaba mate. De pronto vi a mi amigo cruzar un sendero y sin querer hice
un gesto de espía. Después me decidí a no mirarlo; y al pensar que él no
me oía empecé a caminar por la habitación. En una de las veces que llegué
hasta la ventana vi que mi amigo iba hacia la cochera; creí que fuera al
túnel y me llené de sospechas; pero después él dobló para un lugar donde
había ropa tendida y puso una mano abierta en medio de una sábana que yo
supuse húmeda.
—Había dejado la puerta
abierta, y al volver la encontré cerrada. |
El
sábado siguiente, apenas habíamos entrado al túnel, se sintieron
unos quejidos mimosos y yo pensé en un perrito. Alguna de las muchachas se
empezó a reír y enseguida nos reímos todos. Mí amigo se enojó mucho y dijo
palabras desagradables; todos nos callamos inmediatamente pero en un
intervalo que se produjo entre las palabras de mi amigo, se oyeron con más
fuerza los quejidos del perrito y todos nos volvimos a reír. Entonces mi
amigo gritó: Mi amigo estaba sentado con los codos apoyados en las rodillas y de pronto escondió la cara; en ese instante me pareció tan pequeña como la de un cordero. Yo le fui a poner mi mano en un hombro y sin querer toqué su cabeza crespa. Entonces pensé que había rozando un objeto del túnel. |
En
una noche de otoño hacía calor húmedo y yo fui a una ciudad que era casi
desconocida; la poca luz de las calles estaba atenuada por la humedad y
por algunas hojas de los árboles. Entré a un café que estaba cerca de una
iglesia, me senté a una mesa del fondo y pensé en mi vida. Yo sabía aislar
las horas de felicidad y encerrarme en ellas; primero robaba con los ojos
cualquier cosa descuidada de la calle o del interior de las casas y
después la llevaba a mi soledad. Gozaba tanto al repasarla que si la gente
lo hubiera sabido me hubiera odiado.
Tal vez no me quedara mucho tiempo de
felicidad. Antes yo había cruzado por aquellas ciudades dando conciertos
de piano; las horas de dicha habían sido escasas, pues vivía en la
angustia de reunir gentes que quisieran aprobar la realización de un
concierto; tenía que coordinarlos, influirlos mutuamente y tratar de
encontrar algún hombre que fuera activo. Casi siempre eso era como luchar
con borrachos lentos y distraídos: cuando lograba traer uno el otro se me
iba. Además yo tenía que estudiar y escribir artículos en los diarios. |
De pronto me di cuenta que había entrado al café un ciego con un arpa; yo
le había visto por la tarde. Decidí irme antes de perder la voluntad de
disfrutar de la vida; pero al pasar cerca de él volví a verlo con un
sombrero de alas mal dobladas y dando vuelta los ojos hacia el cielo
mientras hacía el esfuerzo de tocar; algunas cuerdas del arpa estaban
añadidas y la madera clara del instrumento y todo el hombre estaban
cubiertos de una mugre que yo nunca había visto. Pensé en mí y sentí
depresión. |
Al otro día cuando ya estaba bastante adelantada la mañana, entré a una de
las tiendas más importantes. El dueño extendió mis medias en el mostrador
y las estuvo acariciando con sus dedos cuadrados un buen rato.
Parecía que
no oía mis palabras. Tenía las patillas canosas como si se hubiera dejado
en ellas el jabón de afeitar. En esos instantes entraron varias mujeres; y
él, antes de irse, me hizo señas de que no me compraría, con uno de
aquellos dedos que habían acariciado las medias. Yo me quedé quieto y
pensé en insistir; tal vez pudiera entrar en conversación con él, más
tarde, cuando no hubiera gente; entonces le hablaría de un yuyo que
disuelto en agua le teñiría las patillas. La gente no se iba y yo tenía
una impaciencia desacostumbrada; hubiera querido salir de aquella tienda,
de aquella ciudad y de aquella vida. Pensé en mi país y en muchas cosas
más. Y de pronto, cuando ya me estaba tranquilizando, tuve una idea: “¿Qué
ocurriría si yo me pusiera a llorar aquí, delante de toda esta gente?”
Aquello me pareció muy violento; pero yo tenía deseos, desde hacía algún
tiempo, de tantear el mundo con algún hecho desacostumbrado; además yo
debía demostrarme a mí mismo que era capaz de una gran violencia. Y antes
de arrepentirme me senté en una sillita que estaba recostada al mostrador;
y rodeado de gente, me puse las manos en la cara y empecé a hacer ruido de
sollozos. Casi simultáneamente una mujer soltó un grito y dijo: “Un hombre
está llorando”. Y después oí el alboroto y pedazos de conversación: “Nena,
no te acerques”... “Puede haber recibido alguna mala noticia”... “Recién
llegó el tren y la correspondencia no ha tenido tiempo”... “Puede haber
recibido la noticia por telegrama”... Por entre los dedos vi una gorda que
decía: “Hay que ver cómo está el mundo ¡Si a mí no me vieran mis hijos, yo
también lloraría!”. Al principio yo estaba desesperado porque no me salían
lágrimas; y hasta pensé que lo tomarían como una burla y me llevarían
preso. Pero la angustia y la tremenda fuerza que hice me congestionaron y
fueron posibles las primeras lágrimas. Sentí posarse en mi hombro una mano
pesada y al oír la voz del dueño reconocí los dedos que habían acariciado
las medias. Él decía: |
Una vez me llamaron de la casa central —yo ya había llorado por todo el
norte de aquel país— esperaba turno para hablar con el gerente y oí
desde la habitación próxima lo que decía otro corredor: |
Cuando reanudé las ventas, yo estaba en una pequeña ciudad. Era un día
triste y yo no tenía ganas de llorar. Hubiera querido estar solo, en mi
pieza, oyendo la lluvia y pensando que el agua me separaba de todo el
mundo. Yo viajaba escondido detrás de una careta con lágrimas; pero yo
tenía la cara cansada. |
A los pocos días me dieron una fiesta en el club principal. Alquilé un frac con chaleco blanco impecable y en el momento de mirarme al espejo
pensaba: “No dirán que este cocodrilo no tiene la barriga blanca.
¡Caramba! Creo que ese animal tiene papada como la mía. Y es voraz... Cuando los amigos me llevaron a mi hotel yo pensaba en todo lo que había llorado en aquel país y sentía un placer maligno en haberlos engañado; me consideraba como un burgués de la angustia. Pero cuando estuve solo en mi pieza, me ocurrió algo inesperado: primero me miré en el espejo; tenía la caricatura en la mano y alternativamente miraba al cocodrilo y a mi cara. De pronto y sin haberme propuesto imitar al cocodrilo, mi cara, por su cuenta, se echó a llorar. Yo la miraba como una hermana de quien ignoraba su desgracia. Tenía arrugas nuevas y por entre ellas corrían las lágrimas. Apagué la luz y me acosté. Mi cara seguía llorando; las lágrimas resbalaban por la nariz y caían por la almohada. Y así me dormí. Cuando me desperté sentí el escozor de las lágrimas que se habían secado. Quise levantarme y lavarme los ojos; pero tuve miedo que la cara se pusiera a llorar de nuevo. Me quedé quieto y hacía girar los ojos en la oscuridad, como aquel ciego que tocaba el arpa.
PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS FANTÁSTICOS DE DIFERENTES AUTORES |