Pequeños hombres dan vueltas a sus cabezas, las miran fijamente y se echan a llorar. Y esto es algo normal, ocurre cada noche en el Barrio Latino Y en las ramblas de tu ciudad. Observa los rostros apiñados en el vagón, el tiempo y el espacio lo borran todo excepto tu locura interior. ¿Qué hace ahora tu mejor amigo en aquella ciudad de un isla del Atlántico? No existe. El pensamiento es un dolor hereditario. Y es ridículo sufrir por nada. Eres capaz de matar y eso lo sabes cuando estás acostado con cuatro horas de insomnio y no sabes amar a la gente que dejas atrás, ni siquiera a la que está a tu lado. Algo te enrojece los ojos y las sombras de los muebles te obligan a temblar, y hace diez años tenías un amigo y a millar de kilómetros hiciste el amor. Pero ya sólo quedan tus pensamientos enredados y esa extraña presencia de placer y de horror que te rueda dentro del cuerpo. Ya eres el hombre pequeño que agoniza por nada, desesperado y triste de no poder hablar con los ojos, sabiendo con toda certeza que todo se diluye excepto la locura interior, dura y enorme como una gran roca en el mar. Con la memoria olvidada paseo lentamente en un puente sobre el Sena. Converso con un gato y un farol, y los hombres sin raíces siguen cantando por pesetas, francos y peniques. La gente es como dos trenes que pasan velozmente uno frente al otro: los rostros se vaporizan, las sonrisas sólo duran décimas de segundo. Y este extraño individuo que tengo dentro de mí es tan sólo un pasajero más. La música es lo único que me importa, ya sabes, me refiero a los pozos individuales en que cada día nos sumergimos para autocomplacernos, y de vez en cuando llevamos a un amigo a ver qué tal le sienta nuestro clima. Sólo se necesita una máquina que produzca ese sonido de doce compases que revienta el corazón y hace hervir la sangre. Sientas a tu amigo y le dices emocionado: "ya no nos hace falta hablar". ¡Oh, es fantástico ese momento en que tu cabeza es tan inservible como un teléfono roto! Entonces no hay hilos en el aire, y estás alegre y triste y tus ojos aprenden a ver y eres tú a solas con tu corazón silencioso. Tengo un sueño de plumaje negro que suda humo como un ferrocarril, lo visito cada noche y allí dejo mi dolor como en un burdel de gajos de naranja donde copulan los gatos del jazz en las afueras de la ciudad. Mi sueño es un yacimiento de placer con no sé cuántas toneladas de orgasmo bruto. Yo tampoco encuentro satisfacción ahogado en kilos de ropa sucia y botellas cortantes. Desenredando las conversaciones adheridas al aire y asustando de reconocer mi propio grito en cada crimen nocturno, en cada ambulancia con su terrorífico sonido a través de la ciudad. No quiero estar en un hospital, no quiero estar en un cementerio, no quiero estar en un hogar, no quiero estar en la calle. En la gran matriz del mundo no hay sitio para mí.
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ERES UN BUEN MOMENTO PARA MORIRME
Amaneciendo y anocheciendo
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Los
relojes me quieren mal |
Las
cosas que dan placer |