Jesús 
Fernández Santos

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Días de caza

El pez de nieve

Una fiesta

 Días de caza

   El humor de mi tío mejoraba cuando, pasada la veda, algún domingo prometía:

    -Este año, vamos a matar tú y yo un rebeco. Los rebecos son como cabras monteses; un poco más pequeños, con cuernos cortos y puntiagudos que crecen hacia atrás parecidos a anzuelos. Se les puede ver en rebaños, pero por lo común aman la soledad, vagan, cruzando a un lado y a otro la raya de los puertos.

    Así andaba mi tío todo el año, cosechando en verano, solitario en invierno, sin hijos, con amigos contados, trabajando o de caza, con el macuto a cuestas. Visto al pronto, se le podían echar, como a su mujer unos cincuenta años, sin embargo, aún no había cumplido los cuarenta.

    Llegó de la Ribera para casarse y, a poco, tras la boda, los días se agriaron. La edad, las cuñadas, parecieron separarlos, envejecerlos pronto. Primero reñían a menudo, vino la época de los largos silencios y al final, aun procurando fingir fuera de casa, apenas llegaban a dirigirse la palabra. Las cuñadas le achacaban la falta de hijos y algo de verdad debía haber en ello porque mi tío, que les reprochaba muchas cosas, nunca admitió discusiones respecto a esto.

    Le gustaban los niños. Solía charlar conmigo que le aceptaba sus mentiras, sobre todo sus aventuras de la guerra. Yo sabía respetar su mutismo cuando, tras cualquier disputa, dejaba la cocina, cerrando a sus espaldas la puerta con violencia. Fue un día de estos, tras la pausa huraña de costumbre, cuando me dijo señalando a las montañas:

    -Mañana subimos a verlos. y así fuimos; él con su escopeta de pistón; yo con otra más vieja de las que aún disparan cartuchos de aguja, en compañía de tres hombres barbudos y pequeños.

    Los tres con la boina calada hasta los ojos, apenas hablaban. Cuando decían algo, sus palabras parecían surgir ajenas a ellos, porque ninguno miraba a los demás, y a mí ni siquiera me habrían visto a no ser por mi tío, que de vez en cuando se volvía:

    -¡Hala, vamos; no te quedes atrás! Yo debía seguirlos, bien a mi pesar, porque conocían las veredas y avivaban el paso. El mundo del amanecer se revelaba para mí: el rumor, el eco de nuestras pisadas, el río rutilante, cada vez más lejano, el susurro de todos esos pequeños animales que gritan o se lamentan hasta que el día nace.

    De pronto, como de mutuo acuerdo, los tres amigos comenzaron a hablar: un suave murmullo en el que las palabras de unos y otros se sucedían sin sentido, casi sin ilación. Discutían de cosechas, de pastos y caballos; luego criticaron a mi tío por llevarme con ellos.

    Las estrellas comenzaron a borrarse. Me entró esa flojedad que viene siempre al tiempo que amanece, y cuando el sol se alzó y fue pleno día, el pueblo, el río ya no estaban tan abajo, sólo simas cubiertas por bancos de niebla que llegaba hasta nuestros pies desde el fondo del valle.

    Hicimos un alto. Cada cual sacó la navaja, su pan y su cecina. Tras el almuerzo, de nuevo andando, aunque ya no por el paso de los rebaños sino por sendero de montaña, llano, sin polvo ni guijarros, sólo con rocío brillando aún en las retamas. En la Raya, cerca de una vaguada que da a Asturias, los de la partida se dividieron. Mi tío y yo alcanzamos una gran mole de piedra cortada a pico con una cruz de cantería que era la divisoria de la provincia. Nos sentamos y él lió un cigarro.

    -¿Ha matado usted algún rebeco este año?

    -Ni este año, ni nunca.

    -Pues Antonia dijo que sí. Uno en Asturias, hace mucho tiempo.

    Antonia era la más joven de las cuñadas. Mi tío se volvió exclamando:

    -Esa mata mucho con el pico.

    -¿Pero ella los vio alguna vez?

    -En el plato, como tú.

    -¿Y los otros?

    -¿En el pueblo? Nadie mató ninguno todavía. Verlos los vimos muchas veces y les llegamos a tirar, pero son animales muy finos. Te huelen de lejos. Si les da el viento ya saben dónde estás. Además los asturianos les espantan. .

    Me contó que de Asturias subían las partidas el mismo día de concluir la veda. Llegaban con mucho aparato de escopetas, en un gran automóvil. Batían toda la sierra y espantaban la caza para tres meses. Siempre, a la tarde, acababan bebiendo y cierta vez estuvo a punto de estallar una guerra con los de este lado por cuestión de derechos.

     -Los tuvimos que asustar... A uno le dieron un tiro , en la cadera.

    Cuando el cigarro se hubo consumido, anduvimos cosa de media hora. Otro alto.

    -Tú me esperas aquí. Yo subo hasta la cima por si los veo. No te alejes.

    Le vi perderse, con la larga escopeta a la espalda, subiendo en zigzag hasta confundirse con las rocas de la cima. Me senté, contando los cartuchos, teniendo buen cuidado de que ninguno cayera. Sentía ganas de disparar, pero en torno a mí todo se hallaba inmóvil, ni un pájaro volaba. Al fin cruzó un grajo a buena altura. Me eché el arma a la cara y le fui siguiendo. Quise asegurar tanto el tiro que al apretar el gatillo ya el animal estaba lejos. No logré ni rozarle siquiera; pero había perdido el miedo a los cartuchos, y no deseaba sino una nueva ocasión para hacer fuego. La ocasión llegó al cabo de media hora, junto al primer manantial en que me entretuve agazapado. También fallé, alzando inútilmente una bandada de palomas. Aún me hallaba acechando, cuando noté que el cielo estaba encapotado. La hierba, agostada por la canícula, me hacía resbalar. Los piornos, los helechos, la montaña quemada me parecieron de mal agüero, y antes de calcular siquiera el riesgo de una tormenta en aquella altura, las cumbres se iluminaron. Tronaba. A lo lejos se alzaban luminarias color violeta. Yo temblaba porque todos los años morían en los montes pastores y ganado, y mi tío guardaba una navaja de otro sobrino suyo, única reliquia sana que quedó del cuerpo quemado por el rayo. Pensé en su negra silueta agazapada aún, como la hallaron, bajo el esqueleto del paraguas. Quizá fuera una chispa blanca como la que surgió en un instante de la tierra, a cien metros lejos de mis pies, parecida a la pelada rama de un árbol. Corrí envuelto en las ráfagas de lluvia, en el trueno que sobre mi cabeza pareció desgajar la montaña entera.  

   El refugio calizo caía a pico sobre Asturias, sobre un valle menor velado por la lluvia. De improviso el aguacero cesó y, abajo, en el lecho del río, vi cruzar al rebeco. La tormenta lo había espantado y él también vagaba perdido. Se detuvo un instante. Después, pausadamente,fue borrándose en las cortinas de niebla que, otra vez, tras la lluvia., se abatían. Me pareció distinto, gris, más pequeño que en las historias de mi tío había imaginado. Demasiado real para justificar tantas palabras, tantas noches de charla, tantas apuestas. Incluso la fama, la fortuna de un hombre en el pueblo, dependía de algo tan pacífico como aquel animal.

    Yo sabía que mi tío no iba a creerme. Así fue. Apenas hizo comentarios cuando se lo dije, lo cual era en él signo de no conceder a mis palabras crédito ninguno. Sentado, miraba caer la lluvia tan borrosa, tan gris como sus ojos. Viéndolo, pensaba yo en el animal, abajo, entre la niebla.

    A poco dijo:

     -Ya no cae nada; vamos.

     Era agradable sentir fuera la humedad tras el calor del día. El río había crecido, venía turbio, sucio, de color rojizo como de arcilla. De la tierra se desprendía un vaho penetrante. Íbamos bajando y estaba el aire tan diáfano y tranquilo como si la tormenta hubiese barrido todo el calor y el polvo de este mundo. Mi tío debía estar alegre porque comenzó a hablar, a contarme cosas de cuando estuvo en África, en la guerra, y aunque algunas debían ser verdad, otras se veía que no lo eran. Siguió con sus historias hasta llegar al pueblo. Nada más avistar la gente enmudeció y no hubo modo de sacarle una sola palabra. Cuando entramos en casa ya estaba serio, de mal humor como todos los días.

 

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 El pez de nieve

    Aquel año nevó mucho sobre el parque. Los senderos se acabaron borrando, igualando con el césped, el estanque se volvió duro, opaco y las lanchas quedaron inmóviles, presas en él, junto al embarcadero, como a punto de iniciar el viaje a un remoto país de los hielos. Un silencio húmedo y blando como las pisadas de los guardas sobre el manto de nieve se extendió sobre los árboles, por encima de sus penachos deslumbrantes, de sus oscuras ramas desde las que bandadas de gorriones se dejaban caer sobre el patio del almacén de la casa de fieras, en busca de comida.

    Apenas llegaba el rumor del tráfico de fuera y, con el paseo de coches cortado, podía oírse a lo lejos el desgajarse quedo de la nieve, la fatiga, en su jaula, del gran oso polar y el chillido tembloroso, hiriente, de la vecina jaula de los monos.

    Fue aquel año, por aquella nevada, cuando uno de los monos más pequeños, aterido, rompi6 el techo de paja y madera, y saltando hasta las ramas del castaño gigante que servía de dosel a las celdas, resbaló con tan mala fortuna que fue a caer sobre la otra de barrotes gruesos, donde el gran oso blanco iba y venía con silencioso paso. El oso blanco pareció despertar y en un instante lo había devorado; el mismo oso que años después deshizo de un zarpazo al mozo que limpiaba su jaula.

    El libro decía, allí en el cuarto tan frío también, de la pequeña casa de los guardas, sobre el hule cuadriculado de la mesa, que los osos tan sólo se alimentan de bayas, frutas y raíces silvestres, pero aquel libro recién comprado, apenas iniciado el curso, podía equivocarse cuanto quisiera, pues a causa de la nieve cerraron las escuelas y sus páginas quedaron aquel día inéditas, cerradas, pegadas unas a otras como las de los plátanos bajo el manto de nieve.

    Y el muchacho, a su vez, pudo quedarse todo el día vagando por el parque.

    A mediodía había visto ya patinar a los autos en el gran paseo de coches, ensayar sus cubiertas de clavos, sus cadenas, a los que luego participaban en los rallyes. El conductor aceleraba, alcanzaba una cierta velocidad y, al llegar al andén de las dos direcciones, frenaba, procurando dar media vuelta completa, hasta colocar el coche en sentido opuesto. Era un juego que al principio interesaba pero aburrido a la larga, de mayores.

    Aun antes de comer había asistido a dos o tres peleas de muchachos, poca cosa, poca guerra, muchos gritos, voces que la nieve apagaba, actitudes heroicas y alguna que otra caída en la gran escalinata de piedra, mullida ahora, por encima de la cual relucía la estatua del rey y su monumental caballo, los dos recubiertos por igual de brillantes ropajes de carámbanos.

    Fue a la tarde, cuando el parque se iba quedando gris y en los jardines se hacían más negros los troncos de los sauces, cuando el muchacho se decidió a acercarse hasta la mancha del estanque, liso, macizo, como una enorme lápida de mármol. El libro aseguraba que debajo del hielo apenas había vida, pero el libro allí estaba en la casa, cerrado, de modo que fue contando las horas que aquel reloj ajeno al parque iba dejando resbalar sobre la nieve de los árboles y, ya tarde, se acercó hasta el embarcadero.

    Allí en la habitación, bajo la gran terraza desde la que se controlaban las maniobras de las barcas, guardaba el encargado los reteles de sus grandes excursiones dominicales. Aún quedaban residuos de la hoguera encendida a la mañana cuando estuvo revisando el motor de la gran lancha inmóvil de los niños, pero ahora el frío cuarto y la terraza de cemento con su reloj enorme aparecían desiertos. En un rincón, bajo los sauces, el desagüe del estanque suspiraba, rezongaba, gruñía, cada vez que un pedazo de hielo se atravesaba en su boca defendida con hierros como la jaula de los osos. El muchacho esperó a que su boca quedase limpia y luego, cuando ya comenzaba a brillar el azul de las luces del parque, sujetó con cuidado la red dentro del agua, sin hacer mucho caso de los profundos murmullos de la  corriente.

    Al día siguiente volvió temprano, antes que el encargado de las barcas, y alzó con gran esfuerzo el aparejo lleno de broza, minúsculos carámbanos y residuos de insectos entre el barco y la arena. Y en el fondo de heces y limo apareció una mancha pequeña y brillante, un blanco pez no mayor que una moneda, de escamas  plateadas. Lo metió en una bolsa de plástico que llenó de agua limpia y, luego en casa, en un gran vaso que colocó a la cabecera de su cama.

   Era un pez visible apenas de día, apenas una sombra inmóvil, diminuta, en el fondo del vaso, pero a la noche, a medida que la tarde se apagaba en las ventanas, él se encendía como los últimos destellos de la tarde. Como aquellas estrellas tan altas que el viento boreal hacía estremecer arriba, así temblaba su luz, creciendo; poco a poco, en el fondo del vaso. Era la suya una luz difusa, total, sin sombras, como la de las estrellas en las noches más limpias, o la luz de la nieve en los días cubiertos.

    Cuando al otro lado de los cristales el parque era ya sólo las grandes manchas del parterre y los pinos, la. paredes de la pequeña alcoba se iban borrando, haciendo transparentes, transformándose. Sobre la cual surgían paisajes desconocidos, ciudades de tejados grises, puntiagudos, campanarios enhiestos, rebaños de animales de  piel oscura y penachos sedosos. Eran tierras distintas de aquellas que el muchacho conocía, montañas grises de hielo, árboles arañando el cielo entre la niebla, líquenes, musgos y glaciares. Y ya de madrugada, cuando la luz sobre el parque renacía, el pez se iba apagando en el  agua del vaso, para quedar, a la mañana, tan mezquino.

    Y tan negro como siempre. Ya con la primavera encima ,y el sol amenazando, el pez de nieve cayó enfermo. Le nacieron heridas en los flancos y una suave pelusa fue creciendo, devorando sus escamas que finalmente dejaron c;~ de brillar. A medida que el sol cobraba fuerza, se veía que el pez caminaba hacia su muerte. En la habitación, ahora a oscuras durante la noche, se le oía subir a la superficie del agua, quizás buscando el aire que dentro le faltaba. El muchacho le bañó en sal, según el guarda mayor le recomendó, mas la luz de nieve no volvía. Y el día en que puntualmente vino la primavera, vio el muchacho que su pez ya no estaba en el vaso. Como otras  noches le había oído saltar en el agua, supuso que había  vuelto otra vez al estanque. Nunca más volvió a ver aquellos ríos de hielo, ni los pueblos de tejados de escamas, ni rebaños de animales de pesados cuernos. Y al cabo de los años enviaron al padre a cuidar otro jardín; y fue preciso transportar los muebles de la casa. Al quitar la mesilla de la alcoba vio el muchacho que el pez estaba allí. A pesar del tiempo, allí se conservaba negro, pegado a la pared como las hojas de los eucaliptus que en otoño recogía, como esos fósiles que a veces le enseñaban dibujados.

    Ya no era un pez de luz, sino de sombra. Y el muchacho también había cambiado. Ya nunca se acercaba hasta el estanque, ni escuchaba el correr del agua en los canales de piedra o el lamento agrio de los zorros ,esperando el almuerzo. Como el gran oso blanco, su voz había cambiado. Se hizo más profunda y ronca. Como el pelícano dorado a la puerta de su choza, pasaba grandes ratos inmóvil. Como las cebras pesadas y rotundas, apenas asomaba los ojos, más allá de su ventana, sin apenas ver otra cosa que los castaños rojos y los blancos penachos de las nubes. Ya no era un muchacho. Había crecido mucho, y cuando el padre decidió aceptar el traslado a aquel otro jardín, apenas pareció sentir nada por ello, al contrario que los demás, accedió a marchar sin discutir apenas, sin volver una sola vez la cabeza cuando el coche dejó a sus espaldas, para siempre, la gran mole coronada de la puerta.  

 

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 Una fiesta

    Las voces de los hombres llegaban hasta más allá del río, cruzando la carretera. Con la cosecha en casa, celebraban en la cantina el final de las eras. Desde las ventanas empañadas por el polvo, entre las rendijas de la agrietada puerta, los chicos miraban a los padres cantar y bailar al rítmico son de las botellas. Hasta los pastores bajaron de los puertos para la matanza del gallo, y el presidente no olvidó llamar a los dos jóvenes y únicos peones de la mina carbonera en las afueras del pueblo. Uno de éstos llamado Chana, ahuecó el pecho y gritó:

     -¡Que canten ahora los de la tierra del corcho!

    Y el más joven de los pastores, afinando la voz, entonó unas alegrías. Fuera, los chicos reían, pero los padres, en la penumbra cálida iluminada por la luz del carburo, seguían con cuidado, como en un rito, cada uno de los furtivos registros del cantor. Al final hubo un silencio, que rompió el presidente exclamando:

    -¡Así cantes igual, dentro de cien años en el cielo! -

    -¡Eres más grande que Romanones! -gritó otro.  

    Y los chicos, en la noche, volvieron a reír. También ellos habían trabajado como los hombres durante todo el estío, y vestían, heredados, sus viejos trajes, las chaquetas largas hasta media pierna, sus astrosos pantalones. Los cuerpos, los rostros infantiles estaban quemados por el sol de la siega, y sus labios cortados por el hálito caliginoso que hace madurar las mieses a finales de julio.

    Si los mayores mataban el gallo al concluir el pan, ellos también tenían derecho a organizar su pequeña fiesta y, de mutuo acuerdo, robaron una de las garrafas que, ya, mediada, aguardaba su suerte en el corral de la cantina.

    Los hombres salían de cuando en cuando a llenar los jarrillos que traían en la mano, y fue preciso esperar, para  en uno de los intervalos llevarse el vino.

    -Ahora; agárrala ahora.

    Las voces arreciaban. Todos los hombres, los padres, los pastores, los mineros, cantaban a pleno pulmón, a coro, y sus gritos debían tener en vela al pueblo entero.

    -Cógela, que salen.

    Se decidieron en el momento en que la puerta se abría, iluminando con su halo de luz las tapias del corral. Sin embargo, Chana no los vio y con paso vacilante fue tanteando las otras garrafas mientras los chicos huían con la suya, en las tinieblas.

    Una ráfaga cálida hinchó las camisas, acariciando sus pechos, arrastrando el eco de su apresurada carrera lejos, más allá del pueblo solitario. La luna se cernía inmóvil, en un cielo amarillento, sin estrellas, contemplándoles cruzar el río sobre la piedras, mojándose los pies en la crecida de la madrugada. Brillaba el agua, y uno a uno los sapos de la ribera fueron enmudeciendo, mas cuando el último de los chicos pisó el césped del otro lado, llegó por la carretera un rumor de cascos que les hizo tenderse en la cuneta, bien pegados al suelo.

     -Son los guardias.

    -No son. Vienen de arriba. Además traen caballos.

    -¿Y qué? Los de Asturias los tienen.

    -¡Qué van a tener!

     -Son asturianos.

    Eran tres asturianas sobre caballos zainos. Dos de ellas charlando en alta voz y la tercera descabezando un sueño sobre el aparejo. También los animales parecían dormir, con sus abultados párpados a medio caer, trotando al borde mismo del camino. Cruzaron rumbo a la cantina, y los chicos se alzaron, viéndoles alejarse. En la cantina, la juerga había cesado y ahora se alzaba un rumor de voces agrias y violentas.

    Los chicos formaron, en torno a Antonio, un círculo apretado y medroso.

    -Ya lo saben, ya se dieron cuenta.

    -¿Qué hacemos? -preguntó uno, mirando con prevención a la garrafa-, ¿devolverla?

    -¿Quieres llevarla tú? -respondió Antonio.  ¿Quieres?

    Pero el que había hablado no quería, ni los otros.

    -¡Si me ve mi padre llegar con el vino! ¡Menudas chispas tiene!

    Un farol se encendió. Tras mucho ir y venir salió a la carretera alumbrando al confuso grupo de hombres que le seguían. Las voces se hacían más claras, y los chicos, vadeando el río de nuevo, quedaron al abrigo del puente, entre las matas de sangoneas. El arco de piedra recogía netamente las palabras de los que venían acercándose y a medida que temblaban los fugitivos, entre  los mimbres las iban reconociendo.

    -Es es mi padre.

  -Y el mío también -musitó Antonio.

    - Y mi tío. Traen las correas en la mano.

    -¿Qué correas?

    -Los cintos. Asómate y verás.

    Los hombres llegaron, deteniéndose en el puente, casi sobre sus cabezas. Hablaban de dar un escarmiento. A veces, cuando las lenguas se atascaban, otro intervenía y un conato de disputa estallaba, abortada al punto por una voz que no se cansaba de repetir:

    -¡Hay que encontrarlos! Se les busca...

    Sin embargo los de la mina estaban en contra y hacían causa común con los pastores que querían continuar la juerga por las casas del pueblo.

    -Hay coñac para todos. ¿Quién piensa en críos ahora?

    -Nada de coñac. Hay que enseñarlos. Hay que cogerlos. Aunque esté mi hijo entre ellos. Con ésta -el chasquido de la correa estremeció a Antonio, abajo -le voy a enseñar esta noche a tener respeto a los hombres.

    -Así anda el mundo.

     -Así anda todo.

    Pero los mineros, más tranquilos a pesar del vino, insintían:

    -Si les dio por esconderse ya puedes traer faroles para buscarles.

    -Tú calla, que no es tu hijo el que lo ha hecho.

    -Aunque lo fuera. Cosas de críos.

    -Se les coge...

    -Calla ya, hombre, calla ya.

    Pero la voz machacona continuó insistiendo a solas, aun después que los otros se hubieron alejado. Algo debió moverse abajo, entre las sangoneas, cerca del agua, porque de pronto cambió de tema, amenazando a los chicos con echar sobre ellos todas las piedras sueltas en el pretil del puente. La primera cayó en el río con seco chasquido, alzando una onda que se deshizo al estrellarse contra la base del arco. Los compañeros de Antonio tiritaban bajo la fina llovizna que se abatió sobre ellos de rechazo. Maldecían a media voz, insultando al hombre que desde arriba los mantenía quietos en la ribera sin poder moverse, sin toser siquiera para no delatarse.

    Sin embargo, tras la primera piedra, ninguna otra si-guió. Inesperadamente arriba se hizo el silencio.

    -Se debe haber dormido.

    -¿Lo echamos al agua?

    -Vámonos. Vámonos antes que vuelvan.

    Iban siguiendo el curso del río en silencio, huyendo de las voces que ahora sonaban por todo el pueblo.

    El la fragua, sentados sobre el chasis de un viejo camión, fueron pasándose la media garrafa. Era un vino negro que rascaba el paladar. Uno de los chicos no bebía. Sacó una galleta del bolsillo y comenzó a roerla con placidez. Los otros le gritaban:

    -¡Anda, bebe!

    -Vaya tío...

    Con los mayores lejos, olvidada ya la fugaz persecución, bebían apresuradamente sosteniendo el vino en sus manos callosas que temblaban ya un poco como las de sus padres. Frente al portal de la fragua, las ramas de un castaño crecían tumbadas oblicuamente sobre el agua. A veces una hoja picuda, dentada, se desprendía hundiéndose con breve giro en la corriente. Alguien propuso bañarse y todos se desnudaron, pero el primero que entró en el agua salió bufando, amoratado. Fue preciso encender una hoguera y echarle encima las chaquetas, toda la ropa de los otros.

    Antonio miraba el río ante sí. El verdín de las lávanas ondulaba en el fondo. Parecía las oscuras manos del agua. y el agua reflejaba, al resplandor del fuego, las escuálidas siluetas de los muchachos en calzoncillos, saltando sobre el césped. Un especial frenesí parecía embargarles, una gran prisa por apurar su júbilo antes del alba, antes de que el día siguiente les sorprendiera trabajando, tras aquel paréntesis festivo.

    Uno de los pequeños, abandonando la hoguera, se acercó a Antonio.

    -¡Cómo baja el río! -exclamó jadeante, como si también él lo viera por primera vez, y antes de que Antonio hallara en su imaginación algo que contestarle, confesó:

    -Me estoy poniendo malo.

    -Es el vino.

    -Será. Además tengo frío.

    -¿Por qué no te vistes?

    -Es que tiene la ropa ése-. Señaló al que temblaba bajo las chaquetas, junto a la hoguera, y como para olvidar su propia tiritona miró de nuevo el limo del fondo.

    -¿Qué es? 

     -¿Eso? Nada... el agua que lo hace.

    Tiraron a la corriente la garrafa vacía, viéndola hundirse y reaparecer al punto, perdiéndose en la oscuridad, río abajo, como un barco escorado.

    Todos sentían un sueño pesado, el sueño del vino, y allí mismo, en la orilla, se tumbaron, tosiendo muchas veces por la humedad del césped. Cruzaban sobre sus cabezas nubes más blancas que la luna, tan bajas que dejaban flecos de bruma en las cumbres de los montes. Los muchachos, cara al cielo, miraban más allá de las estrellas, las constelaciones complicadas que ahora no veían pero que en las negras noches de diciembre habían aprendido a distinguir, y Antonio se preguntaba si, como la maestra decía, había un mundo en cada uno de aquellos relámpagos de luz que cada noche se encendían, con sus árboles, su río y sus muchachos trabajando todo el verano del alba a la noche, sin un solo día de respiro.

     Amaneciendo despertó. Los compañeros se habían ido poco a poco retirando. Ante él, una borrosa silueta cuya voz reconoció, dijo:

    -Anda, levántate.

    -¿Qué pasa?

    -Que vayas a acostarte. Las piernas le dolían, envaradas, entumecidas.

    -Tienes que acostarte -repitió el padre-, si no mañana no vas a tirar del cuerpo.

    -Será hoy...

     -Hoy.

    Y los dos, serios, casi desconocidos de nuevo el uno para el otro, marcharon despacio, en la luz amarillenta de la mañana, rumbo a casa.

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