FERNANDO QUIÑONES

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POESÍA

El pan es luz cautiva...

Como un río de rostros...

Memorias corporales

Últimas palabras

RELATO

El Noroeste

El pan es luz cautiva y apretada.

Cordilleras del pan, laderas, fuego

blanco de amor la miga, tajo ciego

la tórrida corteza enamorada.

Quiero pan, dame ya esa levantada

visita general y áspero ruego

del pan, carta del pan, hombro, sosiego

del pan y su hermosura y su mirada.

Caballo que en la lengua desordena,

desata el sol, enciende el movimiento

acompasado de la trigalía.

Pan, campana en la sangre, ¡ay boca llena

de pan, de España en llama y luz, oh aliento

con que la tierra viene a ser más mía!

 

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Como un río de rostros, como un río

de sucesos, nos hunde y nos aleja.

Todo es ayer y nunca ya. No ceja

el aluvión de un tiempo, como un río.

Ultima gota tú, ya el correntío

te deja atrás también, te desmadeja

hacia delante siempre. El sol maneja

tu entera historia ya, tu paso, el mío.

Pero tú estás ahora y aquí, tú alcanzas

el cielo con las manos, determinas

la negación del tiempo con tus ojos

y te toca llevar las esperanzas

tuyas y nuestras, y hoy por hoy fulminas

tanta sed y pesar, tantos cerrojos.

 

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MEMORIAS CORPORALES

Marta la que lloraba al despedirse.
Mariana con un lucero en el muslo.
Paca la de Arcos, que se llevaba la noche en una cesta.
Antonia de ojos inviolables,
áspera María Luisa de Zamora
junto al silbido de los trenes,
¡ah Extremeña de bata roja y boca pálida,
Manolita la Verde tocando en la noche de los marinos
su desmedido acordeón carnal,
Rosa desnuda junto a un río,
jubilosa bandera, triste y brava bandera,
escuadrón lívido y hermoso
al que amamos largamente entre los dones del vino,
cuyas sólidas armas abrazamos
hasta los bordes de la aurora
en espera de aquello que aparecía a veces!

 

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ÚLTIMAS PALABRAS

                                                                                                         (A Manuel de Falla)

Me asomé al mar. Cantaba
como un niño ahogado
sí, tan oscuro y dulce.

Por la tierra dormida,
por la cal de los pueblos,
por los trenes más tristes,

nunca dejé de oír
un largo centelleo
de guitarras azules.

Una vez en Granada
cantaron para mí
los montes de voz ciega.

No tenéis por qué amarme:
recogí en mi pañuelo
cuando canta, que es todo.

 

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El Noroeste

        Aquella tarde se lo dijo.

Fresco el viento, tranquilo, y Joaquín despacio, con el hombre, por el gastado camino del arrecife, de la Puerta Vieja de La Caleta al faro de San Sebastián.

La marea media abofeteaba las rocas desganadamente, y en la luz de las cuatro, plateando en las distancias, se oía su batir bajo los pequeños y espaciados puentes del camino ai faro, que sólo ellos estaban recorriendo.

Al fondo de La Caleta, a sus espaldas, se curvaba como una herradura el blanco balneario fin de siglo, y ante sus ojos, le­jano e inaccesible tras las almenas del viejo fuerte militar, el faro metálico se levantaba al sol igual que una estilográfica flamante, disonando en la antigüedad del paisaje, del agua alegre y los roquedales negruzcos. Esa tarde fue cuando el hombre se lo dijo.

_Es bueno el viento éste, pero para bañarse no _había hablado Joaquín primero.

        El hombre bajo y fornido, que vestía de negro y siempre llevaba un libro en el bolsillo, se detuvo entonces y extendió un brazo a la redonda. En seguida habló con aquel acento onvencido y algo solemne, con su caluroso pero nada cargante énfasis de costumbre, capaz de dar interés y sentido a cualquier cosa. Su corbata blanca flameaba en el aire.

_Sí, es un buen viento _dijo_. Y raro en este tiempo porque es viento del Noroeste. Mira cómo pone verdosa el agua.

La ciudad tendía tras ellos su decaimiento y su belleza. Al otro lado de la bahía, más allá de los anchos llanos marinos, un pueblo blanco se agazapaba en el horizonte, como bajo el gran peso del cielo, y el Noroeste acumulaba polvo y pajuelas en los baches del camino sobre el arrecife.

Y Joaquín se quedó mirando al hombre cuando éste le añadió que, no ya a aquella hora, sino incluso a la de almorzar, se escapaba hasta allí algunos días para estar a solas consigo, pretextándole a la hermana que lo habían convidado a comer y arreglándoselas con media botella de vino y un plato de pescado frito en alguno de los añosos bares inmediatos a La Caleta. Se quedó Joaquín mirando al hombre contra el mar rielante, con una mirada entre azorada y fija, porque entendió que el hombre le hablaba ahora de una cosa y de una manera triviales en apariencia pero verdaderamente íntimas y como plagadas de algo, quizá de una soledad inabarcable, algo que no estaba en las palabras mismas sino por detrás de ellas, algo oculto y muy fuerte.

Y Joaquín presintió que, aunque nada tuviera que ver con ellas, aquellas palabras del hombre podían dar paso inesperado _como en efecto lo dio_ a que le dijese lo que él nunca hubiera querido oír, y al «ten cuidao» de alguien que ya había avisado a Joaquín con una tosquedad burlona y breve, segura y cruel, que justamente utilizó Joaquín para repudiar aquel aviso, sin embargo cierto: el aviso de aquello que cambiaba de pronto el modo de mirarlo del hombre, y que devolvía la conversación del hombre a los temas de siempre cuando ya parecía irle a hablar a Joaquín de algo que no era lo de siempre (como si aún no se decidiera o no pudiera hacerlo), para hablarle otra vez de libros, músicos, cantaores y reveladores lances de la guerra civil.

Pero ahora sí se lo había dicho. Ahora se lo había dicho, así que el hombre se iba a quedar otra vez solo, y los dieciiete años de Joaquín debían volver a vagar solos por la ciudad bullente y, para él, otra vez vacía sin aquel amigo mayor, sin verlo ni oírle hablar de Shakespeare, de Picasso, de Mozart, sin sus orientaciones sobre el arte de Galdós, o el de Enrique El Mellizo, o el de Stendhal, o de los prohibidos, inasequibles Alberti, Neruda, Lorca. Es decir, sin cuanto era ya el entero, antiguo y recién nacido destino de Joaquín, para el que en ese rnomento no le servía ninguno de los amigos de su edad y para el que había encontrado alimento y apoyo en el hombre maduro, bajo y fornido, con el que se veía casi a diario desde hacía tres meses y que tan comprensivo y afectuoso se mostraba con él.

El hombre del que ya tendría que alejarse, como de otros antes, porque ahora sí se lo había dicho, tocándole el brazo con una mano temblorosa:

        _Te amo.

 (Del libro Viento del sur)

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