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Fidel Vela

Por tierras de Guadalajara y Soria  (fragmentos)

Propuesta democrática

Diga dos

Fragmentos de POR TIERRAS DE GUADALAJARA Y SORIA. De Sigüenza a Gormaz)

Caminamos sobre los hombros de un gigante

Ortega y Gasset

      Para ir a Rello  no hay carretera. Hay un camino de herradura bastante aceptable. El Escalote, un hilillo de agua,
acompaña al caminantes un buen trecho. Después de atravesar a lo  largo un prado verdegris, cruzan el río. A poco el camino asciende a la alta planicie y el Escalote, de juguete, se pierde en la garganta de un barranco. Donde la anchura del  barranco lo permite, se ven algunos huertos de judías, patatas , berzas y remolacha. Los de Barcones denominan a este paraje la Huerta Murcia. Desde lo alto, el caminante, comprueba agradecido que todavía le es dado contemplar,  aunque sea por última vez, el pueblo que deja, allá al fondo, medio confundido con el paisaje rojo y negro. Sobre Barcones flota una densa nube, dorada y brillante, que forma el polvo pajizo de las eras.
      En "los hombros del gigante", se pierde la vista en cualquier dirección que se mire. Al otro lado del horizonte, podría aparecer el mar, el desierto o quién sabe qué. Los montes de mies puntean los rastrojos. Algunas cuadrillas de
segadores, esparcidas por la llanura, trabajan sin descanso. Se ven caballerías transportando la mies, por todos los caminos, balanceándose como barcos hacia el puerto. Los caminantes se apartan si no quieren verse arrollados. Tras
las  mulas andan los hombres aprisa, para seguirlas. Llevan la cabeza baja y marcadas en sus rostros las duras huellas
del trabajo. Ni uno solo ha pasado sin saludar cortésmente a los caminantes.
      A medida que estos avanzan el campo ancho, interminable, se va quedando más solo. Ya han dejado de ver los hombres, las mulas y una espesa e inquietante soledad domina la gran llanura. A la derecha, distante, se adivin
Barahona de las Brujas: confusa, imprecisa, la torre de su iglesia. Hace muchos años, cuando Ortega y Gasset llegó a
Barahona de las Brujas, el vecindario entero perseguía un enjambre que se había escapado. "El enjambre se prende a
una arista de la torre, en lo más alto del pueblo, y el último sol hace de él un espléndido e hirviente racimo de oro".
      Ahí queda eso. Mejor, imposible.
      A la izquierda se divisa una atalaya redonda sobre un alcor. Existieron, según el maestro, siete u ocho atalayas para comunicar Berlanga con Sigüenza, pero no han resistido el paso del tiempo más que dos o tres. Del resto, ni una piedra se conserva.
      El maestro y el caminante llevan una conversación fluida y animada. Han hablado ya de muchas cosas. Pero al final, el caminante opta por escuchar solamente: para eso ha salido de su casa.
      _Aquí, en Barcones, los chicos han desarrollado un gran sentido de la ironía _dice el maestro_. La heredaron de mi antecesor, que era un satírico de cuidado. Pobre del forastero que quiera dárselas. Se lo comen vivo.
      _¡Qué bárbaros!
      _ El caso, que antes la gente no era así. Pero aquel hombre consiguió inculcarles su temperamento. En verdad, que si un profesor se lo propone hace de los chicos lo que le dé la gana.
      Cuatro o cinco buitres vuelan en círculo a gran altura, bajo el cielo azul cencido.
      Estos quebrantahuesos o abantos _el maestro los señala con los ojos_ por esta zona son muy peligrosos. Entérese de lo me sucedió hace tan solo un par de años o tres. Venía yo de  Rellocon una perra que tenía, tuerta la pobrecilla y bastante vieja. Siempre iba delante de mí, como a unos treinta metros. De pronto, se presentaron seis o siete quebrantahuesos grandes,como camellos, y se tiraron sobre ella en picado, igual  que los aviones de combate. La perra comenzó a chillar, enloquecida. Supuse que al primer intento ya la habían herido. Repuesto de la sorpresa, cogí algunas piedras y se las tiré para espantarlos, pero los muy putas, me hicieron cara y no pude evitar que se la comieran. A la pobre le habían sacado el ojo que le quedaba y corría de acá para allá sin rumbo, dando unos alaridos estremecedores, casi humanos.
      Hace una pausa, inclina la cabeza apenado y continúa:
      _Luego, la tiraron al suelo y la despanzurraron en un santiamén.
      El maestro no abandona todavía el tema de los buitres.
      _Algunas ovejas, se caen en los surcos profundos o de rajalomo, como les llaman por aquí, y les resulta difícil incorporarse. Si el pastor no se da cuenta, llegan los abantos y se las zampan, empezándolas por la barriga.
      Aunque sopla una ligera brisa, el sol aprieta de lo lindo. El maestro se ha desprendido del jersey y va en mangas de
camisa. Los caminantes han dejado de hablar, marchan en silencio, a buen paso. El sudor les brota de las frentes. No
se ve un alma en los alrededores, el campo sigue inhabitado. Algunas avenas raquíticas permanecen aún sin segar.
Del resto, sólo quedan las rastrojeras limpias. El caminante ha invitado varias veces a su compañero a que se vuelva,
pero él desea continuar un poco más.
      _Este camino no tiene pierde, mas para uno que no lo ha seguido nunca, siempre le resulta algo complicado. Dos kilómetros antes de llegar a Rello ya se divisan sus murallas.
      Media hora más tarde el maestro decide regresar.
      _ Bueno. Supongo que sabrá llegar. Todo esto adelante, sin torcerse.
      _Sí, sí. Creo que daré con el pueblo.
      _ En cualquier caso, alguien se encontrará por el camino.
      El maestro se ha parado, titubea. El caminante, que lo nota, le saca del apuro.
      _Adiós, señor maestro. Muchas gracias por todo.
      _De nada, hombre. Las gracias a usted que me ha librado de unas horas de aburrimiento.
      Se estrechan las manos.
      _Adiós.
      Cuando el caminante comienza a descender, vuelve la cabeza y ya no ve al maestro. Se ha quedado solo sobre la
tierra y bajo el cielo. Experimenta, de súbito, una extraña, una fugaz inquietud. Y aprieta el paso.
      Recorridos unos kilómetros, al caminante le asalta la duda. Ha superado algunas bifurcaciones, el camino se le
antoja menos nítido, menos hollado; de Rello, ni rastros. No le gustaría que le cogiera la noche por estos andurriales...
      Pero su intranquilidad se desvanece pronto. Dos hombres siegan avena a unos cien metros del camino. El caminante se acerca a preguntarles. Visten camisa azul y zahones blancos de fuerte lienzo.
      _Reyo ... Reyo ... Yo creo que es el pueblo donde ha ido nuestro amo _vacilan los segadores. Parecen andaluces o
cosa así y, desde luego, el caminante infiere que están a dos velas, como él mismo. Les ofrece un trago de vino, que traiegan con ganas, sin hacerse rogar.
      _Adiós, amigos.
      _Adió, que le vaya a uzté bien.
      Sin otras palabras, se agachan de nuevo hacia la tierra pobre estos hijos de ubérrima tierra. Y el caminante sigue
con la incertidumbre de antes.
      La vereda continúa descendiendo, entre trochas y quebradas, hasta desembocar en un profundo barranco. Discurre paralela al borde mismo del cauce de una sinuosa y angosta torrentera, de cuyas paredes cuelgan algunas matas de polvorientas endrinas. Ha cambiado bruscamente el color de la tierra, que es ahora blanca y gredosa, sin pizca de arena. Este barranco irrumpe a su vez en otro de mayor amplitud, por el que se desliza el Escalote con algo más de agua. En el río, el caminante se lava las manos y bebe un sorbo, esperando que sea cierto aquello de que agua corriente no mata a la gente. A la izquierda, se yerguen tres rocas blancas y encarnadas, muy próximas entre sí, esbeltas, arrogantes, algo erosionadas por la intemperie, que se diría estatuas femeninas de cuerpo entero. El caminante cruza el río y prosigue la marcha, en la esperanza de seguir el buen camino. Espesos juncos cubren el Escalote. No se ve ni un pájaro.
      Poco más tarde aparece un hombre precediendo a una mula. La mula carga un serón con dos garrafas de vino.
      _¿Voy bien por aquí a Rello? _pregunta el caminante.
      _Si, sí. Va usted bien. En asomando a ese morro, ya verá las murallas _responde el hombre, deteniéndose. La mula aprovecha la parada imprevista para mordisquear en el suelo.
      _¿Cree que encontraré posada?
      _ Pues lo dificulto. Es un pueblo pequeño.
      _Bueno, muchas gracias, ¡eh!
      _Adiós, hombre. No hay de qué.
      El barranco se abre a un extenso valle y aparece al frente una frondosa arboleda de chopos, mimbreras y olmos.
Desde Barcones, estos son los primeros árboles que ve el caminante. En todo el trayecto ha sido acompañado por
vegetación rateriza: tomillo, salvia, lechetrezna, cantueso y algo de ajedrea seca y olorosa. Y por fin, al fondo, se entreluce la muralla de Rello, a través de los árboles.
      A siniestra, un camino blanco serpentea por la falda de un cerro luengo y desparramado. Entre el río y los huertos,
un hombre de avanzada edad, se ensaña contra un chopo derribado, golpeándolo tenazmente con el hacha. Pese a la cercanía, los hachazos se perciben débiles, lejanos. No consiguen turbar el denso silencio del paraje. El caminante da al hombre las buenas tardes. El hombre reacciona de mala gana, sin levantar la cabeza, continuando a medias su trabajo.
      _ Buenas _dice.
      _¿Qué, se trabaja?
      _Aquí estamos, pasando el rato.
      Cien metros más allá, el caminante se desprende de la mochila y, sin más, se tumba a la sombra benefactora de los chopos. Pasado un buen rato, se desnuda de cintura para arriba y se remoja el torso en un remanso del Escaloote, con  lo cual, vuelve a sentirse como nuevo, alegre, limpio de  polvo y sudor. Sentado en un tronco añoso, se fuma un cigarro fresco, acariciador, reconfortante y se echa al coleto un generoso trago de vino tinto. Con la mirada fija en el
horizonte, le invade un dulce sopor, un lánguido bienestar _imágenes seráficas, proyectos y recuerdos luminosos_,
que han estado a punto de adormecerle un poco. Pero suena  la señal de alerta que lleva dentro y se apercibe que no
ha salido por los caminos para dormitar en la primera sombra placentera.
      Cinco mulas en fila pasan por una senda abierta en los rastrojos. En la primera de ellas, va montado un hombre a
lo mujer, que mira insistentemente al semidesnudo caminante. El viento, arriba, bufando, doblega las copas de los
árboles. De vez en cuando se desploman algunas ramas secas. Frente al caminante, unos pequeños huertos sembrados
de remolacha, berzas y judías, se parcelan entre sí mediante unas endebles paredes, construidas a un solo hilo, piedra sobre piedra, que nadie sabe cómo se mantienen todavía en pie. Alguna que otra zarzamora ayuda a remarcar los lindes. Los árboles frutales brillan por su ausencia.
      Antes de iniciar la cuesta para subir a Rello, a mano derecha, se levanta un molino de trigo que, a juzgar por el agua del río, de molino nada. Pero tiene rosas en todas partes, abundante follaje y un árbol copudo, de grueso tronco, que invita a sentarse plácidamente bajo su patriarcal tutela. Al caminante le gustaría poseer un molino como éste, íntimo, recoleto, de más quietud que trabajo.
      Al divisar Rello por entero, el caminante queda profundamente impresionado. Sus murallas de piedra clara, con
ligeras manchas verdosas, blancas y de color siena pálido, producen a primera vista una sensación de robustez y fortaleza, difícilmente imaginables en el entorno. Luego le dirán al caminante que esta perspectiva es la mejor de cuantas pueden contemplarse. Rello está construido sobre una prominencia rocosa. Para llegar a él, se asciende por un camino ancho, cantoso, que describe una larga curva. En su mitad, aparece una fuente muy frecuentada, de la que se aprovecha el caminante para beber hasta hartarse. Se mete al cuerpo más de medio litro de agua. Dos niñas llegan a la fuente con unas botijas sobadas y cochambrosas. A una de las botijas le han amañado el asidero zafiamente, con unas cuerdas de esparto. El caminante, que no se resiste a charlar con cualquier persona que se le ponga a tiro, pregunta a las niñas:
      _¿No hay más fuente que ésta?
      Las niñas se consultan entre sí con la mirada.
      _No, señor.
      _¿Quién ha arreglado la botija?
      _Quién va a ser. Mi padre.
      El caminante les ofrece un caramelo a cada una. En principio se muestran remisas, pero terminan aceptándolos. Al hacerlo, agachan la cabeza un tanto ruborizadas.
      _Adiós, guapas.
      Al penetrar el caminante en el pueblo, tan fuerte es su aspecto medieval, presiente que de un momento a otro, va
a toparse de narices, con un caballero de lanza, espada y armadura de hierro. No sucede así. Sucede, como siempre,
lo imprevisto. Desde una ventana horadada en la misma muralla, una mujer le grita:
      _¡Oiga, señor, caricato!
      Levnta el caminante la cabeza y la mujer cierra la ventana de golpe. No ha dado cinco pasos, cuando la mujer se
asoma a otra ventana y vuelve a chillar:
      ¡Oiga, señor!
      Y cierra de nuevo como si fuera un reloj de cuco.
       El caminante reanuda la marcha un poco desconcertado, hasta que más tarde le informan. Se trata de una pobre mujer  que ha perdido la razón y no halla más entretenimiento que comprometer a la gente. Los vecinos del pueblo la disculpan, aunque en ocasiones insulta muy de veras y descrubre vergüenzas, desgracias o secretos que no ocasionan
ninguna gracia a los interesados.
      El caminante hace su entrada en Rello por la puerta del Lugar, puerta ojival que traspasa una sólida torre cuadrada, de envidiable arquitectura. Sobre la puerta se intuye un águila de grandes proporciones, esculpida en alto relieve, tan gravemente erosionada que ya no parece águila ni parece nada. Se diría que el pueblo ha sido abandonado: no se ve a nadie. Las calles solitarias están empedradas con redondeados guijarros blancos, entre los que se incrusta la boñiga pulverizada y la paja. El caminante va andando despacio, precavido, escudriñando el entorno, sin dar crédito a lo que ve. Por un momento se cree trasladado a otra época. El silencio, la soledad, los insólitos edificios ... Al fin se encuentra a un ser viviente. Una anciana sentada en un poyo, vestida totalmente de negro. No hace nada. Estática, su mirada se pierde hacia el fondo de la calle. El caminante respeta su actitud y pasa de largo, sin hablarle. Otra mujer de menos edad, oronda y renqueante, sale de una casa. El caminante se le acerca y le pregunta si sabe de algún sitio donde pasar la noche.
      _Uno hay _dice la mujer_, pero el amo está segando y no vendrá hasta muy entrada la noche. Vaya a aquella casa
donde hay un montón de piedras. Yo he visto que alguna vez ha recogido a la gente que viene de fuera.
      El caminante le da las gracias y, por curiosear, se asoma a la muralla, que se levanta como metro y medio sobre la calle. Es sorprendente. El pueblo parece materialmente colgado a unos sesenta metros de altura, construido en una gigantesca mesa pétrea que supera el cono truncado de la montaña que le sirve de base. En lo más profundo, un camino circunda el pueblo. A media ladera, se yergue un cilindro de piedra que apenas muestra su boca, tapada de
cardos y maleza. Le llaman el Cubo del Agua.
      Una mujercilla pequeñota, feucha, se acerca al caminante.
      _¿Qué, mirando?
      _Sí, señora. Aquí estoy. Tiene altura esto.
      _Dicen que es la puerta de salida de los forasteros, pero que yo recuerde, no han tirau a nenguno.
      El caminante, por si acaso, se aparta de la muralla.
      _¿No se ha caído nadie por aquí?
      _Un niño se mató. Lo asomaron, ahí mismo, en ese portillo, lo dejaron encima distraídamente y se cayó. Quedó
hecho unos zorros.
      _Claro. No es para menos.
      _Ahora llevamos mucho tiempo sin caerse nadie _dice la mujer con un tono que parece lamentarlo.
      El caminante llega a la casa que le han indicado con la esperanza algo disminuida. En el portal, una mujer de ancha cara y grandes manos, barre las abundantes gallinazas con una escoba de ramas secas. Las gallinazas están medio cubiertas  con un espolvoreo de ceniza y, al ser barridas, dejan pringosos restregones en el suelo.
      _¿Podrían darme cama esta noche?
      _Pues, si. Por qué no _contesta la mujer amablemente.
      _Entonces, si me lo permite, dejo aquí el macuto, mientras doy una vuelta al pueblo.
      _Como usted quiera.
      Y seguidamente se interesa:
      _¿Ha venido a talón?
      _A talón, señora.
      Como un pueblo en guerra, en Rello no hay más que viejos y niños. Los hombres y las mujeres en edad de trabajo
atienden la siega, el acarreo y la trilla y no volverán a sus casas hasta bien entrada la noche. En Rello es todo duro, de
piedra viva. La muralla presenta algunos tramos desiguales. Del lomo han sido arrancadas piedras sin ningún criterio
aparente. Una calle interior rodea al pueblo. Las calles son angostas y perpendiculares, con ligeras pendientes. Cada dos por tres, aparecen grandes montones de piedra apoyados contra alguna pared o contra la muralla.
      De un establo, sale una mujer arreando con un palitroque a un cerdo muy alto, longísimo y estrecho, cuya piel reproduce el color de la desnudez humana. Dos arados romanos, reducidos por el uso a la mínima expresión, soportan su vejez al abrigo de la muralla. Las cortinas de las puertas son de arpillera o de lino, remendadas por todas partes y excesivas para el hueco que deben cubrir. Se oye el gruñido de los cerdos en el interior de las cortes. Hay un constante zumbido de moscas. Las espantadizas cluecas, rodeadas de sus tímidos, huidizos polluelos, merodean por las calles, picoteando sin cesar en el duro empedrado. Algunas pareredes quedan protegidas de la intemperie por roñosas hojalatas deficientemente claveteadas. Sobre las tapias de un corral asoman las verdes hojas de una parra, inaudito caso de vegetación en medio de la piedra. En el umbral de la puerta, una cabra blanca y negra, tumbada resignadamente, hace sonar una campanilla que lleva al cuello. De cuando en cuando, articula unos balidos lastimeros, dramáticos que, en un punto, han estremecido al caminante. El frontón de pelota es de cemento, adornado en lo alto con un raro escudo. A su izquierda se ubica la puerta de La Umbría o Nueva. Ésta y la del Lugar, por donde ha entrado el caminante, son las dos únicas puertas en la muralla.
      Un viejo muy risueño, con una cara de simplón desoladora, que se apoya en la parte inferior de una puerta, inquiere al caminante:
      _¿Dónde va el hombre?
      Es una pregunta amable, amistosa, con intención de diálogo, probablemente.
      _Ya ve, por aquí, echando un vistazo al pueblo. Tienen ustedes un pueblo muy bonito.
      _Sí, sí. Para los que vienen de fuera. Pero lo que es para nosotros ...
      El anciano sonríe y mira al cielo. En su rostro arrugado se aprecia un ligero rubor.
      _¿Es usted ganadero? _pregunta.
      El caminante niega con la cabeza.
      _¡Coño! Pues, entonces, ¿qué es? _se sorprende el viejo_. Porque de jornalero no tiene usted pinta.
      _He venido exclusivamente a ver el pueblo.
      _No sería el primero. Hace cosa de un mes, sin ir más lejos, estuvo el señor Gobernador de Soria con toda su comparsa y dicen que le gustó muchísmo. Y otro día, también andaron por aquí unas señoritas, de Soria, creo. Hicieron muchas fotos del Castillo y del Rollo.
       Se limpia las narices con un moquero arrugado. Al terminar, prosigue:
      _Todos los forasteros, hablan y no acaban, conque algo tendrá el pueblo, digo yo... Pero usted no es turista; quiá.
      _Turista ... tampoco.
      _Me tiene en ascuas. Viene usted solamente a ver el pueblo y no es turista, no es ganadero. Algo se traerá entre manos porque, salvo los ricos, nadie pierde el tiempo en estos confines.
      El anciano observa al caminante de hito en hito con sus ojos saltones, mortecinos, miopes. Mientras habla dibuja
unas sonrisillas menas, temblonas, de idiota. El caminante soporta malamente una pena inmensa y quiere largarse
de inmediato.
      _Pero, oiga. ¿Se va a escapar sin aclararme quién es usted y a qué se dedica?
      _Soy ganadero y mercachifle _dice el caminante al tuntún.
      _¡Acabáramos! Eso es harina de otro costal. Oiga, pero no se marche todavía, que le quiero poner una adivinanza
de las buenas. Usted que se las da de tan listo, a ver si lo demuestra diciendo de corrido estas palabras: «El Rollo de
Rello es de hierro».
      _¿Cómo?
      _Que a ver si sabe decir «el Rollo de Rello es de hierro».
      _Ya que insiste, vaya intentarlo. El Rollo de llerro  es de hierro.
      _Ji, ji, ji... Se le lengua la traba, como a todos los forasteros.
      El anciano se carcajea divertido, arrojando una babilla incolora, viscosa por las comisuras de los labios.
      _Venga, muchacho, atrévete otra vez si eres valiente.
      El viejo ya tutea al caminante, envalentonado quizá por su manifiesta superioridad oral, e insiste.
      _ Inténtalo de nuevo, que no es tan difícil.
      _Usted juega con ventaja, amigo, porque juega en casa. Pero si yo le propongo un trabalenguas que usted desconoce, a lo mejor no supera la prueba tan airosamente.
      _No me tiembla el pulso. Venga, suéltalo _desafía arrogante el anciano.
      _Ahí va. «En un plato de trigo comen tres tigres trigo».
      El hombre sale por peteneras.
      _Mucho me extraña a mí que los trigues coman tigro. Esos animales, de naturaleza son carniceros. Si les vas con un plato de trigo, todo puede ser que te lo estampen en la cara.
      El caminante no porfía, balbucea unas excusas y se escaquea calle adelante hasta llegar a la plaza mayor.
      En la plaza, dos tratantes de ganado, gorras de visera y blusas negras, charlan con un grupo de mujeres zafias y despeinadas. Cuando aparece el caminante, las mujeres suspenden su conversación y le observan con descaro. Sus rostros sin lavar toman el gesto forzado de aquél que se coloca frente al sol. El caminante aguanta heroicamente las miradas que le muerden las espaldas, cruza la plaza y llega al lugar que fue castillo, hoy basurero municipal cubierto de brozas y excrementos.  Aquí está, hincado en tierra, el famoso Rollo. Se trata de una columna de hierro oxidado, unos dos metros de altura, con cuatro ramas en el extremo superior. De cada una cuelga una anilla. Por estas anillas, según parece, introducían la maroma para ahorcar a la gente, en tiempos no tan remotos, cuando ajusticiar debía ser un espectáculo morboso, como actualmente lo son el boxeo, los toros y buena parte del cine. Al caminante no le gusta nada. Resulta un artefacto repelente, parecido al tubo de un cañón herrumbroso. No hace  muchos años presidía las reuniones del Concejo. Frente a él  se proyectaban la traída eléctrica, el adecentamiento de las calles o cualquier otra mejora vecinal, algunas de las cuales, por lo que se ve, continúan en fase de proyecto.
      Ahora no se le hace mucho caso, desde el punto de vista local. Sin embargo, a los cada vez más numerosos visitantes de Rello, les entusiasma el Rollo de Rello, en su estúpido afán de emocionarse ante cualquier chatarra antigua, cuanto mejor, si conlleva algún elemento macabro. Por lo visto la gente necesita un poco de sangre, aunque sea pretérita, para que se le ponga la carne de gallina, carne que, al parecer, indica el grado máximo de sentimiento humano.
      Desde la puerta de la Umbría se divisa, en lo más profundo, el camino blanco que rodea al pueblo. Describe unas
bien dibujadas curvas en su ascenso hasta las eras de pan trillar. Las reatas de mulas, cargadas de mies, ascienden
lenta, esforzadamente, en medio de una espesa polvareda. Al otro lado de la hondonada, se elevan unos cerros pelados, que los últimos rayos de sol van abrillantando.
      La iglesia es un edificio cuadrado, sin carácter, como una casa más, con tres campanas y un patio. La puerta principal está forrada de chapa, cubierta de un óxido milenario, casi negro. En cambio, las puertas del patio, de hierro, exhiben un aspecto de mayor nobleza.
      Va cayendo el sol. El viento silba por todas partes y el color gris, macizo, implacable se apodera silenciosamente del contorno entero.
      El caminante, que desea anotar en su cuaderno algunos detalles, acude a la casa donde se ha hospedado. En el camino se encuentra con la mujer que le orientó para encontrar albergue.
      _Qué, ¿por fin encontró hospedaje en la casa donde yo le dije? _pregunta.
      _Sí, señora. Le estoy muy agradecido.
      _Son muy buenas personas, decentes y trabajadoras. No ande con cuidado, que antes les faltará a ellos que a usted. Sólo la abuelita es un poco picajosa y chismosilla. Anda echando pestes de la sobrina, la pobre, que lleva más
de veinte años cuidándola como si fuera su propia madre. A los huéspedes que llegan a su casa, les cuenta mil maldades de la sobrina, pero no le haga usted caso, todo son fantasías que se inventa.
       Tras la información no solicita de la mujer, el caminante entra en su posada. Lo instalan en un cuartucho oscuro,
fúnebre, sin más luz a la calle que un estrecho ventanuco. Enciende la electricidad y la bombilla produce una luz tenue, color naranja pálido. El caminante no ve tres en un burro. Para colmo, la bombilla se incrusta en un agujero
sobre la puerta, esperando sin duda que ilumine las dos habitaciones contiguas, pero en realidad no sirve para ninguna. Los muebles se reducen a cuatro o cinco taburetes y un mesa larga, de madera blanca sin pintar, que la dueña de la casa ha tenido la amabilidad de fregar con estropajo y arena. Detrás mismo del caminante hay una res muerta, desollada, pendiente de un gancho en la pared, que despide un olor penetrante, de herida fresca. De la nariz le cuelga una fina hebra de sangre y agua hasta tocar el suelo. Su cuerpo desollado adquiere distintas y extrañas tonalidades de fosforescencias bajo la escasa luz. Cerca de la res descansa en el piso una vetusta romana de amplio y profundo platillo. Al fondo, en la difusa penumbra, consigue verse un mostrador de tablas, pintado de mazarrón, que sostiene dos cestos de mimbre grandes, ventrudos, lleno hasta los bordes de ropa. Dentro de un cajón, tapado con alambrera poco tupida, ronchan sin descanso cinco o seis conejos inquietos y vivarachos.
      El caminante, incapaz de adaptarse al medio, sale a la muralla que está allí mismo, nada más cruzar la calle. Silba
sonoro e impetuoso el viento. Del sol no resta más que un segmento en llamas sobre los cerros. En el cielo abierto,
unas nubes sutiles, estiradas, del rosa al amarillo, trazan rigurosas líneas rectas. El valle muestra tonos acres en los
rastrojos y negros en las huertas. Las rocas mate blanquean débilmente como mondos huesos. Se alargan indefinidamente las sombras de las cosas hasta terminar desapareciendo a la caída del crepúsculo en el mayor de los sigilos. A derecha e izquierda se levantan diversos cerros truncados por una gruesa losa de piedra, a modo de tapadera.
      Con la puesta del sol, parece acentuarse el silencio y la soledad del entorno. Las mulas siguen transitando por el
camino blanco, infatigables, hieráticas. De la iglesia llegan, confusas y tenues, unas leves campanadas. El viento barre
con furia las calles y el campo se cubre de una densa solitud. Por los cuatro costados se extiende la piedra estéril, la
tierra infértil, las casas miserables. De pronto, se tiene la sensación de haber sido transportado a un desierto remoto
e inhabitable, muy lejos del mundo conocido. Al caminante se le hace un nudo en la garganta y nota, en lo más recóndito y arcano de su ser, un tumultuoso, un omnímodo impulso de llorar, impulso que viene a reprimir de inmediato porque la situación no es para tanto, recapacita. El viajero, si no se controla, propende a caer con facilidad en el sentimentalismo más vergonzante y baboso.
       Una vieja muy vieja _seguro que es la abuelita, de la cual ya tiene referencias_, que habita en la misma casa donde pernoctará el caminante, se le acerca y le pregunta:
      _Oiga, ¿pero no tiene usted frío?
      _No, señora. Se está aquí muy bien.
      _Yo le tengo mucho miedo al aire de la muralla.
      _Sí, sí. Sopla fuerte.
      _Y tan fuerte, nosájodío. Como que esto es lo más alto de la comarca, Advierta si lo será, que desde aquí se ve el
Alto Rey. Hablando en plata, yo no lo he visto nunca, pero dicen que se ve.
      La anciana, según cuenta, es viuda sin hijos. Vive con unos sobrinos que la recogieron a la muerte de su marido.
      _Me recogieron para que les dejara la hacienda _puntualiza para evitar quizá interpretaciones erróneas.
      _Yo no soy de aquí _continúa_. Yo soy de La Riva. ¡Y en mala sea la hora que me viene a este mísero pueblo!
      La mujer habla cuchicheando; intenta acercar su boca lo más posible al oído del caminante, quien se ve en la obligación de agacharse para compensar las estaturas asimétricas. Habla, como quien se halla en el trance de desvelar
importantísimos secretos.
      _Me casé a los veintiún años, con uno de aquí. Me casé para no cuidar de las ovejas. Pero de poco me sirvió. Luego
me tuvieron tol verano segando como una esclava.
      De súbito, la anciana interrumpe su discurso y entra en el portal de la casa.Alpoco vuelve, cautelosa, oteando los alrededores.
      _ Es que mi sobrina me tiene prohibido hablar con gente desconocida.
      Lanza furtivas miradas a las ventanas de la casa. «Segura estoy de que estará escondida por algún sitio para tratar de escuchar nuestra conversación. ¡Menuda zorra es!»
      El viento ahueca las sayas de la mujer hasta la cintura y, a veces, le tapan la cara. Ella las doblega con ambas manos, sin darle mayor importancia ni interrumpir su nerviosa cháchara.
      _Cuando me casé, a mí me donaron el cogedor de la lumbre y a él las tenazas. Ni más más, ni más menos. Con decirte que me trajo mi primo a escondidas unas cucharillas para que no comiéramos con las manos. De moza, mis padres, no me mercaron ni un pañuelo para la cabeza tan siquiera.
      A cada instante el viento le descoloca el pañuelo que alguien le mercó, excepción hecha de sus padres. La acción
del viento le descubre, en la coronilla, una calva espantosa, de piel arrugada y macilenta, que unas láminas de pelo
blanquecino no consiguen ocultar.
      _Cuando se murieron mis padres, ya marchamos mejor. Compramos una vaca. A esotro año, dos burros. Al otro,
dos chotos. Aluego yunta, de ¡Me cagüen el copete! Y ahora me encuentro otra vez sin . Mira, diecisiete pesetas
que guardaba como oro en paño me las gasté el sábado en unas alpargatas de esparto.
      La vieja habla de corrido, sin pausa ni descanso, cambiando de tema a su antojo.
      _¿Ves aquel pedazo?
      _¿Cuál?
      _¡Hostias! (¡Huy, cuánto juro yo hoy!). Cual va a ser, ese que hay en la mesa.
      _Ya,ya.
      _ Ése me lo segué yo entero el año que me casé, de regalo de bodas.
      La mujer utiliza unos cambios de humor que desconciertan al caminante. Tan pronto se muestra razonable como se encoleriza. De vez en cuando, a hurtadillas, echa una mirada hacia las ventanas donde supone que su sobrina acecha.
      _Los viejos sabemos más que los jóvenes, pero no nos hacen caso porque ellos tienen la fuerza. Ya les advertí que
los peones al pronto. Ahora estará áspero. Alguna gavilla se llevará el aire, ¿no le parece?
      _ Desde luego.
      _Porque se lo dije, cómo se puso, la jodía zorra, como una loba. Me trata peor que a un perro callejero. Para la gente de fuera, mucho buena, se hace de leche y miel; para los de casa, muy mala, una zorra. Cuando era novia de mi sobrino, muchas pamplinas y arrumacos, que si esto que si el otro. Pero anda, luego qué cojonuda me ha salido (¡Rediela, cuánto juro yo hoy!).
      Corta de golpe su cantinela interminable, echa un vistazo a la ventana, mira a uno y otro lado de la calle. Bien cerciorada de que nadie la espía, con señas y ademanes, lleva al caminante al lugar más escondido de la muralla y le dice en voz baja:
      _¡Mira!_. Se descubre la mano derecha que lleva vendada con un pañuelo negro. Enseña una mano amoratada, con varias heridas que supuran y otras con la sangre coagulada.
      _No hacen caso de una. Me receta el médico, pero no me compran las medicinas. Si yo me muero. ¿Tú qué crees?
      Sin mucha convicción, el caminante le asegura que no lo cree, aunque le queda la duda de si habrá respondido adecuadamente a la pregunta de la mujer.
      _Sí, aquí me voy a quedar yo, para casta de hilo negro.
      La noche, negra como la pez, ha suprimido el paisaje. El caminante y su amiga acceden al portal de la casa en espera de la cena. Un banco de carpintero, un banco tosco, construido sin miramientos a golpe de hacha, reposa junto a la pared. La luz eléctrica es ruin, no más que la de una vela.
      Un zagal, de unos doce años, aparece en la puerta con una botija en la mano. La vieja le reprende por no se sabe
qué y el chico le contesta cruda, desabridamente.
      _¡Cállese usted, tía vieja!
      Agarra la botija y se larga por donde ha venido.
      Una hora larga después de anochecer, cuando el caminante empieza a sentir un leve cansancio, regresan los peones. Los peones son dos. Los peones exhiben unas descuidadas y crecidas barbas con motas de paja adheridas. Los peones colocan las hoces, envueltas con tiras de trapo, sobre el banco de carpintero. Sus movimientos son tardos,
forzados. Al sentarse emiten largos suspiros no se sabe si de satisfacción o de dolor. Se diría que tienen dificultades
para articular sus miembros. Quedan inmóviles en las sillas sin pronunciar palabra, con la cabeza entre las manos,
frente al suelo. Transcurrido algún tiempo en esa postura de derrota, uno de ellos, el más viejo, levanta la cabeza lentamente y confiesa, sin dirigirse especialmente a nadie:
      _El día entero he estado pensando en este momento.
      _ Pues yo _declara a su vez el otro_, solamente pienso en la cama. Ni comer, ni beber, ni nada. Tengo sueño atrasado. En cuanto llegue a casa, vaya dormir una semana todo seguido.
      _Sí. Es dura la siega _reconoce el caminante.
      _¿Qué me va a contar usted?
      Poco a poco se les suelta la lengua y hablan de esto y aquello. Se refieren a la parcelación sin mucho entusiasmo.
«Que el aparcelamiento tiene sus ventajas y sus inconvenientes, como todas las cosas de la vida. La verdad, hay que
tener muchas tragaderas para acostumbrarte a ver que el pedazo que labraron tus padres, incluso tus abuelos y tú
mismo, pase a manos del vecino con el que, a lo mejor, te llevas a matar».
      _ En mi pueblo ya se han tocado la cara algunos _concluye el joven.
      _ Porque es una cosa impuesta a la fuerza. Que traerá beneficios a larga, no lo discuto, pero en esas estamos _subraya el segador viejo.
      El caminante, a quien en realidad los segadores dirigen sus palabras, no interviene en la conversación, entre otras
razones porque no tiene ni cochina idea del tema. El peón joven diríase que se esfuerza por expresarse con finura. Al
viejo, esos miramientos le traen sin cuidado. El joven se lava todos los días, según asegura, es circunspecto y educado. El viejo, escéptico, lo único que le interesa es trabajar lo menos posible. El joven disimula su pobreza. El viejo la aumenta.
      _No se vaya usted a creer lo que no es _ advierte el joven_. Nosotros somos más ricos que cualquier agricultor de
estos pueblos. Sucede, que cuando terminamos lo nuestro, nos venimos por esta zona para ganar unas pesetillas extra.
      _Sin duda.
      _No podemos estar sin hacer nada. Se aburre uno.
      Los segadores y el caminante cenan en la misma mesa. Al caminante le sirven dos huevos fritos y varias piezas de
chorizo (aquí les llaman tallos) y lomo de la olla. A los segadores, un cuenco de patatas cocidas y trituradas, revueltas
con trozos de cebolla cruda, un chorro más bien escaso de grasa líquida y unas gotas de vinagre. De segundo, sendos
tajos de cecina.
      _Pues ya queda poco _precisa la sobrina_. Qué será, que a todos les gusta la olla.
      _Me cagüen el copete _dice la amiga del caminante_, porque está riquisma.
      La anciana, que últimamente ha pasado desapercibida, se sienta en los primeros peldaños de la escalera, encogida,
silenciosa, acariciando con fervor, con avidez a un gato chiquitín que sostiene en su regazo.
      _Para mí _añade_, la olla se acabó. No como más que sopas. Ni abajo ni arriba tengo dentadura.
      Ayudándose de ambas manos se abre la boca, echa la cabeza hacia atrás y muestra sus deformes encías, blandas y
arrugadas. El caminante experimenta una intensa sensación de vértigo. Luego, la anciana, reanuda sus caricias al
gato, que se estira y ronca agradecido.
      Los segadores consumen su cena simulando desgana, pero en sus ojos se adivina una contenida ansiedad. Se la
zampan en un pis pas. El caminante, que ni va por la mitad, piensa que la cena de los segadores no parece estar en
consonancia con su trabajo y, sin previa reflexión, espontáneamente, les ofrece de la suya.
      _Si les apetece, cómanse estos lomos.
      _No, muchas gracias _agradece el joven_. Yo me he quedado realmente satisfecho.
      _¿Y usted?
      _Bueno, por hacer gasto, tomaré un par de ellos _accede el viejo_. En el bien entendido de que no se quede usted con apetito.
      _No,no.
      El peón viejo engulle los dos trozos de lomo, más un generoso pedazo de chorizo, en menos que canta un gallo. El
joven le observa fijamente, sin pestañear.
      La anciana, mientras el caminante y sus amigos cenan, se ha puesto a llorar calladamente, acurrucada en el rincón
de la escalera. Se enjuga las lágrimas con un exiguo moquerillo de color verde indefinido. Interrumpe su llanto y,
pasados unos instantes, vuelve a gemir de nuevo.
      Los segadores, con el bocado en la boca, se marchan a dormir al pajar. La anciana, concluida su cazuelilla de gachas, sube a gatas la escalera, realizando ímprobos esfuerzos.
      _¿Le ayudo?
      _Quita, quita, jodío. Todavía puedo.
      El caminante se acuesta en una cama estrecha y alta, de recio colchón y ásperas sábanas. Al poco queda profundamente dormido, mientras afuera, en la calle, rompe el viento.

Los ojos bien abiertos,
en regla tu corazón,
todo el camino es
camino de perfección

      Cama corta, sueño largo. El caminante se despabila pasadas las diez de la mañana del día siguiente, y con más hambre que vista un galgo. Después que almuerza opíparamente, se echa a la calle jovial y satisfecho, con la color sana y el paso suelto.
      Por las calles hay poca gente. Una mujer despeinada, andrajosa, bajo los soportales, pone culos de paja a sillas de
madera, convulsiva, apremiadamente, sin levantar cabeza, como si en ello le fuera la vida. Las columnas de los soportales son troncos de chopo carcomidos y manoseados. El piso de las calles principales es de cemento y cóncavo para que el agua de lluvia discurra por el centro. Los comercios, espaciosos y bien surtidos. Se percibe cierta riqueza sin lujo. En los soportales de la plaza, unos niños arrastrándose por el suelo, se entretienen con un extraño juego. Dentro de unas líneas paralelas marcadas con yeso en el pavimento y que describen numerosas vueltas y revueltas, conducen, a golpes de dedo, tres o cuatro chapetas de gaseosa, en cuyo interior han colocado fotografías cubiertas de cristal.
      _¿A qué jugáis, niños?
      _A los ciclistas, ¿no lo ve?
      _ Estará ciego _comenta otro.
      Pese a no haber congeniado con los niños, el caminante se queda un momento observando las peculiaridades del juego.
      _¿Yquién gana? _pregunta .
      _¿Quién va a ser, tío jodío? El que primero llegue a la meta sin despistarse.
       El coro de niños estalla en una sonora carcajada. A la vista de ello el caminante se larga con las orejas gachas y termina entrando en una confitería para comprar unas vistas del  pueblo, que dirige a familiares y amigos para el recuerdo.  Luego de depositar las postales en el buzón de correos, se adentra por calles y callejas despreocupado y feliz.
      Como en todas partes, los barrios periféricos, son los más pobres. Casas de adobes, de un solo piso, descuidadas
y ruinosas. Apenas se ve gente por las calles. Dos chicos tumbados a la sombra juegan a las tres en raya. Otro, más
pequeño, casi mamón, amontona piedras y basura sobre la pared. Uno de los que juegan a las tres en raya, le induce:
      _Anda, Juanito, majo, ves a la madre y pídele pan como si fuera para ti. Que te dé mucho, pero no le digas que te he mandado yo.
      Mueve una ficha y reflexiona en voz alta: "Hay mucha hambre".
      El niño pequeño, ni corto ni perezoso, entra en la casa y a poco sale llorando y sin el pan.
      _¿No te lo ha dau?
      _No, no quiere.
      _Vaya, hijo: "Te conozco bacalao aunque vengas disfrazao".
      Y encogiéndose de hombros, continúa jugando a las tres en raya. El caminante que, por increíble que parezca, ha
concebido una idea, se acerca al muchacho chasqueado y le requiere:
      _Oye, chaval, ¿sabes de algún sitio, por aquí cerca, donde vendan pan?
      El muchacho, concentrado en el juego, no se entera. Es su compañero de juego quien le apercibe:
      _¡Darío, que te están hablando!
      Darío levanta la cabeza sorprendido y el caminante ha de repetirle la pregunta.
      _Siguiendo esta calle, la primera a la derecha. En una casa que pone carpintería-muebles, allí es.
      _Soy forastero, no conozco Berlanga _se disculpa el caminante_, y me gustaría que me acompañaras. Te daría un
cacho de pan.
      Darío se incorpora rápidamente. "Vamos", dice.
      En la carpintería-muebles-panadería el caminante compra un pan de lo menos dos kilos, corta un pequeño trozo y
entrega la hogaza casi entera a Darío.
      _ Toma, lo prometido es deuda.
      A Darío se le ponen los ojos como platos.
      _¡Oiga, que es al revés! _exclama.
      El caminante, sin más palabras, se marcha calle arriba, mientras Darío, con la hogaza entre los brazos, sale corriendo en dirección opuesta gritando:
      _¡Madre! ¡Madre!
      De la parte del río asciende una mujer con un balde lleno de ropa a la cabeza, un cántaro de tierra roja sobre la
cadera y un cubo en la mano izquierda. Detrás, una niña, portando una botija casi tan grande como ella, sigue a la
mujer con grandes dificultades.
      _Espera, mamá _suplica lloriqueando.
      _V enga, holgazana _le vocea la madre sin aminorar la marcha.
      La niña a cada paso se cambia la botija de mano.
      Después de callejear algún tiempo, el caminante decide visitar la Colegiata. La Colegiata lleva el nombre de Santa
María del Mercado y la mandó edificar Don Íñigo Fernández de Velasc, segundo Marqués de Berlanga. En su interior se conserva un caimán disecado, que aparece colgado de la cola en una pared desnuda. La cabeza es un completo destrozo y todo él se halla cubierto por una espesa capa de polvo milenario.
      Al salir de la Colegiata, el caminante toma asiento en un poyo a descansar un poco. Las mujeres llenan sus cántaros y sus botijas, todas provistas de sus correspondientes tubos conductores de hojalata, en la hermosa fuente de la plaza, mientras aprovechan los encuentros para echar sus parrafillos. Unos hombres, vestidos con traje de pana negra, entran en la Banca Ridruejo. Ridruejo, según le dicen al caminante, es una de las personas más adineradas de la provincia. Posee casas de banca y de comercio en todos los pueblos importantes. De esta familia, parece ser, desciende el poeta Dionisio Ridruejo.
      Un hombre, con una máquina de retratar sobre el estómago, como cobrador de tranvia viejo, no hace más que pasar de un lado a otro frente al caminante, observándolo disimuladamente. En una de las pasadas, se acerca y masculla:
      _¿Yu espik inglis?
      Ha puesto en tubo los labios y se ha inclinado respetuosamente. El caminante queda un tanto perplejo.
      _¿Inglis, fransé? _repite en alta voz y aproximando la boca exageradamente al oído del caminante.
      _Que no soy sordo, oiga.
      _¡Ah! ¿No es usted americano? Perdone.
      _¿Tengo yo acaso pinta de yanqui? _protesta el caminante.
      _ Perdone. Es que en mis ratos libres, me dedico a enseñar el pueblo y desde que pusieron las bases, suelen caer por aquí bastantes americanos que dejan buenas propinas. No tuve más remedio que chapurrear un poco el inglés y franchute.
      _Pues yo no soy ni quiero ser americano, ni siquiera parecerlo.
      _ Perdone otra vez. Ha sido un lapsus por mi parte. Es más, si usted me lo permite, le doy un recorrido por todo
Berlanga a un precio especial por ser español.
      _No, muchas gracias.
      _ Los monumentos principales con su historia completa, la gastronomía, las costumbres ... Ni el rincón más pequeño dejaremos de ver.
      _Se lo agradezco, pero no me interesa.
      _Si le va a salir por un pico de nada.
      _Además no tengo tiempo. Salgo de Berlanga ahora mismo.
      _Por cinco duros, incluida una foto con la Colegiata al fondo.
      El caminante inicia el despegue, pero el cicerone no desmaya y le sigue.
      _Una foto, por lo menos.
      _¿Por qué no se va a buscar a otros? A lo mejor se está usted perdiendo unos duros _le sugiere el caminante
sin detenerse.
      _Eso quiere decir que estorbo, éno?
      _Tampoco es eso.
      El cicerone se marcha en dirección contraria, murmurando:
      _En este país de nada sirve ser amable.
      El caminante, sobre la una, se dirige a la posada, donde come con buen apetito. Después, sentado todavía y contemplando distraídamente las peladuras de la fruta que le han servido de postre, piensa hacia dónde encaminará sus pasos. Y como  Berlanga tiene su buen castillo, allí se va. Al cruzar la plaza topa de bruces con el cicerone de marras. No ha tenido oportunidad de esconderse. El cicerone pregunta:
      _¿Todavía está usted por aquí?
      _Sí, todavía.
      El caminante emboca la calle de Correos, donde se ubica el Palacio, Palacio a secas, del que no se conserva más
que la fachada. Un hombre que sujeta del belfo un caballo robusto, lustroso, de color avellana, explica al caminante:
      _Para ramplar lo que había, lo incendiaron los alemanes, cuando la guerra. Se creían que iban a encontrar el oro
y el moro, pero se llevaron un buen chasco.
      Luego, un maestro de escuela le dirá al caminante que no, que fue un incendio fortuito. Pero vete a saber.
Al pie de la montaña sobre cuya cima se levanta el castillo, alza su noble fachada el Palacio Marquesal, destruido,
según parece, en la guerra de la Independencia. En el libro Castilla y sus castillos, lo menciona Ortega y Gasset. Su
primer ocupante fue el condestable de Castilla don Juan Tovar, duque de Frías, allá por el siglo XVI. La portada,
(los palacios de Berlanga sólo tienen fachada) que se ofrece aparentemente en buen estado, se yergue altiva, en arrogante soledad. Los huecos de las ventanas enmarcan sugerentes geometrías de cielo azul. Detrás han construido unas casuchas innobles que albergan una fábrica de medias. En las paredes, con grandes y toscos garrapatos negros, se proclama: ¡VIVA LA CUADRILLA DEL TIGRE! Unas gallinas picotean selectivamente excrementos humanos o se
revuelcan satisfechas entre montones de basura y ceniza. El caminante se juramenta no volver a comer huevos fritos.
     La senda que asciende al castillo en línea recta, no es larga, pero sí muy empinada. El castillo da sensación de
fortaleza visto a distancia. El interior, sin embargo, aparece completamente derruido, cubierto de maleza y porquerías. Se siente pena al contemplar tanta ruina. Mirando al Este, se abre un balcón a través del cual se divisa un bonito valle con rastrojeras y árboles. Por el centro discurre el modesto Talegones. Al otro lado destacan por su enormidad unas rocas azules.
      Desde el castillo se abarca todo el pueblo de Berlanga. La antigua Colegiata, gigantesca mole de piedra, sobresale
rotundamente en medio de la ciudad. A la izquierda, el convento de monjas que observara Ortega y Gasset desde
el mismo punto donde se sienta el caminante muchos años después. Aquellas monjas que corrían por el vergel del convento, dando rienda suelta a su joven y reprimida vitalidad, con sus voces cantarinas de traviesas chiquillas ... ¿Qué se hicieron? ¿Dónde están?
      El caminante baja del castillo un poco triste. Apenas se fija en el juego de pelota y en una fuente de luengo pilón
junto al palacio marquesal.
      Bajo los soportales, un bebé en pelotas y tumbado boca arriba sobre un saco, manotea y patalea endemoniadamente, mientras más que llora berrea, sin concederse un instante de tregua. Recuerda un escarabajo. Su madre lo levanta, lo zarandea sin piedad y le grita:
      _¡Pero que burro estás hoy, hijo!
      Los comerciantes salen a las puertas de sus tiendas y, con las manos a la espalda, dirigen sus miradas a uno yotro
lado de la calle, como esperando la llegada de algún cliente. La mayoría viste guardapolvos grises, son gente mayor
muestran un aspecto resignado y macilento. En el taller de una guarnicionería, tres chicos jóvenes, sentados a una
mesa, trabajan el cuero con unas cuchillas anchas y afiladas. Un hombre saca escombros de una casa en un cesto
de mimbre y los deposita en mitad de la calle. Su paso es tardo y fatigado. Cada vez que sale, invariablemente, lanza
una mirada a derecha e izquierda. Pasan dos hombres cargados con un tablón embadurnado de yeso. Una mula, a paso lento, con la mayor naturalidad, va dejando sobre la calle un reguero de excrementos. Cuatro o cinco chavales
arrojan trozos de suela de alpargata contra unas monedas encerradas en un círculo pintado en el suelo. Cuando sacan
alguna fuera del redondel, se la guardan rápidamente en el bolsillo. De improviso se ponen todos a gritar. Luego callan y sigue el juego.
      A las cinco de la tarde, el caminante decide visitar al maestro de escuela para el cual le entregó una tarjeta el de
Barcones. Es un hombre serio, brumoso, casi hosco. Está sentado junto a su mesa de trabajo y ni se levanta siquiera
cuando el caminante entra en la habitación. Hace muchas preguntas repentinas, inquiere detalles, contrasta datos:
no se fía, en una palabra, de lo que va escuchando. Al cerciorarse, bien cerciorado, de que no hay engaño, se torna
más asequible.
      _Hace dos años _recuerda_ hablé yo con un joven de Sigüenza, un tal Antonio Pérez, que iba recorriendo el Duero a pie
      _Sí, sí. Es amigo mío. Este año quiere hacerse la ruta del Tajo.
      _¡Vaya! Y usted, ¿también va siguiendo el Duero?
      _Yo sólo me atrevo con los afluentes. El Escalote, por ahora.
      _Esta moda de los viajes a pie, resulta chocante cuando, en los momentos que vivimos, todo el mundo está como
loco por motorizarse. Ustedes, los harán movidos por influencias literarias, ¿no?
      _ Puede que sí. Pero en cualquier caso, la literatura es muy amplia y cada cual elige sus influencias.
      _Ya me lo temía yo _dice el maestro autocomplacido de su sagacidad.
      _Desde el Arcipreste de Hita hasta Camilo José Cela, mucha gente ha viajado a pie. Yo no pretendo ser original,
pero andando las cosas se ven mejor.
      _Ya, ya.
      El maestro enseña al caminante su colección de fotografías. Familiares en todas las posturas, en todas las edades. Después de las fotografías, enlaza con la colección de premios.
      _De joven, yo, escribía algo. Mire, esta estatua de Dante y estos diplomas corresponden a certámenes literarios que gané. Eran tiempos sin responsabilidades. Ahora ya no escribo. Uno ha terminado enterrándose para ganar dinero. La familia, mantener una casa, dar carrera a los hijos ... Fíjese si tengo para corregir.
      Sobre la mesa se amontonan docenas de cuadernos manoseados, con las hojas una por cada lado.
      Sin embargo _continúa el maestro_ no me resigno  todavía. Estoy tomando notas para escribir algo sobre Berlanga. Sobre la Colegiata, más concretamente. Algo así como el canto del cisne.
      El maestro guarda en los cajones sus medallas, sus recuerdos, su nostalgia, sin dejar de hablar.
      _ La Colegiata será uno de los pocos edificios religiosos que exhibe un animal en su interior. Se trata de un caimán
que lo regaló el Obispo de Panamá, hijo de Berlanga.
      El caminante, a esto, nada tiene que decir.
      _Por eso _se lamenta el maestro_, no perdonaré jamás a Ortega que no mencionara esta magnífica Colegiata que
tenemos aquí. ¡Pero si es un museo, hombre, si es un museo! Ni la historia de Berlanga, ni sus hijos ilustres. Y descendiendo a niveles más prosaicos, pero no menos importantes, tampoco se acuerda de la producción de ajos. Los ajos de Berlanga son mundialmente conocidos por su exquisito sabor y su gran calidad. Pero a Ortega, por lo visto, le gustaba más entretenerse viendo jugar a las monjas del convento que enaltecer las glorias de Berlanga, ¿no cree usted?
      El caminante ni cree ni deja de creer.
      _ Para mí _concluye el maestro_ Ortega y Gasset era un completo gilipollas.
      Dada por conclusa la expresión de inquina contra Ortega y Gasset, el maestro se embarca en datos históricos, nombres de reyes y marqueses, etc. Una pausa en la conversación el caminante la aprovecha para despedirse. Abandona la casa del maestro cavilando, sin hallar respuesta, sobre el hecho contradictorio de que tanto los conservadores como sus adversarios políticos, detestan a Ortega y Gasset con parecida intensidad. El caminante, no atreviéndose todavía a decantarse, sí tiene por cierto que Ortega y Gasset nos ha dejado bellísimas páginas, cuya lectura place y, sobre todo, vitaliza y estimula. Cosa de agradecer entre tanta literatura paralizante y estragadora.
Sin otro particular, el caminante llega a la posada, paga la cuenta, coge sus bártulos y sale de Berlanga por el arco
de la Virgen de las Torres.

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PROPUESTA DEMOCRÁTICA

 

   Hojeaba el periódico mientras me tomaba el café en la barra, cuando se me acercó un sujeto peguntando: «Usted trabaja en Viajes Total, ¿verdad?». Le había visto algunas  veces en el bar, pero nunca intercambié una sola palabra con él. Tras confirmarle su certeza, prosiguió:

  —Permítame que me presente yo mismo. Me llamo Pascual Ibarreche y, desde hace tiempo, vengo en el deseo de hacerle una propuesta, una propuesta democrática, por supuesto.

  Una breve pausa y continuó:

  —Yo contrato todos mis viajes en su compañía y puedo asegurarle que jamás he tenido la más mínima queja. El itinerario de ruta, los hoteles, el transporte, las visitas, los horarios... todo se cumple con arreglo al programa previsto. Es una maravilla. Por supuesto, siempre surgen algunos metepatas que no encuentran nada a su gusto, en particular la comida, que la consideran insuficiente. Hay gentes que salen de viaje con la única intención de llenar la andorga o de cepillarse a cualquier mujer, soltera o casada, que ande suelta por ahí. Los monumentos, la historia, el paisaje, las obras de arte, les traen sin cuidado. En mi último viaje, precisamente a Italia, un individuo malencarado intentó agredir al guía de la expedición porque las comidas, según él, eran malas y escasas. Es que las personas no somos dialogantes. Queremos lograr nuestros objetivos avasallando a los demás, por la intimidación de la fuerza y la violencia más elemental, olvidándonos de esa herramienta tan preciosa que es el diálogo, el buen talante.

  —Hay gente pa tó —dije en broma parodiando la frase del torero.

  —Ni que lo diga. Debemos tomar el viaje como lo que es, una verdadera fiesta, la mejor de todas. Aparte de las cosas que ves... conoces a otras gentes, haces nuevas amistades y se producen anécdotas y chascarrillos a lo largo del recorrido en verdad auténticamente divertidos. Entrando en el Vaticano me acordé del famoso comentario del humorista Gila: «Y empezaron con un pesebre». El grupo se desparramó por la basílica y a la salida cada cual confesaba lo que le había pedido a San Pedro: «Que su hijo aprobara el curso; que su hermana saliera bien de la operación de vesícula»... Una señora me preguntó qué había solicitado yo: «Que no pongan macarrones en las próximas comidas; nos salen por las orejas», le contesté.

  El sujeto estalló en sonoras carcajadas.

  —No me diga que no es una ocurrencia genial —me emplazó todavía riendo.

  Sonreí levemente por mero compromiso a la vez que consultaba mi reloj.

    —Por la tarde visitamos las Catacumbas, que es un laberinto de pasillos y galerías subterráneos, muy mal iluminados. Al cabo de un buen rato de caminar y caminar por aquellos lóbregos agujeros horadados bajo tierra, algunos del grupo andábamos bastante inquietos porque habíamos pasado por el mismo sitio en varias ocasiones. «A ver si este tío —por el guía— se ha perdido y no salimos de aquí en toda la vida». Al finalizar la visita, el guía nos reunió a todos antes de salir en una especie de rotonda, se encaramó en una tarima y nos instó a que le hiciéramos las preguntas que considerásemos oportunas para ampliar o aclarar nuestros conocimientos sobre las Catacumbas. Inmediatamente levanté el brazo. «¿Qué quiere saber?». Y yo le respondí: «¡Que cómo y cuándo salimos de aquí!».

  El sujeto volvió a reír con renovados ímpetus. Yo consulté de nuevo mi reloj advirtiéndole:

  —Excúseme, pero tengo que estar en la oficina a las cinco y se me hace tarde.

  —Un segundo nada más —me rogó—, que le voy a contar la última. Estábamos en la sala donde se exhibe el David de Miguel Ángel, una estatua de lo menos cinco metros de altura. Me dirigí a la guía haciéndole la siguiente observación: «Oiga, si así de grande era David, ¡cómo sería Goliat!». Todos los allí presente celebraron mi ocurrencia, pero la guía cogió un mosqueo de campeonato. Sin embargo, algunas señoras salían comentando vulgaridades: «Grandes músculos, pero exigua colilla». «Mucha dinamita y poca mecha». De esta manera entiende la gente el arte. Una verdadera pena.

  —Otro día continuaremos, pero el deber es el deber, le dije iniciando la salida del bar. Él me siguió hasta la puerta.

  —Con el relato del viaje, se me ha olvidado lo principal. Yo le quería hacer una proposición razonable.

  —¿Profesional?

  —No. De carácter personal

  —Bueno. En otra ocasión.

  Así quedaron las cosas, pasé el fin de semana con la familia y me olvidé del asunto. No sucedió lo mismo con el sujeto de marras, que me esperaba el lunes, a la hora del café, en mi bar habitual. Me saludó efusivamente, como si fuéramos amigos de toda la vida que no nos hubiéramos visto en mucho tiempo. Se interesó por mi familia y por cómo lo había pasado el fin de semana. Me invitó a tomar café en la mesa del fondo. Una vez sentados y con los cafés humeantes sobre la mesa, en un tono menos festivo, me recordó:

  —El viernes le anuncié que deseaba hacerle una proposición de carácter personal que, por supuesto, mantengo.

  —Usted dirá.

  —Ante todo, es mi deseo anticiparle que la actitud que más valoro en una persona es su capacidad de diálogo. La palabra, la comunicación, el debate sereno, la racionalidad en los argumentos, el talante, son mis señas de identidad. La violencia verbal conduce siempre a la violencia física. Vivimos afortunadamente en una democracia, lo que nos permite expresarnos libremente sin censuras ni cortapisas. Mire usted, si yo hubiera nacido noble, en mi escudo de armas figuraría de manera destacada la siguiente divisa: «Hablando se entiende la gente». Ya decía Churchill con gran sabiduría: «Es mejor chacharear que guerrear».

  Tomó un  sorbo de café antes de proseguir:

  —En un régimen de libertades como el nuestro no cabe sobresaltarse ante propuestas o iniciativas por muy descabelladas que parezcan, siempre que se expongan con el debido respeto a los demás y sin obstaculizar el diálogo abierto. El diálogo por encima de todo. Luego, cada cual está en su perfecto derecho de aprobar o rechazar sin aspavientos aquello que se hubiere propuesto. En definitiva, hablando se entiende la gente.

  —Por favor, vaya al grano, que a las cinco debo estar en la oficina —le apremié, pero él continuó como ignorando mi advertencia:

  —En un trato donde una de las partes gana y la otra pierde, se evidencia que no ha existido el diálogo, sino la imposición o el engaño. Para que un acuerdo se considere verdaderamente equitativo es necesario que las dos partes dialogantes obtengan un beneficio. En conclusión, yo me presento a usted en son de paz, con la mano tendida; no está en mi intención hacerle ningún daño. Mi única pretensión se reduce a que debatamos con serenidad mi propuesta democrática; a iniciar una negociación amable entre iguales. Si acepta, se lo aseguro, los dos saldríamos ganando. 

  Miré de nuevo mi reloj de pulsera.

  —Bien, vayamos al grano como usted dice. El otro día le vi en la piscina y, con toda sinceridad, sus carnes desnudas me resultaron especialmente apetitosas...

  —¡Pare el carro, amigo! —le corté en seco—. Yo respeto la orientación sexual de cada uno, pero le advierto que se ha equivocado de persona. No soy homosexual. Así que doy por terminada mi conversación con usted, antes de que pasemos a mayores.

  Me levanté llamando al camarero para abonarle la consumición.

  —No se ponga así, señor mío, que no se trata de eso. Siéntese, por favor —me rogó con la mayor de las sonrisas—. Recuerde mi consigna: «Hablando se entiende la gente». Además, esta ronda corre de mi cuenta.

  De súbito pensé que a lo mejor era un pintor y me quería para modelo.

  —¿De qué se trata, entonces? —inquirí.

  —Puesto que tiene prisa y no es posible un diálogo pausado, le voy a hablar con toda franqueza; eso sí, aunque en principio no pueda agradarle mi propuesta, prométame que lo pensará detenidamente. No quiero agobiarle con una respuesta rápida, pero tenga la seguridad de que si acepta, estoy dispuesto a entregar, a usted o a su familia, una cantidad verdaderamente sustanciosa. Estoy hablando de millones.

  Hizo una pequeña pausa y continuó:

  —Esta es mi propuesta: me gustaría que me donase su cuerpo para comérmelo.

  Quedé unos instantes en suspenso, sin capacidad de reacción, dudando todavía de haber oído bien  Solamente cuando el individuo justificó con toda naturalidad su increíble propuesta —«¿Qué le voy a hacer? Me gusta la carne humana como a otros el cordero o la langosta. Es una aspiración tan legítima como las demás»—, tomé conciencia de sus intenciones y conseguí articular: 

  —Pero, ¿qué dice? Que me quiere comer, ¿a mí?

  —Como lo oye; eso sí, siempre que usted sienta el mismo placer al ser comido que yo al devorarlo, mediante una negociación tranquila entre personas civilizadas.

  Sus palabras me produjeron una risa histérica.

  —Está usted rematadamente loco —acerté a pronunciar.

  —Y si no le apetece que me lo coma entero, me conformaría de momento con un brazo, una pierna, incluso sus partes geniales. Todo es cuestión de negociarlo serenamente.

  Intuyendo que se me acercaba demasiado, le arreé semejante manotazo en pleno rostro que di con él en el suelo. «¡Váyase a tomar viento!», exclamé. Mientras esperaba de pie las vueltas del camarero, el tiparraco, sin modificar la posición en que había caído y palpándose la sangre que fluía de sus narices, me increpaba:

  —Ya veo que no es una persona dialogante ni demócrata, porque prefiere la violencia a la paz y la palabra. Es usted un inmovilista, un autoritario de ideas fijas a quien le asustan la negociación y el diálogo; inseguro de sí mismo y carente de la suficiente valentía para llegar pacíficamente a un acuerdo justo

  Salí del bar muy excitado y nervioso. Camino de la oficina, dándole vueltas a lo sucedido, me asaltó una fuerte inquietud. Giré sobre mis pasos y me dirigí a la comisaría más cercana donde denuncié el caso. Allí ya tenían noticias reiteradas del individuo. «Pero si no hay lesiones, nada podemos hacer», me dijeron. Unos días más tarde me hice con un arma defensiva de la que no me separo ni para ir al váter.

 

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 DIGA DOS     

  El  asegurado, con gran esfuerzo, se construyó él mismo una modesta vivienda de sesenta metros cuadrados, sobre una pequeña parcela que heredó de sus padres. La aseguró inmediatamente —continente, contenido y responsabilidad civil— en la prestigiosa compañía Gelcartera Global. Apenas habían transcurrido tres meses desde la ocupación de la vivienda, cuando una mañana descubrió sorprendido que el cristal de la ventana principal del salón estaba roto. No podía explicarse cómo había sucedido, ya que la ventana no daba a la calle sino a un jardín protegido por varios árboles y una tapia. «Esto debe entrar en el seguro», se dijo. Sin pensárselo dos veces llamó por teléfono a su compañía de seguros. Comunicaba. Marcó reiteradamente durante toda la mañana, hasta que al fin escuchó la voz grabada de una señorita.

  TELÉFONO.— Bienvenido a la Financiera-Aseguradora Gelcartera Global. Le agradecemos su decisión de contactar con nosotros. En breves minutos será atendido. Rogamos permanezca a la espera.

  Mientras tanto, la compañía aseguradora le obsequió con la Cantata número once en re menor de Johann Sebastián Bach, interpretada por la Banda Sinfónica de New York. Luego de una breve pausa, volvió a deleitarse escuchando en tres ocasiones la famosa Cantata.

  TELÉFONO.— Le atiende la unidad 55 32 30. Tenemos el placer de informar a usted que todavía puede suscribir nuestra impresionante oferta Interglobal Gelcartera, un producto mitad fondos de inversión, mitad seguro de vida, que le proporcionará una alta rentabilidad y un inmejorable tratamiento fiscal, con liquidez inmediata.

  La Cantata apareció con más vigor.

  TELÉFONO.— También queremos poner a su disposición nuestra amplia gama de productos, tanto de seguros como financieros. Seguros de jaus, de vida, de automóvil, de responsabilidad civil, de enfermedad o cualquier otro que precise, así como la mejor forma de colocar su dinero ocioso: en planes de pensiones, en fondos de inversión nacionales e internacionales —dinero, renta fija, renta variable o mixtura—, ofreciéndole diferentes cestas de los mismos: atrevido, moderado o conservador. Expertos de primera fila administrarán su capital mejor que usted mismo. En los últimos cinco años, hemos obtenido rentabilidades superiores al 87%, advirtiéndole, no obstante, que rentas pasadas no garantizan las venideras. «En nidos de antaño, no hay pájaros hogaño», pensó el asegurado sin saber por qué. El teléfono continuó impertérrito su alocución:

  —Depósitos a plazo fijo, con intereses hasta el 5%; tarjetas de débito y crédito, gratis el primer año, con las cuales podrá comprar a plazo o disponer de su dinero en más de 650.000 establecimientos en 200 países. No dude consultarnos en los teléfonos 902333444 o 902555666 o en nuestra página de Internet www.gglobal.com donde le atenderemos con la amabilidad y eficacia que nos caracteriza. Recuerde que los tres primeros minutos de su llamada son gratis, por gentileza de esta compañía. Si sobrepasa los tres minutos, el sistema le facilitará  el tiempo empleado y el coste íntegro de su llamado al final de la misma. El 0,7% de su factura, menos IVA, se destina al sostenimiento de la ONG Seguros sin fronteras, dedicada exclusivamente a la protección y aseguratión de las riquezas de los países más pobres del mundo.

  Por si acaso el asegurado no hubiera degustado suficientemente los primores de Bach, la compañía lo sometió a una nueva audición.

  TELÉFONO.— De aquí en adelante usted accede a nuestro revolucionario sistema interactivo que le permitirá, con la mayor comodidad y rapidez, resolver sin problemas todos los asuntos que nos plantee, sin moverse de su casa, sin viajes ni traslados molestos, simplemente utilizando su voz. Hable con precisión y claridad, vocalice sin titubeos una vez finalizado el menú y después de la señal.

  En esta ocasión la Cantata se quedó a medias.

  El asegurado carraspeó para aclararse la voz y comenzó a decir: «Les llamo porque se ha roto un cristal en la ventana...». Pero antes de terminar la frase, el teléfono inició su nuevo mensaje: Si es usted cliente antiguo, diga uno; si es cliente entre dos o tres años, diga dos; si es cliente reciente, diga tres; si no es cliente, diga cuatro; para solicitar ayuda, diga cinco.

  El asegurado, sorprendido, no se identificó en el menú, por lo que no acertaba a pronunciar el número deseado. La Cantata sonó de nuevo. Al final volvió a escuchar el menú. El asegurado dijo tres.

  TELÉFONO.— Después de oír la señal, enumere lentamente, dígito a dígito, el número completo de su póliza.

  ASEGURADO.— Uno, cero, cero, cero, cero, cuatro, dos, nueve, cinco, siete, uno, tres, ocho, i griega, equis, eme, zeta, cuatro, cero, cero, cero, ocho, cuatro...

  TELÉFONO.— En la misma forma, deletree el número completo de su NIF, incluyendo la letra.

  El asegurado siguió las indicaciones, pero debió equivocarse, porque el teléfono le rogó que repitiera su NIF, cosa que hizo.

  TELÉFONO.— Diga ahora su fecha de nacimiento.

  El asegurado la dijo. Pero el teléfono no se daba todavía por satisfecho y le pidió las posiciones cuarta, sexta y novena de su clave secreta. Tras lo cual se deleitó con varias repeticiones de la Cantata, antes de recibir otro mensaje.

  TELÉFONO.— El sistema ha identificado como cliente reciente, menos de dos años, a don Gervasio de la Cuesta Arriba, domiciliado en Calahorra, provincia de Logroño, La Rioja (Espana), calle Cuesta de las Perdices, 21, 4º C. Si algún dato es incorrecto, diga uno para el nombre; dos para el domicilio; tres para el código postal; cuatro para la localidad, cinco para la provincia; seis para el país y siete, si todos ellos son de su conformidad.

  El asegurado, familiarizado ya con el revolucionario sistema, no dudó en pronunciar: ¡Siete! E inmediatamente se encontró con una agradable sorpresa. La música había cambiado. Algo de Mozart.

  TELÉFONO.— Si lo desea puede elegir el idioma de comunicación que prefiera utilizar de aquí en adelante. Si prefiere el inglés, diga uno; si prefiere el francés, diga dos; si prefiere el alemán, diga tres; si prefiere español internacional, diga cuatro; si prefiere catalán, diga cinco; si prefiere gallego, diga seis; si prefiere valenciano, diga siete; si prefiere euskera batua, diga ocho, si prefiere otros idiomas, diga nueve.

  Agobiado por la rapidez del mensaje, el asegurado no pudo captar la opción correcta y facilitó un número al azar.

  TELÉFONO.— Si vuvulé ferán contrá notretual Interglobel Guelportefuill, digué vu an; si vu desigué informasión sir leprix dasegurans, digué vu dé; si vuvulé información du prix ...

  —«Esto debe ser francés», reflexionó el asegurado. «¿Qué hago yo ahora?», se preguntó angustiado. El teléfono seguía imperturbable su letanía en francés. «¡Óigame, óigame!». El teléfono calló. «¡Quiero hablar con una persona!», gritó el asegurado. «¡Quiero hablar con una persona!».

  Pero el teléfono le respondió como solía, con una nueva tanda de música clásica durante cuatro o cinco minutos.

  TELÉFONO.— Error en la secuencia. El sistema no puede continuar. Retroceda al menú principal. Cuelgue y vuelva a marcar.

  El asegurado, visiblemente molesto, por no decir cabreado pero, eso sí, con mayor experiencia, concentrado al máximo, se tragó sin pestañear la peculiaridades de los productos financieros y de seguros, los interminables espacios de música clásica y prestó especialísima atención a los diferentes menús del sistema, apuntando en un papel los dígitos adecuados.

  TELÉFONO.— Si desea contratar nuestro producto estrella Interglobal Gelcartera, diga uno; si desea información de seguros, diga dos; si desea información financiera, diga tres; si desea información de otros productos, diga cuatro; para solicitar ayuda, diga cinco.

  El asegurado se apresuró a vocalizar: ¡Dos!

  TELÉFONO.— Si desea información de seguros de vida, diga uno; si desea información de seguros del hogar, diga dos; si desea información sobre seguros del automóvil, diga tres; si desea información sobre responsabilidad civil, diga cuatro; si desea información de seguros de salud, diga cinco. Para solicitar ayuda, diga seis.

  —¡Dos! —voceó el asegurado.

  TELÉFONO.— Si desea ampliar la cobertura de su póliza, diga uno; si desea información sobre el importe de la próxima prima, diga dos; si desea saber el importe de su cobertura de continente, diga tres; si desea saber el importe de su cobertura de contenido, diga cuatro; si desea saber el importe de su cobertura de responsabilidad civil, diga cinco. Para solicitar ayuda, diga seis.

  El asegurado tuvo la sensación de encontrarse perdido. Solicitó ayuda diciendo seis.

  TELÉFONO.— En estos momentos accede usted al menú de ayuda. Si desea más información, diga uno; si se ha equivocado, diga dos; si desea volver al menú principal, diga tres; si desea hablar con un gestor comercial, diga cuatro.

  El asegurado dio un suspiro de alivio y gritó ¡cuatro! como si en ello le fuera la vida. No obstante, aún le fue dado saborear durante algún tiempo el rasgar de violines, los estruendos de la percusión, las trompetas, los oboes y demás instrumentos.

  TELÉFONO.— En estos momentos todos nuestros gestores comerciales están ocupados. Rogamos siga a la espera. (Mientras sonaba la música, el teléfono repetía: Un momento, por favor... un momento, por favor... un momento, por favor...)

  El asegurado, en tanto seguía a la espera, discurría: «Me va a salir por un pico, esta llamadita».

  TELÉFONO.— En estos momentos todos nuestros gestores comerciales están ocupados. Rogamos siga a la espera. (Música y palabras se mezclaban: Un momento, por favor... un momento, por favor...un momento, por favor...)

  El asegurado soportó estoicamente la repetición de esta cantinela minutos y minutos. Cuando se disponía a colgar el auricular...

  TELÉFONO.—Ante la imposibilidad de contactar con nuestros gestores comerciales, rogamos indique otra opción del menú anterior, el cual volvemos a detallarle. En estos momentos accede usted al menú de ayuda. Si desea más información, diga uno; si se ha equivocado, diga dos; si desea hablar con un gestor comercial, diga tres; si desea volver al menú principal, diga cuatro.

  El asegurado se sumergió en un mar de dudas y contradicciones. «¿Qué opción elegir?». Un chispazo o un rayo de luz le impulsó a gritar: ¡Uno!

  TELÉFONO.— Si desea información exhaustiva de su seguro de hogar, lea detenidamente las condiciones contenidas en la carpeta en su poder; si desea seguir adelante, diga uno; si desea información específica, diga dos; si desea detener el proceso, diga tres.

  El asegurado reflexionó en su desesperación: «Estoy metido en un callejón sin salida». No obstante, su probada terquedad le impelió a seguir adelante y dijo uno.

  TELÉFONO.— Si desea comunicar un siniestro de contenido, diga uno; si desea comunicar un siniestro de continente, diga dos; si desea comunicar un siniestro de responsabilidad civil, diga tres; si desea otras opciones, diga cuatro.

  El alegrón que experimentó el asegurado fue de órdago a la grande. «Esto es lo que yo buscaba». Y voceó eufórico: ¡¡Dos!!

  TELÉFONO.— Si el siniestro se ha producido en el tejado, diga uno; si se ha producido en la fachada principal, diga dos; si se ha producido en el resto de las paredes, diga tres para la norte; cuatro para la sur; cinco para la este y seis para la oeste; si se trata de siniestro total, diga siete; si se ha producido en la puerta principal, diga ocho; si se ha producido en las puertas secundarias exteriores, diga nueve; si se ha producido en las ventanas superiores, diga diez; si se ha producido en las ventanas inferiores, diga once; si afecta a los marcos de las ventanas, diga doce; si afecta a las rejas de las ventanas, en caso de que las hubiera, diga trece; si afecta a los cristales de las ventanas, diga catorce; si afecta a las dependencias extrahogar, como garajes, trasteros, almacenes, caseta del perro. etc., diga quince; si afecta al jardín en general, diga dieciséis; si afecta a los árboles frutales, diga diecisiete; si afecta a los árboles ornamentales, diga dieciocho; si afecta al mobiliario del jardín, como fuentes ornamentales, estatuas, bancos, juegos infantiles, piscinas, barbacoas o instalaciones deportivas, diga diecinueve; si desea la repetición del menú, diga veinte:

  —¡¡Veinte!! —gritó el asegurado y se dispuso a escuchar con la mayor atención posible la reproducción del extenso menú. Una vez terminado y tras la señal, se desgañitó al contestar: ¡¡Catorce!!

  TELÉFONO.— Si el siniestro ha sido causado por incendio intencionado, diga uno; si ha sido causado por incendio fortuito, diga dos; si ha sido producido por el calor, diga tres; si por el frío, diga cuatro; si ha sido causado por explosión, implosión o autoexplosión, diga cinco; por guerras convencionales, ya sean civiles o internacionales, diga seis; por guerras químicas o bacteriológicas; diga siete; por guerras nucleares o explosión atómica, diga ocho; por guerras preventivas, quirúrgicas o terapéuticas, diga nueve; por guerrillas urbanas o rurales, diga diez; por caída inesperada de aeronaves, diga once; por bombardeo amigo, diga doce; por caída sorpresiva de meteoritos siderales o basura espacial, diga trece; por choque de trenes involuntario, ya sean de viajeros o de mercancías, diga catorce; por carreras de camiones, tractores, coches o motos autorizadas, diga quince; por embestidas de vehículos a motor contra el edificio no anunciadas previamente, diga dieciséis; por pequeñas embestidas de bicicletas, triciclos, patinetes y demás artilugios conocidos o no, diga diecisiete; Si su caso no se halla comprendido en el enunciado anterior, diga dieciocho.

  El asegurado dijo dieciocho.

  TELÉFONO.— Si el siniestro ha sido causado por inundaciones de ríos de agua dulce y aguas fluviales del mismo sabor, diga diecinueve; por olas y mareas negras o de otro color procedentes de océanos y mares interiores, diga veinte; por lluvia, siempre que en un intervalo de dos horas, se hallan recogido más de 500 litros por metro cuadrado, diga veintiuno; por granizo o nieve (esta última, solamente procederá en los meses de invierno, por lo que no se tendrá en cuenta si el siniestro ha ocurrido en verano), diga veintidós; por viento, cuya velocidad sea igual o superior a 250 kilómetros por hora, tanto en la península como en las islas de soberanía, diga veintitrés; daños causados por huracanes, sólo allí donde sean frecuentes, diga veinticuatro; por terremotos terrestres, diga veinticinco; por maremotos marítimos, diga veintiséis; por ciclones, tornados y remolinos, diga veintisiete; daños causados por erupciones volcánicas a personas, criados, mascotas y otros animales domésticos, solamente allí donde disfruten de volcanes, diga veintiocho; daños causados por el personal de servicio doméstico, excepto inmigrantes ilegales o sin papeles e iletrados, diga veintinueve; daños causados por el titular (no intencionados) o por su esposa legal, si está casado por la Iglesia o por el juzgado, así como los hijos biológicos o putativos legítimamente reconocidos que convivan en el mismo hogar, ya sean mayores o menores de edad, diga treinta; daños causados por individuos desconocidos o clandestinos, como inmigrantes sin papeles y otros sujetos apócrifos, diga treinta y uno; por plagas de langosta, hormigas termitas, avispas y otros insectos destructores, diga treinta y dos; daños causados por bestias salvajes, como leones, tigres, cocodrilos, elefantes, dromedarios, toros de lidia, lobos, jabalíes, zorros, osos y perros asilvestrados, con pedigrí o sin él, diga treinta y tres; por aves de rapiña, como águilas imperiales, halcones, lechuzas, cigüeñas, gallos de pelea, tordos, palomas y urracas,  diga treinta y cuatro; daños ocasionados por causas desconocidas, diga treinta y cinco. Daños por terrorismo, excluidos.

  El asegurado se dio prisa para decir treinta y dos. La música irrumpió nuevamente.

  TELÉFONO.— Su declaración se está parametrando. Rogamos siga a la espera.

  Mientras sonaba la música, periódicamente se oía con reiteración: Un momento, por favor... un momento, por favor... un momento, por favor...

  TELÉFONO.— Lamentamos comunicarle que en virtud de las respuestas ofrecidas al sistema no queda claramente definido el tipo de siniestro, razón por la cual le invitamos a cumplimentar en letras mayúsculas el impreso específico obrante en su poder titulado Declaración de siniestro en el hogar, que consta de cuatro ejemplares: los tres primeros deberá enviarlos a GELCARTERA GLOBAL, donde se aficharán, y el cuarto lo conservará usted como prueba de haber efectuado la declaración. Esperando haberle congratulado como usted se merece, le deseamos lo mejor para usted y su familia. No dude en ponerse en contacto con nosotros para cualquier nueva información en los teléfonos 902133444 y 902555666 o en la página de Internet www.gglobal.com. Tal como le anunciábamos al principio, su conferencia ha durado 67 minutos ( tres de ellos por nuestra cuenta), con un coste aproximado de 30 euros, unas cinco mil pesetas, que le será facturado por su operadora telefónica. Y además, le cabe la íntima satisfacción de haber contribuido con el 0,7% del importe de su llamada  al sostenimiento de la ONG Seguros sin fronteras, especializada en la protección y aseguramiento de los bienes y riquezas de los países más tristes del mundo. Le quedamos muy agradecidos por su visita a nuestro sistema interactivo, gracias al cual, como habrá comprobado, ha resuelto con suma facilidad todos sus próblems. En cualquier caso, y pese a nuestro inmejorable servicio, estamos abiertos para recibir sin complejos, toda queja o sugerencia razonable que estime conveniente. Esperamos con agrado su nueva visita. Un cordial saludo. Todavía está a tiempo para suscribir nuestro producto estrella Interglobal Gelcartera.

  —¡Quiero hablar con un gestor comercial! ¡Quiero hablar con un gestor comercial! gritó o suplicó el asegurado. Pero continuó sonando un tiempo la música y la comunicación se interrumpió.

  El asegurado colgó con tal ímpetu el auricular en su base que todo el aparato cayó hecho añicos al suelo. Recogiendo los trozos pensó fugazmente: «A lo mejor esto también entra en el seguro».     

 

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