DISCURSO
PRIMERO
nojado se
mostraba el cielo contra los
contra los mortales una confusa noche,
amenazando con espantosos relámpagos que por entre obscuras nubes
se despedían, fulminados de impulsos poderosos; bramaba el viento en
los cóncavos que formaba el agua, volviéndola en penachos soberbios,
cuya atrevida arrogancia parece que se oponía a la conquista de los
orbes
celestes, y en castigo de su atrevimiento quedaban deshechos en
espuma, siendo testigos los que vagaban su dilatado reino. Todo
huyendo del sosiego,
ajeno del orden natural, retrocedía a no ser para formar un caos
confuso: los elementos se aunaron para un estrago (que es muy propio para una ofensa
el juntarse los más discordes),
disponiéndose para una total ruina del globo terrestre. El
granizo, titubeando
medroso, buscaba la tierra por asilo en semejante confusión, huyendo
del mar, cuya braveza
se sorbía el portátil albergue viendo aumentado su caudal.
El día venía tímido o medroso, pareciéndole que la noche se coronaba
a duraciones,
el fuego despedía flechas, el aire arrojaba suspiros, el mar
mostraba copiosas lágrimas y la
tierra temblaba de temor; mas el cielo piadoso, atento a todo,
desterrando lutos, ya dejaba
ver su divino color clareando por los visos del crepúsculo el
alba, anunciando al día.
A cuya deseada vista una tropa de gente (en un vaso, que sobre las
aguas esperaban remedio de el Autor de la vida) enarbolando una
blanca bandera en cuya candidez se veía
un escudo rojo con las barras de Aragón, y alentando un venerable
religioso redentor a
unos humildes redimidos despidiéndose de las playas de Argel, al
mirar sus rostros los vio
como fuera de los tormentos, risueños y llenos de gozo, que más
parecía que deliciados
entre flores estaban que no fluctuando equívocos gigantes de
cristal. «¡Ea, amigos, que
ya la piadosa mano de Dios nos ha sacado del cautiverio del Infiel y
nos llevará al puerto
deseado. Pidámoselo de todo corazón postrados!» Lo cual hicieron con
entrañable ansia
aquellos que el día antes se habían visto debajo de la forzosa
servidumbre de un moro y
ya se hallaban entre espantosos montes de agua, amenazándolos Ia
muerte, a quien con
rostro alegre esperaban.
Mucho pueden las lágrimas de un rendido corazón; pues así que
acabaron su oración
serenó el tiempo, picando una tramontana que hizo huir los vapores
que en forma de
nubes servían de doseles al agua. Y ya, llenos de alegría, adornaban
aquel monte de palo
de gallardetes y banderolas, levantando el estandarte de la piadosa
redención de los religiosísimos
mercenarios con trescientos" cautivos, entre los cuales venía uno (a
quien un moro principal había entregado a la redención de gracia y
sin intereses, si hay gracia
entre enemigos de la fe) llamado Onofre, hombre de varia fortuna, a
quien dio libertad
sólo por su claro entendimiento, pues luego le manifiesta la lengua.
Ocupábale su amo
en traerle a su lado sólo por oírle: tanto puede la discreción, y
naturaleza a ninguno se la
negó tan del todo que dejase de enseñarle las luces del conocimiento, sin mostrarse tan
escasa que le dejara inhábil.
Este moro habiéndole oído decir que su contraria fortuna no le
permitía cumpliese sus deseos, que sólo eran el ver la corte del gran monarca de
España, Madrid, de quien
le alejaba su estrella, por el grande deseo que tenía de llegar a su
estancia, y así movido el
moro de sus justos deseos como quien había gozado de su grandeza en
el tiempo que la
había pisado cautivo, le ofreció libertad en la primera ocasión que
hubiese, como lo cumplió
entregándole a la piadosa redención, dándole dineros para que, en
saltando en tierra,
reparase su persona de lo necesario.
En fin, gozando de un favorable viento llegaron al deseado puerto,
donde, tomando
tierra, hicieron el acostumbrado reconocimiento a la amada madre, a
quien postrados
besaron, y, desembarcados, buscaron donde descansar de tantos
trabajos como causa el
mar: y, conseguido, ordenaron su viaje, que se logró con buen
tiempo, hasta que vieron las
torres deseadas de aquella gran Babilonia de España. Y con los
avisos que habían tenido,
ya los aguardaba grande número de religiosos, acompañados de la más
lucida, más atenta
y cortesana plebe, esperando al pueblo peregrino que aquel Moisés
calzado había sacado
de cautiverio. Todos en sus cuadrúpedes cubiertos de negras
gualdrapas (que más parecían
montes de azabache heridos a golpes de nieve, formada de sus blancas
estameñas),
entraron por las calles con mucho gozo del pueblo, siguiendo a la
multitud de redimidos
gran tropa de piadosos hasta llegar a su casa, en cuya puerta
aguardaban tantos religiosos
que parecía no haber" salido alguno de la casa, con su cruz y
ciriales en manos de sacerdotes,
y el estandarte de la redentora del mundo, María de las Mercedes.
Acabada la procesión y el recibimiento con el día (pues parecía que
sólo aguardaba a
que se acabase tanto regocijo para obscurecerse, sin llevar deseos
de saber en qué había
parado tanto festivo alborozo), Onofre, despidiéndose del padre
redentor, a quien ofreció
volver a visitar, salió del convento. Admirado de ver tanta gente
como había ocurrido
a la procesión, fue pasando calles, absortos sus ojos de la grandeza
de sus casas, hasta
que la noche le obligó a buscar donde recogerse y para hacerla
mejor llamó a un mozo
que le pareció haber seguido la tropa de redimidos, a quien
cortésmente suplicó le guiase
a una posada donde pudiese descansar.
Hízolo el mozo a una casa (que, al parecer, era conocido de la gente
que la vivía), pidiendo
le diesen buena cama, y, despidiéndose, preguntó al cautivo si se le
ofrecía otra
cosa en que le pudiese servir, lo haría con mucho gusto. A quien,
agradecido el cautivo,
dijo se quedase a cenar con él tomando el trabajo de ir a buscarlo,
y, dándole dinero para
ello, el mozo se ofreció a servirle y con brevedad trujo lo
bastante, con que habiendo cenado,
le preguntó el cautivo dónde era su posada, y, oyéndole decir era
cerca, le suplicó no
se fuese tan presto, conversarían un rato: y creyese le había
cobrado amor, aunque en tan
breve tiempo, pues no es menester tratar mucho con un hombre dócil
para conocerle. El
mozo con agradecimientos corteses se quedó, a quien el cautivo pidió
se sirviese de decirle
su nombre y patria y estado de vida, que le sería agradable
habiendo conocido su buen
discurso. Y el mozo, nada perezoso, procurando no dar ocasión a la
porfia, dijo así:
_A mí me llaman Juanillo el de Provincia, el por qué oirás, si
estás atento. Nací y
me crié en Madrid, corte del gran Júpiter español, el Cuarto
Filipo, sólo con el abrigo de
una pobre madre, pues padre no conocí; criome a sus pechos por ser
madre entera, pues
la que pare y no cría no se lo puede llamar. Pasaba la vida con
harto trabajo: llamábame
amado hijo y algunas veces añadía el de carísimo: renombre que
entendí algo tarde, pues
cuando llegué a alcanzar estos puntos ya era muchacho adocenado en
años, como en
compañía los valientes del milagro. Era el renombre que me daba de
carísimo porque
de mi parto pasó muchos dolores y con gran pesadez me trujo en sus
entrañas: pariome
doblado, y, a mi entender, fue dar fin a mis dobleces, que, aunque
es fruta del tiempo,
en mi vida la he usado ni tenido.
Tuvo tan grande mal en los pechos, que la prolija enfermedad no la
dejó hasta que la
cortaron el uno, en cuya enfadosa cama vendió cuanto tenía: con
mucha brevedad sería,
porque el caudal del pobre siempre se parece a su dueño. Llegó a
tanta pobreza que la necesidad
la sujetó a pedir por Dios: no es afrenta, que la afrenta es negarle
el socorro al pobre
que le pide. Perdóname, amigo, la turbación que me ha causado el
sentimiento, deshecho en
lágrimas, no por verme pobre, sólo ha sido el acordarme del estado a
que vino mi madre.
Acudía a los oficios de Provincia llevándome en sus brazos: y su
mucha humildad y la
inocencia mía, engastada en cariñoso agrado, hallaron caridad. En
estos sitios acuden los
ministros del Tribunal de los Alcaldes de Casa y Corte de su
Majestad, y entre muchos
que quitan no faltaba quien nos socorriese. Y como el agradecimiento
vive entre los pobres
(que, desembarazados de la confusión del tener, conocen a quien les
hace bien), mi
madre, agradecida al socorro que allí hallaba, se aplicó a barrer
los oficios todas las mañanas,
que son unos puestos donde asisten de día y de noche los ministros
en cuanto no
tienen qué hacer o salen a buscar a los que de noche buscan lo que
aún no se ha perdido.
Con este afán mi madre cobró voluntades y yo hallé amor, pues muchas
veces me vi en brazos de alguaciles y escribanos, y no me iba mal, pues como en
la niñez cualquier meneo
es gracia y un buen natural granjea las voluntades, me daban
dádivas, y yo conocía a
quien era franco conmigo y me arrimaba a él así que le vía.
Ya la edad iba dejándome andar (cosa que en el hombre no es tan
notado como en la
mujer), con que me iba aplicando a ayudar a mi buena madre, pues,
asiendo de la escoba,
la quitaba parte del trabajo dándole muchos gustos, pues todos me
acudían y yo la acudía
con todo. No me enseñó más entretenimiento para vivir que el que te
he dicho: Dios
se lo perdone, pues sin oficio me dejó en tantos laberintos con la
puerta abierta para ser
oficial de aventar parvas, siendo por mis pecados viento de
ministros. Faltome regalo, cariño,
enseñanza y madre a un tiempo quedando de diez años, edad, aunque
poca, que ya
conocía de toda costura, pues no era para menos el sitio donde me
crié.
Parecíanme mal algunas cosas que vía
donde habitaba, y tal vez reprehendía y era oído
que quien atiende a reprehensión' de pocos años la escucha en
chanza o la toma como de
niño, sin atender que ellos y los locos dicen las verdades. Quedé
con el oficio de mi madre
y comía y bebía entre los que bien me querían, y de algunos llevaba
ciertos golpes y
bofetadas (y sabe Dios que lo digo sin pasión, que no es razón que
en un pecho cristiano
duren rencores) que fueron dadas sin causa; pero en el mundo que
gozamos, ¿qué mayor
causa que decir verdades? Pero tal vez eran mis razones lanzas que
herían sus corazones:
que como los ojos enfermos no sufren la luz, tampoco el vicioso
sufre la razón cuando le
hiere en su mala vida y costumbres: y como es en el hombre tan de
su cosecha el dar en
pago de un agasajo un mal galardón, a mí, que decía las verdades, me
pagaban con castigo.
Fue Dios servido que un mozo gallego, de diferente alma que algunas
que allí acuden,
asistía en un oficio usando el de escribiente, viéndome tan
servicial, agudo, amigo de saber
y que mis razones daban muestra de capacidad, se aplicó a enseñarme
a leer, y yo me
di tanto a ello, que con poco trabajo lo consiguió. Tenía lugar para
todo, porque, como era
hombre de buena conciencia, no le ocupaban mucho. No perdía la misa
ningún día, y algunas
veces que estando en ella preguntaban por él, yo, como quien más
cuidado tenía con
quien me hacía bien, respondía dónde estaba, a que decían algunos:
«Pues a la misa que le
dé de comer». ¡Oh, mal lenguaje en gente falta de entendimiento!
Era, en fin, mi maestro
hombre sano, y por no enfermar en estos puestos procuró poco a poco
el huir del contagio.
Entre muchas liciones que le debo, era la más ordinaria el decirme:
«No hagas burla
de tus mayores, superior o príncipe, que es gran pecado y es
ultrajar a la misma justicia, pues el superior es dueño de todo y no le niegues la debida
cortesía ni lo que le toca o
pertenece, y repara en el castigo que da el Cielo a los que usurpan
el hacienda a su dueño,pues quitándole el poder le obscurecen la estimación que merecía. Y
para ejemplo procura saber la vida de Elio Seyano, valido de
Tiberio, emperador romano,
que, habiendo
merecido estatuas y gobernado el Imperio, su ambición y soberbia le
castigó la burla que
de su príncipe hacía monstrándolev presagios tristes anunciadores de
su muerte, y en
breves horas el que mandaba a Roma y al mundo se vio arrastrar por
sus calles y destruir
sus estatuas, hallando en una, al irla a hacer pedazos para de su
metal labrar instrumentos
viles, dentro del hueco de la garganta un cordel, y del cuerpo
salió una culebra: señales
del juicio celestial, en que dice: Esto merece quien de su príncipe
y señor hace burla,
usurpándole la grandeza que merecía, sin reparar a lo que le obliga
el nombre de valido,
pues le dice: Mira que ese título te fuerza a llorar los trabajos de
tu señor, que es el cargo
que tienes, que balido es llanto, y el más sincero animal, símbolo
de la inocencia, cuando
le oprime el sentimiento bala, que en él es llorar, y así, el nombre
de valido quiere decir
sentimiento y lágrimas».
Estas y otras liciones semejantes me decía, y cuando se quiso
despedir de mi compañía,me dijo: «Juan, si acaso llegares a extremo de tomar estado de
matrimonio, pues no sabes
el bien o el mal que para ti está guardado, mira que la mujer es una
joya que, aunque propria,
se ha de guardar con recato, usando de ella con mucho amor, y se ha
de manosear sin
que falte algo de sospecha lícita dentro de tu pensamiento, pues hay
algunas que, aunque
las traten bien, se bastardean, perdiendo de su intrínseco valor, y
muchas que, tratadas
con poca estimación, se aburren y vienen a menos de lo que son, y
así, el hombre avisado
y cuerdo la ha de tratar con amor y caricia, sin fiarse de ella,
como de enemigo que puede
ofenderle si quiere; y en esto no me aparto de dar alabanza a la
buena, llamando dichoso
al que la tiene por consorte».
Faltome en fin, pues no hay cosa que no le tenga en este mundo y dio
fin a mi enseñanza
dejándome, porque todos le dejaban, viéndole de extraña condición a
la suya. Quedé segunda
vez solo sin su compañía, pues ya le había cobrado amor como a quien
procuraba
mi enseño y darme a conocer la luz de la razón, que es parte que
necesita de maestro, sólo
el llorar se ejerce sin enseño, que es lo primero que se hace en
naciendo: lición de la naturaleza
en que representa los trabajos que nos esperan en el discurso de la
vida.
Apliqueme, con el conocimiento que la edad me concedía, a recoger
de encima de
las mesas el sebo que dejaban las velas que ardían de noche, hacía
con esto dos cosas: mi
provecho y limpiar lo asqueroso que deja el sebo derretido. Pasé
algún tiempo deste modo,
hasta que un hombre que daba agua fresca por estos oficios, siendo
el suyo aguador de un
cántaro, reparando en que me lucía y pasaba la vida razonablemente,
pareciéndole que la
causa de mi lucimiento era el sebo que adquiría, por habérmelo visto
vender algunas veces,
se introdujo de aguador a medio bufón, que para serlo enteramente
uno ha menester
mucha gracia.
Decía algunas chanzas, aplaudidas de muchos tontos que allí acuden,
bellacos sólo para
ejercer su oficio, pues la razón las más veces no es como se dice y
es como suena, con
que vino a dar gusto con sus mentiras y yo disgusto con mis
verdades. Ofreciose a tomar
la escoba y el cuchillo rabón, ejercíalo con más cuidado que yo, con
que el cariño que me
tenían se pasó a mirarme ya como cosa que enfadaba. ¡Oh vil
novedad, lo que siempre
has valido! El amor que hasta entonces había durado se trocó en
amenazarme que, si no
buscaba modo de vivir, me habían de meter en un calabozo y enviar me
a servir al Rey.
Apoderose de mis flacas fuerzas el temor (que donde hay resistencia
de poca edad
presto entra), con que, medroso, me ausenté una noche. Y
pareciéndome mucha ingratitud
tanta ausencia de donde me había criado, así que el día mostró sus
luces me fui acercando
a mis queridos lugares, aunque con harto miedo, cuando vi al que era
causa de todo
mi pesar que ya estaba usando mi oficio. Te prometo que me sobrevino
una tristeza tan
grande que me quedé como fuera de mis sentidos, en tal forma, que
aun no determinaba si
viviente o bulto de piedra era, hasta que llegó a mí una mujer que,
como me vio suspenso
tan de mañana, tirándome de un brazo, me dijo: «¿Qué haces aquí tan
elevado, muchacho?
¿Buscas cornodidad?»
Volví los ojos de una atención confusa en que los tenía y,
aplicándolos a quien me
había preguntado, vi era una mujer mal encarada, revuelta en una
capa parda, y del
propio color una montera que la cubría, a quien, quitándome el
sombrero, respondí que desacomodado estaba y buscaba a quién servir;
perdóneme el ser varón que, turbando'mis ojos copiosas lágrimas, fue tanta la tristeza que me sobrevino,
que apenas podía pronunciar
palabra formada. Consolome diciendo: «¡Ea, que hombre de tan buena
cara no dejará de hacerla como bueno! Vente conmigo, que yo te doy palabra
de favorecerte si haces como debes».
Seguila más contento que la pascua de Navidad, donde hay piñones y
muchachos, y a
poco espacio llegamos a su casa. ¡Oh poder inmenso! ¡Quién no
hubiera nacido entonces o
se quedara muerto así que fue lavado de su original culpa, para no
llegar a ver al dueño de la
casa! Quedeme inmóvil a la puerta sin saber qué hacerme, por haber
conocido el sitio donde
la fortuna me había arrojado, hasta que salió a la puerta el dueño a
verrne, como le había
dicho la mujer que me llevaba consigo. ¡Mira qué haría yo cuando
presente le vi, si ausente
le temblaba! Díjome: «Entra, hijo». El nombre más tierno que crió
naturaleza es; pero en
la boca de este hombre todo fue horror y confusión para mí; él
procuraba acariciarme, y
yo toda el ansía que tenía' era por huir de su vista. Era, en fin,
el que ejecuta la justicia en
los miserables que por sus pecados salen a vergüenza pública
sentenciados a pena corporal.
En estos lances me hallaba cuando Dios, que en las mayores
necesidades acude a los
suyos, acordándose de mí, me dio treguas con un profundo desmayo:
alivio es el que falten
los sentidos cuando hay penas en que ocuparlos. Y cuando volví en mí
me hallé en casa de
un santo sacerdote que, habiendo visto lo que había pasado,
compadecido de mis pocos
años, me llevó a su aposento; y, ya cobrado de aquel letargo en
quien representa la muerte
su poder, me dispuse para huir, a cuya diligencia me salió el
sacerdote al paso, deteniéndome,
que con poco trabajo lo consiguió; pues así que vi hábitos de San
Pedro me consolé, diciendo entre mí: «Donde hay insignias de Pedro,
poco poder tiene Malco».
Sosegueme y preguntome la causa, y, sabida, me consoló dándome pan y
un trago de vino
con una reprehensión muy recia para mi poca edad, diciendo: «Para el
hombre que nació
de padres humildes y es dado a buenas costumbres hay en este lugar
muchas ocasiones
para comer y pasar; y para el que tiene valiente corazón hay en la
campaña una pica o un
mosquete, y para el sosegado hay un oficio, a gusto de la persona,
en que emplear la primera
edad y hallarse en la crecida con qué ganar de comer: y para el que
a nada de lo dicho se
aplica hay otros ejercicios que, aunque no dan honra, no la quitan,
ni estragan a nadie la calidad.
Y así, busque su remedio, que no es razón que estando en edad para
ello no lo haga».
A los niños siempre los suena mal la reprehensión y más siendo dada
detrás del agasajo:
a mí se me añudó el pan en la garganta (aunque lo tenía harta gana)
con las razones
de mi consejero. Despedime, dándole palabra de tomar su consejo.
Si el que promete la enmienda por miedo del castigo tuviera siempre
el látigo a la vista,
él se enmendara. Sale de la prisión en que la pena le tiene otro de
quien era, y con la libertad
vuelve a ser el que antes o peor.
¿Has visto el pececillo que enredado
en el verde garlito de juncos
lidió toda la noche
en su obscura prisión sin poder conseguir la libertad, hasta que las
luces del alba le enseñan
puerto por donde librar la vida y, consiguiéndolo, huye de aquel
calabozo sin parar en
largo espacio? Así yo, que libre y en la calle me vi, todas se me
hacían angostas, hasta que
di en el campo, donde pasé aquel día pensando en mi fortuna.
Llegando la noche con su
acostumbrada tristeza, hallándome en aquella soledad sin saber
adónde guiar mis pasos
y pareciéndome que una noche comoquiera se pasa y en la edad nueva
no se siente (pero
siéntese en la madura), me arrimé a un ribazo con intento de
quedarme allí aquella noche,
cuando un pobre que descansaba el cuerpo sobre dos muletas, viéndome
de aquel modo,
me dijo: «¡Hombre! ¿Qué haces ahí? Mira que no es tiempo de quedarse
en el campo». Y
viendo que no le respondía, se acercó a mí y me conoció, y yo a él
por cosario en Provincia.
Preguntome que en aquel sitio qué hacía a tal hora, siendo mi
habitanza en la confusión
del mundo. Contele toda mi historia y hallé consuelo en él, pues,
animándorne, dijo le siguiese, que él me llevaría donde me recogiese aquella noche
y todas las que gustase.
Seguile y me llevó a una casa cuyos dueños eran dos viejos, marido y
mujer, que en el santo
matrimonio habían vivido cincuenta años y más, de que tenían un hijo
que primero lo
había sido de mejores padres, pues le habían sacado de la casa donde
llamaba padre a José;
llamábanle hijo y él los obedecía como tal. Así que entré se arrimó
a mí, como vio otro de su igual en edad, y empezó a cobrarme amor y
yo a pagarle en la
misma caricia, y a breve
tiempo quedamos amigos, en tal grado, que no se hallaba el uno sin
el otro. Faltaron los
viejos porque les faltó la vida, dejándole por dueño de todo;
hacíalo conmigo como si fuera
su hermano; tenía ocho camas y todas se ocupaban, no faltaba con qué
hacer trabajar a
la sartén ni el de Alcorcón holgaba; y yo, aconsejado de mi padrino,
el que me llevó a esta
casa, me arrimé a la vida mendiga.
Diéronme liciones entre él y otro compadre suyo, tullido de día y
sano de noche; mi
padrino era tuerto y tenía una pierna mala, que, en recogiéndose
quedaba buena y su
dueño con entera vista; las liciones fueron con una salutación a la
edad, como si fuera en
el gusto de alguno tener poca o mucha. Díjome el uno si sabría
fingirme ciego. A quien
respondí que por qué había de ser ingrato a Dios, habiéndome dado
buena vista, dar a
entender al mundo que era ciego; que no la admitía por ser lición
nada sana. «Yo le daré
dos muletas (dijo el otro), con que mi compadre salga a pagármelas,
y hágase tullido».
Tampoco me sonó bien, pues, usándolo,
el continuarlo había de ser
fuerza, y tal vez,
ofreciéndose ocasión de huir de algún aprieto, había de quebrantar
el precepto, y muchos
no lo tendrían a milagro aunque yo dijese que lo era, siendo causa
de perder el crédito para
la limosna. El primero volvió a decir que con un casquete de pez,
quitándome el pelo, pasaría plaza de tiñoso, y que me imitaría unas
llagas para autoridad de pobre. A lo que
respondí que hombre de pelo había de ser mientras tuviese vida.
Enojáronse los dos y me
dijeron que me fuese norabuena, pues no estimaba ni agradecía las
liciones que me daban,
que alguno diera por otras tantas medio año de limosnas; que buscase
modo de vivir sin
pedir con el tonillo que ellos, ni repitiese «llagas de Cristo» ni
«pasos' de su pasión», y
que era muy niño y bachiller.
Yo, atento a todo, procuré por buenos medios el templar su enojo, a
quien dije: «Señores,
yo estimo sus liciones, pero no las admito, pues en ellas no me han
de ganar; y así,
no se cansen, que yo he de pedir con diferente modo que el que me
enseñan, y con él me
he de bandear sin pedirles nada; que yo no quiero sus consejos nada
sanos, pues con ellos
procuran enfermarme el cuerpo, al parecer, y que quede sin parecer
el alma. Yo tengo de
fingirme tonto, pues lo soy y no será novedad; y, en viendo la mía,
yo sabré decir cuatro
chanzas honestas, con su poco de equívoco, que por lo traidora es
razón del uso; andaré
desnudo, con que daré lástima a los que me vieren y a mí recuerdos
de que nací así; y, en
extendiéndose mi fama, he de traer criado conmigo para que recoja la
limosna».
Agradoles la chanza y me quedé con ella muchos días; y me fue tan
bien, que mi fama
se extendió en la corte, llamándome unos Juanillo el de Provincia, y
otros, el de las verdades;
y cree que siempre la he tratado, la profeso y la digo, aunque en
muchas ocasiones me
ha sido fuerza hacerla trocar la capa con la mentira para que
algunos a quien fastidia la
verdad me oyesen, aunque verdaderamente la mentira no tiene más paga
que la burla, y la
verdad la admiración. Se entiende viniendo como quien son; pero,
trocando capas, todas
pasan plaza de buena moneda en el oído del poco virtuoso, a quien
suena bien la fábula
y da asco la lición científica y enseñas de la verdad.
A los que conocía yo de buen natural
los decía la verdad desnuda, porque ya vía que
agradaba a su oído; y a los que les hiere la verdad ella por ella,
se la guarnecía con ribete de
chanza, con que, no yendo en carnes, no ofendía al oído de los que
tienen librado el gusto en la Repolista (que es un bufón
desvergonzado que entretiene a muchos tontos en
la corte), a quien solía yo decir: «Hartaos de mentiras, que podrá
ser oír la verdad en el
otro mundo, como decía Leónides Espartano a sus soldados: «Comed
bien. Satisfaced esa
hambre que os oprime, que podrá ser el ir a cenar a los infiernos».
Bien conozco que todos
cuantos siguen la verdad todos miran a un blanco; aunque vayan por
diferentes caminos,
todos se juntan a un fin; que como el que la crió es sólo un Dios,
ella es siempre una, como
lo confesó Hermágoras, de quien habla San Agustín: era gran
filósofo, matemático y
astrólogo; hacía burla de sus padres porque adoraban muchos dioses:
«La verdad ha de
ser siempre una, pues es siempre un Dios el que la crió».
_Aunque se disfrace _dijo el cautivo
_, no es posible el deslucirla
de sus atributos,
que son limpieza, pureza, valor, bondad y suavidad; y yo creo que el
tiempo no sujeta a la
verdad, que la verdad sujeta al tiempo.
_Así es _respondió Juanillo _, y el consejo
del poderoso, si tiene
algo de avariento,
no lleva fundamentos de la verdad, porque de ordinario le mueve sólo
su comodidad, con
que hace verdadero el refrán de quien más tiene más quiere. A mí
jamás me movió el interés
más de hasta sustentar mi persona moderadamente, pues nunca he
sabido qué es
tener un real sobrado: y como hecho a estas humildes armas, no me
inquieta la gula de la
riqueza, que es un gusanillo que roe hasta el alma, y siempre he
procurado huir de la mentira
y de su hijo el engaño; y conozco que aun dicha forzosamente no
lleva bríos de valor, y
el mejor medio es no usada. Y el mayor castigo del mentiroso es
que si alguna vez quiere
decir verdad, no es creída por tal de quien le conoce y escucha;
porque el que está habituado
a mentir nunca sale de aquel trato, y, conocido por tal, no le dan
asiento entre hombres
de razón, pues no sirve de otra cosa que de inficionar, como
apestado. Pero cree que está el
mundo de tal data, que no quiere ni consiente carda, por andarse en
el cerro de la mentira.
_¡Oh árbol de la vida! _dijo el cautivo
_. Si por traer las raíces al
revés de los otros
árboles, quieres andarlo, mal haces. Habiéndote dado Dios cinco
sentidos y tres potencias,
guárdate del fuego que, como árbol, te puede quemar, que no eres
de la madera del
árbol Laix, a quien el fuego no ofende, que tú eres un árbol sujeto
a cuantos trabajos hay
pensados en el mundo, y siendo tan cierto, tan cierto es el olvido
en ti.
_¡Qué bien dices! _dijo Juanillo _; que en los animales podía notar los
realces de
grandeza que tiene a todos, pues el más prudente es el elefante, que
aprende lo bueno o
malo que el maestro le enseña, y con el pie dicen haber escrito
letras formadas en el arena;
más discurso tiene el hombre, pues es el maestro ya quien se sujeta
el elefante, y no aprende
lo que le enseña el maestro que por suyo señaló Dios en un
confesionario, en un púlpito
y otros lugares. El caballo es el más noble de los animales, y su
madre tiene cuidado, para
quererle y criarle, el comerle, así que nace, la carne que saca en
la frente; y al hombre, sin
tener que dar a Dios más de una mala correspondencia, le está
queriendo y criando, siendo
la mejor obra de sus santísimas manos. El perro es el animal de más
memoria que hay,
y en conocimiento excede a muchos, pues conoce a todos los que le
hacen bien y llora por
el que más bien le hace; si le pierde (como cuentan muchas
historias), conoce el camino
pasándole una vez y sabe huir del mal paso y el mal hombre no paga
ni agradece a Dios
los beneficios que dél recibe, ni se aparta del camino que le aparta
de Dios, ni llora, aunque
le pierde. El lobo tiene la grandeza de lo reluciente de los ojos y
su cabeza es contra
los hechizos, mejores ojos tiene el hombre, pues parecen dos
hermosísimos luceros del
cielo, y no tiene cosa que sirva para alivio de su prójimo, pues
sólo su provecho le mueve.
El ciervo tiene aquel conocimiento de la yerba siselis, con que las
mujeres mitigan los dolores
del parto comiéndola cuando vírgenes; el hombre conoce cuantas
yerbas odoríferas
y salutíferas hay en el mundo, sin pagar el enseño a quien tanto le
costó su doctrina, y,
siendo malo, hasta el alma de los que con él tratan inficiona. El
oso se sustenta los inviernos
de el humor de sus manos, y el hombre de tan ricos y sustanciales
alimentos como
produce el aire, el mar y la tierra, sin desvelarse en dar gracias a
su Criador. El toro sólo
fue un tiempo estimado entre los romanos, y el hombre sabio lo es en
todo el mundo. El
animal más venerado de los españoles es el león; y el hombre cuerdo,
tenido y venerado
de todos los vivientes; y con tantas partes tan superiores a los
animales, da en pago una
continua ingratitud, sin acordarse de las obligaciones de cristiano,
amando a la mentira y
el engaño; y mandando Dios que ampare a su prójimo, en lugar de
hacerla, le pone el pie
para que caiga. ¡Oh culebra vil e inútil, que arrastrando andas por
encima de tu mismo
pecado, sin dar la mano a la razón para que, sirviéndote de muleta,
te levante del engaño
en que estás! Si el castigo del mentiroso fuera como el de la
atrevida abeja, que pica y el
atrevimiento la cuesta la vida, él se apartara de su daño.
En fin, volviendo a mi historia, no hay cosa estable en este mundo,
pues lo que hoy es
cuerpo viviente, mañana es frío cadáver. Enfadome el mendigar con
tanta salud, y, aconsejado
de un religioso a quien yo acudía y de quien siempre he recibido
buenos consejos,
dejé la vida poltrona asistiendo en su convento, donde hoy estoy
sirviendo, sin que me
falte cosa de lo necesario para alentar" la vida, que es la que te
he contado.
_ Muy agradecido me confieso _dijo el cautivo
_a la merced que de
ti he recibido
en haber contado tu vida; que de verdad que tiene que dar muchas
gracias a Dios el que
criándose sin padres ni maestro sale virtuoso, y en particular el
que ha corrido siempre
fortuna de pobre. Y porque ya es tarde y el cuerpo miserable pide
descanso, dejo de contarte
mi peregrina historia; pero lo ofrezco para la primera ocasión. Sólo
te digo que mi
nombre es Onofre, mi patria Nápoles; y te suplico que por la mañana
vengas, para que,
como hijo del lugar, me le enseñes, con las cosas más notables
que en él pasan; que pues
confiesas no moverte el interés, yo te ofrezco el agradecimiento.
A quien Juanillo ofreció de servirle, y, despedidos, se recogieron.
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DISCURSO
SEGUNDO
o apenas mostraba el día sus deseadas luces, pues solo las muestra o
manifiesta entre penas a aquel que las aguarda para ofensas de Dios,
sirviéndole de letargo mortal lo que por alivio le envía el Autor de
todo. Mostrolas
entre
alegres endechas de diversas aves, con cuya sonora armonía alaban a
su Criador, cuando
llamó a la puerta de la posada de Onofre Juanillo, a quien halló
vestido, que a quien siguen
cuidados poco acompaña el descanso. Diéronse los buenos días y,
después de preguntarse
cómo habían pasado la noche, y respondídose cortésmente, dijo
Juanillo así:
_Pues Dios ha sido servido que veamos la luz
del día habiendo
pasado la obscura tiniebla aquella que con su manto nos enluta las luces que nos
alientan (con que nos da
liciones para morir, pues cada día tiene fin, sin reservarse el más
festivo o lucido del año,
imitando la triste muerte a la fría noche, pues, atrevida, acaba la
vida más descansada y la edad más robusta, hilando siempre el
estambre sutil de nuestra vida la parca Cloto, Laquíes
Ia tuerce y Atropos la corta. ¡Oh corta vida del hombre, pues sin
hora de descanso
pasas la carrera, sin poder volver atrás un paso!), razón será que,
desterrando la pereza,
nos encaminemos adonde con quietud oigamos misa, y, si te parece,
sea en la casa de la
milagrosa Virgen de las Mercedes, pues es a quien debes el buen
suceso de tu libertad,
que allí hay gran quietud, que es la parte que más conviene para
contemplar tal misterio.
_Contento soy
_dijo Onofre_: bien puedes guiar donde quisieres, que
desde luego
te doy palabra de obedecerte en todo.
Fueron, y a breve instancia llegaron al religiosísimo convento de la
redentora María,
en cuyo altar mayor hicieron oración, pasando al milagroso santuario
de aquella hermosísima
Aurora, que desde el seno del Padre fue enviada para ser madre de
Dios con el
privilegio de concebida en gracia y en gloria: dádiva de su amado
Hijo, como quien pudo
y quiso. Y así que entraron en la capilla cuyo título es Remedios
del hombre, salió misa,
que oyeron con grande quietud, hasta que copioso número de hombres y
mujeres se llegaron
a la santa comunión, que duró el darla largo espacio, de lo que
Onofre estaba absorto
y elevado viendo tantas almas arrepentidas junto a su Dios, pues con
amor le recogían en
sus entrañas. Acabose la misa y, saliendo a la calle, preguntó
Onofre a Juanillo si era continuo
el comulgar tanta gente. A lo que respondió:
_Sí, y dura el tiempo que las misas, que será hasta las dos del día,
y no es sólo en esta
capilla, que hay en Madrid muchos santuarios donde es lo mismo.
Onofre no cesaba de dar gracias a Dios diciendo: «Señor, tantas
almas buenas son causa
sin duda que nos consintáis a tantos malos como somos en este
mundo».
Perturbolos la contemplación una tropa de pobres que iban a todo
correr, y habiendo
Onofre reparado en sus achaques (que después de colmada edad había
tullidos, mancos
y otros con plagas bastantes para pedir limosna), reparó en otra
cantidad de mujeres, asimismo
pobres, con las ruinas que la edad y la necesidad traen. Preguntó
a Juanillo la causa
de ir separados unos de otros y dónde tan apriesa. A lo que
respondió:
_Éstos van con la bulla que ves por conseguir el coger limosna de
dos o tres casas, y
el ir apartados hombres de mujeres es que en algunas casas de
señores donde dan limosna
gustan que el rato que aguardan sea no estando juntos, por que la
ociosidad no tome
ocasiones, y así, dan en unas casas la Iimosna a hombres y en
otras a mujeres. Y yo me
conformo con el buen gusto, pues, aunque pobres, también son de la
culpable materia
que los ricos; aunque algunos creo que extrañan esta verdad, pues en
viendo a un pobre
huyen de él como de una fiera, siendo quien por un ochavo se ofrece
a ser abogado ante el
tribunal de Dios.¡Qué de cosas consigue el que da limosna al
necesitado!, pues, viéndose
socorrido, dice, penetrando con aquella humilde vista las celestes
esferas: «¡Dios te dé que
dar, dándote de sus bienes!» El que lo ve o lo sabe esparce fama,
pues con amor le alaba
de caritativo y limosnero. Dios, que todo lo alcanza, le señala
premio, porque parte con
el mendigo el hacienda que le dio en administración. ¡Oh grandeza de
la limosna dada
con amor! Que no es razón darla con desagrado al que, necesitado, la
pide; que harta vergüenza
gasta, y bien propia, a trueco de sufrimiento ajeno. y no serán
estos pobres solos_prosiguió Juanillo_, que por otras calles irán muchos más. Y éstos
son pobres que no
perecen porque piden públicamente, pero ¡cuántos necesitados habrá
de puerta adentro,
con muchos hijos, sin tener pan que darles!
_Tal creo
_dijo Onofre _; pero no morirán de hambre, que tienen gran
Dios que los
socorra.
_Así es
_respondió Juanillo _. Y para que alabes su grandeza y por el
camino que
cuida de sus ovejas el Pastor celestial, escucha:
Sale de la casa de un hombre poderoso una criada en busca de lumbre
y pasa cuatro
puertas de la suya. Vive en la que llega a llamar una pobre viuda
con seis hijos: allí va a
buscar lumbre donde no ha ido jamás y casi en jamás se enciende,
allí la guía Dios. Llama
a la puerta y pregunta: «¿Hay lumbre?» Conócela la mujer en la voz y
con eco afable
la responde que no. No lo oye la moza y entra dentro: la buena mujer
la recibe como a
cosas de la casa de un poderoso (que amor, rendimiento y agasajo
siempre sobra donde
sobra necesidad); la moza la mira el rostro pálido (lo que un pobre
trapo que sirve de toca
concede que se vea); vuelve la vista a un lado y ve entre una muy
remendada manta seis
criaturas, a quien, por tapar mal la poca ropa, manifiestan harto
trabajosas camisas; uno
llora, otro se va enterneciendo como ve llorar," el más pequeño pide
pan, otro pide agua, otro dice que le vistan y el mayor, con algún
discurso, Ies dice
que callen y no sean cansados.
La madre enjuga con la toca las lágrimas que el sentimiento ha
traído a sus ojos y
dice:«Déjalos a los pobres, que no se han desayunado desde ayer
mañana».
La moza que por lumbre había ido se enternece y queda como absorta; mira a todas
partes, y cuanto ve todo es pobreza; vuelve el rostro por que no
vean su sentimiento y
enjúgale en el revés de la basquiña; sálese triste, sin pedir
lumbre, y sin ella se va a su casa.
Vela su ama, que aguardándola está para hacer chocolate; dícela:
«¿Cómo no traes la
lumbre?» La moza no acierta a responder; mírala su señora el rostro,
vele lloroso: pregúntala
qué tiene o quién la ha ofendido, qué la falta, que cómo habiendo
salido bien alegre
vuelve tan triste, que la saque de dudas y la responda. La moza,
impedida de un sollozo
negándola el paso a la respiración, forma medias palabras, y a
partes iguales, ojos y lengua,
cuentan la miseria que en aquella casa hay y la necesidad que
padece.
La señora, llena de piedad, agradece lo compasivo de su criada y
dícela: «Si tú, a quien no acompaña tanto discurso como a otros,
sientes tan entrañablemente la miseria del
pobre, ¿cómo mi corazón no se deshace en lágrimas y te acompaña? Y
pues me has dado
en qué merecer con Dios y poder emplearme en un acto tan agradable a
sus ojos, socorrer
quiero esa mujer pobre, que bien tengo entendido que es una viuda
recogida y virtuosa;
y así dueña te hago de cuanto hay en casa: alienta su pobreza, y ten
cuidado cada día de hacerla, pues Dios ha dado con qué». La moza desde aquel día, nada
perezosa, se convierte
en ángel y cuida de aquella Daniel metida en un lago de miserias
rodeada de seis
leones, llevándola el sustento.
¡Mira por el camino que Dios envió a esta pobre qué comer! Pues bien
puedes creer
que pasa en este lugar esto y mucho más. Y también hay algunos que
pueden hacer limosnas
y no saben que tal se usa en el mundo, antes sirven de quitar el
sustento al desvalido,
en lugar de dárselo. Y pasan a más; que lo mismo que los sirve para
anhelar, también se lo
quitan o encarecen.
La bien gobernada república de abejas cría entre sí un animalejo
parecido a ellas en
lo que la vista registra: llámase zángano, susténtase con el trabajo
de la pobre abeja gastando
del licor que su afán cría, pues come la miel y la cera, sirviendo
solamente de
estorbo y de inquietud, sin dar provecho alguno. Y aun no se
contenta su ambición: que
cuando salen las abejas a buscar qué comer va con ellas y es el que
se come las flores más
copiosas y altas, sin dejarlas cosa buena; hasta en la comida pone
carestía, que no se contenta
con quitarlas el sudor y aliento con que afanan, siendo su estorbo y
su inquietud y
apurándolas el caudal, que también las quita lo que las sirve de
aliento. ¡Oh zángano con
quien hablo, que no quieres conocer la pobreza de esa abeja teniendo
en tu casa, donde
habitas, mucho más de lo que has menester, y allí te ha dado Dios
con medida colmada
los haberes del siglo! Conténtate con eso y deja al pobre que
aliente su penosa vida, pues
con ella está gustoso aunque no sale de trabajos; no le quites lo
que le alienta, que le cuesta
gotas de sangre. Y si no quieres cesar hasta ver acabada esa higa
que contemplas en el
mísero, mira que una que cuesta dos cuartos suele librar de mal ojo
al que la trae; compra
tú las alabanzas de un pobre por dos maravedís, que en tal ocasión
lo harás que te sirva de
guarda para no caer en las llamas eternas.
Escucha: oirás lamentar al pobre y verás cómo Dios cuida de lo que
tú habías de hacer
con la hacienda que te dio; no te hagas malquisto con tu Criador,
abre los ojos y presta el
oído, que si no lo haces te diré que aun eres peor que el áspid,
pues para no oír a quien le
quiere encantar cose el un oído con la tierra y el otro tapa con
la cola; pero hácelo por librar la vida de los que procuran que salga de la cueva para
matarle: pero tú tapas los
oídos con los entretenimientos por no escuchar las lástima s, y
cierras los ojos por no ver
al que representa a Dios cuando andaba en el mundo, pues pobre fue
desde que nació en
un pobre albergue hasta que murió en un desierto, siendo enterrado
de la misericordia.
Mira que el áspid por defender la cabeza opone al riesgo todo el
cuerpo, y tú opones toda
el alma para defender la hacienda. Y si no te mueve lo dicho para
que la conmiseración te
ablande, mira que de Amasis cuentan que, viendo llevar a morir a un
solo hijo que tenía,
no lloró ni mostró sentimiento alguno, y lloró muy tiernas lágrimas
viendo pedir limosna
a un amigo suyo: compadécete tú de ver entre miserias y aflicciones
al pobre, que puede
ser que sea indigno del estado que tiene y tú del que gozas.
Limpia la cera del oído,
desembarázale, déjale sincero y entonces escucha:
«¡Ay (dice el pobre al amanecer), si Dios me dará en qué ganar un
pedazo de pan para
mis hijos!». «¡Ay (dice a mediodía), hijos queridos! Tomad ese pobre
sustento que vuestro
padre ha adquirido». Saca de un paño blanco y roto dos cuartos de
morcillas de carnero y
un panecillo; enternécese y con la capa se limpia los ojos; mírale
su esposa y dice entre sí:
«Corazón mío, ¿de qué metal eres hecho, que viendo aquellas lágrimas
de sangre blanca
tú no las viertes de sangre colorada?» Surten tantas a sus ojos
que tal vez las niega el
paso el penoso sollozo; el pobre marido, que a su pena había
menester quien le ofreciese alivios, es quien ha menester consolar a su mujer: ásela las
manos, llégala a sí y abrázala,
diciendo: «Pasa ese corazón con el mío, amada esposa, para que yo
sea solo el que sienta por los dos». A este paso atentos, cuatro
hijos queridos y bien doctrinados forman una
capilla de tristes voces, y, de verlass llorar, ya sus padres procuran
el consuelo por aplacar
su llanto. Uno dice: «¡Madre mía de mi corazón!»: otro: «¡Padre de
mis entrañas!», otro,
chiquito, de ver llorar a sus hermanos, ya se enternece y suspira.
Llamad, niños, al Padre del alma, que es el interior y es poderoso, que el padre exterior
no puede más.
A tantas lágrimas, a tantos suspiros,
a tanta aflicción y a tanta
pobreza, ¿quién será
quien socorra? ¿El rico, el próspero, el que tiene más de lo que ha
menester? No. Pues
¿quién? Dios, por medio de la misma pobreza. Cuida del vil gusano,
del bruto, del ave y del
pez, y ¿se había de olvidar de su imagen y semejanza, que es el
hombre? No cabe en Dios
la dureza que en el mortal.
Llama a la puerta un religioso capuchino y dice: «¿Hay un huevo para
los pobres enfermos?». Recoge el llanto la mujer y sale a responder, no tan enjutas las
lágrimas que
el religioso no conozca su tristeza. «¿Qué tiene? (la pregunta) ¿Qué
la aflige? No me
niegue la verdad». Surten otra vez a sus ojos copiosas lágrimas (que
es propio en el triste
el aumentar el llanto la vista de quien le puede remediar). Vuelve a
sacudir el sollozo,
sin poder pronunciar más palabras que: «Mi marido, mis hijos, yo:
todo pobreza». No la
consiente la pena que diga más, y sin más preguntar entra dentro el
religioso, guiado de la
misericordia de Dios, donde ve llanto de inocentes y amor de
piadosos. Enternécese también,
confórtase con brevedad y empieza a consolar. «¡No hay más, hijos!
¡Ea, desechen':"
la tristeza, que Dios que lo ve lo remediarál». Oye su afán de la
boca del hombre, que
entre sus colmadas penas ya siente alegría con sólo ver aquel saco
de sayal, tan amoroso a
los ojos de Dios por ser insignia del más humilde pobre. Saca el
religioso de las mangas
cuatro panecillos y de una cesta media docena de huevos, dáselo y
dice: «Hermano, Dios
se lo da. Acuda a la portería de mi convento cada mañana, que yo
tendré cuidado de socorrerle
con lo que pudiere». Agradecido el hombre, le ase las mangas y en
ellas refresca
la boca y los ojos.Él se despide dando a cada muchacho cuatro pasas,
con que quedan contentos,
y al salir de la puerta la da a la mujer un papelillo, ella creyendo
que es algún
Jesús, le mete en el pecho.
Vase el religioso y ellos quedan con un consuelo tan interior que,
llenos de gozo, no
hacen más de mirarse el uno al otro. Llégase uno de los muchachos a
la madre y, como
la vio dar el papelillo, la dice: «A ver qué es, madre mía». Ella saca el papel, extiéndele
los dobleces y ve que tiene más letras de las que imaginó, dásele al
marido para que le lea,
ve que es libranza en que dice la providencia de Dios: «Dé el
síndico de este convento de
San Antonio treinta reales al portador». Ya el gozo en estos pobres
encubiertos pasa de
gozo, pues enmudecen conociendo que Dios ha sido el que ha socorrido
su tristeza. Vase
el hombre a su afán y la mujer sale en busca de quien la ha de pagar
el papel: hállale con
brevedad y con un senblante de gozo la despacha con su dinero.
¡Abre los ojos, rico miserable, pues has escuchado el llanto del
pobre y ves cómo a tus
descuidos se desvela el mismo Dios para cuidar de lo que a ti te tocaba de derecho con
el hacienda que te dio!
_Perdona, Onofre
_prosiguió Juanillo_, si te he cansado; que en
llegando a estos lances,
como pobre, aunque se enternece el alma, el corazón me ofrece
alientos para decir lo
que pasa en Madrid tan verdaderamente como lo has oído.
_Antes te confieso _dijo Onofre _ que gusto tanto de oírte que lo
hiciera continuamente,
pues a tus razones cualquier pecho cristiano debe atender; y así,
prosigue, si tienes
más que decir, pues todo lo que pasa en este lugar de tan gran
confusión no se puede ver,
y para saberlo necesito de tu buen discurso.
_Siendo eso así _prosiguió Juanillo _, pues has oído del modo que
pasa la vida el
pobre, oye de la forma que la goza el rico:
«¿Qué tiempo hace?», pregunta el poderoso por la mañana. Responde un
criado: «Triste
hace el día y está lloviendo». Bien responde este criado: triste y
llorando está el día. Poderoso,
abre los ojos del entendimiento y verás cómo cesa el tiempo de
arrojar lágrimas
para que lluevan tus ojos. Manda que cierren las ventanas y que le
traigan chocolate. Vase
levantando abriendo más boca que la tarasca. Salta de la cama y ya
le espera un criado,
ocupadas las manos con unas chancletas de terciopelo; póneselas en
los pies y otro criado
le echa en los hombros una capa de grana y pone en la cabeza una
gorra de felpa. Siéntase
cerca de la cama junto a un brasero de lumbre, no porque siente
frío, pero basta el que ha oído decir que le hace. Vase calzando,
entra el chocolate, tómalo
y acábase de vestir.
Manda poner el coche, vase a misa porque es día que obliga; esto
hace si no hay oratorio
en casa, que en Madrid ya hay tantos como poderosos. Procura oír la
más breve y da vuelta
a casa. Pide, de almorzar, algo ligero por que no se le estrague la
gana para el mediodía,
porque sólo está pensando en que ha de comer mucho. Sácanle una
conserva, toma dos
bocados y parécele que se le han abierto las ganas, con que dice
que le saquen algo de más
jugo y tráenle una polla de leche, come las pechugas y la
rabadilla, va pellizcando lo más
tostado y poco a poco la deja esqueleto. Manda quitar la mesa y
sobre el brazo de una silla
donde está sentado se recuesta; a breve rato pide un libro
entretenido, dánsele, lee breve y
manda que le toquen un instrumento. En estos lances llega la hora de
el comer: llámanle
a la mesa, donde le esperan diversas viandas; come de todas, sin
reservar principios ni
postres. Levántase murmurando entre dientes de un palillo que le
escarba las encías (sin
hacer caso de lo que le escarba la conciencia), y pregunta qué
comedia hacen; dícenselo y
responde: «Mal título tiene, pero no hace tiempo para otro
entretenimiento».
Vase a ella, verla representar en compañía de otro de su misma
posibilidad, y si no le gusta mucho se sale a la segunda jornada,
alborotando para ello la gente del patio. Van a casa (si antes no se van adonde Venus convida con su plato),
pónense a jugar hasta
la media noche y de cuando en cuando piden de beber con sus
bizcochos de canela. Dice
el uno: «Esta vida no se puede llevar: hace un tiempo tan encogido
que no sabe un hombre
qué hacerse sin poder salir a espaciarse». El otro dice: «Mortal
estoy en tales días, sin poder
ir a buscar un entretenimiento». Éste se debe de sentir inmortal lo
más del año, pues
dice que está mortal en días tristes no más. ¡Oh, qué ajeno está de
la razón el que en sólo
un día dice verdad, sin hacer reparo que el mismo tiempo esconde sus
luces por no ver
las demasías que hace el hombre! ¡Qué vida pasarán estos que tienen
bienes en días alegres
y espaciosos si en los tristes y encogidos, pasando la que he dicho,
les parece penosa!,
y puede ser que los pariese su madre sobre una alfombra de malvas y
recogiese en harto
pobres pañales. La cosa más amada y aborrecida que hay es la
pobreza; todos la alaban,
y con razón deben hacerlo, pero nadie la busca ni procura; que el
poderoso no la alaba
para propia, que bajarse de aquel lugar en que le tiene la fortuna
no le está bien ni es consejo
sano para él; pero, pues ama a la pobreza porque Dios la amó, se
acuerde del pobre, a
quien suele probar la paciencia el corto poder; y repare que tiene
la fortuna muchas mudanzas, y que el capitán Belisario, después de
haber vencido a los persas en el Oriente,
a los godos en Italia y los vándalos en África, dando todas estas
victorias al emperador
]ustiniano, el mundo le pagó por una libranza de la envidia y le
sacó los ojos, viniendo a
tan miserable estado que su albergue era una pobre cabaña de
pastores, de donde salía a
pedir limosna para alimentar la triste vida. Nadie confíe en que
tiene; obre bien, que no
hay mayor seguridad ni vida más descansada, y tenga por cierto que
el caritativo y piadoso
(que siempre anda lo uno con lo otro), si se emplea en el socorro
del necesitado, es
como la luz que, hermosa y caudalosa, llegan a ella otras que
necesitan de resplandor, y,
pródiga, da su caudal a los mendigos necesitados sin que en ella se
conozca falta alguna,
antes más copiosa mientras más da.
Estos ricos, para el adorno personal
no dejan terciopelo rizo ni
liso, felpa, chamelote,
tafetán ni raso, que todo lo arrastran, y aun inventan otras telas;
medias de pelo y de arrugar, las bastantes; zapatos, los que sobran;
sombreros de
castor, más de uno; ropa
blanca, mucha, que no hacen otra cosa las doncellas de casa. Deste
modo viven, no como
un hombre deste lugar, que yo conozco, mozo, rico y soltero, que
habiéndome enseñado
su casa y después del adorno, que era bueno y curioso, habiéndosele
alabado, me dijo: «Lo
mejor falta que veas», y sacó de debajo de la cama un ataúd, dado
triste color, y dentro
délla mortaja, atada con un cordel de esparto; y viendo alguna
suspensión en mí, me dijo:
«Más cierta es esta alhaja que cuantas has visto; mortal soy; sé que
me he de morir, y para
que no se me olvide tengo debajo del lecho donde descanso este
despertador. Esto es en
cuanto a la verdad de la muerte; en la posibilidad de todo lo que
adquiero son dueños de
la mitad los pobres; en cuanto a otras obras, quédese a Dios».
Esto me dijo, y yo digo ahora que esta vida es como la flor del amaranto, que jamás se
marchita. Más da que hacer el pobre en su casa; pero ¿qué pobre hay
que no enfade, estorbe
y canse si le oprime la necesidad? Cada noche ha menester su mujer
dos cuartos de
hilo para remendarle el hato; toma la camisa y, más que el veda rota,
la aburre y consume
no tener remiendos para ella, obligándola la fuerza de la necesidad
a cercenar las faldas
para acudir al cuerpo; si ase los calzones (que parecen, salpicados
de diferentes remiendos,
papagayos en muda), los tiene en pie volviéndolos lo de atrás
adelante. Las mangas
vestideras, que asidas a un miserable jubón de gamuzas andan, son de
fustán, bien parecidas
a los calzones en lo trabajoso. La ropilla, sin mangas, que
perdidas se han deshecho
a puras peticiones de los zaragüelles. La capa, muy alcuza, que
también ha entrado en las
sisas de tantos remiendos como se han ofrecido para socorrer la
necesidad del vestido.
El sombrero, como los zapatos: que a puro limpiados ya no tienen
color. Las medias han
sido parte para haber hecho a su mujer maestra de coger puntos, y
con toda esta miseria se holgara de tener qué comer para él y su mujer.
¡Dios justo y santo! Que haya hombres a quien diste hacienda sobrada
que no reparen
en la mujer que no sale a misa por no tener manto y en la que por
ser vergonzante aguarda a
que la noche la ampare para salir a buscar un pedazo de pan, y la
que para dar de comer a sus hijos va al matadero y aguarda a que
arrojen unos desperdicios de los vientres para cogerlos
y con ellos sustentarse, y que todas estas que digo también tuvieron
bienes y ya no quedó
ni aun señales de que hubo; sólo quedó la puerta que la vil
necesidad abre para que la virtud
se vaya, y sólo al que puede se le concede cerrar esta puerta, que
tan olvidada tiene! Pero
¿qué mucho, si los tiene turbada la vista tanto entretenimiento como
inventa su poder?
Estos zánganos aun no se contentan con hacerse ciegos y sordos a las
tristes y necesitadas
quejas del pobre, que también procuran quitados lo poco que
tienen.
Vive cerca de la casa de un poderoso un pobre, en una casilla que
fue de sus abuelos y
siempre la reserva de las ocasiones de la necesidad, temblando de
que si la vende se acabará el dinero que le dieren por ella y se hallará sin casa y pobre
como siempre. El poderoso
no cabe en la que vive, y, para ensancharse, por medio de un criado
suyo y amigo de el
pobre, le envía a decir que le venda la casa; responde que, aunque
su necesidad es grande, pues los más días no tiene qué comer, que no se determina por el
presente a enajenarla,
que antes pedirá por Dios un pedazo de pan. El poderoso, que tal
oye, le parece grande
atrevimiento el que el pobre ha tenido en no haberle obedecido y, más
furioso que sierpe
herida, promete en su corazón el darle mala vecindad para que se
vaya aburriendo. Cáese
en estos lances una tapia que dividía las dos casas, con que el
pobre parece que ha estado
toda la vida en lo profundo de las minas del azogue, según
tiembla, porque no tiene con
qué levantar la parte que le toca. La tapia primero temblaría que se
cayese y ya tiembla este
pobre: a él le harán caer.
El rico le envía a decir que mire que es menester abrir zanjas y
sacar cimientos y levantar
rafas de ladrillo, que es decente para la guarda de su casa y
hacienda que busque
dinero, y que si no lo hace con brevedad le echará de la casa por
justicia, porque está por
su lado muy a riesgo su hacienda. El pobre responde que por su casa
no le faltará nada y
que él no ha menester tanto gasto, que con un cimiento de piedra
aguja, como ella tenía,
y una rafa de yeso tiene harto. El rico se enoja y le amenaza. Busca
un albañil conocido y
un ministro que lo sea también (que de la parte del rico nunca
faltan cirineos). Dicen
al pobre que mire que es menester levantar aquella tapia o que dé
fianzas de seguridad a
la hacienda de su vecino. Él, que tal oye, se pone más triste que la
noche; dice que le den
tiempo para buscar dinero sobre la casa, por no tener otra prenda, a
lo que le responden
que buen espacio busca, que procure modo más breve, porque a otro
día sin dilación alguna
se ha de empezar. El pobre no sabe qué responder; quédase confuso,
mirándolos como quien dice: «Socorredme por pobre». A esotra puerta,
que ésa no
se abre.
El maestro, como le ve confuso, le dice que mejor le ha de estar
venderla, y pues tiene
tan buena ocasión, que hace mal en no gozarla, porque la medianería
le ha de costar mucho; que tome su consejo, que él se ofrece de hacer sus partes en la
tasación. El pobre,
que tal oye y se ve sin consejo más de aquel que le dan y que todos
son de parte de que la
venda, se determina a ello: tratan de concierto, ajústase, danle su
dinero y échanle en la
calle. Busca casa de alquiler; mírase triste fuera del rincón
donde nació y llamaba suyo.
Hállase embarazado con el dinero y, temeroso de no gastarlo o que se
le baje, busca donde
ponerlo a ganar; halla con brevedad un enredador que le carea con
otro (que de ordinario
el malo trae otros tales por segundas personas); dícele que don
Fulano es hombre hacendado
y de mucho caudal, a quien podrá dar aquella cantidad. El pobre con
facilidad
da crédito a todo porque le parece que como él es hombre llano y
sincero todos lo serán.
Entrega su dinero, hácenle escritura de a tanto por ciento y de
su misma hacienda le
dan medio año adelantado de réditos; cree que le han dado algo; pasa
el primer mes, y al
segundo ya se ha levantado el enredador con el hacienda de este
pobre y otros.
¡Mira la obra que hizo el zángano poderoso a la cuitada abeja en
quitarla la casa, sin
reparar que en siete pies de tierra ha de estar hasta el fin del mundo, y para cuatro días
que tiene de vida le parece poca la capacidad que pisa, quitándole
para ensancharse la humilde
choza al mísero y pobre viviente!
Es la carcoma un gusanillo pequeño pero muy ambicioso: no se
contenta con poco, hállase con mucho y todo lo pierde. Arrímase a un
árbol grande, hermoso y pomposo
con intento de buscar donde recogerse, y al pie de su edificio
empieza a roer hasta que
cabe su cuerpo. Hállase bien en casa que llama propia, parécele que
la comida no ha de
faltar, cree que el tiempo no le ha de ofender y no se acuerda que
hay fin. Y aún no está contento; que como va creciendo su soberbia
ya no cabe en aquel
aposento y procura
roer más y más en el corazón del árbol, labrando salas y
recibimientos muy de su gusto,
hasta que a puro roer al árbol le seca y quita la vida. Repara en él
el labrador que busca
leña y como le ve tan sin jugo de virtud le corta para entregarle al
fuego, donde con toda
su hacienda muere la ambiciosa carcoma. Guárdese el que con
hacienda mal adquirida
labra palacios, que puede ser faltar el brío que le alienta y llegar
Atrapos con su cortadera
y derribarle. Pida a Dios, arrepentido antes que falte el tiempo,
que este labrador que no
reserva árbol, por más grande y copetudo que sea, que no le corte
para entregarle al fuego
eterno. ¿Quién es el que verdaderamente se puede llamar rico?
preguntó un discípulo a su
maestro, y respondiole que aquel que, humilde, estando próspero en
los bienes del mundo
se tenía en poco, siendo de otros tenido en mucho. Y añadió: «Aquel
que se templa por sí solo cuando está más airado». Un poeta dijo que
los bienes de este mundo eran todos
como el vuelo del águila, que apenas le empieza cuando se
desaparece. El obrar bien es lo
más durable, y el acudir al pobre es el oro que resplandece en las
armas del noble, que
el pobre todo su caudal se convierte en imaginados deseos, y el
caudal del rico son los
cumplimientos de sus apetitos, pero el pobre deseando y el rico
ejecutando tienen a quien
temer) que es la muerte.
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DISCURSO
TERCERO
n los oídos del piadoso siempre suena bien la conversación que sólo
se endereza para consuelo del pobre, ejercicio honesto es hablar en
la caridad y aumentos espirituales y temporales del prójimo, y de hombre de sano juicio
es dar lición de virtud, en particular al que carece de ella. Y así,
todo cuanto he oído, amigo _dijo Onofre _, ha hecho en mis oídos muy gustoso ruido. Bien se conoce que
tienes experiencia en lo que has dicho, pues lo cuentas como aquel a quien puede
haber sucedido.
_Ya te he contado
_respondió Juanillo_ cómo siempre he sido pobre, y
así, como tal, te confieso que puede ser, pues los trabajos nunca
huyen del mísero en bienes de fortuna,
pero cree que pasa en este lugar lo que te he contado y aun mucho
más. Y pues el día
va manifestando su edad y el sol descubre sus luces a la tierra, con
que la fertiliza y alienta,
guiemos por esta calle arriba: saldremos a la Plaza Mayor y verás
cómo va empezando su
confusión, que después que alabes su hermosa planta harás reparo en
lo que encierra de
mantenimientos: que no es el menor bien de una república tener rey
justo y piadoso, juez
entendido, gobernador desinteresado y plaza abastecida.
Pasaron la Puerta Cerrada y subieron la escalera de piedra de la
Cava, dando en el portal de los Pañeros, en cuyo sitio hizo reparo Onofre preguntando
a Juanillo qué tiendas
eran aquéllas, que le admiraba lo adornado y compuesto de sus telas.
A lo que Juanillo
respondió:
_Todas éstas, y más que haya la vuelta, son de mercaderes de paños,
y yo me acuerdo,
y no soy muy viejo, cuando en cada poste de éstos había otra tienda
de medias de cordellate
de todos colores, y algunas que había de regalo, eran de estameña, y
todas se vendían, porque las compraban las mozas de servicio: y ya
es mercadería que sin premática se
arrinconó su traje, como el de los cuellos y los guardainfantes en
este tiempo, pues no hay
zarrapastrosa que no haya condenado a destruición las faldillas
del jubón, quitasol del
guardainfante, sólo por ir hecha toda ella una francesa o gruesa de
agujetas, pues más parecen
señuelos de la paranza del pecado que trajes decentes.
_Pues dime _preguntó Onofre _: ¿no hay ya quien sirva?
O ¿qué es la
causa?
_Más mozas hay hoy que jamás
_replicó Juanillo_¡Y no falta a
quien servir, pues
no hay verdulera ni carnicera que no use y quiera criadas. No
consiste en eso; y si lo quieres
saber, escucha, pues no te cansan mis razones:
Está ya tan perdido el mundo, y en particular este lugar, que las
que en el tiempo de
marras eran mozas de servicio ya son damas en esta edad usando el
traje que te diré, que
es harto indecente; pero muchas que le usan y sirven me dan que
notar el que sea cierto
estar contento y pagado su amo, aunque la vea con más adorno que a
su esposa, pues consiente
el que lo ande con su desvergüenza y libertad; y verdaderamente más
pena debe, en
mi juicio, el consintiente que el hechor.
Trae la picarona camisa muy delgada, con el cabezón y puños bien
labrados; enaguas
de beatilla con puntas algo grandes por que se vean bien, que es
anzuelo para la pesca de
estos tiempos; medias de pelo, de un color tan salido como ellas;
calcetas de hilo muy delgado, más de un par, por que hagan pierna; zapato muy suplicado, él
y el zapatero por que le hiciese pequeño; ligas de Colonia ancha con puntas
blancas, que faltar en lo quese ha de ver fuera mucho descuido; encima de un jubón de cotonía,
uno de rasilla, por que
venga con la tela de la cara, que es bien rasa; la cabeza hecha un
mayo con cintas de más
colores que inventa Italia. Y toda ella una flor, pero flor con
muchas espinas, más que el
espino, junco, zarza y cambronera, frutos que produjo la tierra
después que fue maldita.
Trae arracadas de perlas y perlas por gargantilla, que para tales
damas ya murieron coral,
azabache y abalorio, y peonías ya no se siembran; usan un guardapiés
con ocho guarniciones
muy anchas, y en traer la cara acicalada no se descuidan, como anda
en venta la hoja. Cúbrense con una capa mejor que la que trae su amo
o con una mantilla blanca muy grande;
a él no se le da nada, porque la mira con gusto. A pocos lances pide
manto, en siendo
señora dél, pide puntas¡ que sin ellas dice que es de viuda, y no
entiende en serlo. ¡Mira
tú todo esto cómo se sustentará con quince reales de salario! No
guían ellas el agua a su molino con los quince del salario, con
tener quince al gasto sí.
_A esa moza que has pintado
_dijo Onofre
_ ¿quién la sirve?, que
dama tan compuesta
ha menester criada.
_Dentro de casa la tiene
_respondió Juanillo _, que lo es su ama
porque gusta el señor de casa; que como trae medias de Inglaterra,
que parece que
han tenido viruelas
(y muchas, según sus costurones), sírvenla de ligas unas cintas de
lana; los zapatos son,
aunque viejos, hartos de cordobán y suela; camisa echada en casa,
que la hiló ella y no su
criada; toca de lino en la cabeza y en las orejas arillos de plata
con unas calabacillas de coral;
gargantilla de lo mismo, vestido de estameña de Toledo y manto de
peso: todo apreo de buen gusto; mas no a gusto del señor, que le ha empleado
todo en su criada, porque
cuida del rostro sin hacer reparo que rostro y cuerpo tienen el
título que el libro de Montalvan:
así la consiente'P que sirva a su criada.
Ciego está tal hombre, y es fuerza que lo esté quien se ha dado todo
al dios vendado.
Por que no se pierda esta moza dice a su mujer que la tiene en
casa, que, como es de
buen parecer, será lástima que ande de casa en casa. Esto dice el
que usa tales yerros; la
mujer no trata más que del servicio de Dios, es sana, no tiene
malicias y cree que todos son así. Vase a misa y, aunque tarde por
oír dos o tres y se quede a sermón si ve disposición
de que le ha de haber, no la pide cuenta el señor, como queda
entretenido con aquel
disgusto que por gusto tiene.
En ciertas partes del mundo he oído decir que se crían centauros o
sagitarios: son unos
brutos que de medio cuerpo arriba parecen hombres y de medio abajo
caballos. Yo no los
he visto en estas partes, pero sé que se crían en Madrid muchos que
parecen hombres y
son brutos, y ase a quien vive como he referido le daré este aviso,
diciéndole: «Hombre
al parecer, mira que no tienes razón: que la una es la que Dios te
dio por esposa y esotra es una moza de servicio que te tiene fuera de ti comiéndote el
hacienda, enfermándote
el cuerpo y encenagándote el alma. Abre los ojos del entendimiento y
mira que, sin que tú
lo sepas, con lo que a ti te quita sustenta días ha a un lacayo de
valonas y medias porque es mozo de bríos, y ahora mira no de mala
gana a un portero de un
alcalde porque trae
coleto y vaina abierta. ¡Mira con los personajes que se emplea tu
dama o tu criada!».
_Y puedes creer _prosiguió Juanillo
_ que no es murmurar lo que te
vaya decir,que no todas éstas salen estériles, que algunas se llenan de huesos
la barriga y, viéndolo elagresor, como va creciendo el bulto le juzga por suyo, sin reparar en
que pueden haber trabajado
muchos en aquella obra. Procura buscarla donde esté, que tenerla en
casa ya fuera
demasiada falta de vergüenza. A su mujer la dice que ya no hay que
creer en ninguna
moza, que mire quién pensara tal de una muchacha como aquélla. Halla
dónde esté, que no faltan unas pasadas ollas que ya quebraron y sus cascos sirven
de tapar otras nuevas.
Esto hace si acaso su desvergüenza no la consiente parir en casa,
haciendo a su esposa que
la sirva y regale y críe como a hijo lo que pare, dándola por ello
muchas pesadumbres, si
acaso no pasa a tratarla mal de obra.
Pare fuera de casa por fin y postre de aquel lance, y apenas lo
arroja cuando lo dan a
criar o echan adonde la piedad los cría. Hállase la recién
parida con los pechos cargados,
anda dolorida, quejándose. La que la acude, consejera a más no
poder, la dice que si
fuera que ella buscara cría: parécele bien la lición y, sin dar
cuenta a su amo,juntas van
en casa de una buena señora, que llaman capitana de gente lechal,
que vive a Lavapiés,búscala una casa de unos señores que tienen poder de hacienda, con
que sustentan criados
y criadas. Es la primera criatura que han tenido, empieza a darla el pecho y a pocos
días se le luce a lo recién nacido el cuidado de la ama: los
señores, muy contentos, empiezan
a darla el vestido, la joya y otras alhajas que la generosidad
del poder reparte con
quien le agrada.
Hállase mujer de prendas y con la quietud y el recogimiento está de
buen parecer, y
ella, que no lo tiene a novedad el saberse engreír, úsalo ahora con
más libertad, con que se
pone de luna llena la que no ha salido de menguante. Repara en ella
un criado de la casa,
de los de escalera arriba: vela moza y de buena cara, con buenas
alhajas, querida de sus
amos y envidiada de las demás criadas, empieza a galantearla para
esposa, ella lo conoce
y se pone más hueca que calabaza añeja, y entre la gravedad y la
estimación no la parece
mal ni le paga en mala moneda.
Habla el pretendiente a sus amos del intento que tiene y gustan de
su acierto, porque
han sabido de su boca de ella que con palabra de «Casareme contigo»
la hubo un caballero
y el día que se habían de sacar los recados para amonestarse le
mataron, quedando preñada,
y que lo que parió se murió. En fin, se ajusta, porque quiere sombra
de marido, y ya
tiene creída su autoridad con la compuesta mentira, pues con la
mascarilla del engaño
tapó la infamia de sus obras. Cásanse muy a gusto, porque ella ha
conocido en él buena
masa, que es lo que ha menester su condicioncilla, hállase con
marido y al instante toma
don, que luego las entra a estas fregatrices como heredado,
habiéndosele hallado entre las
hebras de un estropajo.
De mi señora doña Fulana no se ha olvidado su primer amo: sabe que
se ha casado y procura por los medios posibles el verla, consíguelo
por orden de la que la tuvo en su
casa cuando parió (que razón es que una veleta sirva a todos
vientos). Caréanse y el buen
señor la habla muy tierno, pareciéndole más hermosa que nunca,
represéntala cosas pasadas,
deudas y obligaciones que se tienen, ella, que aún no las ha
olvidado, se va ablandando
poco a poco y con el reconocimiento de lo referido vuelve a la
conversación antigua con
más fuerza que antes.
Acaba de criar, los señores no quieren en casa criados casados:
danla mucho más de
lo que la deben, y a él también, y despídenlos. Sale enseñada a que
la llamen doña Fulana,
que la suena bien, y a romper galas, que no la parecen mal: su marido
no puede dárselas, y ya le mira como a hombre inútil, que no merecía
ser su esposo; ya
le ultraja, como le ha
conocido blando, y, mostrándole un hociquillo desabrido, le dice que
cuándo pensó el piojoso
tener tal mujer; que ella debía de estar fuera de sí cuando tal
hizo; que trate de buscar
con que ella sustente aquel punto en que se ha criado, porque no ha
de bajar dél. El pobre
hombre se aburre, y viven no muy en paz porque lo quiere así mi
señora doña Fulana.
Si esta desvanecida mujer, que, siendo una pobre moza de servicio (y
sabe Dios si nació
en las malvas), ya que la sucedió el trabajo que sabe y Dios la
remedió y soldó la quiebra
de su honra y la ha puesto en el estado que está (que parece algo y
es nada), tratara de
arrimarse a la virtud vistiendo honestamente ya fuera seguir la ley
de Dios. Y estimando
a su esposo se acordara quién fue y reparara quién es, sin olvidarse
de lo que ha de ser, y que sus galas y hermosura (si la tiene) ha de parar en nada. O
contemplara en el pavo, cuando forma la rueda encrespando su pluma y
tendiendo las alas, alentando sus venas con el caudal de su sangre,
pareciéndole entonces estar más
hermoso, lozano y galán
que jamás, pero en medio de esta alegría baja los ojos a la tierra y
como ve toda aquella
fanfarrona hermosura fundada sobre cimientos frágiles y asquerosos y
ve el lugar donde
ha de parar, le sobreviene una melancolía tan grande que le obliga a
deshacer toda aquella
máquina que había formado, quedando triste, pensativo, pálido y
melancólico. Haz tú lo
mismo, y mira, ya que no a tu nacimiento, a la tierra de que eres
formada, contemplando
en ella tu más seguro lugar; y, haciéndolo así, la tristeza te hará
dejar tanto adorno y recoger
las redes y lazos que encubierto'?" traes en ese traje; que para
contentar a Dios todo
eso sobra, y para tu marido mucho menos basta.
Y tú, señor, que, siendo tu criada, violaste el sagrado y guarda de
tus menores, pues en
lugar de doctrina y buen ejemplo los enseñaste a pecar, siendo causa
de cuanto hace esa
mujer, pues verdaderamente tú tienes la culpa, que hiciste tu casa
casa de pecar, habiendo
de ser y parecer un sagrado y guarda de tus súbditos, pues el primer
enseño es lo que
no se olvida con facilidad, y la misma obligación tenías a tu criada
que a tus hijos, pues
todos son menores tuyos, ¿por qué no dejas a esa mujer? ¿Por qué no
reparas que es ya
otro tiempo, pues es casada? Y no tan solamente debes dejarla, que
también la has de dar
consejos sanos para que no ejercite lo que la has enseñado. Déjala
que acuda a lo que Dios
manda, y mira que tienes en tu casa una buena cristiana por esposa,
que no habrá duda en
que sus oraciones te tengan en pie. Vuelve en ti, mira que son
contrarios y muy opuestos
la vida y la muerte, y que reinando la muerte acaba la vida, y
aunque la vida sea reina y
señora no acaba con la muerte; lo más que hace es no hacer caso de
ella, siendo tan cierta.
También el cuerpo y la alma tienen esta contrariedad, y muy
reñida, y es menester
enfrenar el cuerpo con recio bocado para que no la lleve o guíe al
despeñadero ni la inquiete a sólo sus apetitos. Mira que el caballo huye del acicate que le hiere y por
apartase (a su entender) del daño que recibe se va al despeñadero,
si no le refrenara y
detuviera el jinete haciéndole meter por camino. El alma siempre se
desvela por guiar al
cuerpo a buenos pasos, refrenándole y aconsejándole lo bueno, para
que no se pierda y la
pierda; pero él huye de este acicate que le parece mal y no procura
más gobierno que el
suyo, hasta que la edad o la enfermedad le1?5 ablanda, y no repara
que la vida es breve y
puede ser muy breve la enfermedad.
Hállase un cuerpo malo de una recia calentura, y toda su ansia es
pedir agua, siendo lo
que más le acrecienta el mal, pues no es más que dar vigor a la
materia para que vuelva a
encenderse con más fuerza, y le parece mal la regla del médico y de
quien le asiste, pues
procura con la abstinencia que mejore, y él sólo mira su gusto,
aunque empeore. Mira que
al oído del discreto hace ruido gustoso el consejo sano, y nadie
se arrepiente si primero
mira el fin que le puede resultar en lo que va a ejecutar, pues,
como avisado de sí mismo,
no yerra con facilidad; nadie huye de la razón si tiene juicio, y si
huye, ténganle por loco.
Quien arrima o arrincona el matrimonio de Dios por una vil mujer
merece el castigo
que el lapón. Es un animal que se cría en el Ponto de Grecia, isla
del mar, así que la edad le
da permisión y conocimiento, escoge para vivir en compañía una
hembra de las que con él
se han criado; o una la más cercana que le haya mostrado más amor.
Con ella pasa quieto
y contento, pero algunos viciosos buscan otra, por diferenciar, y es
tal su calidad, que en
el mismo acto se quedan muertos y ellas enferman, siendo causa que
en el contento de la
novedad, como es animal de poca posibilidad, se desaina. Puédese
creer, pues el conejo
después del acto se desmaya y cae en el suelo, pataleando como a
quien faltan fuerzas
para volver en sí. También las palomas, una vez casadas, no buscan
más compañía¡ pero
son aves sin hiel, y los hombres de estos tiempos tienen mucha.
Si te ciega lo adornado del rostro y compuesto de galas de esa que
fue tu criada, mira lo adornado y hermoso de la alma de la que por consorte te dio el
Cielo. Mira que un
cuerpo lascivo no puede dar ni aconsejar más de como obra, que todo
lo acaba la vida y
que una alma amiga de Dios da consejos sanos y buenos. Repara que,
si caes malo, sola
es tu esposa la que, hecha un Argos vigilante, se desvela en
acudirte, mirando por tu
salud, arriesgando su persona entre ansias y trabajos, y la mala
mujer sólo te quiere en sus adversidades y en el ínterin que tienes qué darla, que en
faltando en ti el poder falta
en ella la voluntad y el fingido amor y te va dejando para buscar
otro, y puede ser ponerte
en ocasión que pierdas la vida y arriesgues el alma. Repara con el
sosiego que se pasa
el tiempo si se gasta como se debe, acudiendo a lo que Dios manda,
pero ¡busca sosiego,
quietud ni tiempo en vida que no se conoce el tiempo, sosiego ni
quietud! (que en servicio
de el Demonio todo falta). Y muchas veces dos lágrimas que llora el
engañoso cocodrilo te
ablandan y vuelven a su gusto, y las más veces sólo el que diga que
las ha derramado ¡y un
océano de ansias y suspiros que ha arrojado tu esposa, aconsejándote
lo que te está bien,
no ha hecho señal en tu corazón, pues parece que le vuelves bronce.
No seas desagradecido a quien te crió, que es gran maldad, y aunque
la vida se ve arruinada
de la muerte y estragada la calidad de la pobreza, mucho más acaba y
destruye la
ingratitud usándola con quien generosamente hace mercedes. Muy falto
de conocimiento
está el que no repara en el ha cimiento de gracias que debe por la
vida que goza; y mire, por
fin, que el agradecer no consiste en palabras: en obras consiste.
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DISCURSO
CUARTO
ólo es vida el reconocimiento a la deuda, y así, dijo un sabio que
no había mayor muerte para la criatura que la ingratitud, y el que
la tiene es ignorante, y se verá en él, pues sus obras van
guarnecidas de tiranía y temeridad, con que se da a conocer en
diferenciarse del prudente y sabio, pues éste usa modestia y
templanza en todo lo que obra.
_Agradecido te estoy _dijo Onofre _ en dar luz a la tiniebla de mi
ignorancia con el
discurso que en ti he conocido, pues poco daño puede causar quien
sabe dar liciones de
vivir bien. Dichoso es el que buscando guía en un camino ignorado,
la halla sin la hambrienta
pasión del interés, atenta a la obligación de cristiano y
discursiva en lo que debe
hacer y decir, como mortal que desea vivir eternidades, y así, Juan,
confieso que tengo
envidia a tu buen natural.
_Mucha paga me adelantas _dijo Juanillo _, y yo me conozco el que
he de quedar
corto en servirte; pero cree que en lo que has oído no he puesto
nada que no pase así.Y así,
escucha, ya que el ver esta plaza en un día de toros no puede ser
por ahora, te la pintaré, lo
mejor que mi discurso pueda, desembarazada de la máquina de trastos
que ves que encierra.
Y habiendo Juanillo con el pincel del alma pintado el adorno real,
sitio de los Católicos
Reyes, pasando a los puestos de los Reales Consejos, lo pulido y
compuesto de los balcones
y ventanas, a quien adornan el oro de Arabia y el indiano metal
gastado en vistosas
y ricas colgaduras, la entrada de las Reales Guardias, el aire y
gala con arrogante bizarría
de la española nación, lo grave y majestuoso de la tropa alemana, lo
riguroso y colérico de
la nación tudesca, la entrada del Sol y Luna de España y el
despojo de la plaza, y después
de contarle lo más notable que se ofrece, hasta la salida del primer toro, y habiendo conocido
en Onofre lo atento y suspenso que le había escuchado, le dijo:
_Pues has oído la prevención de la fiesta, quiero que sepas algo de
lo mucho que en
tal día sucede:
Viene por la mañana tanta gente al encierro de los toros que no
queda lugar que no se
ocupe. Córrense cuatro o seis dellos y acábase la fiesta, y la gente
que ocupaba los tablados
se apea para cubrir la plaza. Bájase de un tablado un hombre de casa
y familia sacudiendo
la capa y limpiando el sombrero de algunos arrojos que las narices
de otros han tenido
(sufrimiento del que no puede ver la fiesta en balcón), después de
compuesto de hato, y
no de ojos, los vuelve a un tablado y ve que se baja una mujer de
razonable brío y no mala
cara, bien apreada de vestidos (que ya es común en las comunes), y
en su compañía una
niña de las que la edad las permite sepan lo que es mundo gozando de
sus pasatiempos.
Al apearse del tablado descubre un pulido pie y la pierna adornada
con lo que ya se sabe,
echando al aire parte de las enaguas con todas sus puntas (descuido
es con mucho cuidado,
porque sabe que aquello inquieta). Hace reparo en que la miran y
arroja un «¡Ay!»
y se echa el manto; compónese, y con brevedad descubre un tarazón de
rostro, a modo de
«Mírame, que eso quiero», y dice: «¡Andá, doña Luisa!».
El tal hombre, que atento ha estado, pareciéndole bien la dama, se
llega a ella muy
cortés, diciendo si le mandan algo o quieren que las vaya sirviendo.
Respóndenle: «Otra
cosa habíamos menester, más que criados». «Pues ¿qué se ofrece? (las
dice) Hablen, no
sean tontas». A lo que la taimada responde: «En ayunas salimos de
casa y quisiéramos
almorzar, y pues ha llegado a tan buen tiempo, guíe adonde se pueda
matar el gusanillo; que, por parecernos tarde, aún no tomamos el
chocolate». El hombre,
hecho un blando
portugués, guía más cortés que la necesidad, enviando el pensamiento
adonde habrá
buena comodidad, y entre su atropellado discurso se le acuerda de
una casa que, aunque
roban a ojos abiertos, hay de todo, y lugar para poder hablar.
Llegan y procura el acomodarlas en lo más secreto y escondido,
porque ha dicho la
dama conviene a su reputación. Parte luego muy diligente y
pregunta qué hay que almorzar,
respóndenle que pollas de leche, perdices y pichones, y que hay
tocino extremeño.
Parécele bien, aunque repara que su dinero es poco, pero alégrase en
confianza de una caja
de plata y el rosario, que es engarzado en lo mismo y tiene
medallas; vuelve muy contento
adonde están las taimadas y dice que miren de aquello que le han
ofrecido lo que más es
de su gusto para ir por ello. Respóndenle que haga lo que quisiere,
que no tienen más gusto
que el suyo; vuelve muy contento con gran cuidado en el andar,
peinándose con los dedos
el pelo, alabando su dicha en haber topado tal dama, y pide que le
aderecen una polla y un
par de perdices, y con mucha brevedad se lo ponen en dos platos, con
que muy contento
lo lleva, sin aguardar más criado; dícenle que se siente y responde
que en trayendo pan y
vino; va por ello, y en el ínter el ave de rapiña ha guardado una
perdiz en una talega de
lienzo que trae debajo de la saya (prevención con que tiene gran
cuenta siempre que se
viste, por si acaso sale de casa y se ofrece ocasión). Van
trinchando y viene el bobo muy
cargado con un jarro, una taza, tres panecillos, y la capa (porque
se le caía) asida con la
boca y el sombrero abollado y trastornado a un lado (de un tropezón
que dio en el umbral
de una puerta), el pelo enmarañado y el color perdido, como el
dinero y el sentido. Pónelo
en la mesa y siéntase. Ellas, como diestras, cada una ase su media
pechuga, y el pobre diablo
toma un hueso para empezar a roer.
Vásele todo en contemplar las manos de su Venus, muy compuestas de
sortijas (que ha
ganado corriéndola), a él se le va el alma mirándola el rostro y a
ellas mirando a la mejor
presa. Parten la polla y dícenle que pida un limón; va por él y
cuando vuelve ya las pechugas
están en la talega de lienzo; echan agrio y empiezan a comer con
tanta ansia que parece que las han tenido atadas. Abrevian con ello,
y dice el Adonis si quieren más. Responden
que, si son buenos, pida unos pichones, y, si no, que traiga un poco
de tocino. Va por ello y trailo todo, pónelo en la mesa y echa mano al jarro
a ver si tiene vino, y
aunque le había socorrido con una azumbre ya le habían faltado
los bríos para hacer
ruido, va por vino y, aguardando a que se lo den, tarda; y en aquel
tiempo envían un pichón
y un pedazo de tocino a visitar los presos del calabozo de lino.
Acábase el almuerzo
con sus postres de fruta del tiempo, y el rufián pagote va al ajuste
del gasto.
Pregunta cuánto debe. Dícenle que cincuenta reales y buen provecho.
Estírase de cejas,
saca su dinero, halla treinta, y por la resta deja cautivo el
rosario y empeñada la caja de plata.
Este hombre tiene casa, y en ella a su mujer y sus hijos, y no los
dejó ni aun pan para desayunarse,
que al salir por la mañana barrió con cuanto dinero había diciendo
que presto
volvería y traería qué comer. Va donde están las aves de rapiña,
componiéndose el bigote
siéntase junto a la que ya tiene por dama y pídela una mano, a lo
que responde la taimada
que tenga paciencia y no sea colérico; que mire que no es sitio
decente para tal atrevimiento
(y no miran ellas que en aquel sitio han sido ladronas estafadoras).
Alárgale una mano,
enfadada de aquel tonto y ciego, y él, asido como simple pajarilla
de aquella apestada liga,
la pregunta dónde vive y si es casada. Ella responde que no es
casada, pero que está en
compañía de un hermano, y dice verdad, que cualquiera lo es por
parte de Adán.
Estando en estos lances da la una del día y dice doña Luisita:
«¡Jesús mil veces, doña
Juana de mi corazón! ¿A qué hora hemos de ir a casa y qué lugar
tendremos para ver los
toros? ¡Ay, pobre de mí!» «Sosiegate (dice doña Juana), que mentira
más o menos lo ha de
hacer: diremos que una amiga nos convidó a comer y adonde ver la
fiesta, que eso fue la
causa de no haber ido a casa». Con esto se sosiegan, y el señor
embelesado dice que mejor
fuera en el ínter que duraba la fiesta se fuesen al campo o a una
huerta a merendar, que la
holgura de toros ya se sabe lo que es en Madrid. «¡Ay, Virgen!
(dice doña Luisita) ¿Al
campo, adonde vaya un toro y nos mate? ¡Eso no!». Y doña]uana,
astuta y sosegada, dice:
«¿Es posible que aconseje un hombre tal disparate? Vienen de fuera
de Madrid a ver esta
fiesta, y los del lugar ¿la habíamos de perder? Bien digo yo que es
vuesa merced colérico.
Después de acabada hay lugar para todo, y así, no perdamos tiempo:
vamos y busquemos
lugares que sean decentes y buenos». El hombre, ya empeñado,
discurre que el dejarlas
será cobardía, y mengua el no proseguir en el galanteo (¡como si no
fuera mayor mengua
el continuar el hombre su ruina!). Pónele confuso el que la memoria
le acuerda que no
tiene blanca, y sácale de la pena el que carpinteros hay que han
armado tablados y son
conocidos, con que vuelven a la plaza.
En el estado que va este hombre, ¿quién le acordará y dirá al oído:
«Repara que tu casa
quedó sin un consuelo para comer. Bien sabes que no dejaste moneda
alguna y que tienes
hijos, que, si son chicos, piden pan antes de amanecer; que tienes
mujer, que son las dos de la tarde». En vano será, porque todo el
sentimiento le lleva en buscar un tablajero conocído;
entran en ella y ven que ya no cabe nadie en sus tablados: ellas se
angustian, y él, turbado
y más colorado que pimiento maduro, las dice que anden apriesa; hácenlo y con
brevedad dan vuelta a la mayor parte de la plaza; ve un conocido,
dueño de un tablado,
llámale, y pídele dos asientos que sean buenos. El carpintero, que
ha notado para quién
son y sabe que en tales lances no se repara en maravedises, dice que
dos lugares tiene en
un nicho, pero que menos de seis reales de a ocho no los ha de dar;
y el galán sin reparar
en que los ha de pagar y que el precio es mucho, cierra el batallón
del amor contra todos
sus sentidos y ajusta los lugares.
Siéntanse las damas y él se queda en la plaza; el
del tablado le
pide el dinero, diciendo lo ha menester para pagar el sitio; y él,
como si tuviera en casa mil ducados sobrados,
le dice que envíe luego o en amaneciendo por ellos. El tablajero,
como ve ya sentadas las
mujeres, calla y apela a la cobranza. Luego hace reparo que es
fuerza el traerlas algo que
merendar, y con señas las dice que va por ello; ellas le responden
que hará bien, que es la
tarde larga y ya se lo querían decir. Sale de la plaza y pide
consejo a todo su discurso sobre
dónde irá que le presten unos cuartos; acuérdase de un amigo que en
algunas ocasiones se le ha ofrecido, y aunque en muchas le ha habido menester, no ha
llegado por detenerle
la vergüenza; pero ahora llega sin ella; que se la quita el Demonio
para que cumpla con él;
que para cumplir con lo que Dios manda, él se la volverá.
_Y por que esta razón quede difinida _prosiguió ]uanillo _, escucha
un ejemplo,
que no te pesará el oírle y nos sacará de dudas.
Salía de su celda un santo religioso en un día que se celebraba un
grande jubileo en su
casa, con intento, aunque impedido, de buscar lugar decente y
confesar almas arrepentídas;
y para hacerla mejor, se llegó al altar mayor para pedir a Dios
sacramentado su divino
auxilio, y al llegar a sus gradas vio sentado en ellas un demonio.
Admirase el religioso y,
llegándose cerca dél le dijo: «¿Qué haces ahí, maldito?» A lo que
respondió el padre del
pecado: «Restituir». «Bueno es (dijo el religioso); pero en ti no sé
que lo sea, pues hasta
ahora no he visto diablo que tenga conciencia. Pero dime ¿qué
restituyes?». Excusaba responder, a lo que el santo le forzó amenazándole con una correa
o cordón, con que
obedeció, diciendo: «Restituyo la vergüenza a estos que se están
confesando; que cuando
cometieron la culpa se la quité, y ahora, que han de decirla, con la
vergüenza que les
vuelvo cobran tanto horror que, avergonzados, callan su afrenta».
«Bien te empleas (dijo
el religioso); pero en castigo de tu atrevimiento di en voz alta en
qué te ocupabas y quién
eres; y vete, que basta para castigo de un malo el que él propio
diga que lo es». Obedeció el
maldito, con que todos los que penitentemente acudían, contritos,
especulaban su cociencia con rigor. Y así, este hombre, si fuera
para las faltas del sustento de su casa, él lleno
de vergüenza, se encogiera; pero para lograr un pecado mortal pierde
la vergüenza.
Llega,en fin, al tal amigo y, saludándole, le da ocasión que
le pregunte qué se le ofrece.
Responde el enamorado que ha tenido una pesadumbre en la plaza y
que, por no alejarse
a su casa para pagar a un ministro el agasajo que le ha hecho en no
prenderle, le dé cincuenta
reales. El hombre, diligente, le da un doblón y dice mire si manda
otra cosa. Responde que
desear ocasión de servirle, que le ha hecho mucha merced; despídese
y parte en busca de un
figón o ladronera (que mejor nombre es éste para tal tienda); pide
si hay algo para merendar,
dícenle que no. Va en busca de otro como un loco desatado, sin
compás en el andar ni
reparo en los que encuentra ni atención de su persona. Halla en él
una empanada de pollos,
tan ligera que verdaderamente parece en pan nada. Pregunta si hay
más; dícenle que unas
lenguas de puerco; tómalas, pide pan y, sin concertar ni preguntar
cuánto le llevan por ello,
alarga el doblón y pide la resta. Danle lo que quieren y, sin
contar, lo echa en la faltriquera.
Luego se le acuerda que es menester bebida, y en la tienda de un
vidriero conocido pide que
le den una garrafa; danle una muy grande, porque como el día es
ocasionado no ha quedado
otra; tómala jugando de aquel refrán «de su suelo se tiene»; busca
un mozo y échala vino y
nieve; y aunque es grande, procura que no vaya menguada (que harto
lo es él).
Parte a la plaza, y ya cuando llega todo está cerrado y toro fuera;
y como anda por las
espaldas de los tablados y está obscuro, y él ha menester poco, tan
sin sentido anda que tropieza
con las tomapuntas y pies derechos de los tablados. Al cabo de una
hora, cansado y
molido, sube la escalera de un tablado, porque le ha parecido
es donde están las damas; llama
en su puertecilla, por estar cerrada, tan desatentamente que,
cansados e importunados
los más cercanos, le abren; ve que no es allí y, sin acertar a
responder a lo que le preguntan,
se baja sin hacer caso de algunas razones pesadas que le han dicho;
vuelve a encaminar la
vista en lo lóbrego de aquella estancia y ve que se baja el que le
alquiló los asientos; alégrale el
ver que ya ha acertado; dale la garrafa para que beba; bebe como un
sediento, y luego le dice
alcance+" a las damas aquella merienda; hácelo y él se queda detrás
de todos.
A poco rato plantan la mesa sobre sus pecadoras basquiñas para
merendar, y el pobre
estudiante en Escota apenas puede alcanzar, con que las estudiantas
tomistas engullen a
cuenta del escotista. Dícenle si quiere merendar y él responde que
no tiene gana; y es verdad,
que los enamorados que están cerca de alcanzar sus deseos no se
acuerdan de comer,
que también sustenta amor como la calentura, y el primer hombre no
conoció la necesidad
hasta que pecó. Danle, aunque con algún trabajo, la garrafa, y él
bebe, porque la saliva
que hace en su boca parece ajonge cocido. Acaban de merender y
sosiégase. Prosigue la
fiesta y llega el fin, tan cierto a todas las cosas del mundo.
Levántanse sus Majestades y la gente hace lo mismo, y nuestro
darista se alegra en ver
la fiesta acabada. Bájase del tablado, y ellas al apearse, sin
acordarse de la garrafa, la quiebran;
angústianse a lo taimado, y el rufián dice que no importa; la una,
codiciosa de la corchera,
se la quiere llevar y el mucho estorbo se lo impide. Procuran salir
de la plaza, consíguenlo
y dicen al caballero Dardin que guíe a la Trinidad; ya van dando más
gravedad al
pecado, pues para su ajuste citan lugares sagrados. Hácelo, llegan a
su lonja y páranse. Dice
doña Luisita: «Ahora bebiera yo un poco de limonada». «Yo también»,
dice doña Juana, con que al pobre diablo le es fuerza guiar donde la hay; empiezan
a echar cuartillos y
a llenarse ellas como pelotas, o como quien son, hasta que no
quieren más; ajusta lo que
debe, paga, y queda ajustada la vuelta del doblón. Salen fuera y él
guía donde le ordenan;
llegan a la calle en que piensa este animal tener pesebre, y antes
de llegar a la casa los sale
una moza al encuentro diciendo: «¡Desdichada de mí, que ha dos horas
que está mi señor
aguardando, hecho un renegado! Anden ustedes apriesa». Con que doña
Juana alarga el paso y doña Luisita se queda consolando a nuestro pagote; dícele
que espere en la cera
de enfrente hasta que ella le avise, que será en yéndose el hermano,
que es un demonio.
Quédase el galán a la luna, si la hace; a ratos se arrima y a ratos
se pasea, siempre el oído
atento a la puerta, por si le llaman. Pásase el tiempo, dan las diez
de la noche, cánsase de
esperar y determina el llegar a la puerta; hácelo, no ve a nadie,
entra dentro, nota un callejón
obscuro, síguele y por el tiento halla una escalera, no se atreve a
subir; escucha y oye
entre el silencio que maya un gato y un perro le responde con su
ladrido, a cuya disonante
capilla llora un niño, y quien le acude al ruido de la cuna canta
así:
En las orillas del Nilo
el engaño se hospedó,
y por agentes buscó
mujer, lance y cocodrilo.
Sale a la calle sin hacer caso del romance (que si le hiciera,
admitiérale por desengaño);
levanta los ojos a la casa, nota que sus cuartos dan señales de
hospedar más que a doña
Juana y tómalas para otro día. Si se empezó a perder este hombre
desde por la mañana,
continuándolo todo el día y la mejor parte de la noche, pues aunque
no llegó a ejecutar
sus deseos, harto pecó con el pensamiento y la palabra y con todas
las obras exteriores
que pudo, ¿qué mucho que como a perdido le tratasen estas mujeres,
haciendo burla dél?
Oye las once de la noche y vase a su casa; llama a la puerta, ábrele
su mujer, el rosario
en las manos y las lágrimas en los ojos. «¿Es posible, Fulano (dice
afligida), que tenga corazón
para estar todo un día sin venir a su casa, sabiendo del modo que la
dejó; que si no
fuera por un pan que me han prestado no sé qué fuera de mí y estas
criaturas? ¿Qué es
esto en que anda? ¿En qué se ha entretenido desde las cuatro de la
mañana hasta las once
de la noche?» Llora la afligida mujer, y él, como ve la demasiada
razón que tiene, calla
y se va desnudando, y al son de lágrimas y quejas se queda dormido.
El mayor consuelo
que lleva un hombre desterrado es que le hagan compañía virtudes y
buenas obras, pero
a éste que se destierra de vivir, ¿quién le hará compañía en el
ínter que se ensaya a morir?
Miren lo que ha ejercitado todo el día, que de ordinario son los
sueños confusas especies
de aquello que se obró, vio y oyó. Mala compañía le hará la memoria.
Si este hombre, cuando vio la desvergüenza que las taimadas tuvieron
en el almuerzo,
se fuera a la mano y se acordara de sus obligaciones, vaya, pero,
embriagado de amor, no
hizo caso en todo el día que era casado y tenía hijos, ni se fue a
la mano en cincuenta reales
de almuerzo ni en ochenta de asientos ni en cincuenta de merienda ni
en treinta de
garrafa, ni en un día perdido siendo azacán de dos estafadoras.
Apenas amanece cuando llama a la puerta de la casa el carpintero de
los asientos:
«¿Quién es?», dice la mujer, que, vestida, se ha quedado sin
acostarse, llorando sus cuitas.
Sale a abrir; pregúntale qué quiere y él dice que le diga al señor
Fulano que viene por los
seis reales de a ocho de los asientos del tablado. La mujer se
estira de cejas y suspira. Entra y dícele a su marido: «Mire vuesa
merced, que vienen por seis
reales de a ocho de los
asientos de ayer; en verdad que no se alquilaron para mí, que con
tener qué comer me hubiera
contentado». Empieza a renovar la afligida mujer la llaga de su
congoja y él se viste
al mismo son que se desnudó, hasta que las Iágrimas de la mujer le
obligan a decir que
no es él el que los debe, que es un amigo que le trajo todo el día
ocupado; la mujer calla y siente, y él siente y calla.
Acábase de vestir y viene un recado del vidriero: que envíe el
garrafón, que le han menester.
Responde que luego le llevará. Sale de casa, síguele el carpintero,
a quien despacha
con buenas palabras, diciendo que luego ha de cobrar unos dineros y
tendrá cuidado de
pagarle, que le perdone, que por no dar disgusto a su mujer no le
pagó en casa. Acobárdale
luego el acordarse que no tiene un consuelo para sus hijos, y dice
entre sí: «¡Es posible que
la fortuna me siga deste modo! ¡Que tan pobre sea yo!» Hombre sin
razón de hombre, si
lo que gastaste ayer mal gastado lo guardaras, bien tuvieras para
hoy, y tuvieras quietud en
tu casa. Como tuviste brío ayer para buscar prestado sin necesidad,
busca hoy, pues necesidad
tienes. A este galán de doña Juana le es fuerza, para pagar los
asientos y la garrafa y
desempeñar el rosario y tabaquera, vender una prenda o hacer una
trampa; y por la casa
donde debe el doblón no se atreve a pasar hasta que lo paga, y si se
acuerda de doña Juana
y quiere ver si puede alcanzar paga del gasto pasado, se detiene
porque no tiene; que ya
sabe que se han de ofrecer gastos nuevos. ¡Abrid el ojo, mentecatos,
que andan ladrones
con taleguillas de lienzo!
_¿ Qué te parece, Onofre
_prosiguió Juanillo _, de lo que has oído? Pues
cree que
pasa del mismo modo. Y no hablo de la que no halla maula y vende
la camisa para ver
los toros, ni de la que, después de la fiesta acabada, yendo con su
galán, le sucede el enfado porque otro la conoce, y se ofende del que va con ella, y no se
ofende de ella, que es la
causa de todo. Tal día como el de toros en Madrid cree que suceden
cosas notables, que
para escribirlas era menester un molino de papel.
Otros amigos se sientan cuatro juntos, y el no llevar qué merendar al
tablado les parece
que es mengua en gente conocida; ordenan la merienda, como para
veinte personas, que
ya saben que en el tablado se ha de dar a los conocidos y a los
cercanos en asiento, aunque
no lo sean; mucha bebida en una garrafa grande con mucha nieve, y de
respeto una bota
de buen tamaño para recebar. Vanse a la fiesta solos y sin sus
mujeres, porque dicen que es
grande estorbo para un hombre la mujer propia. Llega la hora de
merendar estos amigos,
y antes de probar bocado van repartiendo con los conocidos. Está
cerca de ellos una mujer
que toda la tarde ha estado tapada, y así que los ve merendar saca
de los guantes dos blancas manos llenas de sortijas de azabache, y, aunque negras,
campean entre los libres
dedos; compone el manto y al intentarlo descubre el rostro; hace
reparo uno de los cuatro amigos, y dice entre sí: «No es mala la
tapada». Toma de la mesa, que armada está sobre
rodillas, lo mejor que hay y se lo da a esta dama, y ella sin
melindre alguno alarga la mano
y lo toma, con que le parece a este tonto que ya es suya (¡como si
fuera nuevo en las
mujeres el tomar y dar muchas pesadumbres!). Otro amigo, que lo ha
visto, muy colérico,
con juramentos dice que se vaya poco a poco, que parece que para él
solo se ha traído la
merienda (y este colérico se ha enojado por no haber sido él el
primero en aquel empleo);
el galante responde algo enojado, con que el amistad está a pique
de quebrar; sosiéganse
y acuden a merendar; pero ya no hay más que desperdicios del partir.
Van dando de beber a todos, sin descuidarse de la dama el que
empezó. Acábase el vino de la garrafa y bota, siéndoles fuerza el
buscar un peón de los que andan en la plaza para
que lo traiga; convídase uno de ir y danle entre los cuatro amigos
para cuatro azumbres de vino de lo bueno, y él trae tres de lo largo y suple la falta de
la azumbre echando agua. Dice uno, bebiendo: «Este vino es barato;
bien lo dijé yo que
había de ser así». Otro responde:«Ya no tiene remedio. ¿Qué
importa?». El «no importa» de este lugar
vale más
que otros reinos.
Acábase la fiesta y el galante se queda aguardando a la dama; los
tres le llaman y dan
priesa y él dice que se aguarden o se vayan. Llégase a ella y dícela
muy tierno que le mande. Responde que le estima el agasajo, pero que
le haga gusto de
irse, porque es casada y ha de venir allí su marido, a quien espera. Con esto se despide
el tonto y ella se queda
aguardando a quien ya sabe.
Y no te quiero cansar en otros lances que suceden, y de ordinario
por mujeres, pues se
ven en los tablados pendencias y cuchilladas: uno que pierde la capa
y otro que se la halla,
uno se quiebra una pierna y otro que le llevan a la cárcel, y le
cuesta su dinero y no ve la
fiesta; y de estas cosas, un sinfin de boberías. Y sabe Dios si
muchos de los de merendonas
en tales días y asiento en delantera de tablado tienen la camisa con
más remiendos
que años su edad; y podrá ser que a otro día no haya con qué poner
la olla si no se busca
prestado, y para ver los toros no ha de faltar, aunque se hunda el
mundo. Vanse, en fin, los
cuatro amigos juntos, y dice el uno: «Yo no he merendado bocado»;
otro dice que no ve
los bultos, del hambre; otro dice: «Vamos a un figón: buscaremos
algo qué comen».
Van donde malo y caro, vuelven a merendar y a dejar el poco dinero
que había quedado.
A un loco le preguntaron que dónde tenía Madrid su tesoro, y él
respondió: «El día de
toros en los figones». Preguntando a este mismo loco que cómo había
perdido el juicio,
respondió: «Porque me engendró mi padre en un día de toros, cuando
no hay juicio en el
mundo, y así salí tan falto dél». Y preguntándole una mujer que por
qué se holgaba de ser
pobre, respondió: «Por no tener qué dar a las mujeres, aunque
quiera». |
DISCURSO
QUINTO
n filósofo dijo que salía tarde la dádiva de la mano del que la da
cuando ha dado lugar a que hayan salido colores en el rostro del que
la pide; mucha vergüenza gasta en este mundo el que nació pobre,
pues salió al puerto de la miseria reconociendo vasallaje al que
puede más. No puede ser todo igual, pues para conocerse la riqueza
ha de haber pobres que carezcan de ella y ricos que la gocen; con la
riqueza se tapa la boca al quejoso y con la riqueza nacen alas en
los pies del perezoso; en la gente común no se llama el no tener
pobreza: llámanla desdicha. El moderado gasto y conocimiento de su
poder hace a muchos hombres ricos. Dígolo _prosiguió Juanillo por
esta tropa de gente de hábito negro que ves parados en esta plaza,
que unos están lucidos de cara y otros de vestido.
_Dime _preguntó Onofre _ quién son, y tantos juntos, que yo he
imaginado si
aguardan algún entierro.
_No has dicho mal _respondió Juanillo _, que estos hombres sólo
aguardan moros
que cautivar, y quien cautiva cierto es que prende, y gente cautiva
o presa la llaman
desgraciada; y así, al desgraciado cuando le prenden le entierran.
Éstos son sastres que están
aguardando la flota en el maestro que los viene a buscar, pues si no
conocen en los recados
de los vestidos que han de hacer más granjería que en el jornal no
quieren trabajar, y
si la conocen y ven que hay con qué añadir el perdón se ajustan; y en
cayendo el moro van
al punto a la redención, que es aquel portal de allí enfrente tan
adornado de gallardetes y
banderolas en sus postes: llámanle de los ropavejeros, y yo le llamó
bergantín de maulas.
Hay entre éstos algunos que de los ahorros se visten: y, para que lo
notes, repara en
aquel que vuelve el rostro a nosotros, mírale desde el tronco a la
altura y verás en los zapatos
y las medias compradas con el jornal, que, como es miserable, así
salieron ellos y ellas,
los calzones son de tafetán doble, como quien los posee, y ya se
ríen de su dueño primero
porque fue bobo y del segundo porque no es tonto: la ropilla tiene
los pechos de paño y
las espaldas de bayeta; la capa, mira cómo blanquea con la edad, que
luego arroja las flores al rostro: sólo por esto la quieren mal las mujeres, porque las
planta los años en la
cara aunque más lo encubran con sus afeites, la valona, aunque la
pone debajo tafetán de
pliego, blanquea poco, y yo apostara a que la golilla se acuerda de
la batalla Naval, según
muestra la antigüedad; al sombrero bien se le conoce haber salido
del sitio de los valientes,
y por eso está tan caído de faldas, que parece que su amo toma
liciones de viudo, y aunque le da manos, no toma bríos; la toquilla
es de manto y el aforro,
también. Y cree, amigo
Onofre, que no es murmurar: que bien conozco que son pobres, pues
aguardan a otros para
que los den de comer, y el tiempo no está para comer a gusto ni
vestir a uso. Y también
hay algunos que se aventajan en vestidos a los que pueden más.
_Y aun eso es parte_dijo Onofre _ de la perdición de caudales deste
lugar; que, según he oído, dicen que un cortador de carne se echa tantas galas y más
que un almirante.
_Así es
_respondió Juanillo_, pero hasta hoy no he visto regla en
eso, porque son
los que mejor pueden.
Divertidos en su plática estaban
cuando vieron una mujer que,
puesta la mano en
una mejilla, iba dando alaridos que llegaban al cielo: preguntola
Onofre qué tenía o qué
era la causa de su tristeza, y ella, llorosa, dijo casi por señas
que una muela era quien aumentaba toda su pena. «¡Ah, cuerpo humano!
_repetía entre sí Onofre_. Si una
muela
te da tan mal rato, siendo una parte tan pequeña, que te hace no
estar en ti, sin comer ni
dormir ni acordarte de nada, ¿qué dolor será aquel, tan fuerte
como cierto, de la hora
de morir? ¿Qué batallas tendrán entre sí los sentidos? Como cuando
muere un poderoso
y deja muchos herederos, que siendo todos unos, y hermanos lo más
común, sobre si a ti te mejoró o te dio en vida más que a mí se
enciende entre ellos una perpetua enemistad,
siendo antes que muriera su dueño unos y conformes, así los sentidos
turbados y
descompuestos, cada uno fuera de sí, pretende reinar, hasta que
todos dan con su dueño
en la tierra, siendo el pobre cuerpo el que sólo es el que, si tiene
algún sentido, siente penas,
desasosiegos y inquietudes y sobra de dolores».
_Anda acá, Juan
_dijo Onofre _: veremos sacar la muela a esta mujer;
que ya hice
reparo al pasar en la percha del sacamuelas, que parece en su
aparato que el dueño ha robado
algún cementerio, bravo ruido tendrá su tienda el día de eljuicio
sobre buscar cada
uno sus muelas. ¡Qué de bocas abiertas se verán sobre el ajuste de
aquellas menudencias!
Llegaron al puesto del sacamuelas, sin dolor suyo, cuando, en mala
hora para la paciente,
la hizo abrir el maestro de la referida profesión una cuarta de boca
y echar al aire
otra tanta lengua; y después de haberse lavado dos o tres dedos de
cada mano en la boca de la paciente, la preguntó cuál muela era la
que la dolía; señalola la mujer y él volvió a enjuagar los
dedos y luego sacó un estuche, y dél una
herramienta que llaman gatillo,
que es peor que un gato de desván, y, aprestándose a la obra,
siempre la pobre mujer la
boca abierta, y no por escuchar sus gracias, esperando en el dolor
el descanso, la sacó una
muela sana y dejó la dañada. La mujer dio un grito que le puso en el
cielo y acabó con un
«¡Ay, pobre de mí!» revuelto entre bocanadas de sangre, y más cuando
aplicó la punta de
la lengua al lugar que pensó hallar vacío y le halló ocupado con su
antiguo huésped, que
desocupando la boca de la mucha sangre que la salía, dijo:
_¡Desventurada de mí! Señor, ¿qué ha hecho?
¡Que me ha dejado la
muela mala en la
boca y me ha sacado una sana! ¿En qué pensaba cuando tal hizo?
Pero el socarrón del maestro, medio riéndose, la dijo:
_Calle, que esa muela también estaba dañada; si mañana había de
volver a buscarme,
ya lleva hecha esa diligencia. Vuelva acá la cara: la sacaré esotra.
La mujer, ya puesta en la obra, volvió a abrir la boca llena de
sangre y él asió la muela
dañada, porque ya había para acertar con ella señales de ruina pared
y medio; sacola y la
mujer, arrojando sangre y quejas, se fue, y el sacamuelas la siguió
y asió del manto diciendo
que le pagase; pero la mujer, llena de enojo, escupiendo a cada
palabra, le dijo:
_Cuando me vuelva la muela a la boca y ponga tan firme como antes
estaba, yo le pagaré, y en el ínter Dios le dé en pago tanto dolor
como llevo.
Fuese dejando su tragedia gente y sobrados muchachos, que nunca
faltan en fiestas
de este color. Uno decía: «Mala mano», otro: «Tal le guíe Dios»,
otro: «Antes me dejara morir que ponerme entre las uñas de tus gatillos»; y el maestro de
errar a todo se hacía
sordo, y por disimular, tomó un braguero y se puso a coser, con que
la gente poco a poco
le fueron dejando solo.
También mudaron de sitio los dos amigos, que a ratos se reían y a
ratos se admiraban.
_Prométote, amigo Onofre _dijo ]uanillo _, que me dolía una muela
mucho, y con
lo que he visto se ha ido el dolor, y si vuelve tengo de venir a
este japón, pues sólo su vista
hace huir el dolor con la memoria del martirio.
_Dime, por tu vida
_dijo Onofre _, ¿qué gente es aquella que en
aquel portal se
anda paseando, unos en cuerpo y otros la capa terciada? Y si no me
engaño, ocupan una
mano con una escobilla de limpiar, que a traer toalla al hombro, creyera que pedían
para la maya.
_Éstos
_dijo Juanillo, sonriéndose _ son mancebos, llamadores en
tiendas de sombrereros.Y son tales que vuelven loco al que llega a comprar,
y aunque sea amigo,
lleva que contar agravios.
_¿En qué manera?
_preguntó Onofre _. ¿Tenemos otro sacamuelas?
_No
_prosiguió ]uanillo _, pero escucha, que sin dolor interior del
que llega a comprar, son peores éstos.
Llega uno y pide un sombrero, a quien con agasajos y monerías le
dicen que entre dentro
en la tienda o asiéndole de la capa casi a fuerza lo hacen, porque
si queda fuera, otro
de pared y medio, que alerta está, con la vista más atenta que perro
que aguarda presa, le
hace señas y se le lleva. Estando dentro, le sacan un sombrero del
género que pide, pero
no tan bueno como le quiere; dice que no le gusta; arrímanle y sacan
otra suerte mejor;
toma el vendedor un sombrero y sacúdele y luego le limpia con la
escobilla (que siempre
anda con ellos), y, después de limpio, se quita el suyo, si le tiene
puesto, y se pone el que
ha limpiado, con que siempre es el que primero le estrena. Vase al
espejo galanteando de
cabeza, y dice: «¡Mire vuesa merced qué sombrero! ¡Y qué horma, Dios
la bendiga! No
la hay mejor en la corte. Este sombrero a un amigo se puede dar, y
en su vida le ha visto otra vez». El que compra le mira y se le
prueba, dice que no le
agrada; con que le saca
otro y otro, hasta que le vuelve a dar con el primero, sin perder el
ademán de ponérsele
alabando la horma o su cabeza. En fin, llegan a concierto, y pide
tanto el que vende que le
da la mitad el que compra; a lo que el sombrerero, con una risilla
falsa, dice: «Vuesa merced
no busca género tan bueno. Aguárdese: verá sombreros de ese precio».
Y sin aguardar
más razones, le saca uno de corito recién venido. El hombre va
apurando su paciencia, yel astuto vendedor, más sagaz que la culebra en el manzano, le va
sacando otros géneros
hasta que le hace subir el precio; y, muy atento, dice que no puede
darle, que antes le ha
pedido menos de la costa. Déjale salir de la tienda, diciendo:
«Vuesa merced volverá a
mi casa, que del maestro que éste es no le hay en Madrid». Así que
le ve fuera le vuelve a
llamar, diciendo que vea otro género, con que el hombre, enfadado,
se va huyendo de
quien poco a poco le iba matando, y sin detenerse pasa medio portal
y da en otra tienda,
donde hacen las mismas ceremonias que en la primera, si no más. Al
cabo de dos horas que le han estado moliendo, ya enfadado, ajusta
uno en más de lo que
vale, tan bueno que
a dos posturas descubre diez manchas y con el calor de la cabeza se
le caen las faldas, como
las alas al tierno pollo cuando se quiere morir, quedando como soga
deshecha que ha
fregado el vidriado de una boda en casa de dueño rico y gastador. A
pocos días acierta a
pasar por la tienda, ve en ella al que se le vendió y dícele:
«¡Famoso salió aquel sornbrero!».
A que responde el tal sombrerero: «Pues ¿había yo de engañar a
hombres como vuesa
merced? No hay en Madrid mejor ropa que la que yo vendo en mi
casa». «¡Tal salud
tengas!», dice el paciente, y se va.
_Parece que lo has usado, según lo cuentas
_dijo Onofre _; pero dime,
¿está siempre
la escalera puesta en la horca como ahora?
_No
_respondió Juanillo _, que el estarlo hoy da señales de algún
ajusticiado.
Sacolos de duda un muchacho que, tocando una campanilla, declaró
ser ajusticiados,
pues sus voces decían:
_¡Hagan bien por el alma destos hombres!
Preguntole Juanillo:
_¿Cuántos son? ¿Más de uno?
Y respondió el muchacho:
_Otro.
_No parece bobo el tamaño _dijo Onofre _, según te ha respondido.
_No lo profesan ellos _prosiguió Juanillo _, que son maestros del dos
de bastos y su
habitanza es debajo destas armas reales con otros de su porte; y no
les falta para hacer
saltar la taba y sustentar sus personas en el ínter, que hay
panaderos tontos, fruteras descuidadas
y compradores divertidos. Y lo que más los engorda es un día déstos,
que como
acude mucha gente que gusta de ver estos trabajos y se aprietan unos
con otros, no sienten
el que estos inocentes degüellen las bolsas a los descuidados.
Aquí llegaba Juanillo, cuando media docena de ciegos venían con
grande furia sacudiéndose
el polvo a palos, como suyos, dados sin mirar a quién, y, sabida la
causa, era sobre
quién y cuántos habían de estar debajo de la horca aquella tarde
rezando por el alma
de los que habían de ajusticiar. Pusiéronlos en paz dos tuertos y un
bizco, a tiempo que,
volviendo la cabeza Juanillo, vio al verdugo que registrando estaba
la escalera, y el verle
fue causa que, perdiendo el color, se ausentase, sin detenerse hasta
que atravesó la plaza,
huyendo como de la muerte. Siguiole Onofre, y así que se detuvo le
miró el rostro para
preguntarle la ocasión de haberle dejado solo; y viéndole de color
mortal, le preguntó
qué había sido la causa de su turbación, que tan otro estaba. A lo
que respondió:
_Déjame, Onofre, que sólo el ver aquel hombre que ejecuta la
justicia ha sido causa
de haberse turbado todos mis sentidos, y sólo pido a Dios que me
tenga de su mano, que
el corazón parece que no cabe en el lugar que siempre ha ocupado,
según los golpes que
dentro da. y no es el miedo parte, pues quien a nadie ofende no
tiene qué temer: pero no
puedo negarte la turbación que me oprime en viendo, no sólo a este
hombre, pero a cualquiera
que tenga vara de justicia en la mano, que más quiero pedir por Dios
toda mi vida libre de penas y desasosiegos que cuanto hay en el
mundo, si
siendo dueño de todo había
de tener que hacer la justicia conmigo. Témola porque representa la
persona del Rey, y el
Rey la de Dios; y como es Dios quien me ha dejuzgar, en viendo vara
dejusticia me parece
que la aprehensión, apoderada de mis oídos, dice: «¡Juicio!».
_Bien estoy con que se respete y ampare y tema a la justicia _ dijo
Onofre _, pues
por ella vive en su casa cualquiera seguro, pero que se desfigure
un hombre de tal calidad,
que parece que ha llegado el último vale de su vida, parece
cobardía; y el tener respeto
y temor a la justicia la llaman los discretos cuartana de los
nobles, y aunque en sangre no lo seas, has manifestado el serlo en proceder, que es nobleza que
granjea cada uno por
sí, y no es la peor, que lo adquirido más lauro merece que lo
heredado, y no desmerece
asiento entre los buenos en sangre el que lo es en costumbres y
proceder. Y, volviendo a
tu turbación, no me espanto si cuando viste al verdugo te acordaste
de que su mujer con
ofrecimientos te llevaba a su casa para que le sirvieses; y pues el
color, ya restituido, va ocupando su lugar y el habla sosegada dice
que ha huido el temor, dime, por tu vida,
¿qué hacen aquí tantos hombres juntos? Que su adorno me da que notar,
pues veo unos
que parecen molineros y otros de harto trabajoso vestido, y todos me
parece que deben
de aguardar una misma cosa.
_Éstos
_respondió Juanillo _ son guzmanes. Y aquí hay harto que
notar, pues no todos
son del arte que les da de comer, que aquí hay maestros de la
albañilería y carpinteros
que llaman de obras de afuera, y otros que llaman peones, que son
los que amasan el yeso
a los albañiles, y en sabiendo tirar cuatro pelladas luego son
maestros y juegan de dórico
y compuesto, siendo ellos los simples de que el compuesto se hace.
Otros hay que ayudan
a dar recado, entre los cuales hay muchos a quien faltó el caudal y
se vienen aquí a buscar
en qué ganar un pedazo de pan. Y para que notes el pago más
ordinario que da el mundo
y que nadie puede decir «Bien estoy y seguro», pues aun los huesos
no lo están después de
enterrados, repara en aquel hombre de la capa negra que tiene el
rosario en las manos, que
yo le conocí tejedor de sedas con ocho telares, que todos trabajaban
y su amo comía; y como
ya la obra de Castilla no vale nada, porque las gaiterías
extranjeras la han arrinconado
llamándola groma porque dura (y no reparamos en que el extranjero
trae las telicas de
cebolla y se lleva el paño de Segovia para su gusto y se ríe de
nosotros); en fin, este hombre se perdió faltándole el caudal con
las huecas de estos infames usos, ayudando a ello mal tiempo, hijos
y enfermedades, obligándole la necesidad a venir a
ser peón de albañil.
Mira aquel que tiene el medio panecillo en la mano, que se limpia
los ojos a la capa, y
creo que no es porque los tiene malos, que la causa será el
sentimiento que en acordarse
de tiempos pasados surte a los ojos. Era mercader joyero y su corta
suerte le ha traído a
este estado. El otro día salió del hospital, y los amigos que tenía
huyen dél en viéndole, como
si fuera un apestado. Pero ¿qué mayor peste que la pobreza? Sólo un
amigo ha sido el
que no le ha faltado del lado, que es el perro que ves junto a él.
Repara en aquel que toma
tabaco: cuatro años ha que valía su hacienda diez mil ducados y
vivía quieto y regalado; y
aun eso imagino que le ha echado a perder, pues se metió a arrendar
una de las sisas que
tiene el vino y le sisó el sosiego y la hacienda. Ha estado preso y
por pobre le soltaron, que
la necesidad le obliga a venir a buscar quien le dé en qué ganar un
real.
_Y aquel que manotea tanto _preguntó Onofre _, tan azulado de valona,
¿es maestro?
_No _respondió Juanillo _, que también viene a buscar quien le ocupe:
ha sido juez
de comisiones.
_¡Qué dices! _replicó Onofre_. Y ¿ahora viene a esta miseria?
_No hay que admirarse deso _prosiguió Juanillo_, que un juez de
comisión se compone
de un rodrigón que, despedido en la casa en que sirve, con favor de
criado de don
Fulano le dan una comisión, con que le hacen de hombre langosta,
pues va a cortar las
haciendas a los pobres labradores. Y más monta el tanto de sus
salarios que el principal
de el negocio, y algunos vienen de la diligencia molidos a palos; y
tiene buen gusto quien
tal diligencia hace con ellos, que más son ladrones que jueces de
comisiones, si acaso hay
diferencia entre estas sabandijas.
Perturbolos la plática alguna gente que siguiendo a unos
ministros venía, y, apartándose
a un lado, notaron que era un hombre que, asido de una mujer, decía
haberle sacado
veinte reales de la faltriquera, que los llevaba para comprar de
comer. La mujer negaba a
vueltas de lágrimas y buen rostro, con que los que cerca se hallaban
volvían por ella ultrajando
al hombre con palabras pesadas (bravo engaño es debajo de buen
rostro malas
mañas; lición es del Demonio, pues para engañar a Eva se valió sólo
de un buen rostro). El
hombre iba hecho una sierpe, y decía:
_En esta faltriquera la cogí la mano _señalando a la de un lado_. Y
perderé el dinero si la miran y no lo hallan.
Con que un ministro, habiendo reparado en la instancia del hombre,
se determinó a
mirarla, y para hacerla mejor la fue guiando a un portal para
ejecutarlo con menos gente.
La mujer se hacía muy pesada, con que dio bastante indicio, a tiempo
que un hombre que
detrás iba de la mujer vio que dejó caer en el suelo dineros, y
llamando a la justicia, los dio
aviso, diciendo que mirasen que aquella mujer dejaba caer el hurto
en el suelo. Levantolo
el dueño y dijo: «Un real de a cuatro falta. Miren vuesas mercedes».
Hízolo el ministro, y
de unas bolsas de lienzo, que parecían talegas de alcamonías, se le
sacó.
_Señora remilgada _dijo el dueño del hurto _, ¿será razón llamada
ahora ladrona?
Mire si ha salido a luz mi verdad y su infamia.
La justicia, como vio la razón que tenía el hombre y reparó en que
la mujer había enmudecido,
tomaron su dicho, nombre y casa al hombre, y a la señora inocente
llevaron a
enjaular, para prevenirla posada, en frente del Hospital General.
Apenas se fue la justicia cuando de entre la gente que se había
llegado salía dando voces
un sacerdote, forastero al parecer, diciendo:
_¿Hay mayor infamia y atrevimiento
que a la vista del castigo se esté robando? ¡Que
tal pase en este lugar!
_ ¿Qué es eso _preguntó un hombre_, señor licenciado? ¿Qué le ha
sucedido a vuesa
merced?
A quien respondió el sacerdote:
_¡Qué quiere que sea! Aquí llegué a ver este alboroto y aquí me han
alborotado mi
sosiego,pues me han sacado veinte doblones de una bolsa, y hasta
dos pañuelos.
Miraba las faltriqueras y decía que no le habían dejado cosa en
ellas; daba vueltas y
miraba al suelo: propia acción del que pierde algo inclinar la
vista a la tierra por ver si lo
halla, y lo mismo hace el que se halla algo por ver si hay más;
nadie pierde mayor ni mejor
alhaja que el tiempo mal gastado
_No seré yo tan dichoso _decía_ como aquél que topó el ladrón y el
hurto. Pero
¿dónde le he de buscar yo, que ya estará media legua de aquí?
Y también podía ser estar mirando y oyendo lo que pasaba, que bien
de ordinario sucede.
Onofre, atento a todo, estaba como fuera de sí, diciendo:
_ ¿Es posible que a la vista de un suplicio donde se ha de hacer
justicia, se atrevan a un
sacerdote? ¡Oh, lugar confuso!¡Oh, confusión del mundo!
_Vamos de aquí_dijo ]uanillo _, que estas cosas suceden tan
de ordinario que no
hay que espantarse. Y pues es hora de almorzar, sígueme.
Hízolo Onofre, y a pocos pasos entraron en una casa donde pidieron
lo necesario y con
brevedad fueron servidos. Y a poco rato vieron un hombre que,
llamando a la dueña de
la casa, la dijo:
_Vuestro marido queda preso en la cárcel de Corte.
_¡Mi marido! ¿Por qué?
_preguntó la mujer.
A lo que el hombre respondió:
_Porque él se tiene la culpa, que los hombres han de andar cuerdos y
atentos con la
justicia. Salía de la carnicería con un cabrito y,llegando un
alguacil a mirarle, no lo consintió,
y porfiando el ministro en que lo había de hacer, se resistió
sacando la espada. ¡Miren
qué desatino en un hombre como Domingo! Forzosa cosa será que vuesa
merced tome su
manto, que aquestas son cosas que no quieren dilación en el negocio,
y yo voy en el ínter
a la cárcel y allí aguardo.
Fuese con esto, y Onofre preguntó a su amigo quién era el dueño de
la casa que se atrevía
a una resistencia formada con la justicia.
_Parécele juguete tal acción, debiendo andar prudente y cortés, pues
sabrás _dijo Juanillo_ que el que ha hecho la acción que has oído no tiene más
dignidad que ser tabernero,
y ayer era mozo de pellejos. Ha tenido buena suerte en esta casa,
donde ha ganado
para tener alas cuyas plumas son de oro, plata y cobre, y no
repara que son parecidas a
la estatua de Nabuco, que al primer vaivén de la fortuna no faltará
una china que la deshaga.
Yo sé que ha dado en un valle que le han de hacer aplacar los tufos,
aunque imagino
que saldrá bien de todo, porque tiene el todo, que es tener
dinero. ¡Oh, buen Dios, lo
que puede! Bien puede Marina sacar la hucha y llevarla a la cárcel,
que en estos lances no
hay favor como el oro.
A este tiempo ya Marina se había adornado; el manto era una capa de
paño verde, con
el cuello de terciopelo del mismo color, que sus señas decían: «Soy
de un lacayo», memorias
que guardaba Domingo para acordarse de sus obligaciones. Marchó
dejando encomendada la casa a una amiga suya, que en la cara se le
conocía haber gozado de lo gálico:
verde que pacen los machos de SanJuan de Dios.
_Paguemos_dijo Juanillo_ y vámonos; que la visita de la cárcel
hoy no se puede
perder, y veremos qué le dan a Domingo por la valentía.
Así que salieron a la calle ya entraba la justicia, con el rigor que
se sabe, a embargar el
hacienda, como lo hicieron, cerrando la puerta.
Hombre o mozo de tabernero (que,
siéndolo, también lo serías de
los pellejos, y aunque
ahora no lo eres, lo has sido, y es fuerza que las heces te hayan
quedado), ¿qué importa
que tengas cuatro reales, si no tienes prudencia y eres humilde? ¿Y
qué importa que tu
hacienda sea ganada con gotas de sudor, si las vendías a precio de
vino? Si quieres aumentos,
busca humildad desterrando de ti la soberbia, que para nada es
buena¡ sólo sirve para
caer, como lo hizo el ángel más hermoso que había en el cielo. Y
para que veas el estado
a que viene la soberbia, escucha: Cinaras, mujer hermosa, tuvo siete
hijas, llevando a su
madre en la hermosura muchos realces, pero tan soberbias que,
enfadados los dioses de su
demasía, las convirtieron en siete gradas de un templo para que
fuesen pisadas de todos.
Guárdate tú no quedes convertido en pez y tu hacienda en agua.
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DISCURSO
SEXTO
manece el día, deseado de todos, quiere el Autor de las cosas
criadas manifestar sus luces desterrando las confusas tinieblas de
la noche para que el hombre deje de ser ingrato a tantos beneficios
y, ya otro, conozca la deuda en que le está a Dios que le ha criado.
Despierta antes del amanecer y vase vistiendo, deseando entre el día
sólo para su comodidad, su gusto y su ganancia. Sale de casa sin
acordarse que hay muerte y que todo su ser puede dejar de ser en lo
breve de un pensamiento;
y aunque se contempla a la imagen y semejanza de Dios, no le da
gracias de que le
ha sacado de entre los lutos de la noche, imagen de la muerte, y
toda su priesa es por ir a
engañar a su prójimo o buscar ocasión de murmuraciones o
entretenimientos excusados.
También amanece para el bruto, pues criatura es de Dios. Levántase
en la cueva donde
habita, dejando caliente el lugar que de lecho le ha servido,
extiéndese y entre desperezos encorva el lomo y abre la boca: levanta la vista al cielo y
luego la inclina a la tierra.
El pajarillo sale del nido y a la puerta de su estrecha vivienda,
con el agudo pico pule sus
alas, extendiendo cada una a compás de una patilla, y,viéndose en el
deseado, día empieza
su canto. El pez, que en lo lóbrego de su estancia pasó la noche
quieto y encogido, viendo
el día retoza con los cristales, y después de muchos brincos,
causados de su alegría, saca la
frentecilla de plata levantando la vista al cielo. Este pececillo
seguro amanece, a su entender:
que después de muchas fiestas y escaramuzas a que le mueve su
alegría por las luces
que goza (que el levantar la cabecilla al cielo es darle gracias del
bien que recibe), parte
luego bullicioso a buscar sustento, y sin pensamiento de hacer mal,
da en el garlito o la red
y queda preso o muerto. El pajarillo sale de su nido a ver la
claridad y, para dar gracias a
su Criador, mueve la sonora voz mirando a todas partes, dando nuevas
a las aves que ya
ha venido el día y ha manifestado sus luces. Levanta el vuelo para
buscar alimento: ve una
verde zarza y enderézase a ella para descansar de los retozos que
por el aire ha dado, e, inocente de que el desvelado cazador tiene
enredada la zarza de engaños, queda preso
en la vareta, ultrajada su pluma, ajados sus hermosos colores, y con
la lucha a que le ha
ocasionado el verse preso, ya herido o muerto. El animal, que de la
cueva poco a poco va
saliendo, llega a la bruta puerta, mira al cielo y estremécese
abriendo la boca, con que en
su modo da gracias al Autor de todo. Sale seguro, a su entender,
a buscar alimento, sin
reparar que el montero ha estado toda la noche sobre la cueva
aguardando a que salga, y así que le ve, le tira y queda muerto. El
bruto, el ave, el pez, todos dan gracias a su Criador
de la vida que gozan, sin aspirar a más, y sin hacer mal mueren
impensadamente.
¡Ay de mí, miserable gusano!, que siendo hecho de tan hermosa
arquitectura, a quien
Dios dio dos ojos, dos oídos, dos manos y dos pies, y un discurso
tan penetrante, no le aplico
al conocimiento de que tengo un alma no más, y que si falta la vida
(que puede ser) y me
hallo mal prevenido la muerte, no tengo otra vida a que apelar para
curar el alma ni otra
alma que salga a pagar las deudas que causé viviendo, y pudiendo
aspirar a una vida eterna,
mal logro el mayorazgo que es mío ofendiendo al Padre que me le
dejó, dándole causa para
que me eche su maldición, como a hijo desobediente, y desherede de
lo que por mío señaló.
Sale, con fin de hacer mal, un hombre de su casa, casa donde habita
de noche, es de
vecindad, donde viven otros, aunque malos, mejores que él; y sin
santiguarse ni mirar al
cielo, sólo mira a la tierra, que le parece mucha y larga para
llegar adonde ha estado pensando
toda la noche. Guía sus pasos a Provincia en busca de un alguacil
conocido, que no
faltan ministros que conocen a éstos y ya los entienden su flor, que
es flor que usa la serpiente
llamada hiena, que tiene instinto de aprender los nombres de los
pastores que habitan
donde ella y, llamándolos de noche, los ocasiona a que salgan de sus
cabañas y luego
los mata. Así, este hombre anda de día vigilante a los pecados
ajenos: nótalos y aprende
las casas y nombres de los que pecan para luego matarlos llamándolos
por medio de la
justicia. ¡Oh vil serpiente con voz y rostro de hombre! Llegó uno
destos de quien hablo a
Provincia y halló con quien desahogar su infame pecho a tiempo que
Juanillo y Onofre,
pasando por allí, repararon en el hombre y, parándose, como quien no
hace caso de aquello
mismo que desea ver, oyeron que el alguacil decía que guiase;
y Juanillo dijo a Onofre:
_Sígueme: verás una de las vilezas que los que las profesan usan en
este lugar.
Hízolo Onofre y a breve instancia dieron en la calle del Arenal,
y en una casa harta
de viviendas y hambrienta de entradas se metió la guía y en su
seguimiento la justicia.
A poco rato salieron con la caza, que era una mujer de honesto
adorno, tapado el rostro,
y un hombre de buen parecer, que venía entre el alguacil y el
escribano.
_ ¿Qué te parece_dijo Juanillo _lo que vas viendo? Pues sabrás que el
honrado que
guió a este lance es cañuto del fuelle de la fragua de Vulcano. Mira
cómo se queda dentro,
pues cuidado y verás cómo sale a su tiempo y se atraviesa al paso
para el ajuste; que a
éstos ya los conozco yo y sé su modo de vivir.
Fuéronse los dos amigos a lo largo detrás de la justicia; y al
llegar a la escalera de piedra
de San Ginés los cogió de cara el cierzo, haciéndolos detener; y sus
primeras razones
fueron decir al preso.
_¿Qué es esto, señor Fulano? ¿Va vuesa merced a la cárcel? Mire si
manda algo en
que le sirva, que amigos son estos señores y harán por mí
cualquiera cosa.
A lo que dijo el preso:
_A la cárcel me llevan estos señores, y los
he suplicado dejen a esta señora, que es
casada y como no me conocen no han querido hacerme favor.
Entonces el fuelle apartó al alguacil a un lado, y, estando hablando
con él, el preso se
subió la escalera arriba y, de lo alto, dijo, quitándose el sombrero:
_Regalen vuesas mercedes a ese caballero, que yo le prometo de
satisfacerle el agasajo. Y esa señora, por mujer siquiera, la pueden dejar, que yo los
encomendaré a Dios que los
libre de soplones.
El ministro quedó haciendo el papel de un confuso, y el fuelle, sin
poder respirar (como
le faltó el aliento que a su entender ya tenía en la bolsa), mirando
al alguacil, brotando
parte del veneno de sus podridas entrañas, le dijo:
_Si vuesa merced le dejó suelto, ¿qué quería que hiciera?
¡Vil soplón! Si querías ajustar el que no fuese ese hombre a la
cárcel, ¿por qué te pesa
de que haya huido? Respóndeme luego, que no he acabado contigo.
En fin, desterrando la confusión, el ministro dijo a la mujer:
_ Vuesa merced, señora, váyase con Dios. Y mire por la enmienda: que
otra vez, aunque
sola,la he de llevar a la cárcel.
Fuese, con esto, al paso de quien huye, y volviendo la justicia al
soplón, le dijeron si
mandaba algo. A que respondió aturdido:
_Váyanse ustedes con Dios, que yo me he de ver con este caballero
para decirle cómo
ha usado tal término con hombre como yo; pero a un beneficio, una
mala correspondencia
es muy cierto.
Esto cierto es que lo diría por la gente que lo oía, que para la
justicia, que ya le conocía,
no era necesario. Hiciéronle ir, y él hubo menester poco, no porque
la vergüenza fuese la
causa, que estos tales la vendieron en la cuna. ¡Quiera Dios nuestro
señor, fuelle de Satanás
o cierzo del Infierno, que viento des a la barca de Aqueronte! ¿A
esto madrugaste,
después de desvelado toda la noche hasta ver preso el pez? ¿Para
esto usaste de la más vil
obra que hacen los hombres, si acaso son tales como tú? Respóndeme,
duende convertido
en aire pestilente. Dirás que lo hiciste por evitar un pecado
mortal, por atajar un escándalo
y por limpiar tu casa, que ya sé que vives en ella y que vives de
lo que tú sabes y todos sabemos.
Mientes si tal dices. ¿No bastaba conocer a ese hombre y mirar que
debes querer
a tu prójimo como a ti mismo? Pero por conocerle lo hiciste, que
sabes que tiene qué gastar
y pensaste que te tocara a veinte por ciento. El sueño del ciego
fue para ti, que mala yerba
eres; a la cicuta te comparo, fría y venenosa. Medio desesperado vas
porque no se ha hecho
a tu gusto lo que querías, mira no te mueras de pesar, que Filistion
Niceo murió de risa y
Filípides de gusto de un vencimiento poético. No mueras tú de un
susto, que suele helar la
sangre, y procura, para que no te lleve arrebatadamente otro aire
más fuerte que tú, traer
plomo en los pies (como lo traía Filetas, poeta elegíaco griego, de
quien afirma Eliano que,
para que el aire no le llevase, traía en los zapatos gruesas suelas
de plomo): mira que tú andas muy ligero y que el aire de la muerte
no se descuida. Sólo te digo que te vayas para quien
eres y te lleves esta advertencia hacia allá, y ten cuidado con
ella: el testigo falso engendró
al soplón y por obra tan infame salió condenado en ducientos azotes, Mira que sigues su
rumbo y que te consuelas con decir que tales sustos los echas a la
espalda.
_¿ Qué te parece, amigo Onofre _dijo Juanillo_, lo que vas sabiendo más
en este laberinto
del mundo? ¡Mira si ha salido todo verdad! Pues aguarda, que no se
ha acabado la
historia: mira el que llevaban preso cómo sale de la iglesia y se va
a la justicia con mucho
sosiego; mira cómo los saluda y ellos a él, escucha, que en buen
lugar estamos para oír.
_Agradecido estaré toda la vida_dijo el hombre_ al agasajo que se
ha hecho conmigo. Y, a conocer valía algo el interés, le diera con sobrado gusto; pero
ya saben mi posada
y, pues me conocen, me pueden mandar.
_ Esto no se ha hecho por otra cosa más que por conocer que con
hombres como vuesa
merced para la enmienda no es menester ejecutar castigo _dijo el
alguacil_, y por que el
soplón no haya logrado su desvelo.
Despidiéronse, y el hombre guió a la plaza, a quien hizo volver el
rostro Juanillo, que
en voz alta dijo:
_¡Oh ministros extraños a todos los nacidos que salieron al mundo
para serlo, pues,
desinteresados, os diferenciáis de todos, Buena pascua os dé
Dios y mala al soplón,
sobre el mal rato que le habéis dado!
Sonriose el hombre y Onofre se llegó a él, diciendo le hiciese
gusto, para sacarle de
dudas, decirle el suceso; que, aunque habían visto gran parte dél, no
sabían lo interior.
A quien el hombre dijo que estando hablando con aquella mujer
entró la justicia; que
luego le conocieron, por ser amigos; que le dijeron cómo los había
dado el punto aquel
hombre y que había de salir al paso para el ajuste.
_Que les había dicho cómo era conocido mío; como es verdad _prosiguió
el hombre_:
que le conozco de una tarde que le libré de manos de unos que,
infamándole de
soplón, le querían dar su merecido. Díjome el alguacil que por
quedar bien con él (que de
en cuando en cuando los socorría con viento), llegase hasta San
Ginés y allí me entrase,
y que luego dejarían la mujer. Después ha pasado lo que vuesas
mercedes han visto, pero
yo le haré que se acuerde de mí.
Con esto se despidió, quedando Onofre espantado, diciendo:
_¡Famoso día tendrá el soplón! ¡ Que haya tales hombres en el mundo!
Aunque no
mirara el haber nacido cristiano, se había de acordar que le debía
aquella acción de librarle
la vida de quien le quería ofender. ¡Yque haya pretendido tal
infamia!
_ ¿De eso te espantas?
_dijo Juanillo _. Hay en Madrid un
sinfín de éstos. ¿Piensas tú
que la justicia hiciera tantas prisiones como hace si no fuera por
el aliento de estos huracanes? En sus oficios se están paseando o
sentados hasta que llega el aire y los desencoge.
En el campo, cerca de los pueblos, se crían cardos silvestres, y,
aunque silvestres, echan
su flor en una como alcachofa. Cuaja esta flor simiente y, seca, se
cae dejando el lugar
donde fue congelada, que es un círculo redondo, tan sutil, que
parece ser hecho de aquellos
átomos que descubre el sol cuando entra por parte tan angosta que le
niega lo franco.
Sécase el cardo y de entre sus hojas saca el aire de octubre aquel
círculo sutil y trae a los
pueblos volando por su esfera; en viéndole los muchachos cómo vuela
por el aire y corre
por la tierra, le llaman milano y procuran asirle, hácenlo, aunque
con algún cansancio, y
en cogiéndole en las manos, le dan un fuerte soplo para que vuele a
su gusto. Estos niños
con alma sincera le avientan a soplos porque ven que no hace daño
el levantarle del suelo
ni aventarle y a ellos los sirve de entretenimiento; pero el soplón
da un soplo al ministro
o milano que quieto en su lugar se está, para que vuele, para que
haga daño, para que, si
pega el pájaro en la liga que a puro soplo ha puesto en su vara, le
dé parte de la pluma que
le ha de quitar. Atrevido aire de octubre que a ese milano sacaste
de su quietud (que por
talla tenía, aunque entre hojas secas) y le has traído adonde canse
e inquiete a esos niños,
pero ¿para qué hemos de reñir a este aire, pues no hace más daño que
cansar y moler a
aquellos niños y también los entretiene? Pero tú, aire cruel del
Infierno, que interrumpes
y deshaces la quietud del ministro que sosegado se anda paseando con
el rosario debajo de
la capa por que no le vea otro compañero suyo que no es aficionado a
cuentas y le llame
santurrón camandulero (que hasta en el rezar ha entrado el vituperio
y la murmuración),
y puede ser que esté pensando en cosas que importan a su alma, ¿para
qué le desacomodas
de su quietud? ¿Para que vaya a hacer mal a su prójimo? ¿Para que si
hay ocasión eche
veinte juramentos? ¿Para que te dé algo de lo que ha de quitar al
otro? Buen amor tienes a
tu prójimo, buena lición sacaste de la escuela de amor; sin duda
llegaste después que había
trocado armas con la muerte, pues tu amor mata. Mira que hay muertes
desprevenidas
y que no andas seguro debajo de tejados ni canalones; mira que
Esquilo, siendo hombre de mucha razón, sentado en el campo
estudiando le mató una tortuga que dejó caer un
águila, dándole en la cabeza de tal suerte que de la grave herida
murió. Mira que tú vives
de hacer mal y que no sabes si tu castigo está prevenido en tu
lecho. Mira que no mereces
que te llamen hombre, pues a Dios nombra quien nombra hombre. A ti
te han de llamar
camaleón, pues le sustenta lo que a ti, pero con diferencia que el
camaleón cuando abre la
boca para recoger el aire da gracias de camino al que crió tal
elemento y no daña con él;
pero tú recibes el aire como sabes y para que te sustente le
arrojas con que dañas y matas,que tus entrañas producen ascos de peste. Sólo te digo, para
dejarte, que no te juzgo,
que te digo quién eres; que el juzgar le toca a Dios, a quien suplico
nos juzgue con toda su
piedad y misericordia.
_Bien le has castigado de palabra
_dijo
Onofre _, aunque mucho más merecía, pues
ni de los mandamientos de Dios ni de las obras de misericordia se
acuerda el que sólo estudiacómo hará mal a otro.
_Aguarda _dijo ]uanillo_, que lance semejante no se puede perder.
Pues nuestro
entretenimiento es recoger hoy bazas perdidas, o, por lo menos,
parecernos mal sus descuidos,
repara en aquellas dos damas que allí vienen, que, aunque bien
vestidas, son muy
desgarradas. Y a fee que las conocí yo con diferente adorno; que
aquella de las puntas en el
manto, que son de tramoya, con ella las ha ganado; yo me acuerdo
cuando asaba castañas
al lado de una que decía ser su tía, y la tal tía vendía por menudo
su mercaduría. Sacola
de menores y pasó a medianos un estudiante hijo de un mercader
lencero de los que traen
la tienda a cuestas, y luego un mozo de mulas la puso en mayores,
aunque para ello vendió
el caudal, echando la culpa a la careza de la cebada; y ya es mujer
de cuarto de casa, estrado
y criada, y no falta quien la da coche algunas veces; y en verdad
que, fiada en su cara,
anda muy barata y se da mucha priesa. Ella dice que buenos son
muchos pocos, y si se descuida
la han de condenar a zarza, porque es de la calidad del Diablo, que
a nadie desecha
ni hace asco de cosa, sin reparar las miserables el mal fin que
tienen todas ocupando las
camas de los hospitales o las puertas de las iglesias, tullidas y
llagadas, sin poderse menear,
pudiendo reparar con tiempo en la causa de su mayor hermosura, que
es el adorno. Sin el adorno, como amanece y tomando un espejo,
contemplaran la
falta que las
hace la falta de las galas; el cabello descompuesto y sin el cuidado
ordinario, qué poco
las adorna; mirando el color del rostro, pálido y a trechos
amarillo, qué ajeno está de la
hermosura; los ojos con ojeras y legañas de haber estado aquellas
breves horas cerrados, miraran los labios cárdenos, el aliento pesado y enfadoso: todo
causado de una noche
que para descansar se acuestan. Y si esto que sirve de descanso
desfigura tanto, ¿qué hará
una enfermedad? Y si contemplaran en la enfermedad no estuvieran
lejos de acordarse
de la muerte; pero ellas sólo estudian el ejercicio de desnudar a
los hombres para vestirse
y adornarse. ¡Mira qué presto que hallaron las arpías con quien
hablar, que ya cecean a
aquel alguacil! Escucha, que en buen lugar estamos para oírlas.
Llegó el ministro a ellas y, después de saludarle, la una le empezó
a reñir: cómo en
tantos tiempos no la había ido a ver, que bien se conocía el tener
nuevo gusto, y que bien
recibido había sido siempre. A lo que respondió el ministro que
ocupaciones precisas
no le daban más lugar, que mirasen si mandaban algo, porque tenía
que hacer. A lo que la
una dijo:
_Esta tarde le hemos menester a vuesa merced, que doña Inés _señalando a la compañera_tiene un particular que hacer, y es con un indiano de los que han
venido con la flota, que bien se le conoce ser hombre de hacienda,
pues a la primera vista la ha dado
veinte pesos para las puntas de un manto. Ha pasado a Castilla a ver
sus damas y ha encontrado
con ella, y la picarona bien sabe embobarle con sus melindres. Y
creo para mí que esta tarde va para despedirse, y así, a las seis
aguardamos; la portera estará avisada,
que es aquella buena vieja, antigua en casa, que bien conoce vuesa
merced.
Despidiéronse con esto y el alguacil dio palabra de ir, y con el
acostumbrado desgarro
prosiguieron su viaje.
¡Vil mujer, hija del Nilo, astuto engañador cocodrilo que en sus
engañosas riberas te
has criado, que lloras para matar al hombre que te está
favoreciendo! ¿ Qué razón darás
a tan justas quejas como contra ti da la misma naturaleza, pues a
quien te alienta quieres
matar? El león es el animal más fiero que hay, y si recibe un
beneficio del hombre, agradecido,
le sirve toda su vida. Dirás que es forastero, que se ha de ir y
dejarte, que es rico, que
pague bien el gusto que ha tenido. Esto respondes, falso animal,
caballo desbocado que al
dueño que te ha lavado, regalado y peinado, querido y estimado le
matas de dos coces
o le despeñas. Sobrada paga era a lo que tú mereces, según quien
eres, cuatro reales de
plata. ¡Mira qué agradecimiento das a lo demás!
Un pájaro hay bien conocido a quien llaman torcecuellos, a éste le
dio naturaleza la
lengua diferente que a otros pájaros, pues es delgada como un hilo y
larga. Éste con particular
instinto busca los hormigueros más copiosos y allí se echa, sacando
y tendiendo la lengua a la puerta de aquellas ambiciosas afanadoras,
ellas, codiciosas del sabor de la
carne, se enlazan en ella y, en estando toda cubierta de hormigas,
abre el pico y sepulta
en su seno todas aquellas vivientes, metiendo dentro la lengua
cargada de hormigas, como
erizo de madroños o manzanas. Peores sois que este pájaro, que,
aunque mata, es a
quien nunca le ha hecho beneficio: pero vosotras matáis al mismo que
os sustenta. Éste
una vez mata: vosotras, muchas veces: éste cierra los ojos para
engañar, vosotras los abrís
para ofender a Dios y al hombre. Éste le dio naturaleza la pluma que
le adorna y siempre se reconoce deudor, pues cantándola endechas agradece el
beneficio. A vosotras os da
el vestido el hombre y le procuráis matar: peores sois que el
Demonio, pues por meter
el pecado en el mundo se valió de vuestro rostro y nombró por su
abogado, siendo vosotras
el principal instrumento para que entrase la culpa por los puertos
de la naturaleza.¡Desdichado es el hombre que en el mesón del mundo, donde ha de
vivir, topó consorte
de vuestro humor, y dichoso aquel a quien cupo mujer honesta y
virtuosa, que es
toda la dicha del siglo!
_jVálgame Dios _dijo Onofre _, amigo Juan!
¿Esto hay en Madrid? ¿Es posible que
no teman estas viles mujeres la justicia de Dios, sin dar el oído
a sus amenazas y reparando
en las ganancias del pecado? Pues todo su caudal es comerse de
cáncer sus miembros
y consumirse poco a poco, agregándose a este achaque otras
enfermedades graves, como la
lepra, asma, perlesía, hidropesía, el no poder lograr la comida en
el estómago con desgana
de ella, el frenesí, la lengua pasmada, la gota y otros achaques tan
graves y más llenos de penas,
desasosiegos, inquietudes y dolores. jYque tan sin rienda pequen por
tan viles modos!
_ ¿De eso te espantas? _dijo Juanillo_. Hay tantas que usan esta
flor que para mí no es novedad por ser tan plático.
_jOh bondad infinita!_replicó Onofre_. ¿
Qué más hace la víbora que
estas mujeres?Que, aunque hace reventar a la madre que la cría, ya es obra
de naturaleza; pero
lo que éstas hacen es obra del Demonio, que mete al hombre en el
pecado y luego corre el
velo y toca la campanilla para que todos le vean y su misma afrenta
le mate. Aun no hace
tanto daño el cuervo en sacar los ojos a la madre que le cría.
Baste, sierpe lasciva, que para
nombrarte te llamen mala y luego mujer. Vamos,Juan, que no quiero
ver en este lugar más
de lo que he visto, que para perpetua admiración basta.
_Aún no has empezado
_respondió Juanillo _ y ¿ya te enfadas? Ten
paciencia; que
hay mucho más que saber y ver, que éstas son cosas que los hijos
deste lugar las tenemos
por tan comunes como un domingo cada semana.
Sus pasos guiaban los dos amigos a la calle Mayor cuando un Kyrie
eleison de un sacristán
que junto a la cruz de su parroquia iba los hizo detener: era un
entierro, y por ver
la ostentación que llevaba se detuvieron. Iban ocho religiosos, los
hermanos de San Juan
de Dios, que llevaban el cuerpo; los niños de la Doctrina y
Desamparados, todo el Cabildo,
veinte y cuatro pobres con sus hachas de cuatro pábilos, muchas
cofadrías y sus
mayordomos con cetros. El cuerpo iba en una caja, cubierta de
bayeta, y detrás mucho
acompañamiento pardillo. y antes de llegar el cuerpo a la iglesia,
se detuvo en el ínter que
dijeron un responso, a tiempo que los testamentarios, que en sus
razones se les conoció
el serlo, al llegar donde Onofre y Juanillo estaban se detuvieron,
preguntándolos otro que
iba en el entierro que cuántas misas había dejado. A
quien respondió uno de ellos que
ciento, y que en cuanta hacienda dejaba no había para pagar deudas y
entierro. Estirase
de cejas el que preguntó, y el entierro anduvo.
Hombre, que no eres más que un vil gusano, a quien después de
muerto aborrecen
los mismos que cuando vivo le amaron, pues ya no hace más que causar
horror y espanto,¿para qué quieres honra fantástica? ¿De qué te
sirve después de muerto? Procura honra
en el alma, que es sólo la que entre los muertos vive.
_Anda acá, Onofre _dijo Juanillo_: le encomendaremos a Dios y
preguntaremos
quién es.
Fueron, y en la iglesia notaron un aparato como para un príncipe:
estaba toda la tierra
enlutada, veinte y cuatro blandones de plata para las hachas que
llevaban los pobres (que
a puro atizadas ya iban demediadas), toda la música de la capilla
real, y la tumba tenía
alrededor más de ducientas luces.
_¡Válgame Dios! _dijo'Onofre_. ¿Quién será éste, que con tanta
majestad viene a
la tierra?
Preguntolo a un hombre que había acompañado el entierro, y
respondiole que era un
bodegonero de la calle de las Velas.
_¡Válgate Dios por bodegonero!_dijo Juanillo _. ¿No era mejor
ajustar un entierro
de moderado gasto, acordándote quién eras y eres, y no dejar que
notar? Con doce sacerdotes
y una cofradía tenías harto para hombre de tu esfera, y no tanto
aparato y tan pocas
misas; ¿por qué no te acordaste de tus padres y de tus parientes y
bienhechores, que por
tales podías tener a cuantos han comido en tu casa? ¿Por qué no
reparabas en que
había almas en el Purgatorio y que en Madrid se da limosna para
redención de cautivos,
y que hay pobres viudas y huérfanas doncellas? Esto sí que luciera
más que las hachas quellevan los pobres. Tú, sin duda, te aconsejaste con alguno de tu
oficio, que de ordinario son
zafios y gente que sólo entiende en la ganancia que deja la tajada
con dientes y el picadillo
de livianos de vaca. Mal te aconsejaron en un lance que, después de
muerto, no hay enmienda,
y más habiendo tenido un trato como el tuyo. Quiera Dios sea sólo el
cuerpo el
que pereció y no el alma, que si la llevas hambrienta de caridad no
has de poder socorrerla, aunque te hallaras allá con lo que sobraba
en tu mal bodegón, que en lugar de darlo a
pobres lo recogías para volverlo a vender; y cuando sobraba no era
por falta de hambre en
los que a comer entraban, que la causa de sobrar era lo mal guisado
y mala sazón de lo que
bien vendido los ofrecías, y por eso preveniste tantas especias al
cuerpo y te olvidaste del
alma. Allá lo verás cuando de tantas veces como acá oías decir
«¿Cuánto debo?», allí oyes
decir «¿Cuánto nos debes?», y, volviendo la vista a la parte de la
voz, ves que se acercan a ti
una tropa de aguadores, esportilleros, lacayos y mozos de
sillas, quejándose de ti porque
dejaste su pobre hacienda en el mundo, pudiendo haberla llevado allá
y repartir con ellos,
contigo y con los de obligación.
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DISCURSO
SÉPTIMO
l que usa misericordia debe ser breve en la resolución, y el que
airado fragua castigos debe dilatar el juicio y la ejecución, y,
haciéndolo así, excusa el arrepentimiento.
_Divertido estaba _dijo Juanillo _
pensando en lo afligido de un preso el día de visitarse,
y todo lo allana cuando hay juez piadoso que obra con misericordia,
con que se
parece a Dios. Y pues es hora, vamos a ver la visita, que hoy será
temprano.
Siguiole Onofre, ya breves pasos llegaron a la cárcel de Corte,
donde a su puerta había
gran número de gente, y, preguntando la causa, supieron era un
ministro que había quitado
la espada a un lacayo por ser de más de marca y traerla en vaina
abierta, y el tal lacayo, gallego,
había avisado al mayordomo de su casa y habían venido a la defensa
una veintena de
lacayos y una docena de pajes. Daban con demasiado brío voces,
diciendo eran criados de
don Fulano y que no diese la justicia lugar que lo supiese su amo.
Pero como la justicia estaba
en el zaguán de la cárcel, asiendo a dos, que eran los que más voces
daban, los metieron
dentro y cerraron la puerta, con que los de afuera apelaron a la
visita. Muchos aguardaban
a que abriesen y algunos llamaban, a quien el señor portero decía se
fuese noramala; para él
tales días de bulla son enfadosos y no me espanto; pero un preso que
llevaban a la visita
hizo abrir, con que todos entraron. Llevaban este preso porque traía
un coleto de bien poco
abrigo y defensa; que su dueño, más que por defensa, le traía por
abrigo.
Así que dentro estuvo Onofre, permitió que la admiración usase sus
extremos, notando
en tan hermoso edificio tanta comodidad y desahogo para los presos,
cuando cerca de
sí vio un hombre que batallando estaba con otro; quejábase el uno
amargamente de su
corta fortuna, diciendo:
_ ¿Es posible que vuesa merced no me haya hecho más favor, sabiendo
que hoy se ha
de ver mi pleito, en haber examinado aquel testigo, que importaba
mucho a mi negocio?
A lo que el otro respondió:
_A mí no me han dado blanca alguna, y, no viendo luz, yo no acierto
a escribir, aunque
fuera para mi padre.
Aquí conoció Onofre que el uno era preso y el otro escribano.
Prosiguió diciendo:
_ Vuesa merced busque dinero y tendrá buen pleito.
_¡Qué bueno le he de tener _respondió el preso _, si se ha de ver hoy
sin falta! Y con
su descuido de vuesa merced qué sé yo lo que saldrá.
Gran
desdicha es el ser pobre un hombre y no hallar caridad en los que
trata. Despidiose
el escribano porque le llamó otro preso, quedando este primero más
triste que la
noche. ¿Es posible que seamos tan malos los hombres, que, no viendo
el interés primero,
no nos movamos para acudir al necesitado? ¡Que este escribano, que ya
le habrá comido
su hacienda, falte a una diligencia porque faltó el dinero! Poco
premio espera del Cielo
el que sólo mira al de la tierra.
Volvió la vista al otro lado Onofre, sintiendo en su corazón estas
miserias, y vio otro preso que a un hombre suplicaba le llamase a su letrado,
porque salía
y la visita, y el tal
hombre le respondió que ya le había llamado; pero que decía que si
no le daban dineros
no quería venir.
_¿Qué dineros le he de dar_respondió el preso_, si ya los llevó ayer
y no se vio el
pleito?
_Amigo
_replicó el tal _, ya se lo dije, y me respondió que hoy era
otro día.
_¡Ah, pobre de mí! _prosiguió el
preso_. Sin abogado y en visita,
¿qué haré?
Paseábase apretando las manos una con otra, levantando la vista al
cielo pidiéndole favor.
A todo atendía Onofre, cuando vio que entre dos sayones llevaban
a la visita a un
hombre cano y macilento, que iba chasqueando dos pares de grillos
muy cortos de mástil;
y llegándose Onofre a otro preso, le preguntó que por qué estaba
aquel hombre tan cargado
de prisiones. A que espondió el preso:
_Seis meses ha que está del modo que veis, sólo por un indicio. Y
cierto que cuando le
trajeron preso no traía cana alguna y miren qué tal está.
«¡Ah, triste vida del hombre! (decía entre sí Onofre). Dime: ¿cuándo
descansas?, que
no sé cuándo: o ¿cómo vives con tantos trabajos y penas como entran
en ti con el uso de
la razón?»,
_Vamos arriba
_dijo Juanillo _, que ya creo que empieza la visita.
Subieron y vieron que se empezaba en Domingo, el de la resistencia,
y como Marina
no se había descuidado, no le fiscaleó el alguacil y el escribano
había escrito con pluma
suave; pero, con todo, salió condenado en ducientos ducados y cuatro
años de destierro y
privado de aguador.
«Si a éste le castigaran (decía entre sí Onofre) por esta
resistencia, pues era justicia, no
se atreviera a otro tanto alguno con más alas que éste; pero como el
dinero es gran favor
en todas partes, y aquí no ha tenido pereza en bullir, todo se ha
hecho bien. Si le sucediera
esto a un capitán harto de pasar malas noches y peores días atento
al servicio de su rey,
siempre buscando la muerte, opuesto a cualquier empeño y el cuerpo
con más cicatrices
que ochavos su bolsa, con el informe de un apasionado ministro y lo
escrito de un mal agasajado
escribano le encerraran quince días, hasta que el consejo de guerra
le embargara;
y luego le formaran competencia entre las dos justicias, que no hay
cosa que más apure la
paciencia, pues siempre aguardan los martes, y para el preso llegan
aciagos.Y cuando llega
a verse su negocio, ya el vestido con que entró en la cárcel, a puro
remiendo, no se le conoce
su primer origen: ni a su dueño si tiene cara, pues le tienen tallas
barbas que parece
casería pequeña entre alameda grande, y ya el que era hombre robusto
está tan cenceño
que le pasarán de parte a parte con una paja de centeno. A éste con
rigor se le escriban sus
pecados, que es soldado y pobre y no ha podido guiar la pluma ni
enroscar la vara».
Siguiose la visita en el lacayo de la vaina abierta, y mandaron los
señores que al punto
se la volviesen y echasen la puerta afuera; y aun no iba contento,
que decía que había de
hacer y acontecer.
_No hay hoy puesto con más libertades _dijo un preso que junto a
Onofre estaba_ que
lacayo de un señor o portero de un alcalde.
Y sin decir más se salió de la sala. Visitase el del coleto, y el
alguacil alegaba que traía
espada. A lo que el dueño dijo que en su vida se la había puesto.
Mandáronsele volver,
que parecía de gamuzas y no de ante: y al irse le dijo el alguacil
agradeciese que no le había
fiscaleado. Llamaron a visita al hombre cano, y así que se empezó
a relatar su causa
dio la hora, y los señores se levantaron mandando desocupar la sala
y la cárcel para sacar
aquellos míseros de fortuna.
_¡Válgame Dios _dijo Onofre _, qué laberinto es el de esta casa!
Vámonos, que ya
me tiemblan las carnes de estar aquí dentro.
Salieron fuera y guiando sus pasos a la Puerta del Sol vieron
gran ruido a la de una
casa grande, y preguntando Onofre a un mozo la causa, le dijo que
dos hombres sobre una
suerte se habían herido muy mal en aquella casa, que lo era de
juego. Entraron dentro y
en el zaguán vieron una mujer que entre llantos y congojas en las
palabras que decía declaraba
ser su marido uno de los dos heridos. Consolábala un sacerdote, y
ella con muchas
lágrimas decía:
_¡Que se lo tenía yo avisado a este hombre: que el juego le había de
dar el pago! Que
no basta que me ha jugado toda mi hacienda, sobre tantos disgustos
como tengo por este
juego, que desde ayer no le he visto la cara. Y los más días es
así,sin reparar que tiene mujery que está pereciendo sin tener qué llegar a la boca. ¡Pobre de mí!
¿Qué es esto? Que tenía yo marido sosegado y este maldito ejercicio
me le ha puesto en el estado que se ve.¿Qué tengo de hacer, sin tener prenda que vender para curarle?
¿Adónde iré? ¿Dónde
echaré? ¿Quién me dará consuelo? ¿Quién me dirá por dónde he de
guiar?
A todos causaba dolor el llanto de la mujer, cuando entrando un
hombre venerable
con una muleta en la mano preguntó dónde estaban los heridos.
Enseñáronselos, y vertiendo
algunas lágrimas, que enjugaba a la capa, decía:
_¡Ah, hijo, cómo os lo había yo pronosticado, que este juego había
de acabar con
vos y conmigo! ¿No basta que me habéis dejado a puertas, sin tener
consuelo alguno? El
que se ha visto sobrado y estimado, ¿verse hoy pobre y abatido?
Harto os he predicado
siempre lo que os estaba bien; no habéis querido tomar consejos
de vuestro padre: no
os tengo la culpa.
Así lamentaba la mujer y el padre de los dos heridos, cuando entró
la justicia para
hacer la averiguación, y, queriendo llevarlos a la cárcel, vieron
que el uno, que era el más
mozo, estaba sin habla, y el otro ya tenía la muerte cercana a los
pálidos labios.
_ ¿Hay mayor desdicha, amigo Juan _dijo Onofre _, que aquesta que se
ve?
_De ordinario sucede esto en casas de juego _respondió Juanillo_,
sin mirar los
jugadores su perdición de cuerpo y alma: pues perdiendo las
haciendas pierden las almas
a puros juramentos y porvidas, deseándose mal unos a otros; uno,
picado de haber perdido,
aguarda al que le ha ganado y, colérico, precipitado le da dos
estocadas; otro no se
harta de decir infamias al que le ha ganado; otro coge la baraja
con que ha perdido y con
boca y manos los hace pedazos, y en desocupando la boca, ensarta la
tarabilla de «¡Malditos
sean los trapos y quien los buscó para que os hicieran, el que hizo
el papel, el que hizo
el cartón, el que hizo el engrudo, el que os pintó, el que os cortó,
el que os vende y el que os
trajo a esta casa y el que vive en ella!», Y a cada palabra déstas
hace pedazos un naipe, mirando
con unos ojos de tigre en batalla, sin atreverse nadie a reportarle,
porque su traza es
de reñir con quien le engendró, si le va a la mano. Otro, porque no
le dan barato amaga un
bofetón al que ha ganado, diciéndole palabras afrentosas, y,
enfadado el paciente de sufrir,
saca una daga y le da con ella. Esto y mucho más pasa en eljuego. En
casa del jugador ¿qué
pasará? Pierde uno y, picado, para perder más va a su casa a buscar
qué; la mujer defiende
sus alhajas, porque es contra ellas el mandamiento de ejecución que
lleva; ultrájala de palabra
o la da de bofetadas, llevándose por fin lo que quiere, sin
reparar que es mujer y de
materia frágil, y que el Diablo no duerme; pero quien no mira por el
alma mal mirará por
su casa. Muchos hombres hemos conocido que para sustentar eljuego
han hecho muchas nvilezas, perdiéndose a sí y a su linaje.
_Vamos de aquí_dijo Onofre _, que lástimas que no se pueden remediar
basta el
verlas de paso para sólo contemplar la miseria de este mundo y el
pago que da.
_ ¿Ves esta desgracia?
_replicó Juanillo_. Pues cree que no será
parte para que se
enmienden jugadores; que antes en lugar de huir de estas amenazas,
buscarán otros que
quietos y sosegados están, y a fuerza de su infame consejo los hacen
tomar este modo de
morir. Hombre jugador es peor que el Demonio; que si el Demonio da
malos consejos, es
su oficio y luego se conoce ser él quien los da, según lo que
aconseja; pero el jugador da
liciones de perdición, como perdido, a otros que aún no lo están,
para verlos como ellos se
ven.Pero, siendo cristianos, es de notar que el Demonio, como
imposibilitado del bien
de Dios, cela y guía al hombre para que pierda la gracia que ya
perdió él, y el jugador
cela y guía a su amigo para que pierda el hacienda que ya perdió él,
siendo escalones para
perder el alma. Y lo que más espanta, que vendrán guiados de la gula
del juego, que los sirve de alimento, siendo lo que les mata; y
aunque tropiecen con la muerte, no les
causa horror ni aparta del vicio.
Más sentido tiene el pájaro ciensayos. Llámanle así los cazadores
porque, en quitandole
la pluma hermosa y de varios colores que le adorna, le queda otra
más menuda debajo,
y en quitándole la segunda, le queda un vello muy espeso. Así es
eljugador; como anda a
deshoras con la muerte a los ojos, debajo del vestido que de gala
le sirve, trae otro, que es
coleto, y luego la malla o el jubón de cien tafetanes, llámenle cien sayos. Este pájaro, con
tanta pluma, su carne vale muy poco, que es negra, y al instante que
le matan huele mal,
que más le matan por la pluma que le han de quitar. Así es
eljugador: por quitarle lo que
gana le suelen matar. Este pájaro tiene la cabeza tan desnuda que
parece que naturaleza,
cansada de haberle adornado con tanto cuidado el cuerpo, le dejó la
cabeza desnuda por
que tuviese algún defecto, pues no hay cosa criada sin él. Así es
eljugador falto de entendimiento: su cabeza es la parte más desnuda.
Cría en ella un légamo
pegajoso, es muy
glotón y muy ruidoso su canto. Así es eljugador: que huye el sosiego
y la quietud de donde
él está; hasta cuando duerme está soñando con eljuego. ¡Miren qué
quietud tiene cuando
todo es quietud! Este pájaro, el sustento más regalado que tiene es
el que le mata. Así es
el jugador: eljuego es su mayor regalo y es quien acaba con él. Busca
por los montes parte
donde haya animal muerto; la carne muerta luego cría gusanos; los
gusanos busca él;
come tantos que le embriagan y sacan de sí. ¡Miren qué sentido le
queda al que acaba
de perder. Busque a la memoria, verá dónde la tiene. Tan sin sentido
queda este pájaro,
que, turbado y sin él, da en el suelo junto al mismo sustento que
con tanta ansia buscó:
él es causa de su ruina. El gusano, que su anhelar es buscar donde
asirse, encuentra con
la cabeza de este pájaro y se ase en ella, comiéndole ya los ojos o
parte que cuando quiere
volver en sí ya no es dueño de sí, pues, herido o ciego, de lo uno o
lo otro queda imposibilitado
de volar, con que acaban con él los mismos gusanos. ¡Miren al jugador
que acaba
de perder, cuán falto queda de alientos y cuán sobrado de
impaciencia! Estando este pájaro
entero, que se conoce lo que fue, no llega en todo aquel sitio otro
pájaro de su género, porque les causa horror ver su semejante muerto
por lo mismo que
ellos andan buscando.
Si el jugador hiciera otro tanto ya tuviera sentido; pero aunque ve
que la embriaguez del
juego ha puesto aquellos hombres cerca de muertos (si ya no lo
están), es tal su ceguedad
que, en lugar de que los cause horror y espanto ver lo que ven,
darán mucha priesa para
que los saquen fuera y ponerse a jugar en el mismo sitio que ellos
están, sin hacer reparo
en la sangre vertida ni en las lástimas que hacen otros. Diferente
hace el pájaro: más entendimiento
tiene que el hombre.
Jugador, date una palmada en la frente de tu vicio y llama a la
memoria para que te
acuerde que hay fin, pero si la memoria la tienes metida entre
barajas de naipes, donde
hay figuras, espadas, palos y copas con que brinda la gula, primero
que de allí la saques
ya podrá ser que haya llegado la muerte por ti, como ha llegado por
aquellos dos. Bien se
puede jugar un rato para divertir el pensamiento de muchos ahogos
que hay; siendo de tal suerte que no ocasione el perder la amistad
ni la hacienda, salud ni sosiego, que todo lo
pierde un jugador embriagado en el juego. Darse un hombre tanto al
pecado que, enamorado
dél le lleve a cuestas, ya es trabajar mucho, ya es penalidad, ya es
ser esclavo del vicio y de su autor el Demonio, A la tortuga la hace
andar tan poco la carga de lo que trae por
guarda, es imagen de la pereza; y el jugador, de la pereza un todo,
pues le ocasiona el juego
faltar a Dios ya sus obligaciones en el mundo.
Guiando iban sus pasos Onofre y Juanillo una calle abajo cuando a la
puerta de una
casa grande había detenidas algunas personas a las amargas quejas de
un pobre francés
amolador, quejábase de que unos mozos, más sobrados de edad que de
juicio, le habían
ensuciado los palos que con las manos ase para hacer rodar aquel
carro, a quien su mismo
amo sirve de mula, sólo porque le ayuda. Daba voces quejándose de
que no le pagaban lo
que había amolado: justa queja es en el pobre; pero, enfadados los
agresores de oírle y ver
que juntaba gente (propio de los ruines ofenderse de la razón), le
tiraron una teja y lo descalabraron.
Levantó el alarido como vio sangre, y las quejas se volvieron
palabras pesadas;
sintiéronse agraviados los tales y, llegándose al pobre, le dieron
de palos, pareciéndoles no
quedaban bien de otro modo,
Eran estos caballeros que siguieron el libro del duelo (cuyo autor
fue un demonio) un
cochero y dos lacayos destos de coleto de grandes faldillas
abrochado con muchos cordones;
la espada en vaina abierta, que parece verga de ballesta, según la
arquean por que
se vea la hoja; muy grande valona, que más parece esclavina del
viaje de Santiago; muchas
melenas y muy peinadas, que no falta una castañera a quien agradan.
Llegase mucha
gente, porque el llanto del pobre francés era grande, y a todo los
hechores, muy abiertos
de plantaje, estaban, a la vista de todos, riéndose unos con
otros. La gente que llegaba
preguntaba el suceso y, mirando las partes, daban por consuelo al
pobre paciente que se
fuese y callase.
¡Válgame Dios, qué estraña anda la razón de los hombres! Ese cuitado
amolador quieto
se iba por la calle buscando un pedazo de pan a costa de su trabajo,
con unos calzones de
mala gamuza y una mala hungarina y sin camisa, con unos zapatos que
a puras puntadas
de hierro que los da con los clavos que arrojan los herradores, los
tiene en pie. Mírale
las manos que le forma lo riguroso de un invierno, que más parecen
pulpos que manos
humanas; repara en el calor de un verano, cómo se atreverá a pasar
tan poca ropa como
le adorna. Déjale vivir, que quieto se va; no le ofendas, y si le
ofendes, déjale quejar. Y si
porque se queja le castigas, ¿qué te quedaba que hacer si se
ofreciera a la defensa, si no es
matarle? No sé qué la falta a tu crueldad.
_¡Mente divina, Dios piadoso, júzgame con toda tu misericordia y
bondad _dijo
Onofre_, que sinrazones tales no las quisiera ver!
_No te espantes _respondió Juanillo_ destas niñerías, que mucha
gente deste lugar
lo tiene por juguete. Y mira que ya hemos llegado a la Puerta del
Sol, que es uno de los
mejores sitios que tiene Madrid, pues es su plaza de armas, siempre
llena de soldados cuyo
capitán, herido y vencedor, se ha retirado a la Vitoria de sus
hazañas, teniendo en centinela
su alférez mayor enarbolando la bandera del Buen Suceso, dejando por
sitio señalado
para la inocencia que no tiene culpa la fuerza de la Inclusa. Este
sitio de resplandores (con
razón llamada'del Sol) es abundante de muchas cosas, y nombrado
no sólo en Madrid,
pero en las más partes del mundo.
Aquí llegaba Juanillo cuando las voces que un mozo daba los hizo
volver a saber la causa,
y preguntándola Onofre a otro que allí estaba, le dijo:
_ Este que se queja es criado de un doctor: salió hoy a vender la
mula de su amo por ser
espaciosa y haber menester, para las visitas que tiene, mula de más
bríos, por ser muchas.
_¿Tantos enfermos tiene? _preguntó
Onofre. A lo que el mozo prosiguió:
_Es un barrio el que habita de gente delicada, destos que se visten
con luz sin salir de
la cama, muy cerradas las ventanas por que no entre aire, y si toman
chocolate y tiene a su
parecer más azúcar de lo que ha menester, dicen que es húmeda y los
ha hecho mal, otras
veces dicen que está muy tostado el cacao: otras, que la canela era
fuerte, otras veces dicen
que el pimiento los mata y luego llaman al médico, y así, para
tentar el pulso y bolsas
a todos, ha menester mula briosa, y por no serlo la que tenía la
envió hoy a vender con
este mozo, y más tardó en llegar que en topar mercader.Y, según
dice, fue otro criado
de un doctor forastero que acababa de llegar a caballo entre dos
seras de pan: treta que
no la alcanzara el mismo Diablo, pues por que no echaran de ver que
entraba la muerte
por las puertas de Madrid venía rebozado con la capa del sustento.
Huyendo dicen que
venía de su lugar, que, siendo de mucha gente, en un año que
él había vivido ya estaba
medio despoblado por su causa, y así,se venía a Madrid, que, por lo
grande, no serían tan
notadas sus obras, ya breves lances se concertó con él, y porque le
convidó y ofreció ocho
reales el comprador, le dejó subir en la mula y sin salir de la
calle de Alcalá se le ha perdido.
Sonriese Onofre del buen humor del mozo y, llegándose al cuitado,
que no cesaba de
plañir, oyó que unos le consolaban y otros le aconsejaban mirase los
mesones, que podría
ser haberla entrado a dar un pienso; otros le decían se fuese y no
llorase, que su amo lo ganaría
en cuatro días, que ya empezaba el melón. A todo el mozo lloraba y
babeaba de las narices lo bastante para almidonar la capa y
bocamangas a que se
limpiaba. Lástima causó
en lo compasivo de Onofre las cuitas del pobre corito, y Juanillo,
llamando a su amigo, le
dijo creyese que días de mercado sucedían lances varios en aquella
calle, y para que supiese
la astucia de algunos ladrones escuchase un cuento que sucedió con
otro mozo de un dotar.
Salió como éste a vender la mula, por ser tan nueva y cerril que no
podía su amo salir
a las visitas en ella. Llegó al mercado y al punto halló mercader
(que aquestos mozos zafios
antes le hallan que un pícaro malicioso que ya entiende toda
jerigonza). Concertola
con brevedad y díjole viniese en su mula por el dinero en casa de un
cirujano, para quien
era, y llevole a la de uno donde era conocido, por algunas veces que
le habían afeitado.
Entró, y dijo al mozo esperase a la puerta en tanto que él salía.
Hízolo así, sin apearse de
la mula, y el ladrón preguntó por el maestro, y habiéndole saludado
con las ceremonias
que ellos usan, le dijo que aquel mozo tenía sus partes bajas
dañadas, y que de vergüenza
no se había dejado curar muchos días, que le hiciese gusto de
mirarle y se sirviese de si era
menester algún recado, ponerlo: y a buena cuenta tomase un real de a
ocho, que él acudiría
con más. El maestro respondió que con mucho gusto lo haría, que se
aguardase un
poco, despacharía con una forzosa diligencia en que estaba. «Está
bien (dijo el ladrón) Yo
tengo que hacer: dígale vuesa merced que espere, porque él es tan
corto que no dudo el
que no aguarde y se vaya». El maestro, muy contento con su onza,
salió y díjole: «Entre,
mancebo, y aguarde un rato, que al punto le despacharé». ¿Sabe ya
vuesa merced lo que
es?», dijo el mozo. A quien respondió el maestro: «Sí, amigo, ya me
lo ha dicho este señor;
y yo abreviaré lo posible el negocio en que estoy para despacharos».
Con esto se apeó, y
el ladrón, asiendo las riendas, le dijo: «Al punto te dará tu
dinero, y para ti una docena
de reales para que almuerces, que ya se lo he dicho». Picó con esto,
y el mozo entró en la
tienda y se sentó. Acabó el cirujano lo que estaba haciendo y llamó
al mozo a la trastienda,
y así que estuvo dentro le dijo: «Desatáquese, amigo».«¿Para
qué?», preguntó el mozo.
«¿A qué? (respondió el cirujano) Para curaros». «Qué me ha de curar!
(replicó el mozo).
Deme vuesa merced mi dinero y no gaste chanza conmigo». El maestro,
algo confuso, le
dijo mirase cómo hablaba, que no era hombre que gastaba chanza con
nadie, y que no entendía qué dinero pedía. A que el mozo, medio
aturdido, le dijo: «El dinero
de la mula que
me ha comprado aquel hombre». «Amigo (respondió el cirujano), yo no
sé de mula ni sé
de dinero, sólo sé que me dijo que estabais malo de vuestras partes
bajas, que os mirara y
curara, y para ello me dio un real de a ocho».
Con esto el mozo levantó el alarido que le ponía en las nubes. Llegó
al ruido gente y
justicia, y, habiendo oído las dos partes, consolaban al mozo
diciéndole: «Lo que podemos
decir a éste, no jueguen bobos y cuidado para otra vez; y en el
ínter Dios le consuele».
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DISCURSO
OCTAVO
ucho aligera el paso el que desea ver y poco cansancio siente el que
con gusto anda; no aguarda satisfacción en este mundo el que
caritativo obra, ni el soberbio ambicioso obra con quien conoce
necesitado. Guiando iban sus pasos Onofre y Juanillo a la casa
donde, tremolando en vez de bandera su mismo ropaje, está aquella
Capitana milagrosa que alistó debajo de su Orden tanto esclarecido
soldado (con que asombró y dio miedo al mismo Infierno combatiéndole
desde el Carmelo Monte), cuando en su calle los detuvo el paso un
pobre que causaba lástima al corazón más ajeno de la caridad; iba
con dos chapines en sus manos, llevando arrastrando el cuerpo sólo
con la defensa de dos corchos que, atados en las rodillas, las
defendían de que las piedras no las ultrajasen; la cabeza llevaba
con un casquete lleno de sangre y pez, toda cogida; el pescuezo
liado con unos trapajos llenos de sangre aguada, que parecía
materia; los brazos del mismo modo, las piernas rodeadas de orillas
y sus voces llenas de lástimas y clamores. Pedía:
_¡Por un solo Dios crucificado, que bajó del cielo a la tierra a
padecer afrentas! ¡Por
el pobre tullido y llagado que, arrastrando por este suelo
miserable, pide limosna a los católicos cristianos! ¡Así la piedad
divina los libre de verse como a este vil gusano ven!
Decíalo con un tono espacioso y sonoro, y de rato en rato levantaba
el cuerpo, enderezándose
sobre las rodillas, para que sus voces llegasen a las viviendas
altas y sus ojos viesen
quién ofrecía su santa limosna.
Juntaba deste modo mucha, a tiempo que de la portería del Carmen
bajaba una tropa
de pobres de recebir la limosna de su santa casa, y, parándose
algunos, se empezaron a
reír del pobre tullido. Uno le dijo:
_¡Enredador, embustero! Si a la noche te vieran, cuando te recoges,
los que ahora te
dan limosna por las lástimas que haces, ¡qué poco la tuvieran de
ti!
Otro, llegándose cerca, le dijo:
_¡Adiós, tramoyero entrapajado!
A lo que Juanillo dijo a su amigo Onofre:
_ ¿Has reparado en aquel pobre que le llamó tramoyero entrapajado?
_Sí _respondió Onofre_, que es aquel tan arropado de sayo.
_Pues sabrás _replicó Juanillo_ que cuando pide limosna no habla más
palabra que
la de «Dios te dé Dios» y luego repite «Dios, Dios»; y si le dicen
que perdone en algunas
casas, responde: «¡Eso sí, eso sí!», y nunca se le oyen más razones;
y mira ahora cómo formó
más sílabas para su venganza.
A todo el tullido andaba discreto, pues no respondía ni cesaba de
implorar al verdadero
Dios, con que, cansados, se fueron y él quedó sin los enemigos de su
oficio, que son los
mayores que tiene el hombre.
_¿Ves este tullido? _dijo Juanillo _. Pues repara bien en él, que a
la noche te le he de
enseñar para que veas con cuánta tramoya quitan algunos la limosna a
los que verdaderamente
son tullidos y necesitados; que ahora no quiero decir nada: no digas
que murmuro
del pobre.
_No diré tal_respondió Onofre _; pero cuando doy la limosna sólo la
doy por Dios
al que por Dios la pide, sin hacer reparo en lo que el pobre puede
encubrir con su desvelo:
sólo miro que publica pobreza; y a mí no me engaña, que si engaña es
a sí solo. Pero dime,
Juan, ¿qué hace tanta gente lucida en estas gradas, estando la
puerta del templo cerrada,
según parece, y creo que ya es más de mediodía?
_En esta iglesia _respondió Juanillo_ sin duda alguna hay sermón, y
no se debe
de haber acabado, pues sus puertas dan señales del sosiego y quietud
que dentro pide la
palabra de Dios. Y estos que se pasean y platican aquí afuera es
gente que hace poca falta
donde no asisten, pues donde ellos están no hay quietud ni sosiego;
y así, bien están acá
fuera, que aguardarán a que acabe el predicador para preguntar cómo
ha sido el sermón o
murmurar de la gente que va saliendo de la iglesia. A éstos los
llaman lindos, y si estuvieran
dentro no dejaran oír a los cercanos a ellos, ni al predicador
predicar, siendo causa su
inquietud. Y en el ínter que hay lugar para que veas este santo
templo, escucha el entretenimiento
que tienen éstos dentro de una iglesia.
Siéntanse dos de estos lindos de quien hablo juntos enfrente de
otros conocidos de su
mesma profesión, y pregunta el uno al otro: «¿Quién es el
predicador, que no le conozco?
Muy mozo parece: árbol tan nuevo poco fruto puede dar». Éste (le
dijera yo, si cerca me
hallara) es quien en nombre de Dios te viene a decir su palabra;
éste es un religioso que
se ha desvelado por ver si puede dar liciones de fruto a tu
esterilidad; y aunque te parece
mozo es buen estudiante y le ilustra la alma ajustada a la ley de
Dios, y procura él que
la tuya lo sea y salga del vicio en que duerme; éste puede ser que
con unos cordeles de cáñamo
torcido hiera sus carnes cuando las tuyas se engolfan en las
delicias del mundo, y
puede ser que sus oraciones te sustenten con vida.
Éste es el que sube al púlpito, dice la salutación y encomienda el
Avemaría: y, en lugar
de rezarla, dice el otro: «Amigo, no tiene mal pico». No lo oye bien
el camarada y arrima
la cabeza a la de su amigo, tanto que se juntan las dos cabezas, y
luego besa el uno el oído
del otro, para hablar y ser oído, con que entiende que su amigo dice
que tiene buen pico.
Mejor fuera que le dijera que tenía buen espíritu. Respóndele que
«Así, así», meneando la
cabeza y la boca. Los que están enfrente tienen a este murmurador
por hombre entendido
y es un bruto (que también hay brutos principales), y uno dellos por
señas, arrugando
el entrecejo, le pregunta qué le parece. Y él, murmurando, responde
arrugando la nariz y
levantando el labio superior con el inferior (con que hace un gesto
horrible) que «No es
cosa». Al que preguntó a éste le pregunta otro: «¿Qué dijo don
Fulano?», y él responde:
«Que nos vamos». Plugiese a Dios, que con esto dejaréis asientos a
otros y quietud en el templo. «No es ocasión (respondió el tal que
preguntó) el irnos a la salutación. ¿Qué
dirán los que lo ven? Y más cuando otros andan buscando asientos con
tanto fervor. Ya no tiene remedio el dejar de oírle, con que abrevie
tenemos harto». Por quién lo ve se
quedan éstos a oír el sermón, y si los preguntaran quién lo ve,
dijeran que amigos y gente
conocida, y se les podía responder: «También lo ve Dios, que
realmente patente está en
ese Sacramento; y también lo ve ese orador evangélico, que ha hecho
reparo en tus enfadosos
meneos y demasiada inquietud».
Empieza el sermón con un lugar de David, tan piadoso como grande, de
aquellas amorosas
palabras que tanto alcanzaron con Dios: «Yo solo pequé contra ti,
Señor», y el murmurador,
meneando el cuerpo, dice: «Más de mil veces he oído este lugar en el
púlpito».
Más valiera que tu alma le dijera con dolor de su corazón a su
confesor una vez. Va el
predicador llenándose de fervor, arrojándole en sus razones, de
suerte que le hace sudar,
obligándole a limpiarse el rostro con el hábito. Entonces podía el
murmurador reparar
que el agua que aquel orador arroja es la que falta en sus ojos, y
dejar de murmurar. Va
vagamundeando la vista, atractiva sólo al pecado, y ve un hombre
que llora de oír al
predicador, y él se ríe. Mudando la vista, tan inquieta como la
lengua, ve en otro lado
a un pobre hombre a quien obliga el sueño a dar algunas cabezadas,
con que se inquieta e
inquieta a cuantos hay cercanos a él para que le vean y noten.
Atiende tú al sermón y deja
a ese cuitado, que puede ser que no haya dormido la noche pasada
de dolores, hambre o
necesidad, y tú, sano y harto de todos manjares, causas más
escándalo.
A este tiempo entra por la puerta de la iglesia un amigo suyo, de
aquellos de contramangas
huecas a puro almidón y vueltas, que parecen quitasoles flamencos,
vele y, sin reparar
en la quietud que en semejante lugar es menester, le llama, ceceando
tan recio que
le oye. Pregúntale el que entra: «¿Hay lugar para mí?», a quien
responde: «Pues ¿había
de faltar para vos?» Con esto es fuerza para que aquel lindo pase
inquietar la gente de la mitad de la iglesia. Hace reparo el
predicador, estira las cejas abriendo los ojos más de
ordinario, siéndole fuerza parar en el sermón por la inquietud y
murmullo que se ha levantado.
Va pisando a unos y atropellando a otros; dícele una buena mujer que
por qué
no vino más temprano para no hacer mala obra, y sólo por esto la
llama Margaritona (que
en estos tiempos ya se sabe lo que quiere decir).
Llega sin sosiego donde su amigo y otros, levantados, le esperan:
siéntanse todos y todos
empiezan a charlar: si doña Elena es hermosa y si doña Petronila
tiene mejores ojos ...
Prosigue el predicador su sermón y en todo lo restante no han cesado
aquellas bocas de
demonio. Acábase el sermón, bájase el predicador y luego se van
juntando todos los de
el cónclave de la murmuración. «¿Cómo os ha parecido?», dice uno.
A quien responde
otro: «Así, así, es poco teólogo». Otro dice: «Es muy sabido cuanto
ha dicho y muy golpeado
en los púlpitos». Otro dice: «No es mal estudiante, pero le
afean aquellos meneos
y brincos que da en el púlpito». Otro, por no dejar la suya en el
pecho, dice que «Cansa,
como es largo».
A todos respondo: Atención, murmuradores de lo que no entendéis. A
ti, con quien
hablo, que dices que es poco teólogo, ¿qué entiendes tú de teología?
Ni aun las coplas de
Gaiferos y Melisendra has sabido leer en tu vida, que ayer
aprendiste siendo criado de un
mercader, y ya era tu edad de veinte años arriba: mira a qué hora
que empezó a entrar
en ti el conocimiento de la cartilla, y creo que no has llegado al
catecismo. A ti, que dices
que lo que ha predicado es muy sabido y muy golpeado en los
púlpitos, ¿de dónde lo sabes?;
que jamás oyes sermón y éste ha sido más por fuerza que de grado, y
así,no atendiste
a él, que todo se te fue en hablar. Y si es muy golpeado en los
púlpitos, ¿cómo han herido
en tu corazón tan poco tantos golpes de palabra divina? A ti, que
dices que es bueno
si no diera aquellos salticos en el púlpito: si es bueno, ¿por qué
no le sufriste algo indecente?
En decir que es bueno hablaste verdad, pues es muy cierto que la
palabra de Dios
no puede ser mala, pero yo apostaré algo que, si quieres decir
verdad (que en ti será cosa
nueva jamás vista), que no entendiste palabra del sermón, porque la
murmuración no te
dio lugar ni el entendimiento tiempo para discurrir. Sólo te digo
que cuando se menea el
predicador algo más de lo decente (al entender de algunos
mentecatos), que no tiene el
sentido en las afectaciones del cuerpo, que le ocupa en hermosear
tu alma. A ti, que lo
largo del sermón te molestó, no me espanto, que tu. condición es
hablar mucho y dar
voces, y aunque no dejaste de hablar, sentías no poder dar voces, y
por eso deseabas que
se acabase y el mismo deseo te lo dilataba a tu entender; y ¡qué
mal entender tienes!
Estos lindos todos juntos aguardan una misa breve, y, ya hartos de
murmurar por entonces,vuelven la vista a un altar y ven una empezado el primer Evangelio.
Arrodillanse
sobre diez vueltas de capa, si acaso no traen bayeta que poner en el
suelo. Sacan el pañuelo
y empiezan a limpiarse la cara: luego se componen el pelo y tientan
la golilla, sacúdense
luego la ropilla, golpeando las faldillas a capirotes que arroja el
dedo del corazón despedido
del pulgar. Luego se componen las ligas, luego componen lo ajado de
la toquilla del
sombrero, luego miran a todas partes, en particular donde hay damas.
Acábase el primer Evangelio, levántanse, y miran los pies si están
limpios y pulidos, sin
mirar que debajo de ellos hay cuerpos muertos que conocieron vivos,
con quien comieron
y bebieron, y por dicha habrá poco tiempo: pregúntenlos cómo les va
en la otra vida y
oirán lo que responden. Vuelven a arrodillarse y echan mano al
bigote; compónenle su entender, y luego sacan el pañuelo y se suenan
las narices, mirando lo que ha salido de
ellas como si fuera ámbar o perlas preciosas; y aunque se las suenan
con melindre, vuelven
a descomponer el bigote, danle otra vez dedos y, pareciéndoles que
queda bueno, echan
mano al rosario: sácanle de la faltriquera, y en él revuelto un
listón que sirvió de lazo en
la cabeza de un demonio, y empieza a contemplarle de modo que lo
vean otros. Repara
uno de sus amigos en el listón y pregunta: «¿Es favor?», y él, muy
risueño, haciendo gestos
con el rostro, dice: «¡Ay! Es de cierta dama». Y puede ser que la
tal dama haya sido
criada de algún mesonero, que destos puestos suben al estrado y
coche.
Hombre divertido, contempla en ese sacrificio que en ese altar de
Dios se hace, y mira
que no es sólo su imagen la que está en él, que es su real y
corporal presencia, y que no
meneas los ojos sin que él lo vea. El mayor pecado, que más enoja a
Dios y clama contra el
mismo que le comete, es no tener respeto ni quietud en el templo.
Acábase la misa y levántanse, limpian las rodillas como si hubieran
llegado al suelo,
sacuden la capa y echan la mano al rostro y forman unos garabatos,
meneando los dedos
tan apriesa que parece que tocan batalla en un órgano: deste modo se
santiguan. En la
primera edad juegan los muchachos con unos alfileres a un juego que
llaman el crucillo
o el cruzado: el que hace cruz formada, gana, la que no forman bien
la llaman cabeza de
perro y no vale. Mira tú que te santiguas con más garabatos que
tiene una barredera de
pozos, si acaso son cruces las que te haces o son cabezas de perros.
Salen a la calle y empiezan
a levantar la voz de punto y a murmurar de nuevo, notando a cuantos
van saliendo
de la iglesia.
Sale una mujer, honesta y tapada, con el rosario en las manos, y por
verla y que se
destape, la dicen que es vieja y que no tiene dientes, que debe ser
una tarasca (si acaso no
la tiran del manto, como suelen). La mujer es cuerda: calla y se va
su camino. Sale otra
a quien notan de briosa y buenas partes. Uno dice, pintándola el
pie, que cómo, siendo
un ángel, se tiene en tan poco. Otro la dice: «¡Jesús, qué medroso
talle! En un puño le
pueden meter». Otro dice: «Si todo lo que se ve es tan bueno, veamos
el rostro para morir
deseando». «Mejor es vivir obrando bien que deseando obrar mal»,
dice la tal tapada, y
se descubre a este último que habló porque es su marido, y
dícele: «Poco gasta vuesa
merced esos requiebros en su casa; pues creo que si me hubiera conocido no me hubiera
dicho tantas finezas: Huélgome que dé lugar a que otros me hayan
galanteado por su
ocasión. Muy buen entretenimiento tiene vuesa merced, pero crea que
hay otros mejores
y más decentes». Vuelve a taparse y se va. Él se desfigura algo,
pero no enmudece.
¿Es posible que tan embebecido estés, murmurador, que a tu esposa no
conozcas y por otra la tengas? Tu mesmo ejercicio te ha dañado, tu
lengua se
ha vuelto contra ti. Pero
¿cómo la habías de conocer tapada? Por el vestido mal pudieras, que
la saya y el manto que
lleva es prestado, que no lo tiene ni aun para salir a misa, que
para oírla lo busca entre la
vecindad. En verdad que fuera mejor que vuesa merced rompiera menos
galas y su mujer
tuviera saya y manto, y reparara que el Diablo es puerco y gruñe, y
que puede ser que,
cansada de buscarle prestado y sentir poco calor en su marido, la
obligue a dejar que se lo
den, pues es muy cierto el rendirse las plazas más fuertes por
necesidad.
Estos hombres aun en sus casas son aborrecidos, y para mí creo que
por vivir con sosiego
los que con ellos tratan, los desearán la muerte para quietud de las
almas. Perdone
el ser humano que le he de comparar al puerco, pues es animal que
aun cuando está comiendo
está murmurando o gruñendo, y hasta que muere no hay sosiego ni
quietud en la
casa que habitan, y en muriendo dan buenos días. Así, el murmurador,
encenagado como
este animal, se estriega a otros más limpios que él para encenagados
como él se ve y que se
den a la murmuración, siendo odiosos a los buenos y aborrecidos en
sus casas, sin conocer
la quietud hasta que sus días se acaban: pues entonces queda la casa
que sin ellos queda
llena de perpetua alegría.
_Cierto, amigo Juan _dijo Onofre_, que no hago nada en admirarme de
oír tus
verdades, que no son murmuraciones las que sólo llevan su mira a fin
bueno, honesto y
virtuoso, y se puede creer que será como lo has dicho y pasará en un
lugar que hay tantos,
sin número, diferentes en condición calidad y poder. Y pues ya
parece hora, según las
muestras que da la gente, vamos: veremos la joya que encierra
este santo templo.
Guió Juanillo) y, después de hacer oración en su altar mayor y haber
contemplado en
un devoto Ecce homo que junto de una puerta está, oyeron unas voces
en la calle, que decían:
«¡Para ayuda a llevar estos enfermos al hospital, por amor de
Dios!». Salió Onofre
a la calle, donde vio un mozo de hermosa presencia, adornado el
pecho con una cruz de
Santiago, el sombrero en la mano, donde recogía la limosna que
adquiría con sus voces, y
por la cera de enfrente iba un licenciado muchacho, el rostro
como el de un serafín, con
el mismo ejercicio.
_¿Quién son éstos?_preguntó Onofre a su amigo Juan.
A quien respondió.
_Quien se emplea en obras de caridad y misericordia, ¿quién quieres
tú que sean?
Unos ángeles, que llevan enfermos a curar al hospital, y aquella
silla, que es donde va el
pobre enfermo, que lleva en su frontera pintada a María Santísima,
es del Refugio, y
como lo es María de los pobres, va pintada como patrona. El
ejercicio de éstos es cuidar de los pobres, ampararlos, recogerlos y
curarlos, procurando en todo
para el pobre regalo,
quietud y comodidad, y así, contempla en esos dos ángeles, y aun
sus obras son para
subir a más; que si cupiera envidia en los ciudadanos del Cielo,
la tuvieran de tales hombres, que, siendo mortales, los ilustran tanto las obras que parecen
divinos.
En esta contemplación estaban los dos amigos cuando vieron que de
una casa grande
salía huyendo una mujer, y en su alcance un hombre de madura edad
con una muleta en
la mano, diciendo razones de las que duelen, como:
_¡Mala mujer, enredadora!, que con tus embustes y tramoyas quitas la
hacienda a las doncellas honradas, haciéndolas perder la inociencia, y que rocen
el decoro con que son
criadas. Yo os juro por estas canas de hombre de bien que si os
vuelvo a ver en esta casa que
tengo de hacer que os lleven a la Galera, que otras con menos causas
que vos estarán allá.
Colérico estaba el buen señor, hasta que un criado le reportó y
obligó con razones a que
entrase dentro. Llegose alguna gente a la mujer, como de ordinario
sucede en semejantes
lances, y, preguntada de algunos, respondió que era quitadora de
vello y que por haberla
hallado quitándole a una mujer de aquella casa, sin más causa, la
había ultrajado aquel
hombre del modo que habían visto.
_ Poca razón ha tenido este caballero_dijo Onofre _ sin respetar el
ser mujer, deuda
con que nace el hombre.
_ Mal conoces tú _respondió ]uanillo _ a estas mujeres.
¡Mira cómo se
va sin arrojar razones en su defensa! Pues a fee que no son mudas;
pero conocerá la razón contra sí, y,obligada a callar, se va.
_Pues dime _replicó Onofre _: éstas ¿qué hacen malo para que las
ultrajen así? Que
no habiendo más causa que quitar el vello, no es parte para que las
traten mal con palabras
injuriosas; que también nosotros nos ponemos en las manos de un
rapador y consentimos
que nos encaje la barba en sus manos, que es meneo burlesco, y nos
sobajan y entretienen
con nuestro testuz en lavatorio una hora; y si queremos pulir esta
obra, la llamamos
afeitar (de mano de un mal rascador que tiene el sentido y la
memoria en unas ventosas
sajadas que le están esperando) y nos tratan el rostro como
nalgas de un niño. Y así, no
nos hemos de espantar que se hagan el rostro las mujeres de mano de
otra mujer; que yo
sé lugares donde las rapan los barberos, que es mucho peor.
_Pues para que sepas _dijo ]uanillo_ que todo lo merecen estas
santas mujeres por
sus buenas obras y costumbres, escucha; y no sentencies jamás sin
oír ambas partes, que
es acción de juez apasionado.
Entra una de éstas en una casa de familia donde hay doncellas,
hijas, criadas y deudas,
y algunas casadas que se agregan en sabiendo que van estas mujeres.
Plantan su rancho en
una de las viviendas más recogidas de la casa, donde menos acude el
dueño de ella; siéntase muy a su gusto y saca una cestilla de vidros quebrados (que su
intento es que las
que ha de rapar lo parezcan); coge luego entre sus piernas una
pretendiente de la hermosura
y sobre sus faldas la acomoda la cabeza. Vala quitando el vello
y el bozo, señales
que en el rostro de la mujer dicen tiempo quieto y sosegado, y,
quitado, dicen tiempo
ocasionado y revuelto. Si tiene cañones, la echa un hilo con que la
va repelando, que se
puede creer que sufre por gusto lo que no hiciera por penitencia. En
viéndola rapada, saca una redomita de agua y blandamente, amortajando dos dedos en un
pedazo de toca, la va lavando; pregúntanla qué agua es aquélla y responde que se
llama agua costosa, que
hasta entonces no se ha inventado otra mejor, que es agua que
conserva el rostro limpio y sin arrugas. Mucho huyen de las arrugas
las mujeres; arrugas y dobleces, poco se diferencian;
bueno fuera que huyeran de ellos. Saca luego un botecillo de una
masa blanda y
las da una mano para que las suyas anden francas al tiempo de la
paga. Luego saca un pedacito
de papel de color y las da el colorido. Pregunta la paciente qué
color es aquélla, que
parece buena. Responde el pintor que es color oriental, hecha con la
sangre del múrice, y
que no se halla en Madrid más de en una parte. Luego saca un
carboncillo y las cejas desiertas
las vuelve poblado; dice la figura que se va pintando que tiene buen
negro el carbón
y muy propio. A que responde el pintor: «Tal costa tiene». Saca
luego un palito colorado y
las limpia los dientes. Pregúntanla qué palo es y responde que
celeste, donde anida el ave
de su nombre, cosa que apenas se halla; que conserva la dentadura
firme y limpia.
En estando esta figura pintada, va pintando a las demás, y, en
acabando, la dice una si
la quiere dar un poco de aquella agua, y es que se ha mirado al
espejo y se ha creído hermosa,
que cuánto la ha de llevar por ella. Responde que con sus
parroquianas no gana, ni
es su intento tal, que cuatro reales, y saca una redomita de poco
más de onza de agua;
que en el camino compró media docena en casa de un vidriero y las
llenó de agua en el
baño de una taberna, donde entró a beber un cuartillo de lo de
adentro, con que cría mejores
colores que las que presta su papel. Cobra sus cuatro reales y la
paga de la barba, y
dícela otra si la quiere dar un poco de aquella masilla del bote.
Sácala, diciendo: «Nadie
de ustedes sabe qué aderezo es éste; todo es hecho de sebo de
diferentes animales». Dala tanto como dan por un cuarto de ingüento blanco, y, jugando
siempre de aquello
de «con las parroquianas no gano», la pide seis reales y no vale
cuatro cuartos, que no es
más de un poco de sebo de cabrito y miel de Leganés. Otra la pide un
papel de color; encarécele
mucho; en fin le saca, llevando por él dos reales, y dice: «Esos
mismos me lleva
por él un extranjero que los hace, que ha venido poco ha, que en
Madrid no saben hacerla tan buena». En siendo cosa de extranjero artífice, basta para
darla valor, y la cuestan
a tres cuartos en casa de un portugués que vive en la Puerta del
Sol. Luego la piden
un carboncillo; dale con interés de un real, y son carbones de
sarmiento, que en la ceniza
que arrojan los que los queman los coge. El palito de los dientes
pide otra; excusa el darle
y por un real se ablanda, y no vale dos cuartos, que no es más de
palo de sangre de draga.
Todas cuantas mujeres hay en esta
casa se igualan en comprar, con que la rapandera
saca muy buen dinero por lo que no vale nada. Y no hablo de mil
cosas que consigo traen
para engañar, como pasas aderezadas, cañutillos de albayalde,
solimán labrado, habas,
parchecitos para las sienes, modo de hacer lunares, teñir canas,
enrubiar el pelo, mudas
para el paño de la cara, aderezo para las manos (con que aderezan su
bolsa) y otros mil
badulaques que debajo de aquella saya, alcahueta de trastos
supersticiosos, trae, que por
no cansarte no nombro.
Ríose Onofre, y dijo:
_Juan, ¿dónde has estudiado tanta droga?
A lo que Juanillo prosiguió diciendo:
_ ¿De esto te espantas? Otro ejercicio usan algunas peor que éste,
por lo que merecen
castigo grande: que el que aquel hombre la dio no equivale a lo
merecido de sus habilidades. Y para que lo sepas, atiende:
_Usan las malas, en achaque de quitar el vello (o el vellón, que a
sólo él llevan la mira), el
ser corredoras de deseos y vendedoras de quietudes. Entran en una
casa, donde la simple
doncella, que la conoce, la envió a llamar, doncella de las que el
deseo de ser madres las
trae inquietas. Mira de buena gana a un caballerete de los que
llaman pisaverdes (que es
lo mesmo que bestias en prado) no más de porque la miró, y, no
sabiendo cómo enviarle a
decir lo bien recibido que está en su corazón, se allana y facilita
por medio de estas santas
mujeres, pues con su achaque de rapar rapan la honra sin atender al
fin que puede tener,
no mirando más de su provecho, chupando a cada uno de por sí cuanto
pueden. Y suelen
usar esta correduría en casas donde hay marido, que no reparan en
nada. Y no cesa aquí su mal trato, que también, para quitar mejor el
dinero a las simples corderillas,
se fingen que saben la diabólica invención, y para que lo crean
traen en una bolsa,
al lado de su falso corazón, unos papelillos, y en cada uno
pintada la figura que las parece,
con una mixtura que hacen de alumbre de roca batida con agua, con
que pintan cosas que no se ven si no echan en el agua. Llama a la mujer simple en
parte que la soledad
las haga compañía y dicela: «Fulano te adora y por ti se muere, y si
le quieres ver, yo me
atrevo a que lo logres al punto». «¿Cómo puede ser?», dice la mujer,
y el astuto engañador
pide que traiga un caldero de agua, va la simple mujer por él, y en
el ínter saca la embustera
un papel donde trae pintada de infame mano una figura que parece de
hombre;
enséñala el papel blanco y luego le echa en el agua y se ve lo
pintado; espántase de lo que
admira y no del Demonio que lo hace; saca luego unos naipes, que
dice es una baraja que
arrojó, colérico, un tahúr y que así han de ser para la suerte que
pretende hacer, y con ellos
forma unos juegos con que emboba a la simple mujer. No excusa el
hacer otros embustes,
con que dice que no la olvidará valiéndose de monedas arrojadas y
cosas semejantes.
Doncella recogida, mujer soltera o
casada: atended a todo y haced reparo en los trastos
de que se vale esa mujer para hacer sus enredos. De unos naipes que
un blasfemo
arrojó, naipes malditos; de una moneda arrojada con maldición, todo
maldito; de la boca
de un ciego dorrnido a los preceptos de Dios. Pues, ¿por qué crees
que cosa con maldición
haga nada de provecho? Si es Dios solo el que mueve las voluntades,
¿por qué te
persuades a que las mueve el enredo y la infamia de esa mujer al
parecer, que sus obras de
demonio son? Abre los ojos de la razón y no creas que cosa alguna
puede obrar sin Dios
y que donde hay pecaso no habita, porque Dios es gracia, y gracia y
pecado no los junta
su inmenso poder; ni la piedra imán aderezada con embelecos, ni las
monedas, naipes,
habas y otros embustes que no nombro, por infames. A todo le falta
fuerza, que por sí no
la tienen, que son criaturas; el Criador es el que todo lo puede.
Llámale, doncella, y pídele
remedio, que él te crió y no te tiene olvidada; no te creas de
manifiestos enredos y tramoyas.
Y la casada mire en la obligación que está y tome el consejo de su
padre espiritual, que
otra cosa la saldrá a la cara por fin, pues fin tiene todo.
Y tú, rapandera, tramoyera, enredadora y alcahueta, quema tus
trastos y herramientas
y saca el rosario, y mira que tienes alma y que la juegas a la
primer quínola sin descarte
y te veo con infames cartas en las manos. Restituye cuanto tienes,
que todo es mal ganado
si lo has ganado del modo que he dicho; que, adquirido con trabajo
honesto, libre de mi
granizo, Dios te haga bien con ello y a mí con su gracia.
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DISCURSO
NOVENO
l hombre que recibe beneficios y mercedes ha de ser agradecido a su
bienhechor, que el agradecimiento es guarda del bien recibido, y,
siendo de persona superior, razón natural que obliga es que sean las
gracias con obediencia y respeto.
_A todo hemos faltado_dijo Onofre_, pues estando a la puerta de la
que aboga por
el hombre no hemos entrado a darla gracias del bien recibido,
siendo el Buen Suceso de
los hombres.
_Bien has reparado _respondió ]uanillo_,
que divertidos con el afán del mozo
del doctor no atendimos a la obligación. Y pues estamos cerca, vamos:
visitaremos su santo
templo y te holgarás de verle.
Fueron y, después de haber hecho oración, al salir vieron un hermano
de la casa que
con una moza estaba en diferencias, siendo causa de que Onofre
preguntase a su amigo
qué era lo que litigaban. A lo que Juanillo respondió:
_Escucha sus razones, que ellas te sacarán de dudas.
Con que, atento Onofre, oyó que el hermano decía así:
_Ya la tengo buscada una comodidad de una casa honrada: es marido y
mujer, dan
diez y seis reales cada mes, buen sustento: y lo mejor es que no
haya qué salir de casa, porque
el señor compra de comer, y las menudencias necesarias están por
junto.
_¡Fuego! ¿ Qué tal debe de ser_dijo la moza _ amo tan mezquino que
no fía de
una criada? Para mi humor no es casa, que yo no quiero tanto
emparedamiento. Esa casa,
hermano, más parece convento.Y yo no soy buena para monja.
Despidiese con esto, y Onofre dijo a su amigo:
_Sin duda,Juan, este hermano acomoda mozas de servicio.
A que Juanillo respondió que sí, que atendiese, que llegaba otra:
era una destas de
manto remendado, guantes cortados los dedos, gregorillo de puntas,
con saya de rasilla,
más arrugada que hoja de bretón, con el rosario en la mano dándole
vueltas a la muñeca.
Preguntó al hermano:
_ ¿Hame buscado comodidad?
A quien el hermano respondió:
_¡Qué comodidad quiere que la busque, si a cuantas la procuro pone
dificultades y
achaques! Si es hombre viejo, dice que será impaciente, cansado y
gargajoso; si mozo,
que no es casa segura; si casado, que será celoso y luego lo pagan
las criadas; si hay hijos,
que no es bueno traer niños a cuestas; a todas pone excusa. Váyase
con Dios, que para ella
no hay casa como la de San Juan de Dios.
_¿ Qué casa dice, hermano?_replicó la fregatriz.
Y el hermano, algo enfadado, la dijo:
_La sala de las unciones.
Fuese, y apenas se apartó cuando con unas cumplidas reverencias, sin
agobiar el cuerpo,
muy chupada de faldas y fruncida de mantilla, muy abultada de pechos
y carrillos, se
llegó una de las que juran en la Cruz de Hierro de no ser castas en
Castilla: y, sin perder las reverencias a cada razón, como cojo sin muleta, le dijo al
hermano si la quería buscar
una casa donde criar, porque estaba recién parida y se le había
muerto la criatura. El
hermano, después de haber mirado aquella alcuza con vasar de tetas,
la dijo:
_Vaya la señora Dominga y pregunte por la Inclusa, que allí van las
de su tierra a hacerse
la leche.
Fuese, sin perder las reverencias, y al hermano, al ir a entrar en
la iglesia, le detuvo
una mujer de buen hábito preguntándole si conocía a la moza que la
envió tal día o sabía
quién era. El hermano la respondió que no, que a ninguna de cuantas
acomodaba conocía:
que era cuidado que había de tener quien la recibía, que a él no le
tocaba.
_Pues sepa _dijo la mujer_ que se lo pregunto porque se me ha ido y
se ha llevado
un vestido de mi marido; y así, le suplico, si acaso la ve o sabe de
ella, me avise.
Diola palabra de hacerla, con que la mujer se fue algo consolada.
_¡ Qué de lances deben de pasar de éstos en Madrid!_dijo Onofre.
A quien respondió Juanillo:
_Tantos que el querer referidos fuera desatino. Ya no hay mozas de
servicio, que se
acabó el ser en ellas y sólo las quedó el vicio. Ya son damas, y las
damas tienen mozas sobradas,
porque las dejan salir con cuanto quieren.
Aquí llegaban los dos amigos cuando, volviendo a mirar al hermano,
le vieron reprehendiendo
a una muchacha porque había dádose al vicio, a quien decía así:
_¡Venga acá! ¿Cómo ha dejado la casa que la busqué? ¿No repara que
en ella se puede
aprender virtud y honestidad y que no faltaba el sustento? ¿No
repara que menospreciar
la honrada comodidad por la vanidad del mundo es falta de juicio?
¿No ve que la virtud es un linaje celestial y que es sólo lo que da hartura y
bienes de gloria? ¿No
repara que ese traje mundano la llevará al paradero donde van
otras de su trato? Mire
que la falta de las cosas temporales hace crecer el bien interior en
el alma, que es diferente
hartura que la del cuerpo. Mire que una enfermedad, negando la
salud, borra la hermosura
y consume la hacienda. Recójase, que es lástima que una mujer hija
de buenos padres
ande en los pasos que anda; y, si me da palabra firme de la
enmienda, la ofrezco volver a
la misma casa.
La picarona, enfadada de tanta reprehensión y documentos, con gran
descaro, echando
el un pie delantero, meneando el cuerpo, puesta en jarras y la
cabeza algo torcida, le
dijo:
_Hermano, ¿predica? ¿Piensa que soy algún hereje? Vaya a emplear esa
habilidad al
Japón, que yo no necesito de su doctrina ni ofrecimientos; que tengo
lo que he menester,
y no carezco de servir, que soy servida y regalada.
El hermano, enfadado de ver tanta
libertad en pocos años, levantando la mano, la
dio una bofetada muy a su gusto. Ella levantó las quejas que
llegaban a las nubes, y el hermano,
sin hacer caso, se iba a la iglesia. Llegó alguna gente a las voces
de la moza, y entre
ella algunos de estos de toalla por la cintura, coleto a la vista
y calzón sin abrochar las
boquillas, por que se vean los de lienzo; sombrero blanco y medias
de color. Preguntáronla,
con su acostumbrada arrogancia, quién la había enojado, y ella, con
el favor a la vista,
empezó a formar razones contra el hermano; pero él, con más justa
razón, algo colérico,
asiendo un palo de un ciego, se fue a ella, que, si no huye, es peor
que la bofetada.
_¡Buena salud tengas! Y mala a quien mal le pareciere _dijo Onofre_,
que en gente
de razón siempre pareció bien la justicia. Pues podían ablandar las
razones del hermano a
un corazón de piedra, y miren con el desahogo y sobrada desvergüenza
que le respondió.
Sólo me espanta que este hermano se canse en un ejercicio tan mal
agradecido que no
tendrá más que quejas de todas partes.
_Así es verdad_respondió Juanillo_, pero como lo hace por Dios, no
lo tiene por
enfado; porque el que se mueve a la caridad y amor de su prójimo sin
humano interés jamás
se cansa.
_Razón cristiana es_ replicó Onofre_. Y pues no te enfada el que te
pregunte, dime,
por tu vida, ¿a qué entran estos pobres en la iglesia tan afanados y
presurosos?
_Yo te lo diré; y para que admires_prosiguió ]uanillo _ una caridad
no creída, entra:
verás cómo socorre a estos pobres otro pobre; que aunque la
piedad toda es en sí
maravillas, en algunos luce más lo fervoroso del espíritu que en
otros, como en este hombre,
a quien aguardan estos pobres mendigantes.
Con facilidad se movía Onofre a ver lances piadosos, pues así que
oyó a Juanillo entró
en la iglesia, y a poco tiempo vieron entrar un hombre de buena edad
y humilde hábito,
que, después de hacer oración y besar la tierra, se levantó y fue a
los pobres (que ya venían
a él todos haciéndole reverencias), a quien con rostro alegre
saludó, diciendo:
_¿Qué hay, hijos? Ya Dios ha dado hoy para mí y para vosotros; y así,
razón será dar
al César lo que es suyo. Ya he comido yo; perdonad que haya sido sin
vuestra compañía,
pero creed que en la imaginación os tenía presentes.
Y sacando de un paño blanco alguna comida, la fue repartiendo entre
todos, y lo mismo
hizo de algunos cuartos que traía; y luego al más necesitado le dio
unos zapatos que
le habían dado a él.
«Si el obrar bien o mal del hombre se ve premiar al fin por la
regla del juicio divino,
buen pleito tendrá este pobre en el tribunal de Dios: este estado no
es de los que se convierten
en nada (o en vanidad, que todo es uno); no es este obrar del mundo, que aun no
llega a ser humo; este obrar y este estado de vida en el cielo
asiste entre los justos».
Entre sí repetía estas razones Onofre, cuando un pobre le dijo:
_¡An señor, cómo se conocen los bien nacidos en las obras!
A que respondió con rostro severo:
_No gastes otra vez el tiempo en acordarme vanidades de linajudos,
a quien sustenta
el soy, aunque ande vestido de necesidad; sólo me habéis de acordar
el estado en que
estoy y en el fin tan cierto que nos espera, que así me darás
contento. Al hombre próspero
en los bienes del mundo, que primero fue pobre, a ése sí que es
razón acordarle lo que fue
para que no acaricie a la soberbia ni la admita en su casa, sacando
ejemplo de la flor más
hermosa que produce la tierra, contemplando en la azucena tanta
belleza y fragrancia,
que así que su botón se halla crecido, antes que esparza su riqueza
le inclina a la tierra y
mira la miseria de que ha nacido, y al pie de sus principios mira su
fin, pues si atrevida mano
no la corta la ha de servir un mismo lugar de cuna y ataúd, y
mirando que los pañales
en que nació la ofrecen mortaja, no se desvanece (que pudiera, con
tanta hermosura); y
así, otra vez tened cuidado. Y quedad con Dios hasta mañana, que ya
sabéis que las tardes
me voy a los hospitales a ver trabajos, enfermedades y miserias a
que nace sujeto el hombre;
que allí contemplo en un espejo que me representa mi rostro propio,
y lo que soy sin
engaños. Y pues para hoy ha dado Dios, pedidle para mañana, que
obligación es.
Fuese con esto, quedando los pobres dando mil gracias a Dios
alabando tal caridad.
_ Mira qué tal es este hombre_dijo Juanillo a Onofre_, que aun los
de su oficio dicen
bien dél.
_Todo lo merece la caridad _respondió Onofre _, y de cuanto he visto
en este lugar
no me ha gustado cosa como esta limosna dada por mano de un mendigo;
que con lo que
aquí ha repartido a pobres se podía sustentar y lucir alguno; pero
él no hace caso de lo
exterior, sólo mira a lo interior, que es el alma.
_Pues has de saber_dijo Juanillo_ que ha sido hombre de muchos
ducados y de
grande caudal en ganado, y por haber fiado a algunas personas que le
movieron con fingida
necesidad y encubierta traición, se halla hoy como ves; pues, otro
Job, con la paciencia
que has notado, visita algunas casas donde le conocieron y socorren:
que no es poca dicha
en este tiempo el que no desconozcan pobre al que conocieron rico,
pues es cierto el que
desfigura la pobreza notablemente. Y sé por muy cierto que en
algunas casas le recogieran
y regalaran; pero dice que no es sólo él al que han de sustentar,
que tiene muchos hermanos
a quien acudir, y en sustentando su persona con moderada comida
reparte lo demás,
como has visto, siempre con un mismo semblante.
_Amigo Juan_dijo Onofre _, admirado estoy de lo que veo en este
lugar, pues todo
él es maravillas. No en balde le alaban las extranjeras naciones
aclamándole «Madrid,
madre de pobres». Y pues ya es hora de dar al cuerpo su ordinario
sustento, guía, amigo
Juan, donde comamos. y sea en parte que haya poca gente, pues hay
muchos que dejan de
comer por notar las acciones que hace el otro mascando, y le cuentan
los bocados como si
tuvieran arrendada la alcabala del mascar.
Hízolo Juanillo a una casa que guisan para los que huyen de los
malcocinados bodegones,
y así, llaman a éstas «casas particulares de la gula». Sentáronse y
fueron servidos
con lo que pidieron, y estando cerca de los fines de su tarea vieron
entrar tres hombres de
buen pelaje, y, sentados los dos, el otro ordenó lo que habían de
beber y luego se sentó. El
uno no quería comer, y los otros le decían que por qué no hacía
compañía y comía, a lo
que respondió:
_Amigos, yo he de ir a comer a mi casa, y si ahora tomo algo no
tendré gana después.
A lo que otro dijo:
_Pues a mí sólo me sabe bien lo que como por acá fuera; que entrando
en casa luego
empiezan las mujeres con sus reprehensiones y documentos, con que se
hace rejalgar cuanto sacan a la mesa; y yo, por no dar a la mía con
algo que la
duela, he dado en comer
por acá fuera los más de los días.
El otro que faltaba de hablar dijo:
_Pues yo, aunque como aquí, también he de comer en casa, que
estómago hay para todo.
Dábanle al que no quería comer vaya entre los dos, importunándole a
que comiera,
pero él se excusaba con los medios posibles, diciendo:
_Para mí, amigos, no hay gusto como ir a mi casa y sentarme a la
mesa con mi mujer
y mis hijos y comer un bocado; y más yo, que soy poco comedor: si
aquí tomo algo no
tendré después gana. Perdonad, que yo me he de regir deste modo.
_jFamoso capuchino hacéis!_dijo el uno _. Sin duda tenéis miedo a
vuestra mujer.
Andáis bien: no os azote.
El otro le dijo:
_Si lo dejáis por no traer dinero, mal hacéis; que aquí no hemos
menester nada vuestro.
A todo el hombre se armaba de paciencia, diciendo:
_Sea lo que vosotros quisiereis, que yo no he de salir de mi regla.
_Quien tan bien la guarda_replicó el uno de los dos_lástima es que
no sea fraile.
Ya Onofre y Juanillo habían acabado de comer y, saludando a los
tres, salieron fuera.
_Este hombre que no ha querido comer _dijo Onofre _ es tonto, porque
conociéndose
la condición hace mal de acompañarse con otros de diferente calidad
que la suya. Si se conoce templado en el comer y beber, ande con
otros de su humor, y con eso no llegará
a semejantes lances como éste.
_Es verdad
_respondió Juanillo_, pero no todas veces se puede
excusar una compañía,
o ya por amigos o por andar juntos en algún negocio o por otros
mil lances que
se ofrecen.
_Bien estoy en que eso es así _replicó Onofre _, pero antes de llegar
a lo apretado
de semejantes ocasiones puede poner un hombre muchas excusas. Y lo
que más he notado
ha sido la desenvoltura en las lenguas de los dos, sin reparar en
que los escuchaban otros,
y dejarse decir el uno que tenía por estorbo el que su mujer le
reprenhediese lo malo de su
condición y diga es parte para no comer en su casa.
_No te espantes de lo que has oído y visto_dijo Juanillo_, que
otros hombres hay
en Madrid peores que éstos. Hay muchos, o algunos, que después de
haber comido con
quien han querido, ya como estos que has visto o en otras partes
peores, donde el Demonio
trincha y da de beber haciendo la salva, van a su casa con un
rostro de bermellón y
unos ojos de gato encerrado; su esposa le espera vigilante, tiénele
la mesa puesta con aseo
y limpieza, dícele que cómo viene tan tarde a comer y él, sin
responder palabra, se sienta
a la mesa; empieza a partir mucho pan, que como no está en lo que
hace, hace cosas sin
medida. Sácanle la olla, o lo que en ella se ha cocido puesto en un
plato: no quiere potaje.
Prueba algo de la verdura y dice: «¡Jesús, qué salada! ¡Fuego en tal
mano!». La mujer
se pone triste, pruébala también, ve o gusta que no tiene más sal de
la que ha menester y
dícele que no tiene razón, y él la mira con unos ojos de enojado
vengativo. Pide de beber,
dánselo, llégalo a los labios y dice que de dónde han traído aquella
hiel y vinagre. La mujer
conoce la malagana que trae (que no es la primera vez) y trata de
comer y callar, y él,
como ve la quietud con que masca, empieza a gruñir y ella, con
sobrada razón, le responde
a algunas palabras que sin fundamento alguno le oye decir; él se
enfada, porque ha menester poco, y con cuanto hay en la mesa da en
el suelo. Si la mujer levanta la voz él
levanta la mano y la da de bofetadas. Ella, entre afrenta, dolor y
lágrimas, arroja palabras
de sentimiento que encerraba en su pecho, y él, mohíno, como ya
quebró la cólera en
su pobre mujer, repara en que no ha tenido razón, y como ella no
cesa de arrojar quejas,
él toma la capa y se va.
Y por no cansarte no hablo de otros peores que éste; que hay muchos
de grueso caudal
que por hacer fuera de casa gastos excusados se ven muchas veces sin tener que llegar a
la boca, siéndoles fuerza el ir vendiendo las alhajas que adornan la
casa hasta que la dejan
como ermita de desierto; y ellos,andando el tiempo y gastándole
de este modo, se hallan
penitentes de Satanás sólo por seguir un infame gusto, sin reparar
que tienen mujer que sustentar y que mal comida, sin tiempo,
faltándola la compañía de su marido, mirándole
distraído y viéndose ultrajada, puede, como frágil, hacer lo que el
perro, que le cría
uno en su casa, regalándole y defendiéndole de que nadie le dé ni
otro perro le muerda,
pasa un día y otro día, estrágasele el gusto, enfádase con él y
dale de palos o puntapiés,
con que el perro va cobrando miedo a quien solía hacer fiestas, y
tal vez muda de casa y de
amo buscando donde no le castiguen y den de comer: y si el hombre
perdido da ocasión
a que su mujer haga lo mesmo, mire que, enojada, es peor que el
perro, que este animal
no hace más daño que irse, sin llevarse nada, y la mujer, si se
aburre, le hará participante
en el mayor mal que pueden tener los hombres.
Y así, amigo Onofre, aunque estos hombres que has visto no son de
los mejores, puede
ser que no sean de los peores, pues es cierto que habrá otros más
malos. Y el que quisiere
vivir quieto, como Dios manda, mídase con su poderío y obre con
quietud, amor y temor:
quietud y amor en su casa y temor en la muerte, como varón discreto,
pues el que lo es se
viste de prudencia y conoce que es mortal, y como tal se mide en sus
acciones y obras, y
repara que todo mira al fin.
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DISCURSO
DÉCIMO
e las cosas más convenientes que tiene un lugar, grande o pequeño,
es el maestro de niños, pues es el principal instrumento que enseña
prudencia, respeto y temor, y así, deben los tales maestros ser
gente de sana conciencia, virtuosos y verdaderos. Conviene que no
sean avarientos, pues el avaro siempre anda falto de consejo;
tampoco debe ser ambicioso, pedidor ni sonsacador de sus discípulos,
pues, siéndolo, da lugar para que se atreva el niño a cosas
indecentes por agasajar a su maestro; ni ha de ser durable en el
rencor, pues es juez de una tierna república. Debe ser su doctrina
ejemplar y sus razones llenas de doctrina, pues en serlo consiste el
que lo sean muchos, y cuando más colérico, se ha de reportar; y de
mi parecer el más aventajado es el más desinteresado, que sabe
mezclar lo justiciero con lo piadoso, acordándose que el rey de las
abejas tiene aguijón, pero no hiere jamás con él: basta el miedo que
pone de que puede ofender si quiere.
A la puerta de uno llegaban Onofre y Juanillo, a tiempo que con voz
grave decía a sus
discípulos: «Lean con cuidado, y tengan atención en481 la letura
para que les aproveche».
_Lición es ésta_dijo Juanillo_ para gente de más edad que estos
niños, y en particular
para aquellos que toman un libro que tiene cincuenta pliegos y en
dos horas le pasan y dicen que tiene poca sustancia su escritura, y
es sólo su gusto el de la poca sustancia.
Mal puede tomar las señas de un camino el que le anda a escuras y
por la posta. ¿Qué
provecho puede sacar en tan breve tiempo y qué reparo hará en sus
razones? ¿~Qué doctrina
dejará impresa en la memoria? ¿Cómo podrá contar algo de lo que ha
leído? Pero
hoy los más gustos sólo buscan en un libro chanzas y cuentos, sin
reparar que los cuentos
y chanzas son sainete para que se lea la lición que hiere en la mala
vida y costumbres. Mal
gusto tiene el que cuando come una cosa de sabor la traga a medio
mascar: haciéndolo así
poco gusto dejará en el paladar. Con el sosiego y la quietud se goza
de todo y se experimenta
el sabor y la dulzura de la obra, que lo atropellado jamás dejó
provecho.
«Lean (decía el maestro), y con cuidado», a tiempo que llegó una
piadosa madre con
un hijuelo que de muy mala gana iba a la escuela, aunque la madre le
obligaba a poder de
caricias y ofrecimientos.
Entró dentro y, sin saludar al maestro, le dijo:
_Este niño ha cobrado miedo a vuesa merced, y sin duda es la causa
el que le azota. No haga tal, por su vida, ni me le dé por cosa alguna; que si
aprendiere tarde mi dinero lo paga. Y sepa que me ha costado mucho trabajo el criarle y no quiero que
nadie me le dé ni castigue.
Ofreciolo el maestro, aunque primero la dijo mirase que la letra en
la tierna edad se
imprimía con el castigo o la amenaza, según el sujeto, y que
conociendo aquel niño cariño
demasiado en sus padres y templanza en su maestro no haría nada de
provecho, y que su
oficio era enseñar y la brevedad en ello le daba crédito, y para
conseguirle era menester
riguridad cuando la ocasión lo pedía. A todo decía la madre que no
quería que le llegase
al pelo de la cabeza.
Mujer, o madrastra (que más lo pareces que madre): ¿sabes lo que te
toca hacer en la
enseñanza de este hijo que te ha dado el Cielo? ¿Sabes lo que te
manda Dios que obres en
su crianza? Pues respóndeme a estas preguntas:
Si con esas alas que das a tu hijo asegurándole que no será
castigado, saliese de mala inclinación,
dado al vicio, ¿quién tendrá la culpa? Si con ese demasiado cariño
que le muestras
llegase a perderte el respeto, pues el amor maternal en la edad
crecida no es tan fino
como en la tierna, ¿a quién te quejarás? Si confiado en que el
maestro no ha de ofenderle
no asiste a la escuela y se da a vicios, conforme la edad, y aun se
anticipa en ellos, ¿quién
lo pagará? A esto respondes que tu hijo es de buena masa y la
inclinación no es mala; por eso tú se la vas bastardeando.
Juega con un perro que ha criado en su casa, vale retozando y
cosquilleando. Y porque
ya lo ha hecho otras veces y gusta de ver cómo se enfurece y procura
defenderse de
las burlas de su amo. Descuídase con el animal y, enojado, como se
ve querido, se atreve
a abrir la boca y atravesar con los dientes una mano a su dueño, de
que muchos días está manco. Los que le asisten dan al Diablo al
perro y el paciente
dice que no tiene el perro
la culpa, que él la tiene; dice bien, que si él no le hubiera
enseñado a que entre las burlas de
el retozo mordiera, el animal no sabía y él se lo enseñó. Así tú a
ese niño le vas haciendo
que pierda lo dócil y se pase a desabrido, porque conoce que le
quieres y procuras traerle
en caja, como joya, retozándole con cariños.Que se quieran los hijos
obra es de la naturaleza,
pues el animal más horrible los quiere, pero ha de ser el querer de
modo que no lo
conozcan y criarlos con temor y respeto, y no dejarlos seguir su
humor con esas alas, que
cortan el hilo a la virtud más que las del vencejo al aire.
No hay cosa que más destruya a un enfermo que no obedecer al buen
médico, pues si
sólo sigue su apetito atraerá un mal gobierno, y el mal gobierno, la
perdición. Y así, antes
que los hijos lleguen a mediano conocimiento los has de tener
enseñados a que con un mirar
de ojos te entiendan y obedezcan, y será entonces en él muy suave la
dotrina, pues
el saber obedecer es gran virtud. Querer verdaderamente a los hijos,
dice un filósofo, es el
criarlos de modo que los quieran todos, obligando a ello su cortesía
y afable condición. Al
águila noble, en la edad crecida la sobrevienen tres
enfermedades: la primera, se le hacen
pesadas las alas; la segunda, se le obscurecen los ojos, y la
tercera, se le embota el pico,
con que queda imposibilitada de volar, ver ni picar, faltándola
alientos y vista: todo esto
causa la enfermedad o la vejez, pero procura su renovación y lo
consigue, como ya se sabe,
retirándose a su nido, allí se está hasta que la nacen alas nuevas y
se le aclara la vista. ¿De
dónde comiera esta águila, si no fuera dejando hijos bien enseñados,
que las presas que hacen
las traen a su madre para que coma y reparta entre ellos lo que
sobra? Haz tú así si
quieres tener quien te socorra en la vejez, criando tus hijos con
obediencia y amor para
que así conozcan la obligaciones que te tienen. Y, conociéndola,
sabrán la que tienen a Dios.
Atentos estaban Onofre y Juanillo a todo lo que había pasado entre
el maestro y la mujer,
cuando, despedida, ocupó su lugar un hombre que tenía un hijo en la
escuela, quien después
de saludar al maestro, le informó a lo que iba, mandando llamar al
que ya, habiendo
visto a su padre, cubiertos los ojos de agua y el aliento impedido
de un sollozo, se venía al
mismo que procuraba su castigo,y, puestas las manos cruzadas (con
que por señas dicen
humildad), pedía a su padre no le azotasen más, pues ya le había
castigado en casa.
Entonces el padre en voz alta dijo:
_Para que los que os conocen sepan vuestras infamias las vengo a
publicar a la escuela:
que un niño que no hace lo que su padre le manda es razón que sea
castigado públicamente,
pues el castigo dado en presencia de otros causa vergüenza y atrae
la enmienda.
Fuese con esto, y el maestro ejecutó la sentencia en aquel tierno
reo.
_Este hombre_dijo Onofre _ quiere hijo y aquella mujer no quiere
hijo, según las
muestras que cada uno ha dado. Pero, dejando esto aparte, pues para
crianza de los hijos
hay un sinnúmero de escritos, aquellos dos hombres que ha rato que
están en barajas (y en
verdad que algunas palabras que se les oye, que son bien pesadas,
han de obligar a echarse
alguno con la carga), ¿en qué han de parar tantas razones de «si
pasa la calle o mira las
ventanas le he de matar»?
_De esta pendencia
_dijo Juanillo_ alguna dama es la causa.
Atentos estaban mirando en qué había de parar cuando, enfadado uno
de muchas razones
que había dejado pasar, habiendo procurado con la cordura posible
reportar a su
contrario y viendo que cortesía no bastaba a apaciguarle, dándole
una puñada en los
pechos sacó la espada y, despidiendo la capa de los hombros, empuñó
una daga, y el otro,
aún no fuera de algunos traspiés que le había hecho dar, medio
aturdido, viendo venir a su
contrario sacaba pies para sacar la espada virgen, tan lejos de
mártir, y, enfadado el otro,
le tiró dos cintarazos, rematando con ponerle la espada a los
pechos, dando con él y su
miedo en el suelo. Dejole levantar y, habiéndolo consiguido, aunque con harto afán, le
volvió las espaldas a tiempo que alguna gente que había llegado
procuraba la paz. Cobrose
el de la espada y daga y, arropándolas en sus vainas, fue en busca
de la capa, pero no la
halló, quedando soldado de la quiebra pasada. Buscábala con cuidado,
pero ni cuidado ni
diligencia bastaban a dar con ella.
_Este hombre _dijo Juanillo_ había de ir a buscar su capa a los
ropavejeros, que allí
van a parar las cosas halladas, que en este mundo nada se pierde, si
no es el tiempo.
En fin, se metió en una casa en el ínter que le trajeron capa, y
Onofre dijo a su amigo
Juan para qué gastaba tanto bálago aquel cobarde, si no había de ser
hombre para sustentarle,
habiendo quedado avergonzado sin tener bríos para echar al aire
aquella hoja cartuja.
_De eso no te espantes _respondió Juanillo_, que él sólo puede decir
y los cercanos
a él si acaso aquella cólera paró en blandura y la empleó en
pichones bravos. ¡Ah, si las agujetas fiadoras de los calzones
quebraran la fe del lazo y manifestaran la verdad! Que yo
apostaré que ha quedado como niño de la doctrina después de un
entierro, que nunca les
falta cera que vender. ¿Ves este cobarde? _prosiguió Juanillo _. Pues
toda esta pendencia,
sin ser sastre, ha de volver lo de dentro afuera, que estos gallinas
con cresta de gallo
tienen bravas puntadas. Y para que sepas algunas que usan muchos
venedizos a este lago
(como huyendo del charco donde cantaban, renacuajos), atiende:
Hay hombre de estos valientes en conversación que por haberle
faltado un botón en
parte menesterosa suplen la falta con un alfiler, y como es su
oficio del alfiler, asir o arañar,
descuidándose del lugar que ocupaba, pasa la mano y se hiere,
duélele y procura sustentar
aquel duelo con una banda, y más lo hacen por quitar aquel estorbo
del lado izquierdo.
Tópale un amigo y, como le ve así, le pregunta: «¿Qué es eso, Fulano?
¿Herido estáis?». Y
él responde: «No es nada, ahí es cierta pendencia que sucedió
estotro día. ¿No ha llegado a
vuestra noticia?» «No», responde el tal amigo. «Pues habréis de
saber (dice el herido) que
me acometieron cinco hombres estando hablando con una mujer de las
de mucho punto
deste lugar, y si no fuera por la destreza y andar un hombre
bizarro, por Dios que me hubiera
ido mal. En fin, se dispuso bien: dos dicen que hay heridos. Y yo
ando medio retirado
hasta que se dispongan las cosas: todo se acabará con el tiempo». «Y
la herida vuestra ¿es
algo?», pregunta el tal amigo. A quien responde: «No: yo mesmo me
herí al ir a hacer una
treta con la daga» (y qué de tretas tienen estos perrillos
caseros, que todo su ser es ladrar
sin salir del umbral de su puerta). «Todo se puede llevar
(prosigué el herido) con el
cuidado de la dama, que, obligada a lo bizarro, que ya sabéis que
estas mujeres se pagan
de lo valiente),me socorre con todo lo necesario». «¡Que en tales
ocasiones (dice el tal
amigo) no se halle un camarada al Iado de otro! ¡Por vida de tantos
y cuantos! Pero en
verdad que todos andamos de mala: que a mí me sucedió anoche un
enfado harto grande:
topé la ronda en que iba un alcalde de Corte con ocho ministros,
y el más alentado, que
bien le conocéis, me quiso quitar el broquel, defendile y le hice
servir: unos rodaban y otros,
por no rodar, huían. No he sabido cuántos heridos hay, porque mi
espada no se descuidó; y
hasta saberlo anda un hombre a sombra de tejados por que no le echen
la mano», y el que
cuenta esto, más cobarde que Sardanápalo, por haber oído decir que
andaban ladrones en su barrio cobró tanto miedo que se recogió con sol a su casa, y aun
no se contentó con
la cerradura ordinaria, pues adelantó a las guardas de la puerta una
tranca, sin dormir en
toda la noche de miedo que le dio una puerta que se meneaba con el
aire que hacía.
_Crédito se puede dar_dijo Onofre_ a lo que has contado, pero
espántame el que
haya tales hombres que no se avergüencen de haber nacido.
_Pues cree que los hay _prosiguió Juanillo _, y en este lugar venden
ellos sus drogas
sin ser deste lugar: que nacieron fuera y vinieron en canasta con
red, como quien son.
_Esa razón aguardaba yo de tu boca _replicó Onofre_, como natural
deste mundo
abreviado, que de otro modo anduvieras mal.
_Pues cree _dijo Juanillo_ que no es la pasión la que mueve mi
lengua, sino la
verdad. Y para que lo creas te diré las ocasiones que hay para que
no sean cobardes los
hijos deste lugar.
En todos los barrios, o en los más, hay maestros de armas, y donde
no, no falta un aficionado
que tiene espadas negras y se huelga que las vayan a jugar, y apenas
pasa el varón
de los doce años cuando el deseo de saber le mueve e inquieta con la
golosina de tirar
cuatro palos en un juego público, y así, el ejercicio de las armas
es fuerza que destierre
el temor, como las letras lo simple del hombre, y si haces reparo
verás traer la espada
ceñida en tierna edad a todos los más, siendo primera causa lo que
he dicho y, luego, que
les entra el amor con facilidad (como hay tanto sobrado a que
mirar), y en habiendo
amor no se excusan lances honrados engendrados del qué dirán. y
así, no hay alguno que
no sepa sacar la espada en viendo la ocasión, y se ve muy de
ordinario en juegos públicos
mozos oficiales de este lugar jugar con tal aire y destreza que
puede la admiración usar
sus extremos, como lo hace cuando cosas grandes son el principal
motivo. Y no me negarás
que el que sabe jugar la espada negra no sabrá sacar la blanca y
plantarse con aire y
defenderse con brío.
_Así es _dijo Onofre_. Y afirmo por verdad lo que has dicho, pues en
los castillos y
plazas fuertes no hay más ejercicio para el soldado honrado que el
ejercitar las armas para
que, habituado, no le coja inhábil la ocasión de la campaña.
_Es verdad _replicó Juanillo _, y si no fuera tan menesteroso el
ejercicio de las
armas que se manejan en la paz, no tuvieran los reyes y príncipes
tan grandes, como ha
tenido nuestra España, maestros científicos en este arte con quien
ejercer lo belicoso: que
establecer lo contrario fuera querer obscurecer la gloria que a los
pasados se les debe en
dejar a luz, vista de todos, la verdadera destreza, que sus nombres
la fama los burila en
las hojas del libro de la inmortalidad, pues a ellos se les debe
la primera luz de la razón,
y a los destos tiempos tantos realces de su noble desvelo (hijo de
bizarro aliento, en fin,
español), que merecen por la continuación de su ejercicio (a quien
mueve sólo el deseo de
la enseñanza) que los mármoles y bronces ofrezcan planas a las
grandezas de sus obras.
|
DISCURSO
ONCE
l animal más humilde, doméstico y leal que crió la naturaleza es el
perro, y así, con halagos mueve a que le den el hueso roído y con él
se contenta; pero el león, ambicioso, aunque haya cogido entre sus
espantosas uñas la liebre, si ve pasar la cabra montés suelta la
presa humilde por la otra mayor, movido de la ambición o embriaguez
del tener más: animal, en fin, que aun preso y atado da temor su
poder. Así el avaro rico: sólo su nombre da miedo en el oído del
pobre, y aunque forzosamente le haya menester, huye de su poder
soberbio.
_¡Cuántos hombres _prosiguió ]uanillo_ tendrá este lugar parecidos a
este fiero
animal! Y para que lo admires repara, amigo Onofre, en aquel tan
pensativo, con aquella
capa de color, tan raída como su conciencia: es hombre de cien mil
ducados y vive en una
jaula que ha labrado, mayor que la que había menester tal pájaro,
donde tiene un sótano, y,
por que diferencie a los otros, son sus puertas de hierro: y aun al
sol le niega el que registre
su estancia, pues le oprime la entrada a la luz con tres rejas de
hierro, que más parece locutorio
de cartujas que calabozo del logro y usura. Éste, cuando ha
menester algún dinero
para emplear, baja al infierno donde está penando su cuidado, y a su
propia hacienda pide
la cantidad que ha menester ofreciéndose a veinte por ciento, y lo
hace porque le han dicho
que un hombre vende una casa con necesidad para pagar ciertas deudas
que le aprietan,
o que otro vende unas piezas de plata de mucha hechura, y la pierde
toda obligándole a ello
el corto poder. Para estos empleos saca el dinero, pero para prestar
al necesitado, como él
no lo es de los bienes temporales, no se acuerda que hay necesidad
en el mundo, y jamás
verás llegar ningún pobre a su puerta, porque conocen la
esterilidad de sus umbrales y
la infernal condición del dueño. ¡Oh vil cardo, que no das fruto
hasta estar enterrado! Yo
creo que ha de venir a ser como Craso, hombre riquísimo a quien
mató su gula, pues le
venció a que comiese oro derretido: pero ¿qué no hará un avariento
poderoso?
_Mal hace_dijo Onofre_, siendo dueño de tanta hacienda, en
extrañarse de la caridad
y olvidarse de que con una mortaja y siete pies de tierra le ha de
pagar el mundo.
_Atiende_dijo ]uanillo_ a lo que aquellas dos picaronas de mantilla
hablan con
aquel hombre, que ayer le vi que andaba vendiendo un guardapiés de
bayeta de su mujer,
y a fee que no es buena señal vender tal alhaja a entrada de
invierno: y no sé de qué come,
que siempre le veo con la capa en el hombro vendiendo prendas.
Aquí llegaba Juanillo cuando oyeron que las dos busconas le pidieron
las diese unos
dulces y él, muy contento, las llevó a una confitería.
_¡Que se atrevan dos picaronas como éstas_ dijo Onofre_, de tan
ordinario pelaje,
a pedir dulces a un hombre, y que haya hombre que se los dé y se
pague de tal!
_Amigo_respondió Juanillo_, el pedir las fregatrices dulces ya es
tan común como
el chocolate.
_Pues dejemos_replicó Onofre_ lo que no tiene muy fácil el remedio,
y dime ¿qué
hace tanta gente en aquellas rejas?
_Allí _respondió Juanillo_ es la estafeta, y hoy es la de Badajoz;
y ha de haber
bravo rato en el mentidero, cielo de las covachuelas de San Felipe.
_¿Por qué das nombre de mentidero_dijo Onofre_ a un lugar sagrado?
_Yo_prosiguió Juanillo_ no trato al lugar con indecencia; a los que
mienten en
él, siendo sagrado lugar, es sólo a los que llamo mentidores, pues,
profanándole, le hacen
mentidero; que entre ellos se dicen más mentiras que entre sastres y
mujeres. Y por que
veas algo de lo mucho que pasa en esta lonja, repara en aquel hombre
que acaba de leer
aquella carta y verás el ruido que mete con ella.
Así fue, pues apenas lo hubo hecho cuando, doblándola, la guardó y
sacó otra con más
renglones que letras tenía la que guardó, y, subiendo las gradas,
se paró como que leía, a
tiempo que se llegaron a él más de veinte personas. Uno decía: «¿~Qué hay de nuevo, señor
Fulano?». Otro: «¿Tenemos algo bueno?». Otro preguntaba si era carta
del Ejército. Otro
le decía: «Señor capitán don Sancho, sáquenos de dudas». Otro, en
voz alta que resalía
a todos, decía: «Esta carta será cierta y verdadera». En fin,
todos puestos en rueda y
él en medio, empezó a leer y a llegarse más gente que a los primeros
besugos.
Tardó en leer la carta más de una hora, y la que tomó en la estafeta
no tardó el tiempo
que se gasta en rezar un Avemaría. Salía la gente del cerco del enredo, unos santiguándose,
otros estirándose de cejas, otros mordiéndose los labios, otros
apretándose las manos y dando recias patadas; y viendo estas
acciones se llegaba mucha más gente y
preguntaban qué nuevas habían venido. Acabó de leer la carta (o
tramoya con letras) y
quedase en el sitio, rodeado de noveleros, contando la disposición
del Ejército, prevención
de la campaña y sitio del enemigo, y dando su parecer en el modo con
que se había de
gobernar la gente para un asalto y por dónde convenía el darle.
_¿Ves este hombre?_dijo Juanillo_. Pues en su vida ha salido de
Madrid y le llaman
el señor capitán, y le oirás contar de más de quinientas heridas que
le han dado en la
guerra; y dice bien, que algunos que le conocen le dicen que no sea
enredador, y, a buen
entender, heridas son bien penetrantes el decir las verdades a quien
carece de ellas; mas
él poco las siente, pues no se enmienda. Y yo apostaré algo a que la
carta que ha leído ha
sido escrita esta noche en su posada para con ella embobar hoy a cien
tontos que tienen
librado el gusto en las mentiras que oyen, que la carta que él tomó
en la estafeta puede
ser que sea de un bodegonero que se ausentó estotro día, en cuya
casa comía este capitán mentira,
y le enviará a pedir la monta de las tajadas con dientes que le
quedó debiendo;
que en toda cuanta gente aquí ves no hay diez soldados. Y cierto que
me admira que los noveleros no hayan reparado en tu alquicel y te hayan cogido en
medio de cincuenta a preguntas de tu cautiverio; y podrás, sin mentir, entretenerlos
mejor que este mentecato
con su carta postiza, pues habla sin fundamento, y tú con él podías
hablar.
_Raro humor de gente_respondió Onofre_, pues se creen de tan ligero
de quien no
saben que sea cierto lo que dice. Yo soy soldado, pero no contara
cosa en cuanto a los sitios
de la campaña: sólo lo hiciera a otros que supiera yo que eran
soldados, que hablar con
quien en su vida ha sabido volver a su nido la espada ni sabe lo que
se pasa cuando no hay
qué pasar, para mí creyera que era dar voces al viento, que nunca
responde cosa conforme
más de con los últimos acentos que oye. Quien con quietud vive en la
tierra ¿cómo ha de
saber regir ni gobernar los estados de la milicia? ¿Qué pareciera que
un pastor, que en su
vida ha salido de guardar ganado, se pusiera a leer teología sin
haber estudiado letra? Éste,
gobernando su ganado acertará; un mercader tratando en sus
mercaderías no puede errar
mucho, pero mucho errará dando pareceres de letrado si no estudió
para ello. Acudiendo
cada uno a su ejercicio está todo quieto y en paz; yo nunca gastara
el tiempo tan mal gastado
como escuchando a quien no es profesor verdadero de la materia en
que trata, porque
el que habla de aquello que no entiende es como el tiro que sale
casualmente, sin gobierno
de la mano del que tira; que siempre va errado. Y es cosa muy cierta
que el que habla en
lo que no alcanza ni entiende, miente, y se imposibilita para ser
creído en lo que profesa.
Inquietolos de su conversación las voces que dos soldados, al
parecer, daban sobre el volar
una mina, y más volaban sus levantadas voces, pues llegaban al
campanario. Uno decía:
_Señor capitán, vuesa merced ha lidiado siempre en partes que no ha
habido necesidad
de abrir minas, y así, mal puede entender lo que no ha visto.
Pero, algo picado el tal que escuchaba, le respondió:
_Por eso he abierto muchas bocas en pechos contrarios: lo que vuesa
merced no ha
llegado a hacer.
Enojáronse, y púsolos en paz un hombre de madura edad, con su espada
en el lado y en
las manos una muleta, y el vestido harto trabajoso.
_ ¿Has visto la pendencia de los dos? _preguntó Juanillo a Onofre_.
Pues aquel de las plumas en el sombrero es tropista y nunca ha
servido de otra cosa, y cuando va a llevar gente se le muda el color del rostro, pues el que le ves ahora,
afrenta de tomate maduro, se le vuelve pálido, siendo causa el
perder de vista los bodegones
de la Puerta de
el Sol. Y el otro es de estos que buscan gente, a quien con promesas
hacen sentar plaza de
soldados, administrando este ejercicio peor que el de los moros
cosarios de Argel, por lo que de cada uno les toca: y aquel buen
viejo bien se nota en él
el ser soldado en el vestido
que le adorna, y aunque la edad le ha jubilado algo los bríos, no
por eso ha desechado
la espada del sitio que siempre ocupó. ¡Mira con qué razones,
pocas y corteses, y por los
corteses penetrantes, los ha puesto en paz y ha mudado de sitio!
Repara en aquel hombre
de la capa parda, tan capuchina de remiendos, y el sombrero tan
espumador, según la grasa
que siempre trae. Ha estado todo el día remendando zapatos a la
puerta de un zaguán
y ahora viene a oír mentiras, que a él le sirven de descanso el rato
que deja ocioso el boj,
pero tiene una cosa buena: que oye y calla, pues jamás le he visto
meter la cuchara en
el plato de esta lonja. Y aquel que va con él es un escudero de
estos que en la picardía son
ciento y tantos, empleándose en su mejor edad (sin guardar los
preceptos que se deben
a la golilla) en dar capa a unos vestiglos con tocas, o huesos
entre algodón, donde sólo
quedó el fui lleno de deseos de volverlo a ser desde la mortaja de la
toca: dueñas, en fin, y
tiene tan extraña condición a la del zapatero, que puede hablar con
todas las monjas que
hay en Madrid. ¡Mira cómo ponen tienda de su mercadería!
Así fue, pues, sosegados, empezó el rodrigón a menear su tarabilla y
se le fue llegando
más gente que a premática nueva y deseada, empezando a jugar de
aquel bocado peor y
mejor que tiene el hombre, según usa dél. Y después de haber hablado
gran rato en los estados
de la milicia y gobierno de la campaña mudó la plática tratando
de la carestía de
los mantenimientos, y decía:
_¡Que en un año como éste, tan abundante de todo, como Dios nos ha
dado, que podían
las hormigas, con lo que adquieren de los desperdicios del labrador,
poner tienda de
panecillos, valga un pan lo que vale!
A lo que respondió otro:
_No tiene la culpa el panadero que le vende, la culpa tiene la
hormiga que lo almacena.
Luego proseguía diciendo:
_¡Que valga una libra de carne tanto en un tiempo tan abundante como
pregona la
cuerda Extrernadura!
A que respondió otro:
_La culpa tienen nuestros pecados.
Otro, que había perdido en todas estas ocasiones el ejecutar heridas
con su lengua,
viendo ocasión en la vacante, se opuso, echando la mano a los
bigotes (que, por lo copiosos,
parecían colas de su piel, siendo la suya de zorro), y dijo,
abriéndose de piernas, sacando
el papel del tabaco:
_¡Que en un año tan fértil como éste valga una azumbre de vino aguado
y mal medido
catorce cuartos! En verdad que lo he conocido yo bueno y bien medido
por seis,y menos.
En fin, cada uno dijo su alcaldada corta, porque el báculo de vidas
perdurables no daba
lugar a más.
_Este hombre que tanto habla _preguntó Onofre_, ¿entiende algo de lo
que trata?
_No _respondió Juanillo_, porque ni es estudiante ni soldado: y
le juzgo tan imposibilitado
de saber que las cinco vocales no han llegado a su noticia.
_Pues mal puede hablar quien miente de continuo_replicó Onofre_,
que a los animales
se les sigue gran daño en no poder hablar y a los hombres mucho
mayor por hablar
mucho. La lengua es esclava del hombre, pero si la deja libre se
truecan las suertes, quedando
el hombre hecho esclavo de su lengua, y siempre tiene en el pico
su corazón,
manifestando lo más secreto y escondido que hay en él. El que
quisiere hablar bien ha de hablar siempre verdad, y este hombre no
tiene entendimiento ni es capaz de discurso,
pues no tiene miedo a su lengua, oyéndola con dos oídos tan
cercanos. Bruto parece, pues
no conoce que está su muerte debajo de su lengua y el centro de la
muerte debajo de sus
pies. Quien mucho habla mucho yerra, aunque no sea más que en la
demasía, es certísimo.
Aquí llegaba Onofre cuando, saliendo del cerco de la mentira el
zapatero de obra segunda y viendo en Onofre señales de cautivo, se acercó a él,
mirándole atento, sin hacer
movimiento más de con las cejas, hasta que, llamándole Onofre, le
preguntó si era
mudo. A quien respondió:
_No lo soy. Parecerlo quisiera, que hablar sin ocasión es querer ser
sin ocasión oído, y
al que tiene miedo en el hablar el silencio le hace cuerpo de
guardia y defiende, y así, más
vale ser mudo que hablar cuando no hay ocasión, como aquel majadero
que juega tanto
que no deja hacer baza a nadie.
_Quien tan bien discierne las razones como vos_dijo Onofre _ merece
ser oído. Y
si yo puedo serviros en algo, preguntad, como sea poco, porque de
las palabras se ha de
usar como del vestido: véase parte de él y parte de él se encubra.
A lo que el zapatero prosiguió diciendo:
_Me parece que nos entendemos, y así, siguiendo vuestro humor,
digo que no seré
molesto, pues la razón hablada sin tiempo queda hecha señora del
hombre, y callando me
veo señor de todas las razones.
_Bien decís_replicó Onofre_, que a mi entender el cuidado de
naturaleza en poner
dos oídos tan cercanos a la lengua no fue otra cosa que decir: «Ahí
pongo dos guardas
para que uses con medida de ese instrumento»: pues es muy cierto que
el que calla vive
seguro, y el que habla suele dañarse a sí y a otros, y el mayor
enemigo que tiene el hombre
es su lengua mal gobernada, pues más posible es callar bien que bien
hablar.
_Siendo así, sólo os suplico me digáis de dónde sois, dónde os
cautivaron, qué trato os
hacían y quién os rescató.
A lo que Onofre satisfizo diciendo:
_Mi patria es la gran ciudad de Nápoles, cautiváronme cerca del
presidio de Larache
habiendo salido a hacer leña con otros soldados, la fortuna
favorable me dio un amo,
aunque moro, hombre de piadoso natural y buen entendimiento, tratome
mejor que yo
merecía y, por haberme oído quejar de mi fortuna diversas veces, me
preguntó la causa, y,
habiéndome oído decir que sólo era el deseo de ver a Madrid, movido
a piedad me ofreció
el rescate para la primera ocasión que hubiese, como lo cumplió
entregándome a la redención
que ha hecho ahora la religiosísima Orden de la Merced, y el padre
redentor a quien
mi amo encargó mi persona lo ha hecho conmigo como padre, hasta
ponerme en Madrid.
Treinta meses estuve cautivo, que sólo los sentí en no poder
frecuentar los sacramentos
con la libertad que entre cristianos. Esto es haber respondido a
vuestra pregunta: mirad
si mandáis otra cosa.
_Sólo serviros_dijo el zapatero_, y pues me habéis hecho sabidor de lo que ignoraba,
quedad con Dios. Y advertid que no soy más de un pobre remendón de
zapatos: la
fortuna no me dio más bienes que los que os he dicho, pero con ellos
vivo quieto y gustoso,
oigo y callo, y así gozo del mundo, y creo por cosa muy cierta que
un tropezón que da
el hombre, aunque salga herido dél, tiene cura, y la medicina y el
tiempo le sana; pero el
tropezón de la lengua no le sana el tiempo ni la medicina.
Fuese, sin hablar más palabra, y Onofre quedó espantado de ver un
hombre tan miserable
y tan cuerdo.
_En mi vida_dijo Juanillo_ le he oído hablar otro tanto, y le
conozco hartos tiempos
ha.
_Si habla siempre como ahora_respondió Onofre_ lástima es que calle,
que, aunque
el silencio es sueño del entendimiento, se ha de usar dél con buen
medio: que el hombre
se diferencia del animal en la razón, que sin ella no fuera más de
un bulto y a este
hombre le adorna y enriquece mucho el buen lenguaje.
_Así es_replicó Juanillo_, pues la cosa más fea que hay en el
viviente es buen cuerpo,
gala y disposición, si con ello tiene mala lengua habladora.
Hízolos dejar la conversación el alboroto de dos ciegos que,
tirándose recios palos,
eran parte para que, en lugar de ponerlos en paz, huyesen de ellos
los que lo vían, hasta
que los sosegó, haciendo dejar el paloteado, una vendedora de
escarpines: y, ya algo quietos,
dijo el uno, muy colérico, limpiándose los mocos a las mangas del
jubón y meneando
los hombros a son de zarambeque:
_¡Anda, hijo de la alcahueta a no poder más!
Que yo me vengaré de ti
en la primera
relación que salga, que tengo de hacer que no te den pliego que
vender.
_En cuanto a lo de mi madre _respondió el otro_, mientes en decir
que fue alcahueta a no poder más, porque sé que murió de treinta
años y no era edad en que no
podía hacer primeros papeles; pero la tuya dejó el ser frazada por
baqueta, y si no tuvo
otro oficio fue por tener mala cara; que nunca a ti te engendrara tu
padre, si tuviera vista.
Hízolos callar otro ciego, y, para que dejasen el puesto y el
enfado, los dijo que en «La
Manta Colorada» lo había como de lo caro y que allí tenía para
media, que le siguiesen.
Hiciéronlo, dejando qué reír a los que habían visto la pendencia, y
la que los puso en paz,
tratanta de escarpines, sobre volver por el uno de los dos ciegos
trabó pendencia con
ella otra de su trato, donde salió en público las faltas y sobras; y
después de las lenguas anduvieron
las manos entre los mal peinados rebujos de pelo, hasta que un mozo
de los que
sacan barato de los boliches las puso en paz, diciendo:
_ ¿Es posible que dos mujeres como vuesas mercedes hayan llegado a
este extremo en
la calle, donde todos lo notan? Cierto que me espanta que, siendo
tan amigas, se pierdan
el respeto.
Cada una dio su disculpa, y, ya sosegadas, fueron a echar la
pesadumbre abajo, acompañadas
de aquel hidalgo del ajuste.
_¿Qué te parece_dijo Juanillo a su amigo Onofre _ de lo que pasa en
esta lonja? Cree que es uno de los mejores sitios que tiene Madrid
para un rato de divertimiento. Y
pues ya es tarde, si te parece, vámonos paseando al Hospital
General para que veas unas
de las mejores casas que tiene España para pobres de todas
enfermedades, y de camino
veremos la de los Niños Desamparados, a quien recoge el amparo y
caridad, que es una
casa de mucha consideración. Y para que no sientas el camino, haz
reparo en aquel hombre
macilento que está en aquel umbral de aquella puerta: era su
hacienda muy florida y,
por lo pericón, se la han comido las pendangas de este lugar. Tenía,
cuando tenía, el más
raro humor que hombre en el mundo; decía que quién había de sufrir
los enfados y ahogos
de un matrimonio, ni los rnelindres, celos y empeños de una dama.
Pero, conociéndole el
capricho una de las marcadas de este país le ha puesto en el estado
que ves, pues lo mísero
de el vestido dice la posibilidad de su dueño.
_Pero dime, por tu vida _preguntó Onofre_, ¿cómo se dejó engañar de
las mujeres,
pues, según has contado, huía tanto de sus empeños?
_El cómo no sé; pero sé del modo que engañan_prosiguió Juanillo _
a los boquirrubios
como éste. Y por que no sientas el viaje, como tengo dicho, te lo
contaré.
Llega una de éstas, toda agujetas, vestida a la francesa con muchos
lazos (que no es
nuevo en ellas el ser todas lazo), y, en viendo a un hombre que
saben que tiene, se estriegan
a él, con que le dejan apestado. Mírala el bobo, a quien deja rozado
con las galas y
inquietado con una ojeada que le dio: pero no habla palabra, por
establecer su condición.
Sólo contempla el descuido con que lleva el cabello hecho un pensil
de flores, que, como
suele ofrecer la ocasión los cabellos al amor, éstas buscan la
ocasión con los cabellos, haciendo
de ellos líneas y paralelos al pecado. No deja de parecerle bien,
aunque se fuerza lo
posible a desviar de sí algunos motivos con que le brindó el niño
amor. Véncese y procura
el desvío; ella, que vuelve la vista a ver si ha obrado su cebo,
repara en que sí, pues nota el
que tiene los labios secos (con lo que ha babeado ) y los procura
remojar como quien
muerde; vuelve la dama a buscar ocasión de encontrars con él, y
al emparejarle mira y
dice: «No entendí que eran tan cobardes los hombres». Hácele con
esto asomar colores al
rostro y, por apaciguarla, la sigue y dícela si hablaba con él.
Ella responde que sí, que
bien podía pagarla algunos de los muchos desvelos que la cuesta.
Él, que oye estas ternezas, se pone como cera a la vista del sol
de junio, empieza a
responder disimulando lo mejor que puede; trábase conversación algo
estrecha, y el tonto,
más tierno que una melcocha, la dice si le ha de querer por interés,
a que responde la
astuta culebra: «Mujeres de mi porte, sangre y reputación no se
determinan a semejantes
empeños movidas del interés, pues sólo amor es quien preside». Con
esto simplemente,
cree que le quieren por su persona no más, y dice entre sí: «Mujer
que sin interés quiere,
merece ser querida», sin reparar el tonto que jamás ha habido
mujeres de tal color, que
ahora se usan colores tristes y desesperados, y en todo tiempo sus
dádivas no han sido
más que tristezas y desesperaciones. A pocos lances se determina
ella a ver si el buril de
su astucia puede labrar aquel bruto diamante, y por medio de una
criada bien alicionada
le envía a decir que la ha sucedido un disgusto grande, y para
remediar lo posible de él la
haga merced de enviarla quinientos reales; y que para memoria de
reconocerse su deudora
tome las joyas que lleva aquella criada.
La que lleva el recado ha sido del arte desde edad de diez años;
¡miren si sabrá hacer
bien el papel! Da el recado aun mejor que su ama se le dio, y el
tonto que le escucha entra
en consulta con su memoria, entendimiento y voluntad, y sale de
acuerdo que se los dé,
pues ha conocido el mucho amor que le tiene y cuán desinteresada es;
y pues se ha determinado
a pedirle aquel dinero y le envía prendas, cierta señal es ser
grande o, por lo
menos, precisa la necesidad. Dáselos, y dice a la recaudadora que se
lleve las prendas, que excusada diligencia ha sido para con él el enviárselas. A lo que la
criada responde: «¡Jesús
mil veces! Lo primero que mi señora me dijo fue que las dejara, y si
no bastaban, volviese
por más. ¡Ay,Dios! Yo apostaré que estima en más este agasajo que
cuanto hay en el
mundo. En verdad que sí: la costó el determinarse a enviarlos a
pedir a vuesa merced el
desperdiciar más rosas de su bello rostro que las que produce un
mayo. ¡Bonita es la otra!
Por no pedir se dejará morir entre dos paredes. Mal la conoce vuesa
merced: no hay
mujer de tal condición en Madrid». El pobre simple la dice: «Haga lo
que la mando y no
se meta en más; que vuelva las prendas a su señora y la diga no sea
tonta». La moza ha
menester poco, y parte más veloz que el tiempo. Su señora la recibe
contenta porque la ve
venir alegre, y dice: «¿Qué hay? ¿Picó el pez?». A que responde la
criada: «Con tal gracia
le puse yo el cebo: al instante cayó». Enséñala las prendas y el
dinero, no tan cabal como él se lé dio, pues la sisa sus principios los tuvo en la fregatriz
servidumbre, y la taimada
dice: «Más da el duro que el desnudo. Vayan cayendo estos peces, y a
su cuenta ve por algo
con que nos regalemos».
El tal pagote, lleno de confusiones, sintiendo el dinero que ha
salido de su bolsa, dice
entre sí: «No es posible que esta mujer haya enviado a pedir este
dinero sin grande ocasión,
pues en todo el tiempo que ha que la conozco no me ha empeñado en
nada, ni su
agrado ha dado muestras de interesado. Pues si esto es así, en una
ocasión no ha de ser un hombre tan Iaceriado que no socorra a una mujer que le quiere».
Por este camino, y por
otros que sus habilidades arbitran, los van limando poco a poco las
haciendas, sin descuidarse
de la treta general en los días más festivos del año, cuando
saben que ha de ir a verlas su galán, el estar muy tristes y la criada bien avisada; y
si pregunta (como es fuerza)
el gastador de aquel ejército de drogas la causa, responde con el
pañuelo en los ojos,
y la segunda dama hace su papel al vivo, y dice, publicando su
semblante tristeza: «¿Qué
quiere vuesa merced que tenga mi señora, que, de puro buena, la
suceden lances como el
que ahora está llorando? Ayer amparó aquí a una mujer porque vino
diciendo la había
sucedido un disgusto en su casa y en el ínter que se apaciguaba la
recogiese mi señora en
la suya? Hízolo como Juana de buena alma, y esta mañana cuando fui
por de comer se
fue y la llevó el manto, que sólo las puntas habían costado treinta
de a ocho, y demasiado
de corta anduvo, pues no se llevó más. Muy bien empleado está»,
dice la picarona cabeceando
y mirando a su ama, con que el tontonazo lo cree, hallándose en la
obligación y
empeño de darla para otro. Y esto lo usan con los que llaman duros de
bolsa, y tampoco
se les olvida la intentona en las mayores holguras de esconder la
gargantilla o manillas y
alborotarse con el tonillo de: «¡Ay, triste de mí!», entrándose en la
bulla del desmayo para
que llegue el galán, muy tierno, a preguntar la causa, y sabida,
aunque con dolor de su bolsa,
la ofrece otra, y ella le paga con melindres a montones. Y de este
modo van ablandando
y rindiendo aquellas inexpugnables bolsas de hierro, sin hacer
reparo el paciente gastador
en que traen el cebo a la vista y tapado el anzuelo, hasta que a los
más duros los dejan tan
blandos, que aun bríos no tienen para tenerse.
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DISCURSO
DOCE
a buena fama, adquirida con buena fee, es hermana de los bienes
espirituales y dueña perpetua de la alabanza, es maestra de la
virtud, honor y dignidad, y su nombre vuela por diversas y remotas
partes del mundo, pues su pregón va dando noticias de la bondad, y
así, más vale buena fama que los bienes de la fortuna: que la más
horrible llaga sana y la mala fama mata. Y la buena ha de ser
ejecutando obras de caridad, no como el hipócrita, que sólo adorna
la portada de su vida, labrada a la malicia.
_Esto he dicho, amigo Onofre _prosiguió Juanillo_, por los señores
que tienen cuidado
con los hospitales de Madrid, pues su celo lleno de caridad y su
atención colmada de
piedades es bastante a que no falte lo necesario en la comodidad y
el regalo de estas casas,
habiendo en ellas tantos necesitados enfermos. Y pues hemos llegado
a la casa de los pobres
huérfanos desamparados, entra y verás lo que sustenta la piedad de
esta puerta adentro.
Entraron dentro, y así que pasaron sus umbrales, de una puerta que
entreabierta estaba,
oyeron una voz tan delgada y agradable que se conocía ser de alguno
de los muchachos
que allí habitan, que, divertido en el afán en que estaba, cantaba,
sin reparar que le escuchaban,
estas décimas, ajustadas a los quiebros de su voz, sin más
instrumento que lo que
con sus manos ejercitaba:
Atended, pasos, que fuistes
sin sentido, hacia la muerte,
y en el tránsito más fuerte,
como a ciego me pusistes:
si por lo frágil me asistes,
pasos, dados vanamente,
como de ignorante gente,
que me dejéis sólo os pido,
que no está todo perdido
quien llorando se arrepiente.
Cuanto en la vida he pensado,
Cuanto, ciego, he pretendido,
humo y sombra todo ha sido,
como mísero engañado,
ya de todo lo pasado,
el tiempo perdido siento;
si conmigo en cuentas entro,
sólo pido al corazón
tenga de sí compasión,
con ternezas allá dentro.
¿Quién me enseñó tantos daños,
con tan ciegos desvaríos,
que no traté como míos,
años tan llenos de engaños?
Pero ya los desengaños
en la frágil edad mía,
eon horrorosa porfía,
dicen que hay pena y tormento,
y que todo este ardimiento
puede cesar en un día.
No aguardes, cuerpo indiscreto,
al tiempo que los sentidos
turbados no hallen oídos
en lo frágil del sujeto;
no quieras verte en aprieto,
que aunque es el juez piadoso,
es justo y es poderoso;
y si has sido descuidado,
puedes ser predestinado
al Infierno riguroso.
Temiendo la muerte fiera,
¿por qué ya, corazón mío,
pues que lágrimas te envío,
no ablandas tu dura esfera?
Mira el lance que te espera,
que a todos convierte en yelo;
pide con humilde celo,
apartado del pecado,
a Dios, pues le has enojado,
que no te niegue su cielo.
Convalezcan
¿Quién me librará de mí
antes que de mí me ausente,
si un instante es lo presente,
y lo que se espera así?
Sujeto a penar me vi
por haberos ofendido,
y así, triste y abatido,
gran Dios, os pido postrado
que no sea desechado
por haber sido perdido.
Nunca lejos de temeros
me vi en mi vida, Señor,
que como a Dios y hacedor,
temblaba para ofenderos,
siempre impulsos de quereros
tuve en mi edad peregrina,
mirando esa cruz divina,
Norte de luz celestial,
que el haber sido yo tal
cual soy ya me desatina.
Detén, vida, la carrera
desbocada, que te pierdes;
que ya pasaron las verdes
flores de tu primavera;
en la jornada postrera,
contempla tu lozanía,
pues ya se obscurece el día
más hermoso de tu edad;
mira que no hay más verdad
que el ser de ceniza fría.
Cuando contemplo mi estado,
cual cristiano discursivo,
sólo me espanta que vivo,
habiendo tanto pecado;
y pues a tiempo he llegado,
pretendo de hoy más estar
tan otro, que pueda dar
avisos de arrepentido
quien tan sin rienda ha vivido,
pudiéndose condenar.
Atajó la voz al muchacho un hombre que, llamándole, mandó que
acudiese a otro
ejercicio, quedando Onofre y Juanillo tristes con su ausencia, por
haberle escuchado con
gusto. Y habiendo hecho reparo el hombre en la suspensión de los dos
amigos, volviendo a ellos, los dijo creyesen que cuanto cantaba componía, siendo
parte su entendimiento
para que con mucho cuidado se le diese estudio. Fuese con esto, y
Onofre, absorto, no cesaba
de dar gracias a Dios contemplando en tan verde edad avisos tan
maduros. A quien
Juanillo dijo así:
_En esta casa se recogen los muchachos huérfanos, y se enseñan dando
a cada uno
el oficio a que se inclina, habiendo dentro de casa algunos maestros
de diferentes artes y
maestro para leer y escribir; y algunos a quien Dios da buena voz,
como a éste, los acomodan
donde la ejerzan, y otros en otras partes, de donde vienen a valer;
que aunque la
fortuna los arrojó pobres, la caridad los recoge y cría. Aquí verás
venir muchas mujeres
pobres preñadas, que no tienen en qué recoger lo que esperan parir,
y la caridad las tiene
en esta casa cama y regalo, hasta que convalecen del parto y se
llevan lo que paren. Y
si la tal parida es tan pobre que no tiene quien apadrine lo que
nació de sus entrañas para
lavarle la culpa original, aquí tienen cuidado de hacerlo; y si
acaso (por ser engendrados
entre las sombras del letargo mortal) los dejan, cuidan en esta casa
de remitirlos a la de
San José, donde se crían un sinnúmero de criaturas, así, las que de
aquí van, como las que
echan en la misma casa, donde verás un aposento lleno de zapatos y
medias, piezas de
lienzo, cordellates y frisas, todo para el vestuario de los niños,
teniendo dentro amas para
que vayan criando en el ínter que los remiten fuera, dando un tanto
cada mes y la ropa
que han menester hasta que tienen edad para remitidos a otras casas
como ésta, donde
asiste la misericordia. Demás de esto, se recogen pobres a dormir,
cuidando de su abrigo,
con que granjea el nombre de amparo de huérfanos. Y pues has oído lo
más notable, vamos
al Hospital General, pues ya la tarde va negando las luces al día.
A su lonja llegaron a tiempo que de la iglesia vieron salir un
entierro que se enderezaba
a su camposanto, a quien acompañaron, notando otra caridad harto
grande, granjeada de
el cuidado que tiene mucha gente de este lugar en enterrar con la
decencia posible a los
pobres que mueren en este hospital y decides misas: todo adquirido
de limosnas que su
santo celo recoge.
Absorto estaba Onofre viendo tantas salas, todas llenas de
enfermos, y deteniéndose
a la puerta de una, que su rótulo decía ser de incurables, oyó una
lastimosa voz que se
quejaba de su afán con estas razones:
_¡Ay, miserable de mí, pecador! ¡Qué triste fue la hora en que nací,
pues jamás he visto
la cara al contento ni he salido en toda mi vida de pesares, nacidos
de llagas y dolores!
¿Cuándo (¡oh gran Diosl) me sacarás de tantas aflicciones y
desasosiegos, pues para mí
no hay descanso viviendo, que sólo la muerte me alienta en nombrada,
y el ver que tarda
basta para renovar mis dolores? ¿Para qué es vida tan larga, llena
de trabajos?
Con cuidado miró Onofre al que se lamentaba con tanta ansia, y vio
era un hombre
mozo que en una cama incorporado yacía; y atendiendo a lo continuo
de sus quejas, oyó
que proseguía así:
_Vida con tantos trabajos no es vida: pena es,y su fin el espirar.
Mis pecados son causa
de mis dolores y mis dolores causa de mi llanto, y el llanto se
alienta de no poderme menear
de un lado. ¡Oh, lo que pesa el pecado, pues da con el miserable
cuerpo en el bajío de
el mundo! Como en pecado fui concebido, nunca supe salir de pecado.
¡Ay,pecador de mí!
Acabó sus quejas, con sobrada copia de lágrimas, a tiempo que
Onofre, como elevado,
decía entre sí: «¡Oh miserable vida humana, la más descansada y
regalada, que no eres
más de una flor producida de la tierra, que apenas abre su botón
cuando se sujeta a ser
ultrajada, abatida y pisada, y los propios pañales están formando la
mortaja!»
Aquí llegaba contemplando la miseria del humano poder cuando,
acompañada de
dos ancianos varones y dos pajes, entró una mujer cuyo traje era de
viuda, aunque pocos
años, a visitar los enfermos de esta sala después de haber hecho lo
mismo en las otras; y
dispuesta a besar el suelo arrodillada, se llegó a la prirner cama, consolando al enfermo
y dejándole un papel de bizcochos y otro de pasas, igualando
deste modo a todos los
enfermos de la sala, animándolos con piadoso agrado.
Preguntó Onofre a su amigo quién era aquella señora. A quien
Juanillo respondió:
_Un ángel que gasta su hacienda en estas obras. Y no es sola ésta,
que cada semana
verás que viene un criado suyo con un azafate de hilas y paños para
que curen las llagas a
los pobres, y esto hace en los más hospitales de Madrid.
_Bien has hecho
_dijo Onofre_ en dar nombre de ángel a quien gasta
el rato ocioso
en hacer hilas para curar las llagas de los pobres, pues,
haciéndolo, es fuerza acordarse de
la miseria humana y reparar a lo que nace sujeto el cuerpo mortal.
_Pues cree _prosiguió Juanillo_ que hay de estas señoras muchas en
este lugar, y en
particular la mejor de todas: aquella que pone el hombro para ayudar
a llevar el gran peso
de la corona al mayor Monarca del mundo, que también emplea muchos
ratos en este
ejercicio, acompañada de las hermosas estrellas que la asisten, a
quien da ejemplo.
Rompió el hilo a su conversación un hombre que, tocando con un
palo en un cascabel
que atado traía en una montera hecha de frisa de dos colores, y
aporreándole a compás
de su voz, cantaba y se paseaba todo a un tiempo, sin reparar en
nadie, así:
Quien para penas nace,
sólo a morir despierta:
que no es vida segura
la que descansa muerta.
Nace el hombre en el suelo,
sujeto a las miserias,
y aun contra él la noche
suele armarse de estrellas.
Sale con el pecado,
de que fue causa Eva,
no es nuevo en las mujeres
el prevenir tragedias.
Yo, triste, que entre todos
quiero contar mis penas
(pues sus males espanta
quien canta en las tormentas),
pobre nací en un día
falto de luces bellas,
y al verle triste, dije:
«Mi noche será cierta».
Sentí desde aquel punto
trabajos que me aprietan,
que anticipado aliento
a ello dio licencia.
El campo trocó a lutos
su más hermosa yerba,
que a quien verdores sigue
el mundo le desprecia.
Los arroyos y fuentes
de verme se recelan,
y por mirarse ausentes
huyendo se despeñan.
Viví con inquietudes,
que una hermosura honesta
fue causa de mis males,
pues por ella me cercan.
Era un ángel humano;
harto he dicho, si es cierta
la humanidad estar
a la muerte sujeta.
Pagome mil desvelos,
pero con tal prudencia,
que «Sólo fuera tuya
(me dijo) si pudiera».
Mi corazón se angustia
porque ya la sospecha,
por abrasarme en celos
se apoderó en mis fuerzas.
Mirábame gustosa;
pero no es cosa nueva
que la hermosura mire
con ojos de belleza.
Atrevime a sus padres.
¡Oh, nunca yo lo hiciera!,
pues sólo un «Imposible»
oí, que heló mis venas.
Voto de religiosa
desde la edad muy tierna
me dicen tiene hecho,
y que cumplirle espera.
«¡Adiós, gustos del mundo
(dije oyendo estas nuevas),
que más quiero la muerte
que no vivir sin verla!».
Al campo salí huyendo,
de donde casi a fuerza
los míos me trajeron
atado como a fiera,
diciendo que estoy loco.
¡Qué locura tan cuerda,
es estado un amante
que ha perdido tal prenda!
Lo agradable de la voz, más que lo humilde del verso, tenía
suspensos a los dos amigos
cuando vieron que un mozo, platicante del hospital venía en busca del que había cantado,
que, amenazándole con un látigo que en la mano traía, le hizo
obedecer, llevándole consigo.
_¿Qué es esto, amigo Juan_dijo Onofre_, que no acabo de adrnirarme
de tantas
novedades como a la vista se ofrecen? ¿Qué hombre es este que se queja
cantando y por
eso le amenazan con el castigo?
_Sígueme _respondió Juanillo _ y verás los locos de esta casa, que
este que ha cantado
es uno y aquel que le gobierna es el que tiene cuidado con ellos y a
quien tienen miedo.
Fueron juntos y, a breve espacio, dieron en un patio donde algunos
estaban entretenidos
en un juego de argolla. Y reparando Juanillo en uno que se andaba
paseando los ojos
bajos y las manos cruzadas, mirando dónde estampaba la huella a cada
movimiento que
hacía, conoció ser el que había cantado, y, llamando a Onofre, le
dijo reparase en él.
No fue el sosiego que en llamarle tuvo tanto que el loco no lo oyese,
y, acercándose a
Onofre, con mucha atención le empezó a mirar de arriba abajo, y
luego le preguntó:
_¿Eres cautivo?
A quien Onofre respondió:
_No, pero ¿por qué lo preguntas?
_ Porque si no lo eres, ¿para qué lo pareces? Y si ya estás redimido
y en tierra de cristianos,
deja ese alquicel y dámele a mí, pues yo sí que estoy cautivo: y
más sujeto que tú
habrás estado, pues con obedecer a tu amo cumplirías, y yo he
menester seguir el gusto de
cuantos platicantes hay en esta casa, sin ser mi amo ninguno.
Diciendo esto, volvió a pasearse, cantando a compás de sus pasos
así:
Aquel pajarilla
que está en la prisión
todas sus endechas
nacieron de amor.
¡Qué triste se peina
al rayo del sol,
llorando su estrella,
tan hecha al rigor!
A ratos se alegra:
propio del dolor
dilatar la pena
por darla mayor.
y si la memoria
le acuerda un favor,
al punto le olvida
su mucho temor.
Sosegado está
con la suspensión,
que es de la memoria
el mayor blasón.
Pero el mal pasado
memorias dejó
en pluma ultrajada
y en triste color.
De la libertad
se olvidaba, y vio
la muerte en los celos
que ausencia labró.
Triste se lamenta
De el que le prendió,
pues le quitó el gusto
más casto y mejor.
Pero ya, alentado,
su pena olvidó;
pues alegre entona
su agradable voz.
Sacudió las alas
y el pico aguzó,
que aún no se ha olvidado
de lo que es valor.
y con su armonía
aquesto cantó
por dar gusto a quien
sus quejas oyó:
Libertad preciosa,
cuando en ti se vio
el que te ha perdido,
poco te estimó.
Con ansia te busca
el que te perdió:
pues si ausente vives,
verte deseó.
Así lamentaba,
y abierta notó
la puerta en la jaula,
de donde escapó.
Mas ¡ay de mí, triste,
que sujeto estoy,
y la angustia
y pena mis bríos cortó!
Apenas hubo acabado cuando con un palo que en la mano tenía,
jugándole consigo a
compás de esgrimidor, empezó a decir:
_¡Plaza a la vianda lícita, turbados sentidos!
Y,sacando un pedazo de pan más negro que blando, prosiguió diciendo:
_¡Retiraos, ojos licenciosos! Dejad de mirar ahora, pues por haber
mirado estáis tan
otros de lo que un tiempo fuisteis. Engañados oídos, cerraos a mis
mesmas quejas, pues
las doy sin tiempo. ¡Ea, olfato!, que el demasiado vicio que ya pasó
os ha castigado. ¡Huye,
gusto!, que cosa que siempre fue mala ¿para qué la quiero? Tacto, si
te parece duro el pan,
pierde tu ser y él será blando y bueno; que hay necesidad, y donde
habita todo sabe bien.
Potentados del alma, plaza digo; memoria, no me acuerdes de cosas
pasadas; y aunque sea
tu lugar el primero, véncete a la voluntad de un loco que, aunque
para sí no tenga juicio,
nunca le falta para dar consejo.
Con mucho cuidado atendieron a sus razones Onofre y Juanillo, a
tiempo que con el
mismo deseo escuchaban otras personas que la ocasión que a ellos les
había llevado; entre
los cuales uno de contramangas almidonadas y grandes vueltas de
puntas, a quien se acercó
el loco después de haber dado fin al mendrugo y, tentándole los
brazos, le dijo:
_¡Jesús, qué blancas contramangas que traes! Yo apostaré que cuidas
más de ellas que
de la camisa, porque la camisa no se ve tanto. Muchas vueltas
tienes: malo eres para amigo.
_ ¿Por qué?_le preguntó el tal hombre.
Y el loco respondió:
_Porque andas al uso, y quien al uso anda, anda torcido. jQuítate a
un lado, que harto
loco me soy yo!
_Pues ¿qué has visto en mí_replicó el compuesto_, que así me
tratas?
_Mucho_dijo el loco_, pues he reparado que no es tuyo el cabello que
te adorna;
pero si lo traes por acordarte que has de morir, bien haces, pues te
acompañan cabellos de
un difunto, o fueron de quien la enfermedad se los quitó por
quitarle el engaño que con
ellos traía; pero si por el parecer no más te los pones, más loco eres
que yo, pues es muy cierto
que hombre de buen juicio no ha menester más adorno que su claro
sentido. Apártate,
vuelvo a decir; que a quien tanto cuida de la hermosura cerca está
el Demonio de vencerle
como a la primera mujer, pues la venció ofreciéndola las cosas más
estimadas en el mundo,
como son hermosura y sabiduría y que nunca llegaría a vieja; tampoco
tú llegarás a tener
canas que se vean, pues las tapas con ajenos adornos. Mal consentido
es que quieras ir contra
la voluntad de Dios y que procures enmendar la mejor obra de sus
santísimas manos.
Con más deseos de oírle atendían todos a sus razones, cuando vieron
que con un carbón
estaba escribiendo en la pared, que,habiendo acabado, notaron que
lo que había
escrito decía así:
No quieras enmendar la tabla al Cielo;
que al fin serás, cadáver, todo yelo.
Colores hizo salir en el rostro del de la cabellera, y Onofre,
siguiendo su humor, le preguntó
que por qué el Demonio, siendo tan astuto y sabio, se atrevió a ir a
engañar a la primera
mujer en forma de culebra y no se valió de otra más conveniente. A
que el loco respondió:
_Harto lo sintió el primer volatín; pero como el Todopoderoso era
entonces, ahora
y siempre el que gobierna y manda, no se lo consintió. Y porque tú,
que preguntas, das
muestras de no saber, escucha:
_No hay cosa que más sientan las mujeres que es el que las digan que
son feas o que
tienen muchos años; y así,el Demonio, especulando desvelado, la
ofreció para vencerla:
«Yo te daré hermosura, con que atraerás a ti los albedríos como imán.
Mirarante todos y
de todos serás querida; tendrás sabiduría en las palabras, con que
adquirirás; no llegarás a
la senectud». Grande ofrecer fue a una mujer, que lo que más siente
es imaginar: «Si llego
a vieja seré desechada de todos y seré excluida de los adornos que
da la naturaleza». Mucho
le costó al Demonio el ensayarse en estos ofrecimientos para hacer
entrar el pecado
por los puertos del mundo; y tan establecido quedó el tomar las
mujeres de mano de el
Demonio cuanto las ofrece dar, que hoy está más en su punto que ha
estado jamás. Pero
nunca pudo salir de culebra, que él harto trabajó para tomar forma
de hombre; pero como
esta forma era tan agradable a Dios y tenía deseos de tomarla para
habitar entre nosotros,
no quiso que la estrenase nadie antes de Él, como sumo bien, pues
habiendo Dios formado
al hombre a su imagen y semejanza, ¿cómo había de consentir que el
Demonio tomase la
forma del hombre? Sólo se lo concedió a Gabriel cuando le hizo
embajador de la Santísima
Trinidad a la más hermosa, santa y pura criatura: entonces le dio la
forma mejor que
pudo dar Dios, pues dio la suya misma; y pues en Dios están todas
las gracias, todo el poder
y todo el querer, siendo sumo bien, sin fin ni principio, y que todo
lo que en su divino
ser se halla no puede ser mejor de lo que es, vuelvo a repetir que
le dio a Gabriel la mejor
forma que pudo dar, pues dio la suya mesma. Pero claro está que a la
mejor criatura había
de venir el mejor paraninfo del Cielo en la forma mejor, pues
Gabriel, mirado a buena luz,
quiere decir hombre y Dios, y así, como tan parecido, le fió Dios su
mismo retrato para
que le llevase a su esposa y en premio esperase un flato Y se puede
creer que el engañador,
cuando fue en busca de Eva iba medroso y temblando mirándose en tal
forma, y decía
entre sí: «A una mujer que huye de un ratón y alborota todo un
barrio espantada, ¿qué
alborotará y espantará una sierpe? Pero ¡aquí de mi saber! Yo la
daré con la golosina a la
primer vista y asegundaré con la promesa, con que el interés me hará
hermoso, y aunque
me vea demonio endemoniado, que es peor que malo, no se ha de
espantar de mí ofreciéndola
alhajas tan certísimas de su gusto». ¡Ah ceguedad de todos los
nacidos, pues, ajenos
de la verdad, no reparamos en que los bienes de este mundo es humo
entre dos vientos!
La vida es viento que le entretiene, y, en llegando el viento de la
muerte, le desaparece.
Acabó el loco con un:
_¡Ay de mí, que no sé!
A quien Onofre preguntó que por qué acababa todas sus razones con
una mesma, diciendo¡«Ay de mí, que no sé»! y que, por su vida, le sacase de la duda.
_¿Duda tienes? _dijo el loco_. No es nuevo en el hombre, pues la
tiene de que puede
quedarse muerto desprevenidamente en su más lozana salud, sin
reparar que el primer
lugar que le dan cuando nace es una cuna, que a media vuelta que la
den queda en forma
de tumba: lición que dice «Desde hoy empiezas a morir»; y así,
atiende a esta redondilla.
Y, tomando otro carbón, sentó en la pared así (admirándose todos de
que el juicio ya
vivía entre los locos, pues ellos le tenían):
En tu sana juventud,
si haces pruebas, sea una
dar media vuelta a la cuna,
y la verás ataúd.
Volvió a Onofre, diciéndo:
_A tu duda respondo: quitome Dios el juicio, hállome sin fuerzas para
volver en mí;
no sé el estado en que me cogió, y cuándo he de morir no sé.
Aquí llegaba cuando un mozo, también orate, se llegó a él, diciendo:
_¡Famoso ha sido el sermón, señor canónigo!
_No ha sido malo, señor platicante de dotar_respondió el loco_; pero
conmigo ya
sabe que no se ha de burlar, porque es dos veces loco hombre que no
respeta a los mayores
y a los que le han hecho bien, como ayer se vio perdiendo el respeto
a quien le había criado;
y quien tiene acciones tan feas no se cuente por hombre. Y para que
escarmiente, pues
el loco por la pena es cuerdo, tome esos catorce palos que le doy.Y, tocando en el cascabel, cantó así:
El que de pobres padres fue nacido
y en un estado humilde fue criado,
no se olvide jamás de su dechado,
aunque en fortuna esté favorecido.
Tenga siempre en memoria lo que ha sido,
no despreciando aquel que el ser le ha dado;
que obedecerle y darle el mejor lado
es conocer el bien que ha recibido;
que estraño a la razón está el que, siendo
humilde, no conoce que es pequeño,
pues ama la mentira y el engaño.
Desde el punto que nace va muriendo,
sin pagarle la vida a Dios, que es dueño,
y le libró de todo mal y daño.
Así que acabó de cantar empezó a pasearse muy apriesa, diciendo:
_¡Qué cosa tan cierta es el pensar aquel que anda entre desdichas, o
nació con ellas, el
ser común hacienda de todos! Y ¡qué fuera de la razón imagina!, pues
juzga por sí a todos
los demás, como si yo dijera: «Loco soy: todos serán». ¡Ah del mundo! _decía con
grandes voces.
A quien imitando otro con muchas más, respondió:
_¿Quién llama? _acercándose a el cónclave de la gente.
Y reparando en él el del cascabel, le dijo:
_¿Cómo respondes tú por el mundo?
_Porque si _replicó el loco_ acaso se diferencia de mí el mundo
presente en algo,
aun más loco es que yo, y así, antes le doy que le quito. Sólo me
aventaja el traer en sus
trajes muchas agujetas, y yo no tener una para atacarme.
_Pues ya que has respondido por el mundo _dijo el del cascabel_,
atiende a mis
razones y respóndeme a ellas: ¿Por qué se huelga el hombre de abatir
a quien no tiene por
enemigo?
_Ordinariamente_respondió el loco_, quien tal hace es hombre de muy
baja esfera,
y por que le tengan en algo procura avasallar a los que trata: con
que para sí le parece
que hace algo y para los que le conocen no hace nada.
_¡Bien respondes, mundo loco! _dijo el del cascabel_. Y ¿por qué
no tiene el hombre
ánimo compasivo de la miseria ajena?
_¿Eso preguntas _dijo el loco _, sabiendo el mundo cuál es? Cree que
no trata el
hombre de ayudar a su prójimo en más de, en viéndole tropezar,
ayudarle a caer y que la
voz vuelve diciendo: «Fulano ha caído, ya no se levantará más».
_¡Bien dices! _dijo el del cascabel _. Y ¿por qué engaña el hombre
a quien dél se fía?
_Por que conozca el mundo _respondió el loco _la profunda bajeza de su
espíritu.
_Pues yo me vengaré de todos_dijo el del cascabel _, como señor de
la bienaventuranza
de el siglo,sólo con un instrumento.
_¿Tú, señor de la bienaventuranza? _replicó el loco_. ¿De qué suerte?
_En que hablo con salvoconduto
_prosiguió el del cascabel _, y
sin piedra ni
palo me vengo, aunque escuchen mis razones como de loco: que eso me
acredita en las
verdades.
Habíanse llegado al ruido de los locos dos muchachos, a quien el
del cascabel dijo:
_¡Idos de ahí, hijos del vencejo! Que a vuestro padre le levantaron
del suelo para que
haya volado hasta un coche (¡miren que brincol) desde un prado de
malvas, donde apacentaba
ganado como el hijo pródigo. Pero no me espanta que el mundo como
bola ruede.
Apenas dijo esta razón cuando el loco que había hablado por el mundo
empezó a dar
muchas vueltas en el suelo, diciendo:
_¡Ruede, si es bola!
A tiempo que el platicante del látigo, viendo la demasía, los
encerró, con que se acabó
la fiesta. Y el día iba haciendo lo mismo, y Juanillo y Onofre,
admirados y gustosos, se
fueron ausentando del hospital como los demás.
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DISCURSO
TRECE
l animal más contrario al hombre que crió la Naturaleza es el mismo
que le dio por compañía, con quien ha de vivir y con quien ha de
tratar; la mujer, en fin, pues muchas dan fin con el hombre. ¡Quién
supiera pintar todo su ser, pues apenas es, cuando deja de ser!
¡Triste de aquel que la que le cupo en la suerte del mundo es de
mesalino gusto! ¡Qué triste vida tendrá, si ya no es muerte vida tan
llena de desdichas!
Dichoso el que la que topó es Porcia honesta y virtuosa: ésta es la
mayor dicha del
siglo,pues no la iguala cuantos bienes tienen; y cuantos tienen
esta dicha propia y segura
y no la conocen ni estiman, ¡qué mal hacen!
¡Qué vida como los casados que su voluntad se parece a las ruedas del carro, y qué
muerte como la que se parece a las ruedas de la noria! Si la
voluntad de unos casados es
una, como la de las ruedas del carro, que si la una anda hace la
otra lo rnesmo, y si para la otra la obedece; si ceja, también la
sigue; ésta es vida conforme, pues la voluntad del uno es la del
otro y de ordinario están unos con la de Dios.
Si no hay que comer, se
consuelan (como es uno el querer de los dos); si rotos, están
alegres, y con pan y cebolla
gustosos; y si lo hay sobrado, gustosos, alegres y consolados.
¡Qué muerte como la vida de los casados que se parecen en la condición
a las ruedas de
la noria! Que si la una anda por un lado la otra anda por otro; la
una sigue un movimiento,
la otra el contrario; cuando la una para la otra aún no ha dejado de
andar, y para que
la una ande la otra ha de hacer fuerza! Éste no es vivir: muerte es,
condenada a eternidades.
No hay gusto jamás entre tal gente; si el uno dice cestas el otro
responde rábanos; si
estrellas, el otro estopas; si paz, el otro guerra; y aunque haya
sobrado lo necesario, como no hay paz, gusto ni sosiego, no luce ni parece, y siempre reina
la ira, la maldición, el
juramento, el rencor, el odio, la venganza, la murmuración y la
libertad en la conciencia
y el Demonio como gobernador; y si en esta casa falta el sustento,
como falta la paz y la
prudencia, él procura medios viles y ella viles medios, siempre cada
uno para sí.
Pues si por suerte no es matrimonio, ¡qué vida tan mala!, que no puede
ser buena la
vida que se alienta de pecados. Cuando la pretende, si tan presto no
la alcanza como quiere,
se aburre, cansa y envejece, pierde el sosiego, la quietud y la
paciencia. Si la alcanza, a
pocos días se halla más embarazado que el que trae espada y daga,
ferreruelo y golilla sin
haberse puesto jamás golilla, ferreruelo, daga ni espada. Si la
sustenta, gasta su hacienda y
la ajena, tal vez adquirida con medios infames; si la quiere dejar,
le persigue, y da celos por
ver si obran en él, célale los pasos y suele poner" en estado que
se pierda, que es la última
venganza de este enemigo. Si la quiere, ella lo conoce obrando con
rostro desgraciado,
siempre melindrosa y siempre pedigüeña; todo la enfada, y nada la
contenta, hasta que le
deja sin cama en el hospital en la sala de incurables.
Y así, ¡atención, barbiponientes de hogaño! Que si tenéis hacienda
tenéis flaqueza, y se
arma contra vosotros un demonio con dos caras: una que pinta por sus
manos y otra que
la verás cuando se levanta. Y aunque te parezca que se lleva los
ojos que la miran, no se lleva si no es el hacienda de los que la
creen, sin perdonar la salud. Y por eso hubo quien
antes de caer (de todo punto apartado de estos tropezones vivientes
donde el hombre se
quiebra los ojos, pierde la hacienda y pone a riesgo el alma) dijo
así:
¡Oh, qué triste juventud
es la del que sin medida
pasa la flor de su vida
gastando hacienda y salud!
¡Que llorosa senectud
tendrá, si a tiempo no advierte
que hay rigor y hay dura suerte!
Que su vida se deshace,
y desde el punto que nace
está esperando la muerte.
Y aunque te parezca que te deja el corazón lleno de alegres deseos,
te engañas; que sólo
pretende el quitártele. Y si atiendes en el artificioso descuido del taparse, no es descuido,
sino aviso de que es traidor y procura tu mal: y así, encubre el
rostro, lo uno por que no la vea quien ya la conoce y sabe sus infamias, y a los que no la
conocen, para que deseen
verla. En fin, toda la mujer es presagios tristes anunciadores de
desdichas. Y para que veas
y sepas lo que encierra en sí las cinco letras de su nombre, lee:
Muerte dice la primera
letra de su infausto nombre,
y por que más nos asombre,
vicio la segunda encierra;
la tercera dice guerra,
cuarta y quinta espada y rayo.
¿A quién no causa desmayo
(si es que lo quiere entender)
ver que toda la mujer
es de la muerte un ensayo?
A la puerta de una casa nada grande llegaban Juanillo y Onofre,
después de ausentes
de el hospital, a tiempo que las voces que una mujer daba, riñendo
con un hombre, los
hizo detener dísimuladamente: la mujer decía había de ir a cuantas
fiestas hubiese en Madrid, y se
había de holgar mientras viviese, y que no estaba con él para ser su
esclava,
y creyese no se había de dejar ultrajar; que tan buena era como él,
y, pues ya la conocía la
condición y el humor, se le siguiese, si quería paz en su casa.
_Mal dice esta mujer _dijo Onofre_; que primero es el
hombre, que ella su esclava
es¡pues para señal de que sale sujeta al hombre así que nace la
taladran las orejas, donde la ponen eslabón de cadena, señal de esclavitud. Y caso que niegue
esto, no negará lo que
dice la Iglesia: que se avenga con su esposo como ella se aviene con
Cristo.
Grandes voces daba la mujer, y el hombre, con voz baja, la procuraba
reportar, pero en
ella poco herían sus razones, hasta que, enfadado, la sacudió el
polvo, por demasiado. Enfureciose
la tigre, con tal coraje que fue causa de alborotar la vecindad.
Llegó alguna gente,
y entre ella un alguacil, desenroscando una vara de junco con
tono de:
_¡Ténganse a la justicia! ¿Qué voces son éstas?
La mujer que vio al alguacil, levantó el grito con palabras
injuriosas, diciendo:
_¡Ladrón, infame, holgazán, mal nacido!, que me
has muerto. Esto merezco yo por
haberte quitado muchos piojos que trujiste a mi poder.
Y volviéndose al alguacil, le dijo:
_ Vuesa merced le lleve a la cárcel, que es un
ladrón y yo selo probaré, que no es mi marido.
El ministro que tal oyó, alentado con un escribano que llegó,
sacando las escribanías
de la pretina, embargaron los pocos trastos que había, dando con
hombre y mujer en la
cárcel.
Seguirlos quisieron los dos amigos, pero el ruido que una mujer
hacía con una criatura
los detuvo, diciendo entre lágrimas y gozo:
_Querido de mis ojos, ¿qué has hecho sin tu madre?
¿Dónde has estado, bien mío?
¿Qué ausencia ha sido ésta de quien te parió y te quiere? ¿Qué fiera te
ha detenido, que así
te ha parado? Pero no era fiera, pues te dejó la vida.
Con brevedad juntaron sus tiernas ansias mucha gente, y, preguntada
la causa, respondió
que se le había perdido aquel hijo desde por la mañana, y le
hallaba desnudo,
habiéndole quitado cuanto llevaba puesto, hasta los zapatos. A cada
palabra que la mujer
decía el niño lloraba, y ella aumentaba el amor dándole besos y
abrazos; y, envuelto en su
manto, vertiendo lágrimas de contento, se fue.
_¡Cuánto debemos los hijos a los padres!_dijo Onofre _. Pero admirado estoy
que
haya quien se atreva a una inocente criatura, desnudándola hasta
dejarla como a esta que
hemos visto.
_No te espantes_respondió Juanillo_, que en Madrid
suceden muy de ordinario
estos despojos por manos de algunas aves que anidan en este lugar,
que, viendo una criatura
bien vestida, procuran cogerla sola y, engañándola con cuatro
confites, la meten en un
portal dejándola como a esta que viste. Y aunque suelen caer en la
tentación de la justicia
y por sus buenas obras las palmotean, no por eso falta quien ejerza
sus habilidades. Pero,
volviendo a las ternezas de la buena mujer, ¡qué contento recibiría
cuando halló a su hijo,
pues fue causa el gozo de verter lágrimas! Pero no me espanta, que
el bruto gime si halla
menos en la cueva al hijuelo que dejó, y el perro ladra o llora si
le quitan al cachorro, y el
pájaro se entristece si pierde la cría. Y si, perdida, la hallan, el
bruto se estriega al hijuelo y
le lame, y el pájaro, tendidas las alas, no se harta de dar vueltas
de contento.
_¡Qué nombre tan tierno_dijo Onofre_ inspiró naturaleza en
el de madre! Tanta ternura, con pródiga liberalidad, que el nombrarla solo despierta
a amor y respeto!
¿Qué bruto indómito de bárbara nación, el más habituado a inhumanas
costumbres, no
confiesa el rendirle parias de afecto a tan amable nombre?¿Qué fiera
hay que con amoroso
dictamen no descubre el ser parcial de su madre? Sólo a la víbora se
le concede esta crueldad,
por ser venenoso aborto de la misma fiereza, pues, en naciendo,
acarrean la muerte a
las entrañas que la avivaron: extraña sabandija a todo lo criado,
pues las piedras anhelan
por volver al centro'que las produjo y los arroyos atraviesan
montes de dificultades por
juntarse con el mar, a quien tienen por madre, y el fuego exhala
deseos por volver a su soberano
asiento, aguzando centellas a lo lejos para enamorar a su amada
esfera. Sólo el mal
hijo imita a la víbora, o al rayo, que, para nacer, hace reventar a
la nube que le congeló, sin
corresponder con la mayor obligación. ¡Qué cosa tan aborrecida es a
los ojos de Dios la
ingratitud al beneficio maternal! Y así, aconsejan los doctos que en
la tierna edad, cuando trabaja la enseñanza, se tenga cuidado con
habitar los hijos a
tener vergüenza, pues con
ella se adquieren las demás virtudes; que la vergüenza es el
reprimir el corazón para que
el espíritu huya de todo aquello que es bajeza, y así, es un temor
noble, y el que le tiene procura
no caer en falta con los superiores a él, y el no hallarse vergüenza
en todos es que no
todos tienen los ojos claros para seguir lo que les está bien,
huyendo de lo malo sin ceguedad
ni pasión. Un sabio dijo que la vergüenza era encubridora de muchas
faltas, y dijo bien (en
fin, como sabio), pues no hay vestido que más tape la desnudez de
nuestros descuidos. y así,
yo diré a quien carece de este bien: «Si no tienes vergüenza haz lo
que quisieres, que todo será
malo»; y el vergonzoso sabe agradecer el bien que ha recibido
respetando a los mayores,
siendo humilde a quien le ha criado, estimando a quien debe el ser,
y, cumpliendo con esta
deuda, como discreto, cierto es el estar pronto para agradecer y
estimar la vida a cuya es.
A la oración tocaban las campanas, a cuyos golpes se detuvieron
Juanillo y Onofre,
haciendo lo mesmo cuantos las oyeron, cuando, reparando Onofre en
dos hombres que
juntos iban, oyó que el uno dijo al otro:
_Vamos, no os paréis, que yo apelo a mi parroquia
que este sacristán, según se adelanta,
debe de tener que hacer.
Muy contentos se iban, pareciéndoles haber dicho alguna agudeza, sin
atender ni reparar
que puede ser la última campanada de su vida y que la lengua de
aquella campana nos
dice que bendigan las gentes a María Sanctísima, y se acuerden de
aquella misteriosa
embajada de Gabriel, pues fue el primero que dijo «Ave, María», y,
acordándose de tan
dulcísimo nombre, pidan a su dueño interceda con su precioso Hijo
perdone las almas
que yacen en los senos del Purgatorio. Y no tan sólo esto; que
también debemos hacer
reparo en que aquellas campanas (que de ordinario son las que a tal
hora se tocan las que
tienen la voz más triste) nos dicen: «Repara, mortal, que ya se
acabó hoy, siendo un día
tan hermoso y claro, y cuando nació le celebraron las aves con
sonora música, y entonces
parecía que no había de llegar a obscurecer sus luces la fría noche,
ni se había de atrever
a tanta hermosura y resplandor». Haz tú lo mismo contemplándote
cerca de la noche de
tu vida, que no sabes cuándo te llenará de lutos ese ser que te
alienta, y pide a Dios por
aquellos que fueron vivos _como tú y
ya lloran en el Purgatorio. Hazlo; que así no te faltará
quien por ti lo haga cuando te veas en el lugar que ellos se ven,
suplicando a Dios te guíe
para que no tuerzas el camino. Y contempla en esa humilde glosa la
verdad:
Cuando las campanas tristes
con sus golpes dan espanto,
es por que llames el llanto,
pues para morir nacistes.
Señor, desde que nací
(sin merecer esta vida)
te ofendo tan sin medida
que no sé si estoy en mí.
Tu gracia y fe merecí
(¡oh gran Dios!), pues que me hicistes,
y con tu aliento infundistes
el alma que el ser me da,
triste lamentando está,
cuando las campanas tristes.
Que duerma el hombre en pecado,
sin mirar que puede ser
no llegar a amanecer
si está de Dios decretado!
¡Oh, qué tiempo mal gastado
es el que pasa sin llanto!
Mire de la muerte el tanto,
y le dirá, en conclusión,
la pala y azadón
con sus golpes dan espanto.
Mira que aquel que murió
te dejó escrito un papel
para que te acuerdes dél,
pues ya su vida acabó;
y solamente dejó
horror, tristeza y espanto,
y debajo de su manto
la viuda dando gemidos
y aquellos tristes suspiros
es por que llames el llanto.
Apenas nace en el suelo
el hombre, cuando el rigor
le acomete, y el dolor,
ansias, sustos y desvelo.
Mira que la muerte el velo
corre; como te opusiste,
y disparates hiciste,
llora por no haber llorado
en tiempo tan mal gastado,
pues para morir naciste.
Y si esta glosa no te agrada por lo humilde, pues ya tiene estragado al poderoso gusto,
contempla en esasegunda: que podrá ser hagan dos avisos lo que
uno no pudo. Y aunque
la copla es antigua, no lo es la glosa:
Cuando tocan la campana
a muerto, no es por el muerto,
sino por que estés despierto:
que será por ti mañana.
Detén el curso veloz,
caminante de esta vida,
si por suerte está dormida
tu alma en pecado atroz,
haga en tu oído mi voz
que mires la ar temprana
que corta mano tirana,
y su caída te advierte
que es reseña de la muerte
cuando tocan la campana.
¡Oh tú, aquel que, enamorado,
fue un mayo tu lozanía,
y cuando nacía el día
dabas tributo al cuidado!
Mira el tiempo mal gastado
con el discurso despierto
y el oído siempre alerto;
que si oyes alaridos,
formados de mil suspiros
a muerto, no es por el muerto.
Pensión forzosa al nacer
es el morir (¡caso fuerte!),
y como es la vida advierte
que suele la muerte ser.
Mira que el amanecer
en tu vida, no es muy cierto;
y que puede ser incierto
el gozar del Criador.
No hablo por darte horror,
sino por que estés despierto.
La vida es humo, que al viento
de la muerte se deshace,
y apenas el hombre nace
cuando huye de escarmiento:
en lugar de estar atento,
enseña el alma a inhumana,
pasando vida profana,
sin mirar que el que murió
solamente te avisó
que será por ti mañana.
La señal de la cruz que en los rostros se hacía la gente dándose las
buenas noches daba
muestras de acabada la oración, y, despidiéndose los fieles, se
dicen: «A ensayarnos
vamos a morir en el breve sueño que nos ha de servir de descanso»,
cuando, deteniendo
Juanillo a Onofre, le dijo atendiese a dos búhos cubiertos o
envueltos en dos mantillas
blancas con su guarnición negra, y muy angostas de faldas por ir
en faldas menores.
Llevaban guardapieses con algo de aquello que relumbra, que, como es
de noche cuando
salen estos morciégalos, han menester mantillas blancas, que
aunque estén raídas como
su cara y gastadas como su castidad, es color que resale, y los
relumbrones, aunque sean
falsos como ellas, todo brilla de noche y sirve de señuelo en la
paranza de su malicia, con
que van diciendo con el pregón de sus meneos: «¡Venid, pajarillos
nuevos, que ya están
las varetas llenas de engaño! No queremos a los astutos, que ya nos
conocen y tiran coces
sin dar blanca». ¡Oh búhos, que de ordinario aborrecéis el día por
que la noche encubra
vuestras faltas, que son más que las de un juego de pelota! El
búho, todos sus antojos
son procurar matar a los padres de quien nació y fue criado, y
éstas, todo su anhelar es por
quitar el hacienda y la vida a los mismos que las alientan.
Iban estas dos aves noturnas con mucha color en el rostro, con que
encubren o disfrazan
la funda gálica muchos dicen que la vergüenza arroja colores al
rostro, y, según
esto, ninguna de éstas tienen vergüenza, pues jamás se les ve color
propio, que el que manifiestan
después de compuestas es artificial.
Iba diciendo la una a la otra:
_Amiga mía, perdido está el mundo: en todo ayer
ni hoy no ha llegado a mí quien
diga: «Demonio o mujer, ¿quieres algo?». Y si no fuera por la vecina
de adentro, no me
hubiera desayunado hoy.
_¿Por qué no ibas a mi casa?_dijo la compañera _, que Fulano llevó
ayer dos pollas
famosas y hoy ha llevado medio cabrito y un lomo de carnero. Y
cierto que lo hace el
mozo muy bien conmigo; yo apostaré que está como un ángel
aguardándome para cenar, pero según nos fuere, será la vuelta.
_¿Casase ya?_pregunta la otra.
A quien responde:
_Sí, y muy bien, que le dieron famoso dote y una
muchacha como la perla.
_Y a ti ¿te dio vistas? _vuelve a preguntar.
A quien responde:
_Amiga, sí; que el vestido de raso de flores y el
guardapiés de ormesí que tengo, del
dote salió. Pues ¡era yo boba, que a dote nuevo me había de
descuidar! Ayer me pagó medio
año de casa y me dio cien reales para dos camisas. El mozo está
perdido por mí, y, si yo
quisiera, las más de las noches se quedara en mi casa.
_Yo, amiga_dice la otra_, no tengo tanta
suerte: que aquel hombre que tuve no llegó
a darme unos zapatos, porque se había encaprichado en decir que
ninguna de nosotras
cocemos la olla con un carbón solo.
Aquí llegaban cuando las detuvieron dos babones modernos, y, después
de breve conversación,
ellos guiaron y ellas los siguieron.
Onofre, que atento había estado, se hacía cruces, y Juanillo dijo:
_ ¿Ya te espantas? Pues aún no has empezado a ver
lo que de noche pasa en este lugar. Pero dime, ¿qué te parece de
aquellas dos trojes de pecados? ¿Atendiste a la que dijo que
el mundo estaba perdido porque no había topado quien la dijese
«Demonio o mujer, quieres
algo»? Bien dijo en nombrarse demonio, pues éstas más lo son que
mujeres, pero,
volviendo a la otra, ¿qué vida pasará la pobrecita recién casada
por causa de la picarona?
Pues es cierto que aunque más disimule él, dará hartos indicios de
su entretenimiento y gasto de hacienda, y ¡mira la lealtad que le guarda su dama!
Y lo
que más me admira es
el que hay muchos hombres que se dejan creer que sus damas son
leales, y lo son como
Judas, pues están comiendo y bebiendo con el de gasto cotidiano,
y el sentido en otras
partes de gusto o ganancia, y, en apartándose el pobre pagote, ellas
se arriman a cualquiera
y con cuatro melindres de los que usan emboban al pobre inocente; y
en su casa del tal
todo le enfada, hasta su mujer, porque no gasta dobleces ni
melindres, y sólo la quiere a
faltas. Y de verdad que no es muy simple aquel adagio que dice: «La
mujer propia y la olla,
cuando faltan son buenas», pues hasta entonces no ha sido conocida
su bondad. ¡Oh, qué
tonto es el hombre que sustenta al mismo que le mata por un gusto
que apenas es cuando
no es! Sin reparar que aquestos basiliscos no quieren porque las
quieren, si no es por lo
qué las dan, y, en faltando, en ellas falta el amor, como el humo
del lugar donde fue
congelado, pues, habiéndole criado la leña, la niega y desampara en
viéndola quemada,
como a cosa que ya no tienen qué dar.
_Por cierto, Juan _dijo Onofre_, que todas tus razones
son útiles, y que dan tanto
gusto al oírlas que jamás me cansaré de escucharte. Y ahora dime,
por tu vida, ¿qué ruido
y voces son las que escuchamos, que parece tropelía de algún
escuadrón?
_Allí _respondió Juanillo_ hay una fuente,
de las muchas que tiene este lugar, y la
gente que va por agua, sobre cogerla dan aquellas voces. Y pues hemos
tocado en las fuentes
públicas, donde los aguadores y las mozas de servicio van por agua,
escucha lo que estas
fuentes alcahuetean, aunque siempre están parlando lo que ven, pero
no las entiende nadie.
Procura la picarona fregatriz gastar entre día el agua, empleándola
ya en regar o en
fregar, aunque haya pozo en la casa, para que, en llegando la noche,
con el tonillo de «Por
agua voy», ensillar el cántaro debajo del caparazón de la mantilla,
y con apariencia de muy servicial, salen de casa y caminan a la
fuente, donde la está
esperando el lacayo, el
cochero, el paje, el mozo de sillas, el criado del doctor y otros
semejantes, que las que pican
más alto no salen por agua. Allí se juntan cuatro o seis de ellas y
urden sus telas, y suelen tenderlas; córtase entre ellas largamente
de vestir. La una dice que su ama tiene mala
condición y que por su amo está en la casa. Otra dice: «A mí, amiga,
no se me da nada que
mis amos tengan mala condición: yo hago mi gusto y tómenlo como
quisieren, que a
mí no me ha de faltar donde servir». Otra dice: «Yo buena casa tengo,
que mi amo harto
siente que salga por agua; pero mi ama, por vengarse de algunas
pesadumbres que por mi
causa tiene con mi amo, me hace salir por ella». Otra la pregunta la
ocasión por que riñen
sus amos, y dice: «Hermana mía, el demonio del hombre dio en
perseguirme y solicitarme. Y venció, porque ya veis: mi amo, y dentro de casa, cierto es que
había de alcanzar.
¿Oyes,]uanilla? (prosigue).En no estando mi ama en casa, de tú
le trato, y me ha dado
palabra que si muriera mi ama se había de casar conmigo. Él me da lo
que he menester sin
que mi ama lo sepa, aunque ella algo recelosa anda; pero a mí no se
me da nada». «¿Qué
quieres, amiga? (dice otra). Eres dichosa. Yo ha que hablo a
Fulanillo días ha, que pasan
de cuatro años, y, salido de unas medias que me dio, no le debo otra
cosa, y teniendolé Io
que ha menester. Todo quiere suerte en este mundo». «Al mío se
parece (dice otra). Ayer
me envió con aquella vecina de enfrente que adereza valonas, que es
amiga a quien fio mis
secretos, un calzado que vales seis reales de a ocho. Allá le tengo,
hasta que haya ocasión
de ponérmele».
Llegan a este tiempo otros galanes nuevos que tienen, y cada una se
aparta a hablar con
el suyo y el cántaro se está como salió de casa. Divídense a
rincones obscuros o portales
cercanos a la fuente, a tiempo que la ronda de media docena de
alguaciles, con mucha
bulla y aquello de: «¡Ténganse a la justicia! ¿Quién diremos?»,
los espanta. Una suelta
el cántaro por huir y a su galán se le cae el sombrero por
escaparse; otra, que está en un
portal con su guapo, se suben él y ella una escalera arriba; otra da
en manos de un alguacil;
aflígese a vueltas de buen rostro, repara en ella el ministro,
porque le ha concedido el verla
la luz que le ha comunicado un bodegoncillo; parécele bien y en
lugar de hacer su oficio,
la requiebra o manosea, dale palabra de que el día siguiente se verá
con él en tal parte y,
despedida, se va a casa sin agua. La que subió la escalera arriba
con su cuyo, turbada, se
le cae el cántaro a la puerta de un cuarto de la casa; salen al
ruido dos mozos y al dicho
galán de Mariblanca le dan una sotana de palos, creyendo que,
atrevido, con la regla del
medio partir se había puesto a multiplicar; a ella la ponen de
palabra mejor que merecía.
Salen fuera y ella se va sin cántaro a casa. Otra, que a lo obscuro
de un incón se había
ido con la turbación que la justicia la puso, se le cae la mantilla
y sin ella se ausenta. Vanse
a casa al cabo de dos horas: la una dice que no ha podido llenar por
haber mucha gente;otra, que por llenar la han quebrado el cántaro; otra entra muy
espantada, santiguándose,
diciendo que de milagro de Dios viene con vida, que no sabe cómo se
ha librado de más de
treinta espadas desnudas, que por bien empleado da el haber perdido
la mantilla y no la
vida. Los amos, aunque riñen, al fin lo creen; y no creen los
pecados que evitan en evitar
que vayan a tal hora por agua y el ahorro que al cabo del año se
hallan dando limosna a un
pobre aguador para que lo traiga, excusando la murmuración, el
escándalo, el tiempo mal
gastado, con tantos pecados mortales.
_Y cree, amigo Onofre _prosiguió Juanillo _, que se me
ofrecía harto que decir, pero
no quiero detenerme en las calles de Madrid de noche, que huelen
mal las verdades y temo
la ronda del mal gusto no me encuentre y murmure las razones.
|
DISCURSO CATORCE
a noche triste, muerte del más alegre día, había tendido su negro
manto con que avisa a los mortales que todo tiene fin, y ya aquellos
que su vida y costumbres no caben en el mundo de día se van
disponiendo para salir de noche. Y Juanillo dijo a Onofre así:
_Pues nuestro entretenimiento es oír y ver las
cosas más notables que en aqueste
mundo abreviado suceden, y, ya que no sean todas, la mayor parte,
no ha de ser
posible, atenderemos a las que se pudieren registrar.
Cuando a la puerta de una taberna vieron que se había llegado mucha
gente, y, acercándose
Juanillo, preguntó a un mozo la causa, a quien respondió así:
_Este ruido es que llevaban a la cárcel a un
hombre y una mujer, y se han entrado a
socorrer en esta casa como a sagrado, por ser el dueño lacayo de un
vizconde y que por
entonces no estaba en ella, que si lo estuviera no se hubiera
atrevido la justicia a entrar
dentro, porque era Toribio peor que el Diablo y no sufría burlas.
Y, reparando atentos los dos amigos, vieron que la justicia quería
descubrir la cara a la
tal mujer y ella lo defendía con grande extremo, pues no era
bastante el ofrecer dejarla libre si lo hacía, hasta que la mujer
del señor Toribio, atando la boquilla del pellejo
se levantó del puesto donde medía y a fuerza la hizo descubrir,
manifestando un bulto de
tiniebla o mendrugo de azabache, pues era una negra con más hocico
que el de un puerco,
pero ladina portuguesa. El hombre que con ella cogieron se quedó
turbado, sin saber qué
decir, hasta que el alguacil le dijo:
_¡Cierto que iba vuesa merced muy bien empleado
con tan buena alhaja! ¿Es posible
que un hombre blanco haga tal?
El hombre, absorto y como fuera de sí, no hacía más de mirar y
hacerse cruces mal formadas
en el rostro, diciendo con medias razones rempujadas a pausas:
_Por blanca y muy bizarra la he tenido, porque el
lenguaje podía engañar al más avisado,
así en lo pulido de las razones como en lo entendido de ellas. No he
tenido ocasión
de haberla visto la cara, ni aun una mano, porque el manto y los
guantes lo han defendido:
hela dicho que se descubriese para verla la cara, a lo que me
respondió que Amor vendado
vencía, y otras razones a este tono, a tiempo que vuesas mercedes
llegaron. Y ahora los
suplico la envíen con Dios y a mí me lleven donde gustaren.
Púsose de por medio la señora de casa, con que dejaron ir libres el
día y la noche en
aquellos dos amantes.
Entre la gente que había llegado fue uno un sacerdote, que, habiendo
visto lo que había
pasado y oyendo a algunos que espantados estaban del engaño de la
negra, los dijo así:
_Mucho me admira que de un rostro negro hagan
tanta novedad los hombres y no
la hagan de un alma en pecado, que, estándolo, no hay cosa más fea y
abominable. ¿Qué mujer hay de aquestas de mal vivir (pues sólo es engañar), que
aunque a la vista sea
hermosa y blanca, todo aquello no pasa del rostro, pues sólo del
rostro cuidan para
contentar, dejando el alma más podrida y asquerosa que las hediondas
bascas que arroja
la sierpe cuando se renueva? Pues, ¿qué mujer, vuelvo a decir, hay
de éstas que no procure
dejar a un hombre tan feo y espantoso que por no verle cierran los
ángeles los ojos?
Adelante deseaba Onofre que pasara,
pero dio fin a sus razones por la indecencia del
lugar, que el que oye hablar a puerta de taberna no repara en el
dueño de las razones, pues
de ordinario juzga ser la causa la mercaduría que allí se vende.
Su viaje siguieron Onofre y Juanillo, ya breve instancia vieron a la
puerta de otra tienda
de vino cuatro mozos de buena edad y pocas barbas, que, tratando de
la valentía, dijo
el uno que sabiendo las cuatro generales, no había menester más para
salir en un juego
público; a que otro respondió que aunque eran las principales
heridas, no bastaba el
saberlas sin saber defender las del contrario. Otro dijo que no
había más destreza que
buen ánimo y tirar estocadas. El otro, que no había hablado por
tener la boca ocupada
(algo mascando), dijo:
_ ¿Qué destreza como la de este laúd puesto en el
ángulo corvo, y no estamos mareando con sus ángulos octusos y agudos?
Empinó con esto eljarro y entregole a otro para que hiciese la
razón, a tiempo que dos
estudiantes salían de la taberna sin pagar después de haber bebido,
a quien la medidora
daba voces, diciendo:
_¿Quién es el que ha de pagar el vino?
Y los cuatro amigos, que no habían reparado en los estudiantes,
creyendo que con ellos hablaba, la respondieron que otra vez mirase
la cara a quien echaba el vino y no fuese
bachillera. La moza respondió que no hablaba con ellos, que lo había
dicho por dos estudiantes
que se habían ido sin pagar. Llegó a este tiempo el dueño de la casa
y, habiendo oído
decir que se iban sin pagar, empezó a gruñir entre dientes hasta que
rompió con la voz,
y dijo que era mucha desvergüenza la que se hacía en su casa,
mirando a los cuatro amigos
desde los pies a la cabeza; y el uno, enfadado de que los mirase y
hablase de aquel modo
no teniendo ellos la culpa, le dijo que se fuese poco a poco o
trajese espada para hablar
como hombre y no como dueña. Entró por ella como un viento y la
medidora empezó a
dar voces, y como le vio salir con espada desnuda desamparó el
pellejo (sin echarle freno
en la boca) y fue a favorecer a su amo. Al salir a la calle los
cuatro camaradas echaron a
rodar una mesa de castañas asadas y una olla de mondongo, echando al
aire las discípulas de Narváez, y al salir el tabernero le dieron un
trasquilón obrado de un tajo, con que dijo:
«¡Confesión, que me han muerto!». Llegó justicia y los cuatro
diestros se fueron al cuarto
de la salud. Asieron del herido para meterle en casa, toda
alborotada, llena de gente,
y el baño y el suelo lleno de vino. Llamaron a un barbero para que
le tomase la sangre y
curase, y, después de curado, le tomaron su declaración luego a la
medidora, castañera y
mondonguera, que todos tenían que llorar: una sus castañas, otra
su mondongo, otra su
vino y el tabernero su cabeza rota; y por si acaso había heridos de
la otra parte, le llevaron
a la cárcel embargándole cuanto tenía, depositándolo en un
bodegonero compadre suyo.
Estaban Juanillo y Onofre mirándolo todo, admirados de los lances
impensados que le
vienen a un hombre sin buscarlos.
_Si este hombre _dijo Onofre_ hubiera tenido más
prudencia, sin echarse tan presto
con la carga, y, más atento, supiera quién eran los culpados, y por
cantidad que serían
cuatro cuartos cuando más, se reportara y juzgara que a lo hecho no
había ya remedio.
Más quieto se hallara ahora, y no que por haber hablado
arrojadamente se halla herido,
preso y su vino vertido y que le costará su dinero.
_Vamos de aquí _dijo Juanillo_ acercándonos a la
Plaza Mayor, pues la noche convida
con su quietud y claridad.
Así lo hicieron, y antes de llegar a la plazuela de Antón Martín
vieron que la ronda de
unos ministros de Corte habían detenido a un hombre a quien quitaron
un broquel y un
estoque y como le hallaron aquellas armas indecentes le miraron con
más cuidado y toparon
dos pistolas cargadas. Y, preguntándole quién era, que se atrevía a
traer aquellas armas
vedadas, respondió que hermano de un despensero y que él era
botillero de un señor, y
si le quitaban algo de lo que llevaba se enojaría su amo y les
pesaría de haberlo hecho. A lo
que un ministro, enojado, levantando la mano, le sacudió con unas
cuantas puñadas, dejándoselas
muy bien asidas, y a empellones le fue guiando a la casa donde un
ángel tremola
la espada de la Justicia, para que allí amansase los tufos, como lo
hacen los más valientes.
_Si este zafio gallego _dijo Onofre_, que en el habla he
conocido que lo es, se atreve
a esto, ¿qué hará quien con alguna libertad puede?
_Así está todo perdido _replicó Juanillo_, pues apenas
entran estos monstruos galicianos
en Madrid cuando para comer asen de una esportilla o, tomando dos
cántaros,
trasiegan agua, y luego, subiendo a mayores, se acomodan a lacayos
de un señor, y apenas lo
son cuando se echan vaina abierta y, muy tiesos de cola, se la van
mirando como a cosa que
nuevamente sale de aquel bulto. Y luego no falta una Dominga que,
hecha ama por la leche,
le da para coleto, con que a pocos escalones sube al extremo que
este que va a la cárcel.
Su camino seguían los dos amigos cuando a la puerta de una tienda de
tabaco vieron
dos fantasmas amortajadas en seda, más melindrosos que títeres de
vidrio, de estos que
lo más de año traen los zapatos con los talones acuchillados y
cosidos con lazos negros, la
espada muy limpia y la camisa no tanto, muy barbihechos de rostro y
deshechos de vientre,
sombrerito trique, y vueltas bailarinas y lacito de color en la
negra toquilla; en fin,
son los que sirven de carga a un macho o mula que parece de tahona,
acompañando a una
silla donde va una dueña de la edad, atenidos a tres reales cada
día. Estaba el uno, muy
vejiga en lo hueco, contando al otro las gracias y partes de su
dama, alabábala el pie y, por
apocarle, decía que era un pigmeo y que muchas veces le parecía
duende. Sin reservar lo
más secreto, la fue pintando, y luego pasó a las alhajas del cuarto
de casa, contando del estrado
y colgaduras de la cama, adorno de pinturas, escritorios y demás
trastos, hasta que,
cansado de mentir, dio lugar para que empezara el otro. Los dos
amigos estaban atentos,
y Juanillo, ya cansado de oír a un tonto, dijo a su amigo:
_Yo apostaré que la tal dama calza sus ocho
largos de zapato y tendrá los pies con más
juanillos que dedos, y apenas llegará de la ronda cuando se
descalzará para que salgan
los malos humores, y aunque salen algunos, muchos entran. ¡Miren
este bobo qué quiere
sustentar con veinte y cinco cuartos! Que el ochavo que falta a tres
reales que le dan, es la
renta del mayordomo. Y, si quiere Dios, el estrado será un redor de real y medio, la cama
un mal jergón lleno de la pajaza donde viene el vidrio: las
colgaduras. las que teje el
araña, que el cuarto de la vivienda será el primero, donde con más
libertad anidan ratones
y nacen los'gatos ariscos. Los escritorios serán una arquilla de
seis reales comprada en la
tornería, donde guarda las drogas que la pintan el rostro: que para
los vestidos no ha menester
encierro, que sólo el que trae es el que tiene.Las pinturas
serán cuatro papelones
enalmagrados de los que traen los franceses.
_Y aunque fuera verdad cuanto ha dicho_ dijo Onofre _ y tuviera una dama
como
un ángel, ¿para qué la alaba a otro hombre, sabiendo que el deseo es
ave que vuela y que todo
cuanto habla es poner alientos de verla en el que escucha? ¡Oh, qué
tontedad en muchos
que hay como éste! Que aun de sus propias mujeres manifiestan las
gracias en públicas
conversaciones, sin reparar que el Real sitio del Escorial se desea
ver por lo que se oye alabar,
el que le ha visto, apasionado alaba sus partes y el que escucha
labra deseos de verlas.
Lo mismo sucede alabando el mentecato cuatro melindres de su dama o
mujer, que el que
escucha desea el verlos y procura que se hagan con él para
notarlos mejor; y aunque se quede con deseos no más, ya basta la
intención de ofenderte por ser tu hablador. Alabar
las partes de la mujer pruebo que es bueno siendo las del alma, como
decir: «Tengo una
mujer, que me ha dado el Cielo, virtuosa y santa: cada día confiesa
y comulga, no consiente
la murmuración donde ella está ni que se ofenda al prójimo, es
caritativa y piadosa». El que
escucha estas partes sólo dice: «¡Gracias a Dios! ¡Quién la imitara!
¡Dichosa ella y quien
con ella habita!». Pero el que escucha gracias del cuerpo y
melindres exteriores, calla y
desea el verlos, y, viéndolos, procura gozar de aquel cariño, con
que ya te ofende con el pensamiento
y se anima a la palabra, y, si le surte, ejecuta la obra, teniendo
tú la culpa de todo.
Cansados de haber oído a aquellos dos tontos, mudaron de sitio
Onofre y Juanilloj y
a pocos pasos oyeron que de una casa, algo obscura la entrada,
salía un «¡Ay!» lastimoso,
repetido algunas veces; y con el deseo de saber, pues no los movía
otra cosa, se detuvieron,
y Onofre, como más animoso, entró en el zaguán, donde oyó formadas
razones,
y, aunque revueltas entre ansias, conoció eran de mujer, y,
prestando el oído atento, notó
que la que se quejaba decía así:
_ ¿Es posible que no baste el llevarme mi pobre
hacienda y la ajena sin tenerme a mí
y a esa criatura atadas de este modo? ¿Qué defensa ven en una pobre
mujer sola, sin más
amparo que el de Dios?
No hubo menester Onofre oír más razones, pues en las que había
escuchado conoció
que eran ladrones, y, sacando la espada, entró más adentro, hasta
que el resplandor que
salía por el agujero de una puerta, comunicado de una luz, le
informó ser allí donde se formaban
aquellas amargas quejas, y, sin atender al riesgo que le podía
venir, dio tan grande
golpe a la puerta que, saltando un pedazo de tabla, quedó bastante
abertura para que viese
eran dos hombres, que estaban liando lo que había en el aposento, y,
ya turbados con el
golpe de la puerta, mostraban cobardía en sus acciones, a tiempo
que, ejecutando Onofre
otro golpe en la puerta, quedó franca la entrada, acometiendo y
diciéndoles:
_jAh, ladrones infames! ¿Cómo os atrevéis a una
pobre mujer? Dando al uno tan recia
cuchillada que, obediente, besó la tierra, y el otro, temblando, no
sabía lo que le había sucedido,
a tiempo que dos vecinos de la casa, que vivían en el cuarto alto,
bajaban con luz y sus
espadas desnudas; pero ya Onofre les había quitado a los ladrones
las espadas y Juanillo
había desatado a la mujer, que' ya se venía a Onofre
agradeciéndole el piadoso socorro. Y
como hay ministros sobrados por cualquiera parte, en ésta no
faltaron, pues media docena
llenaron el aposento empezando a preguntar la causa de aquel
alboroto, a quien Onofre
dijo que la dueña de casa daría más razón que nadie, y ella, medrosa
y llorosa, dijo así:
_Yo soy una podre mujer, lavandera. Viniendo esta
noche del río, abrí este aposento
y, dejando dentro esta criatura, salí a encender una luz y cuando
volví con ella hallé a estos
dos hombres dentro, que la primera palabra fue decirme que el callar
me daría la vida, y
asiéndome las manos, me las ataron, haciendo lo mismo a esta
criatura sin tener piedad
de sus tiernas lágrimas. Vi que iban liando toda la ropa sin
reservar nada, en ocasión que
estos dos señores, que ángeles deben de ser, echaron la puerta en el
suelo, socorriéndome.
_Lo demás diré yo _dijo Onofre _, pues el haberlo hecho
fue que, pasando por la calle,
oí las quejas de esta pobre mujer y, habiendo notado en ellas la
causa, entré a darIa socorro;
y creyendo que estos hombres se pusiesen en defensa, los acometí con
la espada a la mano.
_A este tiempo bajamos nosotros _dijeron los vecinos_, por haber oído
decir:
«¿Cómo os atrevéis a una pobre mujer?»
En fin, la justicia, atando un pañuelo al herido, maniatándolos,
ordenaron de llevarlos
a la cárcel, suplicando a Onofre los acompañase hasta en casa de un
juez para que dijese
su dicho. A quien Onofre obedeció, quedando el juez y todos los
ministros agradecidos de
su bizarría, y, despedidos, se fueron los dos amigos a proseguir su
tarea.
|
DISCURSO QUINCE
visos
daban los relojes a la vida humana de su velocidad y carrera, pues
apenas la empieza cuando apenas halla carrera que seguir: «Mira que
tienes una hora menos de vida, ya te aviso»; esto hace el primer
reloj que se oye y los demás avisan lo que ya se sabe.
Contando las horas estaban Juanillo y Onofre, a tiempo que un
«¡Agua
va!» de una
fregona, dama del esparto molido, los hizo detener con algún temor,
aunque estaban
lejos; y mintió, según se vio, pues arrojó bien poca agua; acertó a
caer en las costas todo el
principal a dos hombres que, al oír decir «¡Agua va!», levantaron la
vista para huir de el
relámpago y les dio el trueno sin perderse nada, pues antes de
llegar al suelo lo recogieron.
El uno (que, a lo que se oyó, no tenía mucha paciencia) empezó a
decir razones notables,
sin reservar el «¡Eres una tal, tú y tu ama!». El otro no hacía más
de sacudirse, cuando
la luz del farol de un demandante los acabó de rematar la poca
paciencia que los
había quedado, pues vieron lo que rato había que olían, siendo causa
para que, coléricos
y determinados, quitándole la luz, subiesen una escalera que les
pareció ser camino para
su venganza, y, llamando a una puerta, de donde les pareció habrían
salido aquellos trastos digeridos,
aunque lo hicieron con palabras injuriosas, viendo que nadie
respondía,
se bajaron a tiempo que, al salir a la calle, los cogió las
enjuagaduras, de donde participó el
pobre demandante. Volvieron las razones en el colérico, y el otro,
con mucha paciencia,
dijo se fuesen, pues ya iban enjuagados.
A todo lo que había sucedido estaban Onofre y Juanillo en un portal
de enfrente, y
viendo que se habían ido los escabechados, hicieron ellos lo mismo,
hallándose a breves
pasos en la calle Mayor, y de una casa (que por el hueco de la
cerradura de la puerta manifestaba
haber luz dentro) oyeron una voz agradable, a quien, suspensos,
atendieron por
gozar lo dulce de su eco: que el dueño, por divertirse, cantaba así:
Corazón, ¿qué pretendes,
que te atreves a dar
suspiros a las rejas
de la mayor beldad?
Detén el paso altivo,
no quieras emplear
tu amor en imposibles,
pudiendo quieto andar.
Sosiégate, que avisos
doy a tu voluntad;
pues, teniéndola libre,
la quieres cautivar.
Desvanecerte miro
con gran desigualdad,
pues, humilde, pretendes
hasta el cielo llegar.
Amar una hermosura
que no se ha de alcanzar
es un querer que pasa
a ser locura ya.
Dirás que no hay más dicha
que prisionero estar
donde es cierto que un ángel
dulces prisiones da,
y que, atrevido, quieres
en sus altares dar
todo un libre albedrío
a quien puede mandar;
que teniendo tal dueño
es la cautividad
alegría, y lo libre
triste prisión será.
Concedo que el amor
en ti puede reinar,
mas mira que es criatura
sujeta, por mortal.
Amar al Hacedor
es el mejor amar;
pues aquello que hizo
deshacerlo podrá.
Esto un pastor cantaba
cerca donde el cristal
de encogido pasaba
a ser corriente ya,
y desde sus orillas,
por crecer su caudal,
lágrimas le ofrecía
que le cuestan llorar.
_¿Quién será el dueño de tan agradable voz _dijo Onofre_, que suspende con la
dulzura de su canto?
_Aquí _respondió Juanillo_ viven unos
oficiales que bordan cuanto hacen por sus
manos, y sin duda estarán velando.
Divertidos estaban los dos amigos cuando llegaron a ellos dos
pobres, según sus razones,
pues en ellas declaraban serlo, y con mucha cortesía los pidieron una
limosna para la posada,
diciendo era grande su necesidad y de pobres soldados estropeados de
balazos. Compadecido
Onofre, los dijo se cubriesen (echando mano a la faltriquera),
cuando otros dos
compañeros de los pobres asieron a Onofre y Juanillo por detrás, sin
dejarlos ser dueños
de sus acciones, ofreciéndose los que pidieron la limosna a mirarlos
las bolsas; pero a esta
ocasión, de la puerta donde oyeron cantar salían cuatro mozos de
buen brío, de los que con
facilidad sacan la de Alemania de la angosta prisión donde descansa,
y, como vieron bultos,
se fueron acercando a ellos, y los ladrones (o pobres de conciencia)
viendo el miedo, a los ojos soltaron la presa poniéndose en fuga con la diligencia
posible. Y así que Onofre
se vio suelto, sacó la espada con tono de «¡Ah, ladrones!», a cuya
voz hicieron lo mismo
los cuatro camaradas ofreciéndose al alcance de ellos, pero fue en
vano, porque huían y no
es todo uno huir con necesidad o correr por gusto. Dejáronlos,
preguntando la causa a
Onofre, y, sabida, se pelaban por no haberlos pelado, ofreciéndose
los mozos de servirlos
o que mirasen si mandaban alguna cosa; de quien agradecidos Onofre y
Juanillo, se despidieron
echando una calle abajo, donde oyeron de una cueva que señales de
tener luz la
misma luz les daba, que salía una voz a lo francés, y, haciendo reparo, conocieron que era
un figón donde estaban aderezando aves, y, atentos, vieron que a
unos gallos cortaban las
crestas muy a raíz y luego con el palillo de extender la masa los
aporreaban las agudas pechugas,
dejándolas cuadradas las que parecían perfiles; y luego los
mechaban con tocino
y lardeaban con agua azafranada, dejándolos tan capados que por
tales pasaban plaza.
_¡Ah, ladrones, engañadores del mundo! _dijo Juanillo, no tan quedo que, oído de
los gabachos, los dieron con la trampa en los pies.
Mudando de sitio los dos amigos y a poco espacio, vieron salir luz
de otra cueva
y, cuidadosos, notaron que en lo más profundo de ella estaban un
hombre y una mujer
empleándose en ejercicios piadosos, pues cristianaban al hijo de
Valdemoro: ella tenía el
pellejo y él con un jarro iba llenando las faltas.
_jPlegue a Dios _dijo Juanillo_ que reventados
halléis los pellejos aguados por la
mañana, ladrones con ganzúas de agua! Que lo que Dios envía puro lo
ponéis tal que no
tiene brío para decir que es vino.
_¡Que se consienta esto en el mundo!_dijo Onofre.
A quien Juanillo respondió:
_No te espantes, que así ha labrado esta casa en
que vive, que algún príncipe no la vive
tan buena, y se pasea en un macho que vale ducientos ducados, y no
ha muchos años que
era mozo de pellejos en aquella taberna de enfrente y el otro día
corrió gansos en un caballo
enjaezado. Pero, ¿para qué nos cansamos, que ya se pasó el tiempo
del remedio y vino el
de la aflicción, y ya se acabó el tiempo cuando se vendía vino y
ya ha muchos días que las
lunas tabernales traen muestras de agua. No gastemos el tiempo tan
mal gastado corno en
cosas que cada día van a peor. Pero escucha, que, si no me engaña el
oído, instrumentos suenan
cerca, y puede ser que sea para cantar, pues el ruido que hacen
parece que es templados.
Así fue, que, habiendo templado y concordado los instrumentos cuatro
músicos que, amparados de dos embozados, procuraban publicar lo diestro de sus
voces, cantaron así:
Si de tu hermosura quieres
una copia con mil gracias,
escucha, porque pretendo
el pintarla:
Eres dueña del lugar,
bandolera de las almas,
imán de los albedríos,
linda alhaja.
Tu talle, hermoso y medroso,
todo en un puño se halla,
que, siendo su dueño un ángel,
me admiraba.
Un rasgo de tu hermosura
quisiera yo al retratarla,
que es estrella, es cielo, es sol;
no es sino el alba.
El atrevido que al pelo
te mira (por su desgracia),
hallará en cadenas de oro
prisión larga.
Es tu frente toda nieve,
y el alabastro batallas
ofreció al amor, haciendo
en ella valla.
Amor labró de tus cejas
dos arcos para su aljaba,
y debajo ha descubierto
quien le mata.
Es tu nariz nada impropia,
de lo ajustado la mapa,
y aunque cubre dos claveles,
poco tapa.
Al resquicio de carmín
el dios vendado, en venganza,
por guarda le puso perlas
en dos bandas.
En tu barba hay un sepulcro
donde se sepultan almas,
y, por matador, al rostro
le remata.
Dos azucenas animas
pequeñas, pero tan blancas,
que Amor sin vista quedó
de mirarlas.
Remataré con el pie,
trasto que apenas se halla,
que a tan hermoso edificio
es poca planta.
Apenas hubieron acabado de cantar cuando de una casa grande, cuyo
zaguán no tenía
puerta que le cerrase, vieron salir cuatro hombres que,
despidiendo de sí las capas,
manifestaron las manos ocupadas con sus espadas y broqueles, y sin
hablar más razones
de «¡A los atrevidos se castiga así!», empezaron a jugar el
látigo con alentado brío, sin
dar lugar a que los pobres músicos pusiesen en guarda sus
instrumentos, pues haciendo
escudo de ellos, fueron los primeros que quebraron; en fin, como
cosa vana. Salieron a
su defensa los dos embozados, pero aunque empezaron con buen aire,
lo pasaron mal,
pues, habiéndole quebrado el broquel al uno, le alcanzó una
estocada, dando en el suelo
el cuerpo y el aliento en el último vale de su vida; que a un «¡Ay
de mí! ¡Muerto soy!», se
ausentaron los cuatro, y el compañero hizo lo mismo.
Absorto estaba Onofre de lo que había pasado, a quien Juanillo dijo:
_El ausentarnos de aquí ha de ser luego, que si
viene la justicia puede ser que paguemos
los justos por los pecadores.
Hiciéronlo con brevedad, y, ya lejos, preguntó Onofre a Juanillo la
causa de lo que había
pasado, qué sería su principal motivo, pues no habían cantado
aquellos hombres cosa
que ofendiese a nadie; que alabar las partes de la belleza de una
dama y sin nombrarla,
permitido era en todo el mundo. A quien Juanillo respondió así:
_Esta música sin duda se daba a alguna dama para
enamorarla (¡como si el oído se hubiera
de enamorar del que paga la voz o el que la tiene, pues más razón
será enamorarse de
el que canta bien que del tonto que se vale de otro para ser querido; y sin duda pretensores
o dueños de la casa de la dama eran los que defendieron el puesto,
que son cosas que suceden.
Y muchas veces está la dama a la vista, holgándose de que por su
ocasión haya cuchilladas
y muertes, que con eso cree que tiene partes para ser amada, pues
por ella se pierden los hombres; y los tontos no reparan que los
tiene poco amor quien
gusta de verlos morir.
Largo trecho se habían apartado cuando a lo lejos vieron un bulto
todo blanco, con una
luz, que a ratos andaba hacia ellos y a ratos se paraba, y que
grande cantidad de perros
alrededor le ladraban con repetidos aullidos. YJuanillo, muy
arrimado a Onofre, le dijo:
_¡Hola! Parece que aquel bulto cuando quiere se alarga y se acorta.
_Así es verdad _dijo Onofre_, pero no temas, que
puede ser cosa que después nos
haga convertir el temor en risa.
_También puede ser _replicó Juanillo _ el alma de
Garibay, que, según Quevedo dice,
siempre anda cargada de perros. O puede ser la de la lavandera de
Toledo, o el alma de Pedro
Grullo, que, como andamos entre verdades manifiestas, nos vendrá a
hacer compañía.
Todo este discurso había hecho la medrosa imaginación de Juanillo
cuando, ya más
cerca, conocieron que era una mujer de las que llamamos traperas,
que andaba mirando
las basuras de la calle toda revuelta en una mantilla blanca, con un
esportillo en el brazo
y en la mano un palo con un garabato.
Y,ya cobrado Juanillo del susto que le causó el ver que se achicaba
y alargaba cuando
quería, haciéndolo cuando se bajaba a las basuras y volvía a
enderezarse.«¡Oh, qué de
cosas forma en su idea la imaginación, y más de noche!», decía entre
sí Juanillo, cuando emparejaron con ella la preguntó Onofre:
_¿ Qué hora es?
A lo que la mujer respondió:
_Las once, y ya es hora de recogerse, y más quien
no tiene que hacer, pues no se gana
nada en andar de noche.
Pasaron adelante y a poca instancia oyeron unos golpes revueltos
entre gemidos, y a
ratos unos silbos medrosos, a que Onofre preguntó qué ruido era
aqué. Y Juanillo respondió:
_Allí es el obrador donde fabrican sombreros,
y siempre trabajan con este ruido.
_¡Oh, miseria del mundo! _dijo Onofre_. ¡Con qué trabajo ganan
la comida algunos
y con cuánto descanso comen otros!
A tiempo que, llegando a la puerta de la casa,vieron por el hueco de
la cerradura unos hombres
medio desnudos, entre montes de niebla, amasando lana, a cuyo afán
gemían y silbaban.
_Estos hombres _dijo Onofre_ cuando gimen se quejan
de su fortuna rigurosa,
pues del modo que se ve afanan para conservar la triste vida, y, a
mi entender, cuando
silban llaman a la muerte para que dé fin a tantos pesares.
En esta contemplación estaba Onofre cuando de una casa grande vieron
abrir de un
balcón que hacía espaldas a la casa una ventana, a cuyo ruido un
hombre (que aguardando
estaba aquel lance) vieron que se determinaba a subir por una reja
baja que se enlazaba
con el balcón donde abrieron la ventana, y, reparando atentos los
dos amigos, encubiertos
en el hueco de un pórtico, vieron que de la ventana sacó una mujer
el brazo arrojando la
punta de un cordel, dejando la otra atada al balcón, con que el que
subía se ayudó para
llegar arriba con brevedad, entrando por la ventana y cerrándola.
_¡Grande atrevimiento es éste! _dijo Onofre_. Y no ha dado señales
en la turbación
de ser la primera vez que ha escalado la casa. ¡Oh mujer
determinada, que a tal hora
das entrada a un hombre por una ventana, sin mirar tantos riesgos
como pueden venir!
_Eso _dijo
Juanillo_ ya lo hacen ellas con
seguridad bastante. En esta casa vive un
caballero casado con una señora principal, tienen criadas y alguna
será la dueña del
atrevimiento: estarán ya sus amos en la fuerza del primer sueño, y
ella, vigilante, habrá
aguardado hora para que su galán entre, sin reparar el que quiebra
el precepto de fiel criada, que ultraja el sagrado de la casa: que
si se entendiera tal caso, el dueño imaginara
temerariamente en su inocente esposa, pues al oír decir: «Un hombre
entra a deshoras en
tu casa por un balcón», ¡cuántas imaginaciones habían de batallar
con su pensamiento,
siendo causa de todo una vil criada! Y ¡cómo deben los que se sirven
de ellas procurar el
examen riguroso de sus costumbres y mañas! Y,ya que no pueda ser,
sea el que habiten lo
más a trasmano de la casa, sin que puedan ser dueñas de ver la calle
de noche, pues con
eso se corta el hilo a todas sus infames determinaciones.
Aquí llegaba Juanillo cuando vieron que volvían a abrir la ventana y
a salir el hombre
que había entrado, sacando de camino un envoltorio grande que,
después de haber
bajado, se le echó atado al cordel la señora, y, cargado con él, guió
más ligero que un viento,
y ella, quitando el lazo, cerró la ventana.
_¿Qué te parece? _dijo Juanillo _. ¡Qué lance para llegar
la justicia y asir de este galán cernícalo! ¡Mira qué ocasión para
que se descubriera la fiel criada que tal hace! Que
después de violar la casa, la roba. Y se puede creer, pues no es
dificultoso el que sea, que
la traerá engañada con que se ha de casar con ella, y de este modo
vayan sangrando el hacienda
de la casa. Ella pensará que, en saliéndose, ha de hallar ajuar en
casa de su galán,
y él se luce echando cada día su gala al tiempo, como muchos lo
hacen sin tener juras ni
rentas. El que lo ve juzga el por dónde vendrá encañada tanta gala y
tanto perejil y ¡mira los manantiales de donde proceden! ¡Ah mala mujer, que te engañas
en engañar a quien
se fía de ti! Tu castigo te tengo de decir, pues por las obras
presentes presto se copian
las venideras. Atiende, te las pintaré, que puede ser que el miedo
te traiga a la enmienda,
diciéndote en lo que has de parar si corres tan desbocada.
Pareciéndote que ya tienes hacienda, adquirida como sabes, sin
reparar que lo que es
del Diablo él se lo lleva, buscas ocasión de reñir en casa de tus
amos para que te despidan.
Hácenlo, enfados de ti y tus razones. ¡Mira si supieran quién eres
qué hicieran! Sales
contenta en busca de la casa de tu galán, imagínasla poblada y
hállasla desierta, creíasla
compuesta y alhajada y hallan tus ojos muy poco que ver, pues
contemplan una sala de
esgrimidor. Preguntas por las alhajas que has ganado a la uña y por
las que con el dinero
que le dabas pensaste que hubiera comprado: respóndete que las tiene
en casa de un amigo.
Créeslo por el presente, porque no sabes quién es tu galán.
Pasa aquel primero día y ya te mira junto a sí y te contempla moza,
que la dama en
cuanto nueva es buena, pues sólo el matrimonio de Dios, honesto y
virtuoso, goza la dicha
de no enfadar. Ya falta de tu lado el día entero y la entera noche;
dícesle que cuándo os
habéis de casar y entretiénete con palabras. Va rompiéndose el
zapato, lo mismo hace la
media, el manto pide otro, el vestido se ríe de ti, la comida falta,
el cariño no sobra; ves en
él muchos desvíos; conócesle la flor y procuras buscar la del berro,
porque para ti no hay
otro remedio. A él no se le da nada, porque siempre hombres de tal
humor son mansos
y no riñen por cosa alguna. Tú te das priesa por lucirte, sin
desechar ripio; pasa un día y
otro día, naturaleza se va cansando, el mal humor reina y el pecado
va arrojando sus ganancias
a la vista disfrazadas en un color entre morado y colorado que
enseña en las narices:
allí le arroja por ser la parte donde toma el primer bocado la
tierra.
Extiéndese este color a la parte alta, sembrando por la frente unas
rosas o manchas (que
más son manchas que rosas), y, como no se descuida el mal humor que
reina dentro, hace madurar
estas manchas convirtiéndolas en gomas. Los más árboles la crían, y
donde la muestran
es en parte que ha recibido herida o golpe o fue causa de daño: allí
arroja la goma, y el cuerpo
humano en el rostro, como parte que fue principal instrumento para
adquirir este afán que
tanto desfigura, pues a la hermosura más salada en gracias
exteriores se le muda la forma en
arrojando estas flores al rostro, causando desvío en quien más la
solicitó y quiso, y aun entonces
no procurarás el remedio entre estos golpes con que dice el pecado:
«Aquí vivo y no
muero», pues, a más no poder, harás lo que el mercader de paños, que
tapa la buena pieza con
el retal manchado o con el pedazo que, harto de rodar la tienda,
perdió el color. Lo mismo harás,
triste, a más no poder: tapar otras mejores (si acaso hay mejoría
entre tal gente) haciendo
terceros papeles en la comedia del Demonio, hasta que, cumpliendo
la condenación de
zarza, quedarás en el espino a vivir muriendo, dando con todo tu
edificio en una cama.
Dura la enfermedad, vas vendiendo lo comprado a más de lo que costó,
pues costó
gustos y pasatiempos, y ahora se vende a peso de dolores, llanto y
necesidad. El galán en
un tiempo ya no te acude porque no tienes qué te coma; acábase lo
que hay que vender, la necesidad es rigurosa, vas al hospital,
cuéntente tropiezo de puerta de iglesia con llagas
y dolores, y aun mucho más merecías.
Pero quiero darte un consuelo, pues a las que son tales como tú el
mal de otros es gozo (que
en quien tiene entendimiento, también ha de sentir el ajeno como el
propio): escucha la vida de tu galán, que como le faltó lo que por el balcón le dabas y se le
acabó el socorro que hallaba
en ti cuando podías trabajar, y como estaba enseñado a galas y paseo
y quedó habituado a
sacar líos de hacienda por las ventanas, volvió a ello, pero le duró
poco; que lo mal adquirido
nunca dura mucho, y de un lance en otro dio en la cárcel; pero salió
lucido con brevedad, contando
ducientos diez, repartidos por detrás y delante. En esto paró el que
querías que fuera tu
marido enseñándole a escalar casas, y harto de ti querías que te
diera la mano. Mira cómo te
ha dado el pago el mundo y contempla en tu galán el que le ha dado
la justicia, y pues tienes
lugar (en cuanto te dejan los dolores), pide a Dios perdón de tus
pecados.
Y las que han empezado a seguir el
rumbo que ésta miren lo que
hacen y procuren
la enmienda; que aunque ven sol en las bardas de su vicio, miren que
se pondrá cuando
más descuidadas estén.
|
DISCURSO DIEZ Y SEIS
ué cosa tan cierta es ser la vanidad consumidora de la hacienda,
inclinando a torpezas y destruyendo el crédito ganado, hasta que
pone a uno en el más bajo estado del mundo! Y el que busca alabanza
en boca ajena suele hallar su vituperio, y el que no la busca suele
asegurarse de ser murmurado. Lo más cierto es engendrar
merecimientos con buenas obras, y con eso se adquiere alabanza
segura. No consiste la bondad en el adorno exterior, en obras
interiores sí: conocerse uno vale mucho, que, habiendo conocimiento
propio, hay cierto desengaño.
Mal suena el don en quien no le merece: que gran donativo fuera el
estancar los dones,
sin poder llamársele el rodrigón, el paje ni la fregona, y con eso
no se hubiera bastardeado
tanto aquella luz de la nobleza. Pues el otro día casó una mujer a
una hija con un mozo,
que su padre supo despedazar un carnero, y, preguntándola que con
quién había casado a
Mariquita, respondió que con un mozo muy bien nacido, que en verdad
que tenía su madre
don, la vanidad pinta, que ya sé que aunque el sapo fanfarree, no
correrá, ni la mona
dejará de serio aunque se vista de chamelote. El medirse en el
estado propio, contento con
él, hace mucho para la quietud, el ejercicio ajeno, caro costó
siempre.
_Y para ejemplo de lo que he dicho _prosiguió Juanillo_, escucha a este
hombre que
canta, pues él mismo desengaña a otros del engaño que él tuvo: que,
pudiendo vivir
quieto, se enzarzó aspirando a caballero, de tal modo que, cuando
volvió en sí, apenas sacó
cosa sana del zarzal de la caballería, y salió tan herido que tarde
ha de convalecer. Y pues
cantando dice quién es, quién quiso ser y quién volvió a ser,
escucha:
Zapatero solía ser,
vuélvome a mi menester,
que un hombre, teniendo oficio
y pasándolo sin susto,
busque trato de disgusto
y se arroje al precipicio,
más parece aquesto vicio
que no procurar valer.
Si el que tiene trato honrado
busca otro disoluto,
éste más parece bruto
que hombre experimentado:
arrime tanto cuidado
si quiere tener placer.
Que haya quien, libre siendo,
se sujete a la justicia
sólo porque la malicia
así le va conduciendo,
no puedo alcanzar ni entiendo
aquesto qué puede ser.
. Que aquel que pobre nació
y en humildad fue criado,
en viéndose algo sobrado
a caballero subió,
su acabamiento buscó
por no saberse abstener.
Si el tiempo da desengaño
a cualquiera que nació,
la culpa la tengo yo
de haber buscado mi daño;
y pues conozco el engaño
(que sólo estuvo en querer),
desengáñate, cuitado,
que no hay tal como tu oficio
o usar del ejercicio
en que estás habituado,
mirando al tiempo pasado
cómo acabó tu poder.
_Éste _dijo
]uanillo _ es zapatero; viose con
alguna hacienda, más que mediana, y
con una hija de razonable cara enseñada a galas, como tenía con qué;
y pareciéndole que
casada con oficial lo tendría su hacienda a mucha mengua, la casó
con un paseante enredador
(porque decían que era muy bien nacido el señor don Fulano), dándole
con la hija
la mayor parte de la hacienda; y poco a poco se la dio toda, y
él tuvo tan buena maña
que en breves días dio fin a toda. Y pareciéndole a este cuitado
loco que un yerno con don
y sangre colorada no era razón tener un suegro zapatero, arrimó las
hormas dándose a la
caballería de don Quijote sin más ni más, y sin reparar que lo que
él tenía por ámbar olían
otros cerote, se prendió un don cosido a dos cabos (como quien sabía
tan bien); pero, acabada
la hacienda, el yerno dejó a la mujer, y el padre sin poder
sustentarla la puso a servir y él volvió a su tarea antigua. Y ahora
hacen burla déllos de su oficio,pues en cualquiera
ocasión le llaman don, y a él, aunque está caído, no le suena mal.
Mira tú, amigo Onofre,
si el conocerse uno sirve para alivio de la vida, pues si éste
hiciera reparo en que era un zapatero
y como tal había de obrar, tratar y ser tratado y, con humilde
discurso, dar estado
a su hija con igual (pues el casarla con otro zapatero no la deslucía
de quien era), y si lo
hubiera hecho viviera más descansado.
Mucho arrastra y acaba el poder el querer ser caballero el pobre
que no nació para
ello, pues le pone en estado tan bajo que llega a pedir limosna,
siendo causa el querer tener
ostentación como el que puede romper más que vale su caudal, gozar
de cuantas
fiestas hay, no descuidarse con los mejores bocados que entran en el
lugar, y a pocos lances
volvemos a lo que antes: a coser o a remendar; y haciéndolo
continuamente, sin aspirar a
fundar torres sobre poco cimiento, viviera el hombre pobre quieto,
considerando el que
no nació para más que pobre y medirse como tal.
_Vamos, amigo Onofre _prosiguió Juanillo_, acercándonos a
la posada, pues ya
la hora llama a recoger al sosiego; que en el camino no faltará en
qué detenemos. Y así,
es menester abreviar el paso, que la mejor fiesta nos aguarda en
casa, que ya se irán recogiendo
los huéspedes, pues falta poco para las doce; que siendo tu posada
cerca de la
mía, como lo es, bien puedes gozar un rato de la fiesta que tiene
dispuesta aquella tropelía
mendiga.
Siguiole Onofre y, antes de llegar, en una casa baja y, al parecer,
de poca vivienda, oyeron
que a un tiempo sonaban dos contrarios acentos, pues el uno repetía
llanto y tristes
voces y el otro alegría y bulla. Suspensos quedaron los dos amigos
oyendo lo que oían sin poder saber la causa, hasta que de la casa
salió un muchacho cantando siguidillas al
ruido que hacía tocando en un jarro con los cuartos que llevaba a
depositar en casa del
aguador legítimo. Y, preguntándole la causa de su alegría, respondió
que había nacido en
su casa un niño, y, sin decir más, se fue, a tiempo que salía otro
llorando y limpiándose a
las mangas las lágrimas y mocos.
_¡Padre mío! _dijo, mal pronunciando, así que vio gente, sin darle lugar la
fuerza
del sentimiento para más razones, pues, aprisionada la lengua con el
ansia, la faltan fuerzas
para quejarse.
Preguntole Juanillo:
_¿Qué has, niño, que así te congoja? ¿Quién es
causa que tan tiernamente llores?
A que respondió el muchacho:
_ Mi padre, que se ha muerto, es quien causa mi
pena.
Tantas fueron las lágrimas que acudieron al tierno varón, que sin
poder hablar más
palabra se fue; cuando vieron que una mujer salía de la propia casa
cargada con un esportillo,
unos fuelles, un alnafe y un barreño a quemar las pares de la que
había parido,
diciendo:
_¡Qué más desengaño quiere el que nace de lo que
oye!
_¡Oh mujer! _dijo Onofre _. Si sientes como dices,
¡qué bien sientes! ¿Qué más desengaño
para el que nace que llorar al instante, sin tener en toda la vida
cumplido deseanso?
Y para asegurárselo más a este que nace, oye entre la queja de
mortal el último acento
de la vida, causada de los golpes de la muerte!
Acercose Onofre a la mujer preguntándola la causa de todo lo que se
oía y vía, a quien
respondió:
_ ¿Qué quiere vuesa merced que sea en el mundo, más
de trabajos, sustos y aflicciones?
En esta casa ha nacido uno a tiempo que otro ha muerto, y por hacer
el mundo de las suyas,
llora la que ha perdido a su marido, y el padre a quien ha venido
el hijo le hace reír el
alborozo, sin reparar nadie más de en su provecho y su gusto, pues
aquí donde hay alegría
con el recién nacido poco sienten el
pesar de los que lloran al difunto. La que ha perdido al
esposo llora su pena y pobreza, pues aunque más la animan, siente la
falta de su compañía,
sin tener con qué enterrarle, si no es valiéndose de la misericordia
que acude a los pobres;
y la que ha parido, viendo a su esposo contento con el hijo deseado,
también se conoce en
ella alegría. En fin, valle de lágrimas, pues a este que nace
llorando mañana le llorarán su
muerte, o él llorará la de sus padres, que hoy le están cantando la
gala por recién venido.
En el ínter que la mujer había hablado, ya la lumbre encendida iba
quemando las pares,
y los dos amigos, huyendo del humo, se ausentaron: y a pocas casas
más arriba oyeron el
algazara de una mujer que estaba enseñando a hablar a un tordo, a
cuyas enfadosas liciones se paró a reír Onofre. Y Juanillo, que conoció la causa, le dijo:
_ ¿Oyes? Esta mujer tiene granjería en esto de
criar tordos y perrillos, y el otro día se le perdió un perrito y
gastó más de cincuenta reales en pregones, y, viendo que no parecía,
trujo novenario a San Antonio para que se le deparase. Y no es sola
esta mujer, que hay
muchas en Madrid que tienen librado todo su gusto en los perritos de
falda, y llega a tanta su desvergüenza y poco miramiento, que cuando están las
perras salidas (que
también lo deben de estar ellas, pues tal hacen) las tienen en el
ínter que el perrito de mi
señora doña Fulana las cubre. Mejor fuera que los ratos que gastan
en estos entretenimientos
los emplearan en rezar por las almas del Purgatorio, y reparar que
el pregonar a
un perro y traer novenario por él no son cosas que agradan a Dios,
ni parecen bien a nadie,
si lo miran con cristiana atención.
Aquí llegaban los dos amigos cuando oyeron una voz tan delicada y
suave que cantaba
tan cerca de donde ellos iban que Onofre conoció era de mujer en lo
cariñoso de su eco y
quiebros de su voz. y, deteniéndose a una ventana donde salía la
voz, oyeron que decía así:
En un espejo, a cuya
luna eclipsada vio
Laura aquella belleza
que Amor tanto admiró,
y con lágrimas tristes,
sentimiento y dolor,
así contempla y llora
las horas que perdió;
y al sólo aquel reflejo
que el metal azogó,
mirando su hermosura
mortal, así empezó:
Si toda humana rosa
en lo que yo paró,
pues el tiempo, atrevido,
su beldad ultrajó,
¿qué importa la belleza,
si postrada se vio,
aunque anduviese un tiempo
muerto por ella Amor?
Atiende, desengaño,
aunque tarde, a mi voz,
y mira que esta luna
dice que ha muerto el sol.
Si este pelo es de quien
Amor flechas labró,
el tiempo con su sitio
barbacana formó.
jAy de mí! Si esta frente
es la valla en quien dio
la edad tantas batallas,
ella misma venció.
Si sois vosotros, ojos,
quien de amores mató,
hoy a vuestras pestañas
dio asaltos con rigor.
De miedo os escondéis,
como falta el valor,
pues no hay seguridad
en quien mortal nació.
Mejillas, que la rosa
en vosotras halló
colores que envidiar,
y uniones que admiró,
entre vosotras reina
cárdeno lirio hoy,
a trechos descubriendo
el alhelí el color.
¿Qué es de tanta blancura,
que entre pechos formó
alabastro envidioso,
nieve con suspensión?
Esa boca, en quien hizo
el clavel partición,
y en tan breve resquicio
esparció su valor,
pálida y amarilla
rasgada la dejó,
porque ve que la faltan
las perlas que la dio,
y las que han quedado
toman triste color;
que acción de buen criado
es dar gusto al señor.
Si la humana hermosura
este fin esperó,
porque, cuando podía,
tan poco reparó;
si pensó de inmortal,
en todo se engañó;
pues no hay cosa en la vida
que tenga duración.
y si de lo que fui
sólo el «que fui» quedó,
¿qué aguardo, que no arrojo
lágrimas de dolor?
Aquí acabó, con harto sentimiento de Onofre, pues había sido parte
su voz para que,
suspenso, hubiese reprimido más de una vez las lágrimas que surtían
a los ojos a querer
mostrar que sentían como quien cantando lloraba. y rompiendo el
silencio dijo así:
_ ¿Eres ángel o eres mujer? ¿Eres mujer o eres
desengaño de la mayor hermosura, que
así suspendes con tu voz y avisas del fin tan cierto que nos espera?
¿Quién eres, cuidado,
que así despiertas? Centinela que velando detienes el paso a las
vanidades, ¿quién te
alienta, que así elevas el alma? Confiésote, amigo Juan _prosiguió Onofre_, que me ha
enternecido el alma esta voz de un espíritu desengañado del mundo.
_Pues para que de veras te admires _dijo Juanillo _ escucha: oirás el
mayor prodigio
de la honestidad. Esta que ha cantado es una doncella sola, a quien
dejaron sus padres en
tierna edad porque les forzó a ello la muerte, y se ha sustentado
hasta hoy con la labor de
sus manos, y aunque la han salido muchos casamientos, no ha sido
posible aceptar
alguno ni consentir que la vean la cara; y si alguno se la ve lo
tiene a grande milagro, admirando
en ella la mayor hermosura y la mayor honestidad. Y todas las noches
está velando
esta hora de las doce y luego reza maitines antes de recogerse.
Suele acompañarla una
buena señora, deuda suya, que es la que sale fuera por lo necesario.
Y esta casa se la dan,
para que la viva, los dueños de aquella de enfrente, y si la falta
algo para su persona la socorren
con mucha puntualidad; que a quien bien vive hay en este lugar quien
bien le hace,
pues al paso que el torpe busca la deshonestidad para darla y
alimentada, así el virtuoso
busca la honestidad para socorrerla y acudirla. Ella, en fin, es un
ángel en la tierra y todo
cuanto canta es siempre desengaños de la caduca hermosura y edad. Y
así, Onofre, vuelve
en ti y vamos a la posada, que parece que estás como fuera de ser.
_Déjame _respondió Onofre_, que no sé qué
sentimiento interior ha causado esta
voz en mí, que sabe pintar las ruinas que el tiempo hace en el
edificio de la belleza, de
cuya arquitectura sólo quedan señales de lo que fue, hasta que
también las señales dejan
de serlo. ¡Oh bondad inmensa, si reparara el mortal en el empleo de
su vidal, pues en toda
ella cuanto obra todo es maldades, sin atender que bastardea a la
memoria dejándola
salir con cuanto quiere, sin encaminarla a la muerte, olvidándose
que todos los trabajos
fueran gustos conformándose con la voluntad de Dios. Pero somos tan
malos y perezosos
que sólo nos animamos a seguir lo que nos daña, sin volver los ojos
a la aflicción de un
pobre, a los dolores de un tullido, a la torpeza de un ciego, a la
miseria de un huérfano, a la
tristeza de una viuda, a las necesidades de una pobre doncella
recogida, a las cuitas de un
enfermo, a los llantos de un hospital, ni al que va cantando en un
ataúd, sin haber duda en
que habrá sido nuestro amigo, y comido y bebido con él pocas horas
antes. A todo tapiamos oídos
y ojos, abriéndolos sólo para nuestra perdición, criando alas para
ella como la
hormiga, empleando el oído en cosas ilícitas yprofanas y no en
liciones de buen vivir, sin
reparara lo que huele la tierra de una sepultura, donde sólo vive la
verdad y adonde tiene
seguro lugar todo este ser que nos anima.
_ Muy bien estoy _dijo ]uanillo_ con todo lo que has
dicho; pero déjalo por ahora
y sígueme.
Obedeciole Onofre y, al volver de una esquina, oyeron unas quejas
lastimosas que,
atendiendo a ellas, conocieron ser de mujer, y, alargando el paso
Onofre, vio una mujer
en cuerpo y con poca vestidura que la adornase (pues a la luz de la
luna reparó que para
estar en camisa no la sobraba nada), y preguntola la causa que la
movía a semejantes
quejas y peticiones de favor a tal hora, en la calle, tan falta de
vestidos. A que respondió:
_Yo me tengo la culpa, pues me creí tan de
ligero: hanme desnudado unos ladrones
después de sacarme de mi casa por engaños.
_Pues ¿cómo una mujer_dijo Onofre_ sale de su casa a estas
horas, sin más atención
al decoro que se pierde en tiempo tan excusado para las mujeres?
A que respondió:
_Yo, señor, soy comadre de las que partean, y
como este oficio mío tiene obligación
a dejar la casa, el lecho y el lado de su marido siendo llamada para
un parto, llegaron a mi
casa dos hombres diciendo eran criados de un caballero a cuya casa
suelo acudir, y me dijeron
me vistiese al punto porque estaba con dolores la señora. Y yo, sin
examinar si eran
de la casa o no, salí con ellos, guiándome por esta callejuela, que
así que entré en ella me
amenazaron que el callar me daría la vida, y así, me fuese
desnudando o que ellos lo harían,
como lo hicieron, dejándome como vuesas mercedes me ven, y lo que
más siento es
las reliquias que me llevan. Y así, por ser mujer, los suplico me
acompañen hasta mi casa,
que cerca es, pues en el estado que he quedado no es para poder dar
un paso sola. Y, movidos a piedad los dos amigos, la fueron acompañando hasta
dejarla a la puerta
de su casa, y, prosiguiendo otra vez su viaje, preguntó Onofre a su
amigo si había muchas
mujeres de aquéllas en Madrid, a quien Juanillo respondió así:
_De aquestas mujeres hay las que bastan; aunque
el lugar es tan grande, muchas viven
de su trabajo y otras se meten en cosas graves. Hay en éstas muchos
lazos y nudos
encubiertos, más que los que manifiesta un esparavel. Son mujeres de
secreto, pues saben,
cuando Fulana se casa a título de doncella, si está cancelado el
signo de su título y si sabe
ser madre en el parir, aunque no lo haya sido en el criar. Amparan
en sus casas a muchas
mujeres, no por ser pobres, si no es que la necesidad de quejarse de
gustos pasados las hace
salir de sus casas por que no se sienta en ellas que tienen de
qué quejarse. Hay otras que
saben hacer parir a una estéril aparentemente, llevando consigo lo
que esperan que nazca
en la casa de la que tiene la barriga de trapos. Y siempre andan
cargadas de reliquias y piedras
preciosas, como la del águila y la imán, y eso era lo que más
sentía, que la hubiesen
quitado los ladrones. De ordinario, estas mujeres tienen por maridos
hombres poco
celosos; que más que de sus mujeres lo son de las ermitas donde lo
hay bueno. Y los más
son holgazanes, a título de «Mujer tengo que lo gana»; y si no
fueran éstos tan buenos,
¡mira tú cómo consintieran que otro hombre sacase a su mujer de la
cama y se la llevase,
quedando ellos como atún revolcado en lo caliente! Y yo conozco
algunos hombres que
hablan y tienden su red fanfarrona con la hacienda y favores que
adquieren sus mujeres,
sin tener vergüenza de en cualquiera conversación el decir: «No
temo a la fortuna en
cuanto viviere mi Fulana». Y muchas no son comadres, pero son
parideras, y no reparan
en eljuicio terrible del mundo; y también hay algunas a quien Dios
ha dado con que hacer,
como hacen muchas, obras de piedad. Y no niego alabanza a las
buenas, que sólo hablo
terrible de las que por terribles lo merecen,
Entretenidos en la conversación llegaron a la posada de Juanillo, donde, llamando a
la puerta, fue abierta con grande alegría por el deseo que tenían de
su venida, a quien recibieron
con alegre bulla dándole nombre de: «¡Bien venido, señor
presidente!», preguntándole
quién era el qué en su compañía llevaba. A quien Juanillo respondió
que el señor
Onofre era primo suyo y había de ser su huésped lo restante de la
noche, dándole licencia
para ello.A quien respondieron dos licenciados (de estos que barren
las dos ceras de una
calle a un tiempo pidiendo con grandes acatamientos y cortesías, sin
perdonar casa donde
no llaman, o entran si no es menester llamar, que, como son
curiosos, acomodan lo que
hallan mal puesto, a título de pobres, saliendo a estos cursos
cuando se pone el día; que,
como son tan vergonzosos, por que no los vean el rostro lo hacen), y
con voz grave a un
tiempo respondieron a Juanillo que como dueño podía mandar.
Y con la ceremonia de besar la mano y arrastrar el zapato, los
fueron guiando a un
aposento, donde, acomodados todos, reparó Onofre que en medio de él
había un púlpito
grande, labrado en Alcorcón, a quien todos servían de guardas por
estar lleno de aquel
licor que prestó sueño a Noé, y encima de una mesa pequeña a quien
cubría una servilleta
tullida (que por eso no se había ido a Manzanares a refrescar el
color amusco), un Cuchillo
que estudiaba para navaja, ni bien lo uno ni lo otro, pues era un
pedazo de hoja sin tronco
de que asir y bien compuesto; un pan deshecho en pedazos y, a un
lado, una escudilla de
la tierra llena de aceitunas aderezadas en casa de un mercader de
aceite y vinagre.
Y después de acomodados todos. en sus asientos (no muy fátiles de
quebrar, por ser humildes
como la tierra), sóloJuanillo se sentó en una silleta de palma hecha
por las manos
de un francés, alhaja antigua en la casa (a quien faltaba poco para
quebrar por los demasiados
asientos que había hecho). Haciendo sentar a Onofre a su lado y
estando todos en
silencio, llamaron a la puerta con grandes golpes, siendo fuerza
levantarse uno para ir a
abrir. Y pareciéndole al que llamaba que tardaban en responder y
abrir, dijo con voz alta:
_ ¿Están dormidos? O es para hoy o para mañana.
Abriéronle, y vieron ser el pobre de «Dios te dé Dios». Diéronle
alguna vaya y, sosegados,
volvió el silencio, hasta que Juanillo dijo así:
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DISCURSO DIEZ Y SIETE
u misma ignorancia sirve al ignorante de entretenimiento, pues se ve
que nunca le suena bien la agudeza de la boca ajena ni la discreción
o razón sentenciosa, y, por el contrario, al discreto le sirve de
divertimiento otro discreto, a quien no se harta de alabar
pareciéndole mis sabio y entendido que él, no como la alabanza de el
simple, que sólo es de las simplezas que oye. Al perezoso sirve de
alivio el día triste y encogido y la noche larga; al diligente, el
día largo, la noche corta, el buen tiempo y la buena suerte
adquirida con su desvelo, al ladrón, la lobreguez de la noche, el
descuido, el sueño pesado y la ignorancia, a quien, como desvelado,
procura ofender, al sano de conciencia sirve de alivio la
honestidad, la quietud, el entretenimiento justo, el obrar bien y el
acordarse de la muerte; al rico descuidado, las fiestas, los
entretenimientos (aunque sean con daño de otros), conversaciones en
la usura y cómo se ha de engañar, siempre aspirando a más. El pobre
no tiene más entretenimiento, alivio ni desahogo que comunicar su
pobreza y corto poder a otro pobre como él, con que un rato de
conversación los sirve de alivio y aliento para vivir.
_Así nosotros, como pobres, unos con otros nos
consolamos con honestos divertímientos,
y aunque poco cursados en la estudiosa poética, hacemos Academias
para entre
nosotros no más. Y como la pobreza siempre huye de alabanza y fama,
fue causa de que
estos señores hayan reparado en que había forastero que los podía
impedir su desahogo; y, sentado que el señor Onofre es deudo mío,
con toda seguridad pueden vuesas mercedes
empezar.
Así lo hicieron, y, para ello, el que tenía oficio de secretario,
puesto en pie, dijo que al
señor licenciado Castellano le tocaba empezar y que dijese lo que a
su cuenta tenía. Y él,
sin dilatarlo, dijo así:
_A mí, noble Academia, se me encargó un soneto en
que se pregunta a una calavera dónde dejó el lucimiento que cuando
vivía tenía. Es así:
Bulto, que tienes forma de haber sido
rostro mortal, con ojos y cabello
¿adónde te dejaste tanto bello
que te contemplo triste y denegrido?
Dime si te quitó lo colorido
(pues veo que en tu frente dejó el sello)
la muerte, y ya los ojos, por no vello,
huyeron hasta el valle del olvido.
Cáusete horror, viviente, lo que miras
en este triste espejo de la muerte;
guía tus pasos sólo a vivir quieto,
olvida para el prójimo las iras,
mira que un esqueleto te lo advierte
y te tendrá cualquiera por discreto.
Así que acabó le dieron todos el vítor, y Juanillo dijo a su amigo
Onofre:
_Este que ha dicho se llama el licenciado
Castellano y este que le sigue es el licenciado
Guarismo, y, según sus apellidos, es gente de gran cuenta.
Levantose el tal Guarismo y dijo:
_A mí se me encargó un soneto a un retrato de una
hermosa cuyo original había muerto. Es así:
¿Es
posible que toda esta belleza
volvió a ser lo que antes había sido,
trocando la memoria por olvido
y tanta majestad por la bajeza?
¿Y
que duerma el viviente en la pereza
empleando en el vicio su sentido,
sin acordarse para qué es nacido,
amando a la hermosura y la grandeza?
No se fíe la edad que más luciente
la parece que vive por hermosa,
puesto el amor por lazo de su pelo.
Mire
junto a las puertas de su Oriente,
la muerte, de su vida ya envidiosa
procurando dejarla hecha de yelo.
Ya cuando acabó estaba en pie un mozo de buena presencia y brío, y
Juanillo dijo a su
amIgo:
_¿Ves este mozo? Pues el que topamos en la calle
del Carmen es; contémplale allí
tan lastimado arrastrando por el suelo, con aquellas lamentaciones
que oíste y mírale
ahora si podía jugar una pica en la campaña, y por eso el pobre de
«Dios te dé Dios» le
llamó tramoyero entrapajado; Pero después verás lo que anda con
ellos.
Sosegáronse los vítores que dieron al licenciado Guarismo, y el
tercero dijo así:
_A mí se me encargó el glosar una copla que en
este lugar está al pie de una cruz. No es mía, la glosa sí, que es
ésta:
Aquí dio acero cruel
a un hombre muerte precisa,
y este epitafio te avisa
que ruegues a Dios por él.
Hombre
humano, que al divino
precepto de Dios olvidas,
mira que todas tus idas
van a parar al destino:
busca otro mejor camino
que no te pierdas por él;
huye al apetito infiel,
que vas por zarzas y abrojos,
y muerte al que ven tus ojos
aquí dio acero cruel.
Vivir bien es lo que importa,
y guardar los mandamientos,
y pues que ves escarmientos,
el paso a tus vicios corta,
el amar a Dios conforta,
pues la vida es indecisa,
mira que corres aprisa
y no quieres reparar
que suele el castigo dar
a un hombre muerte precisa.
Mira ayer cómo pasó,
mira hoy cuál va pasando,
oye que están clamoreando
por el que ya se murió:
sólo el obrar bien vivió,
que lo demás todo es risa,
mira que la muerte pisa
muy cerca de tus umbrales,
ella amenaza tus males
y este epitafio te avisa.
Ayer vivía, hoy murió
el que ya enterrado está,
y el que hoy nace allá se va
desde el punto en que nació:
sólo del mundo llevó
lo que vivió como fiel,
ya hiere la llama en él,
y sólo son sus demandas
a ti, que en el mundo andas,
que ruegues a Dios por él.
Alabaron lo bien buscado de la glosa, y, dándole vítores, se levantó
otro, y Juanillo dijo
a su amigo:
_Este que se ha levantado anda con dos muletas
muy poco a poco y con un tonillo
quieto pide limosna, y ¡mira qué sano y qué buena voz tiene!
Y él, con mucha desenvoltura, dijo:
_A mí, ilustre Academia, se me encargó glosar dos
versos que se me dieron, que son éstos:
¿Para
qué quiero yo vida,
si la muerte me convida?
Si al instante que salí
al mundo empecé a llorar:
si el dolor vino a buscar
a la forma en que nací:
si nunca al contento vi
pasando vida afligida,
con trabajos perseguida,
si sé que todo anhelar
en la muerte ha de parar,
¿para qué quiero yo vida?
Más es morir que vivir
el vivir con el dolor,
conociendo que el rigor
es quien le ha de divertir,
y llegando a discurrir,
veo la edad abatida,
con miserias condolida:
y si siempre he de penar,
no quiero más aspirar,
si la muerte me convida.
No le dieron a éste tantos vítores como a los demás, pero tuvo
alabanza en la boca de
Onofre, a quien Juanillo dijo:
_Repara en este peinado tan barbihecho, que si le
ves mañana no le has de conocer, pues cuando sale de casa parece
tiñoso que en su vida tuvo pelo y
¡mírale ahora, que
parece paje al uso!
Y él, componiéndose los bigotes, dijo:
_A mí se me dieron otros dos versos que glosase,
que son éstos:
Pasa un año y otro año,
y nunca pasa mi engaño.
Toda la vida es un sueño
que cuando empieza es dormir,
propio ensayo del morir
con que despierta a su dueño:
riguroso es el empeño,
que en naciendo enseña el daño,
con tan claro desengaño,
pues pasa la edad mayor,
pasa el contento mejor,
pasa un año y otro año.
No hay cosa en la edad más cierta
que trabajos y dolor,
sustos del mayor amor,
pues su esperanza es incierta;
la muerte siempre está alerta,
igualando en un tamaño
el señor al más tacaño,
sin llegar a discurrir
que sé que me he de morir
y nunca pasa mi engaño.
Acabó con el alegría que todos, ocupando el puesto un mozo muy
risueño, y con muchas cortesías dijo que a él se le había encargado
el pintar un almendro a quien desbarató el cierzo toda la pompa que
madrugó a echar.
_Es esta décima:
¡Oh
tú, aquel que, desvelado,
sin mirar las tiranías
del tiempo, abrevias tus días,
sólo por verte adornado!
Tu anhelar se vio engañado
negándote el tiempo paces,
pues entre mil sustos yaces
que la hermosura no ataja,
sirviéndote de mortaja
la camisa con que naces.
Así que acabó, volviendo Juanillo a Onofre, con el acostumbrado
cuidado le dijo:
_Repara en éste, que cuando llega a una puerta
arroja un «¡Ay!» tan lastimoso y profundo
que con él provoca a lástima, y luego llora, con que junta mucha
limosna, y ¡mira
ahora, que la demasiada risa no le ha dejado decir!
Diéronle muchos vítores.diciendo: «Famoso ha estado el Mortecino», a
tiempo que, levantándose Juanillo, dio licencia que, rompido el silencio, se
empezase a consumir lo
que hubiese dispuesto.
Y, aprestados todos a la obra, oyeron unas lastimosas voces que,
repetidas por diversas
partes, decían: «¡Fuego, fuego! ¡Agua, agua! ¡Que me abraso!» Y entre
esta confusión notaron
una voz delicada que decía: «¡Que me muero! ¿No hay quien socorra a
una afligida
mujer? ¡Favor! ¡Piedad! ¡Cielos!». Y a este tiempo por la calle
hacían pedazos la puerta
hasta que la echaron en el suelo, porque ya el humo rompía por
muchas partes. ¡Oh confusión
de la riguridad de este elemento!, pues en breve tiempo ya la posada
era un volcán
de vivas llamas.
Admirado y confuso estaba Onofre sin saber a qué parte guiar, y en
lugar de echar a
la calle se entró la casa adentro, donde oyó un «¡Ay de mí!» tan
delicado y lastimoso que,
arriesgando todo el valor, se opuso a las más encendidas y
abrasadoras centellas subiendo
por una escalera y, atendiendo al lugar de donde salía la voz, oyó
que era en la casa de pared
y medio, que también ardía por un pedazo de tejado; y, pasando por
toda la llama de él, dio en un corredor de la casa, donde notó que
de una puerta que
estaba cerrada salía
la voz y mucho humo; y, dando un recio golpe a la puerta hizo saltar
las guardas de la cerradura
franqueando la entrada, donde vio entre humo y fuego una mujer que,
habiendo
saltado de la cama en que dormía medio tapada con sus vestidos, ya
el humo la había prevaricado
el sentido dando con ella en la tierra. Y Onofre, cogiéndola en los
brazos, la sacó
hasta ponerla en el corredor, que todo ardía, y, viéndose cercado
por todas partes de aquel
voraz incendio, animoso y determinado de librar dos vidas, se entró
por las llamas bajando
por la escalera que había subido, hallándose en el patio de su
posada, y viendo la puerta
de la calle que parecía imposible poder salir por ella por haberse
apoderado el incendio en
toda la casa, arriesgando su persona salió por entre las llamas
dejando admirados a los
de afuera viéndole salir de aquel modo.
Los alaridos eran grandes, oyéndose
por una parte: «¡Ay,hija mía
de mis entrañas!
¿Quién te podrá socorrer?», y por otra un hombre que, determinado,
se quería entrar por
las llamas, a quien detenían para que no ejecutase tal intento; y,
llegando Onofre a una
mujer, la dijo:
_Tened piedad, señora de ésta, que el desmayo la
tiene sin sentido.
Y la mujer, entre copiosas lágrimas, conoció ser su hija,
ocasionándola él gozo a dar mayores
voces, llamando con ellas al hombre que, arrojado, porfiaba a entrar
por el fuego, que
era padre de la que Onofre había librado: que. viendo a su hija y
oyendo decir quién la había
libertado de la fiera prisión del fuego, no se hartaba de abrazarle
con amor, diciendo:
_Libertador de todo mi bien, ¿quién eres?
Y la mujer, por otro lado asida dél, también mostraba
agradecimientos a tan grande
beneficio, a tiempo que ya el fuego poco a poco iba perdiendo su
fuerza a fuerza de otro
elemento, pues mucha gente que había acudido, la más se había
ocupado en echar agua,
con que habían aplacado el incendio
riguroso. Y los pobres de la posada andaban aturdidos
con el dueño de ella, que también había quedado para pedir limosna
como ellos, uno
lloraba sus muletas, otro sus trapos, otro su casquete: en fin,
todos lloraban sus caudales.
Y Juanillo andaba perdido en busca de Onofre, que, habiéndole
encontrado, no se hartaba
de abrazarle, y más cuando supo en lo que había empleado su valeroso
ánimo, y reparando
Juanillo en la gente que se iba ausentando, vio un hombre que,
cargado de ropa y cosas
de valor, se iba por la calle adelante, y, deteniéndole, le preguntó
dónde llevaba aquel hato,
y, turbado, sin acertar a formar razón alguna, lo dejó caer en el
suelo, y, llegando Onofre,
conociendo ser ladrón (pues su turbación lo confesaba), le dio de
hallazgo unos cuantos
cintarazos, y, preguntando en voz alta cúyo era aquel hato, lo
conoció el padre de la que él
había librado, diciendo:
_ Mucho te debo, amigo, pues me has libertado la
vida y el hacienda.
Íbase ya apaciguando el alboroto y recogiendo mucha de la gente
que había acudido,
unos a matar el fuego y otros a llevarse lo que pudiesen, como de
ordinario sucede. Y el
dueño de la casa del lado, padre de la que Onofre había sacado de
entre las llamas, asiéndole
de la mano, le hizo entrar en su casa en un cuarto bajo (que, aunque
había sido despojado
de el adorno, no había tocado el fuego en él), y, llamando
a Juanillo, los hizo sentar
para que conociese Onofre lo agradecido que le estaba. Le preguntó
la causa de estar a tal
hora sin haberse recogido y hallarse tan a tiempo para socorrer a su
hija, que le sacase de
la duda y le dijese por dónde le había guiado Dios. A quien con
razones corteses, pocas y
medidas refirió el suceso hasta que la sacó en brazos a la calle. El
hombre, agradecido, los
hizo aderezar una cama donde descansasen lo restante de la noche,
suplicando a Onofre
se sirviese de admitir aquella casa por su posada en cuanto fuese su
voluntad, y, despidiéndose,
quedaron los dos amigos solos.
Estaba Onofre como elevado, pensando en los sustos de aquella noche,
a quien Juanillo
dijo así:
_ ¿Qué fuera, amigo, que el incendio que ya ha
pasado descubriera camino para que
te quedaras en Madrid? Pues haber dado socorro a Laura (que es la
que sacaste en brazos
de entre las llamas), estar sus padres tan agradecidos (y con
razón), no tener otra hija y
ser de los más ricos de este lugar, habernos hospedado en su casa,
decirte que no salgas de
ella, tener tú partes para merecer, no sé qué te diga. y así,
discurre en lo demás en el ínter
que viene el día.
_Persuádete,Juan_dijo Onofre _, en que soy pobre y
forastero, que son dos partes
muy contrarias a tu imaginación, y así, déjate de fábulas y
entreguémonos al sueño.
Así lo hicieron, y como estaban cansados y ya era tarde, con
facilidad se quedaron
dormidos. Cuando a pocas horas Onofre, en quien poco duraba el
descanso, oyó entre el
silencio y la quietud un ruido que, al parecer, se hacía en la
cerradura de una puerta,
donde procuraban entrase una llave a dar vueltas. Desterró de sí el
sueño de todo punto.
Incorporándose sobre el lecho, atento, cuidadoso, notó que, abierta
la puerta, procuraban
quitar la llave, y, levantándose en pie, sacó la espada, diciendo:
_¿Quién va?
Y con el sobresalto que se levantó, tropezando con un bufete, hizo
caer un candelero
que los habían dejado con luz, siendo parte bastante para que, al
ruido, se alborotase segunda
vez la gente de la casa. Salieron sus dueños, que aún no habían
rendido al sueño el
asustado cuerpo, y en su seguimiento los criados y gente que
les asistían, y hallando a
Onofre con la espada en la mano, alborotado de aquel modo,
preguntándole la causa, respondió
que había sido el haber oído abrir aquella puerta cercana a su
lecho.
Reparó el dueño en ella y, como la viese abierta, quedó maravillado,
por ser de un cuarto
algo excusado de la gente menor de la casa, donde tenía un oratorio:
y, procurando examinar la causa así él como todos los demás no
pudieron hallar indicios
de quién hubiese
sido dueño de tal atrevimiento habiendo mirado las más viviendas de
la casa acompañándolos
a todo Onofre y Juanillo, que reparó en una puerta que hacía paso
al zaguán,
que tenía puesta una llave por la parte de afuera, de que admirado
el dueño, conoció el
no ser aquélla la llave de la puerta, y, procurando abrirla y no
pudiendo conseguirlo con
otra llave, se valieron de la fuerza, dando tantos golpes que saltó
el pestillo que la cerraba,
y, quitando Onofre la luz a un criado que la tenía, se ofreció el
primero a mirar el zaguán,
y en un rincón donde había cantidad de muebles de la casa (que por
miedo del fuego
habían bajado, y arrimado allí), vieron un hombre que, embozado,
defendía el rostro,
procurando conseguirlo por medio de una pistola que en la mano tenía.
Y, apuntando a Onofre, dijo:
_ El dejarme ir libre los estará bien.
Pero Onofre, lleno de cólera, le tiró tan fuerte estocada que,
pasándole el brazo de la
pistola, la dejó caer en el suelo, y al asegundarle otro golpe
pidió por Dios que no le matasen.
Reportose Onofre, llegó toda la gente de la casa y, preguntándole si
había más que
él y quién le había ayudado a semejante atrevimiento, dijo que él
solo era el que entre la
bulla del fuego se había metido allí, y que en la calle le
aguardaban dos compañeros. Salir
quiso Onofre, determinado, en busca de aquellos viles hombres, pero
los ruegos de el
dueño de la casa y demás gente le detuvieron: y volviendo a
preguntar al herido qué era
su intento, respondió que abrir la puerta de la calle para que
entrasen los dos amigos; que
así había quedado de acuerdo, y que al irlo a hacer, turbado, había
abierto dos puertas sin
dar con la que buscaba, siendo causa de haberle sentido. Los criados
de la casa querían
maniatarle y entregarle a la justicia, pero Onofre, compadecido de
verle herido, los suplicó
que, pues no había al presente justicia que lo hubiese visto, le
echasen en la calle, pues otra
cosa no sería generosidad.
Convinieron todos en ello, y Onofre, adelantándose, abrió la puerta;
pero no vio a
nadie, que el ruido o las muestras que ya daba el día había hecho
dejar el sitio a los dos.
Enviáronle con su mala ventura y volviose a sosegar la casa, no para
descansar, pues sólo
fue para admiraciones de lo que en tan breves horas había pasado,
volviendo de nuevo el
dueño de la casa a rendir agradecimientos a Onofre ofreciéndole su
persona y poder, y
que como dueño de todo podía mandar de allí adelante. A quien,
agradecido Onofre, retornó
estimaciones.
y como ya las luces del día convidaban a gozarse, y, ya quieta la
gente, se ocupaba.
en ir acomodando las cosas que el miedo y el fuego habían
descompuesto, dando mil gra _ .
cias a Dios por tan grande dicha, pues sólo en el cuarto de Laura
había tocado el fuego, y,' ,
suplicando a Onofre se sirviese de tomar asiento y contar su
peregrina historia, a quien,
obediente, se ofreció, diciendo así: "
|
DISCURSO DIEZ Y OCHO
ací en la gran ciudad de Nápoles; aunque no de padres nobles, eran
limpios del contagio que la fe castiga por medio de su justicia.
Crieme a un tiempo en compañía de una hermana, siendo con igualdad
queridos de nuestros padres, amándonos los dos con una unión tan
estrecha que apenas se hallaba el uno sin el otro. En mí fue
mostrando la edad las obligaciones con que nace un hombre de bien, y
en mi amada hermana, a un tiempo con alguna hermosura, mucha
humildad y vergüenza, que son las partes que más engrandecen la
belleza. Faltonos, a los doce años de nuestra primavera, la madre,
siendo el sentimiento parte para que nuestro padre, postrándole la
pena, se sujetase a vivir en una cama sin poder levantarse de ella,
pues para hacerla se valía de nuestro alivio, amonestándonos siempre
pidiésemos a Dios paciencia, pues es de lo que más necesita quien
con enfermos lidia.
No era la edad la que le tenía tan postrado, pues sólo era una
profunda tristeza causada
de la pérdida de su amada consorte: justo sentimiento, pues perdió
en ella el ejemplo mayor de la caridad, virtud y honestidad. Los
años en nosotros
iban desplegando las
arrugas de la niñez, en mí para atender al servicio de mi padre y en
mi hermana para que
la honestidad la obligase a tanto retiro que no era vista de nadie.
Vivía enfrente de nuestra
casa un caballero, el cual tenía un hijo casi de nuestra edad, que
desde el primer conocimiento
de la razón nos habíamos querido con amable amistad. Perdonadme el
que abrevie
una historia tan larga como la mía, que, aunque el mal comunicado
dicen que se presta
alivios a sí mismo, en mí renueva las llagas de mi pena. Atreviose a
mirar a mi hermana con intento de los que paran en infames fines,
pues, a no ser así, padre y hermano tenía a
quien poder hablar, pues él por su persona no desmerecía el sí para
honesto empleo. Éste
persuadía a mi hermana con todos los medios posibles, en quien halló
siempre una resistencia
honrada. Supe todo lo que pasaba de la boca de una criada de quien
se quiso valer
por medio del interés, pues amparado de ella intentó profanar el
sagrado de mi casa:
diome un papel, en que leí sentencia de muerte, fulminada por un
ciego a los mandamientos
de Dios, pues sus atrevidos caracteres ofrecían dádivas para vencer
a aquel muro de
la honestidad, y acababa diciendo: «Poco han de importar tus
resistencias a mi mucho
amor, pues es poderoso como su dueño».
No pude sufrir desde aquel punto la fuerza que la razón me hacía en
que procurase mi
venganza, y así, guié los pasos en busca de mi enemigo; hallele en
una casa de conversación
y, al llamarle, noté que salía desafiado con otro caballero,
habiendo sido la causa una suerte
del naipe. Seguilos algo a lo lejos, y así que llegaron al sitio
señalado, sacando las espadas,
a los primeros tiempos que se tiraron vi que mi enemigo cayó en
tierra de una estocada, y
pareciéndome que mi afrenta se quedaba en pie si perdía la vida a
manos de otro hombre
que no fuese yo, me puse con brevedad a su lado defendiéndole de
otra estocada que su
contrario le tiraba contra el suelo, y viendo que a un hombre caído
se le negaban hidalgas
atenciones y que en un pecho noble no cabe acción tan desatenta,
tomé el duelo por mío y,
puesto casi encima de mi contrario, reparé un tajo que me tiró y,
desviándole, hallando mi
espada en buena postura y la suya algo desviada de la rectitud, le
ejecuté una estocada tan bien guiada que fue bastante para añudar la lengua, sin poder
pronunciar la última palabra
de su vida. Perdió la vital respiración, y mi enemigo cobró la que
tuvo cerca de perdida
levantándose del suelo y viendo que el tiempo me negaba tiempo
para mi venganza, procuré el salvar mi persona y que él lo hiciese,
retirándonos a un convento de religiosos,
dando cada uno aviso a su casa del suceso pasado. Sintiolo mucho el padre de mi contrario,
pero el mío mucho más, pues sólo fue el aumentar penas a sus penas.
¿Quién creyera que a un beneficio tan grande como librarle de las
manos de su enemigo
y de los brazos de la muerte me pagase con un desprecio el mayor que
imaginan los
hombres? Sucedió que, algo receloso de mí, como reinaban en él
tantas traiciones, mudó
de retraimiento, y viendo que yo no salía del mío y que mi padre,
impedido, no se levantaba
de la cama, juzgando ejecutados sus torpes y atrevidos deseos, se
determinó una
confusa noche, escalando un balcón, llegar hasta el dormitorio de mi
hermana, donde estaba
ya recogida, y, atrevido cuanto desatento, sin atender a la vecindad de tantos años,
amistad tan estrecha, deuda que me tenía y la principal, que negaba
a las leyes de Dios, la
despertó, amenazándola con la muerte si no consentía en su gusto.
Ella, asombrada, dio
voces, llamando a su padre y hermano y, defendiéndose con varonil
valor, dio lugar a que
Dios la favoreciese, pues como todo lo ve y en las mayores
necesidades socorre a los suyos,
permitió que, alentado mi padre, tuviese ánimo de levantarse fiado
en el ayuda de un
báculo, y, más breve de lo que le concedían sus achaques llegó a
dar socorro a su querida
hija, consiguiéndolo, aunque con grave daño de su persona.
No hay animal, en cuantos la naturaleza crió, más atrevido, más
ciego y pertinaz y perverso
que el hombre, pues no hay cosa que le parezca imposible para lograr
un infame apetito,
y, compadecida de su ruina, la misma naturaleza le puso un
despertador para que le avisase
de las calamidades que le amenazan, pues los golpes que da el
corazón del hombre en los
sobresaltos y sustos no es concedido a otro ningún animal. Yo,
que triste con el ausencia
de mi amado padre estaba, me determiné esta noche de verle acompañado
de un amigo español
(que razón es llamarle amigo, pues examinado le tenía en mi retiro,
que enfermedad,
prisión y ausencia es prueba de los leales). De éste me fié para que
fuese en mi compañía, por
divertir los latidos que mi corazón daba anunciándome las ruinas de
mi quietud.
Llegué a mi casa y, llamando a la puerta, preguntó un criado quién
era, y, conociéndome
en la voz, me dio franca la entrada con mucho gozo de verme.
Agradecile el alegría que
mostraba y, dejando a mi amigo a la puerta en forma de centinela,
dije al criado no cerrase.
Bien creí, así que subí el primer escalón, el hallar con quietud mi
casa y que mi padre se holgase
de verme, aunque ya llevaba imaginada la reprehensión, en fin, como
de padre a quien
amparaba la razón, pero (¡aquí de todo mi valor!) apenas subí el
último escalón cuando oí
que entre ansias y lágrimas pronunciaba mi padre estas razones:
«¿Para qué me concedes
la vida, mano atrevida, si dejas nublado lo cándido de
estas honradas canas? ¿Qué
te hice? ¿Qué ocasión te di para tal atrevimiento? ¡Ay, hijo querido!
¡Ay, Onofre amado!
¿Quién te llevara nueva de tanta amargura como tiene la congoja en
que queda tu padre?»
Así que acabó la última razón de las que he referido, vi que del
cuarto de mi hermana
salía un hombre diciendo: «Para que sientas y penes te dejo la vida,
bulto caduco». No hube
menester preguntar la causa, pues conocí a mi enemigo, a quien dije:
«Onofre soy, Dios
me ha guiado aquí sólo para castigar tu loco atrevimiento, pues aun
con la muerte no has
de satisfacer a tan grave ofensa como la que has cometido». Ofrecime
con la espada desnuda
y recibiome tirando un pistoletazo: pero a quien Dios guarda en vano
se le oponen
fuerzas humanas: faltole la piedra, bastante desengaño, pues aun las
piedras sienten las
alevosas intenciones, sin ayudar a quien las comete. Si el hombre
falta a los mandamientos
de Dios, ¿qué mucho que falte una piedra insensible para dar luz a
su malicia?
Soltola en el suelo echando mano a la espada, que así que la sacó le
saqué la vida por
la puerta que le abrió una estocada que le atravesó las entrañas.
«¡Muerto soy!», dijo,
a tiempo que vi a mi lado a mi amigo diciendo: «Antes moriré que
dejarte». Soseguele,guiando los pasos adonde había oído a mi padre, hallándole en el
suelo, que así que me
vio me ofreció los brazos, diciendo: «Levántarne, hijo querido, que
no te quiero preguntar
quién guió tus honrados bríos para mi defensa, pues conozco que ha
sido obra divina».
Levantele del suelo y, aunque algo turbado, noté que echó la mano a
la una mejilla y
luego la miró. A quien pregunté qué era lo que hacía, y me
respondió: «Admirarme de
que tan presto hayas lavado mi afrenta, pues pidiendo sangre se
había asomado al rostro
con las muestras de lo que pedía». No hube menester oír más para
volver adonde mi enemigo,
triste cadáver, yacía y, sacando un puñal, le corté la atrevida
mano. Y como el caso no
pedía dilaciones, aunque pude llevar el cuerpo donde, cuando fuese
hallado, no se supiese
quién había sido el dañador, no quise sino que se viese castigada su
osadía dentro de mi casa.
Tenía mi padre una hermana monja en un convento de Nápoles, donde
aquella noche se
recogió mi hermana y donde después quedó monja con todo el dote que
pidió el convento. A
mi padre, en los brazos de mi amigo y los de un criado, llevé a mi
retraimiento, y luego entre
todos procuré poner en guarda la hacienda más importante y los dos
criados, que, aunque
no tenían culpa en lo que yo había hecho, bastaba el ser míos, y no
era razón dejados en
manos de la justicia, pues, contraria a la naturaleza del rayo,
siempre quiebra su enojo en los
humildes, no como el rayo, que busca lo más levantado y copetudo
donde ejecutar su golpe.
Pasó aquella noche, tan llena de tragedias para mí, y vino el día,
donde, descubierto
el caso, fueron tantas las diligencias de la justicia que vinieron a
saber dónde estaba; y
para sacamos a mí y a mi padre del retraimiento alcanzaron licencia
del Virrey. Llegaron
estas nuevas a mi padre tan de improviso que, hallándolo lleno de
sustos y falto de
quietudes, se apoderó de sus flacas fuerzas la muerte en espacio de
veinte y cuatro horas.
Enterrase en el mismo convento, y yo, acompañado de mi amigo y dos
deudos suyos que, habiendo sabido mi historia, se ofrecíeron a mi amparo (acción,
en fin, española), salí de el convento y fui hospedado en casa del uno, a quien debo mi
libertad por entonces,
pues no era posible salir de Nápoles por las prevenciones que para
cogerme había. Pasó
aquella primera riguridad y, ya más sosegado, ordené el ausentarme
de mi patria, pues
no había otro medio más conveniente; y, despedido de mi hermana, en
cuya compañía
quedó la criada, pasé a Roma con el criado.
Y a pocos días que pisé sus hermosas calles, en una conversación oí
alabar la corte del gran Monarca de España, lo afable y cariñoso del trato y
conversación de sus hijos, lo
milagroso de sus templos y lo Real de sus calles y casas.
Apoderándose en mí el deseo de
verla, ordené mi viaje solo, sin el criado, que le dejé acomodado en
Roma. Logrelo, aunque
con hartos sustos y penas; que después de muchos días de viaje en el
mar, habiendo pasado
gran tormenta, viendo que nuestras vidas por perdidas se habían
juzgado muchas
veces, impensadamente nos hallamos en el puerto de Cádiz, donde,
desembarcado, pasé a
Sevilla y, pareciéndome bien, estuve en ella algunos días hallando
amigos, que el que vive
honestamente en todas partes los halla.
Y una tarde que el demasiado calor convidaba a desamparar las casas
por gozar de un
fresco viento, salí al Arenal acompañado de dos amigos, y apenas le
hube pisado cuando
vi que dos hombres, así de palabra como de obra, habían maltratado a
una mujer, la
cual se vengaba con razones, propia acción de femenil brío; y como
nos miraba atenta,
como quien procuraba favor, volvieron a ella, renovándola
el sentimiento a fuerza del dolor, y, pareciéndonos más cobardía que bizarría de varonil
ánimo, los procuramos
reportar con razones corteses; pero ellos, que la cólera que
tenían les pareció la habían
de ejecutar con nosotros como con la mujer, empuñando sus espadas,
dijeron: «Excusada
diligencia será vuestra defensa a nuestro mucho valor, y más
conociendo el que sin duda
os importa esa mujer».
Acometiéronnos sin más causa; sin duda estaban ciegos, pues cualquier
hombre lo está
si se deja vencer de la pasión. No se meneaban mal, si los
acompañara la razón, pues no
hay escudo más fuerte para la defensa. El que a mí me cupo me tiró a
los primeros tiempos
una estocada sin acordarse de reservar fuerza para la ocasión, pues,
arrojándose tras la
espada, con muy poco desvío que hice en la mía se estrechó tanto
que, alcanzándole con la
daga, le pasé el pecho. «Muerto soy», dijo, a tiempo que el que
lidiaba con mis dos amigos,
abierta la cabeza, procuró aprovecharse de los pies.
Fue nuestra fortuna corta, pues, habiendo salido aquella tarde
alguna justicia de Sevilla
a cierta diligencia y no habiéndola logrado, al volverse llegaron
tan cerca de nosotros a
tiempo del suceso, que, sin podernos ausentar, rendimos las espadas;
que la obediencia a
la justicia nació de pechos nobles. Fuimos presos, llevándonos a la
cárcel, donde en un encerramiento
pasamos harta pena, y mis dineros y joyas harta crujía, pues con
su favor, y
el que mis amigos tuvieron por medio de buena gente que valía en
Sevilla, nos minoró la
sentencia su desapasionado tribunal en cuatro años de un presidio.
Ofreciose viaje a Larache, por haber otras personas que llevar, y
fuimos de los nombrados
en esta leva. Entramos en él con brevedad por ser corto el viaje. Y
como la fortuna
es varia y, aunada con mi estrella, tomaba sus liciones, sucedió que
una tarde, saliendo por
leña ocho soldados y llevando de guarda veinte, nos asaltaron de
improviso cincuenta
moros cosarios, y, después de haber peleado algún tiempo con pérdida
de ambas partes,
nos rendimos diez hombres que quedamos a veinte moros que nos
sujetaron a su forzosa
servidumbre. Embarcáronse en una chalupa y, maniatados y
maltratados, nos llevaron a
Argel, donde en su zoco o plaza de mercados fuimos vendidos a
público pregón.
No fue mi suerte en todo mala, pues, aficionado de mí, me compró el
presidente del
Diván o Consejo, llamado Cení, en cuyo servicio estuve treinta
meses, en los cuales no
falté dos de su lado. Amábame notablemente, era entendido, ladino
español, y dijome haberse
criado en Madrid; y, habiéndole referido mi peregrina historia y el
deseo que tenía
de ver la corte del gran León de España, movido de mis justos
deseos, me ofreció libertad
en la primera ocasión que hubiese, diciendo que antes de muchos años
permitiese Alá
viese él la Puerta del Sol de Madrid. Cumplió la promesa que me hizo
entregándome a
la piadosa redención de los religiosísimos cuanto observantes
mercenarios, en cuya compañía vine a este lugar, donde he encontrado
con este amigo; de que doy mil norabuenas
a mi dicha, pues he conocido en él grande amor a su prójimo y un
discurso desinteresado,
pues sólo le mueve la caridad y la pobreza, como propia.
Muy gustoso había escuchado Teodoro (que éste era el nombre del
padre de Laura)
a Onofre, y, agradecido, le ofreció de nuevo que podía mandar en su
casa como propia, a quien suplicó que, no siendo otro intento el
suyo más de ver a
Madrid, lo podía hacer
en su compañía. Agredeciolo Onofre con muy corteses razones, y
Teodoro, para que
conociese lo agradecido que le estaba, ordenó que mudase de traje, y
aunque se excusó lo
posible, le vencieron los ruegos de toda la gente de la casa, que ya
le habían cobrado amor.
Cada día iba Onofre manifestando más claramente su afable condición,
con que Teodoro
se determinó a declararle su intento, que era el que se quedase en
casa, y así, un día,
en compañía de su esposa (habiendo reparado en los ojos de Laura,
que, algo licenciosos, los permitía hiciesen reparo en el buen talle y corteses
atenciones de Onofre), le dijo así:
_Cierto, amigo, que ha días que batalla mi
pensamiento con un empeño bien grande,
donde forzosamente ha de haber juicio; y, habiendo conocido que
vuestro entendimiento
es capaz, me he determinado de haceros juez, para que sin pasión
le juzguéis. Y por no
dilataros el informe, es así: Un hombre de este lugar, de razonable
poder, se ha obligado
a otro por favores que le debe, siendo tales que los que confiesa
son la quietud y la hacienda,
y me alargo a decir que el vivir. Conoce este hombre que no es
bastante paga a tanta
deuda ofrecimientos ni agasajos; y así, entre las mejores prendas de
su casa, una, la más
estimada de todas (que también confiesa el debérsela), está
determinado de darle, pareciéndole
no tiene otra paga que equivalga a sus merecimientos. Y para esto os
he hecho
juez: determinad qué os parece; que lo que vos difiníereis ha de
ser.
Bien conoció Onofre desde el primero fundamento en las razones de
Teodoro que en
aquel juicio era juez y reo, y también la memoria le acordó lo que
dijo Juanillo la noche
antes haber surtido. Y, viendo tan buena ocasión, pareciéndole, para
admitir tal prenda,
no había necesidad de informes, pues la bondad es como la hacienda,
que luego se conoce
donde la hay; respondió así:
_ Mi parecer, señor, es que sin saber muy
seguramente el que sea capaz y merecedor ese hombre de la prenda que decís no se la déis.
Y creed que os hablo como a dueño.
_Examinado tengo
_dijo Teodoro _ el que la merece.
_Pues si vos gustáis de eso _replicó Onofre _, por cosa vuestra es
fuerza la trate
bien, y, en siendo propia, la estimación es debida; y así, al
dichoso que tal prenda aguarda
bien podéis creer que las horas se le harán siglos.
No hubo menester Teodoro oír más para levantarse y abrazar a Onofre
declarando su
intento más a la luz, quedando la esposa de Teodoro contenta, Laura
gustosa y Onofre tan
agradecido que se quería arrojar a los pies de Teodoro, que, dándole
nombre de hijo, ordenaron
las bodas con gusto de todos, ofreciendo a Juanillo el ampararle en
cuanto viviese,
y, abrazándole Onofre, le dijo:
_Como amigo me has de tratar; que, en cuanto yo
viva, seguro tienes mi amparo.
Pues no era razón dejar en la calle a Juanillo el de Provincia, ni
entre los sueños del
olvido el Día y noche de Madrid.
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