Francisco  Santos

 

 

Día y noche en Madrid

 

 

Tabla de cosas notables que contienen los discursos de este libro

 

 

 

 

 

DISCURSO I

Redención de cautivos   _Vida de Juanillo el de Provincia   _ Realces de grandeza que tiene el

 hombre  a todos los animales.

DISCURSO II

Comunión en los Santuarios y pobres  _ Medios que busca Dios para socorrer al pobre  _ Cuidado

que tiene Dios del pobre afligido y cargado de hijos    _ Vida del poderoso   _ Vestuario del pobre       _

Poderoso que quita  la casa al mísero.

DISCURSO III

Escala por donde sube a ser dama la fregona.

DISCURSO IV

Lances de un día de toros

DISCURSO V

Sastres en la Plaza  _ El sacamuelas  _ Sombrereros    _ Día de ajusticiados _ Los guzmanes

del yeso   _Ladrones,  día de bulla   _ Ceguedad de un tonto.

DISCURSO VI

Discurso cristiano   _ El soplón  _ La buscona vil _ Entierro suntuoso.

DISCURSO VII

La cárcel  _ Casa de juego y jugador   _ El amolador  _ Jueves de mercado.

DISCURSO VIII

El tullido en lo aparente _ El murmurador sin respeto _ La silla del refugio  _ La que quita  el vello.

DISCURSO IX

Mozas que buscan donde servir  _ El pobre limosnero  _ El glotón.

DISCURSO X

El maestro de niños   _ Valientes de mentira   _ Destierro de la cobardía.

DISCURSO XI

El logrero avariento   _ Gradas de San Felipe   _ El duro de bolsa.

DISCURSO XII

Hospital de los Desamparados    _ Hospital General  _ Los locos.

DISCURSO XIII

El contrario del hombre   _ La que pierde al hijo  _ La oración del Avemaría  _ Busconas de noche       _

_Fuentes de Madrid.

DISCURSO XIV

Lo que encubre un manto _Valientes a puerta de taberna   _ La ronda  _ El rodrigón pulido      

 _El ladrón cobarde.

DISCURSO XV

El «¡Agua va!»    _ Astucia del ladrón   _ Figón y taberna   _ La música  _ La trapera _ Manantiales

 del paseante y mujer atrevida  _ Fin de la mala mujer.

DISCURSO XVI

El oficial caballero   _ Obras del mundo  _ La doncella virtuosa  _ La comadre

DISCURSO XVII

Academia poética entre mendigantes   _ Incendio de una casa.

DISCURSO XVIII

Vida de Onofre.

Periquillo el de las Gallinejas (fragmentos)

DISCURSO VII

El juego de manos, y tropelía del mundo - Acomódase Periquillo a servir - Razonamiento del nuevo amo,

 y respuestas de Periquillo - Lo que puede la prudencia, y el arte del hombre - El Cisne, si canta, o no

 - Pintura de la mentira.

DISCURSO VIII

La Fábula del hombre, ave, pez, y fiera - El cuento de los ratones - La confusión de las Cortes - Promesas

 que hace el amo a Periquillo - Descubre el amo su pecho a Periquillo.

DISCURSO IX

La fábula de el escarabajo - Ladrón con acierto honrado - Huye Periquillo de su amo - Discurso notable

de Periquillo - Pintura de la declinación de un ladrón - Notable discurso - Auséntase Periquillo de su

Patria - Encuentra con tres ladrones - Palestra, y tema de la cosa mayor y menor.

DISCURSO X

- Cuenta su vida el Toledano - Pintura de la razón del hombre.

DISCURSO XI

- Cuenta su vida el Andaluz.

DISCURSO XII

- Cuenta su vida el Isleño.

 

DISCURSO PRIMERO

E

nojado se mostraba el cielo contra los contra los mortales una confusa noche, amenazando con espantosos relámpagos que por entre obscuras nubes se despedían, fulminados de impulsos poderosos; bramaba el viento en los cóncavos que formaba el agua, volviéndola en penachos soberbios, cuya atrevida arrogancia parece que se oponía a la conquista de los orbes celestes, y en castigo de su atrevimiento quedaban deshechos en espuma, siendo testigos los que vagaban su dilatado reino. Todo huyendo del sosiego, ajeno del orden natural, retrocedía a no ser para formar un caos confuso: los elementos se aunaron para un estrago (que es muy propio para una ofensa el juntarse los más discordes), disponiéndose para una total ruina del globo terrestre. El granizo, titubeando medroso, buscaba la tierra por asilo en semejante confusión, huyendo del mar, cuya braveza se sorbía el portátil albergue viendo aumentado su caudal.
      El día venía tímido o medroso, pareciéndole que la noche se coronaba a duraciones, el fuego despedía flechas, el aire arrojaba suspiros, el mar mostraba copiosas lágrimas y la tierra temblaba de temor; mas el cielo piadoso, atento a todo, desterrando lutos, ya dejaba ver su divino color clareando por los visos del crepúsculo el alba, anunciando al día.
     A cuya deseada vista una tropa de gente (en un vaso, que sobre las aguas esperaban remedio de el Autor de la vida) enarbolando una blanca bandera en cuya candidez se veía un escudo rojo con las barras de Aragón, y alentando un venerable religioso redentor a unos humildes redimidos despidiéndose de las playas de Argel, al mirar sus rostros los vio como fuera de los tormentos, risueños y llenos de gozo, que más parecía que deliciados entre flores estaban que no fluctuando equívocos gigantes de cristal. «¡Ea, amigos, que ya la piadosa mano de Dios nos ha sacado del cautiverio del Infiel y nos llevará al puerto deseado. Pidámoselo de todo corazón postrados!» Lo cual hicieron con entrañable ansia aquellos que el día antes se habían visto debajo de la forzosa servidumbre de un moro y ya se hallaban entre espantosos montes de agua, amenazándolos Ia muerte, a quien con rostro alegre esperaban.
      Mucho pueden las lágrimas de un rendido corazón; pues así que acabaron su oración serenó el tiempo, picando una tramontana que hizo huir los vapores que en forma de nubes servían de doseles al agua. Y ya, llenos de alegría, adornaban aquel monte de palo de gallardetes y banderolas, levantando el estandarte de la piadosa redención de los religiosísimos mercenarios con trescientos" cautivos, entre los cuales venía uno (a quien un moro principal había entregado a la redención de gracia y sin intereses,  si hay gracia entre enemigos de la fe) llamado Onofre, hombre de varia fortuna, a quien dio libertad sólo por su claro entendimiento, pues luego le manifiesta la lengua. Ocupábale su amo en traerle a su lado sólo por oírle: tanto puede la discreción, y naturaleza a ninguno se la negó tan del todo que dejase de enseñarle las luces del conocimiento, sin mostrarse tan escasa que le dejara inhábil.
      Este moro habiéndole oído decir que su contraria fortuna no le permitía cumpliese sus deseos, que sólo eran el ver la corte del gran monarca de España, Madrid, de quien le alejaba su estrella, por el grande deseo que tenía de llegar a su estancia, y así movido el moro de sus justos deseos como quien había gozado de su grandeza en el tiempo que la había pisado cautivo, le ofreció libertad en la primera ocasión que hubiese, como lo cumplió entregándole a la piadosa redención, dándole dineros para que, en saltando en tierra, reparase su persona de lo necesario.
      En fin, gozando de un favorable viento llegaron al deseado puerto, donde, tomando tierra, hicieron el acostumbrado reconocimiento a la amada madre, a quien postrados besaron, y, desembarcados, buscaron donde descansar de tantos trabajos como causa el mar: y, conseguido, ordenaron su viaje, que se logró con buen tiempo, hasta que vieron las torres deseadas de aquella gran Babilonia de España. Y con los avisos que habían tenido, ya los aguardaba grande número de religiosos, acompañados de la más lucida, más atenta y cortesana plebe, esperando al pueblo peregrino que aquel Moisés calzado había sacado de cautiverio. Todos en sus cuadrúpedes cubiertos de negras gualdrapas (que más parecían montes de azabache heridos a golpes de nieve, formada de sus blancas estameñas),
entraron por las calles con mucho gozo del pueblo, siguiendo a la multitud de redimidos gran tropa de piadosos hasta llegar a su casa, en cuya puerta aguardaban tantos religiosos que parecía no haber" salido alguno de la casa, con su cruz y ciriales en manos de sacerdotes, y el estandarte de la redentora del mundo, María de las Mercedes.
      Acabada la procesión y el recibimiento con el día (pues parecía que sólo aguardaba a que se acabase tanto regocijo para obscurecerse, sin llevar deseos de saber en qué había parado tanto festivo alborozo), Onofre, despidiéndose del padre redentor, a quien ofreció volver a visitar, salió del convento. Admirado de ver tanta gente como había ocurrido a la procesión, fue pasando calles, absortos sus ojos de la grandeza de sus casas, hasta que la noche le obligó a buscar donde recogerse y para hacerla mejor llamó a un mozo que le pareció haber seguido la tropa de redimidos, a quien cortésmente suplicó le guiase a una posada donde pudiese descansar.
      Hízolo el mozo a una casa (que, al parecer, era conocido de la gente que la vivía), pidiendo le diesen buena cama, y, despidiéndose, preguntó al cautivo si se le ofrecía otra cosa en que le pudiese servir, lo haría con mucho gusto. A quien, agradecido el cautivo, dijo se quedase a cenar con él tomando el trabajo de ir a buscarlo, y, dándole dinero para ello, el mozo se ofreció a servirle y con brevedad trujo lo bastante, con que habiendo cenado, le preguntó el cautivo dónde era su posada, y, oyéndole decir era cerca, le suplicó no se fuese tan presto, conversarían un rato: y creyese le había cobrado amor, aunque en tan breve tiempo, pues no es menester tratar mucho con un hombre dócil para conocerle. El mozo con agradecimientos corteses se quedó, a quien el cautivo pidió se sirviese de decirle su nombre y patria y estado de vida, que le sería agradable habiendo conocido su buen discurso. Y el mozo, nada perezoso, procurando no dar ocasión a la porfia, dijo así:
      _A mí me llaman Juanillo el de Provincia, el por qué oirás, si estás atento. Nací y me crié en Madrid, corte del gran Júpiter español, el Cuarto Filipo, sólo con el abrigo de una pobre madre, pues padre no conocí; criome a sus pechos por ser madre entera, pues la que pare y no cría no se lo puede llamar. Pasaba la vida con harto trabajo: llamábame amado hijo y algunas veces añadía el de carísimo: renombre que entendí algo tarde, pues cuando llegué a alcanzar estos puntos ya era muchacho adocenado en años, como en compañía los valientes del milagro. Era el renombre que me daba de carísimo porque de mi parto pasó muchos dolores y con gran pesadez me trujo en sus entrañas: pariome doblado, y, a mi entender, fue dar fin a mis dobleces, que, aunque es fruta del tiempo, en mi vida la he usado ni tenido.
      Tuvo tan grande mal en los pechos, que la prolija enfermedad no la dejó hasta que la cortaron el uno, en cuya enfadosa cama vendió cuanto tenía: con mucha brevedad sería, porque el caudal del pobre siempre se parece a su dueño. Llegó a tanta pobreza que la necesidad la sujetó a pedir por Dios: no es afrenta, que la afrenta es negarle el socorro al pobre que le pide. Perdóname, amigo, la turbación que me ha causado el sentimiento, deshecho en lágrimas, no por verme pobre, sólo ha sido el acordarme del estado a que vino mi madre. Acudía a los oficios de Provincia llevándome en sus brazos: y su mucha humildad y la inocencia mía, engastada en cariñoso agrado, hallaron caridad. En estos sitios acuden los ministros del Tribunal de los Alcaldes de Casa y Corte de su Majestad, y entre muchos que quitan no faltaba quien nos socorriese. Y como el agradecimiento vive entre los pobres (que, desembarazados de la confusión del tener, conocen a quien les hace bien), mi madre, agradecida al socorro que allí hallaba, se aplicó a barrer los oficios todas las mañanas, que son unos puestos donde asisten de día y de noche los ministros en cuanto no tienen qué hacer o salen a buscar a los que de noche buscan lo que aún no se ha perdido.
      Con este afán mi madre cobró voluntades y yo hallé amor, pues muchas veces me vi en brazos de alguaciles y escribanos, y no me iba mal, pues como en la niñez cualquier meneo es gracia y un buen natural granjea las voluntades, me daban dádivas, y yo conocía a quien era franco conmigo y me arrimaba a él así que le vía.
     Ya la edad iba dejándome andar (cosa que en el hombre no es tan notado como en la mujer), con que me iba aplicando a ayudar a mi buena madre, pues, asiendo de la escoba, la quitaba parte del trabajo dándole muchos gustos, pues todos me acudían y yo la acudía con todo. No me enseñó más entretenimiento para vivir que el que te he dicho: Dios se lo perdone, pues sin oficio me dejó en tantos laberintos con la puerta abierta para ser oficial de aventar parvas, siendo por mis pecados viento de ministros. Faltome regalo, cariño, enseñanza y madre a un tiempo quedando de diez años, edad, aunque poca, que ya conocía de toda costura, pues no era para menos el sitio donde me crié.
      Parecíanme mal algunas cosas que vía donde habitaba, y tal vez reprehendía y era oído que quien atiende a reprehensión' de pocos años la escucha en chanza o la toma como de niño, sin atender que ellos y los locos dicen las verdades. Quedé con el oficio de mi madre y comía y bebía entre los que bien me querían, y de algunos llevaba ciertos golpes y bofetadas (y sabe Dios que lo digo sin pasión, que no es razón que en un pecho cristiano duren rencores) que fueron dadas sin causa; pero en el mundo que gozamos, ¿qué mayor causa que decir verdades? Pero tal vez eran mis razones lanzas que herían sus corazones: que como los ojos enfermos no sufren la luz, tampoco el vicioso sufre la razón cuando le hiere en su mala vida y costumbres: y como es en el hombre tan de su cosecha el dar en pago de un agasajo un mal galardón, a mí, que decía las verdades, me pagaban con castigo.
      Fue Dios servido que un mozo gallego, de diferente alma que algunas que allí acuden, asistía en un oficio usando el de escribiente, viéndome tan servicial, agudo, amigo de saber y que mis razones daban muestra de capacidad, se aplicó a enseñarme a leer, y yo me di tanto a ello, que con poco trabajo lo consiguió. Tenía lugar para todo, porque, como era hombre de buena conciencia, no le ocupaban mucho. No perdía la misa ningún día, y algunas veces que estando en ella preguntaban por él, yo, como quien más cuidado tenía con quien me hacía bien, respondía dónde estaba, a que decían algunos: «Pues a la misa que le dé de comer». ¡Oh, mal lenguaje en gente falta de entendimiento! Era, en fin, mi maestro hombre sano, y por no enfermar en estos puestos procuró poco a poco el huir del contagio.
      Entre muchas liciones que le debo, era la más ordinaria el decirme: «No hagas burla de tus mayores, superior o príncipe, que es gran pecado y es ultrajar a la misma justicia, pues el superior es dueño de todo y no le niegues la debida cortesía ni lo que le toca o pertenece, y repara en el castigo que da el Cielo a los que usurpan el hacienda a su dueño,pues quitándole el poder le obscurecen la estimación que merecía. Y para ejemplo procura saber la vida de Elio Seyano, valido de Tiberio, emperador romano, que, habiendo merecido estatuas y gobernado el Imperio, su ambición y soberbia le castigó la burla que de su príncipe hacía monstrándolev presagios tristes anunciadores de su muerte, y en breves horas el que mandaba a Roma y al mundo se vio arrastrar por sus calles y destruir sus estatuas, hallando en una, al irla a hacer pedazos para de su metal labrar instrumentos viles, dentro del hueco de la garganta un cordel, y del cuerpo salió una culebra: señales del juicio celestial, en que dice: Esto merece quien de su príncipe y señor hace burla, usurpándole la grandeza que merecía, sin reparar a lo que le obliga el nombre de valido, pues le dice: Mira que ese título te fuerza a llorar los trabajos de tu señor, que es el cargo que tienes, que balido es llanto, y el más sincero animal, símbolo de la inocencia, cuando le oprime el sentimiento bala, que en él es llorar, y así, el nombre de valido quiere decir sentimiento y lágrimas».
      Estas y otras liciones semejantes me decía, y cuando se quiso despedir de mi compañía,me dijo: «Juan, si acaso llegares a extremo de tomar estado de matrimonio, pues no sabes el bien o el mal que para ti está guardado, mira que la mujer es una joya que, aunque propria, se ha de guardar con recato, usando de ella con mucho amor, y se ha de manosear sin que falte algo de sospecha lícita dentro de tu pensamiento, pues hay algunas que, aunque las traten bien, se bastardean, perdiendo de su intrínseco valor, y muchas que, tratadas con poca estimación, se aburren y vienen a menos de lo que son, y así, el hombre avisado y cuerdo la ha de tratar con amor y caricia, sin fiarse de ella, como de enemigo que puede ofenderle si quiere; y en esto no me aparto de dar alabanza a la buena, llamando dichoso al que la tiene por consorte».
      Faltome en fin, pues no hay cosa que no le tenga en este mundo y dio fin a mi enseñanza dejándome, porque todos le dejaban, viéndole de extraña condición a la suya. Quedé segunda vez solo sin su compañía, pues ya le había cobrado amor como a quien procuraba mi enseño y darme a conocer la luz de la razón, que es parte que necesita de maestro, sólo el llorar se ejerce sin enseño, que es lo primero que se hace en naciendo: lición de la naturaleza en que representa los trabajos que nos esperan en el discurso de la vida.
      Apliqueme, con el conocimiento  que la edad me concedía, a recoger de encima de las mesas el sebo que dejaban las velas que ardían de noche, hacía con esto dos cosas: mi provecho y limpiar lo asqueroso que deja el sebo derretido. Pasé algún tiempo deste modo, hasta que un hombre que daba agua fresca por estos oficios, siendo el suyo aguador de un cántaro, reparando en que me lucía y pasaba la vida razonablemente, pareciéndole que la causa de mi lucimiento era el sebo que adquiría, por habérmelo visto vender algunas veces, se introdujo de aguador a medio bufón, que para serlo enteramente uno ha menester mucha gracia.
      Decía algunas chanzas, aplaudidas de muchos tontos que allí acuden, bellacos sólo para ejercer su oficio, pues la razón las más veces no es como se dice y es como suena, con que vino a dar gusto con sus mentiras y yo disgusto con mis verdades. Ofreciose a tomar la escoba y el cuchillo rabón, ejercíalo con más cuidado que yo, con que el cariño que me tenían se pasó a mirarme ya como cosa que enfadaba. ¡Oh vil novedad, lo que siempre has valido! El amor que hasta entonces había durado se trocó en amenazarme que, si no buscaba modo de vivir, me habían de meter en un calabozo y enviar me a servir al Rey.
      Apoderose de mis flacas fuerzas el temor (que donde hay resistencia de poca edad presto entra), con que, medroso, me ausenté una noche. Y pareciéndome mucha ingratitud tanta ausencia de donde me había criado, así que el día mostró sus luces me fui acercando a mis queridos lugares, aunque con harto miedo, cuando vi al que era causa de todo mi pesar que ya estaba usando mi oficio. Te prometo que me sobrevino una tristeza tan grande que me quedé como fuera de mis sentidos, en tal forma, que aun no determinaba si viviente o bulto de piedra era, hasta que llegó a mí una mujer que, como me vio suspenso tan de mañana, tirándome de un brazo, me dijo: «¿Qué haces aquí tan elevado, muchacho? ¿Buscas cornodidad?»
       Volví los ojos de una atención confusa en que los tenía y, aplicándolos a quien me había preguntado, vi era una mujer mal encarada,  revuelta en una capa parda, y del propio color una montera que la cubría, a quien, quitándome el sombrero, respondí que desacomodado estaba y buscaba a quién servir; perdóneme el ser varón que, turbando'mis ojos copiosas lágrimas, fue tanta la tristeza que me sobrevino, que apenas podía pronunciar palabra formada. Consolome diciendo: «¡Ea, que hombre de tan buena cara no dejará de hacerla como bueno! Vente conmigo, que yo te doy palabra de favorecerte si haces como debes».
      Seguila más contento que la pascua de Navidad, donde hay piñones y muchachos, y a poco espacio llegamos a su casa. ¡Oh poder inmenso! ¡Quién no hubiera nacido entonces o se quedara muerto así que fue lavado de su original culpa, para no llegar a ver al dueño de la casa! Quedeme inmóvil a la puerta sin saber qué hacerme, por haber conocido el sitio donde la fortuna me había arrojado, hasta que salió a la puerta el dueño a verrne, como le había
dicho la mujer que me llevaba consigo. ¡Mira qué haría yo cuando presente le vi, si ausente le temblaba! Díjome: «Entra, hijo». El nombre más tierno que crió naturaleza es; pero en la boca de este hombre todo fue horror y confusión para mí; él procuraba acariciarme, y yo toda el ansía que tenía' era por huir de su vista. Era, en fin, el que ejecuta  la justicia en los miserables que por sus pecados salen a vergüenza pública sentenciados a pena corporal.
      En estos lances me hallaba cuando Dios, que en las mayores necesidades acude a los suyos, acordándose de mí, me dio treguas con un profundo desmayo: alivio es el que falten los sentidos cuando hay penas en que ocuparlos. Y cuando volví en mí me hallé en casa de un santo sacerdote que, habiendo visto lo que había pasado, compadecido de mis pocos años, me llevó a su aposento; y, ya cobrado de aquel letargo en quien representa la muerte su poder, me dispuse para huir, a cuya diligencia me salió el sacerdote al paso, deteniéndome, que con poco trabajo lo consiguió; pues así que vi hábitos de San Pedro me consolé, diciendo entre mí: «Donde hay insignias de Pedro, poco poder tiene Malco».
      Sosegueme y preguntome la causa, y, sabida, me consoló dándome pan y un trago de vino con una reprehensión muy recia para mi poca edad, diciendo: «Para el hombre que nació de padres humildes y es dado a buenas costumbres hay en este lugar muchas ocasiones para comer y pasar; y para el que tiene valiente corazón hay en la campaña una pica o un mosquete, y para el sosegado hay un oficio, a gusto de la persona, en que emplear la primera
edad y hallarse en la crecida con qué ganar de comer: y para el que a nada de lo dicho se aplica hay otros ejercicios que, aunque no dan honra, no la quitan, ni estragan a nadie la calidad. Y así, busque su remedio, que no es razón que estando en edad para ello no lo haga».
      A los niños siempre los suena mal la reprehensión y más siendo dada detrás del agasajo: a mí se me añudó el pan en la garganta (aunque lo tenía harta gana) con las razones de mi consejero. Despedime, dándole palabra de tomar su consejo.
      Si el que promete la enmienda por miedo del castigo tuviera siempre el látigo a la vista, él se enmendara. Sale de la prisión en que la pena le tiene otro de quien era, y con la libertad vuelve a ser el que antes o peor.
      ¿Has visto el pececillo que enredado en el verde garlito de juncos lidió toda la noche en su obscura prisión sin poder conseguir la libertad, hasta que las luces del alba le enseñan puerto por donde librar la vida y, consiguiéndolo, huye de aquel calabozo sin parar en largo espacio? Así yo, que libre y en la calle me vi, todas se me hacían angostas, hasta que di en el campo, donde pasé aquel día pensando en mi fortuna. Llegando la noche con su acostumbrada tristeza, hallándome en aquella soledad sin saber adónde guiar mis pasos y pareciéndome que una noche comoquiera se pasa y en la edad nueva no se siente (pero siéntese en la madura), me arrimé a un ribazo con intento de quedarme allí aquella noche, cuando un pobre que descansaba el cuerpo sobre dos muletas, viéndome de aquel modo, me dijo: «¡Hombre! ¿Qué haces ahí? Mira que no es tiempo de quedarse en el campo». Y viendo que no le respondía, se acercó a mí y me conoció, y yo a él por cosario en Provincia.
        Preguntome que en aquel sitio qué hacía a tal hora, siendo mi habitanza en la confusión del mundo. Contele toda mi historia y hallé consuelo en él, pues, animándorne, dijo le siguiese, que él me llevaría donde me recogiese aquella noche y todas las que gustase.
      Seguile y me llevó a una casa cuyos dueños eran dos viejos, marido y mujer, que en el santo matrimonio habían vivido cincuenta años y más, de que tenían un hijo que primero lo había sido de mejores padres, pues le habían sacado de la casa donde llamaba padre a José; llamábanle hijo y él los obedecía como tal. Así que entré se arrimó a mí, como vio otro de su igual en edad, y empezó a cobrarme amor y yo a pagarle en la misma caricia, y a breve tiempo quedamos amigos, en tal grado, que no se hallaba el uno sin el otro. Faltaron los viejos porque les faltó la vida, dejándole por dueño de todo; hacíalo conmigo como si fuera su hermano; tenía ocho camas y todas se ocupaban, no faltaba con qué hacer trabajar a la sartén ni el de Alcorcón holgaba; y yo, aconsejado de mi padrino, el que me llevó a esta casa, me arrimé a la vida mendiga.
      Diéronme liciones entre él y otro compadre suyo, tullido de día y sano de noche; mi padrino era tuerto y tenía una pierna mala, que, en recogiéndose quedaba buena y su dueño con entera vista; las liciones fueron con una salutación a la edad, como si fuera en el gusto de alguno tener poca o mucha. Díjome el uno si sabría fingirme ciego. A quien respondí que por qué había de ser ingrato a Dios, habiéndome dado buena vista, dar a entender al mundo que era ciego; que no la admitía por ser lición nada sana. «Yo le daré dos muletas (dijo el otro), con que mi compadre salga a pagármelas, y hágase tullido».
      Tampoco me sonó bien, pues, usándolo, el continuarlo había de ser fuerza, y tal vez, ofreciéndose ocasión de huir de algún aprieto, había de quebrantar el precepto, y muchos no lo tendrían a milagro aunque yo dijese que lo era, siendo causa de perder el crédito para la limosna. El primero volvió a decir que con un casquete de pez, quitándome el pelo, pasaría plaza de tiñoso, y que me imitaría unas llagas para autoridad de pobre. A lo que respondí que hombre de pelo había de ser mientras tuviese vida. Enojáronse los dos y me dijeron que me fuese norabuena, pues no estimaba ni agradecía las liciones que me daban, que alguno diera por otras tantas medio año de limosnas; que buscase modo de vivir sin pedir con el tonillo que ellos, ni repitiese «llagas de Cristo» ni «pasos' de su pasión», y que era muy niño y bachiller.
      Yo, atento a todo, procuré por buenos medios el templar su enojo, a quien dije: «Señores, yo estimo sus liciones, pero no las admito, pues en ellas no me han de ganar; y así, no se cansen, que yo he de pedir con diferente modo que el que me enseñan, y con él me he de bandear sin pedirles nada; que yo no quiero sus consejos nada sanos, pues con ellos procuran enfermarme el cuerpo, al parecer, y que quede sin parecer el alma. Yo tengo de fingirme tonto, pues lo soy y no será novedad; y, en viendo la mía, yo sabré decir cuatro chanzas honestas, con su poco de equívoco, que por lo traidora es razón del uso; andaré desnudo, con que daré lástima a los que me vieren y a mí recuerdos de que nací así; y, en extendiéndose mi fama, he de traer criado conmigo para que recoja la limosna».
      Agradoles la chanza y me quedé con ella muchos días; y me fue tan bien, que mi fama se extendió en la corte, llamándome unos Juanillo el de Provincia, y otros, el de las verdades; y cree que siempre la he tratado, la profeso y la digo, aunque en muchas ocasiones me ha sido fuerza hacerla trocar la capa con la mentira para que algunos a quien fastidia la verdad me oyesen, aunque verdaderamente la mentira no tiene más paga que la burla, y la verdad la admiración. Se entiende viniendo como quien son; pero, trocando capas, todas pasan plaza de buena moneda en el oído del poco virtuoso, a quien suena bien la fábula y da asco la lición científica y enseñas de la verdad.
      A los que conocía yo de buen natural los decía la verdad desnuda, porque ya vía que agradaba a su oído; y a los que les hiere la verdad ella por ella, se la guarnecía con ribete de chanza, con que, no yendo en carnes, no ofendía al oído de los que tienen librado el gusto en la Repolista (que es un bufón desvergonzado que entretiene a muchos tontos en la corte), a quien solía yo decir: «Hartaos de mentiras, que podrá ser oír la verdad en el otro mundo, como decía Leónides Espartano a sus soldados: «Comed bien. Satisfaced esa hambre que os oprime, que podrá ser el ir a cenar a los infiernos». Bien conozco que todos cuantos siguen la verdad todos miran a un blanco; aunque vayan por diferentes caminos, todos se juntan a un fin; que como el que la crió es sólo un Dios, ella es siempre una, como lo confesó Hermágoras, de quien habla San Agustín: era gran filósofo, matemático y astrólogo; hacía burla de sus padres porque adoraban muchos dioses: «La verdad ha de ser siempre una, pues es siempre un Dios el que la crió».
      _Aunque se disfrace _dijo el cautivo _, no es posible el deslucirla de sus atributos, que son limpieza, pureza, valor, bondad y suavidad; y yo creo que el tiempo no sujeta a la verdad, que la verdad sujeta al tiempo.
      _Así es  _respondió Juanillo _, y el consejo del poderoso, si tiene algo de avariento, no lleva fundamentos de la verdad, porque de ordinario le mueve sólo su comodidad, con que hace verdadero el refrán de quien más tiene más quiere. A mí jamás me movió el interés más de hasta sustentar mi persona moderadamente, pues nunca he sabido qué es tener un real sobrado: y como hecho a estas humildes armas, no me inquieta la gula de la riqueza, que es un gusanillo que roe hasta el alma, y siempre he procurado huir de la mentira y de su hijo el engaño; y conozco que aun dicha forzosamente no lleva bríos de valor, y el mejor medio es no usada. Y el mayor castigo del mentiroso es que si alguna vez quiere decir verdad, no es creída por tal de quien le conoce y escucha; porque el que está habituado a mentir nunca sale de aquel trato, y, conocido por tal, no le dan asiento entre hombres de razón, pues no sirve de otra cosa que de inficionar, como apestado. Pero cree que está el mundo de tal data, que no quiere ni consiente carda, por andarse en el cerro de la mentira.
      _¡Oh árbol de la vida! _dijo el cautivo _. Si por traer las raíces al revés de los otros árboles, quieres andarlo, mal haces. Habiéndote dado Dios cinco sentidos y tres potencias, guárdate del fuego que, como árbol, te puede quemar, que no eres de la madera del árbol Laix, a quien el fuego no ofende, que tú eres un árbol sujeto a cuantos trabajos hay pensados en el mundo, y siendo tan cierto, tan cierto es el olvido en ti.
      _¡Qué bien dices! _dijo Juanillo _; que en los animales podía notar los realces de grandeza que tiene a todos, pues el más prudente es el elefante, que aprende lo bueno o malo que el maestro le enseña, y con el pie dicen haber escrito letras formadas en el arena; más discurso tiene el hombre, pues es el maestro ya quien se sujeta el elefante, y no aprende lo que le enseña el maestro que por suyo señaló Dios en un confesionario, en un púlpito y otros lugares. El caballo es el más noble de los animales, y su madre tiene cuidado, para quererle y criarle, el comerle, así que nace, la carne que saca en la frente; y al hombre, sin tener que dar a Dios más de una mala correspondencia, le está queriendo y criando, siendo la mejor obra de sus santísimas manos. El perro es el animal de más memoria que hay,
y en conocimiento excede a muchos, pues conoce a todos los que le hacen bien y llora por el que más bien le hace; si le pierde (como cuentan muchas historias), conoce el camino pasándole una vez y sabe huir del mal paso y el mal hombre no paga ni agradece a Dios los beneficios que dél recibe, ni se aparta del camino que le aparta de Dios, ni llora, aunque le pierde. El lobo tiene la grandeza de lo reluciente de los ojos y su cabeza es contra los hechizos, mejores ojos tiene el hombre, pues parecen dos hermosísimos luceros del cielo, y no tiene cosa que sirva para alivio de su prójimo, pues sólo su provecho le mueve. El ciervo tiene aquel conocimiento de la yerba siselis, con que las mujeres mitigan los dolores del parto comiéndola cuando vírgenes; el hombre conoce cuantas yerbas odoríferas y salutíferas hay en el mundo, sin pagar el enseño a quien tanto le costó su doctrina, y, siendo malo, hasta el alma de los que con él tratan inficiona. El oso se sustenta los inviernos de el humor de sus manos, y el hombre de tan ricos y sustanciales alimentos como produce el aire, el mar y la tierra, sin desvelarse en dar gracias a su Criador. El toro sólo
fue un tiempo estimado entre los romanos, y el hombre sabio lo es en todo el mundo. El animal más venerado de los españoles es el león; y el hombre cuerdo, tenido y venerado de todos los vivientes; y con tantas partes tan superiores a los animales, da en pago una continua ingratitud, sin acordarse de las obligaciones de cristiano, amando a la mentira y el engaño; y mandando Dios que ampare a su prójimo, en lugar de hacerla, le pone el pie para que caiga. ¡Oh culebra vil e inútil, que arrastrando andas por encima de tu mismo pecado, sin dar la mano a la razón para que, sirviéndote de muleta, te levante del engaño en que estás! Si el castigo del mentiroso fuera como el de la atrevida abeja, que pica y el atrevimiento la cuesta la vida, él se apartara de su daño.
      En fin, volviendo a mi historia, no hay cosa estable en este mundo, pues lo que hoy es cuerpo viviente, mañana es frío cadáver. Enfadome el mendigar con tanta salud, y, aconsejado de un religioso a quien yo acudía y de quien siempre he recibido buenos consejos, dejé la vida poltrona asistiendo en su convento, donde hoy estoy sirviendo, sin que me falte cosa de lo necesario para alentar" la vida, que es la que te he contado.
      _ Muy agradecido me confieso _dijo el cautivo _a la merced que de ti he recibido en haber contado tu vida; que de verdad que tiene que dar muchas gracias a Dios el que criándose sin padres ni maestro sale virtuoso, y en particular el que ha corrido siempre fortuna de pobre. Y porque ya es tarde y el cuerpo miserable pide descanso, dejo de contarte mi peregrina historia; pero lo ofrezco para la primera ocasión. Sólo te digo que mi nombre es Onofre, mi patria Nápoles; y te suplico que por la mañana vengas, para que, como hijo del lugar, me le enseñes, con las cosas más notables que en él pasan; que pues confiesas no moverte el interés, yo te ofrezco el agradecimiento.
       A quien Juanillo ofreció de servirle, y, despedidos, se recogieron.

DISCURSO SEGUNDO

N

o apenas mostraba el día sus deseadas luces, pues solo las muestra o manifiesta entre penas a aquel que las aguarda para ofensas de Dios, sirviéndole de letargo mortal lo que por alivio le envía el Autor de todo. Mostrolas  entre alegres endechas de diversas aves, con cuya sonora armonía alaban a su Criador, cuando
llamó a la puerta de la posada de Onofre Juanillo, a quien halló vestido, que a quien siguen cuidados poco acompaña el descanso. Diéronse los buenos días y, después de preguntarse cómo habían pasado la noche, y respondídose cortésmente, dijo Juanillo así:
      _Pues Dios ha sido servido que veamos la luz del día habiendo pasado la obscura tiniebla aquella que con su manto nos enluta las luces que nos alientan (con que nos da liciones para morir, pues cada día tiene fin, sin reservarse el más festivo o lucido del año, imitando la triste muerte a la fría noche, pues, atrevida, acaba la vida más descansada y la edad más robusta, hilando siempre el estambre sutil de nuestra vida la parca Cloto, Laquíes Ia tuerce y Atropos la corta. ¡Oh corta vida del hombre, pues sin hora de descanso pasas la carrera, sin poder volver atrás un paso!), razón será que, desterrando la pereza, nos encaminemos adonde con quietud oigamos misa, y, si te parece, sea en la casa de la milagrosa Virgen de las Mercedes, pues es a quien debes el buen suceso de tu libertad, que allí hay gran quietud, que es la parte que más conviene para contemplar tal misterio.
      _Contento soy _dijo Onofre_: bien puedes guiar donde quisieres, que desde luego te doy palabra de obedecerte en todo.
     Fueron, y a breve instancia llegaron al religiosísimo convento de la redentora María, en cuyo altar mayor hicieron oración, pasando al milagroso santuario de aquella hermosísima Aurora, que desde el seno del Padre fue enviada para ser madre de Dios con el privilegio de concebida en gracia y en gloria: dádiva de su amado Hijo, como quien pudo y quiso. Y así que entraron en la capilla cuyo título es Remedios del hombre, salió misa, que oyeron con grande quietud, hasta que copioso número de hombres y mujeres se llegaron a la santa comunión, que duró el darla largo espacio, de lo que Onofre estaba absorto y elevado viendo tantas almas arrepentidas junto a su Dios, pues con amor le recogían en sus entrañas. Acabose la misa y, saliendo a la calle, preguntó Onofre a Juanillo si era continuo el comulgar tanta gente. A lo que respondió:
      _Sí, y dura el tiempo que las misas, que será hasta las dos del día, y no es sólo en esta capilla, que hay en Madrid muchos santuarios donde es lo mismo.
      Onofre no cesaba de dar gracias a Dios diciendo: «Señor, tantas almas buenas son causa sin duda que nos consintáis a tantos malos como somos en este mundo».
      Perturbolos la contemplación una tropa de pobres que iban a todo correr, y habiendo Onofre reparado en sus achaques (que después de colmada edad había tullidos, mancos y otros con plagas bastantes para pedir limosna), reparó en otra cantidad de mujeres, asimismo pobres, con las ruinas que la edad y la necesidad traen. Preguntó a Juanillo la causa de ir separados unos de otros y dónde tan apriesa. A lo que respondió:
      _Éstos van con la bulla que ves por conseguir el coger limosna de dos o tres casas, y el ir apartados hombres de mujeres es que en algunas casas de señores donde dan limosna gustan que el rato que aguardan sea no estando juntos, por que la ociosidad no tome ocasiones, y así, dan en unas  casas la Iimosna a hombres y en otras a mujeres. Y yo me conformo con el buen gusto, pues, aunque pobres, también son de la culpable materia que los ricos; aunque algunos creo que extrañan esta verdad, pues en viendo a un pobre huyen de él como de una fiera, siendo quien por un ochavo se ofrece a ser abogado ante el tribunal de Dios.¡Qué de cosas consigue el que da limosna al necesitado!, pues, viéndose socorrido, dice, penetrando con aquella humilde vista las celestes esferas: «¡Dios te dé que dar, dándote de sus bienes!» El que lo ve o lo sabe esparce fama, pues con amor le alaba de caritativo y limosnero. Dios, que todo lo alcanza, le señala premio, porque parte con el mendigo el hacienda que le dio en administración. ¡Oh grandeza de la limosna dada con amor! Que no es razón darla con desagrado al que, necesitado, la pide; que harta vergüenza gasta, y bien propia, a trueco de sufrimiento ajeno. y no serán estos pobres solos_prosiguió Juanillo_, que por otras calles irán muchos más. Y éstos son pobres que no perecen porque piden públicamente, pero ¡cuántos necesitados habrá de puerta adentro, con muchos hijos, sin tener pan que darles!
      _Tal creo _dijo Onofre _; pero no morirán de hambre, que tienen gran Dios que los socorra.
      _Así es  _respondió Juanillo _. Y para que alabes su grandeza y por el camino que cuida de sus ovejas el Pastor celestial, escucha:
      Sale de la casa de un hombre poderoso una criada en busca de lumbre y pasa cuatro puertas de la suya. Vive en la que llega a llamar una pobre viuda con seis hijos: allí va a buscar lumbre donde no ha ido jamás y casi en jamás se enciende, allí la guía Dios. Llama a la puerta y pregunta: «¿Hay lumbre?» Conócela la mujer en la voz y con eco afable la responde que no. No lo oye la moza y entra dentro: la buena mujer la recibe como a cosas de la casa de un poderoso (que amor, rendimiento y agasajo siempre sobra donde sobra necesidad); la moza la mira el rostro pálido (lo que un pobre trapo que sirve de toca concede que se vea); vuelve la vista a un lado y ve entre una muy remendada manta seis criaturas, a quien, por tapar mal la poca ropa, manifiestan harto trabajosas camisas; uno llora, otro se va enterneciendo como ve llorar," el más pequeño pide pan, otro pide agua, otro dice que le vistan y el mayor, con algún discurso, Ies  dice que callen y no sean cansados.
      La madre enjuga con la toca las lágrimas que el sentimiento ha traído a sus ojos y dice:«Déjalos a los pobres, que no se han desayunado desde ayer mañana».
      La moza que por lumbre había ido se enternece y queda como absorta; mira a todas partes, y cuanto ve todo es pobreza; vuelve el rostro por que no vean su sentimiento y enjúgale en el revés de la basquiña; sálese triste, sin pedir lumbre, y sin ella se va a su casa. Vela su ama, que aguardándola está para hacer chocolate; dícela: «¿Cómo no traes la lumbre?» La moza no acierta a responder; mírala su señora el rostro, vele lloroso: pregúntala qué tiene o quién la ha ofendido, qué la falta, que cómo habiendo salido bien alegre vuelve tan triste, que la saque de dudas y la responda. La moza, impedida de un sollozo negándola el paso a la respiración, forma medias palabras, y a partes iguales, ojos y lengua, cuentan la miseria que en aquella casa hay y la necesidad que padece.
      La señora, llena de piedad, agradece lo compasivo de su criada y dícela: «Si tú, a quien no acompaña tanto discurso como a otros, sientes tan entrañablemente la miseria del pobre, ¿cómo mi corazón no se deshace en lágrimas y te acompaña? Y pues me has dado en qué merecer con Dios y poder emplearme en un acto tan agradable a sus ojos, socorrer quiero esa mujer pobre, que bien tengo entendido que es una viuda recogida y virtuosa; y así dueña te hago de cuanto hay en casa: alienta su pobreza, y ten cuidado cada día de hacerla, pues Dios ha dado con qué».   La moza desde aquel día, nada perezosa, se convierte en ángel y cuida de aquella Daniel metida en un lago de miserias rodeada de seis leones, llevándola el sustento.
      ¡Mira por el camino que Dios envió a esta pobre qué comer! Pues bien puedes creer que pasa en este lugar esto y mucho más. Y también hay algunos que pueden hacer limosnas y no saben que tal se usa en el mundo, antes sirven de quitar el sustento al desvalido, en lugar de dárselo. Y pasan a más; que lo mismo que los sirve para anhelar, también se lo quitan o encarecen.
      La bien gobernada república de abejas cría entre sí un animalejo parecido a ellas en lo que la vista registra: llámase zángano, susténtase con el trabajo de la pobre abeja gastando del licor que su afán cría, pues come la miel y la cera, sirviendo solamente de estorbo y de inquietud, sin dar provecho alguno. Y aun no se contenta su ambición: que cuando salen las abejas a buscar qué comer va con ellas y es el que se come las flores más copiosas y altas, sin dejarlas cosa buena; hasta en la comida pone carestía, que no se contenta con quitarlas el sudor y aliento con que afanan, siendo su estorbo y su inquietud y apurándolas el caudal, que también las quita lo que las sirve de aliento. ¡Oh zángano con quien hablo, que no quieres conocer la pobreza de esa abeja teniendo en tu casa, donde habitas, mucho más de lo que has menester, y allí te ha dado Dios con medida colmada los haberes del siglo! Conténtate con eso y deja al pobre que aliente su penosa vida, pues con ella está gustoso aunque no sale de trabajos; no le quites lo que le alienta, que le cuesta gotas de sangre. Y si no quieres cesar hasta ver acabada esa higa que contemplas en el
mísero, mira que una que cuesta dos cuartos suele librar de mal ojo al que la trae; compra tú las alabanzas de un pobre por dos maravedís, que en tal ocasión lo harás que te sirva de guarda para no caer en las llamas eternas.
      Escucha: oirás lamentar al pobre y verás cómo Dios cuida de lo que tú habías de hacer con la hacienda que te dio; no te hagas malquisto con tu Criador, abre los ojos y presta el oído, que si no lo haces te diré que aun eres peor que el áspid, pues para no oír a quien le quiere encantar cose el un oído con la tierra y el otro tapa con la cola; pero hácelo por librar la vida de los que procuran que salga de la cueva para matarle: pero tú tapas los oídos con los entretenimientos por no escuchar las lástima s, y cierras los ojos por no ver al que representa a Dios cuando andaba en el mundo, pues pobre fue desde que nació en un pobre albergue hasta que murió en un desierto, siendo enterrado de la misericordia.
      Mira que el áspid por defender la cabeza opone al riesgo todo el cuerpo, y tú opones toda el alma para defender la hacienda. Y si no te mueve lo dicho para que la conmiseración te ablande, mira que de Amasis cuentan que, viendo llevar a morir a un solo hijo que tenía, no lloró ni mostró sentimiento alguno, y lloró muy tiernas lágrimas viendo pedir limosna a un amigo suyo: compadécete tú de ver entre miserias y aflicciones al pobre, que puede ser que sea indigno del estado que tiene y tú del que gozas. Limpia la cera del oído, desembarázale, déjale sincero y entonces escucha: «¡Ay (dice el pobre al amanecer), si Dios me dará en qué ganar un pedazo de pan para mis hijos!». «¡Ay (dice a mediodía), hijos queridos! Tomad ese pobre sustento que vuestro padre ha adquirido». Saca de un paño blanco y roto dos cuartos de morcillas de carnero y un panecillo; enternécese y con la capa se limpia los ojos; mírale su esposa y dice entre sí: «Corazón mío, ¿de qué metal eres hecho, que viendo aquellas lágrimas de sangre blanca tú no las viertes de sangre colorada?» Surten tantas a sus ojos que tal vez las niega el paso el penoso sollozo; el pobre marido, que a su pena había menester quien le ofreciese alivios, es quien ha menester consolar a su mujer: ásela las manos, llégala a sí y abrázala, diciendo: «Pasa ese corazón con el mío, amada esposa, para que yo sea solo el que sienta por los dos». A este paso atentos, cuatro hijos queridos y bien doctrinados forman una capilla de tristes voces, y, de verlass llorar, ya sus padres procuran el consuelo por aplacar su llanto. Uno dice: «¡Madre mía de mi corazón!»: otro: «¡Padre de mis entrañas!», otro, chiquito, de ver llorar a sus hermanos, ya se enternece y suspira. Llamad, niños, al Padre del alma, que es el interior y es poderoso, que el padre exterior no puede más.
      A tantas lágrimas, a tantos suspiros, a tanta aflicción y a tanta pobreza, ¿quién será quien socorra? ¿El rico, el próspero, el que tiene más de lo que ha menester? No. Pues ¿quién? Dios, por medio de la misma pobreza. Cuida del vil gusano, del bruto, del ave y del pez, y ¿se había de olvidar de su imagen y semejanza, que es el hombre? No cabe en Dios la dureza que en el mortal.
     Llama a la puerta un religioso capuchino y dice: «¿Hay un huevo para los pobres enfermos?». Recoge el llanto la mujer y sale a responder, no tan enjutas las lágrimas que el religioso no conozca su tristeza. «¿Qué tiene? (la pregunta) ¿Qué la aflige? No me niegue la verdad». Surten otra vez a sus ojos copiosas lágrimas (que es propio en el triste el aumentar el llanto la vista de quien le puede remediar). Vuelve a sacudir el sollozo, sin poder pronunciar más palabras que: «Mi marido, mis hijos, yo: todo pobreza». No la consiente la pena que diga más, y sin más preguntar entra dentro el religioso, guiado de la misericordia de Dios, donde ve llanto de inocentes y amor de piadosos. Enternécese también, confórtase con brevedad y empieza a consolar. «¡No hay más, hijos! ¡Ea, desechen':"
la tristeza, que Dios que lo ve lo remediarál». Oye su afán de la boca del hombre, que entre sus colmadas penas ya siente alegría con sólo ver aquel saco de sayal, tan amoroso a los ojos de Dios por ser insignia del más humilde pobre. Saca el religioso de las mangas cuatro panecillos y de una cesta media docena de huevos, dáselo y dice: «Hermano, Dios se lo da. Acuda a la portería de mi convento cada mañana, que yo tendré cuidado de socorrerle con lo que pudiere». Agradecido el hombre, le ase las mangas y en ellas refresca la boca y los ojos.Él se despide dando a cada muchacho cuatro pasas, con que quedan contentos, y al salir de la puerta la da a la mujer un papelillo, ella creyendo que es algún Jesús, le mete en el pecho.
      Vase el religioso y ellos quedan con un consuelo tan interior que, llenos de gozo, no hacen más de mirarse el uno al otro. Llégase uno de los muchachos a la madre y, como la vio dar el papelillo, la dice: «A ver qué es, madre mía». Ella saca el papel, extiéndele los dobleces y ve que tiene más letras de las que imaginó, dásele al marido para que le lea, ve que es libranza en que dice la providencia de Dios: «Dé el síndico de este convento de San Antonio treinta reales al portador». Ya el gozo en estos pobres encubiertos pasa de gozo, pues enmudecen conociendo que Dios ha sido el que ha socorrido su tristeza. Vase el hombre a su afán y la mujer sale en busca de quien la ha de pagar el papel: hállale con brevedad y con un senblante de gozo la despacha con su dinero.
      ¡Abre los ojos, rico miserable, pues has escuchado el llanto del pobre y ves cómo a tus descuidos se desvela el mismo Dios para cuidar de lo que a ti te tocaba de derecho con el hacienda que te dio!
      _Perdona, Onofre _prosiguió Juanillo_, si te he cansado; que en llegando a estos lances, como pobre, aunque se enternece el alma, el corazón me ofrece alientos para decir lo que pasa en Madrid tan verdaderamente como lo has oído.
      _Antes te confieso _dijo Onofre _ que gusto tanto de oírte que lo hiciera continuamente, pues a tus razones cualquier pecho cristiano debe atender; y así, prosigue, si tienes más que decir, pues todo lo que pasa en este lugar de tan gran confusión no se puede ver, y para saberlo necesito de tu buen discurso.
      _Siendo eso así _prosiguió Juanillo _, pues has oído del modo que pasa la vida el pobre, oye de la forma que la goza el rico:
      «¿Qué tiempo hace?», pregunta el poderoso por la mañana. Responde un criado: «Triste hace el día y está lloviendo». Bien responde este criado: triste y llorando está el día. Poderoso, abre los ojos del entendimiento y verás cómo cesa el tiempo de arrojar lágrimas para que lluevan tus ojos. Manda que cierren las ventanas y que le traigan chocolate. Vase levantando abriendo más boca que la tarasca. Salta de la cama y ya le espera un criado, ocupadas las manos con unas chancletas de terciopelo; póneselas en los pies y otro criado le echa en los hombros una capa de grana y pone en la cabeza una gorra de felpa. Siéntase cerca de la cama junto a un brasero de lumbre, no porque siente frío, pero basta el que ha oído decir que le hace. Vase calzando, entra el chocolate, tómalo y acábase de vestir.
      Manda poner el coche, vase a misa porque es día que obliga; esto hace si no hay oratorio en casa, que en Madrid ya hay tantos como poderosos. Procura oír la más breve y da vuelta a casa. Pide, de almorzar, algo ligero por que no se le estrague la gana para el mediodía, porque sólo está pensando en que ha de comer mucho. Sácanle una conserva, toma dos bocados y parécele que se le han abierto las ganas, con que dice que le saquen algo de más jugo y tráenle una polla de leche, come las pechugas y la rabadilla, va pellizcando lo más tostado y poco a poco la deja esqueleto. Manda quitar la mesa y sobre el brazo de una silla donde está sentado se recuesta; a breve rato pide un libro entretenido, dánsele, lee breve y manda que le toquen un instrumento. En estos lances llega la hora de el comer: llámanle a la mesa, donde le esperan diversas viandas; come de todas, sin reservar principios ni postres. Levántase murmurando entre dientes de un palillo que le escarba las encías (sin hacer caso de lo que le escarba la conciencia), y pregunta qué comedia hacen; dícenselo y responde: «Mal título tiene, pero no hace tiempo para otro entretenimiento». Vase a ella, verla representar en compañía de otro de su misma posibilidad, y si no le gusta mucho se sale a la segunda jornada, alborotando para ello la gente del patio. Van a casa (si antes no se van adonde Venus convida con su plato), pónense a jugar hasta la media noche y de cuando en cuando piden de beber con sus bizcochos de canela. Dice el uno: «Esta vida no se puede llevar: hace un tiempo tan encogido que no sabe un hombre qué hacerse sin poder salir a espaciarse». El otro dice: «Mortal estoy en tales días, sin poder ir a buscar un entretenimiento». Éste se debe de sentir inmortal lo más del año, pues dice que está mortal en días tristes no más. ¡Oh, qué ajeno está de la razón el que en sólo un día dice verdad, sin hacer reparo que el mismo tiempo esconde sus luces por no ver las demasías que hace el hombre! ¡Qué vida pasarán estos que tienen bienes en días alegres y espaciosos si en los tristes y encogidos, pasando la que he dicho, les parece penosa!, y puede ser que los pariese su madre sobre una alfombra de malvas y recogiese en harto pobres pañales. La cosa más amada y aborrecida que hay es la pobreza; todos la alaban, y con razón deben hacerlo, pero nadie la busca ni procura; que el poderoso no la alaba
para propia, que bajarse de aquel lugar en que le tiene la fortuna no le está bien ni es consejo sano para él; pero, pues ama a la pobreza porque Dios la amó, se acuerde del pobre, a quien suele probar la paciencia el corto poder; y repare que tiene la fortuna muchas mudanzas, y que el capitán Belisario, después de haber vencido a los persas en el Oriente, a los godos en Italia y los vándalos en África, dando todas estas victorias al emperador ]ustiniano, el mundo le pagó por una libranza de la envidia y le sacó los ojos, viniendo a tan miserable estado que su albergue era una pobre cabaña de pastores, de donde salía a pedir limosna para alimentar la triste vida. Nadie confíe en que tiene; obre bien, que no hay mayor seguridad ni vida más descansada, y tenga por cierto que el caritativo y piadoso (que siempre anda lo uno con lo otro), si se emplea en el socorro del necesitado, es como la luz que, hermosa y caudalosa, llegan a ella otras que necesitan de resplandor, y, pródiga, da su caudal a los mendigos necesitados sin que en ella se conozca falta alguna, antes más copiosa mientras más da.
      Estos ricos, para el adorno personal no dejan terciopelo rizo ni liso, felpa, chamelote, tafetán ni raso, que todo lo arrastran, y aun inventan otras telas; medias de pelo y de arrugar, las bastantes; zapatos, los que sobran; sombreros de castor, más de uno; ropa blanca, mucha, que no hacen otra cosa las doncellas de casa. Deste modo viven, no como un hombre deste lugar, que yo conozco, mozo, rico y soltero, que habiéndome enseñado su casa y después del adorno, que era bueno y curioso, habiéndosele alabado, me dijo: «Lo mejor falta que veas», y sacó de debajo de la cama un ataúd, dado triste color, y dentro délla mortaja, atada con un cordel de esparto; y viendo alguna suspensión en mí, me dijo: «Más cierta es esta alhaja que cuantas has visto; mortal soy; sé que me he de morir, y para que no se me olvide tengo debajo del lecho donde descanso este despertador. Esto es en cuanto a la verdad de la muerte; en la posibilidad de todo lo que adquiero son dueños de la mitad los pobres; en cuanto a otras obras, quédese a Dios».
      Esto me dijo, y yo digo ahora que esta vida es como la flor del amaranto, que jamás se marchita. Más da que hacer el pobre en su casa; pero ¿qué pobre hay que no enfade, estorbe y canse si le oprime la necesidad? Cada noche ha menester su mujer dos cuartos de hilo para remendarle el hato; toma la camisa y, más que el veda rota, la aburre y consume no tener remiendos para ella, obligándola la fuerza de la necesidad a cercenar las faldas para acudir al cuerpo; si ase los calzones (que parecen, salpicados de diferentes remiendos, papagayos en muda), los tiene en pie volviéndolos lo de atrás adelante. Las mangas vestideras, que asidas a un miserable jubón de gamuzas andan, son de fustán, bien parecidas a los calzones en lo trabajoso. La ropilla, sin mangas,  que perdidas se han deshecho a puras peticiones de los zaragüelles. La capa, muy alcuza, que también ha entrado en las sisas de tantos remiendos como se han ofrecido para socorrer la necesidad del vestido.
      El sombrero, como los zapatos: que a puro limpiados ya no tienen color. Las medias han sido parte para haber hecho a su mujer maestra de coger puntos,  y con toda esta miseria se holgara de tener qué comer para él y su mujer.
      ¡Dios justo y santo!  Que haya hombres a quien diste hacienda sobrada que no reparen en la mujer que no sale a misa por no tener manto y en la que por ser vergonzante aguarda a que la noche la ampare para salir a buscar un pedazo de pan, y la que para dar de comer a sus hijos va al matadero y aguarda a que arrojen unos desperdicios de los vientres para cogerlos y con ellos sustentarse, y que todas estas que digo también tuvieron bienes y ya no quedó ni aun señales de que hubo; sólo quedó la puerta que la vil necesidad abre para que la virtud se vaya, y sólo al que puede se le concede cerrar esta puerta, que tan olvidada tiene! Pero ¿qué mucho, si los tiene turbada la vista tanto entretenimiento como inventa su poder?
      Estos zánganos aun no se contentan con hacerse ciegos y sordos a las tristes y necesitadas quejas del pobre, que también procuran quitados lo poco que tienen.
      Vive cerca de la casa de un poderoso un pobre, en una casilla que fue de sus abuelos y siempre la reserva de las ocasiones de la necesidad, temblando de que si la vende se acabará el dinero que le dieren por ella y se hallará sin casa y pobre como siempre. El poderoso no cabe en la que vive, y, para ensancharse, por medio de un criado suyo y amigo de el pobre, le envía a decir que le venda la casa; responde que, aunque su necesidad es grande, pues los más días no tiene qué comer, que no se determina por el presente a enajenarla, que antes pedirá por Dios un pedazo de pan. El poderoso, que tal oye, le parece grande atrevimiento el que el pobre ha tenido en no haberle obedecido y, más furioso que sierpe herida, promete en su corazón el darle mala vecindad para que se vaya aburriendo. Cáese en estos lances una tapia que dividía las dos casas, con que el pobre parece que ha estado toda la vida en lo profundo de las minas del azogue, según tiembla, porque no tiene con qué levantar la parte que le toca. La tapia primero temblaría que se cayese y ya tiembla este pobre: a él le harán caer.
      El rico le envía a decir que mire que es menester abrir zanjas y sacar cimientos y levantar rafas de ladrillo, que es decente para la guarda de su casa y hacienda que busque dinero, y que si no lo hace con brevedad le echará de la casa por justicia, porque está por su lado muy a riesgo su hacienda. El pobre responde que por su casa no le faltará nada y que él no ha menester tanto gasto, que con un cimiento de piedra aguja, como ella tenía, y una rafa de yeso tiene harto. El rico se enoja y le amenaza. Busca un albañil conocido y un ministro que lo sea también (que de la parte del rico nunca faltan cirineos). Dicen al pobre que mire que es menester levantar aquella tapia o que dé fianzas de seguridad a la hacienda de su vecino. Él, que tal oye, se pone más triste que la noche; dice que le den tiempo para buscar dinero sobre la casa, por no tener otra prenda, a lo que le responden que buen espacio busca, que procure modo más breve, porque a otro día sin dilación alguna se ha de empezar. El pobre no sabe qué responder; quédase confuso, mirándolos como quien dice: «Socorredme por pobre». A esotra puerta, que ésa no se abre.
      El maestro, como le ve confuso, le dice que mejor le ha de estar venderla, y pues tiene tan buena ocasión, que hace mal en no gozarla, porque la medianería le ha de costar mucho; que tome su consejo, que él se ofrece de hacer sus partes en la tasación. El pobre, que tal oye y se ve sin consejo más de aquel que le dan y que todos son de parte de que la venda, se determina a ello: tratan de concierto, ajústase, danle su dinero y échanle en la calle. Busca casa de alquiler; mírase triste fuera del rincón donde nació y llamaba suyo. Hállase embarazado con el dinero y, temeroso de no gastarlo o que se le baje, busca donde ponerlo a ganar; halla con brevedad un enredador que le carea con otro (que de ordinario el malo trae otros tales por segundas personas); dícele que don Fulano es hombre hacendado y de mucho caudal, a quien podrá dar aquella cantidad. El pobre con facilidad da crédito a todo porque le parece que como él es hombre llano y sincero todos lo serán. Entrega  su dinero, hácenle escritura de a tanto por ciento y de su misma hacienda le dan medio año adelantado de réditos; cree que le han dado algo; pasa el primer mes, y al segundo ya se ha levantado el enredador con el hacienda de este pobre y otros.
      ¡Mira la obra que hizo el zángano poderoso a la cuitada abeja en quitarla la casa, sin reparar que en siete pies de tierra ha de estar hasta el fin del mundo, y para cuatro días que tiene de vida le parece poca la capacidad que pisa, quitándole para ensancharse la humilde choza al mísero y pobre viviente!
      Es la carcoma un gusanillo pequeño pero muy ambicioso: no se contenta con poco, hállase con mucho y todo lo pierde. Arrímase a un árbol grande, hermoso y pomposo con intento de buscar donde recogerse, y al pie de su edificio empieza a roer hasta que cabe su cuerpo. Hállase bien en casa que llama propia, parécele que la comida no ha de faltar, cree que el tiempo no le ha de ofender y no se acuerda que hay fin. Y aún no está contento; que como va creciendo su soberbia ya no cabe en aquel aposento y procura roer más y más en el corazón del árbol, labrando salas y recibimientos muy de su gusto, hasta que a puro roer al árbol le seca y quita la vida. Repara en él el labrador que busca leña y como le ve tan sin jugo de virtud le corta para entregarle al fuego, donde con toda su hacienda muere la ambiciosa carcoma. Guárdese el que con hacienda mal adquirida labra palacios, que puede ser faltar el brío que le alienta y llegar Atrapos con su cortadera y derribarle. Pida a Dios, arrepentido antes que falte el tiempo, que este labrador que no reserva árbol, por más grande y copetudo que sea, que no le corte para entregarle al fuego eterno. ¿Quién es el que verdaderamente se puede llamar rico? preguntó un discípulo a su maestro, y respondiole que aquel que, humilde, estando próspero en los bienes del mundo se tenía en poco, siendo de otros tenido en mucho. Y añadió: «Aquel que se templa por sí solo cuando está más airado». Un poeta dijo que los bienes de este mundo eran todos como el vuelo del águila, que apenas le empieza cuando se desaparece. El obrar bien es lo más durable, y el acudir al pobre es el oro que resplandece en las armas del noble, que el pobre todo su caudal se convierte en imaginados deseos, y el caudal del rico son los cumplimientos de sus apetitos, pero el pobre deseando y el rico ejecutando tienen a quien temer) que es la muerte.

DISCURSO TERCERO

 E

n  los oídos del piadoso siempre suena bien la conversación que sólo se endereza para consuelo del pobre, ejercicio honesto es hablar en la caridad y aumentos espirituales y temporales del prójimo, y de hombre de sano juicio es dar lición de virtud, en particular al que carece de ella. Y así, todo cuanto he oído, amigo _dijo Onofre _, ha hecho en mis oídos muy gustoso ruido. Bien se conoce que tienes experiencia en lo que has dicho, pues lo cuentas como aquel  a quien puede haber sucedido.
      _Ya te he contado _respondió Juanillo_ cómo siempre he sido pobre, y así, como tal, te confieso que puede ser, pues los trabajos nunca huyen del mísero en bienes de fortuna, pero cree que pasa en este lugar lo que te he contado y aun mucho más. Y pues el día va manifestando su edad y el sol descubre sus luces a la tierra, con que la fertiliza y alienta, guiemos por esta calle arriba: saldremos a la Plaza Mayor y verás cómo va empezando su confusión, que después que alabes su hermosa planta harás reparo en lo que encierra de mantenimientos: que no es el menor bien de una república tener rey justo y piadoso, juez entendido, gobernador desinteresado y plaza abastecida. Pasaron la Puerta Cerrada y subieron la escalera de piedra de la Cava, dando en el portal de los Pañeros, en cuyo sitio hizo reparo Onofre preguntando a Juanillo qué tiendas eran aquéllas, que le admiraba lo adornado y compuesto de sus telas. A lo que Juanillo respondió:
      _Todas éstas, y más que haya la vuelta, son de mercaderes de paños, y yo me acuerdo, y no soy muy viejo, cuando en cada poste de éstos había otra tienda de medias de cordellate de todos colores, y algunas que había de regalo, eran de estameña, y todas se vendían, porque las compraban las mozas de servicio: y ya es mercadería que sin premática se arrinconó su traje, como el de los cuellos y los guardainfantes en este tiempo, pues no hay zarrapastrosa que no haya condenado a destruición las faldillas del jubón, quitasol del guardainfante, sólo por ir hecha toda ella una francesa o gruesa de agujetas, pues más parecen señuelos de la paranza del pecado que trajes decentes.
      _Pues dime _preguntó Onofre _: ¿no hay ya quien sirva? O ¿qué es la causa?
      _Más mozas hay hoy que jamás _replicó Juanillo_¡Y no falta a quien servir, pues no hay verdulera ni carnicera que no use y quiera criadas. No consiste en eso; y si lo quieres saber, escucha, pues no te cansan mis razones: Está ya tan perdido el mundo, y en particular este lugar, que las que en el tiempo de marras eran mozas de servicio ya son damas en esta edad usando el traje que te diré, que es harto indecente; pero muchas que le usan y sirven me dan que notar el que sea cierto estar contento y pagado su amo, aunque la vea con más adorno que a su esposa, pues consiente el que lo ande con su desvergüenza y libertad; y verdaderamente más pena debe, en mi juicio, el consintiente que el hechor. Trae la picarona camisa muy delgada, con el cabezón y puños bien labrados; enaguas de beatilla con puntas algo grandes por que se vean bien, que es anzuelo para la pesca de estos tiempos; medias de pelo, de un color tan salido como ellas; calcetas de hilo muy delgado, más de un par, por que hagan pierna; zapato muy suplicado,  él  y el zapatero por que le hiciese pequeño; ligas de Colonia ancha con puntas blancas, que faltar en lo quese ha de ver fuera mucho descuido; encima de un jubón de cotonía, uno de rasilla, por que venga con la tela de la cara, que es bien rasa; la cabeza hecha un mayo con cintas de más colores que inventa Italia. Y toda ella una flor, pero flor con muchas espinas, más que el espino, junco, zarza y cambronera, frutos que produjo la tierra después que fue maldita. Trae arracadas de perlas y perlas por gargantilla, que para tales damas ya murieron coral, azabache y abalorio, y peonías ya no se siembran; usan un guardapiés con ocho guarniciones muy anchas, y en traer la cara acicalada no se descuidan, como anda en venta la hoja. Cúbrense con una capa mejor que la que trae su amo o con una mantilla blanca muy grande; a él no se le da nada, porque la mira con gusto. A pocos lances pide manto, en siendo señora dél, pide puntas¡ que sin ellas dice que es de viuda, y no entiende en serlo. ¡Mira tú todo esto cómo se sustentará con quince reales de salario! No guían ellas el agua a su molino con los quince del salario, con tener quince al gasto sí.
       _A esa moza que has pintado _dijo Onofre _ ¿quién la sirve?, que dama tan compuesta ha menester criada.
      _Dentro de casa la tiene _respondió Juanillo _, que lo es su ama porque gusta el señor de casa; que como trae medias de Inglaterra, que parece que han tenido viruelas (y muchas, según sus costurones), sírvenla de ligas unas cintas de lana; los zapatos son, aunque viejos, hartos de cordobán y suela; camisa echada en casa, que la hiló ella y no su criada; toca de lino en la cabeza y en las orejas arillos de plata con unas calabacillas de coral; gargantilla de lo mismo, vestido de estameña de Toledo y manto de peso: todo apreo de buen gusto;  mas no a gusto del señor, que le ha empleado todo en su criada, porque cuida del rostro sin hacer reparo que rostro y cuerpo tienen el título que el libro de Montalvan: así la consiente'P que sirva a su criada.
       Ciego está tal hombre, y es fuerza que lo esté quien se ha dado todo al dios vendado. Por que no se pierda esta moza dice a su mujer que la tiene en casa, que, como es de buen parecer, será lástima que ande de casa en casa. Esto dice el que usa tales yerros; la mujer no trata más que del servicio de Dios, es sana, no tiene malicias y cree que todos son así. Vase a misa y, aunque tarde por oír dos o tres y se quede a sermón si ve disposición de que le ha de haber, no la pide cuenta el señor, como queda entretenido con aquel disgusto que por gusto tiene.
       En ciertas partes del mundo he oído decir que se crían centauros o sagitarios: son unos brutos que de medio cuerpo arriba parecen hombres y de medio abajo caballos. Yo no los he visto en estas partes, pero sé que se crían en Madrid muchos que parecen hombres y son brutos, y ase a quien vive como he referido le daré este aviso, diciéndole: «Hombre al parecer, mira que no tienes razón: que la una es la que Dios te dio por esposa y esotra es una moza de servicio que te tiene fuera de ti comiéndote el hacienda, enfermándote el cuerpo y encenagándote el alma. Abre los ojos del entendimiento y mira que, sin que tú lo sepas, con lo que a ti te quita sustenta días ha a un lacayo de valonas y medias porque es mozo de bríos, y ahora mira no de mala gana a un portero de un alcalde porque trae coleto y vaina abierta. ¡Mira con los personajes que se emplea tu dama o tu criada!».
      _Y puedes creer  _prosiguió Juanillo _ que no es murmurar lo que te vaya decir,que no todas éstas salen estériles, que algunas se llenan de huesos la barriga y, viéndolo elagresor, como va creciendo el bulto le juzga por suyo, sin reparar en que pueden haber trabajado muchos en aquella obra. Procura buscarla donde esté, que tenerla en casa ya fuera demasiada falta de vergüenza. A su mujer la dice que ya no hay que creer en ninguna moza, que mire quién pensara tal de una muchacha como aquélla. Halla dónde esté, que no faltan unas pasadas ollas que ya quebraron y sus cascos sirven de tapar otras nuevas. Esto hace si acaso su desvergüenza no la consiente parir en casa, haciendo a su esposa que la sirva y regale y críe como a hijo lo que pare, dándola por ello muchas pesadumbres, si acaso no pasa a tratarla mal de obra.
      Pare fuera de casa por fin y postre de aquel lance, y apenas lo arroja cuando lo dan a criar o echan adonde la piedad los cría. Hállase la recién parida con los pechos cargados, anda dolorida, quejándose. La que la acude, consejera a más no poder, la dice que si fuera que ella buscara cría: parécele bien la lición y, sin dar cuenta a su amo,juntas van en casa de una buena señora, que llaman capitana de gente lechal, que vive a Lavapiés,búscala una casa de unos señores que tienen poder de hacienda, con que sustentan criados y criadas. Es la primera criatura que han tenido, empieza a darla el pecho y a pocos días se le luce a lo recién nacido el cuidado de la ama: los señores, muy contentos, empiezan a darla el vestido, la joya y otras alhajas que la generosidad del poder reparte con quien le  agrada.
      Hállase mujer de prendas y con la quietud y el recogimiento está de buen parecer, y ella, que no lo tiene a novedad el saberse engreír, úsalo ahora con más libertad, con que se pone de luna llena la que no ha salido de menguante. Repara en ella un criado de la casa, de los de escalera arriba: vela moza y de buena cara, con buenas alhajas, querida de sus amos y envidiada de las demás criadas, empieza a galantearla para esposa, ella lo conoce y se pone más hueca que calabaza añeja, y entre la gravedad y la estimación no la parece mal ni le paga en mala moneda.
      Habla el pretendiente a sus amos del intento que tiene y gustan de su acierto, porque han sabido de su boca de ella que con palabra de «Casareme contigo» la hubo un caballero y el día que se habían de sacar los recados para amonestarse le mataron, quedando preñada, y que lo que parió se murió. En fin, se ajusta, porque quiere sombra de marido, y ya tiene creída su autoridad con la compuesta mentira, pues con la mascarilla del engaño tapó la infamia de sus obras. Cásanse muy a gusto, porque ella ha conocido en él buena masa, que es lo que ha menester su condicioncilla, hállase con marido y al instante toma don, que luego las entra a estas fregatrices como heredado, habiéndosele hallado entre las hebras de un estropajo.
      De mi señora doña Fulana no se ha olvidado su primer amo: sabe que se ha casado y procura por los medios posibles el verla, consíguelo por orden de la que la  tuvo en su casa cuando parió (que razón es que una veleta sirva a todos vientos). Caréanse y el buen señor la habla muy tierno, pareciéndole más hermosa que nunca, represéntala cosas pasadas, deudas y obligaciones que se tienen, ella, que aún no las ha olvidado, se va ablandando poco a poco y con el reconocimiento de lo referido vuelve a la conversación antigua con más fuerza que antes.
      Acaba de criar, los señores no quieren en casa criados casados: danla mucho más de lo que la deben, y a él también, y despídenlos. Sale enseñada a que la llamen doña Fulana, que la suena bien, y a romper galas, que no la parecen mal: su marido no puede dárselas, y ya le mira como a hombre inútil, que no merecía ser su esposo; ya le ultraja, como le ha conocido blando, y, mostrándole un hociquillo desabrido, le dice que cuándo pensó el piojoso tener tal mujer; que ella debía de estar fuera de sí cuando tal hizo; que trate de buscar con que ella sustente aquel punto en que se ha criado, porque no ha de bajar dél. El pobre hombre se aburre, y viven no muy en paz porque lo quiere así mi señora doña Fulana.
      Si esta desvanecida mujer, que, siendo una pobre moza de servicio (y sabe Dios si nació en las malvas), ya que la sucedió el trabajo que sabe y Dios la remedió y soldó la quiebra de su honra y la ha puesto en el estado que está (que parece algo y es nada), tratara de arrimarse a la virtud vistiendo honestamente ya fuera seguir la ley de Dios. Y estimando a su esposo se acordara quién fue y reparara quién es, sin olvidarse de lo que ha de ser, y que sus galas y hermosura (si la tiene) ha de parar en nada. O contemplara en el pavo, cuando forma la rueda encrespando su pluma y tendiendo las alas, alentando sus venas con el caudal de su sangre, pareciéndole entonces estar más hermoso, lozano y galán que jamás, pero en medio de esta alegría baja los ojos a la tierra y como ve toda aquella fanfarrona hermosura fundada sobre cimientos frágiles y asquerosos y ve el lugar donde ha de parar, le sobreviene una melancolía tan grande que le obliga a deshacer toda aquella máquina que había formado, quedando triste, pensativo, pálido y melancólico. Haz tú lo mismo, y mira, ya que no a tu nacimiento, a la tierra de que eres formada, contemplando en ella tu más seguro lugar; y, haciéndolo así, la tristeza te hará dejar tanto adorno y recoger las redes y lazos que encubierto'?" traes en ese traje; que para contentar a Dios todo eso sobra, y para tu marido mucho menos basta.
      Y tú, señor, que, siendo tu criada, violaste el sagrado y guarda de tus menores, pues en lugar de doctrina y buen ejemplo los enseñaste a pecar, siendo causa de cuanto hace esa mujer, pues verdaderamente tú tienes la culpa, que hiciste tu casa casa de pecar, habiendo de ser y parecer un sagrado y guarda de tus súbditos, pues el primer enseño es lo que no se olvida con facilidad, y la misma obligación tenías a tu criada que a tus hijos, pues todos son menores tuyos, ¿por qué no dejas a esa mujer? ¿Por qué no reparas que es ya otro tiempo, pues es casada? Y no tan solamente debes dejarla, que también la has de dar consejos sanos para que no ejercite lo que la has enseñado. Déjala que acuda a lo que Dios manda, y mira que tienes en tu casa una buena cristiana por esposa, que no habrá duda en que sus oraciones te tengan en pie. Vuelve en ti, mira que son contrarios y muy opuestos la vida y la muerte, y que reinando la muerte acaba la vida, y aunque la vida sea reina y señora no acaba con la muerte; lo más que hace es no hacer caso de ella, siendo tan cierta.
      También el cuerpo y la alma tienen esta contrariedad, y muy reñida, y es menester enfrenar el cuerpo con recio bocado para que no la lleve o guíe al despeñadero ni la inquiete a sólo sus apetitos. Mira que el caballo huye del acicate que le hiere y por apartase (a su entender) del daño que recibe se va al despeñadero, si no le refrenara y
detuviera el jinete haciéndole meter por camino. El alma siempre se desvela por guiar al cuerpo a buenos pasos, refrenándole y aconsejándole lo bueno, para que no se pierda y la pierda; pero él huye de este acicate que le parece mal y no procura más gobierno que el suyo, hasta que la edad o la enfermedad le1?5 ablanda, y no repara que la vida es breve y puede ser muy breve la enfermedad.
      Hállase un cuerpo malo de una recia calentura, y toda su ansia es pedir agua, siendo lo que más le acrecienta el mal, pues no es más que dar vigor a la materia para que vuelva a encenderse con más fuerza, y le parece mal la regla del médico y de quien le asiste, pues procura con la abstinencia que mejore, y él sólo mira su gusto, aunque empeore. Mira que al oído del discreto hace ruido gustoso el consejo sano, y nadie se arrepiente si primero mira el fin que le puede resultar en lo que va a ejecutar, pues, como avisado de sí mismo, no yerra con facilidad; nadie huye de la razón si tiene juicio, y si huye, ténganle por loco.
      Quien arrima o arrincona el matrimonio de Dios por una vil mujer merece el castigo que el lapón. Es un animal que se cría en el Ponto de Grecia, isla del mar, así que la edad le da permisión y conocimiento, escoge para vivir en compañía una hembra de las que con él se han criado; o una la más cercana que le haya mostrado más amor. Con ella pasa quieto y contento, pero algunos viciosos buscan otra, por diferenciar, y es tal su calidad, que en el mismo acto se quedan muertos y ellas enferman, siendo causa que en el contento de la novedad, como es animal de poca posibilidad, se desaina. Puédese creer, pues el conejo después del acto se desmaya y cae en el suelo, pataleando como a quien faltan fuerzas para volver en sí. También las palomas, una vez casadas, no buscan más compañía¡ pero
son aves sin hiel, y los hombres de estos tiempos tienen mucha.
      Si te ciega lo adornado del rostro y compuesto de galas de esa que fue tu criada, mira lo adornado y hermoso de la alma de la que por consorte te dio el Cielo. Mira que un cuerpo lascivo no puede dar ni aconsejar más de como obra, que todo lo acaba la vida y que una alma amiga de Dios da consejos sanos y buenos. Repara que, si caes malo, sola es tu esposa la que, hecha un Argos vigilante, se desvela en acudirte, mirando por tu salud, arriesgando su persona entre ansias y trabajos, y la mala mujer sólo te quiere en sus adversidades y en el ínterin que tienes qué darla, que en faltando en ti el poder falta en ella la voluntad y el fingido amor y te va dejando para buscar otro, y puede ser ponerte en ocasión que pierdas la vida y arriesgues el alma. Repara con el sosiego que se pasa el tiempo si se gasta como se debe, acudiendo a lo que Dios manda, pero ¡busca sosiego, quietud ni tiempo en vida que no se conoce el tiempo, sosiego ni quietud! (que en servicio de el Demonio todo falta). Y muchas veces dos lágrimas que llora el engañoso cocodrilo te ablandan y vuelven a su gusto, y las más veces sólo el que diga que las ha derramado ¡y un océano de ansias y suspiros que ha arrojado tu esposa, aconsejándote lo que te está bien, no ha hecho señal en tu corazón, pues parece que le vuelves bronce.
       No seas desagradecido a quien te crió, que es gran maldad, y aunque la vida se ve arruinada de la muerte y estragada la calidad de la pobreza, mucho más acaba y destruye la ingratitud usándola con quien generosamente hace mercedes. Muy falto de conocimiento está el que no repara en el ha cimiento de gracias que debe por la vida que goza; y mire, por fin, que el agradecer no consiste en palabras: en obras consiste.

DISCURSO CUARTO

S

ólo es vida el reconocimiento a la deuda, y así, dijo un sabio que no había mayor muerte para la criatura que la ingratitud, y el que la tiene es ignorante,  y se verá en él, pues  sus obras van guarnecidas de tiranía y temeridad, con que se da a conocer en diferenciarse del prudente y sabio, pues éste usa modestia y templanza en todo lo que obra.

      _Agradecido te estoy _dijo Onofre _ en dar luz a la tiniebla de mi ignorancia con el discurso que en ti he conocido, pues poco daño puede causar quien sabe dar liciones de vivir bien. Dichoso es el que buscando guía en un camino ignorado, la halla sin la hambrienta pasión del interés, atenta a la obligación de cristiano y discursiva en lo que debe hacer y decir, como mortal que desea vivir eternidades, y así, Juan, confieso que tengo envidia a tu buen natural.
      _Mucha paga me adelantas _dijo Juanillo  _, y yo me conozco el que he de quedar corto en servirte; pero cree que en lo que has oído no he puesto nada que no pase así.Y así, escucha, ya que el ver esta plaza en un día de toros no puede ser por ahora, te la pintaré, lo mejor que mi discurso pueda, desembarazada de la máquina de trastos que ves que encierra.
       Y habiendo Juanillo con el pincel del alma pintado el adorno real, sitio de los Católicos Reyes, pasando a los puestos de los Reales Consejos, lo pulido y compuesto de los balcones y ventanas, a quien adornan el oro de Arabia y el indiano metal gastado en vistosas y ricas colgaduras, la entrada de las Reales Guardias, el aire y gala con arrogante bizarría de la española nación, lo grave y majestuoso de la tropa alemana, lo riguroso y colérico de la nación tudesca, la entrada del Sol y Luna de España y el despojo de la plaza, y después de contarle lo más notable que se ofrece, hasta la salida del primer toro, y habiendo conocido en Onofre lo atento y suspenso que le había escuchado, le dijo:
      _Pues has oído la prevención de la fiesta, quiero que sepas algo de lo mucho que en tal día sucede: Viene por la mañana tanta gente al encierro de los toros que no queda lugar que no se ocupe. Córrense cuatro o seis dellos y acábase la fiesta, y la gente que ocupaba los tablados se apea para cubrir la plaza. Bájase de un tablado un hombre de casa y familia sacudiendo la capa y limpiando el sombrero de algunos arrojos que las narices de otros han tenido (sufrimiento del que no puede ver la fiesta en balcón), después de compuesto de hato, y no de ojos, los vuelve a un tablado y ve que se baja una mujer de razonable brío y no mala cara, bien apreada de vestidos (que ya es común en las comunes), y en su compañía una niña de las que la edad las permite sepan lo que es mundo gozando de sus pasatiempos. Al apearse del tablado descubre un pulido pie y la pierna adornada con lo que ya se sabe, echando al aire parte de las enaguas con todas sus puntas (descuido es con mucho cuidado, porque sabe que aquello inquieta). Hace reparo en que la miran y arroja un «¡Ay!» y se echa el manto; compónese, y con brevedad descubre un tarazón de rostro, a modo de «Mírame, que eso quiero», y dice: «¡Andá, doña Luisa!».
      El tal hombre, que atento ha estado, pareciéndole bien la dama, se llega a ella muy cortés, diciendo si le mandan algo o quieren que las vaya sirviendo. Respóndenle: «Otra cosa habíamos menester, más que criados». «Pues ¿qué se ofrece? (las dice) Hablen, no sean tontas». A lo que la taimada responde: «En ayunas salimos de casa y quisiéramos almorzar, y pues ha llegado a tan buen tiempo, guíe adonde se pueda matar el gusanillo; que, por parecernos tarde, aún no tomamos el chocolate». El hombre, hecho un blando portugués, guía más cortés que la necesidad, enviando el pensamiento adonde habrá buena comodidad, y entre su atropellado discurso se le acuerda de una casa que, aunque roban a ojos abiertos, hay de todo, y lugar para poder hablar.
      Llegan y procura el acomodarlas en lo más secreto y escondido, porque ha dicho la dama conviene a su reputación. Parte luego muy diligente y pregunta qué hay que almorzar, respóndenle que pollas de leche, perdices y pichones, y que hay tocino extremeño. Parécele bien, aunque repara que su dinero es poco, pero alégrase en confianza de una caja de plata y el rosario, que es engarzado en lo mismo y tiene medallas; vuelve muy contento adonde están las taimadas y dice que miren de aquello que le han ofrecido lo que más es de su gusto para ir por ello. Respóndenle que haga lo que quisiere, que no tienen más gusto que el suyo; vuelve muy contento con gran cuidado en el andar, peinándose con los dedos el pelo, alabando su dicha en haber topado tal dama, y pide que le aderecen una polla y un par de perdices, y con mucha brevedad se lo ponen en dos platos, con que muy contento lo lleva, sin aguardar más criado; dícenle que se siente y responde que en trayendo pan y vino; va por ello, y en el ínter el ave de rapiña ha guardado una perdiz en una talega de lienzo que trae debajo de la saya (prevención con que tiene gran cuenta siempre que se viste, por si acaso sale de casa y se ofrece ocasión). Van trinchando y viene el bobo muy cargado con un jarro, una taza, tres panecillos, y la capa (porque se le caía) asida con la boca y el sombrero abollado y trastornado a un lado (de un tropezón que dio en el umbral de una puerta), el pelo enmarañado y el color perdido, como el dinero y el sentido. Pónelo en la mesa y siéntase. Ellas, como diestras, cada una ase su media pechuga, y el pobre diablo toma un hueso para empezar a roer.
      Vásele todo en contemplar las manos de su Venus, muy compuestas de sortijas (que ha ganado corriéndola), a él se le va el alma mirándola el rostro y a ellas mirando a la mejor presa. Parten la polla y dícenle que pida un limón; va por él y cuando vuelve ya las pechugas están en la talega de lienzo; echan agrio y empiezan a comer con tanta ansia que parece que las han tenido atadas. Abrevian con ello, y dice el Adonis si quieren más. Responden que, si son buenos, pida unos pichones, y, si no, que traiga un poco de tocino. Va por ello y trailo todo, pónelo en la mesa y echa mano al jarro a ver si tiene vino, y aunque le había socorrido con una azumbre ya le habían faltado los bríos para hacer ruido, va por vino y, aguardando a que se lo den, tarda; y en aquel tiempo envían un pichón y un pedazo de tocino a visitar los presos del calabozo de lino. Acábase el almuerzo con sus postres de fruta del tiempo, y el rufián pagote va al ajuste del gasto.
      Pregunta cuánto debe. Dícenle que cincuenta reales y buen provecho. Estírase de cejas, saca su dinero, halla treinta, y por la resta deja cautivo el rosario y empeñada la caja de plata. Este hombre tiene casa, y en ella a su mujer y sus hijos, y no los dejó ni aun pan para desayunarse, que al salir por la mañana barrió con cuanto dinero había diciendo que presto volvería y traería qué comer. Va donde están las aves de rapiña, componiéndose el bigote
siéntase junto a la que ya tiene por dama y pídela una mano, a lo que responde la taimada que tenga paciencia y no sea colérico; que mire que no es sitio decente para tal atrevimiento (y no miran ellas que en aquel sitio han sido ladronas estafadoras). Alárgale una mano, enfadada de aquel tonto y ciego, y él, asido como simple pajarilla de aquella apestada liga, la pregunta dónde vive y si es casada. Ella responde que no es casada, pero que está en compañía de un hermano, y dice verdad, que cualquiera lo es por parte de Adán.
      Estando en estos lances da la una del día y dice doña Luisita: «¡Jesús mil veces, doña Juana de mi corazón! ¿A qué hora hemos de ir a casa y qué lugar tendremos para ver los toros? ¡Ay, pobre de mí!» «Sosiegate (dice doña Juana), que mentira más o menos lo ha de hacer: diremos que una amiga nos convidó a comer y adonde ver la fiesta, que eso fue la causa de no haber ido a casa». Con esto se sosiegan, y el señor embelesado dice que mejor fuera en el ínter que duraba la fiesta se fuesen al campo o a una huerta a merendar, que la holgura de toros ya se sabe lo que es en Madrid. «¡Ay, Virgen! (dice doña Luisita) ¿Al campo, adonde vaya un toro y nos mate? ¡Eso no!». Y doña]uana, astuta y sosegada, dice: «¿Es posible que aconseje un hombre tal disparate? Vienen de fuera de Madrid a ver esta fiesta, y los del lugar ¿la habíamos de perder? Bien digo yo que es vuesa merced colérico. Después de acabada hay lugar para todo, y así, no perdamos tiempo: vamos y busquemos lugares que sean decentes y buenos». El hombre, ya empeñado, discurre que el dejarlas será cobardía, y mengua el no proseguir en el galanteo (¡como si no fuera mayor mengua el continuar el hombre su ruina!). Pónele confuso el que la memoria le acuerda que no tiene blanca, y sácale de la pena el que carpinteros hay que han armado tablados y son conocidos, con que vuelven a la plaza.
      En el estado que va este hombre, ¿quién le acordará y dirá al oído: «Repara que tu casa quedó sin un consuelo para comer. Bien sabes que no dejaste moneda alguna y que tienes hijos, que, si son chicos, piden pan antes de amanecer; que tienes mujer, que son las dos de la tarde». En vano será, porque todo el sentimiento le lleva en buscar un tablajero conocído; entran en ella y ven que ya no cabe nadie en sus tablados: ellas se angustian, y él, turbado y más colorado que pimiento maduro, las dice que anden apriesa; hácenlo y con brevedad dan vuelta a la mayor parte de la plaza; ve un conocido, dueño de un tablado, llámale, y pídele dos asientos que sean buenos. El carpintero, que ha notado para quién son y sabe que en tales lances no se repara en maravedises, dice que dos lugares tiene en un nicho, pero que menos de seis reales de a ocho no los ha de dar; y el galán sin reparar en que los ha de pagar y que el precio es mucho, cierra el batallón del amor contra todos sus sentidos y ajusta los lugares.
      Siéntanse las damas y él se queda en la plaza; el del tablado le pide el dinero, diciendo lo ha menester para pagar el sitio; y él, como si tuviera en casa mil ducados sobrados, le dice que envíe luego o en amaneciendo por ellos. El tablajero, como ve ya sentadas las mujeres, calla y apela a la cobranza. Luego hace reparo que es fuerza el traerlas algo que merendar, y con señas las dice que va por ello; ellas le responden que hará bien, que es la tarde larga y ya se lo querían decir. Sale de la plaza y pide consejo a todo su discurso sobre dónde irá que le presten unos cuartos; acuérdase de un amigo que en algunas ocasiones se le ha ofrecido, y aunque en muchas le ha habido menester, no ha llegado por detenerle la vergüenza; pero ahora llega sin ella; que se la quita el Demonio para que cumpla con él; que para cumplir con lo que Dios manda, él se la volverá.
      _Y por que esta razón quede difinida _prosiguió ]uanillo  _, escucha un ejemplo, que no te pesará el oírle y nos sacará de dudas.
      Salía de su celda un santo religioso en un día que se celebraba un grande jubileo en su casa, con intento, aunque impedido, de buscar lugar decente y confesar almas arrepentídas; y para hacerla mejor, se llegó al altar mayor para pedir a Dios sacramentado su divino auxilio, y al llegar a sus gradas vio sentado en ellas un demonio. Admirase el religioso y, llegándose cerca dél le dijo: «¿Qué haces ahí, maldito?» A lo que respondió el padre del pecado: «Restituir». «Bueno es (dijo el religioso); pero en ti no sé que lo sea, pues hasta ahora no he visto diablo que tenga conciencia. Pero dime ¿qué restituyes?». Excusaba responder, a lo que el santo le forzó amenazándole con una correa o cordón, con que obedeció, diciendo: «Restituyo la vergüenza a estos que se están confesando; que cuando cometieron la culpa se la quité, y ahora, que han de decirla, con la vergüenza que les vuelvo cobran tanto horror que, avergonzados, callan su afrenta». «Bien te empleas (dijo el religioso); pero en castigo de tu atrevimiento di en voz alta en qué te ocupabas y quién eres; y vete, que basta para castigo de un malo el que él propio diga que lo es». Obedeció el maldito, con que todos los que penitentemente acudían, contritos, especulaban su cociencia con rigor. Y así, este hombre, si fuera para las faltas del sustento de su casa, él lleno de vergüenza, se encogiera; pero para lograr un pecado mortal pierde la vergüenza.
      Llega,en fin, al tal amigo y, saludándole, le da ocasión que le pregunte qué se le ofrece. Responde el enamorado que ha tenido una pesadumbre en la plaza y que, por no alejarse a su casa para pagar a un ministro el agasajo que le ha hecho en no prenderle, le dé cincuenta reales. El hombre, diligente, le da un doblón y dice mire si manda otra cosa. Responde que desear ocasión de servirle, que le ha hecho mucha merced; despídese y parte en busca de un figón o ladronera (que mejor nombre es éste para tal tienda); pide si hay algo para merendar, dícenle que no. Va en busca de otro como un loco desatado, sin compás en el andar ni reparo en los que encuentra ni atención de su persona. Halla en él una empanada de pollos, tan ligera que verdaderamente parece en pan nada. Pregunta si hay más; dícenle que unas lenguas de puerco; tómalas, pide pan y, sin concertar ni preguntar cuánto le llevan por ello, alarga el doblón y pide la resta. Danle lo que quieren y, sin contar, lo echa en la faltriquera. Luego se le acuerda que es menester bebida, y en la tienda de un vidriero conocido pide que le den una garrafa; danle una muy grande, porque como el día es ocasionado no ha quedado otra; tómala jugando de aquel refrán «de su suelo se tiene»; busca un mozo y échala vino y nieve; y aunque es grande, procura que no vaya menguada (que harto lo es él). Parte a la plaza, y ya cuando llega todo está cerrado y toro fuera; y como anda por las espaldas de los tablados y está obscuro, y él ha menester poco, tan sin sentido anda que tropieza con las tomapuntas y pies derechos de los tablados. Al cabo de una hora, cansado y molido, sube la escalera de un tablado, porque le ha parecido es donde están las damas; llama en su puertecilla, por estar cerrada, tan desatentamente que, cansados e importunados los más cercanos, le abren; ve que no es allí y, sin acertar a responder a lo que le preguntan, se baja sin hacer caso de algunas razones pesadas que le han dicho; vuelve a encaminar la vista en lo lóbrego de aquella estancia y ve que se baja el que le alquiló los asientos; alégrale el ver que ya ha acertado; dale la garrafa para que beba; bebe como un sediento, y luego le dice alcance+" a las damas aquella merienda; hácelo y él se queda detrás de todos.
      A poco rato plantan la mesa sobre sus pecadoras basquiñas para merendar, y el pobre estudiante en Escota apenas puede alcanzar, con que las estudiantas tomistas engullen a cuenta del escotista. Dícenle si quiere merendar y él responde que no tiene gana; y es verdad, que los enamorados que están cerca de alcanzar sus deseos no se acuerdan de comer, que también sustenta amor como la calentura, y el primer hombre no conoció la necesidad hasta que pecó. Danle, aunque con algún trabajo, la garrafa, y él bebe, porque la saliva que hace en su boca parece ajonge cocido. Acaban de merender y sosiégase. Prosigue la fiesta y llega el fin, tan cierto a todas las cosas del mundo.
      Levántanse sus Majestades y la gente hace lo mismo, y nuestro darista se alegra en ver la fiesta acabada. Bájase del tablado, y ellas al apearse, sin acordarse de la garrafa, la quiebran; angústianse a lo taimado, y el rufián dice que no importa; la una, codiciosa de la corchera, se la quiere llevar y el mucho estorbo se lo impide. Procuran salir de la plaza, consíguenlo y dicen al caballero Dardin que guíe a la Trinidad; ya van dando más gravedad al pecado, pues para su ajuste citan lugares sagrados. Hácelo, llegan a su lonja y páranse. Dice doña Luisita: «Ahora bebiera yo un poco de limonada». «Yo también», dice doña Juana, con que al pobre diablo le es fuerza guiar donde la hay; empiezan a echar cuartillos y a llenarse ellas como pelotas, o como quien son, hasta que no quieren más; ajusta lo que debe, paga, y queda ajustada la vuelta del doblón. Salen fuera y él guía donde le ordenan; llegan a la calle en que piensa este animal tener pesebre, y antes de llegar a la casa los sale una moza al encuentro diciendo: «¡Desdichada de mí, que ha dos horas que está mi señor aguardando, hecho un renegado! Anden ustedes apriesa». Con que doña Juana alarga el paso y doña Luisita se queda consolando a nuestro pagote; dícele que espere en la cera
de enfrente hasta que ella le avise, que será en yéndose el hermano, que es un demonio.
       Quédase el galán a la luna, si la hace; a ratos se arrima y a ratos se pasea, siempre el oído atento a la puerta, por si le llaman. Pásase el tiempo, dan las diez de la noche, cánsase de esperar y determina el llegar a la puerta; hácelo, no ve a nadie, entra dentro, nota un callejón obscuro, síguele y por el tiento halla una escalera, no se atreve a subir; escucha y oye entre el silencio que maya un gato y un perro le responde con su ladrido, a cuya disonante capilla llora un niño, y quien le acude al ruido de la cuna canta así:

En las orillas del Nilo
el engaño se hospedó,
y por agentes buscó
mujer, lance y cocodrilo.

      Sale a la calle sin hacer caso del romance (que si le hiciera, admitiérale por desengaño); levanta los ojos a la casa, nota que sus cuartos dan señales de hospedar más que a doña Juana y tómalas para otro día. Si se empezó a perder este hombre desde por la mañana, continuándolo todo el día y la mejor parte de la noche, pues aunque no llegó a ejecutar sus deseos, harto pecó con el pensamiento y la palabra y con todas las obras exteriores que pudo, ¿qué mucho que como a perdido le tratasen estas mujeres, haciendo burla dél?
      Oye las once de la noche y vase a su casa; llama a la puerta, ábrele su mujer, el rosario en las manos y las lágrimas en los ojos. «¿Es posible, Fulano (dice afligida), que tenga corazón para estar todo un día sin venir a su casa, sabiendo del modo que la dejó; que si no fuera por un pan que me han prestado no sé qué fuera de mí y estas criaturas? ¿Qué es esto en que anda? ¿En qué se ha entretenido desde las cuatro de la mañana hasta las once de la noche?» Llora la afligida mujer, y él, como ve la demasiada razón que tiene, calla y se va desnudando, y al son de lágrimas y quejas se queda dormido. El mayor consuelo que lleva un hombre desterrado es que le hagan compañía virtudes y buenas obras, pero a éste que se destierra de vivir, ¿quién le hará compañía en el ínter que se ensaya a morir? Miren lo que ha ejercitado todo el día, que de ordinario son los sueños confusas especies de aquello que se obró, vio y oyó. Mala compañía le hará la memoria.
      Si este hombre, cuando vio la desvergüenza que las taimadas tuvieron en el almuerzo, se fuera a la mano y se acordara de sus obligaciones, vaya,  pero, embriagado de amor, no hizo caso en todo el día que era casado y tenía hijos, ni se fue a la mano en cincuenta reales de almuerzo ni en ochenta de asientos ni en cincuenta de merienda ni en treinta de garrafa, ni en un día perdido siendo azacán de dos estafadoras.
      Apenas amanece cuando llama a la puerta de la casa el carpintero de los asientos: «¿Quién es?», dice la mujer, que, vestida, se ha quedado sin acostarse, llorando sus cuitas. Sale a abrir; pregúntale qué quiere y él dice que le diga al señor Fulano que viene por los seis reales de a ocho de los asientos del tablado. La mujer se estira de cejas y suspira. Entra y dícele a su marido: «Mire vuesa merced, que vienen por seis reales de a ocho de los asientos de ayer; en verdad que no se alquilaron para mí, que con tener qué comer me hubiera contentado». Empieza a renovar la afligida mujer la llaga de su congoja y él se viste al mismo son que se desnudó, hasta que las Iágrimas de la mujer le obligan a decir que no es él el que los debe, que es un amigo que le trajo todo el día ocupado; la mujer calla y siente, y él siente y calla.
      Acábase de vestir y viene un recado del vidriero: que envíe el garrafón, que le han menester. Responde que luego le llevará. Sale de casa, síguele el carpintero, a quien despacha con buenas palabras, diciendo que luego ha de cobrar unos dineros y tendrá cuidado de pagarle, que le perdone, que por no dar disgusto a su mujer no le pagó en casa. Acobárdale luego el acordarse que no tiene un consuelo para sus hijos, y dice entre sí: «¡Es posible que la fortuna me siga deste modo! ¡Que tan pobre sea yo!» Hombre sin razón de hombre, si lo que gastaste ayer mal gastado lo guardaras, bien tuvieras para hoy, y tuvieras quietud en tu casa. Como tuviste brío ayer para buscar prestado sin necesidad, busca hoy, pues necesidad tienes. A este galán de doña Juana le es fuerza, para pagar los asientos y la garrafa y desempeñar el rosario y tabaquera, vender una prenda o hacer una trampa; y por la casa donde debe el doblón no se atreve a pasar hasta que lo paga, y si se acuerda de doña Juana y quiere ver si puede alcanzar paga del gasto pasado, se detiene porque no tiene; que ya sabe que se han de ofrecer gastos nuevos. ¡Abrid el ojo, mentecatos, que andan ladrones con taleguillas de lienzo!
      _¿ Qué te parece, Onofre  _prosiguió Juanillo _, de lo que has oído? Pues cree que pasa del mismo modo. Y no hablo de la que no halla maula y vende la camisa para ver los toros, ni de la que, después de la fiesta acabada, yendo con su galán, le sucede el enfado porque otro la conoce, y se ofende del que va con ella, y no se ofende de ella, que es la causa de todo. Tal día como el de toros en Madrid cree que suceden cosas notables, que para escribirlas era menester un molino de papel.
      Otros amigos se sientan cuatro juntos, y el no llevar qué merendar al tablado les parece que es mengua en gente conocida; ordenan la merienda, como para veinte personas, que ya saben que en el tablado se ha de dar a los conocidos y a los cercanos en asiento, aunque no lo sean; mucha bebida en una garrafa grande con mucha nieve, y de respeto una bota de buen tamaño para recebar. Vanse a la fiesta solos y sin sus mujeres, porque dicen que es grande estorbo para un hombre la mujer propia. Llega la hora de merendar estos amigos, y antes de probar bocado van repartiendo con los conocidos. Está cerca de ellos una mujer que toda la tarde ha estado tapada, y así que los ve merendar saca de los guantes dos blancas manos llenas de sortijas de azabache, y, aunque negras, campean entre los libres dedos; compone el manto y al intentarlo descubre el rostro; hace reparo uno de los cuatro amigos, y dice entre sí: «No es mala la tapada». Toma de la mesa, que armada está sobre rodillas, lo mejor que hay y se lo da a esta dama, y ella sin melindre alguno alarga la mano y lo toma, con que le parece a este tonto que ya es suya (¡como si fuera nuevo en las mujeres el tomar y dar muchas pesadumbres!). Otro amigo, que lo ha visto, muy colérico, con juramentos dice que se vaya poco a poco, que parece que para él solo se ha traído la merienda (y este colérico se ha enojado por no haber sido él el primero en aquel empleo); el galante responde algo enojado, con que el amistad está a pique de quebrar; sosiéganse y acuden a merendar; pero ya no hay más que desperdicios del partir. Van dando de beber a todos, sin descuidarse de la dama el que empezó. Acábase el vino de la garrafa y bota, siéndoles fuerza el buscar un peón de los que andan en la plaza para que lo traiga; convídase uno de ir y danle entre los cuatro amigos para cuatro azumbres de vino de lo bueno, y él trae tres de lo largo y suple la falta de la azumbre echando agua. Dice uno, bebiendo: «Este vino es barato; bien lo dijé yo que había de ser así». Otro responde:«Ya no tiene remedio. ¿Qué importa?». El «no importa» de este lugar vale más que otros reinos.
      Acábase la fiesta y el galante se queda aguardando a la dama; los tres le llaman y dan priesa y él dice que se aguarden o se vayan. Llégase a ella y dícela muy tierno que le mande. Responde que le estima el agasajo, pero que le haga gusto de irse, porque es casada y ha de venir allí su marido, a quien espera. Con esto se despide el tonto y ella se queda aguardando a quien ya sabe.
      Y no te quiero cansar en otros lances que suceden, y de ordinario por mujeres, pues se ven en los tablados pendencias y cuchilladas: uno que pierde la capa y otro que se la halla, uno se quiebra una pierna y otro que le llevan a la cárcel, y le cuesta su dinero y no ve la fiesta; y de estas cosas, un sinfin de boberías. Y sabe Dios si muchos de los de merendonas en tales días y asiento en delantera de tablado tienen la camisa con más remiendos que años su edad; y podrá ser que a otro día no haya con qué poner la olla si no se busca prestado, y para ver los toros no ha de faltar, aunque se hunda el mundo. Vanse, en fin, los cuatro amigos juntos, y dice el uno: «Yo no he merendado bocado»; otro dice que no ve los bultos, del hambre; otro dice: «Vamos a un figón: buscaremos algo qué comen». Van donde malo y caro, vuelven a merendar y a dejar el poco dinero que había quedado.
      A un loco le preguntaron que dónde tenía Madrid su tesoro, y él respondió: «El día de toros en los figones». Preguntando a este mismo loco que cómo había perdido el juicio, respondió: «Porque me engendró mi padre en un día de toros, cuando no hay juicio en el mundo, y así salí tan falto dél». Y preguntándole una mujer que por qué se holgaba de ser pobre, respondió: «Por no tener qué dar a las mujeres, aunque quiera».

DISCURSO QUINTO

U

n filósofo dijo que salía tarde la dádiva de la mano del que la da cuando ha dado lugar a que hayan salido colores en el rostro del que la pide; mucha vergüenza gasta en este mundo el que nació pobre, pues salió al puerto de la miseria reconociendo vasallaje al que puede más. No puede ser todo igual, pues para conocerse la riqueza ha de haber pobres que carezcan de ella y ricos que la gocen; con la riqueza se tapa la boca al quejoso y con la riqueza nacen alas en los pies del perezoso; en la gente común no se llama el no tener pobreza: llámanla desdicha. El moderado gasto y conocimiento de su poder hace a muchos hombres ricos. Dígolo _prosiguió Juanillo por esta tropa de gente de hábito negro que ves parados en esta plaza, que unos están lucidos de cara y otros de vestido.

      _Dime _preguntó Onofre  _ quién son, y tantos juntos, que yo he imaginado si aguardan algún entierro.
      _No has dicho mal _respondió Juanillo _, que estos hombres sólo aguardan moros que cautivar, y quien cautiva cierto es que prende, y gente cautiva o presa la llaman desgraciada; y así, al desgraciado cuando le prenden le entierran. Éstos son sastres que están aguardando la flota en el maestro que los viene a buscar, pues si no conocen en los recados de los vestidos que han de hacer más granjería que en el jornal no quieren trabajar, y si la conocen y ven que hay con qué añadir el perdón se ajustan; y en cayendo el moro van al punto a la redención, que es aquel portal de allí enfrente tan adornado de gallardetes y banderolas en sus postes: llámanle de los ropavejeros, y yo le llamó bergantín de maulas. Hay entre éstos algunos que de los ahorros se visten: y, para que lo notes, repara en aquel que vuelve el rostro a nosotros, mírale desde el tronco a la altura y verás en los zapatos y las medias compradas con el jornal, que, como es miserable, así salieron ellos y ellas, los calzones son de tafetán doble, como quien los posee, y ya se ríen de su dueño primero porque fue bobo y del segundo porque no es tonto: la ropilla tiene los pechos de paño y las espaldas de bayeta; la capa, mira cómo blanquea con la edad, que luego arroja las flores al rostro: sólo por esto la quieren mal las mujeres, porque las planta los años en la cara aunque más lo encubran con sus afeites, la valona, aunque la pone debajo tafetán de pliego, blanquea poco, y yo apostara a que la golilla se acuerda de la batalla Naval, según muestra la antigüedad; al sombrero bien se le conoce haber salido del sitio de los valientes, y por eso está tan caído de faldas, que parece que su amo toma liciones de viudo, y aunque le da manos, no toma bríos; la toquilla es de manto y el aforro, también. Y cree, amigo Onofre, que no es murmurar: que bien conozco que son pobres, pues aguardan a otros para que los den de comer, y el tiempo no está para comer a gusto ni vestir a uso. Y también hay algunos que se aventajan en vestidos a los que pueden más.
      _Y aun eso es parte_dijo Onofre _ de la perdición de caudales deste lugar; que, según he oído, dicen que un cortador de carne se echa tantas galas y más que un almirante.
      _Así es  _respondió Juanillo_, pero hasta hoy no he visto regla en eso, porque son los que mejor pueden.
      Divertidos en su plática estaban cuando vieron una mujer que, puesta la mano en una mejilla, iba dando alaridos que llegaban al cielo: preguntola Onofre qué tenía o qué era la causa de su tristeza, y ella, llorosa, dijo casi por señas que una muela era quien aumentaba toda su pena. «¡Ah, cuerpo humano! _repetía entre sí Onofre_. Si una muela te da tan mal rato, siendo una parte tan pequeña, que te hace no estar en ti, sin comer ni dormir ni acordarte de nada, ¿qué dolor será aquel, tan fuerte como cierto, de la hora de morir? ¿Qué batallas tendrán entre sí los sentidos? Como cuando muere un poderoso y deja muchos herederos, que siendo todos unos, y hermanos lo más común, sobre si a ti te mejoró o te dio en vida más que a mí se enciende entre ellos una perpetua enemistad, siendo antes que muriera su dueño unos y conformes, así los sentidos turbados y descompuestos, cada uno fuera de sí, pretende reinar, hasta que todos dan con su dueño en la tierra, siendo el pobre cuerpo el que sólo es el que, si tiene algún sentido, siente penas, desasosiegos y inquietudes y sobra de dolores».
      _Anda acá, Juan  _dijo Onofre _: veremos sacar la muela a esta mujer; que ya hice reparo al pasar en la percha del sacamuelas, que parece en su aparato que el dueño ha robado algún cementerio, bravo ruido tendrá su tienda el día de eljuicio sobre buscar cada uno sus muelas. ¡Qué de bocas abiertas se verán sobre el ajuste de aquellas menudencias!
      Llegaron al puesto del sacamuelas, sin dolor suyo, cuando, en mala hora para la paciente, la hizo abrir el maestro de la referida profesión una cuarta de boca y echar al aire otra tanta lengua; y después de haberse lavado dos o tres dedos de cada mano en la boca de la paciente, la preguntó cuál muela era la que la  dolía; señalola la mujer y él volvió a enjuagar los dedos y luego sacó un estuche, y dél una herramienta que llaman gatillo, que es peor que un gato de desván, y, aprestándose a la obra, siempre la pobre mujer la boca abierta, y no por escuchar sus gracias, esperando en el dolor el descanso, la sacó una muela sana y dejó la dañada. La mujer dio un grito que le puso en el cielo y acabó con un «¡Ay, pobre de mí!» revuelto entre bocanadas de sangre, y más cuando aplicó la punta de la lengua al lugar que pensó hallar vacío y le halló ocupado con su antiguo huésped, que desocupando la boca de la mucha sangre que la salía, dijo:
      _¡Desventurada de mí! Señor, ¿qué ha hecho? ¡Que me ha dejado la muela mala en la boca y me ha sacado una sana! ¿En qué pensaba cuando tal hizo?
      Pero el socarrón del maestro, medio riéndose, la dijo:
      _Calle, que esa muela también estaba dañada; si mañana había de volver a buscarme, ya lleva hecha esa diligencia. Vuelva acá la cara: la sacaré esotra.
      La mujer, ya puesta en la obra, volvió a abrir la boca llena de sangre y él asió la muela dañada, porque ya había para acertar con ella señales de ruina pared y medio; sacola y la mujer, arrojando sangre y quejas, se fue, y el sacamuelas la siguió y asió del manto diciendo que le pagase; pero la mujer, llena de enojo, escupiendo a cada palabra, le dijo:
      _Cuando me vuelva la muela a la boca y ponga tan firme como antes estaba, yo le pagaré, y en el ínter Dios le dé en pago tanto dolor como llevo.
      Fuese dejando su tragedia gente y sobrados  muchachos, que nunca faltan en fiestas de este color. Uno decía: «Mala mano», otro: «Tal le guíe Dios», otro: «Antes me dejara morir que ponerme entre las uñas de tus gatillos»; y el maestro de errar a todo se hacía sordo, y por disimular, tomó un braguero y se puso a coser, con que la gente poco a poco le fueron dejando solo.
      También mudaron de sitio los dos amigos, que a ratos se reían y a ratos se admiraban.
      _Prométote, amigo Onofre _dijo ]uanillo _, que me dolía una muela mucho, y con lo que he visto se ha ido el dolor, y si vuelve tengo de venir a este japón, pues sólo su vista hace huir el dolor con la memoria del martirio.
      _Dime, por tu vida  _dijo Onofre _, ¿qué gente es aquella que en aquel portal se anda paseando, unos en cuerpo y otros la capa terciada? Y si no me engaño, ocupan una mano con una escobilla de limpiar, que a traer toalla al hombro, creyera que pedían para la maya.
      _Éstos _dijo Juanillo, sonriéndose _ son mancebos, llamadores en tiendas de sombrereros.Y son tales que vuelven loco al que llega a comprar, y aunque sea amigo, lleva que contar agravios.
      _¿En qué manera?  _preguntó Onofre _. ¿Tenemos otro sacamuelas?
      _No _prosiguió ]uanillo  _, pero escucha, que sin dolor interior del que llega a comprar, son peores éstos. Llega uno y pide un sombrero, a quien con agasajos y monerías le dicen que entre dentro en la tienda o asiéndole de la capa casi a fuerza lo hacen, porque si queda fuera, otro de pared y medio, que alerta está, con la vista más atenta que perro que aguarda presa, le hace señas y se le lleva. Estando dentro, le sacan un sombrero del género que pide, pero no tan bueno como le quiere; dice que no le gusta; arrímanle y sacan otra suerte mejor; toma el vendedor un sombrero y sacúdele y luego le limpia con la escobilla (que siempre anda con ellos), y, después de limpio, se quita el suyo, si le tiene puesto, y se pone el que ha limpiado, con que siempre es el que primero le estrena. Vase al espejo galanteando de cabeza, y dice: «¡Mire vuesa merced qué sombrero! ¡Y qué horma, Dios la bendiga! No la hay mejor en la corte. Este sombrero a un amigo se puede dar, y en su vida le ha visto otra vez». El que compra le mira y se le prueba, dice que no le agrada; con que le saca otro y otro, hasta que le vuelve a dar con el primero, sin perder el ademán de ponérsele alabando la horma o su cabeza. En fin, llegan a concierto, y pide tanto el que vende que le da la mitad el que compra; a lo que el sombrerero, con una risilla falsa, dice: «Vuesa merced no busca género tan bueno. Aguárdese: verá sombreros de ese precio». Y sin aguardar más razones, le saca uno de corito recién venido. El hombre va apurando su paciencia, yel astuto vendedor, más sagaz que la culebra en el manzano, le va sacando otros géneros hasta que le hace subir el precio; y, muy atento, dice que no puede darle, que antes le ha pedido menos de la costa. Déjale salir de la tienda, diciendo: «Vuesa merced volverá a mi casa, que del maestro que éste es no le hay en Madrid». Así que le ve fuera le vuelve a llamar, diciendo que vea otro género, con que el hombre, enfadado, se va huyendo de quien poco a poco le iba matando, y sin detenerse pasa medio portal y da en otra tienda, donde hacen las mismas ceremonias que en la primera, si no más. Al cabo de dos horas que le han estado moliendo, ya enfadado, ajusta uno en más de lo que vale, tan bueno que a dos posturas descubre diez manchas y con el calor de la cabeza se le caen las faldas, como las alas al tierno pollo cuando se quiere morir, quedando como soga deshecha que ha fregado el vidriado de una boda en casa de dueño rico y gastador. A pocos días acierta a pasar por la tienda, ve en ella al que se le vendió y dícele: «¡Famoso salió aquel sornbrero!».
      A que responde el tal sombrerero: «Pues ¿había yo de engañar a hombres como vuesa merced? No hay en Madrid mejor ropa que la que yo vendo en mi casa». «¡Tal salud tengas!», dice el paciente, y se va.
      _Parece que lo has usado, según lo cuentas  _dijo Onofre _; pero dime, ¿está siempre la escalera puesta en la horca como ahora?
      _No _respondió Juanillo  _, que el estarlo hoy da señales de algún ajusticiado.
      Sacolos de duda un muchacho que, tocando una campanilla, declaró ser ajusticiados, pues sus voces decían:
      _¡Hagan bien por el alma destos hombres!
      Preguntole Juanillo:
      _¿Cuántos son? ¿Más de uno?
      Y respondió el muchacho:
      _Otro.
      _No parece bobo el tamaño _dijo Onofre _, según te ha respondido.
      _No lo profesan ellos _prosiguió Juanillo _, que son maestros del dos de bastos y su habitanza es debajo destas armas reales con otros de su porte; y no les falta para hacer saltar la taba y sustentar sus personas en el ínter, que hay panaderos tontos, fruteras descuidadas y compradores divertidos. Y lo que más los engorda es un día déstos, que como acude mucha gente que gusta de ver estos trabajos y se aprietan unos con otros, no sienten el que estos inocentes degüellen las bolsas a los descuidados.
      Aquí llegaba Juanillo, cuando media docena de ciegos venían con grande furia sacudiéndose el polvo a palos, como suyos, dados sin mirar a quién, y, sabida la causa, era sobre quién y cuántos habían de estar debajo de la horca aquella tarde rezando por el alma de los que habían de ajusticiar. Pusiéronlos en paz dos tuertos y un bizco, a tiempo que, volviendo la cabeza Juanillo, vio al verdugo que registrando estaba la escalera, y el verle fue causa que, perdiendo el color, se ausentase, sin detenerse hasta que atravesó la plaza, huyendo como de la muerte. Siguiole Onofre, y así que se detuvo le miró el rostro para preguntarle la ocasión de haberle dejado solo; y viéndole de color mortal, le preguntó qué había sido la causa de su turbación, que tan otro estaba. A lo que respondió:
      _Déjame, Onofre, que sólo el ver aquel hombre que ejecuta la justicia ha sido causa de haberse turbado todos mis sentidos, y sólo pido a Dios que me tenga de su mano, que el corazón parece que no cabe en el lugar que siempre ha ocupado, según los golpes que dentro da. y no es el miedo parte, pues quien a nadie ofende no tiene qué temer: pero no puedo negarte la turbación que me oprime en viendo, no sólo a este hombre, pero a cualquiera que tenga vara de justicia en la mano, que más quiero pedir por Dios toda mi vida libre de penas y desasosiegos que cuanto hay en el mundo, si siendo dueño de todo había de tener que hacer la justicia conmigo. Témola porque representa la persona del Rey, y el Rey la de Dios; y como es Dios quien me ha dejuzgar, en viendo vara dejusticia me parece que la aprehensión, apoderada de mis oídos, dice: «¡Juicio!».
      _Bien estoy con que se respete y ampare y tema a la justicia _ dijo Onofre _, pues por ella vive en su casa cualquiera seguro, pero que se desfigure un hombre de tal calidad, que parece que ha llegado el último vale de su vida, parece cobardía; y el tener respeto y temor a la justicia la llaman los discretos cuartana de los nobles, y aunque en sangre no lo seas, has manifestado el serlo en proceder, que es nobleza que granjea cada uno por sí, y no es la peor, que lo adquirido más lauro merece que lo heredado, y no desmerece asiento entre los buenos en sangre el que lo es en costumbres y proceder. Y, volviendo a tu turbación, no me espanto si cuando viste al verdugo te acordaste de que su mujer con ofrecimientos te llevaba a su casa para que le sirvieses; y pues el color, ya restituido, va ocupando su lugar y el habla sosegada dice que ha huido el temor, dime, por tu vida, ¿qué hacen aquí tantos hombres juntos? Que su adorno me da que notar, pues veo unos que parecen molineros y otros de harto trabajoso vestido, y todos me parece que deben de aguardar una misma cosa.
      _Éstos _respondió Juanillo _ son guzmanes. Y aquí hay harto que notar, pues no todos son del arte que les da de comer, que aquí hay maestros de la albañilería y carpinteros que llaman de obras de afuera, y otros que llaman peones, que son los que amasan el yeso a los albañiles, y en sabiendo tirar cuatro pelladas luego son maestros y juegan de dórico y compuesto, siendo ellos los simples de que el compuesto se hace. Otros hay que ayudan a dar recado, entre los cuales hay muchos a quien faltó el caudal y se vienen aquí a buscar en qué ganar un pedazo de pan. Y para que notes el pago más ordinario que da el mundo y que nadie puede decir «Bien estoy y seguro», pues aun los huesos no lo están después de enterrados, repara en aquel hombre de la capa negra que tiene el rosario en las manos, que yo le conocí tejedor de sedas con ocho telares, que todos trabajaban y su amo comía; y como ya la obra de Castilla no vale nada, porque las gaiterías extranjeras la han arrinconado llamándola groma porque dura (y no reparamos en que el extranjero trae las telicas de cebolla y se lleva el paño de Segovia para su gusto y se ríe de nosotros); en fin, este hombre se perdió faltándole el caudal con las huecas de estos infames usos, ayudando a ello mal tiempo, hijos y enfermedades, obligándole la necesidad a venir a ser peón de albañil.
      Mira aquel que tiene el medio panecillo en la mano, que se limpia los ojos a la capa, y creo que no es porque los tiene malos, que la causa será el sentimiento que en acordarse de tiempos pasados surte a los ojos. Era mercader joyero y su corta suerte le ha traído a este estado. El otro día salió del hospital, y los amigos que tenía huyen dél en viéndole, como si fuera un apestado. Pero ¿qué mayor peste que la pobreza? Sólo un amigo ha sido el que no le ha faltado del lado, que es el perro que ves junto a él. Repara en aquel que toma tabaco: cuatro años ha que valía su hacienda diez mil ducados y vivía quieto y regalado; y aun eso imagino que le ha echado a perder, pues se metió a arrendar una de las sisas que tiene el vino y le sisó el sosiego y la hacienda. Ha estado preso y por pobre le soltaron, que la necesidad le obliga a venir a buscar quien le dé en qué ganar un real.
      _Y aquel que manotea tanto _preguntó Onofre _, tan azulado de valona, ¿es maestro?
      _No _respondió Juanillo _, que también viene a buscar quien le ocupe: ha sido juez de comisiones.
      _¡Qué dices! _replicó Onofre_. Y ¿ahora viene a esta miseria?
      _No hay que admirarse deso  _prosiguió Juanillo_, que un juez de comisión se compone de un rodrigón que, despedido en la casa en que sirve, con favor de criado de don Fulano le dan una comisión, con que le hacen de hombre langosta, pues va a cortar las haciendas a los pobres labradores. Y más monta el tanto de sus salarios que el principal de el negocio, y algunos vienen de la diligencia molidos a palos; y tiene buen gusto quien tal diligencia hace con ellos, que más son ladrones que jueces de comisiones, si acaso hay diferencia entre estas sabandijas.

      Perturbolos la plática alguna gente que siguiendo a unos ministros venía, y, apartándose a un lado, notaron que era un hombre que, asido de una mujer, decía haberle sacado veinte reales de la faltriquera, que los llevaba para comprar de comer. La mujer negaba a vueltas de lágrimas y buen rostro, con que los que cerca se hallaban volvían por ella ultrajando al hombre con palabras pesadas (bravo engaño es debajo de buen rostro malas mañas; lición es del Demonio, pues para engañar a Eva se valió sólo de un buen rostro). El hombre iba hecho una sierpe, y decía:
      _En esta faltriquera la cogí la mano _señalando a la de un lado_. Y perderé el dinero si la miran y no lo hallan.
      Con que un ministro, habiendo reparado en la instancia del hombre, se determinó a mirarla, y para hacerla mejor la fue guiando a un portal para ejecutarlo con menos gente.
      La mujer se hacía muy pesada, con que dio bastante indicio, a tiempo que un hombre que detrás iba de la mujer vio que dejó caer en el suelo dineros, y llamando a la justicia, los dio aviso, diciendo que mirasen que aquella mujer dejaba caer el hurto en el suelo. Levantolo el dueño y dijo: «Un real de a cuatro falta. Miren vuesas mercedes». Hízolo el ministro, y de unas bolsas de lienzo, que parecían talegas de alcamonías, se le sacó.
      _Señora remilgada _dijo el dueño del hurto _, ¿será razón llamada ahora ladrona? Mire si ha salido a luz mi verdad y su infamia.
      La justicia, como vio la razón que tenía el hombre y reparó en que la mujer había enmudecido, tomaron su dicho, nombre y casa al hombre, y a la señora inocente llevaron a enjaular, para prevenirla posada, en frente del Hospital General. Apenas se fue la justicia cuando de entre la gente que se había llegado salía dando voces un sacerdote, forastero al parecer, diciendo:
      _¿Hay mayor infamia y atrevimiento que a la vista del castigo se esté robando? ¡Que tal pase en este lugar!
      _ ¿Qué es eso _preguntó un hombre_, señor licenciado? ¿Qué le ha sucedido a vuesa merced?
      A quien respondió el sacerdote:
      _¡Qué quiere que sea! Aquí llegué a ver este alboroto y aquí me han alborotado mi sosiego,pues me han sacado veinte doblones de una bolsa, y hasta dos pañuelos.
      Miraba las faltriqueras y decía que no le habían dejado cosa en ellas; daba vueltas y miraba al suelo: propia acción del que pierde algo inclinar la vista a la tierra por ver si lo halla, y lo mismo hace el que se halla algo por ver si hay más; nadie pierde mayor ni mejor alhaja que el tiempo mal gastado
      _No seré yo tan dichoso _decía_ como aquél que topó el ladrón y el hurto. Pero ¿dónde le he de buscar yo, que ya estará media legua de aquí?
      Y también podía ser estar mirando y oyendo lo que pasaba, que bien de ordinario sucede. Onofre, atento a todo, estaba como fuera de sí, diciendo:
      _ ¿Es posible que a la vista de un suplicio donde se ha de hacer justicia, se atrevan a un sacerdote? ¡Oh, lugar confuso!¡Oh, confusión del mundo!
      _Vamos de aquí_dijo ]uanillo _, que estas cosas suceden tan de ordinario que no hay que espantarse. Y pues es hora de almorzar, sígueme.
      Hízolo Onofre, y a pocos pasos entraron en una casa donde pidieron lo necesario y con brevedad fueron servidos. Y a poco rato vieron un hombre que, llamando a la dueña de la casa, la dijo:
      _Vuestro marido queda preso en la cárcel de Corte.
      _¡Mi marido! ¿Por qué? _preguntó la mujer.
      A lo que el hombre respondió:
      _Porque él se tiene la culpa, que los hombres han de andar cuerdos y atentos con la justicia. Salía de la carnicería con un cabrito y,llegando un alguacil a mirarle, no lo consintió, y porfiando el ministro en que lo había de hacer, se resistió sacando la espada. ¡Miren qué desatino en un hombre como Domingo! Forzosa cosa será que vuesa merced tome su manto, que aquestas son cosas que no quieren dilación en el negocio, y yo voy en el ínter a la cárcel y allí aguardo.
      Fuese con esto, y Onofre preguntó a su amigo quién era el dueño de la casa que se atrevía a una resistencia formada con la justicia.
      _Parécele juguete tal acción, debiendo andar prudente y cortés, pues sabrás _dijo Juanillo_ que el que ha hecho la acción que has oído no tiene más dignidad que ser tabernero, y ayer era mozo de pellejos. Ha tenido buena suerte en esta casa, donde ha ganado para tener alas cuyas plumas son de oro, plata y cobre, y no repara que son parecidas a la estatua de Nabuco, que al primer vaivén de la fortuna no faltará una china que la deshaga. Yo sé que ha dado en un valle que le han de hacer aplacar los tufos, aunque imagino que saldrá bien de todo, porque tiene el todo, que es tener dinero. ¡Oh, buen Dios, lo que puede! Bien puede Marina sacar la hucha y llevarla a la cárcel, que en estos lances no hay favor como el oro.
      A este tiempo ya Marina se había adornado; el manto era una capa de paño verde, con el cuello de terciopelo del mismo color, que sus señas decían: «Soy de un lacayo», memorias que guardaba Domingo para acordarse de sus obligaciones. Marchó dejando encomendada la casa a una amiga suya, que en la cara se le conocía haber gozado de lo gálico: verde que pacen los machos de SanJuan de Dios.
      _Paguemos_dijo Juanillo_ y vámonos; que la visita de la cárcel hoy no se puede perder, y veremos qué le dan a Domingo por la valentía.
      Así que salieron a la calle ya entraba la justicia, con el rigor que se sabe, a embargar el hacienda, como lo hicieron, cerrando la puerta.
      Hombre o mozo de tabernero (que, siéndolo, también lo serías de los pellejos, y aunque ahora no lo eres, lo has sido, y es fuerza que las heces te hayan quedado), ¿qué importa que tengas cuatro reales, si no tienes prudencia y eres humilde? ¿Y qué importa que tu hacienda sea ganada con gotas de sudor, si las vendías a precio de vino? Si quieres aumentos, busca humildad desterrando de ti la soberbia, que para nada es buena¡ sólo sirve para caer, como lo hizo el ángel más hermoso que había en el cielo. Y para que veas el estado a que viene la soberbia, escucha: Cinaras, mujer hermosa, tuvo siete hijas, llevando a su madre en la hermosura muchos realces, pero tan soberbias que, enfadados los dioses de su demasía, las convirtieron en siete gradas de un templo para que fuesen pisadas de todos. Guárdate tú no quedes convertido en pez y tu hacienda en agua.

DISCURSO SEXTO

A

manece el día, deseado de todos, quiere el Autor de las cosas criadas manifestar sus luces desterrando las confusas tinieblas de la noche para que el hombre deje de ser ingrato a tantos beneficios y, ya otro, conozca la deuda en que le está a Dios que le ha criado. Despierta antes del amanecer y vase vistiendo, deseando entre el día sólo para su comodidad, su gusto y su ganancia. Sale de casa sin acordarse que hay muerte y que todo su ser puede dejar de ser en lo breve de un pensamiento; y aunque se contempla a la imagen y semejanza de Dios, no le da gracias de que le ha sacado de entre los lutos de la noche, imagen de la muerte, y toda su priesa es por ir a engañar a su prójimo o buscar ocasión de murmuraciones o entretenimientos excusados.
      También amanece para el bruto, pues criatura es de Dios. Levántase en la cueva donde habita, dejando caliente el lugar que de lecho le ha servido, extiéndese y entre desperezos encorva el lomo y abre la boca: levanta la vista al cielo y luego la inclina a la tierra.
      El pajarillo sale del nido y a la puerta de su estrecha vivienda, con el agudo pico pule sus alas, extendiendo cada una a compás de una patilla, y,viéndose en el deseado, día empieza su canto. El pez, que en lo lóbrego de su estancia pasó la noche quieto y encogido, viendo el día retoza con los cristales, y después de muchos brincos, causados de su alegría, saca la frentecilla de plata levantando la vista al cielo. Este pececillo seguro amanece, a su entender: que después de muchas fiestas y escaramuzas a que le mueve su alegría por las luces que goza (que el levantar la cabecilla al cielo es darle gracias del bien que recibe), parte luego bullicioso a buscar sustento, y sin pensamiento de hacer mal, da en el garlito o la red y queda preso o muerto. El pajarillo sale de su nido a ver la claridad y, para dar gracias a su Criador, mueve la sonora voz mirando a todas partes, dando nuevas a las aves que ya
ha venido el día y ha manifestado sus luces. Levanta el vuelo para buscar alimento: ve una verde zarza y enderézase a ella para descansar de los retozos que por el aire ha dado, e, inocente de que el desvelado cazador tiene enredada la zarza de engaños, queda preso en la vareta, ultrajada su pluma, ajados sus hermosos colores, y con la lucha a que le ha ocasionado el verse preso, ya herido o muerto. El animal, que de la cueva poco a poco va saliendo, llega a la bruta puerta, mira al cielo y estremécese abriendo la boca, con que en su modo da gracias al Autor de todo. Sale seguro, a su entender, a buscar alimento, sin reparar que el montero ha estado toda la noche sobre la cueva aguardando a que salga, y así que le ve, le tira y queda muerto. El bruto, el ave, el pez, todos dan gracias a su Criador de la vida que gozan, sin aspirar a más, y sin hacer mal mueren impensadamente.
      ¡Ay de mí, miserable gusano!, que siendo hecho de tan hermosa arquitectura, a quien Dios dio dos ojos, dos oídos, dos manos y dos pies, y un discurso tan penetrante, no le aplico al conocimiento de que tengo un alma no más, y que si falta la vida (que puede ser) y me hallo mal prevenido la muerte, no tengo otra vida a que apelar para curar el alma ni otra alma que salga a pagar las deudas que causé viviendo, y pudiendo aspirar a una vida eterna, mal logro el mayorazgo que es mío ofendiendo al Padre que me le dejó, dándole causa para que me eche su maldición, como a hijo desobediente, y desherede de lo que por mío señaló.
      Sale, con fin de hacer mal, un hombre de su casa, casa donde habita de noche, es de vecindad, donde viven otros, aunque malos, mejores que él; y sin santiguarse ni mirar al cielo, sólo mira a la tierra, que le parece mucha y larga para llegar adonde ha estado pensando toda la noche. Guía sus pasos a Provincia en busca de un alguacil conocido, que no faltan ministros que conocen a éstos y ya los entienden su flor, que es flor que usa la serpiente llamada hiena, que tiene instinto de aprender los nombres de los pastores que habitan donde ella y, llamándolos de noche, los ocasiona a que salgan de sus cabañas y luego los mata. Así, este hombre anda de día vigilante a los pecados ajenos: nótalos y aprende las casas y nombres de los que pecan para luego matarlos llamándolos por medio de la justicia. ¡Oh vil serpiente con voz y rostro de hombre! Llegó uno destos de quien hablo a Provincia y halló con quien desahogar su infame pecho a tiempo que Juanillo y Onofre, pasando por allí, repararon en el hombre y, parándose, como quien no hace caso de aquello mismo que desea ver, oyeron que el alguacil decía que guiase; y Juanillo dijo a Onofre:
      _Sígueme: verás una de las vilezas que los que las profesan usan en este lugar.
      Hízolo Onofre y a breve instancia dieron en la calle del Arenal, y en una casa harta de viviendas y hambrienta de entradas se metió la guía y en su seguimiento la justicia.
      A poco rato salieron con la caza, que era una mujer de honesto adorno, tapado el rostro, y un hombre de buen parecer, que venía entre el alguacil y el escribano.
      _ ¿Qué te parece_dijo Juanillo _lo que vas viendo? Pues sabrás que el honrado que guió a este lance es cañuto del fuelle de la fragua de Vulcano. Mira cómo se queda dentro, pues cuidado y verás cómo sale a su tiempo y se atraviesa al paso para el ajuste; que a éstos ya los conozco yo y sé su modo de vivir.
     Fuéronse los dos amigos a lo largo detrás de la justicia; y al llegar a la escalera de piedra de San Ginés los cogió de cara el cierzo, haciéndolos detener; y sus primeras razones fueron decir al preso.
      _¿Qué es esto, señor Fulano? ¿Va vuesa merced a la cárcel? Mire si manda algo en que le sirva, que amigos son estos señores y harán por mí cualquiera cosa.
      A lo que dijo el preso:     

      _A la cárcel me llevan estos señores, y los he suplicado dejen a esta señora, que es casada y como no me conocen no han querido hacerme favor.
      Entonces el fuelle apartó al alguacil a un lado, y, estando hablando con él, el preso se subió la escalera arriba y, de lo alto, dijo, quitándose el sombrero:
      _Regalen vuesas mercedes a ese caballero, que yo le prometo de satisfacerle el agasajo. Y esa señora, por mujer siquiera, la pueden dejar, que yo los encomendaré a Dios que los libre de soplones.
      El ministro quedó haciendo el papel de un confuso, y el fuelle, sin poder respirar (como le faltó el aliento que a su entender ya tenía en la bolsa), mirando al alguacil, brotando parte del veneno de sus podridas entrañas, le dijo:
      _Si vuesa merced le dejó suelto, ¿qué quería que hiciera?
      ¡Vil soplón! Si querías ajustar el que no fuese ese hombre a la cárcel, ¿por qué te pesa de que haya huido? Respóndeme luego, que no he acabado contigo. En fin, desterrando la confusión, el ministro dijo a la mujer:
      _ Vuesa merced, señora, váyase con Dios. Y mire por la enmienda: que otra vez, aunque sola,la he de llevar a la cárcel.
      Fuese, con esto, al paso de quien huye, y volviendo la justicia al soplón, le dijeron si mandaba algo. A que respondió aturdido:
      _Váyanse ustedes con Dios, que yo me he de ver con este caballero para decirle cómo ha usado tal término con hombre como yo;  pero a un beneficio, una mala correspondencia es muy cierto.
      Esto cierto es que lo diría por la gente que lo oía, que para la justicia, que ya le conocía, no era necesario. Hiciéronle ir, y él hubo menester poco, no porque la vergüenza fuese la causa, que estos tales la vendieron en la cuna. ¡Quiera Dios nuestro señor, fuelle de Satanás o cierzo del Infierno, que viento des a la barca de Aqueronte! ¿A esto madrugaste, después de desvelado toda la noche hasta ver preso el pez? ¿Para esto usaste de la más vil obra que hacen los hombres, si acaso son tales como tú? Respóndeme, duende convertido en aire pestilente. Dirás que lo hiciste por evitar un pecado mortal, por atajar un escándalo y por limpiar tu casa, que ya sé que vives en ella y que vives de lo que tú sabes y todos sabemos. Mientes si tal dices. ¿No bastaba conocer a ese hombre y mirar que debes querer a tu prójimo como a ti mismo? Pero por conocerle lo hiciste, que sabes que tiene qué gastar y pensaste que te tocara a veinte por ciento. El sueño del ciego fue para ti, que mala yerba eres; a la cicuta te comparo, fría y venenosa. Medio desesperado vas porque no se ha hecho a tu gusto lo que querías, mira no te mueras de pesar, que Filistion Niceo murió de risa y Filípides de gusto de un vencimiento poético. No mueras tú de un susto, que suele helar la sangre, y procura, para que no te lleve arrebatadamente otro aire más fuerte que tú,  traer plomo en los pies (como lo traía Filetas, poeta elegíaco griego, de quien afirma Eliano que, para que el aire no le llevase, traía en los zapatos gruesas suelas de plomo): mira que tú andas muy ligero y que el aire de la muerte no se descuida. Sólo te digo que te vayas para quien eres y te lleves esta advertencia hacia allá, y ten cuidado con ella: el testigo falso engendró al soplón y por obra tan infame salió condenado en ducientos azotes, Mira que sigues su rumbo y que te consuelas con decir que tales sustos los echas a la espalda.
      _¿ Qué te parece, amigo Onofre _dijo Juanillo_, lo que vas sabiendo más en este laberinto del mundo? ¡Mira si ha salido todo verdad! Pues aguarda, que no se ha acabado la historia: mira el que llevaban preso cómo sale de la iglesia y se va a la justicia con mucho sosiego; mira cómo los saluda y ellos a él, escucha, que en buen lugar estamos para oír.
      _Agradecido estaré toda la vida_dijo el hombre_ al agasajo que se ha hecho conmigo. Y, a conocer valía algo el interés, le diera con sobrado gusto; pero ya saben mi posada y, pues me conocen, me pueden mandar.
      _ Esto no se ha hecho por otra cosa más que por conocer que con hombres como vuesa merced para la enmienda no es menester ejecutar castigo _dijo el alguacil_, y por que el soplón no haya logrado su desvelo.
       Despidiéronse, y el hombre guió a la plaza, a quien hizo volver el rostro Juanillo, que en voz alta dijo:
      _¡Oh ministros extraños a todos los nacidos que salieron al mundo para serlo, pues, desinteresados, os diferenciáis de todos, Buena pascua os dé Dios y mala al soplón, sobre el mal rato que le habéis dado!
      Sonriose el hombre y Onofre se llegó a él, diciendo le hiciese gusto, para sacarle de dudas, decirle el suceso; que, aunque habían visto gran parte dél, no sabían lo interior.
      A quien el hombre dijo que estando hablando con aquella mujer entró la justicia; que luego le conocieron, por ser amigos; que le dijeron cómo los había dado el punto aquel hombre y que había de salir al paso para el ajuste.
      _Que les había dicho cómo era conocido mío; como es verdad _prosiguió el hombre_: que le conozco de una tarde que le libré de manos de unos que, infamándole de soplón, le querían dar su merecido. Díjome el alguacil que por quedar bien con él (que de en cuando en cuando los socorría con viento), llegase hasta San Ginés y allí me entrase, y que luego dejarían la mujer. Después ha pasado lo que vuesas mercedes han visto, pero yo le haré que se acuerde de mí.
      Con esto se despidió, quedando Onofre espantado, diciendo:
      _¡Famoso día tendrá el soplón! ¡ Que haya tales hombres en el mundo! Aunque no mirara el haber nacido cristiano, se había de acordar que le debía aquella acción de librarle la vida de quien le quería ofender. ¡Yque haya pretendido tal infamia!  

    _ ¿De eso te espantas?  _dijo Juanillo  _. Hay en Madrid un sinfín de éstos. ¿Piensas tú que la justicia hiciera tantas prisiones como hace si no fuera por el aliento de estos huracanes? En sus oficios se están paseando o sentados hasta que llega el aire y los desencoge. En el campo, cerca de los pueblos, se crían cardos silvestres, y, aunque silvestres, echan su flor en una como alcachofa. Cuaja esta flor simiente y, seca, se cae dejando el lugar donde fue congelada, que es un círculo redondo, tan sutil, que parece ser hecho de aquellos átomos que descubre el sol cuando entra por parte tan angosta que le niega lo franco.
      Sécase el cardo y de entre sus hojas saca el aire de octubre aquel círculo sutil y trae a los pueblos volando por su esfera; en viéndole los muchachos cómo vuela por el aire y corre por la tierra, le llaman milano y procuran asirle, hácenlo, aunque con algún cansancio, y en cogiéndole en las manos, le dan un fuerte soplo para que vuele a su gusto. Estos niños con alma sincera le avientan a soplos porque ven que no hace daño el levantarle del suelo ni aventarle y a ellos los sirve de entretenimiento; pero el soplón da un soplo al ministro o milano que quieto en su lugar se está, para que vuele, para que haga daño, para que, si pega el pájaro en la liga que a puro soplo ha puesto en su vara, le dé parte de la pluma que le ha de quitar. Atrevido aire de octubre que a ese milano sacaste de su quietud (que por talla tenía, aunque entre hojas secas) y le has traído adonde canse e inquiete a esos niños, pero ¿para qué hemos de reñir a este aire, pues no hace más daño que cansar y moler a aquellos niños y también los entretiene? Pero tú, aire cruel del Infierno, que interrumpes y deshaces la quietud del ministro que sosegado se anda paseando con el rosario debajo de la capa por que no le vea otro compañero suyo que no es aficionado a cuentas y le llame santurrón camandulero (que hasta en el rezar ha entrado el vituperio y la murmuración), y puede ser que esté pensando en cosas que importan a su alma, ¿para qué le desacomodas de su quietud? ¿Para que vaya a hacer mal a su prójimo? ¿Para que si hay ocasión eche veinte juramentos? ¿Para que te dé algo de lo que ha de quitar al otro? Buen amor tienes a tu prójimo, buena lición sacaste de la escuela de amor; sin duda llegaste después que había trocado armas con la muerte, pues tu amor mata. Mira que hay muertes desprevenidas y que no andas seguro debajo de tejados ni canalones; mira que Esquilo, siendo hombre de mucha razón, sentado en el campo estudiando le mató una tortuga que dejó caer un águila, dándole en la cabeza de tal suerte que de la grave herida murió. Mira que tú vives de hacer mal y que no sabes si tu castigo está prevenido en tu lecho. Mira que no mereces que te llamen hombre, pues a Dios nombra quien nombra hombre. A ti te han de llamar camaleón, pues le sustenta lo que a ti, pero con diferencia que el camaleón cuando abre la boca para recoger el aire da gracias de camino al que crió tal elemento y no daña con él;
pero tú recibes el aire como sabes y para que te sustente le arrojas con que dañas y matas,que tus entrañas producen ascos de peste. Sólo te digo, para dejarte, que no te juzgo, que te digo quién eres; que el juzgar le toca a Dios, a quien suplico nos juzgue con toda su piedad y misericordia. 

     _Bien le has castigado de palabra  _dijo Onofre _, aunque mucho más merecía, pues ni de los mandamientos de Dios ni de las obras de misericordia se acuerda el que sólo estudiacómo hará mal a otro.
      _Aguarda _dijo ]uanillo_, que lance semejante no se puede perder. Pues nuestro entretenimiento es recoger hoy bazas perdidas, o, por lo menos, parecernos mal sus descuidos, repara en aquellas dos damas que allí vienen, que, aunque bien vestidas, son muy desgarradas. Y a fee que las conocí yo con diferente adorno; que aquella de las puntas en el manto, que son de tramoya, con ella las ha ganado; yo me acuerdo cuando asaba castañas al lado de una que decía ser su tía, y la tal tía vendía por menudo su mercaduría. Sacola de menores y pasó a medianos un estudiante hijo de un mercader lencero de los que traen la tienda a cuestas, y luego un mozo de mulas la puso en mayores, aunque para ello vendió el caudal, echando la culpa a la careza de la cebada; y ya es mujer de cuarto de casa, estrado y criada, y no falta quien la da coche algunas veces; y en verdad que, fiada en su cara, anda muy barata y se da mucha priesa. Ella dice que buenos son muchos pocos, y si se descuida la han de condenar a zarza, porque es de la calidad del Diablo, que a nadie desecha ni hace asco de cosa, sin reparar las miserables el mal fin que tienen todas ocupando las camas de los hospitales o las puertas de las iglesias, tullidas y llagadas, sin poderse menear, pudiendo reparar con tiempo en la causa de su mayor hermosura, que es el adorno. Sin el adorno, como amanece y tomando un espejo, contemplaran la falta que las hace la falta de las galas; el cabello descompuesto y sin el cuidado ordinario, qué poco las adorna; mirando el color del rostro, pálido y a trechos amarillo, qué ajeno está de la hermosura; los ojos con ojeras y legañas de haber estado aquellas breves horas cerrados, miraran los labios cárdenos, el aliento pesado y enfadoso: todo causado de una noche que para descansar se acuestan. Y si esto que sirve de descanso desfigura tanto, ¿qué hará una enfermedad? Y si contemplaran en la enfermedad no estuvieran lejos de acordarse de la muerte; pero ellas sólo estudian el ejercicio de desnudar a los hombres para vestirse y adornarse. ¡Mira qué presto que hallaron las arpías con quien hablar, que ya cecean a aquel alguacil! Escucha, que en buen lugar estamos para oírlas.
      Llegó el ministro a ellas y, después de saludarle, la una le empezó a reñir: cómo en tantos tiempos no la había ido a ver, que bien se conocía el tener nuevo gusto, y que bien recibido había sido siempre. A lo que respondió el ministro que ocupaciones precisas no le daban más lugar, que mirasen si mandaban algo, porque tenía que hacer. A lo que la una dijo:
      _Esta tarde le hemos menester a vuesa merced, que doña Inés _señalando a la compañera_tiene un particular que hacer, y es con un indiano de los que han venido con la flota, que bien se le conoce ser hombre de hacienda, pues a la primera vista la ha dado veinte pesos para las puntas de un manto. Ha pasado a Castilla a ver sus damas y ha encontrado con ella, y la picarona bien sabe embobarle con sus melindres. Y creo para mí que esta tarde va para despedirse, y así, a las seis aguardamos; la portera estará avisada, que es aquella buena vieja, antigua en casa, que bien conoce vuesa merced.
       Despidiéronse con esto y el alguacil dio palabra de ir, y con el acostumbrado desgarro prosiguieron su viaje.
      ¡Vil mujer, hija del Nilo, astuto engañador cocodrilo que en sus engañosas riberas te has criado, que lloras para matar al hombre que te está favoreciendo! ¿ Qué razón darás a tan justas quejas como contra ti da la misma naturaleza, pues a quien te alienta quieres matar? El león es el animal más fiero que hay, y si recibe un beneficio del hombre, agradecido, le sirve toda su vida. Dirás que es forastero, que se ha de ir y dejarte, que es rico, que pague bien el gusto que ha tenido. Esto respondes, falso animal, caballo desbocado que al dueño que te ha lavado, regalado y peinado, querido y estimado le matas de dos coces o le despeñas. Sobrada paga era a lo que tú mereces, según quien eres, cuatro reales de plata. ¡Mira qué agradecimiento das a lo demás! Un pájaro hay bien conocido a quien llaman torcecuellos, a éste le dio naturaleza la lengua diferente que a otros pájaros, pues es delgada como un hilo y larga. Éste con particular instinto busca los hormigueros más copiosos y allí se echa, sacando y tendiendo la lengua a la puerta de aquellas ambiciosas afanadoras, ellas, codiciosas del sabor de la carne, se enlazan en ella y, en estando toda cubierta de hormigas, abre el pico y sepulta en su seno todas aquellas vivientes, metiendo dentro la lengua cargada de hormigas, como erizo de madroños o manzanas. Peores sois que este pájaro, que, aunque mata, es a quien nunca le ha hecho beneficio: pero vosotras matáis al mismo que os sustenta. Éste una vez mata: vosotras, muchas veces: éste cierra los ojos para engañar, vosotras los abrís para ofender a Dios y al hombre. Éste le dio naturaleza la pluma que le adorna y siempre se reconoce deudor, pues cantándola endechas agradece el beneficio. A vosotras os da el vestido el hombre y le procuráis matar: peores sois que el Demonio, pues por meter el pecado en el mundo se valió de vuestro rostro y nombró por su abogado, siendo vosotras el principal instrumento para que entrase la culpa por los puertos de la naturaleza.¡Desdichado es el hombre que en el mesón del mundo, donde ha de vivir, topó consorte de vuestro humor, y dichoso aquel a quien cupo mujer honesta y virtuosa, que es toda la dicha del siglo!     

       _jVálgame Dios _dijo Onofre _, amigo Juan! ¿Esto hay en Madrid? ¿Es posible que no teman estas viles mujeres la justicia de Dios, sin dar el oído a sus amenazas y reparando en las ganancias del pecado? Pues todo su caudal es comerse de cáncer sus miembros y consumirse poco a poco, agregándose a este achaque otras enfermedades graves, como la lepra, asma, perlesía, hidropesía, el no poder lograr la comida en el estómago con desgana de ella, el frenesí, la lengua pasmada, la gota y otros achaques tan graves y más llenos de penas, desasosiegos, inquietudes y dolores. jYque tan sin rienda pequen por tan viles modos!
      _ ¿De eso te espantas? _dijo Juanillo_. Hay tantas que usan esta flor que para mí no es novedad por ser tan plático.
      _jOh bondad infinita!_replicó Onofre_. ¿ Qué más hace la víbora que estas mujeres?Que, aunque hace reventar a la madre que la cría, ya es obra de naturaleza; pero lo que éstas hacen es obra del Demonio, que mete al hombre en el pecado y luego corre el velo y toca la campanilla para que todos le vean y su misma afrenta le mate. Aun no hace
tanto daño el cuervo en sacar los ojos a la madre que le cría. Baste, sierpe lasciva, que para nombrarte te llamen mala y luego mujer. Vamos,Juan, que no quiero ver en este lugar más de lo que he visto, que para perpetua admiración basta.
      _Aún no has empezado _respondió Juanillo _ y ¿ya te enfadas? Ten paciencia; que hay mucho más que saber y ver, que éstas son cosas que los hijos deste lugar las tenemos por tan comunes como un domingo cada semana.
      Sus pasos guiaban los dos amigos a la calle Mayor cuando un Kyrie eleison de un sacristán que junto a la cruz de su parroquia iba los hizo detener: era un entierro, y por ver la ostentación que llevaba se detuvieron. Iban ocho religiosos, los hermanos de San Juan de Dios, que llevaban el cuerpo; los niños de la Doctrina y Desamparados, todo el Cabildo, veinte y cuatro pobres con sus hachas de cuatro pábilos, muchas cofadrías y sus mayordomos con cetros. El cuerpo iba en una caja, cubierta de bayeta, y detrás mucho acompañamiento pardillo. y antes de llegar el cuerpo a la iglesia, se detuvo en el ínter que dijeron un responso, a tiempo que los testamentarios, que en sus razones se les conoció el serlo, al llegar donde Onofre y Juanillo estaban se detuvieron, preguntándolos otro que iba en el entierro que cuántas misas había dejado. A quien respondió uno de ellos que ciento, y que en cuanta hacienda dejaba no había para pagar deudas y entierro. Estirase de cejas el que preguntó, y el entierro anduvo.
      Hombre, que no eres más que un vil gusano, a quien después de muerto aborrecen los mismos que cuando vivo le amaron, pues ya no hace más que causar horror y espanto,¿para qué quieres honra fantástica? ¿De qué te sirve después de muerto? Procura honra en el alma, que es sólo la que entre los muertos vive.
      _Anda acá, Onofre _dijo Juanillo_: le encomendaremos a Dios y preguntaremos quién es.
      Fueron, y en la iglesia notaron un aparato como para un príncipe: estaba toda la tierra enlutada, veinte y cuatro blandones de plata para las hachas que llevaban los pobres (que a puro atizadas ya iban demediadas), toda la música de la capilla real, y la tumba tenía alrededor más de ducientas luces.
      _¡Válgame Dios! _dijo'Onofre_. ¿Quién será éste, que con tanta majestad viene a la tierra?
      Preguntolo a un hombre que había acompañado el entierro, y respondiole que era un bodegonero de la calle de las Velas.
      _¡Válgate Dios por bodegonero!_dijo Juanillo _. ¿No era mejor ajustar un entierro de moderado gasto, acordándote quién eras y eres, y no dejar que notar? Con doce sacerdotes y una cofradía tenías harto para hombre de tu esfera, y no tanto aparato y tan pocas misas; ¿por qué no te acordaste de tus padres y de tus parientes y bienhechores, que por tales podías tener a cuantos han comido en tu casa? ¿Por qué no reparabas en que había almas en el Purgatorio y que en Madrid se da limosna para redención de cautivos, y que hay pobres viudas y huérfanas doncellas? Esto sí que luciera más que las hachas quellevan los pobres. Tú, sin duda, te aconsejaste con alguno de tu oficio, que de ordinario son zafios y gente que sólo entiende en la ganancia que deja la tajada con dientes y el picadillo de livianos de vaca. Mal te aconsejaron en un lance que, después de muerto, no hay enmienda, y más habiendo tenido un trato como el tuyo. Quiera Dios sea sólo el cuerpo el que pereció y no el alma, que si la llevas hambrienta de caridad no has de poder socorrerla, aunque te hallaras allá con lo que sobraba en tu mal bodegón, que en lugar de darlo a pobres lo recogías para volverlo a vender; y cuando sobraba no era por falta de hambre en los que a comer entraban, que la causa de sobrar era lo mal guisado y mala sazón de lo que bien vendido los ofrecías, y por eso preveniste tantas especias al cuerpo y te olvidaste del alma. Allá lo verás cuando de tantas veces como acá oías decir «¿Cuánto debo?», allí oyes decir «¿Cuánto nos debes?», y, volviendo la vista a la parte de la voz, ves que se acercan a ti una tropa de aguadores, esportilleros, lacayos y mozos de sillas, quejándose de ti porque dejaste su pobre hacienda en el mundo, pudiendo haberla llevado allá y repartir con ellos, contigo y con los de obligación.

DISCURSO SÉPTIMO

E

l que usa misericordia debe ser breve en la resolución, y el que airado fragua castigos debe dilatar el   juicio y la ejecución, y, haciéndolo así, excusa el arrepentimiento.

      _Divertido estaba  _dijo Juanillo  _ pensando en lo afligido de un preso el día de visitarse, y todo lo allana cuando hay juez piadoso que obra con misericordia, con que se parece a Dios. Y pues es hora, vamos a ver la visita, que hoy será temprano.
      Siguiole Onofre, ya breves pasos llegaron a la cárcel de Corte, donde a su puerta había gran número de gente, y, preguntando la causa, supieron era un ministro que había quitado la espada a un lacayo por ser de más de marca y traerla en vaina abierta, y el tal lacayo, gallego, había avisado al mayordomo de su casa y habían venido a la defensa una veintena de lacayos y una docena de pajes. Daban con demasiado brío voces, diciendo eran criados de don Fulano y que no diese la justicia lugar que lo supiese su amo. Pero como la justicia estaba en el zaguán de la cárcel, asiendo a dos, que eran los que más voces daban, los metieron dentro y cerraron la puerta, con que los de afuera apelaron a la visita. Muchos aguardaban a que abriesen y algunos llamaban, a quien el señor portero decía se fuese noramala; para él tales días de bulla son enfadosos y no me espanto; pero un preso que llevaban a la visita hizo abrir, con que todos entraron. Llevaban este preso porque traía un coleto de bien poco abrigo y defensa; que su dueño, más que por defensa, le traía por abrigo.
      Así que dentro estuvo Onofre, permitió que la admiración usase sus extremos, notando en tan hermoso edificio tanta comodidad y desahogo para los presos, cuando cerca de sí vio un hombre que batallando estaba con otro; quejábase el uno amargamente de su corta fortuna, diciendo:
      _ ¿Es posible que vuesa merced no me haya hecho más favor, sabiendo que hoy se ha de ver mi pleito, en haber examinado aquel testigo, que importaba mucho a mi negocio?
      A lo que el otro respondió:
      _A mí no me han dado blanca alguna, y, no viendo luz, yo no acierto a escribir, aunque fuera para mi padre.
      Aquí conoció Onofre que el uno era preso y el otro  escribano. Prosiguió diciendo:
      _ Vuesa merced busque dinero y tendrá buen pleito.
      _¡Qué bueno le he de tener _respondió el preso _, si se ha de ver hoy sin falta! Y con su descuido de vuesa merced qué sé yo lo que saldrá.

      Gran desdicha es el ser pobre un hombre y no hallar caridad en los que trata. Despidiose el escribano porque le llamó otro preso, quedando este primero más triste que la noche. ¿Es posible que seamos tan malos los hombres, que, no viendo el interés primero, no nos movamos para acudir al necesitado? ¡Que este escribano, que ya le habrá comido su hacienda, falte a una diligencia porque faltó el dinero! Poco premio espera del Cielo el que sólo mira al de la tierra.
      Volvió la vista al otro lado Onofre, sintiendo en su corazón estas miserias, y vio otro preso que a un hombre suplicaba le llamase a su letrado, porque salía y la visita, y el tal hombre le respondió que ya le había llamado; pero que decía que si no le daban dineros no quería venir.
      _¿Qué dineros le he de dar_respondió el preso_, si ya los llevó ayer y no se vio el pleito?
      _Amigo  _replicó el tal _, ya se lo dije, y me respondió que hoy era otro día.
      _¡Ah, pobre de mí! _prosiguió el preso_. Sin abogado y en visita, ¿qué haré?
      Paseábase apretando las manos una con otra, levantando la vista al cielo pidiéndole favor.
      A todo atendía Onofre, cuando vio que entre dos sayones llevaban a la visita a un hombre cano y macilento, que iba chasqueando dos pares de grillos muy cortos de mástil; y llegándose Onofre a otro preso, le preguntó que por qué estaba aquel hombre tan cargado de prisiones. A que espondió el preso:
      _Seis meses ha que está del modo que veis, sólo por un indicio. Y cierto que cuando le trajeron preso no traía cana alguna y miren qué tal está.
      «¡Ah, triste vida del hombre! (decía entre sí Onofre). Dime: ¿cuándo descansas?, que no sé cuándo: o ¿cómo vives con tantos trabajos y penas como entran en ti con el uso de la razón?»,
      _Vamos arriba _dijo Juanillo _, que ya creo que empieza la visita.
      Subieron y vieron que se empezaba en Domingo, el de la resistencia, y como Marina no se había descuidado, no le fiscaleó el alguacil y el escribano había escrito con pluma suave; pero, con todo, salió condenado en ducientos ducados y cuatro años de destierro y privado de aguador.
      «Si a éste le castigaran (decía entre sí Onofre) por esta resistencia, pues era justicia, no se atreviera a otro tanto alguno con más alas que éste; pero como el dinero es gran favor en todas partes, y aquí no ha tenido pereza en bullir, todo se ha hecho bien. Si le sucediera esto a un capitán harto de pasar malas noches y peores días atento al servicio de su rey, siempre buscando la muerte, opuesto a cualquier empeño y el cuerpo con más cicatrices que ochavos su bolsa, con el informe de un apasionado ministro y lo escrito de un mal agasajado escribano le encerraran quince días, hasta que el consejo de guerra le embargara; y luego le formaran competencia entre las dos justicias, que no hay cosa que más apure la paciencia, pues siempre aguardan los martes, y para el preso llegan aciagos.Y cuando llega a verse su negocio, ya el vestido con que entró en la cárcel, a puro remiendo, no se le conoce su primer origen: ni a su dueño si tiene cara, pues le tienen tallas barbas que parece casería pequeña entre alameda grande, y ya el que era hombre robusto está tan cenceño que le pasarán de parte a parte con una paja de centeno. A éste con rigor se le escriban sus pecados, que es soldado y pobre y no ha podido guiar la pluma ni enroscar la vara».
      Siguiose la visita en el lacayo de la vaina abierta, y mandaron los señores que al punto se la volviesen y echasen la puerta afuera; y aun no iba contento, que decía que había de hacer y acontecer.
      _No hay hoy puesto con más libertades _dijo un preso que junto a Onofre estaba_ que lacayo de un señor o portero de un alcalde.
      Y sin decir más se salió de la sala. Visitase el del coleto, y el alguacil alegaba que traía espada. A lo que el dueño dijo que en su vida se la había puesto. Mandáronsele volver, que parecía de gamuzas y no de ante: y al irse le dijo el alguacil agradeciese que no le había fiscaleado. Llamaron a visita al hombre cano, y así que se empezó a relatar su causa dio la hora, y los señores se levantaron mandando desocupar la sala y la cárcel para sacar aquellos míseros de fortuna.
      _¡Válgame Dios _dijo Onofre _, qué laberinto es el de esta casa! Vámonos, que ya me tiemblan las carnes de estar aquí dentro.
      Salieron fuera y guiando sus pasos a la Puerta del Sol vieron gran ruido a la de una casa grande, y preguntando Onofre a un mozo la causa, le dijo que dos hombres sobre una suerte se habían herido muy mal en aquella casa, que lo era de juego. Entraron dentro y en el zaguán vieron una mujer que entre llantos y congojas en las palabras que decía declaraba ser su marido uno de los dos heridos. Consolábala un sacerdote, y ella con muchas lágrimas decía:
      _¡Que se lo tenía yo avisado a este hombre: que el juego le había de dar el pago! Que no basta que me ha jugado toda mi hacienda, sobre tantos disgustos como tengo por este juego, que desde ayer no le he visto la cara. Y los más días es así,sin reparar que tiene mujery que está pereciendo sin tener qué llegar a la boca. ¡Pobre de mí! ¿Qué es esto? Que tenía yo marido sosegado y este maldito ejercicio me le ha puesto en el estado que se ve.¿Qué tengo de hacer, sin tener prenda que vender para curarle? ¿Adónde iré? ¿Dónde echaré? ¿Quién me dará consuelo? ¿Quién me dirá por dónde he de guiar?
      A todos causaba dolor el llanto de la mujer, cuando entrando un hombre venerable con una muleta en la mano preguntó dónde estaban los heridos. Enseñáronselos, y vertiendo algunas lágrimas, que enjugaba a la capa, decía:
      _¡Ah, hijo, cómo os lo había yo pronosticado, que este juego había de acabar con vos y conmigo! ¿No basta que me habéis dejado a puertas, sin tener consuelo alguno? El que se ha visto sobrado y estimado, ¿verse hoy pobre y abatido? Harto os he predicado siempre lo que os estaba bien; no habéis querido tomar consejos de vuestro padre: no
os tengo la culpa.
      Así lamentaba la mujer y el padre de los dos heridos, cuando entró la justicia para hacer la averiguación, y, queriendo llevarlos a la cárcel, vieron que el uno, que era el más mozo, estaba sin habla, y el otro ya tenía la muerte cercana a los pálidos labios.
      _ ¿Hay mayor desdicha, amigo Juan _dijo Onofre _, que aquesta que se ve?
      _De ordinario sucede esto en casas de juego _respondió Juanillo_, sin mirar los jugadores su perdición de cuerpo y alma: pues perdiendo las haciendas pierden las almas a puros juramentos y porvidas, deseándose mal unos a otros; uno, picado de haber perdido, aguarda al que le ha ganado y, colérico, precipitado le da dos estocadas; otro no se harta de decir infamias al que le ha ganado; otro coge la baraja con que ha perdido y con boca y manos los hace pedazos, y en desocupando la boca, ensarta la tarabilla de «¡Malditos sean los trapos y quien los buscó para que os hicieran, el que hizo el papel, el que hizo el cartón, el que hizo el engrudo, el que os pintó, el que os cortó, el que os vende y el que os trajo a esta casa y el que vive en ella!», Y a cada palabra déstas hace pedazos un naipe, mirando con unos ojos de tigre en batalla, sin atreverse nadie a reportarle, porque su traza es de reñir con quien le engendró, si le va a la mano. Otro, porque no le dan barato amaga un bofetón al que ha ganado, diciéndole palabras afrentosas, y, enfadado el paciente de sufrir, saca una daga y le da con ella. Esto y mucho más pasa en eljuego. En casa del jugador ¿qué pasará? Pierde uno y, picado, para perder más va a su casa a buscar qué; la mujer defiende sus alhajas, porque es contra ellas el mandamiento de ejecución que lleva; ultrájala de palabra o la da de bofetadas, llevándose por fin lo que quiere, sin reparar que es mujer y de materia frágil, y que el Diablo no duerme; pero quien no mira por el alma mal mirará por su casa. Muchos hombres hemos conocido que para sustentar eljuego han hecho muchas nvilezas, perdiéndose a sí y a su linaje.
      _Vamos de aquí_dijo Onofre _, que lástimas que no se pueden remediar basta el verlas de paso para sólo contemplar la miseria de este mundo y el pago que da.
      _ ¿Ves esta desgracia? _replicó Juanillo_. Pues cree que no será parte para que se enmienden jugadores; que antes en lugar de huir de estas amenazas, buscarán otros que quietos y sosegados están, y a fuerza de su infame consejo los hacen tomar este modo de morir. Hombre jugador es peor que el Demonio; que si el Demonio da malos consejos, es su oficio y luego se conoce ser él quien los da, según lo que aconseja; pero el jugador da liciones de perdición, como perdido, a otros que aún no lo están, para verlos como ellos se ven.Pero, siendo cristianos, es de notar que el Demonio, como imposibilitado del bien de Dios, cela y guía al hombre para que pierda la gracia que ya perdió él, y el jugador cela y guía a su amigo para que pierda el hacienda que ya perdió él, siendo escalones para perder el alma. Y lo que más espanta, que vendrán guiados de la gula del juego, que los sirve de alimento, siendo lo que les mata; y aunque tropiecen con la muerte, no les causa horror ni aparta del vicio.
      Más sentido tiene el pájaro ciensayos. Llámanle así los cazadores porque, en quitandole la pluma hermosa y de varios colores que le adorna, le queda otra más menuda debajo, y en quitándole la segunda, le queda un vello muy espeso. Así es eljugador; como anda a deshoras con la muerte a los ojos, debajo del vestido que de gala le sirve, trae otro, que es coleto, y luego la malla o el jubón de cien tafetanes, llámenle cien sayos. Este pájaro, con tanta pluma, su carne vale muy poco, que es negra, y al instante que le matan huele mal, que más le matan por la pluma que le han de quitar. Así es eljugador: por quitarle lo que gana le suelen matar. Este pájaro tiene la cabeza tan desnuda que parece que naturaleza, cansada de haberle adornado con tanto cuidado el cuerpo, le dejó la cabeza desnuda por que tuviese algún defecto, pues no hay cosa criada sin él. Así es eljugador falto de entendimiento: su cabeza es la parte más desnuda. Cría en ella un légamo pegajoso, es muy glotón y muy ruidoso su canto. Así es eljugador: que huye el sosiego y la quietud de donde él está; hasta cuando duerme está soñando con eljuego. ¡Miren qué quietud tiene cuando todo es quietud! Este pájaro, el sustento más regalado que tiene es el que le mata. Así es el jugador: eljuego es su mayor regalo y es quien acaba con él. Busca por los montes parte donde haya animal muerto; la carne muerta luego cría gusanos; los gusanos busca él; come tantos que le embriagan y sacan de sí. ¡Miren qué sentido le queda al que acaba de perder. Busque a la memoria, verá dónde la tiene. Tan sin sentido queda este pájaro, que, turbado y sin él, da en el suelo junto al mismo sustento que con tanta ansia buscó: él es causa de su ruina. El gusano, que su anhelar es buscar donde asirse, encuentra con la cabeza de este pájaro y se ase en ella, comiéndole ya los ojos o parte que cuando quiere volver en sí ya no es dueño de sí, pues, herido o ciego, de lo uno o lo otro queda imposibilitado de volar, con que acaban con él los mismos gusanos. ¡Miren al jugador que acaba de perder, cuán falto queda de alientos y cuán sobrado de impaciencia! Estando este pájaro entero, que se conoce lo que fue, no llega en todo aquel sitio otro pájaro de su género, porque les causa horror ver su semejante muerto por lo mismo que ellos andan buscando.
      Si el jugador hiciera otro tanto ya tuviera sentido; pero aunque ve que la embriaguez del juego ha puesto aquellos hombres cerca de muertos (si ya no lo están), es tal su ceguedad que, en lugar de que los cause horror y espanto ver lo que ven, darán mucha priesa para que los saquen fuera y ponerse a jugar en el mismo sitio que ellos están, sin hacer reparo en la sangre vertida ni en las lástimas que hacen otros. Diferente hace el pájaro: más entendimiento tiene que el hombre.
     Jugador, date una palmada en la frente de tu vicio y llama a la memoria para que te acuerde que hay fin, pero si la memoria la tienes metida entre barajas de naipes, donde hay figuras, espadas, palos y copas con que brinda la gula, primero que de allí la saques ya podrá ser que haya llegado la muerte por ti, como ha llegado por aquellos dos. Bien se puede jugar un rato para divertir el pensamiento de muchos ahogos que hay; siendo de tal suerte que no ocasione el perder la amistad ni la hacienda, salud ni sosiego, que todo lo pierde un jugador embriagado en el juego. Darse un hombre tanto al pecado que, enamorado dél le lleve a cuestas, ya es trabajar mucho, ya es penalidad, ya es ser esclavo del vicio y de su autor el Demonio, A la tortuga la hace andar tan poco la carga de lo que trae por guarda, es imagen de la pereza; y el jugador, de la pereza un todo, pues le ocasiona el juego faltar a Dios ya sus obligaciones en el mundo.
     Guiando iban sus pasos Onofre y Juanillo una calle abajo cuando a la puerta de una casa grande había detenidas algunas personas a las amargas quejas de un pobre francés amolador, quejábase de que unos mozos, más sobrados de edad que de juicio, le habían ensuciado los palos que con las manos ase para hacer rodar aquel carro, a quien su mismo amo sirve de mula, sólo porque le ayuda. Daba voces quejándose de que no le pagaban lo que había amolado: justa queja es en el pobre; pero, enfadados los agresores de oírle y ver que juntaba gente (propio de los ruines ofenderse de la razón), le tiraron una teja y lo descalabraron. Levantó el alarido como vio sangre, y las quejas se volvieron palabras pesadas; sintiéronse agraviados los tales y, llegándose al pobre, le dieron de palos, pareciéndoles no quedaban bien de otro modo,
      Eran estos caballeros que siguieron el libro del duelo (cuyo autor fue un demonio) un cochero y dos lacayos destos de coleto de grandes faldillas abrochado con muchos cordones; la espada en vaina abierta, que parece verga de ballesta, según la arquean por que se vea la hoja; muy grande valona, que más parece esclavina del viaje de Santiago; muchas melenas y muy peinadas, que no falta una castañera a quien agradan. Llegase mucha gente, porque el llanto del pobre francés era grande, y a todo los hechores, muy abiertos de plantaje, estaban, a la vista de todos, riéndose unos con otros. La gente que llegaba preguntaba el suceso y, mirando las partes, daban por consuelo al pobre paciente que se fuese y callase.
      ¡Válgame Dios, qué estraña anda la razón de los hombres! Ese cuitado amolador quieto se iba por la calle buscando un pedazo de pan a costa de su trabajo, con unos calzones de mala gamuza y una mala hungarina y sin camisa, con unos zapatos que a puras puntadas de hierro que los da con los clavos que arrojan los herradores, los tiene en pie. Mírale las manos que le forma lo riguroso de un invierno, que más parecen pulpos que manos humanas; repara en el calor de un verano, cómo se atreverá a pasar tan poca ropa como le adorna. Déjale vivir, que quieto se va; no le ofendas, y si le ofendes, déjale quejar. Y si porque se queja le castigas, ¿qué te quedaba que hacer si se ofreciera a la defensa, si no es matarle? No sé qué la falta a tu crueldad.
      _¡Mente divina, Dios piadoso, júzgame con toda tu misericordia y bondad _dijo Onofre_, que sinrazones tales no las quisiera ver!
      _No te espantes _respondió Juanillo_ destas niñerías, que mucha gente deste lugar lo tiene por juguete. Y mira que ya hemos llegado a la Puerta del Sol, que es uno de los mejores sitios que tiene Madrid, pues es su plaza de armas, siempre llena de soldados cuyo capitán, herido y vencedor, se ha retirado a la Vitoria de sus hazañas, teniendo en centinela su alférez mayor enarbolando la bandera del Buen Suceso, dejando por sitio señalado para la inocencia que no tiene culpa la fuerza de la Inclusa. Este sitio de resplandores (con razón llamada'del Sol) es abundante de muchas cosas, y nombrado no sólo en Madrid, pero en las más partes del mundo.
      Aquí llegaba Juanillo cuando las voces que un mozo daba los hizo volver a saber la causa, y preguntándola Onofre a otro que allí estaba, le dijo:
      _ Este que se queja es criado de un doctor: salió hoy a vender la mula de su amo por ser espaciosa y haber menester, para las visitas que tiene, mula de más bríos, por ser muchas.
      _¿Tantos enfermos tiene? _preguntó Onofre. A lo que el mozo prosiguió:
      _Es un barrio el que habita de gente delicada, destos que se visten con luz sin salir de la cama, muy cerradas las ventanas por que no entre aire, y si toman chocolate y tiene a su parecer más azúcar de lo que ha menester, dicen que es húmeda y los ha hecho mal, otras veces dicen que está muy tostado el cacao: otras, que la canela era fuerte, otras veces dicen que el pimiento los mata y luego llaman al médico, y así, para tentar el pulso y bolsas a todos, ha menester mula briosa, y por no serlo la que tenía la envió hoy a vender con este mozo, y más tardó en llegar que en topar mercader.Y, según dice, fue otro criado de un doctor forastero que acababa de llegar a caballo entre dos seras de pan: treta que no la alcanzara el mismo Diablo, pues por que no echaran de ver que entraba la muerte por las puertas de Madrid venía rebozado con la capa del sustento. Huyendo dicen que venía de su lugar, que, siendo de mucha gente, en un año que él había vivido ya estaba medio despoblado por su causa, y así,se venía a Madrid, que, por lo grande, no serían tan notadas sus obras, ya breves lances se concertó con él, y porque le convidó y ofreció ocho reales el comprador, le dejó subir en la mula y sin salir de la calle de Alcalá se le ha perdido.
       Sonriese Onofre del buen humor del mozo y, llegándose al cuitado, que no cesaba de plañir, oyó que unos le consolaban y otros le aconsejaban mirase los mesones, que podría ser haberla entrado a dar un pienso; otros le decían se fuese y no llorase, que su amo lo ganaría en cuatro días, que ya empezaba el melón. A todo el mozo lloraba y babeaba de las narices lo bastante para almidonar la capa y bocamangas  a que se limpiaba. Lástima causó en lo compasivo de Onofre las cuitas del pobre corito, y Juanillo, llamando a su amigo, le dijo creyese que días de mercado sucedían lances varios en aquella calle, y para que supiese la astucia de algunos ladrones escuchase un cuento que sucedió con otro mozo de un dotar.
      Salió como éste a vender la mula, por ser tan nueva y cerril que no podía su amo salir a las visitas en ella. Llegó al mercado y al punto halló mercader (que aquestos mozos zafios antes le hallan que un pícaro malicioso que ya entiende toda jerigonza). Concertola con brevedad y díjole viniese en su mula por el dinero en casa de un cirujano, para quien era, y llevole a la de uno donde era conocido, por algunas veces que le habían afeitado. Entró, y dijo al mozo esperase a la puerta en tanto que él salía. Hízolo así, sin apearse de la mula, y el ladrón preguntó por el maestro, y habiéndole saludado con las ceremonias que ellos usan, le dijo que aquel mozo tenía sus partes bajas dañadas, y que de vergüenza no se había dejado curar muchos días, que le hiciese gusto de mirarle y se sirviese de si era menester algún recado, ponerlo: y a buena cuenta tomase un real de a ocho, que él acudiría con más. El maestro respondió que con mucho gusto lo haría, que se aguardase un poco, despacharía con una forzosa diligencia en que estaba. «Está bien (dijo el ladrón) Yo tengo que hacer: dígale vuesa merced que espere, porque él es tan corto que no dudo el que no aguarde y se vaya». El maestro, muy contento con su onza, salió y díjole: «Entre, mancebo, y aguarde un rato, que al punto le despacharé». ¿Sabe ya vuesa merced lo que es?», dijo el mozo. A quien respondió el maestro: «Sí, amigo, ya me lo ha dicho este señor; y yo abreviaré lo posible el negocio en que estoy para despacharos». Con esto se apeó, y el ladrón, asiendo las riendas, le dijo: «Al punto te dará tu dinero, y para ti una docena de reales para que almuerces, que ya se lo he dicho». Picó con esto, y el mozo entró en la tienda y se sentó. Acabó el cirujano lo que estaba haciendo y llamó al mozo a la trastienda, y así que estuvo dentro le dijo: «Desatáquese, amigo».«¿Para qué?», preguntó el mozo. «¿A qué? (respondió el cirujano) Para curaros». «Qué me ha de curar! (replicó el mozo). Deme vuesa merced mi dinero y no gaste chanza conmigo». El maestro, algo confuso, le
dijo mirase cómo hablaba, que no era hombre que gastaba chanza con nadie, y que no entendía qué dinero pedía. A que el mozo, medio aturdido, le dijo: «El dinero de la mula que me ha comprado aquel hombre». «Amigo (respondió el cirujano), yo no sé de mula ni sé de dinero, sólo sé que me dijo que estabais malo de vuestras partes bajas, que os mirara y curara, y para ello me dio un real de a ocho».
      Con esto el mozo levantó el alarido que le ponía en las nubes. Llegó al ruido gente y justicia, y, habiendo oído las dos partes, consolaban al mozo diciéndole: «Lo que podemos decir a éste, no jueguen bobos y cuidado para otra vez; y en el ínter Dios le consuele».

DISCURSO OCTAVO

M

ucho aligera el paso el que desea ver y poco cansancio siente el que con gusto anda; no aguarda satisfacción en este mundo el que caritativo obra, ni el soberbio ambicioso obra con quien conoce necesitado. Guiando iban sus pasos Onofre y Juanillo a la casa donde, tremolando en vez de bandera su mismo ropaje, está aquella Capitana milagrosa que alistó debajo de su Orden tanto esclarecido soldado (con que asombró y dio miedo al mismo Infierno combatiéndole desde el Carmelo Monte), cuando en su calle los detuvo el paso un pobre que causaba lástima al corazón más ajeno de la caridad; iba con dos chapines en sus manos, llevando arrastrando el cuerpo sólo con la defensa de dos corchos que, atados en las rodillas, las defendían de que las piedras no las ultrajasen; la cabeza llevaba con un casquete lleno de sangre y pez, toda cogida; el pescuezo liado con unos trapajos llenos de sangre aguada, que parecía materia; los brazos del mismo modo, las piernas rodeadas de orillas y sus voces llenas de lástimas y clamores. Pedía:
      _¡Por un solo Dios crucificado, que bajó del cielo a la tierra a padecer afrentas! ¡Por el pobre tullido y llagado que, arrastrando por este suelo miserable, pide limosna a los católicos cristianos! ¡Así la piedad divina los libre de verse como a este vil gusano ven!
      Decíalo con un tono espacioso y sonoro, y de rato en rato levantaba el cuerpo, enderezándose sobre las rodillas, para que sus voces llegasen a las viviendas altas y sus ojos viesen quién ofrecía su santa limosna. Juntaba deste modo mucha, a tiempo que de la portería del Carmen bajaba una tropa de pobres de recebir la limosna de su santa casa, y, parándose algunos, se empezaron a reír del pobre tullido. Uno le dijo:
      _¡Enredador, embustero! Si a la noche te vieran, cuando te recoges, los que ahora te dan limosna por las lástimas que haces, ¡qué poco la tuvieran de ti!
      Otro, llegándose cerca, le dijo:
      _¡Adiós, tramoyero entrapajado!
      A lo que Juanillo dijo a su amigo Onofre:
      _ ¿Has reparado en aquel pobre que le llamó tramoyero entrapajado?
      _Sí _respondió Onofre_, que es aquel tan arropado de sayo.
      _Pues sabrás _replicó Juanillo_ que cuando pide limosna no habla más palabra que la de «Dios te dé Dios» y luego repite «Dios, Dios»; y si le dicen que perdone en algunas casas, responde: «¡Eso sí, eso sí!», y nunca se le oyen más razones; y mira ahora cómo formó más sílabas para su venganza.
      A todo el tullido andaba discreto, pues no respondía ni cesaba de implorar al verdadero Dios, con que, cansados, se fueron y él quedó sin los enemigos de su oficio, que son los mayores que tiene el hombre.
      _¿Ves este tullido? _dijo Juanillo _. Pues repara bien en él, que a la noche te le he de enseñar para que veas con cuánta tramoya quitan algunos la limosna a los que verdaderamente son tullidos y necesitados; que ahora no quiero decir nada: no digas que murmuro del pobre.
      _No diré tal_respondió Onofre _; pero cuando doy la limosna sólo la doy por Dios al que por Dios la pide, sin hacer reparo en lo que el pobre puede encubrir con su desvelo: sólo miro que publica pobreza; y a mí no me engaña, que si engaña es a sí solo. Pero dime, Juan, ¿qué hace tanta gente lucida en estas gradas, estando la puerta del templo cerrada, según parece, y creo que ya es más de mediodía?
      _En esta iglesia _respondió Juanillo_ sin duda alguna hay sermón, y no se debe de haber acabado, pues sus puertas dan señales del sosiego y quietud que dentro pide la palabra de Dios. Y estos que se pasean y platican aquí afuera es gente que hace poca falta donde no asisten, pues donde ellos están no hay quietud ni sosiego; y así, bien están acá fuera, que aguardarán a que acabe el predicador para preguntar cómo ha sido el sermón o murmurar de la gente que va saliendo de la iglesia. A éstos los llaman lindos, y si estuvieran dentro no dejaran oír a los cercanos a ellos, ni al predicador predicar, siendo causa su inquietud. Y en el ínter que hay lugar para que veas este santo templo, escucha el entretenimiento que tienen éstos dentro de una iglesia.
      Siéntanse dos de estos lindos de quien hablo juntos enfrente de otros conocidos de su mesma profesión, y pregunta el uno al otro: «¿Quién es el predicador, que no le conozco? Muy mozo parece: árbol tan nuevo poco fruto puede dar». Éste (le dijera yo, si cerca me hallara) es quien en nombre de Dios te viene a decir su palabra; éste es un religioso que se ha desvelado por ver si puede dar liciones de fruto a tu esterilidad; y aunque te parece mozo es buen estudiante y le ilustra la alma ajustada a la ley de Dios, y procura él que la tuya lo sea y salga del vicio en que duerme; éste puede ser que con unos cordeles de cáñamo torcido hiera sus carnes cuando las tuyas se engolfan en las delicias del mundo, y puede ser que sus oraciones te sustenten con vida.
      Éste es el que sube al púlpito, dice la salutación y encomienda el Avemaría: y, en lugar de rezarla, dice el otro: «Amigo, no tiene mal pico». No lo oye bien el camarada y arrima la cabeza a la de su amigo, tanto que se juntan las dos cabezas, y luego besa el uno el oído del otro, para hablar y ser oído, con que entiende que su amigo dice que tiene buen pico. Mejor fuera que le dijera que tenía buen espíritu. Respóndele que «Así, así», meneando la cabeza y la boca. Los que están enfrente tienen a este murmurador por hombre entendido y es un bruto (que también hay brutos principales), y uno dellos por señas, arrugando el entrecejo, le pregunta qué le parece. Y él, murmurando, responde arrugando la nariz y levantando el labio superior con el inferior (con que hace un gesto horrible) que «No es
cosa». Al que preguntó a éste le pregunta otro: «¿Qué dijo don Fulano?», y él responde: «Que nos vamos». Plugiese a Dios, que con esto dejaréis asientos a otros y quietud en el templo. «No es ocasión (respondió el tal que preguntó) el irnos a la salutación. ¿Qué dirán los que lo ven? Y más cuando otros andan buscando asientos con tanto fervor. Ya no tiene remedio el dejar de oírle, con que abrevie tenemos harto». Por quién lo ve se quedan éstos a oír el sermón, y si los preguntaran quién lo ve, dijeran que amigos y gente conocida, y se les podía responder: «También lo ve Dios, que realmente patente está en ese Sacramento; y también lo ve ese orador evangélico, que ha hecho reparo en tus enfadosos meneos y demasiada inquietud».
      Empieza el sermón con un lugar de David, tan piadoso como grande, de aquellas amorosas palabras que tanto alcanzaron con Dios: «Yo solo pequé contra ti, Señor», y el murmurador, meneando el cuerpo, dice: «Más de mil veces he oído este lugar en el púlpito».
      Más valiera que tu alma le dijera con dolor de su corazón a su confesor una vez. Va el predicador llenándose de fervor, arrojándole en sus razones, de suerte que le hace sudar, obligándole a limpiarse el rostro con el hábito. Entonces podía el murmurador reparar que el agua que aquel orador arroja es la que falta en sus ojos, y dejar de murmurar. Va vagamundeando la vista, atractiva sólo al pecado, y ve un hombre que llora de oír al predicador, y él se ríe. Mudando la vista, tan inquieta como la lengua, ve en otro lado a un pobre hombre a quien obliga el sueño a dar algunas cabezadas, con que se inquieta e inquieta a cuantos hay cercanos a él para que le vean y noten. Atiende tú al sermón y deja a ese cuitado, que puede ser que no haya dormido la noche pasada de dolores, hambre o
necesidad, y tú, sano y harto de todos manjares, causas más escándalo.
      A este tiempo entra por la puerta de la iglesia un amigo suyo, de aquellos de contramangas huecas a puro almidón y vueltas, que parecen quitasoles flamencos, vele y, sin reparar en la quietud que en semejante lugar es menester, le llama, ceceando tan recio que le oye. Pregúntale el que entra: «¿Hay lugar para mí?», a quien responde: «Pues ¿había de faltar para vos?» Con esto es fuerza para que aquel lindo pase inquietar la gente de la mitad de la iglesia. Hace reparo el predicador, estira las cejas abriendo los ojos más de ordinario, siéndole fuerza parar en el sermón por la inquietud y murmullo que se ha levantado.
      Va pisando a unos y atropellando a otros; dícele una buena mujer que por qué no vino más temprano para no hacer mala obra, y sólo por esto la llama Margaritona (que en estos tiempos ya se sabe lo que quiere decir). Llega sin sosiego donde su amigo y otros, levantados, le esperan: siéntanse todos y todos empiezan a charlar: si doña Elena es hermosa y si doña Petronila tiene mejores ojos ...
      Prosigue el predicador su sermón y en todo lo restante no han cesado aquellas bocas de demonio. Acábase el sermón, bájase el predicador y luego se van juntando todos los de el cónclave de la murmuración. «¿Cómo os ha parecido?», dice uno. A quien responde otro: «Así, así, es poco teólogo». Otro dice: «Es muy sabido cuanto ha dicho y muy golpeado en los púlpitos». Otro dice: «No es mal estudiante, pero le afean aquellos meneos y brincos que da en el púlpito». Otro, por no dejar la suya en el pecho, dice que «Cansa, como es largo».
      A todos respondo: Atención, murmuradores de lo que no entendéis. A ti, con quien hablo, que dices que es poco teólogo, ¿qué entiendes tú de teología? Ni aun las coplas de Gaiferos y Melisendra has sabido leer en tu vida, que ayer aprendiste siendo criado de un mercader, y ya era tu edad de veinte años arriba: mira a qué hora que empezó a entrar en ti el conocimiento de la cartilla, y creo que no has llegado al catecismo. A ti, que dices que lo que ha predicado es muy sabido y muy golpeado en los púlpitos, ¿de dónde lo sabes?; que jamás oyes sermón y éste ha sido más por fuerza que de grado, y así,no atendiste a él, que todo se te fue en hablar. Y si es muy golpeado en los púlpitos, ¿cómo han herido en tu corazón tan poco tantos golpes de palabra divina? A ti, que dices que es bueno si no diera aquellos salticos en el púlpito: si es bueno, ¿por qué no le sufriste algo indecente? En decir que es bueno hablaste verdad, pues es muy cierto que la palabra de Dios no puede ser mala, pero yo apostaré algo que, si quieres decir verdad (que en ti será cosa nueva jamás vista), que no entendiste palabra del sermón, porque la murmuración no te dio lugar ni el entendimiento tiempo para discurrir. Sólo te digo que cuando se menea el predicador algo más de lo decente (al entender de algunos mentecatos), que no tiene el sentido en las afectaciones del cuerpo, que le ocupa en hermosear tu alma. A ti, que lo largo del sermón te molestó, no me espanto, que tu. condición es hablar mucho y dar voces, y aunque no dejaste de hablar, sentías no poder dar voces, y por eso deseabas que se acabase y el mismo deseo te lo dilataba a tu entender; y ¡qué mal entender tienes!
      Estos lindos todos juntos aguardan una misa breve, y, ya hartos de murmurar por entonces,vuelven la vista a un altar y ven una empezado el primer Evangelio. Arrodillanse sobre diez vueltas de capa, si acaso no traen bayeta que poner en el suelo. Sacan el pañuelo y empiezan a limpiarse la cara: luego se componen el pelo y tientan la golilla, sacúdense luego la ropilla, golpeando las faldillas a capirotes que arroja el dedo del corazón despedido del pulgar. Luego se componen las ligas, luego componen lo ajado de la toquilla del sombrero, luego miran a todas partes, en particular donde hay damas.
      Acábase el primer Evangelio, levántanse, y miran los pies si están limpios y pulidos, sin mirar que debajo de ellos hay cuerpos muertos que conocieron vivos, con quien comieron y bebieron, y por dicha habrá poco tiempo: pregúntenlos cómo les va en la otra vida y oirán lo que responden. Vuelven a arrodillarse y echan mano al bigote; compónenle su entender, y luego sacan el pañuelo y se suenan las narices, mirando lo que ha salido de ellas como si fuera ámbar o perlas preciosas; y aunque se las suenan con melindre, vuelven a descomponer el bigote, danle otra vez dedos y, pareciéndoles que queda bueno, echan mano al rosario: sácanle de la faltriquera, y en él revuelto un listón que sirvió de lazo en la cabeza de un demonio, y empieza a contemplarle de modo que lo vean otros. Repara uno de sus amigos en el listón y pregunta: «¿Es favor?», y él, muy risueño, haciendo gestos con el rostro, dice: «¡Ay! Es de cierta dama». Y puede ser que la tal dama haya sido criada de algún mesonero, que destos puestos suben al estrado y coche.
      Hombre divertido, contempla en ese sacrificio que en ese altar de Dios se hace, y mira que no es sólo su imagen la que está en él, que es su real y corporal presencia, y que no meneas los ojos sin que él lo vea. El mayor pecado, que más enoja a Dios y clama contra el mismo que le comete, es no tener respeto ni quietud en el templo.
      Acábase la misa y levántanse, limpian las rodillas como si hubieran llegado al suelo, sacuden la capa y echan la mano al rostro y forman unos garabatos, meneando los dedos tan apriesa que parece que tocan batalla en un órgano: deste modo se santiguan. En la primera edad juegan los muchachos con unos alfileres a un juego que llaman el crucillo o el cruzado: el que hace cruz formada, gana, la que no forman bien la llaman cabeza de perro y no vale. Mira tú que te santiguas con más garabatos que tiene una barredera de pozos, si acaso son cruces las que te haces o son cabezas de perros. Salen a la calle y empiezan a levantar la voz de punto y a murmurar de nuevo, notando a cuantos van saliendo de la iglesia.
      Sale una mujer, honesta y tapada, con el rosario en las manos, y por verla y que se destape, la dicen que es vieja y que no tiene dientes, que debe ser una tarasca (si acaso no la tiran del manto, como suelen). La mujer es cuerda: calla y se va su camino. Sale otra a quien notan de briosa y buenas partes. Uno dice, pintándola el pie, que cómo, siendo un ángel, se tiene en tan poco. Otro la dice: «¡Jesús, qué medroso talle! En un puño le pueden meter». Otro dice: «Si todo lo que se ve es tan bueno, veamos el rostro para morir deseando». «Mejor es vivir obrando bien que deseando obrar mal», dice la tal tapada, y se descubre a este último que habló porque es su marido, y dícele: «Poco gasta vuesa merced esos requiebros en su casa; pues creo que si me hubiera conocido no me hubiera dicho tantas finezas: Huélgome que dé lugar a que otros me hayan galanteado por su ocasión. Muy buen entretenimiento tiene vuesa merced, pero crea que hay otros mejores y más decentes». Vuelve a taparse y se va. Él se desfigura algo, pero no enmudece. ¿Es posible que tan embebecido estés, murmurador, que a tu esposa no conozcas y por otra la tengas? Tu mesmo ejercicio te ha dañado, tu lengua se ha vuelto contra ti. Pero ¿cómo la habías de conocer tapada? Por el vestido mal pudieras, que la saya y el manto que lleva es prestado, que no lo tiene ni aun para salir a misa, que para oírla lo busca entre la vecindad. En verdad que fuera mejor que vuesa merced rompiera menos galas y su mujer tuviera saya y manto, y reparara que el Diablo es puerco y gruñe, y que puede ser que, cansada de buscarle prestado y sentir poco calor en su marido, la obligue a dejar que se lo den, pues es muy cierto el rendirse las plazas más fuertes por necesidad.
      Estos hombres aun en sus casas son aborrecidos, y para mí creo que por vivir con sosiego los que con ellos tratan, los desearán la muerte para quietud de las almas. Perdone el ser humano que le he de comparar al puerco, pues es animal que aun cuando está comiendo está murmurando o gruñendo, y hasta que muere no hay sosiego ni quietud en la casa que habitan, y en muriendo dan buenos días. Así, el murmurador, encenagado como este animal, se estriega a otros más limpios que él para encenagados como él se ve y que se den a la murmuración, siendo odiosos a los buenos y aborrecidos en sus casas, sin conocer la quietud hasta que sus días se acaban: pues entonces queda la casa que sin ellos queda llena de perpetua alegría.
      _Cierto, amigo Juan _dijo Onofre_, que no hago nada en admirarme de oír tus verdades, que no son murmuraciones las que sólo llevan su mira a fin bueno, honesto y virtuoso, y se puede creer que será como lo has dicho y pasará en un lugar que hay tantos, sin número, diferentes en condición calidad y poder. Y pues ya parece hora, según las muestras que da la gente, vamos: veremos la joya que encierra este santo templo.
       Guió Juanillo) y, después de hacer oración en su altar mayor y haber contemplado en un devoto Ecce homo que junto de una puerta está, oyeron unas voces en la calle, que decían: «¡Para ayuda a llevar estos enfermos al hospital, por amor de Dios!». Salió Onofre a la calle, donde vio un mozo de hermosa presencia, adornado el pecho con una cruz de Santiago, el sombrero en la mano, donde recogía la limosna que adquiría con sus voces, y por la cera de enfrente iba un licenciado muchacho,  el rostro como el de un serafín, con el mismo ejercicio.
      _¿Quién son éstos?_preguntó Onofre a su amigo Juan.
      A quien respondió.
      _Quien se emplea en obras de caridad y misericordia, ¿quién quieres tú que sean? Unos ángeles, que llevan enfermos a curar al hospital, y aquella silla, que es donde va el pobre enfermo, que lleva en su frontera pintada a María Santísima, es del Refugio, y como lo es María de los pobres, va pintada como patrona. El ejercicio de éstos es cuidar de los pobres, ampararlos, recogerlos y curarlos, procurando en todo para el pobre regalo, quietud y comodidad, y así, contempla en esos dos ángeles, y aun sus obras son para subir a más; que si cupiera envidia en los ciudadanos del Cielo, la tuvieran de tales hombres, que, siendo mortales, los ilustran tanto las obras que parecen divinos.
      En esta contemplación estaban los dos amigos cuando vieron que de una casa grande salía huyendo una mujer, y en su alcance un hombre de madura edad con una muleta en la mano, diciendo razones de las que duelen, como:
      _¡Mala mujer, enredadora!, que con tus embustes y tramoyas quitas la hacienda a las doncellas honradas, haciéndolas perder la inociencia, y que rocen el decoro con que son criadas. Yo os juro por estas canas de hombre de bien que si os vuelvo a ver en esta casa que tengo de hacer que os lleven a la Galera, que otras con menos causas que vos estarán allá.
      Colérico estaba el buen señor, hasta que un criado le reportó y obligó con razones a que entrase dentro. Llegose alguna gente a la mujer, como de ordinario sucede en semejantes lances, y, preguntada de algunos, respondió que era quitadora de vello y que por haberla hallado quitándole a una mujer de aquella casa, sin más causa, la había ultrajado aquel hombre del modo que habían visto.
      _ Poca razón ha tenido este caballero_dijo Onofre _ sin respetar el ser mujer, deuda con que nace el hombre.
      _ Mal conoces tú _respondió ]uanillo _ a estas mujeres. ¡Mira cómo se va sin arrojar razones en su defensa! Pues a fee que no son mudas; pero conocerá la razón contra sí, y,obligada a callar, se va.
      _Pues dime _replicó Onofre _: éstas ¿qué hacen malo para que las ultrajen así? Que no habiendo más causa que quitar el vello, no es parte para que las traten mal con palabras injuriosas; que también nosotros nos ponemos en las manos de un rapador y consentimos que nos encaje la barba en sus manos, que es meneo burlesco, y nos sobajan y entretienen con nuestro testuz en lavatorio una hora; y si queremos pulir esta obra, la llamamos afeitar (de mano de un mal rascador que tiene el sentido y la memoria en unas ventosas sajadas que le están esperando) y nos tratan el rostro como nalgas de un niño. Y así, no nos hemos de espantar que se hagan el rostro las mujeres de mano de otra mujer; que yo sé lugares donde las rapan los barberos, que es mucho peor.
      _Pues para que sepas _dijo ]uanillo_ que todo lo merecen estas santas mujeres por sus buenas obras y costumbres, escucha; y no sentencies jamás sin oír ambas partes, que es acción de juez apasionado.
      Entra una de éstas en una casa de familia donde hay doncellas, hijas, criadas y deudas, y algunas casadas que se agregan en sabiendo que van estas mujeres. Plantan su rancho en una de las viviendas más recogidas de la casa, donde menos acude el dueño de ella; siéntase muy a su gusto y saca una cestilla de vidros quebrados (que su intento es que las que ha de rapar lo parezcan); coge luego entre sus piernas una pretendiente de la hermosura y sobre sus faldas la acomoda la cabeza. Vala quitando el vello y el bozo, señales que en el rostro de la mujer dicen tiempo quieto y sosegado, y, quitado, dicen tiempo ocasionado y revuelto. Si tiene cañones, la echa un hilo con que la va repelando, que se puede creer que sufre por gusto lo que no hiciera por penitencia. En viéndola rapada, saca una redomita de agua y blandamente, amortajando dos dedos en un pedazo de toca, la va lavando; pregúntanla qué agua es aquélla y responde que se llama agua costosa, que hasta entonces no se ha inventado otra mejor, que es agua que conserva el rostro limpio y sin arrugas. Mucho huyen de las arrugas las mujeres; arrugas y dobleces, poco se diferencian; bueno fuera que huyeran de ellos. Saca luego un botecillo de una masa blanda y las da una mano para que las suyas anden francas al tiempo de la paga. Luego saca un pedacito de papel de color y las da el colorido. Pregunta la paciente qué color es aquélla, que parece buena. Responde el pintor que es color oriental, hecha con la sangre del múrice, y que no se halla en Madrid más de en una parte. Luego saca un carboncillo y las cejas desiertas las vuelve poblado; dice la figura que se va pintando que tiene buen negro el carbón y muy propio. A que responde el pintor: «Tal costa tiene». Saca luego un palito colorado y las limpia los dientes. Pregúntanla qué palo es y responde que celeste, donde anida el ave de su nombre, cosa que apenas se halla; que conserva la dentadura firme y limpia. En estando esta figura pintada, va pintando a las demás, y, en acabando, la dice una si la quiere dar un poco de aquella agua, y es que se ha mirado al espejo y se ha creído hermosa, que cuánto la ha de llevar por ella. Responde que con sus parroquianas no gana, ni es su intento tal, que cuatro reales, y saca una redomita de poco más de onza de agua; que en el camino compró media docena en casa de un vidriero y las llenó de agua en el baño de una taberna, donde entró a beber un cuartillo de lo de adentro, con que cría mejores colores que las que presta su papel. Cobra sus cuatro reales y la paga de la barba, y dícela otra si la quiere dar un poco de aquella masilla del bote. Sácala, diciendo: «Nadie de ustedes sabe qué aderezo es éste; todo es hecho de sebo de diferentes animales». Dala tanto como dan por un cuarto de ingüento blanco, y, jugando siempre de aquello de «con las parroquianas no gano», la pide seis reales y no vale cuatro cuartos, que no es más de un poco de sebo de cabrito y miel de Leganés. Otra la pide un papel de color; encarécele mucho; en fin le saca, llevando por él dos reales, y dice: «Esos mismos me lleva por él un extranjero que los hace, que ha venido poco ha, que en Madrid no saben hacerla tan buena». En siendo cosa de extranjero artífice, basta para darla valor, y la cuestan a tres cuartos en casa de un portugués que vive en la Puerta del Sol. Luego la piden un carboncillo; dale con interés de un real, y son carbones de sarmiento, que en la ceniza que arrojan los que los queman los coge. El palito de los dientes pide otra; excusa el darle y por un real se ablanda, y no vale dos cuartos, que no es más de palo de sangre de draga.
      Todas cuantas mujeres hay en esta casa se igualan en comprar, con que la rapandera saca muy buen dinero por lo que no vale nada. Y no hablo de mil cosas que consigo traen para engañar, como pasas aderezadas, cañutillos de albayalde, solimán labrado, habas, parchecitos para las sienes, modo de hacer lunares, teñir canas, enrubiar el pelo, mudas para el paño de la cara, aderezo para las manos (con que aderezan su bolsa) y otros mil badulaques que debajo de aquella saya, alcahueta de trastos supersticiosos, trae, que por no cansarte no nombro.
      Ríose Onofre, y dijo:
      _Juan, ¿dónde has estudiado tanta droga?
      A lo que Juanillo prosiguió diciendo:
      _ ¿De esto te espantas? Otro ejercicio usan algunas peor que éste, por lo que merecen castigo grande: que el que aquel hombre la dio no equivale a lo merecido de sus habilidades. Y para que lo sepas, atiende:
     _Usan las malas, en achaque de quitar el vello (o el vellón, que a sólo él llevan la mira), el ser corredoras de deseos y vendedoras de quietudes. Entran en una casa, donde la simple doncella, que la conoce, la envió a llamar, doncella de las que el deseo de ser madres las trae inquietas. Mira de buena gana a un caballerete de los que llaman pisaverdes (que es lo mesmo que bestias en prado) no más de porque la miró, y, no sabiendo cómo enviarle a decir lo bien recibido que está en su corazón, se allana y facilita por medio de estas santas mujeres, pues con su achaque de rapar rapan la honra sin atender al fin que puede tener, no mirando más de su provecho, chupando a cada uno de por sí cuanto pueden. Y suelen usar esta correduría en casas donde hay marido, que no reparan en nada. Y no cesa aquí su mal trato, que también, para quitar mejor el dinero a las simples corderillas, se fingen que saben la diabólica invención, y para que lo crean traen en una bolsa, al lado de su falso corazón, unos papelillos, y en cada uno pintada la figura que las parece, con una mixtura que hacen de alumbre de roca batida con agua, con que pintan cosas que no se ven si no echan en el agua. Llama a la mujer simple en parte que la soledad las haga compañía y dicela: «Fulano te adora y por ti se muere, y si le quieres ver, yo me atrevo a que lo logres al punto». «¿Cómo puede ser?», dice la mujer, y el astuto engañador pide que traiga un caldero de agua, va la simple mujer por él, y en el ínter saca la embustera un papel donde trae pintada de infame mano una figura que parece de hombre; enséñala el papel blanco y luego le echa en el agua y se ve lo pintado; espántase de lo que admira y no del Demonio que lo hace; saca luego unos naipes, que dice es una baraja que arrojó, colérico, un tahúr y que así han de ser para la suerte que pretende hacer, y con ellos forma unos juegos con que emboba a la simple mujer. No excusa el hacer otros embustes, con que dice que no la olvidará valiéndose de monedas arrojadas y cosas semejantes.
      Doncella recogida, mujer soltera o casada: atended a todo y haced reparo en los trastos de que se vale esa mujer para hacer sus enredos. De unos naipes que un blasfemo arrojó, naipes malditos; de una moneda arrojada con maldición, todo maldito; de la boca de un ciego dorrnido a los preceptos de Dios. Pues, ¿por qué crees que cosa con maldición haga nada de provecho? Si es Dios solo el que mueve las voluntades, ¿por qué te persuades a que las mueve el enredo y la infamia de esa mujer al parecer, que sus obras de demonio son? Abre los ojos de la razón y no creas que cosa alguna puede obrar sin Dios y que donde hay pecaso no habita, porque Dios es gracia, y gracia y pecado no los junta su inmenso poder; ni la piedra imán aderezada con embelecos, ni las monedas, naipes, habas y otros embustes que no nombro, por infames. A todo le falta fuerza, que por sí no la tienen, que son criaturas; el Criador es el que todo lo puede. Llámale, doncella, y pídele remedio, que él te crió y no te tiene olvidada; no te creas de manifiestos enredos y tramoyas.
      Y la casada mire en la obligación que está y tome el consejo de su padre espiritual, que otra cosa la saldrá a la cara por fin, pues fin tiene todo.
      Y tú, rapandera, tramoyera, enredadora y alcahueta, quema tus trastos y herramientas y saca el rosario, y mira que tienes alma y que la juegas a la primer quínola sin descarte y te veo con infames cartas en las manos. Restituye cuanto tienes, que todo es mal ganado si lo has ganado del modo que he dicho; que, adquirido con trabajo honesto, libre de mi granizo, Dios te haga bien con ello y a mí con su gracia.

DISCURSO NOVENO

E

l hombre que recibe beneficios y mercedes ha de ser agradecido a su bienhechor, que el agradecimiento es guarda del bien recibido, y, siendo de persona superior, razón natural que obliga es que sean las gracias con obediencia y respeto.
      _A todo hemos faltado_dijo Onofre_, pues estando a la puerta de la que aboga por el hombre no hemos entrado a darla gracias del bien recibido, siendo el Buen Suceso de los hombres.
      _Bien has reparado _respondió ]uanillo_, que divertidos con el afán del mozo del doctor no atendimos a la obligación. Y pues estamos cerca, vamos: visitaremos su santo templo y te holgarás de verle.
      Fueron y, después de haber hecho oración, al salir vieron un hermano de la casa que con una moza estaba en diferencias, siendo causa de que Onofre preguntase a su amigo qué era lo que litigaban. A lo que Juanillo respondió:
      _Escucha sus razones, que ellas te sacarán de dudas.
      Con que, atento Onofre, oyó que el hermano decía así:
      _Ya la tengo buscada una comodidad de una casa honrada: es marido y mujer, dan diez y seis reales cada mes, buen sustento: y lo mejor es que no haya qué salir de casa, porque el señor compra de comer, y las menudencias necesarias están por junto.
      _¡Fuego! ¿ Qué tal debe de ser_dijo la moza _  amo tan mezquino que no fía de una criada? Para mi humor no es casa, que yo no quiero tanto emparedamiento. Esa casa, hermano, más parece convento.Y  yo no soy buena para monja.
      Despidiese con esto, y Onofre dijo a su amigo:
      _Sin duda,Juan, este hermano acomoda mozas de servicio.
      A que Juanillo respondió que sí, que atendiese, que llegaba otra: era una destas de manto remendado, guantes cortados los dedos, gregorillo de puntas, con saya de rasilla, más arrugada que hoja de bretón, con el rosario en la mano dándole vueltas a la muñeca. Preguntó al hermano:
      _ ¿Hame buscado comodidad?
      A quien el hermano respondió:
      _¡Qué comodidad quiere que la busque, si a cuantas la procuro pone dificultades y achaques! Si es hombre viejo, dice que será impaciente, cansado y gargajoso; si mozo, que no es casa segura; si casado, que será celoso y luego lo pagan las criadas; si hay hijos, que no es bueno traer niños a cuestas; a todas pone excusa. Váyase con Dios, que para ella no hay casa como la de San Juan de Dios.
      _¿ Qué casa dice, hermano?_replicó la fregatriz. Y el hermano, algo enfadado, la dijo:
      _La sala de las unciones.
      Fuese, y apenas se apartó cuando con unas cumplidas reverencias, sin agobiar el cuerpo, muy chupada de faldas y fruncida de mantilla, muy abultada de pechos y carrillos, se llegó una de las que juran en la Cruz de Hierro de no ser castas en Castilla: y, sin perder las reverencias a cada razón, como cojo sin muleta, le dijo al hermano si la quería buscar una casa donde criar, porque estaba recién parida y se le había muerto la criatura. El hermano, después de haber mirado aquella alcuza con vasar de tetas, la dijo:
      _Vaya la señora Dominga y pregunte por la Inclusa, que allí van las de su tierra a hacerse la leche.
      Fuese, sin perder las reverencias, y al hermano, al ir a entrar en la iglesia, le detuvo una mujer de buen hábito preguntándole si conocía a la moza que la envió tal día o sabía quién era. El hermano la respondió que no, que a ninguna de cuantas acomodaba conocía: que era cuidado que había de tener quien la recibía, que a él no le tocaba.
      _Pues sepa _dijo la mujer_ que se lo pregunto porque se me ha ido y se ha llevado un vestido de mi marido; y así, le suplico, si acaso la ve o sabe de ella, me avise.
      Diola palabra de hacerla, con que la mujer se fue algo consolada.
      _¡ Qué de lances deben de pasar de éstos en Madrid!_dijo Onofre.
      A quien respondió Juanillo:
      _Tantos que el querer referidos fuera desatino. Ya no hay mozas de servicio, que se acabó el ser en ellas y sólo las quedó el vicio. Ya son damas, y las damas tienen mozas sobradas, porque las dejan salir con cuanto quieren.
      Aquí llegaban los dos amigos cuando, volviendo a mirar al hermano, le vieron reprehendiendo a una muchacha porque había dádose al vicio, a quien decía así:
      _¡Venga acá! ¿Cómo ha dejado la casa que la busqué? ¿No repara que en ella se puede aprender virtud y honestidad y que no faltaba el sustento? ¿No repara que menospreciar la honrada comodidad por la vanidad del mundo es falta de juicio? ¿No ve que la virtud es un linaje celestial y que es sólo lo que da hartura y bienes de gloria? ¿No repara que ese traje mundano la llevará al paradero donde van otras de su trato? Mire que la falta de las cosas temporales hace crecer el bien interior en el alma, que es diferente hartura que la del cuerpo. Mire que una enfermedad, negando la salud, borra la hermosura y consume la hacienda. Recójase, que es lástima que una mujer hija de buenos padres ande en los pasos que anda; y, si me da palabra firme de la enmienda, la ofrezco volver a la misma casa.
      La picarona, enfadada de tanta reprehensión y documentos, con gran descaro, echando el un pie delantero, meneando el cuerpo, puesta en jarras y la cabeza algo torcida, le dijo:
      _Hermano, ¿predica? ¿Piensa que soy algún hereje? Vaya a emplear esa habilidad al Japón, que yo no necesito de su doctrina ni ofrecimientos; que tengo lo que he menester, y no carezco de servir, que soy servida y regalada.
      El hermano, enfadado de ver tanta libertad en pocos años, levantando la mano, la dio una bofetada muy a su gusto. Ella levantó las quejas que llegaban a las nubes, y el hermano, sin hacer caso, se iba a la iglesia. Llegó alguna gente a las voces de la moza, y entre ella algunos de estos de toalla por la cintura, coleto a la vista y calzón sin abrochar las boquillas, por que se vean los de lienzo; sombrero blanco y medias de color. Preguntáronla, con su acostumbrada arrogancia, quién la había enojado, y ella, con el favor a la vista, empezó a formar razones contra el hermano; pero él, con más justa razón, algo colérico, asiendo un palo de un ciego, se fue a ella, que, si no huye, es peor que la bofetada.
      _¡Buena salud tengas! Y mala a quien mal le pareciere _dijo Onofre_, que en gente de razón siempre pareció bien la justicia. Pues podían ablandar las razones del hermano a un corazón de piedra, y miren con el desahogo y sobrada desvergüenza que le respondió. Sólo me espanta que este hermano se canse en un ejercicio tan mal agradecido que no tendrá más que quejas de todas partes.
      _Así es verdad_respondió Juanillo_, pero como lo hace por Dios, no lo tiene por enfado; porque el que se mueve a la caridad y amor de su prójimo sin humano interés jamás se cansa.
      _Razón cristiana es_ replicó Onofre_. Y pues no te enfada el que te pregunte, dime, por tu vida, ¿a qué entran estos pobres en la iglesia tan afanados y presurosos?
      _Yo te lo diré; y para que admires_prosiguió ]uanillo _ una caridad no creída, entra: verás cómo socorre a estos pobres otro pobre; que aunque la piedad toda es en sí maravillas, en algunos luce más lo fervoroso del espíritu que en otros, como en este hombre, a quien aguardan estos pobres mendigantes.
      Con facilidad se movía Onofre a ver lances piadosos, pues así que oyó a Juanillo entró en la iglesia, y a poco tiempo vieron entrar un hombre de buena edad y humilde hábito, que, después de hacer oración y besar la tierra, se levantó y fue a los pobres (que ya venían a él todos haciéndole reverencias), a quien con rostro alegre saludó, diciendo:
      _¿Qué hay, hijos? Ya Dios ha dado hoy para mí y para vosotros; y así, razón será dar al César lo que es suyo. Ya he comido yo; perdonad que haya sido sin vuestra compañía, pero creed que en la imaginación os tenía presentes.
      Y sacando de un paño blanco alguna comida, la fue repartiendo entre todos, y lo mismo hizo de algunos cuartos que traía; y luego al más necesitado le dio unos zapatos que le habían dado a él.
      «Si el obrar bien o mal del hombre se ve premiar al fin por la regla del juicio divino, buen pleito tendrá este pobre en el tribunal de Dios: este estado no es de los que se convierten en nada (o en vanidad, que todo es uno); no es este obrar del mundo, que aun no llega a ser humo; este obrar y este estado de vida en el cielo asiste entre los justos».
       Entre sí repetía estas razones Onofre, cuando un pobre le dijo:
      _¡An señor, cómo se conocen los bien nacidos en las obras!
      A que respondió con rostro severo:
      _No gastes otra vez el tiempo en acordarme vanidades de linajudos, a quien sustenta el soy, aunque ande vestido de necesidad; sólo me habéis de acordar el estado en que estoy y en el fin tan cierto que nos espera, que así me darás contento. Al hombre próspero en los bienes del mundo, que primero fue pobre, a ése sí que es razón acordarle lo que fue para que no acaricie a la soberbia ni la admita en su casa, sacando ejemplo de la flor más hermosa que produce la tierra, contemplando en la azucena tanta belleza y fragrancia, que así que su botón se halla crecido, antes que esparza su riqueza le inclina a la tierra y mira la miseria de que ha nacido, y al pie de sus principios mira su fin, pues si atrevida mano no la corta la ha de servir un mismo lugar de cuna y ataúd, y mirando que los pañales en que nació la ofrecen mortaja, no se desvanece (que pudiera, con tanta hermosura); y así, otra vez tened cuidado. Y quedad con Dios hasta mañana, que ya sabéis que las tardes me voy a los hospitales a ver trabajos, enfermedades y miserias a que nace sujeto el hombre; que allí contemplo en un espejo que me representa mi rostro propio, y lo que soy sin engaños. Y pues para hoy ha dado Dios, pedidle para mañana, que obligación es. Fuese con esto, quedando los pobres dando mil gracias a Dios alabando tal caridad.
      _ Mira qué tal es este hombre_dijo Juanillo a Onofre_, que aun los de su oficio dicen bien dél.
      _Todo lo merece la caridad _respondió Onofre _, y de cuanto he visto en este lugar no me ha gustado cosa como esta limosna dada por mano de un mendigo; que con lo que aquí ha repartido a pobres se podía sustentar y lucir alguno; pero él no hace caso de lo exterior, sólo mira a lo interior, que es el alma.
      _Pues has de saber_dijo Juanillo_ que ha sido hombre de muchos ducados y de grande caudal en ganado, y por haber fiado a algunas personas que le movieron con fingida necesidad y encubierta traición, se halla hoy como ves; pues, otro Job, con la paciencia que has notado, visita algunas casas donde le conocieron y socorren: que no es poca dicha en este tiempo el que no desconozcan pobre al que conocieron rico, pues es cierto el que desfigura la pobreza notablemente. Y sé por muy cierto que en algunas casas le recogieran y regalaran; pero dice que no es sólo él al que han de sustentar, que tiene muchos hermanos a quien acudir, y en sustentando su persona con moderada comida reparte lo demás, como has visto, siempre con un mismo semblante.
      _Amigo Juan_dijo Onofre _, admirado estoy de lo que veo en este lugar, pues todo él es maravillas. No en balde le alaban las extranjeras naciones aclamándole «Madrid, madre de pobres». Y pues ya es hora de dar al cuerpo su ordinario sustento, guía, amigo Juan, donde comamos. y sea en parte que haya poca gente, pues hay muchos que dejan de comer por notar las acciones que hace el otro mascando, y le cuentan los bocados como si tuvieran arrendada la alcabala del mascar.
      Hízolo Juanillo a una casa que guisan para los que huyen de los malcocinados bodegones, y así, llaman a éstas «casas particulares de la gula». Sentáronse y fueron servidos con lo que pidieron, y estando cerca de los fines de su tarea vieron entrar tres hombres de buen pelaje, y, sentados los dos, el otro ordenó lo que habían de beber y luego se sentó. El uno no quería comer, y los otros le decían que por qué no hacía compañía y comía, a lo que respondió:
      _Amigos, yo he de ir a comer a mi casa, y si ahora tomo algo no tendré gana después.
      A lo que otro dijo:
      _Pues a mí sólo me sabe bien lo que como por acá fuera; que entrando en casa luego empiezan las mujeres con sus reprehensiones y documentos, con que se hace rejalgar cuanto sacan a la mesa; y yo, por no dar a la mía con algo que la duela, he dado en comer por acá fuera los más de los días.
      El otro que faltaba de hablar dijo:
      _Pues yo, aunque como aquí, también he de comer en casa, que estómago hay para todo.
      Dábanle al que no quería comer vaya entre los dos, importunándole a que comiera, pero él se excusaba con los medios posibles, diciendo:
      _Para mí, amigos, no hay gusto como ir a mi casa y sentarme a la mesa con mi mujer y mis hijos y comer un bocado; y más yo, que soy poco comedor: si aquí tomo algo no tendré después gana. Perdonad, que yo me he de regir deste modo.
      _jFamoso capuchino hacéis!_dijo el uno _. Sin duda tenéis miedo a vuestra mujer. Andáis bien: no os azote.
      El otro le dijo:
      _Si lo dejáis por no traer dinero, mal hacéis; que aquí no hemos menester nada vuestro.
      A todo el hombre se armaba de paciencia, diciendo:
      _Sea lo que vosotros quisiereis, que yo no he de salir de mi regla.
      _Quien tan bien la guarda_replicó el uno de los dos_lástima es que no sea fraile.
      Ya Onofre y Juanillo habían acabado de comer y, saludando a los tres, salieron fuera.
      _Este hombre que no ha querido comer _dijo Onofre _ es tonto, porque conociéndose la condición hace mal de acompañarse con otros de diferente calidad que la suya. Si se conoce templado en el comer y beber, ande con otros de su humor, y con eso no llegará a semejantes lances como éste.
      _Es verdad  _respondió Juanillo_, pero no todas  veces se puede excusar una compañía, o ya por amigos o por andar juntos en algún negocio o por otros mil lances que se ofrecen.
      _Bien estoy en que eso es así _replicó Onofre _, pero antes de llegar a lo apretado de semejantes ocasiones puede poner un hombre muchas excusas. Y lo que más he notado ha sido la desenvoltura en las lenguas de los dos, sin reparar en que los escuchaban otros, y dejarse decir el uno que tenía por estorbo el que su mujer le reprenhediese lo malo de su condición y diga es parte para no comer en su casa.
      _No te espantes de lo que has oído y visto_dijo Juanillo_, que otros hombres hay en Madrid peores que éstos. Hay muchos, o algunos, que después de haber comido con quien han querido, ya como estos que has visto o en otras partes peores, donde el Demonio trincha y da de beber haciendo la salva, van a su casa con un rostro de bermellón y
unos ojos de gato encerrado; su esposa le espera vigilante, tiénele la mesa puesta con aseo y limpieza, dícele que cómo viene tan tarde a comer y él, sin responder palabra, se sienta a la mesa; empieza a partir mucho pan, que como no está en lo que hace, hace cosas sin medida. Sácanle la olla, o lo que en ella se ha cocido puesto en un plato: no quiere potaje. Prueba algo de la verdura y dice: «¡Jesús, qué salada! ¡Fuego en tal mano!». La mujer se pone triste, pruébala también, ve o gusta que no tiene más sal de la que ha menester y dícele que no tiene razón, y él la mira con unos ojos de enojado vengativo. Pide de beber, dánselo, llégalo a los labios y dice que de dónde han traído aquella hiel y vinagre. La mujer conoce la malagana que trae (que no es la primera vez) y trata de comer y callar, y él, como ve la quietud con que masca, empieza a gruñir y ella, con sobrada razón, le responde a algunas palabras que sin fundamento alguno le oye decir; él se enfada, porque ha menester poco, y con cuanto hay en la mesa da en el suelo. Si la mujer levanta la voz él levanta la mano y la da de bofetadas. Ella, entre afrenta, dolor y lágrimas, arroja palabras de sentimiento que encerraba en su pecho, y él, mohíno, como ya quebró la cólera en su pobre mujer, repara en que no ha tenido razón, y como ella no cesa de arrojar quejas, él toma la capa y se va.
      Y por no cansarte no hablo de otros peores que éste; que hay muchos de grueso caudal que por hacer fuera de casa gastos excusados se ven muchas veces sin tener que llegar  a la boca, siéndoles fuerza el ir vendiendo las alhajas que adornan la casa hasta que la dejan como ermita de desierto; y ellos,andando el tiempo y gastándole de este modo, se hallan penitentes de Satanás sólo por seguir un infame gusto, sin reparar que tienen mujer que sustentar y que mal comida, sin tiempo, faltándola la compañía de su marido, mirándole distraído y viéndose ultrajada, puede, como frágil, hacer lo que el perro, que le cría uno en su casa, regalándole y defendiéndole de que nadie le dé ni otro perro le muerda, pasa un día y otro día, estrágasele el gusto, enfádase con él y dale de palos o puntapiés, con que el perro va cobrando miedo a quien solía hacer fiestas, y tal vez muda de casa y de amo buscando donde no le castiguen y den de comer: y si el hombre perdido da ocasión a que su mujer haga lo mesmo, mire que, enojada, es peor que el perro, que este animal no hace más daño que irse, sin llevarse nada, y la mujer, si se aburre, le hará participante en el mayor mal que pueden tener los hombres.
      Y así, amigo Onofre, aunque estos hombres que has visto no son de los mejores, puede ser que no sean de los peores, pues es cierto que habrá otros más malos. Y el que quisiere vivir quieto, como Dios manda, mídase con su poderío y obre con quietud, amor y temor: quietud y amor en su casa y temor en la muerte, como varón discreto, pues el que lo es se viste de prudencia y conoce que es mortal, y como tal se mide en sus acciones y obras, y repara que todo mira al fin.

DISCURSO DÉCIMO

D

e las cosas más convenientes que tiene un lugar, grande o pequeño, es el maestro de niños, pues es el principal instrumento que enseña prudencia, respeto y temor, y así, deben los tales maestros ser gente de sana conciencia, virtuosos y verdaderos. Conviene que no sean avarientos, pues el avaro siempre anda falto de consejo; tampoco debe ser ambicioso, pedidor ni sonsacador de sus discípulos, pues, siéndolo, da lugar para que se atreva el niño a cosas indecentes por agasajar a su maestro; ni ha de ser durable en el rencor, pues es juez de una tierna república. Debe ser su doctrina ejemplar y sus razones llenas de doctrina, pues en serlo consiste el que lo sean muchos, y cuando más  colérico, se ha de reportar; y de mi parecer el más aventajado es el más desinteresado, que sabe mezclar lo justiciero con lo piadoso, acordándose que el rey de las abejas tiene aguijón, pero no hiere jamás con él: basta el miedo que pone de que puede ofender si quiere.

      A la puerta de uno llegaban Onofre y Juanillo, a tiempo que con voz grave decía a sus discípulos: «Lean con cuidado, y tengan atención en481 la letura para que les aproveche».
      _Lición es ésta_dijo Juanillo_ para gente de más edad que estos niños, y en particular para aquellos que toman un libro que tiene cincuenta pliegos y en dos horas le pasan y dicen que tiene poca sustancia su escritura, y es sólo su gusto el de la poca sustancia. Mal puede tomar las señas de un camino el que le anda a escuras y por la posta. ¿Qué provecho puede sacar en tan breve tiempo y qué reparo hará en sus razones? ¿~Qué doctrina dejará impresa en la memoria? ¿Cómo podrá contar algo de lo que ha leído? Pero hoy los más gustos sólo buscan en un libro chanzas y cuentos, sin reparar que los cuentos y chanzas son sainete para que se lea la lición que hiere en la mala vida y costumbres. Mal gusto tiene el que cuando come una cosa de sabor la traga a medio mascar: haciéndolo así poco gusto dejará en el paladar. Con el sosiego y la quietud se goza de todo y se experimenta el sabor y la dulzura de la obra, que lo atropellado jamás dejó provecho.

       «Lean (decía el maestro), y con cuidado», a tiempo que llegó una piadosa madre con un hijuelo que de muy mala gana iba a la escuela, aunque la madre le obligaba a poder de caricias y ofrecimientos. Entró dentro y, sin saludar al maestro, le dijo:
      _Este niño ha cobrado miedo a vuesa merced, y sin duda es la causa el que le azota. No haga tal, por su vida, ni me le dé por cosa alguna; que si aprendiere tarde mi dinero lo paga. Y sepa que me ha costado mucho trabajo el criarle y no quiero que nadie me le dé ni castigue.
      Ofreciolo el maestro, aunque primero la dijo mirase que la letra en la tierna edad se imprimía con el castigo o la amenaza, según el sujeto, y que conociendo aquel niño cariño demasiado en sus padres y templanza en su maestro no haría nada de provecho, y que su oficio era enseñar y la brevedad en ello le daba crédito, y para conseguirle era menester riguridad cuando la ocasión lo pedía. A todo decía la madre que no quería que le llegase al pelo de la cabeza.
      Mujer, o madrastra (que más lo pareces que madre): ¿sabes lo que te toca hacer en la enseñanza de este hijo que te ha dado el Cielo? ¿Sabes lo que te manda Dios que obres en su crianza? Pues respóndeme a estas preguntas: Si con esas alas que das a tu hijo asegurándole que no será castigado, saliese de mala inclinación, dado al vicio, ¿quién tendrá la culpa? Si con ese demasiado cariño que le muestras llegase a perderte el respeto, pues el amor maternal en la edad crecida no es tan fino como en la tierna, ¿a quién te quejarás? Si confiado en que el maestro no ha de ofenderle no asiste a la escuela y se da a vicios, conforme la edad, y aun se anticipa en ellos, ¿quién lo pagará? A esto respondes que tu hijo es de buena masa y la inclinación no es mala; por eso tú se la vas bastardeando. Juega con un perro que ha criado en su casa, vale retozando y cosquilleando. Y porque ya lo ha hecho otras veces y gusta de ver cómo se enfurece y procura defenderse de las burlas de su amo. Descuídase con el animal y, enojado, como se ve querido, se atreve a abrir la boca y atravesar con los dientes una mano a su dueño, de que muchos días está manco. Los que le asisten dan al Diablo al perro y el paciente dice que no tiene el perro la culpa, que él la tiene; dice bien, que si él no le hubiera enseñado a que entre las burlas de el retozo mordiera, el animal no sabía y él se lo enseñó. Así tú a ese niño le vas haciendo que pierda lo dócil y se pase a desabrido, porque conoce que le quieres y procuras traerle en caja, como joya, retozándole con cariños.Que se quieran los hijos obra es de la naturaleza, pues el animal más horrible los quiere, pero ha de ser el querer de modo que no lo conozcan y criarlos con temor y respeto, y no dejarlos seguir su humor con esas alas, que cortan el hilo a la virtud más que las del vencejo al aire.
      No hay cosa que más destruya a un enfermo que no obedecer al buen médico, pues si sólo sigue su apetito atraerá un mal gobierno, y el mal gobierno, la perdición. Y así, antes que los hijos lleguen a mediano conocimiento los has de tener enseñados a que con un mirar de ojos te entiendan y obedezcan, y será entonces en él muy suave la dotrina, pues el saber obedecer es gran virtud. Querer verdaderamente a los hijos, dice un filósofo, es el criarlos de modo que los quieran todos, obligando a ello su cortesía y afable condición. Al águila noble, en la edad crecida la sobrevienen tres enfermedades: la primera, se le hacen pesadas las alas; la segunda, se le obscurecen los ojos, y la tercera, se le embota el pico, con que queda imposibilitada de volar, ver ni picar, faltándola alientos y vista: todo esto causa la enfermedad o la vejez, pero procura su renovación y lo consigue, como ya se sabe, retirándose a su nido, allí se está hasta que la nacen alas nuevas y se le aclara la vista. ¿De dónde comiera esta águila, si no fuera dejando hijos bien enseñados, que las presas que hacen las traen a su madre para que coma y reparta entre ellos lo que sobra? Haz tú así si quieres tener quien te socorra en la vejez, criando tus hijos con obediencia y amor para que así conozcan la obligaciones que te tienen. Y, conociéndola, sabrán la que tienen a Dios.
      Atentos estaban Onofre y Juanillo a todo lo que había pasado entre el maestro y la mujer, cuando, despedida, ocupó su lugar un hombre que tenía un hijo en la escuela, quien  después de saludar al maestro, le informó a lo que iba, mandando llamar al que ya, habiendo visto a su padre, cubiertos los ojos de agua y el aliento impedido de un sollozo, se venía al mismo que procuraba su castigo,y,  puestas las manos cruzadas (con que por señas dicen humildad), pedía a su padre no le azotasen más, pues ya le había castigado en casa.
      Entonces el padre en voz alta dijo:
      _Para que los que os conocen sepan vuestras infamias las vengo a publicar a la escuela: que un niño que no hace lo que su padre le manda es razón que sea castigado públicamente, pues el castigo dado en presencia de otros causa vergüenza y atrae la enmienda. Fuese con esto, y el maestro ejecutó la sentencia en aquel tierno reo.
      _Este hombre_dijo Onofre  _ quiere hijo y aquella mujer no quiere hijo, según las muestras que cada uno ha dado. Pero, dejando esto aparte, pues para crianza de los hijos hay un sinnúmero de escritos, aquellos dos hombres que ha rato que están en barajas (y en verdad que algunas palabras que se les oye, que son bien pesadas, han de obligar a echarse alguno con la carga), ¿en qué han de parar tantas razones de «si pasa la calle o mira las ventanas le he de matar»?
      _De esta pendencia _dijo Juanillo_ alguna dama es la causa.
      Atentos estaban mirando en qué había de parar cuando, enfadado uno de muchas razones que había dejado pasar, habiendo procurado con la cordura posible reportar a su contrario y viendo que cortesía no bastaba a apaciguarle, dándole una puñada en los pechos sacó la espada y, despidiendo la capa de los hombros, empuñó una daga, y el otro, aún no fuera de algunos traspiés que le había hecho dar, medio aturdido, viendo venir a su contrario sacaba pies para sacar la espada virgen, tan lejos de mártir, y, enfadado el otro, le tiró dos cintarazos, rematando con ponerle la espada a los pechos, dando con él y su miedo en el suelo. Dejole levantar y, habiéndolo consiguido, aunque con harto afán, le volvió las espaldas a tiempo que alguna gente que había llegado procuraba la paz. Cobrose
el de la espada y daga y, arropándolas en sus vainas, fue en busca de la capa, pero no la halló, quedando soldado de la quiebra pasada. Buscábala con cuidado, pero ni cuidado ni diligencia bastaban a dar con ella.
      _Este hombre _dijo Juanillo_ había de ir a buscar su capa a los ropavejeros, que allí van a parar las cosas halladas, que en este mundo nada se pierde, si no es el tiempo.
      En fin, se metió en una casa en el ínter que le trajeron capa, y Onofre dijo a su amigo Juan para qué gastaba tanto bálago aquel cobarde, si no había de ser hombre para sustentarle, habiendo quedado avergonzado sin tener bríos para echar al aire aquella hoja cartuja.
      _De eso no te espantes _respondió Juanillo_, que él sólo puede decir y los cercanos a él si acaso aquella cólera paró en blandura y la empleó en pichones bravos. ¡Ah, si las agujetas fiadoras de los calzones quebraran la fe del lazo y manifestaran la verdad! Que yo apostaré que ha quedado como niño de la doctrina después de un entierro, que nunca les falta cera que vender. ¿Ves este cobarde? _prosiguió Juanillo _. Pues toda esta pendencia, sin ser sastre, ha de volver lo de dentro afuera, que estos gallinas con cresta de gallo tienen bravas puntadas. Y para que sepas algunas que usan muchos venedizos a este lago (como huyendo del charco donde cantaban, renacuajos), atiende:
      Hay hombre de estos valientes en conversación que por haberle faltado un botón en parte menesterosa suplen la falta con un alfiler, y como es su oficio del alfiler, asir o arañar, descuidándose del lugar que ocupaba, pasa la mano y se hiere, duélele y procura sustentar aquel duelo con una banda, y más lo hacen por quitar aquel estorbo del lado izquierdo. Tópale un amigo y, como le ve así, le pregunta: «¿Qué es eso, Fulano? ¿Herido estáis?». Y él responde: «No es nada, ahí es cierta pendencia que sucedió estotro día. ¿No ha llegado a vuestra noticia?» «No», responde el tal amigo. «Pues habréis de saber (dice el herido) que me acometieron cinco hombres estando hablando con una mujer de las de mucho punto deste lugar, y si no fuera por la destreza y andar un hombre bizarro, por Dios que me hubiera ido mal. En fin, se dispuso bien: dos dicen que hay heridos. Y yo ando medio retirado hasta que se dispongan las cosas: todo se acabará con el tiempo». «Y la herida vuestra ¿es algo?», pregunta el tal amigo. A quien responde: «No: yo mesmo me herí al ir a hacer una treta con la daga» (y qué de tretas tienen estos perrillos caseros, que todo su ser es ladrar sin salir del umbral de su puerta). «Todo se puede llevar (prosigué el herido) con el cuidado de la dama, que, obligada a lo bizarro, que ya sabéis que estas mujeres se pagan de lo valiente),me socorre con todo lo necesario». «¡Que en tales ocasiones (dice el tal amigo) no se halle un camarada al Iado de otro! ¡Por vida de tantos y cuantos! Pero en verdad que todos andamos de mala: que a mí me sucedió anoche un enfado harto grande: topé la ronda en que iba un alcalde de Corte con ocho ministros, y el más alentado, que bien le conocéis, me quiso quitar el broquel, defendile y le hice servir: unos rodaban y otros, por no rodar, huían. No he sabido cuántos heridos hay, porque mi espada no se descuidó; y hasta saberlo anda un hombre a sombra de tejados por que no le echen la mano», y el que cuenta esto, más cobarde que Sardanápalo, por haber oído decir que andaban ladrones en su  barrio cobró tanto miedo que se recogió con sol a su casa, y aun no se contentó con la cerradura ordinaria, pues adelantó a las guardas de la puerta una tranca, sin dormir en toda la noche de miedo que le dio una puerta que se meneaba con el aire que hacía.
      _Crédito se puede dar_dijo Onofre_ a lo que has contado, pero espántame el que haya tales hombres que no se avergüencen de haber nacido.
      _Pues cree que los hay _prosiguió Juanillo _, y en este lugar venden ellos sus drogas sin ser deste lugar: que nacieron fuera y vinieron en canasta con red, como quien son.
      _Esa razón aguardaba yo de tu boca _replicó Onofre_, como natural deste mundo abreviado, que de otro modo anduvieras mal.
      _Pues cree _dijo Juanillo_ que no es la pasión la que mueve mi lengua, sino la verdad. Y para que lo creas te diré las ocasiones que hay para que no sean cobardes los hijos deste lugar.
      En todos los barrios, o en los más, hay maestros de armas, y donde no, no falta un aficionado que tiene espadas negras y se huelga que las vayan a jugar, y apenas pasa el varón de los doce años cuando el deseo de saber le mueve e inquieta con la golosina de tirar cuatro palos en un juego público, y así, el ejercicio de las armas es fuerza que destierre el temor, como las letras lo simple del hombre, y si haces reparo verás traer la espada ceñida en tierna edad a todos los más, siendo primera causa lo que he dicho y, luego, que les entra el amor con facilidad (como hay tanto sobrado a que mirar), y en habiendo amor no se excusan lances honrados engendrados del qué dirán. y así, no hay alguno que no sepa sacar la espada en viendo la ocasión, y se ve muy de ordinario en juegos públicos mozos oficiales de este lugar jugar con tal aire y destreza que puede la admiración usar sus extremos, como lo hace cuando cosas grandes son el principal motivo. Y no me negarás que el que sabe jugar la espada negra no sabrá sacar la blanca y plantarse con aire y defenderse con brío.
      _Así es _dijo Onofre_. Y afirmo por verdad lo que has dicho, pues en los castillos y plazas fuertes no hay más ejercicio para el soldado honrado que el ejercitar las armas para que, habituado, no le coja inhábil la ocasión de la campaña.
      _Es verdad _replicó Juanillo _, y si no fuera tan menesteroso el ejercicio de las armas que se manejan en la paz, no tuvieran los reyes y príncipes tan grandes, como ha  tenido nuestra España, maestros científicos en este arte con quien ejercer lo belicoso: que establecer lo contrario fuera querer obscurecer la gloria que a los pasados se les debe en dejar a luz, vista de todos, la verdadera destreza, que sus nombres la fama los burila en las hojas del libro de la inmortalidad, pues a ellos se les debe la primera luz de la razón, y a los destos tiempos tantos realces de su noble desvelo (hijo de bizarro aliento, en fin, español), que merecen por la continuación de su ejercicio (a quien mueve sólo el deseo de la enseñanza) que los mármoles y bronces ofrezcan planas a las grandezas de sus obras.

DISCURSO ONCE

E

l animal más humilde, doméstico y leal que crió la naturaleza es el perro, y así, con halagos mueve a que le den el hueso roído y con él se contenta; pero el león, ambicioso, aunque haya cogido entre sus espantosas uñas la liebre, si ve pasar la cabra montés suelta la presa humilde por la otra mayor, movido de la ambición o embriaguez del tener más: animal, en fin, que aun preso y atado da temor su poder. Así el avaro rico: sólo su nombre da miedo en el oído del pobre, y aunque forzosamente le haya menester, huye de su poder soberbio.
      _¡Cuántos hombres _prosiguió ]uanillo_ tendrá este lugar parecidos a este fiero animal! Y para que lo admires repara, amigo Onofre, en aquel tan pensativo, con aquella capa de color, tan raída como su conciencia: es hombre de cien mil ducados y vive en una jaula que ha labrado, mayor que la que había menester tal pájaro, donde tiene un sótano, y, por que diferencie a los otros, son sus puertas de hierro: y aun al sol le niega el que registre su estancia, pues le oprime la entrada a la luz con tres rejas de hierro, que más parece locutorio de cartujas que calabozo del logro y usura. Éste, cuando ha menester algún dinero para emplear, baja al infierno donde está penando su cuidado, y a su propia hacienda pide la cantidad que ha menester ofreciéndose a veinte por ciento, y lo hace porque le han dicho que un hombre vende una casa con necesidad para pagar ciertas deudas que le aprietan, o que otro vende unas piezas de plata de mucha hechura, y la pierde toda obligándole a ello el corto poder. Para estos empleos saca el dinero, pero para prestar al necesitado, como él no lo es de los bienes temporales, no se acuerda que hay necesidad en el mundo, y jamás verás llegar ningún pobre a su puerta, porque conocen la esterilidad de sus umbrales y la infernal condición del dueño. ¡Oh vil cardo, que no das fruto hasta estar enterrado! Yo creo que ha de venir a ser como Craso, hombre riquísimo a quien mató su gula, pues le venció a que comiese oro derretido: pero ¿qué no hará un avariento poderoso?
      _Mal hace_dijo Onofre_, siendo dueño de tanta hacienda, en extrañarse de la caridad y olvidarse de que con una mortaja y siete pies de tierra le ha de pagar el mundo.
      _Atiende_dijo ]uanillo_ a lo que aquellas dos picaronas de mantilla hablan con aquel hombre, que ayer le vi que andaba vendiendo un guardapiés de bayeta de su mujer, y a fee que no es buena señal vender tal alhaja a entrada de invierno: y no sé de qué come, que siempre le veo con la capa en el hombro vendiendo prendas.
       Aquí llegaba Juanillo cuando oyeron que las dos busconas le pidieron las diese unos dulces y él, muy contento, las llevó a una confitería.
      _¡Que se atrevan dos picaronas como éstas_ dijo Onofre_, de tan ordinario pelaje, a pedir dulces a un hombre, y que haya hombre que se los dé y se pague de tal!
      _Amigo_respondió Juanillo_, el pedir las fregatrices dulces ya es tan común como el chocolate.
      _Pues dejemos_replicó Onofre_ lo que no tiene muy fácil el remedio, y dime ¿qué hace tanta gente en aquellas rejas?
      _Allí _respondió Juanillo_ es la estafeta, y hoy es la de Badajoz; y ha de haber bravo rato en el mentidero, cielo de las covachuelas de San Felipe.
      _¿Por qué das nombre de mentidero_dijo Onofre_ a un lugar sagrado?
      _Yo_prosiguió Juanillo_ no trato al lugar con indecencia; a los que mienten en él, siendo sagrado lugar, es sólo a los que llamo mentidores, pues, profanándole, le hacen mentidero; que entre ellos se dicen más mentiras que entre sastres y mujeres. Y por que veas algo de lo mucho que pasa en esta lonja, repara en aquel hombre que acaba de leer
aquella carta y verás el ruido que mete con ella.
      Así fue, pues apenas lo hubo hecho cuando, doblándola, la guardó y sacó otra con más renglones que letras tenía la que guardó, y, subiendo las gradas, se paró como que leía, a tiempo que se llegaron a él más de veinte personas. Uno decía: «¿~Qué hay de nuevo, señor Fulano?». Otro: «¿Tenemos algo bueno?». Otro preguntaba si era carta del Ejército. Otro le decía: «Señor capitán don Sancho, sáquenos de dudas». Otro, en voz alta que resalía a todos, decía: «Esta carta será cierta y verdadera». En fin, todos puestos en rueda y él en medio, empezó a leer y a llegarse más gente que a los primeros besugos.
      Tardó en leer la carta más de una hora, y la que tomó en la estafeta no tardó el tiempo que se gasta en rezar un Avemaría. Salía la gente del cerco del enredo, unos santiguándose, otros estirándose de cejas, otros mordiéndose los labios, otros apretándose las manos y dando recias patadas; y viendo estas acciones se llegaba mucha más gente y
preguntaban qué nuevas habían venido. Acabó de leer la carta (o tramoya con letras) y quedase en el sitio, rodeado de noveleros, contando la disposición del Ejército, prevención de la campaña y sitio del enemigo, y dando su parecer en el modo con que se había de gobernar la gente para un asalto y por dónde convenía el darle.
      _¿Ves este hombre?_dijo Juanillo_. Pues en su vida ha salido de Madrid y le llaman el señor capitán, y le oirás contar de más de quinientas heridas que le han dado en la guerra; y dice bien, que algunos que le conocen le dicen que no sea enredador, y, a buen entender, heridas son bien penetrantes el decir las verdades a quien carece de ellas; mas él poco las siente, pues no se enmienda. Y yo apostaré algo a que la carta que ha leído ha sido escrita esta noche en su posada para con ella embobar hoy a cien tontos que tienen librado el gusto en las mentiras que oyen, que la carta que él tomó en la estafeta puede ser que sea de un bodegonero que se ausentó estotro día, en cuya casa comía este capitán mentira, y le enviará a pedir la monta de las tajadas con dientes que le quedó debiendo; que en toda cuanta gente aquí ves no hay diez soldados. Y cierto que me admira que los noveleros no hayan reparado en tu alquicel y te hayan cogido en medio de cincuenta a preguntas de tu cautiverio; y podrás, sin mentir, entretenerlos mejor que este mentecato con su carta postiza, pues habla sin fundamento, y tú con él podías hablar.
      _Raro humor de gente_respondió Onofre_, pues se creen de tan ligero de quien no saben que sea cierto lo que dice. Yo soy soldado, pero no contara cosa en cuanto a los sitios de la campaña: sólo lo hiciera a otros que supiera yo que eran soldados, que hablar con quien en su vida ha sabido volver a su nido la espada ni sabe lo que se pasa cuando no hay qué pasar, para mí creyera que era dar voces al viento, que nunca responde cosa conforme más de con los últimos acentos que oye. Quien con quietud vive en la tierra ¿cómo ha de saber regir ni gobernar los estados de la milicia? ¿Qué pareciera que un pastor, que en su vida ha salido de guardar ganado, se pusiera a leer teología sin haber estudiado letra? Éste, gobernando su ganado acertará; un mercader tratando en sus mercaderías no puede errar mucho, pero mucho errará dando pareceres de letrado si no estudió para ello. Acudiendo cada uno a su ejercicio está todo quieto y en paz; yo nunca gastara el tiempo tan mal gastado como escuchando a quien no es profesor verdadero de la materia en que trata, porque el que habla de aquello que no entiende es como el tiro que sale casualmente, sin gobierno de la mano del que tira; que siempre va errado. Y es cosa muy cierta que el que habla en lo que no alcanza ni entiende, miente, y se imposibilita para ser creído en lo que profesa.
      Inquietolos de su conversación las voces que dos soldados, al parecer, daban sobre el volar una mina, y más volaban sus levantadas voces, pues llegaban al campanario. Uno decía:
      _Señor capitán, vuesa merced ha lidiado siempre en partes que no ha habido necesidad de abrir minas, y así, mal puede entender lo que no ha visto.
      Pero, algo picado el tal que escuchaba, le respondió:
      _Por eso he abierto muchas bocas en pechos contrarios: lo que vuesa merced no ha llegado a hacer.
      Enojáronse, y púsolos en paz un hombre de madura edad, con su espada en el lado y en las manos una muleta, y el vestido harto trabajoso.
      _ ¿Has visto la pendencia de los dos? _preguntó Juanillo a Onofre_. Pues aquel de las plumas en el sombrero es tropista y nunca ha servido de otra cosa, y cuando va a llevar gente se le muda el color del rostro, pues el que le ves ahora, afrenta de tomate maduro, se le vuelve pálido, siendo causa el perder de vista los bodegones de la Puerta de
el Sol. Y el otro es de estos que buscan gente, a quien con promesas hacen sentar plaza de soldados, administrando este ejercicio peor que el de los moros cosarios de Argel, por lo que de cada uno les toca: y aquel buen viejo bien se nota en él el ser soldado en el vestido que le adorna, y aunque la edad le ha jubilado algo los bríos, no por eso ha desechado la espada del sitio que siempre ocupó. ¡Mira con qué razones, pocas y corteses, y por los corteses penetrantes, los ha puesto en paz y ha mudado de sitio! Repara en aquel hombre de la capa parda, tan capuchina de remiendos, y el sombrero tan espumador, según la grasa que siempre trae. Ha estado todo el día remendando zapatos a la puerta de un zaguán y ahora viene a oír mentiras, que a él le sirven de descanso el rato que deja ocioso el boj, pero tiene una cosa buena: que oye y calla, pues jamás le he visto meter la cuchara en el plato de esta lonja. Y aquel que va con él es un escudero de estos que en la picardía son ciento y tantos, empleándose en su mejor edad (sin guardar los preceptos que se deben a la golilla) en dar capa a unos vestiglos con tocas, o huesos entre algodón, donde sólo quedó el fui lleno de deseos de volverlo a ser desde la mortaja de la toca: dueñas, en fin, y tiene tan extraña condición a la del zapatero, que puede hablar con todas las monjas que hay en Madrid. ¡Mira cómo ponen tienda de su mercadería!
      Así fue, pues, sosegados, empezó el rodrigón a menear su tarabilla y se le fue llegando más gente que a premática nueva y deseada, empezando a jugar de aquel bocado peor y mejor que tiene el hombre, según usa dél. Y después de haber hablado gran rato en los estados de la milicia y gobierno de la campaña mudó la plática tratando de la carestía de los mantenimientos, y decía:
      _¡Que en un año como éste, tan abundante de todo, como Dios nos ha dado, que podían las hormigas, con lo que adquieren de los desperdicios del labrador, poner tienda de panecillos, valga un pan lo que vale!
      A lo que respondió otro:
      _No tiene la culpa el panadero que le vende, la culpa tiene la hormiga que lo almacena.
      Luego proseguía diciendo:
      _¡Que valga una libra de carne tanto en un tiempo tan abundante como pregona la cuerda Extrernadura!
       A que respondió otro:
      _La culpa tienen nuestros pecados.
      Otro, que había perdido en todas estas ocasiones el ejecutar heridas con su lengua, viendo ocasión en la vacante, se opuso, echando la mano a los bigotes (que, por lo copiosos, parecían colas de su piel, siendo la suya de zorro), y dijo, abriéndose de piernas, sacando el papel del tabaco:
      _¡Que en un año tan fértil como éste valga una azumbre de vino aguado y mal medido catorce cuartos! En verdad que lo he conocido yo bueno y bien medido por seis,y menos.
      En fin, cada uno dijo su alcaldada corta, porque el báculo de vidas perdurables no daba lugar a más.
      _Este hombre que tanto habla _preguntó Onofre_, ¿entiende algo de lo que trata?
      _No _respondió Juanillo_, porque ni es estudiante ni soldado: y le juzgo tan imposibilitado de saber que las cinco vocales no han llegado a su noticia.
      _Pues mal puede hablar quien miente de continuo_replicó Onofre_, que a los animales se les sigue gran daño en no poder hablar y a los hombres mucho mayor por hablar mucho. La lengua es esclava del hombre, pero si la deja libre se truecan las suertes, quedando el hombre hecho esclavo de su lengua, y siempre tiene en el pico su corazón, manifestando lo más secreto y escondido que hay en él. El que quisiere hablar bien ha de hablar siempre verdad, y este hombre no tiene entendimiento ni es capaz de discurso, pues no tiene miedo a su lengua, oyéndola con dos oídos tan cercanos. Bruto parece, pues no conoce que está su muerte debajo de su lengua y el centro de la muerte debajo de sus pies. Quien mucho habla mucho yerra, aunque no sea más que en la demasía, es certísimo.
      Aquí llegaba Onofre cuando, saliendo del cerco de la mentira el zapatero de obra segunda y viendo en Onofre señales de cautivo, se acercó a él, mirándole atento, sin hacer movimiento más de con las cejas, hasta que, llamándole Onofre, le preguntó si era mudo. A quien respondió:
      _No lo soy. Parecerlo quisiera, que hablar sin ocasión es querer ser sin ocasión oído, y al que tiene miedo en el hablar el silencio le hace cuerpo de guardia y defiende, y así, más vale ser mudo que hablar cuando no hay ocasión, como aquel majadero que juega tanto que no deja hacer baza a nadie.
      _Quien tan bien discierne las razones como vos_dijo Onofre _ merece ser oído. Y si yo puedo serviros en algo, preguntad, como sea poco, porque de las palabras se ha de usar como del vestido: véase  parte de él y parte de él se encubra.
      A lo que el zapatero prosiguió diciendo:
      _Me parece que nos entendemos, y así, siguiendo vuestro humor, digo que no seré molesto, pues la razón hablada sin tiempo queda hecha señora del hombre, y callando me veo señor de todas las razones.
      _Bien decís_replicó Onofre_, que a mi entender el cuidado de naturaleza en poner dos oídos tan cercanos a la lengua no fue otra cosa que decir: «Ahí pongo dos guardas para que uses con medida de ese instrumento»: pues es muy cierto que el que calla vive seguro, y el que habla suele dañarse a sí y a otros, y el mayor enemigo que tiene el hombre es su lengua mal gobernada, pues más posible es callar bien que bien hablar.
      _Siendo así, sólo os suplico me digáis de dónde sois, dónde os cautivaron, qué trato os hacían y quién os rescató.
      A lo que Onofre satisfizo diciendo:
      _Mi patria es la gran ciudad de Nápoles, cautiváronme cerca del presidio de Larache habiendo salido a hacer leña con otros soldados, la fortuna favorable me dio un amo, aunque moro, hombre de piadoso natural y buen entendimiento, tratome mejor que yo merecía y, por haberme oído quejar de mi fortuna diversas veces, me preguntó la causa, y, habiéndome oído decir que sólo era el deseo de ver a Madrid, movido a piedad me ofreció el rescate para la primera ocasión que hubiese, como lo cumplió entregándome a la redención que ha hecho ahora la religiosísima Orden de la Merced, y el padre redentor a quien mi amo encargó mi persona lo ha hecho conmigo como padre, hasta ponerme en Madrid. Treinta meses estuve cautivo, que sólo los sentí en no poder frecuentar los sacramentos con la libertad que entre cristianos. Esto es haber respondido a vuestra pregunta: mirad si mandáis otra cosa.
      _Sólo serviros_dijo el zapatero_, y pues me habéis hecho sabidor de lo que ignoraba, quedad con Dios. Y advertid que no soy más de un pobre remendón de zapatos: la fortuna no me dio más bienes que los que os he dicho, pero con ellos vivo quieto y gustoso, oigo y callo, y así gozo del mundo, y creo por cosa muy cierta que un tropezón que da el hombre, aunque salga herido dél, tiene cura, y la medicina y el tiempo le sana; pero el tropezón de la lengua no le sana el tiempo ni la medicina.
      Fuese, sin hablar más palabra, y Onofre quedó espantado de ver un hombre tan miserable y tan cuerdo.
      _En mi vida_dijo Juanillo_ le he oído hablar otro tanto, y le conozco hartos tiempos ha.
      _Si habla siempre como ahora_respondió Onofre_ lástima es que calle, que, aunque el silencio es sueño del entendimiento, se ha de usar dél con buen medio: que el hombre se diferencia del animal en la razón, que sin ella no fuera más de un bulto y a este hombre le adorna y enriquece mucho el buen lenguaje.
      _Así es_replicó Juanillo_, pues la cosa más fea que hay en el viviente es buen cuerpo, gala y disposición, si con ello tiene mala lengua habladora.
      Hízolos dejar la conversación el alboroto de dos ciegos que, tirándose recios palos, eran parte para que, en lugar de ponerlos en paz, huyesen de ellos los que lo vían, hasta que los sosegó, haciendo dejar el paloteado, una vendedora de escarpines: y, ya algo quietos, dijo el uno, muy colérico, limpiándose los mocos a las mangas del jubón y meneando los hombros a son de zarambeque:
      _¡Anda, hijo de la alcahueta a no poder más! Que yo me vengaré de ti en la primera relación que salga, que tengo de hacer que no te den pliego que vender.
      _En cuanto a lo de mi madre _respondió el otro_, mientes en decir que fue alcahueta a no poder más, porque sé que murió de treinta años y no era edad en que no podía hacer primeros papeles; pero la tuya dejó el ser frazada por baqueta, y si no tuvo otro oficio fue por tener mala cara; que nunca a ti te engendrara tu padre, si tuviera vista.
      Hízolos callar otro ciego, y, para que dejasen el puesto y el enfado, los dijo que en «La Manta Colorada» lo había como de lo caro y que allí tenía para media, que le siguiesen.
      Hiciéronlo, dejando qué reír a los que habían visto la pendencia, y la que los puso en paz, tratanta de escarpines, sobre volver por el uno de los dos ciegos trabó pendencia con ella otra de su trato, donde salió en público las faltas y sobras; y después de las lenguas anduvieron las manos entre los mal peinados rebujos de pelo, hasta que un mozo de los que sacan barato de los boliches las puso en paz, diciendo:
      _ ¿Es posible que dos mujeres como vuesas mercedes hayan llegado a este extremo en la calle, donde todos lo notan? Cierto que me espanta que, siendo tan amigas, se pierdan el respeto.
      Cada una dio su disculpa, y, ya sosegadas, fueron a echar la pesadumbre abajo, acompañadas de aquel hidalgo del ajuste.
      _¿Qué te parece_dijo Juanillo a su amigo Onofre _ de lo que pasa en esta lonja? Cree que es uno de los mejores sitios que tiene Madrid para un rato de divertimiento. Y pues ya es tarde, si te parece, vámonos paseando al Hospital General para que veas unas de las mejores casas que tiene España para pobres de todas enfermedades, y de camino
veremos la de los Niños Desamparados, a quien recoge el amparo y caridad, que es una casa de mucha consideración. Y para que no sientas el camino, haz reparo en aquel hombre macilento que está en aquel umbral de aquella puerta: era su hacienda muy florida y, por lo pericón, se la han comido las pendangas de este lugar. Tenía, cuando tenía, el más raro humor que hombre en el mundo; decía que quién había de sufrir los enfados y ahogos de un matrimonio, ni los rnelindres, celos y empeños de una dama. Pero, conociéndole el capricho una de las marcadas de este país le ha puesto en el estado que ves, pues lo mísero de el vestido dice la posibilidad de su dueño.
      _Pero dime, por tu vida _preguntó Onofre_, ¿cómo se dejó engañar de las mujeres, pues, según has contado, huía tanto de sus empeños?
      _El cómo no sé; pero sé del modo que engañan_prosiguió Juanillo _ a los boquirrubios como éste. Y por que no sientas el viaje, como tengo dicho, te lo contaré.
      Llega una de éstas, toda agujetas, vestida a la francesa con muchos lazos (que no es nuevo en ellas el ser todas lazo), y, en viendo a un hombre que saben que tiene, se estriegan a él, con que le dejan apestado. Mírala el bobo, a quien deja rozado con las galas y inquietado con una ojeada que le dio: pero no habla palabra, por establecer su condición. Sólo contempla el descuido con que lleva el cabello hecho un pensil de flores, que, como suele ofrecer la ocasión los cabellos al amor, éstas buscan la ocasión con los cabellos, haciendo de ellos líneas y paralelos al pecado. No deja de parecerle bien, aunque se fuerza lo posible a desviar de sí algunos motivos con que le brindó el niño amor. Véncese y procura el desvío; ella, que vuelve la vista a ver si ha obrado su cebo, repara en que sí, pues nota el que tiene los labios secos (con lo que ha babeado ) y los procura remojar como quien muerde; vuelve la dama a buscar ocasión de encontrars con él, y al emparejarle mira y dice: «No entendí que eran tan cobardes los hombres». Hácele con esto asomar colores al rostro y, por apaciguarla, la sigue y dícela si hablaba con él. Ella responde que sí, que bien podía pagarla algunos de los muchos desvelos que la cuesta.
      Él, que oye estas ternezas, se pone como cera a la vista del sol de junio, empieza a responder disimulando lo mejor que puede; trábase conversación algo estrecha, y el tonto, más tierno que una melcocha, la dice si le ha de querer por interés, a que responde la astuta culebra: «Mujeres de mi porte, sangre y reputación no se determinan a semejantes empeños movidas del interés, pues sólo amor es quien preside». Con esto simplemente, cree que le quieren por su persona no más, y dice entre sí: «Mujer que sin interés quiere, merece ser querida», sin reparar el tonto que jamás ha habido mujeres de tal color, que ahora se usan colores tristes y desesperados, y en todo tiempo sus dádivas no han sido más que tristezas y desesperaciones. A pocos lances se determina ella a ver si el buril de su astucia puede labrar aquel bruto diamante, y por medio de una criada bien alicionada le envía a decir que la ha sucedido un disgusto grande, y para remediar lo posible de él la haga merced de enviarla quinientos reales; y que para memoria de reconocerse su deudora tome las joyas que lleva aquella criada.
      La que lleva el recado ha sido del arte desde edad de diez años; ¡miren si sabrá hacer bien el papel! Da el recado aun mejor que su ama se le dio, y el tonto que le escucha entra en consulta con su memoria, entendimiento y voluntad, y sale de acuerdo que se los dé, pues ha conocido el mucho amor que le tiene y cuán desinteresada es; y pues se ha determinado a pedirle aquel dinero y le envía prendas, cierta señal es ser grande o, por lo menos, precisa la necesidad. Dáselos, y dice a la recaudadora que se lleve las prendas, que excusada diligencia ha sido para con él el enviárselas. A lo que la criada responde: «¡Jesús mil veces! Lo primero que mi señora me dijo fue que las dejara, y si no bastaban, volviese por más. ¡Ay,Dios! Yo apostaré que estima en más este agasajo que cuanto hay en el mundo. En verdad que sí: la costó el determinarse a enviarlos a pedir a vuesa merced el desperdiciar más rosas de su bello rostro que las que produce un mayo. ¡Bonita es la otra! Por no pedir se dejará morir entre dos paredes. Mal la conoce vuesa merced: no hay mujer de tal condición en Madrid». El pobre simple la dice: «Haga lo que la mando y no se meta en más; que vuelva las prendas a su señora y la diga no sea tonta». La moza ha menester poco, y parte más veloz que el tiempo. Su señora la recibe contenta porque la ve venir alegre, y dice: «¿Qué hay? ¿Picó el pez?». A que responde la criada: «Con tal gracia le puse yo el cebo: al instante cayó». Enséñala las prendas y el dinero, no tan cabal como él se lé dio, pues la sisa sus principios los tuvo en la fregatriz servidumbre, y la taimada dice: «Más da el duro que el desnudo. Vayan cayendo estos peces, y a su cuenta ve por algo con que nos regalemos».
      El tal pagote, lleno de confusiones, sintiendo el dinero que ha salido de su bolsa, dice entre sí: «No es posible que esta mujer haya enviado a pedir este dinero sin grande ocasión, pues en todo el tiempo que ha que la conozco no me ha empeñado en nada, ni su agrado ha dado muestras de interesado. Pues si esto es así, en una ocasión no ha de ser un hombre tan Iaceriado que no socorra a una mujer que le quiere». Por este camino, y por otros que sus habilidades arbitran, los van limando poco a poco las haciendas, sin descuidarse de la treta general en los días más festivos del año, cuando saben que ha de ir a verlas su galán, el estar muy tristes y la criada bien avisada; y si pregunta (como es fuerza) el gastador de aquel ejército de drogas la causa, responde con el pañuelo en los ojos, y la segunda dama hace su papel al vivo, y dice, publicando su semblante tristeza: «¿Qué quiere vuesa merced que tenga mi señora, que, de puro buena, la suceden lances como el que ahora está llorando? Ayer amparó aquí a una mujer porque vino diciendo la había sucedido un disgusto en su casa y en el ínter que se apaciguaba la recogiese mi señora en la suya? Hízolo como Juana de buena alma, y esta mañana cuando fui por de comer se fue y la llevó el manto, que sólo las puntas habían costado treinta de a ocho, y demasiado de corta anduvo, pues no se llevó más. Muy bien empleado está», dice la picarona cabeceando y mirando a su ama, con que el tontonazo lo cree, hallándose en la obligación y empeño de darla para otro. Y esto lo usan con los que llaman duros de bolsa, y tampoco se les olvida la intentona en las mayores holguras de esconder la gargantilla o manillas y alborotarse con el tonillo de: «¡Ay, triste de mí!», entrándose en la bulla del desmayo para que llegue el galán, muy tierno, a preguntar la causa, y sabida, aunque con dolor de su bolsa,
la ofrece otra, y ella le paga con melindres a montones. Y de este modo van ablandando y rindiendo aquellas inexpugnables bolsas de hierro, sin hacer reparo el paciente gastador en que traen el cebo a la vista y tapado el anzuelo, hasta que a los más duros los dejan tan blandos, que aun bríos no tienen para tenerse.

DISCURSO DOCE

L

a  buena fama, adquirida con buena fee, es hermana de los bienes espirituales y dueña perpetua de la alabanza, es maestra de la virtud, honor y dignidad, y su nombre vuela por diversas y remotas partes del mundo, pues su pregón va dando noticias de la bondad, y así, más vale buena fama que los bienes de la fortuna: que la más horrible llaga sana y la mala fama mata. Y la buena ha de ser ejecutando obras de caridad, no como el hipócrita, que sólo adorna la portada de su vida, labrada a la malicia.
      _Esto he dicho, amigo Onofre _prosiguió Juanillo_, por los señores que tienen cuidado con los hospitales de Madrid, pues su celo lleno de caridad y su atención colmada de piedades es bastante a que no falte lo necesario en la comodidad y el regalo de estas casas, habiendo en ellas tantos necesitados enfermos. Y pues hemos llegado a la casa de los pobres huérfanos desamparados, entra y verás lo que sustenta la piedad de esta puerta adentro.
      Entraron dentro, y así que pasaron sus umbrales, de una puerta que entreabierta estaba, oyeron una voz tan delgada y agradable que se conocía ser de alguno de los muchachos que allí habitan, que, divertido en el afán en que estaba, cantaba, sin reparar que le escuchaban, estas décimas, ajustadas a los quiebros de su voz, sin más instrumento que lo que con sus manos ejercitaba:

Atended, pasos, que fuistes
sin sentido, hacia la muerte,
y en el tránsito más fuerte,
como a ciego me pusistes:
si por lo frágil me asistes,
pasos, dados vanamente,
como de ignorante gente,
que me dejéis sólo os pido,
que no está todo perdido
quien llorando se arrepiente.
Cuanto en la vida he pensado,
Cuanto, ciego, he pretendido,
humo y sombra todo ha sido,
como mísero engañado,
ya de todo lo pasado,
el tiempo perdido siento;
si conmigo en cuentas entro,
sólo pido al corazón
tenga de sí compasión,
con ternezas allá dentro.
¿Quién me enseñó tantos daños,
con tan ciegos desvaríos,
que no traté como míos,
años tan llenos de engaños?
Pero ya los desengaños
en la frágil edad mía,
eon horrorosa porfía,
dicen que hay pena y tormento,
y que todo este ardimiento
puede cesar en un día.
No aguardes, cuerpo indiscreto,
al tiempo que los sentidos
turbados no hallen oídos
en lo frágil del sujeto;
no quieras verte en aprieto,
que aunque es el juez piadoso,
es justo y es poderoso;
y si has sido descuidado,
puedes ser predestinado
al Infierno riguroso.
Temiendo la muerte fiera,
¿por qué ya, corazón mío,
pues que lágrimas te envío,
no ablandas tu dura esfera?
Mira el lance que te espera,
que a todos convierte en yelo;
pide con humilde celo,
apartado del pecado,
a Dios, pues le has enojado,
que no te niegue su cielo.
Convalezcan
¿Quién me librará de mí
antes que de mí me ausente,
si un instante es lo presente,
y lo que se espera así?
Sujeto a penar me vi
por haberos ofendido,
y así, triste y abatido,
gran Dios, os pido postrado
que no sea desechado
por haber sido perdido.
Nunca lejos de temeros
me vi en mi vida, Señor,
que como a Dios y hacedor,
temblaba para ofenderos,
siempre impulsos de quereros
tuve en mi edad peregrina,
mirando esa cruz divina,
Norte de luz celestial,
      que el haber sido yo tal
cual soy ya me desatina.
Detén, vida, la carrera
desbocada, que te pierdes;
que ya pasaron las verdes
flores de tu primavera;
en la jornada postrera,
contempla tu lozanía,
pues ya se obscurece el día
más hermoso de tu edad;
mira que no hay más verdad
que el ser de ceniza fría.
Cuando contemplo mi estado,
cual cristiano discursivo,
sólo me espanta que vivo,
habiendo tanto pecado;
y pues a tiempo he llegado,
pretendo de hoy más estar
tan otro, que pueda dar
avisos de arrepentido
quien tan sin rienda ha vivido,
pudiéndose condenar.

      Atajó la voz al muchacho un hombre que, llamándole, mandó que acudiese a otro ejercicio, quedando Onofre y Juanillo tristes con su ausencia, por haberle escuchado con gusto. Y habiendo hecho reparo el hombre en la suspensión de los dos amigos, volviendo a ellos, los dijo creyesen que cuanto cantaba componía, siendo parte su entendimiento para que con mucho cuidado se le diese estudio. Fuese con esto, y Onofre, absorto, no cesaba de dar gracias a Dios contemplando en tan verde edad avisos tan maduros. A quien Juanillo dijo así:
      _En esta casa se recogen los muchachos huérfanos, y se enseñan dando a cada uno el oficio a que se inclina, habiendo dentro de casa algunos maestros de diferentes artes y maestro para leer y escribir; y algunos a quien Dios da buena voz, como a éste, los acomodan donde la ejerzan, y otros en otras partes, de donde vienen a valer; que aunque la fortuna los arrojó pobres, la caridad los recoge y cría. Aquí verás venir muchas mujeres pobres preñadas, que no tienen en qué recoger lo que esperan parir, y la caridad las tiene en esta casa cama y regalo, hasta que convalecen del parto y se llevan lo que paren. Y si la tal parida es tan pobre que no tiene quien apadrine lo que nació de sus entrañas para lavarle la culpa original, aquí tienen cuidado de hacerlo; y si acaso (por ser engendrados entre las sombras del letargo mortal) los dejan, cuidan en esta casa de remitirlos a la de San José, donde se crían un sinnúmero de criaturas, así, las que de aquí van, como las que echan en la misma casa, donde verás un aposento lleno de zapatos y medias, piezas de lienzo, cordellates y frisas, todo para el vestuario de los niños, teniendo dentro amas para que vayan criando en el ínter que los remiten fuera, dando un tanto cada mes y la ropa que han menester hasta que tienen edad para remitidos a otras casas como ésta, donde asiste la misericordia. Demás de esto, se recogen pobres a dormir, cuidando de su abrigo, con que granjea el nombre de amparo de huérfanos. Y pues has oído lo más notable, vamos al Hospital General, pues ya la tarde va negando las luces al día.
      A su lonja llegaron a tiempo que de la iglesia vieron salir un entierro que se enderezaba a su camposanto, a quien acompañaron, notando otra caridad harto grande, granjeada de el cuidado que tiene mucha gente de este lugar en enterrar con la decencia posible a los pobres que mueren en este hospital y decides misas: todo adquirido de limosnas que su santo celo recoge.
      Absorto estaba Onofre viendo tantas salas, todas llenas de enfermos, y deteniéndose a la puerta de una, que su rótulo decía ser de incurables, oyó una lastimosa voz que se quejaba de su afán con estas razones:
      _¡Ay, miserable de mí, pecador! ¡Qué triste fue la hora en que nací, pues jamás he visto la cara al contento ni he salido en toda mi vida de pesares, nacidos de llagas y dolores! ¿Cuándo (¡oh gran Diosl) me sacarás de tantas aflicciones y desasosiegos, pues para mí no hay descanso viviendo, que sólo la muerte me alienta en nombrada, y el ver que tarda basta para renovar mis dolores? ¿Para qué es vida tan larga, llena de trabajos?
      Con cuidado miró Onofre al que se lamentaba con tanta ansia, y vio era un hombre mozo que en una cama incorporado yacía;  y atendiendo a lo continuo de sus quejas, oyó que proseguía así:
      _Vida con tantos trabajos no es vida: pena es,y su fin el espirar. Mis pecados son causa de mis dolores y mis dolores causa de mi llanto, y el llanto se alienta de no poderme menear de un lado. ¡Oh, lo que pesa el pecado, pues da con el miserable cuerpo en el bajío de el mundo! Como en pecado fui concebido, nunca supe salir de pecado. ¡Ay,pecador de mí!
      Acabó sus quejas, con sobrada copia de lágrimas, a tiempo que Onofre, como elevado, decía entre sí: «¡Oh miserable vida humana, la más descansada y regalada, que no eres más de una flor producida de la tierra, que apenas abre su botón cuando se sujeta a ser ultrajada, abatida y pisada, y los propios pañales están formando la mortaja!»
      Aquí llegaba contemplando la miseria del humano poder cuando, acompañada de dos ancianos varones y dos pajes, entró una mujer cuyo traje era de viuda, aunque pocos años, a visitar los enfermos de esta sala después de haber hecho lo mismo en las otras; y dispuesta a besar el suelo arrodillada, se llegó a la prirner cama, consolando al enfermo y dejándole un papel de bizcochos y otro de pasas, igualando deste modo a todos los enfermos de la sala, animándolos con piadoso agrado.
      Preguntó Onofre a su amigo quién era aquella señora. A quien Juanillo respondió:
      _Un ángel que gasta su hacienda en estas obras. Y no es sola ésta, que cada semana verás que viene un criado suyo con un azafate de hilas y paños para que curen las llagas a los pobres, y esto hace en los más hospitales de Madrid.
      _Bien has hecho _dijo Onofre_ en dar nombre de ángel a quien gasta el rato ocioso en hacer hilas para curar las llagas de los pobres, pues, haciéndolo, es fuerza acordarse de la miseria humana y reparar a lo que nace sujeto el cuerpo mortal.
      _Pues cree _prosiguió Juanillo_ que hay de estas señoras muchas en este lugar, y en particular la mejor de todas: aquella que pone el hombro para ayudar a llevar el gran peso de la corona al mayor Monarca del mundo, que también emplea muchos ratos en este ejercicio, acompañada de las hermosas estrellas que la asisten, a quien da ejemplo.
      Rompió el hilo a su conversación un hombre que, tocando con un palo en un cascabel que atado traía en una montera hecha de frisa de dos colores, y aporreándole a compás de su voz, cantaba y se paseaba todo a un tiempo, sin reparar en nadie, así:

Quien para penas nace,
sólo a morir despierta:
que no es vida segura
la que descansa muerta.
Nace el hombre en el suelo,
sujeto a las miserias,
y aun contra él la noche
suele armarse de estrellas.
Sale con el pecado,
de que fue causa Eva,
no es nuevo en las mujeres
el prevenir tragedias.
Yo, triste, que entre todos
quiero contar mis penas
(pues sus males espanta
quien canta en las tormentas),
pobre nací en un día
falto de luces bellas,
y al verle triste, dije:
«Mi noche será cierta».
Sentí desde aquel punto
trabajos que me aprietan,
que anticipado aliento
a ello dio licencia.
El campo trocó a lutos
su más hermosa yerba,
que a quien verdores sigue
el mundo le desprecia.
Los arroyos y fuentes
de verme se recelan,
y por mirarse ausentes
huyendo se despeñan.
Viví con inquietudes,
que una hermosura honesta
fue causa de mis males,
pues por ella me cercan.
Era un ángel humano;
harto he dicho, si es cierta
la humanidad estar
a la muerte sujeta.
Pagome mil desvelos,
pero con tal prudencia,
que «Sólo fuera tuya
(me dijo) si pudiera».
Mi corazón se angustia
porque ya la sospecha,
por abrasarme en celos
se apoderó en mis fuerzas.
Mirábame gustosa;
pero no es cosa nueva
que la hermosura mire
con ojos de belleza.
Atrevime a sus padres.
¡Oh, nunca yo lo hiciera!,
pues sólo un «Imposible»
oí, que heló mis venas.
Voto de religiosa
desde la edad muy tierna
me dicen tiene hecho,
y que cumplirle espera.
«¡Adiós, gustos del mundo
(dije oyendo estas nuevas),
que más quiero la muerte
que no vivir sin verla!».
Al campo salí huyendo,
de donde casi a fuerza
los míos me trajeron
atado como a fiera,
diciendo que estoy loco.
¡Qué locura tan cuerda,
es estado un amante
que ha perdido tal prenda!

      Lo agradable de la voz, más que lo humilde del verso, tenía suspensos a los dos amigos cuando vieron que un mozo, platicante del hospital venía en busca del que había cantado, que, amenazándole con un látigo que en la mano traía, le hizo obedecer, llevándole consigo.
      _¿Qué es esto, amigo Juan_dijo Onofre_, que no acabo de adrnirarme de tantas novedades como a la vista se ofrecen? ¿Qué hombre es este que se queja cantando y por eso le amenazan con el castigo?
      _Sígueme _respondió Juanillo _ y verás los locos de esta casa, que este que ha cantado es uno y aquel que le gobierna es el que tiene cuidado con ellos y a quien tienen miedo.
      Fueron juntos y, a breve espacio, dieron en un patio donde algunos estaban entretenidos en un juego de argolla. Y reparando Juanillo en uno que se andaba paseando los ojos bajos y las manos cruzadas, mirando dónde estampaba la huella a cada movimiento que hacía, conoció ser el que había cantado, y, llamando a Onofre, le dijo reparase en él. No fue el sosiego que en llamarle tuvo tanto que el loco no lo oyese, y, acercándose a Onofre, con mucha atención le empezó a mirar de arriba abajo, y luego le preguntó:
      _¿Eres cautivo?
      A quien Onofre respondió:
      _No, pero ¿por qué lo preguntas?
      _ Porque si no lo eres, ¿para qué lo pareces? Y si ya estás redimido y en tierra de cristianos, deja ese alquicel y dámele a mí, pues yo sí que estoy cautivo: y más sujeto que tú habrás estado, pues con obedecer a tu amo cumplirías, y yo he menester seguir el gusto de cuantos platicantes hay en esta casa, sin ser mi amo ninguno.
      Diciendo esto, volvió a pasearse, cantando a compás de sus pasos así:

Aquel pajarilla
que está en la prisión
todas sus endechas
nacieron de amor.
¡Qué triste se peina
al rayo del sol,
llorando su estrella,
tan hecha al rigor!
A ratos se alegra:
propio del dolor
dilatar la pena
por darla mayor.
y si la memoria
le acuerda un favor,
al punto le olvida
su mucho temor.
Sosegado está
con la suspensión,
que es de la memoria
el mayor blasón.
Pero el mal pasado
memorias dejó
en pluma ultrajada
y en triste color.
De la libertad
se olvidaba, y vio
la muerte en los celos
que ausencia labró.
Triste se lamenta
De el que le prendió,
pues le quitó el gusto
más casto y mejor.
Pero ya, alentado,
su pena olvidó;
pues alegre entona
su agradable voz.
Sacudió las alas
y el pico aguzó,
que aún no se ha olvidado
de lo que es valor.
y con su armonía
aquesto cantó
por dar gusto a quien
sus quejas oyó:
Libertad preciosa,
cuando en ti se vio
el que te ha perdido,
poco te estimó.
Con ansia te busca
el que te perdió:
pues si ausente vives,
verte deseó.
Así lamentaba,
y abierta notó
la puerta en la jaula,
de donde escapó.
Mas ¡ay de mí, triste,
que sujeto estoy,
y la angustia
y pena mis bríos cortó!

      Apenas hubo acabado cuando con un palo que en la mano tenía, jugándole consigo a compás de esgrimidor, empezó a decir:
      _¡Plaza a la vianda lícita, turbados sentidos!
      Y,sacando un pedazo de pan más negro que blando, prosiguió diciendo:
      _¡Retiraos, ojos licenciosos! Dejad de mirar ahora, pues por haber mirado estáis tan otros de lo que un tiempo fuisteis. Engañados oídos, cerraos a mis mesmas quejas, pues las doy sin tiempo. ¡Ea, olfato!, que el demasiado vicio que ya pasó os ha castigado. ¡Huye, gusto!, que cosa que siempre fue mala ¿para qué la quiero? Tacto, si te parece duro el pan, pierde tu ser y él será blando y bueno; que hay necesidad, y donde habita todo sabe bien. Potentados del alma, plaza digo; memoria, no me acuerdes de cosas pasadas; y aunque sea tu lugar el primero, véncete a la voluntad de un loco que, aunque para sí no tenga juicio, nunca le falta para dar consejo.
      Con mucho cuidado atendieron a sus razones Onofre y Juanillo, a tiempo que con el mismo deseo escuchaban otras personas que la ocasión que a ellos les había llevado; entre los cuales uno de contramangas almidonadas y grandes vueltas de puntas, a quien se acercó el loco después de haber dado fin al mendrugo y, tentándole los brazos, le dijo:
      _¡Jesús, qué blancas contramangas que traes! Yo apostaré que cuidas más de ellas que de la camisa, porque la camisa no se ve tanto. Muchas vueltas tienes: malo eres para amigo.
      _ ¿Por qué?_le preguntó el tal hombre.
      Y el loco respondió:
      _Porque andas al uso, y quien al uso anda, anda torcido. jQuítate a un lado, que harto loco me soy yo!
      _Pues ¿qué has visto en mí_replicó el compuesto_, que así me tratas?
      _Mucho_dijo el loco_, pues he reparado que no es tuyo el cabello que te adorna; pero si lo traes por acordarte que has de morir, bien haces, pues te acompañan cabellos de un difunto, o fueron de quien la enfermedad se los quitó por quitarle el engaño que con ellos traía; pero si por el parecer no más te los pones, más loco eres que yo, pues es muy cierto que hombre de buen juicio no ha menester más adorno que su claro sentido. Apártate, vuelvo a decir; que a quien tanto cuida de la hermosura cerca está el Demonio de vencerle como a la primera mujer, pues la venció ofreciéndola las cosas más estimadas en el mundo, como son hermosura y sabiduría y que nunca llegaría a vieja; tampoco tú llegarás a tener canas que se vean, pues las tapas con ajenos adornos. Mal consentido es que quieras ir contra la voluntad de Dios y que procures enmendar la mejor obra de sus santísimas manos.
      Con más deseos de oírle atendían todos a sus razones, cuando vieron que con un carbón estaba escribiendo en la pared, que,habiendo acabado, notaron que lo que había escrito decía así:

No quieras enmendar la tabla al Cielo;
que al fin serás, cadáver, todo yelo.

     Colores hizo salir en el rostro del de la cabellera, y Onofre, siguiendo su humor, le preguntó que por qué el Demonio, siendo tan astuto y sabio, se atrevió a ir a engañar a la primera mujer en forma de culebra y no se valió de otra más conveniente. A que el loco respondió:
      _Harto lo sintió el primer volatín; pero como el Todopoderoso era entonces, ahora y siempre el que gobierna y manda, no se lo consintió. Y porque tú, que preguntas, das muestras de no saber, escucha:
      _No hay cosa que más sientan las mujeres que es el que las digan que son feas o que tienen muchos años; y así,el Demonio, especulando desvelado, la ofreció para vencerla: «Yo te daré hermosura, con que atraerás a ti los albedríos como imán. Mirarante todos y de todos serás querida; tendrás sabiduría en las palabras, con que adquirirás; no llegarás a la senectud». Grande ofrecer fue a una mujer, que lo que más siente es imaginar: «Si llego a vieja seré desechada de todos y seré excluida de los adornos que da la naturaleza». Mucho le costó al Demonio el ensayarse en estos ofrecimientos para hacer entrar el pecado por los puertos del mundo; y tan establecido quedó el tomar las mujeres de mano de el Demonio cuanto las ofrece dar, que hoy está más en su punto que ha estado jamás. Pero nunca pudo salir de culebra, que él harto trabajó para tomar forma de hombre; pero como esta forma era tan agradable a Dios y tenía deseos de tomarla para habitar entre nosotros, no quiso que la estrenase nadie antes de Él, como sumo bien, pues habiendo Dios formado al hombre a su imagen y semejanza, ¿cómo había de consentir que el Demonio tomase la forma del hombre? Sólo se lo concedió a Gabriel cuando le hizo embajador de la Santísima Trinidad a la más hermosa, santa y pura criatura: entonces le dio la forma mejor que pudo dar Dios, pues dio la suya misma; y pues en Dios están todas las gracias, todo el poder y todo el querer, siendo sumo bien, sin fin ni principio, y que todo lo que en su divino ser se halla no puede ser mejor de lo que es, vuelvo a repetir que le dio a Gabriel la mejor forma que pudo dar, pues dio la suya mesma. Pero claro está que a la mejor criatura había de venir el mejor paraninfo del Cielo en la forma mejor, pues Gabriel, mirado a buena luz, quiere decir hombre y Dios, y así, como tan parecido, le fió Dios su mismo retrato para que le llevase a su esposa y en premio esperase un flato Y se puede creer que el engañador, cuando fue en busca de Eva iba medroso y temblando mirándose en tal forma, y decía entre sí: «A una mujer que huye de un ratón y alborota todo un barrio espantada, ¿qué alborotará y espantará una sierpe? Pero ¡aquí de mi saber! Yo la daré con la golosina a la primer vista y asegundaré con la promesa, con que el interés me hará hermoso, y aunque me vea demonio endemoniado, que es peor que malo, no se ha de espantar de mí ofreciéndola alhajas tan certísimas de su gusto». ¡Ah ceguedad de todos los nacidos, pues, ajenos de la verdad, no reparamos en que los bienes de este mundo es humo entre dos vientos! La vida es viento que le entretiene, y, en llegando el viento de la muerte, le desaparece. Acabó el loco con un:
      _¡Ay de mí, que no sé!
      A quien Onofre preguntó que por qué acababa todas sus razones con una mesma, diciendo¡«Ay de mí, que no sé»!  y que, por su vida, le sacase de la duda.
      _¿Duda tienes? _dijo el loco_. No es nuevo en el hombre, pues la tiene de que puede quedarse muerto desprevenidamente en su más lozana salud, sin reparar que el primer lugar que le dan cuando nace es una cuna, que a media vuelta que la den queda en forma de tumba: lición que dice «Desde hoy empiezas a morir»; y así, atiende a esta redondilla.
    Y, tomando otro carbón, sentó en la pared así (admirándose todos de que el juicio ya vivía entre los locos, pues ellos le tenían):

En tu sana juventud,
si haces pruebas, sea una
dar media vuelta a la cuna,
y la verás ataúd.

      Volvió a Onofre, diciéndo:
      _A tu duda respondo: quitome Dios el juicio, hállome sin fuerzas para volver en mí; no sé el estado en que me cogió, y cuándo he de morir no sé.
      Aquí llegaba cuando un mozo, también orate, se llegó a él, diciendo:
      _¡Famoso ha sido el sermón, señor canónigo!
      _No ha sido malo, señor platicante de dotar_respondió el loco_; pero conmigo ya sabe que no se ha de burlar, porque es dos veces loco hombre que no respeta a los mayores y a los que le han hecho bien, como ayer se vio perdiendo el respeto a quien le había criado; y quien tiene acciones tan feas no se cuente por hombre. Y para que escarmiente, pues el loco por la pena es cuerdo, tome esos catorce palos que le doy.Y, tocando en el cascabel, cantó así:

El que de pobres padres fue nacido
y en un estado humilde fue criado,
no se olvide jamás de su dechado,
aunque en fortuna esté favorecido.
Tenga siempre en memoria lo que ha sido,
no despreciando aquel que el ser le ha dado;
que obedecerle y darle el mejor lado
es conocer el bien que ha recibido;
que estraño a la razón está el que, siendo
humilde, no conoce que es pequeño,
pues ama la mentira y el engaño.
Desde el punto que nace va muriendo,
sin pagarle la vida a Dios, que es dueño,
y le libró de todo mal y daño.

      Así que acabó de cantar empezó a pasearse muy apriesa, diciendo:
      _¡Qué cosa tan cierta es el pensar aquel que anda entre desdichas, o nació con ellas, el ser común hacienda de todos! Y ¡qué fuera de la razón imagina!, pues juzga por sí a todos los demás, como si yo dijera: «Loco soy: todos serán». ¡Ah del mundo! _decía con grandes voces. A quien imitando otro con muchas más, respondió:
      _¿Quién llama? _acercándose a el cónclave de la gente. Y reparando en él el del cascabel, le dijo:
      _¿Cómo respondes tú por el mundo?
      _Porque si _replicó el loco_ acaso se diferencia de mí el mundo presente en algo, aun más loco es que yo, y así, antes le doy que le quito. Sólo me aventaja el traer en sus trajes muchas agujetas, y yo no tener una para atacarme.
      _Pues ya que has respondido por el mundo _dijo el del cascabel_, atiende a mis razones y respóndeme a ellas: ¿Por qué se huelga el hombre de abatir a quien no tiene por enemigo?
      _Ordinariamente_respondió el loco_, quien tal hace es hombre de muy baja esfera, y por que le tengan en algo procura avasallar a los que trata: con que para sí le parece que hace algo y para los que le conocen no hace nada.
      _¡Bien respondes, mundo loco! _dijo el del cascabel_. Y ¿por qué no tiene el hombre ánimo compasivo de la miseria ajena?
      _¿Eso preguntas _dijo el loco _, sabiendo el mundo cuál es? Cree que no trata el hombre de ayudar a su prójimo en más de, en viéndole tropezar, ayudarle a caer y que la voz vuelve diciendo: «Fulano ha caído, ya no se levantará más».
      _¡Bien dices! _dijo el del cascabel _. Y ¿por qué engaña el hombre a quien dél se fía?
      _Por que conozca el mundo _respondió el loco _la profunda bajeza de su espíritu.
      _Pues yo me vengaré de todos_dijo el del cascabel _, como señor de la bienaventuranza de el siglo,sólo con un instrumento.
      _¿Tú, señor de la bienaventuranza? _replicó el loco_. ¿De qué suerte?
      _En que hablo con salvoconduto _prosiguió el del cascabel _, y sin piedra ni palo me vengo, aunque escuchen mis razones como de loco: que eso me acredita en las verdades.
      Habíanse llegado al ruido de los locos dos muchachos, a quien el del cascabel dijo:
      _¡Idos de ahí, hijos del vencejo! Que a vuestro padre le levantaron del suelo para que haya volado hasta un coche (¡miren que brincol) desde un prado de malvas, donde apacentaba ganado como el hijo pródigo. Pero no me espanta que el mundo como bola ruede. Apenas dijo esta razón cuando el loco que había hablado por el mundo empezó a dar muchas vueltas en el suelo, diciendo:
      _¡Ruede, si es bola!
      A tiempo que el platicante del látigo, viendo la demasía, los encerró, con que se acabó la fiesta. Y el día iba haciendo lo mismo, y Juanillo y Onofre, admirados y gustosos, se fueron ausentando del hospital como los demás.

DISCURSO TRECE

E

l animal más contrario al hombre que crió la Naturaleza es el mismo que le dio por compañía, con quien ha de vivir y con quien ha de tratar; la mujer, en fin, pues muchas dan fin con el hombre. ¡Quién supiera pintar todo su ser, pues  apenas es, cuando deja de ser! ¡Triste de aquel que la que le cupo en la suerte del mundo es de mesalino gusto! ¡Qué triste vida tendrá, si ya no es muerte vida tan llena de desdichas!

     Dichoso el que la que topó es Porcia honesta y virtuosa: ésta es la mayor dicha del siglo,pues no la iguala cuantos bienes tienen; y cuantos tienen esta dicha propia y segura y no la conocen ni estiman, ¡qué mal hacen!
      ¡Qué vida como los casados que su voluntad se parece a las ruedas del carro, y qué muerte como la que se parece a las ruedas de la noria! Si la voluntad de unos casados es una, como la de las ruedas del carro, que si la una anda hace la otra lo rnesmo, y si para la otra la obedece; si ceja, también la sigue; ésta es vida conforme, pues la voluntad del uno es la del otro y de ordinario están unos con la de Dios. Si no hay que comer, se consuelan (como es uno el querer de los dos); si rotos, están alegres, y con pan y cebolla gustosos; y si lo hay sobrado, gustosos, alegres y consolados.
      ¡Qué muerte como la vida de los casados que se parecen en la condición a las ruedas de la noria! Que si la una anda por un lado la otra anda por otro; la una sigue un movimiento, la otra el contrario; cuando la una para la otra aún no ha dejado de andar, y para que la una ande la otra ha de hacer fuerza! Éste no es vivir: muerte es, condenada a eternidades.
      No hay gusto jamás entre tal gente; si el uno dice cestas el otro responde rábanos; si estrellas, el otro estopas; si paz, el otro guerra; y aunque haya sobrado lo necesario, como no hay paz, gusto ni sosiego, no luce ni parece, y siempre reina la ira, la maldición, el juramento, el rencor, el odio, la venganza, la murmuración y la libertad en la conciencia y el Demonio como gobernador; y si en esta casa falta el sustento, como falta la paz y la prudencia, él procura medios viles y ella viles medios, siempre cada uno para sí.
      Pues si por suerte no es matrimonio, ¡qué vida tan mala!, que no puede ser buena la vida que se alienta de pecados. Cuando la pretende, si tan presto no la alcanza como quiere, se aburre, cansa y envejece, pierde el sosiego, la quietud y la paciencia. Si la alcanza, a pocos días se halla más embarazado que el que trae espada y daga, ferreruelo y golilla sin haberse puesto jamás golilla, ferreruelo, daga ni espada. Si la sustenta, gasta su hacienda y la ajena, tal vez adquirida con medios infames; si la quiere dejar, le persigue, y da celos por ver si obran en él, célale los pasos y suele poner" en estado que se pierda, que es la última venganza de este enemigo. Si la quiere, ella lo conoce obrando con rostro desgraciado, siempre melindrosa y siempre pedigüeña; todo la enfada, y nada la contenta, hasta que le deja sin cama en el hospital en la sala de incurables.
      Y así, ¡atención, barbiponientes de hogaño! Que si tenéis hacienda tenéis flaqueza, y se arma contra vosotros un demonio con dos caras: una que pinta por sus manos y otra que la verás cuando se levanta. Y aunque te parezca que se lleva los ojos que la miran, no se lleva si no es el hacienda de los que la creen, sin perdonar la salud. Y por eso hubo quien antes de caer (de todo punto apartado de estos tropezones vivientes donde el hombre se quiebra los ojos, pierde la hacienda y pone a riesgo el alma) dijo así:

¡Oh, qué triste juventud
es la del que sin medida
pasa la flor de su vida
gastando hacienda y salud!
¡Que llorosa senectud
tendrá, si a tiempo no advierte
que hay rigor y hay dura suerte!
Que su vida se deshace,
y desde el punto que nace
está esperando la muerte.

      Y aunque te parezca que te deja el corazón lleno de alegres deseos, te engañas; que sólo pretende el quitártele. Y si atiendes en el artificioso descuido del taparse, no es descuido, sino aviso de que es traidor y procura tu mal: y así, encubre el rostro, lo uno por que no la vea quien ya la conoce y sabe sus infamias, y a los que no la conocen, para que deseen verla. En fin, toda la mujer es presagios tristes anunciadores de desdichas. Y para que veas y sepas lo que encierra en sí las cinco letras de su nombre, lee:

Muerte dice la primera
letra de su infausto nombre,
y por que más nos asombre,
vicio la segunda encierra;
la tercera dice guerra,
cuarta y quinta espada y rayo.
¿A quién no causa desmayo
(si es que lo quiere entender)
ver que toda la mujer
es de la muerte un ensayo?

      A la puerta de una casa nada grande llegaban Juanillo y Onofre, después de ausentes de el hospital, a tiempo que las voces que una mujer daba, riñendo con un hombre, los hizo detener dísimuladamente: la mujer decía había de ir a cuantas fiestas hubiese en Madrid, y se había de holgar mientras viviese, y que no estaba con él para ser su esclava, y creyese no se había de dejar ultrajar; que tan buena era como él, y, pues ya la conocía la condición y el humor, se le siguiese, si quería paz en su casa.
      _Mal dice esta mujer _dijo Onofre_; que primero es el hombre, que ella su esclava es¡pues para señal de que sale sujeta al hombre así que nace la taladran las orejas, donde la ponen eslabón de cadena, señal de esclavitud. Y caso que niegue esto, no negará lo que dice la Iglesia: que se avenga con su esposo como ella se aviene con Cristo.
       Grandes voces daba la mujer, y el hombre, con voz baja, la procuraba reportar, pero en ella poco herían sus razones, hasta que, enfadado, la sacudió el polvo, por demasiado. Enfureciose la tigre, con tal coraje que fue causa de alborotar la vecindad. Llegó alguna gente, y entre ella un alguacil, desenroscando una vara de junco con tono de:
      _¡Ténganse a la justicia! ¿Qué voces son éstas?
      La mujer que vio al alguacil, levantó el grito con palabras injuriosas, diciendo:
      _¡Ladrón, infame, holgazán, mal nacido!, que me has muerto. Esto merezco yo por haberte quitado muchos piojos que trujiste a mi poder.
       Y volviéndose al alguacil, le dijo:
      _ Vuesa merced le lleve a la cárcel, que es un ladrón y yo selo probaré, que no es mi marido.
      El ministro que tal oyó, alentado con un escribano que llegó, sacando las escribanías de la pretina, embargaron los pocos trastos que había, dando con hombre y mujer en la cárcel. Seguirlos quisieron los dos amigos, pero el ruido que una mujer hacía con una criatura los detuvo, diciendo entre lágrimas y gozo:
      _Querido de mis ojos, ¿qué has hecho sin tu madre? ¿Dónde has estado, bien mío? ¿Qué ausencia ha sido ésta de quien te parió y te quiere? ¿Qué  fiera te ha detenido, que así te ha parado? Pero no era fiera, pues te dejó la vida.
       Con brevedad juntaron sus tiernas ansias mucha gente, y, preguntada la causa, respondió que se le había perdido aquel hijo desde por la mañana, y le hallaba desnudo, habiéndole quitado cuanto llevaba puesto, hasta los zapatos. A cada palabra que la mujer decía el niño lloraba, y ella aumentaba el amor dándole besos y abrazos; y, envuelto en su
manto, vertiendo lágrimas de contento, se fue.
      _¡Cuánto debemos los hijos a los padres!_dijo Onofre _. Pero admirado estoy que haya quien se atreva a una inocente criatura, desnudándola hasta dejarla como a esta que hemos visto.
      _No te espantes_respondió Juanillo_, que en Madrid suceden muy de ordinario estos despojos por manos de algunas aves que anidan en este lugar, que, viendo una criatura bien vestida, procuran cogerla sola y, engañándola con cuatro confites, la meten en un portal dejándola como a esta que viste. Y aunque suelen caer en la tentación de la justicia y por sus buenas obras las palmotean, no por eso falta quien ejerza sus habilidades. Pero, volviendo a las ternezas de la buena mujer, ¡qué contento recibiría cuando halló a su hijo, pues fue causa el gozo de verter lágrimas! Pero no me espanta, que el bruto gime si halla menos en la cueva al hijuelo que dejó, y el perro ladra o llora si le quitan al cachorro, y el pájaro se entristece si pierde la cría. Y si, perdida, la hallan, el bruto se estriega al hijuelo y
le lame, y el pájaro, tendidas las alas, no se harta de dar vueltas de contento.
      _¡Qué nombre tan tierno_dijo Onofre_ inspiró naturaleza en el de madre! Tanta ternura, con pródiga liberalidad, que el nombrarla solo despierta a amor y respeto! ¿Qué bruto indómito de bárbara nación, el más habituado a inhumanas costumbres, no confiesa el rendirle parias de afecto a tan amable nombre?¿Qué fiera hay que con amoroso dictamen no descubre el ser parcial de su madre? Sólo a la víbora se le concede esta crueldad, por ser venenoso aborto de la misma fiereza, pues, en naciendo, acarrean la muerte a las entrañas que la avivaron: extraña sabandija a todo lo criado, pues las piedras anhelan por volver al centro'que las produjo y los arroyos atraviesan montes de dificultades por juntarse con el mar, a quien tienen por madre, y el fuego exhala deseos por volver a su soberano asiento, aguzando centellas a lo lejos para enamorar a su amada esfera. Sólo el mal hijo imita a la víbora, o al rayo, que, para nacer, hace reventar a la nube que le congeló, sin corresponder con la mayor obligación. ¡Qué cosa tan aborrecida es a los ojos de Dios la ingratitud al beneficio maternal! Y así, aconsejan los doctos que en la tierna edad, cuando trabaja la enseñanza, se tenga cuidado con habitar los hijos a tener vergüenza, pues con ella se adquieren las demás virtudes; que la vergüenza es el reprimir el corazón para que el espíritu huya de todo aquello que es bajeza, y así, es un temor noble, y el que le tiene procura no caer en falta con los superiores a él, y el no hallarse vergüenza en todos es que no todos tienen los ojos claros para seguir lo que les está bien, huyendo de lo malo sin ceguedad ni pasión. Un sabio dijo que la vergüenza era encubridora de muchas faltas, y dijo bien (en fin, como sabio), pues no hay vestido que más tape la desnudez de nuestros descuidos. y así, yo diré a quien carece de este bien: «Si no tienes vergüenza haz lo que quisieres, que todo será malo»; y el vergonzoso sabe agradecer el bien que ha recibido respetando a los mayores, siendo humilde a quien le ha criado, estimando a quien debe el ser, y, cumpliendo con esta deuda, como discreto, cierto es el estar pronto para agradecer y estimar la vida a cuya es.
       A la oración tocaban las campanas, a cuyos golpes se detuvieron Juanillo y Onofre, haciendo lo mesmo cuantos las oyeron, cuando, reparando Onofre en dos hombres que juntos iban, oyó que el uno dijo al otro:
      _Vamos, no os paréis, que yo apelo a mi parroquia que este sacristán, según se adelanta, debe de tener que hacer.
      Muy contentos se iban, pareciéndoles haber dicho alguna agudeza, sin atender ni reparar que puede ser la última campanada de su vida y que la lengua de aquella campana nos dice que bendigan las gentes a María Sanctísima, y se acuerden de aquella misteriosa embajada de Gabriel, pues fue el primero que dijo «Ave, María», y, acordándose de tan dulcísimo nombre, pidan a su dueño interceda con su precioso Hijo perdone las almas que yacen en los senos del Purgatorio. Y no tan sólo esto; que también debemos hacer reparo en que aquellas campanas (que de ordinario son las que a tal hora se tocan las que tienen la voz más triste) nos dicen: «Repara, mortal, que ya se acabó hoy, siendo un día tan hermoso y claro, y cuando nació le celebraron las aves con sonora música, y entonces parecía que no había de llegar a obscurecer sus luces la fría noche, ni se había de atrever a tanta hermosura y resplandor». Haz tú lo mismo contemplándote cerca de la noche de tu vida, que no sabes cuándo te llenará de lutos ese ser que te alienta, y pide a Dios por aquellos que fueron vivos      _como tú y ya lloran en el Purgatorio. Hazlo; que así no te faltará quien por ti lo haga cuando te veas en el lugar que ellos se ven, suplicando a Dios te guíe para que no tuerzas el camino. Y contempla en esa humilde glosa la verdad:


Cuando las campanas tristes
con sus golpes dan espanto,
es por que llames el llanto,
pues para morir nacistes.
Señor, desde que nací
(sin merecer esta vida)
te ofendo tan sin medida
que no sé si estoy en mí.
Tu gracia y fe merecí
(¡oh gran Dios!), pues que me hicistes,
y con tu aliento infundistes
el alma que el ser me da,
triste lamentando está,
cuando las campanas tristes.
Que duerma el hombre en pecado,
sin mirar que puede ser
no llegar a amanecer
si está de Dios decretado!
¡Oh, qué tiempo mal gastado
es el que pasa sin llanto!
Mire de la muerte el tanto,
y le dirá, en conclusión,
la pala y azadón
con sus golpes dan espanto.
Mira que aquel que murió
te dejó escrito un papel
para que te acuerdes dél,
pues ya su vida acabó;
y solamente dejó
horror, tristeza y espanto,
y debajo de su manto
la viuda dando gemidos
y aquellos tristes suspiros
es por que llames el llanto.
Apenas nace en el suelo
el hombre, cuando el rigor
le acomete, y el dolor,
ansias, sustos y desvelo.
Mira que la muerte el velo
corre; como te opusiste,
y disparates hiciste,
llora por no haber llorado
en tiempo tan mal gastado,
pues para morir naciste.

       Y si esta glosa no te agrada por lo humilde, pues ya tiene estragado al poderoso gusto, contempla en esasegunda: que podrá ser hagan dos avisos lo que uno no pudo. Y aunque la copla es antigua, no lo es la glosa:

Cuando tocan la campana
a muerto, no es por el muerto,
sino por que estés despierto:
que será por ti mañana.
Detén el curso veloz,
caminante de esta vida,
si por suerte está dormida
tu alma en pecado atroz,
haga en tu oído mi voz
que mires la ar temprana
que corta mano tirana,
y su caída te advierte
que es reseña de la muerte
cuando tocan la campana.
¡Oh tú, aquel que, enamorado,
fue un mayo tu lozanía,
y cuando nacía el día
dabas tributo al cuidado!
Mira el tiempo mal gastado
con el discurso despierto
y el oído siempre alerto;
que si oyes alaridos,
formados de mil suspiros
a muerto, no es por el muerto.
Pensión forzosa al nacer
es el morir (¡caso fuerte!),
y como es la vida advierte
que suele la muerte ser.
Mira que el amanecer
en tu vida, no es muy cierto;
y que puede ser incierto
el gozar del Criador.
No hablo por darte horror,
sino por que estés despierto.
La vida es humo, que al viento
de la muerte se deshace,
y apenas el hombre nace
cuando huye de escarmiento:
en lugar de estar atento,
enseña el alma a inhumana,
pasando vida profana,
sin mirar que el que murió
solamente te avisó
que será por ti mañana.

      La señal de la cruz que en los rostros se hacía la gente dándose las buenas noches daba muestras de acabada la oración, y, despidiéndose los fieles, se dicen: «A ensayarnos vamos a morir en el breve sueño que nos ha de servir de descanso», cuando, deteniendo Juanillo a Onofre, le dijo atendiese a dos búhos cubiertos o envueltos en dos mantillas blancas con su guarnición negra, y muy angostas de faldas por ir en faldas menores.
      Llevaban guardapieses con algo de aquello que relumbra, que, como es de noche cuando salen estos morciégalos, han menester mantillas blancas, que aunque estén raídas como su cara y gastadas como su castidad, es color que resale, y los relumbrones, aunque sean falsos como ellas, todo brilla de noche y sirve de señuelo en la paranza de su malicia, con que van diciendo con el pregón de sus meneos: «¡Venid, pajarillos nuevos, que ya están las varetas llenas de engaño! No queremos a los astutos, que ya nos conocen y tiran coces sin dar blanca». ¡Oh búhos, que de ordinario aborrecéis el día por que la noche encubra vuestras faltas, que son más que las de un juego de pelota! El búho, todos sus antojos son procurar matar a los padres de quien nació y fue criado, y éstas, todo su anhelar es por
quitar el hacienda y la vida a los mismos que las  alientan.
      Iban estas dos aves noturnas con mucha color en el rostro, con que encubren o disfrazan la funda gálica muchos dicen que la vergüenza arroja colores al rostro, y, según esto, ninguna de éstas tienen vergüenza, pues jamás se les ve color propio, que el que manifiestan después de compuestas es artificial.
       Iba diciendo la una a la otra:
      _Amiga mía, perdido está el mundo: en todo ayer ni hoy no ha llegado a mí quien diga: «Demonio o mujer, ¿quieres algo?». Y si no fuera por la vecina de adentro, no me hubiera desayunado hoy.
      _¿Por qué no ibas a mi casa?_dijo la compañera _, que Fulano llevó ayer dos pollas famosas y hoy ha llevado medio cabrito y un lomo de carnero. Y cierto que lo hace el mozo muy bien conmigo; yo apostaré que está como un ángel aguardándome para cenar, pero según nos fuere, será la vuelta.
      _¿Casase ya?_pregunta la otra.
      A quien responde:
      _Sí, y muy bien, que le dieron famoso dote y una muchacha como la perla.
      _Y a ti ¿te dio vistas? _vuelve a preguntar.
      A quien responde:
      _Amiga, sí; que el vestido de raso de flores y el guardapiés de ormesí que tengo, del dote salió. Pues ¡era yo boba, que a dote nuevo me había de descuidar! Ayer me pagó medio año de casa y me dio cien reales para dos camisas. El mozo está perdido por mí, y, si yo quisiera, las más de las noches se quedara en mi casa.
     _Yo, amiga_dice la otra_, no tengo tanta suerte: que aquel hombre que tuve no llegó a darme unos zapatos, porque se había encaprichado en decir que ninguna de nosotras cocemos la olla con un carbón solo.
      Aquí llegaban cuando las detuvieron dos babones modernos, y, después de breve conversación, ellos guiaron y ellas los siguieron.
      Onofre, que atento había estado, se hacía cruces, y Juanillo dijo:
      _ ¿Ya te espantas? Pues aún no has empezado a ver lo que de noche pasa en este lugar. Pero dime, ¿qué te parece de aquellas dos trojes de pecados? ¿Atendiste a la que dijo que el mundo estaba perdido porque no había topado quien la dijese «Demonio o mujer, quieres algo»? Bien dijo en nombrarse demonio, pues éstas más lo son que mujeres, pero, volviendo a la otra, ¿qué vida pasará la pobrecita recién casada por causa de la picarona? Pues es cierto que aunque más disimule él, dará hartos indicios de su entretenimiento y gasto de hacienda, y ¡mira la lealtad que le guarda su dama! Y lo que más me admira es el que hay muchos hombres que se dejan creer que sus damas son leales, y lo son como Judas, pues están comiendo y bebiendo con el de gasto cotidiano, y el sentido en otras partes de gusto o ganancia, y, en apartándose el pobre pagote, ellas se arriman a cualquiera y con cuatro melindres de los que usan emboban al pobre inocente; y en su casa del tal todo le enfada, hasta su mujer, porque no gasta dobleces ni melindres, y sólo la quiere a faltas. Y de verdad que no es muy simple aquel adagio que dice: «La mujer propia y la olla, cuando faltan son buenas», pues hasta entonces no ha sido conocida su bondad. ¡Oh, qué tonto es el hombre que sustenta al mismo que le mata por un gusto que apenas es cuando no es! Sin reparar que aquestos basiliscos no quieren porque las quieren, si no es por lo qué las dan, y, en faltando, en ellas falta el amor, como el humo del lugar donde fue congelado, pues, habiéndole criado la leña, la niega y desampara en viéndola quemada, como a cosa que ya no tienen qué dar.
      _Por cierto, Juan _dijo Onofre_, que todas tus razones son útiles, y que dan tanto gusto al oírlas que jamás me cansaré de escucharte. Y ahora dime, por tu vida, ¿qué ruido y voces son las que escuchamos, que parece tropelía de algún escuadrón?
      _Allí _respondió Juanillo_ hay una fuente, de las muchas que tiene este lugar, y la gente que va por agua, sobre cogerla dan aquellas voces. Y pues hemos tocado en las fuentes públicas, donde los aguadores y las mozas de servicio van por agua, escucha lo que estas fuentes alcahuetean, aunque siempre están parlando lo que ven, pero no las entiende nadie.
      Procura la picarona fregatriz gastar entre día el agua, empleándola ya en regar o en fregar, aunque haya pozo en la casa, para que, en llegando la noche, con el tonillo de «Por agua voy», ensillar el cántaro debajo del caparazón de la mantilla, y con apariencia de muy servicial, salen de casa y caminan a la fuente, donde la está esperando el lacayo, el cochero, el paje, el mozo de sillas, el criado del doctor y otros semejantes, que las que pican más alto no salen por agua. Allí se juntan cuatro o seis de ellas y urden sus telas, y suelen tenderlas; córtase entre ellas largamente de vestir. La una dice que su ama tiene mala
condición y que por su amo está en la casa. Otra dice: «A mí, amiga, no se me da nada que mis amos tengan mala condición: yo hago mi gusto y tómenlo como quisieren, que a
mí no me ha de faltar donde servir». Otra dice: «Yo buena casa tengo, que mi amo harto siente que salga por agua; pero mi ama, por vengarse de algunas pesadumbres que por mi causa tiene con mi amo, me hace salir por ella». Otra la pregunta la ocasión por que riñen sus amos, y dice: «Hermana mía, el demonio del hombre dio en perseguirme y solicitarme. Y venció, porque ya veis: mi amo, y dentro de casa, cierto es que había de alcanzar. ¿Oyes,]uanilla? (prosigue).En no estando mi ama en casa, de tú le trato, y me ha dado palabra que si muriera mi ama se había de casar conmigo. Él me da lo que he menester sin que mi ama lo sepa, aunque ella algo recelosa anda; pero a mí no se me da nada». «¿Qué quieres, amiga? (dice otra). Eres dichosa. Yo ha que hablo a Fulanillo días ha, que pasan de cuatro años, y, salido de unas medias que me dio, no le debo otra cosa, y teniendolé Io que ha menester. Todo quiere suerte en este mundo». «Al mío se parece (dice otra). Ayer me envió con aquella vecina de enfrente que adereza valonas, que es amiga a quien fio mis secretos, un calzado que vales seis reales de a ocho. Allá le tengo, hasta que haya ocasión de ponérmele».
      Llegan a este tiempo otros galanes nuevos que tienen, y cada una se aparta a hablar con el suyo y el cántaro se está como salió de casa. Divídense a rincones obscuros o portales cercanos a la fuente, a tiempo que la ronda de media docena de alguaciles, con mucha bulla y aquello de: «¡Ténganse a la justicia! ¿Quién diremos?», los espanta. Una suelta el cántaro por huir y a su galán se le cae el sombrero por escaparse; otra, que está en un portal con su guapo, se suben él y ella una escalera arriba; otra da en manos de un alguacil; aflígese a vueltas de buen rostro, repara en ella el ministro, porque le ha concedido el verla la luz que le ha comunicado un bodegoncillo; parécele bien y en lugar de hacer su oficio, la requiebra o manosea, dale palabra de que el día siguiente se verá con él en tal parte y, despedida, se va a casa sin agua. La que subió la escalera arriba con su cuyo, turbada, se le cae el cántaro a la puerta de un cuarto de la casa; salen al ruido dos mozos y al dicho galán de Mariblanca le dan una sotana de palos, creyendo que, atrevido, con la regla del medio partir se había puesto a multiplicar; a ella la ponen de palabra mejor que merecía.
     Salen fuera y ella se va sin cántaro a casa. Otra, que a lo obscuro de un incón se había ido con la turbación que la justicia la puso, se le cae la mantilla y sin ella se ausenta. Vanse a casa al cabo de dos horas: la una dice que no ha podido llenar por haber mucha gente;otra, que por llenar la han quebrado el cántaro; otra entra muy espantada, santiguándose, diciendo que de milagro de Dios viene con vida, que no sabe cómo se ha librado de más de treinta espadas desnudas, que por bien empleado da el haber perdido la mantilla y no la vida. Los amos, aunque riñen, al fin lo creen; y no creen los pecados que evitan en evitar que vayan a tal hora por agua y el ahorro que al cabo del año se hallan dando limosna a un pobre aguador para que lo traiga, excusando la murmuración, el escándalo, el tiempo mal
gastado, con tantos pecados mortales.
      _Y cree, amigo Onofre _prosiguió Juanillo _, que se me ofrecía harto que decir, pero no quiero detenerme en las calles de Madrid de noche, que huelen mal las verdades y temo la ronda del mal gusto no me encuentre y murmure las razones.

DISCURSO CATORCE

L

a noche triste, muerte del más alegre día, había tendido su negro manto con que avisa a los mortales que todo tiene fin, y ya aquellos que su vida y costumbres no caben en el mundo de día se van disponiendo para salir de noche. Y Juanillo dijo a Onofre así:

      _Pues nuestro entretenimiento es oír y ver las cosas más notables que en aqueste mundo abreviado suceden, y, ya que no sean todas, la mayor parte, no ha de ser posible, atenderemos a las que se pudieren registrar.
       Cuando a la puerta de una taberna vieron que se había llegado mucha gente, y, acercándose Juanillo, preguntó a un mozo la causa, a quien respondió así:
      _Este ruido es que llevaban a la cárcel a un hombre y una mujer, y se han entrado a socorrer en esta casa como a sagrado, por ser el dueño lacayo de un vizconde y que por entonces no estaba en ella, que si lo estuviera no se hubiera atrevido la justicia a entrar dentro, porque era Toribio peor que el Diablo y no sufría burlas.
      Y, reparando atentos los dos amigos, vieron que la justicia quería descubrir la cara a la tal mujer y ella lo defendía con grande extremo, pues no era bastante el ofrecer dejarla libre si lo hacía, hasta que la mujer del señor Toribio, atando la boquilla del pellejo se levantó del puesto donde medía y a fuerza la hizo descubrir, manifestando un bulto de tiniebla o mendrugo de azabache, pues era una negra con más hocico que el de un puerco, pero ladina portuguesa. El hombre que con ella cogieron se quedó turbado, sin saber qué decir, hasta que el alguacil le dijo:
      _¡Cierto que iba vuesa merced muy bien empleado con tan buena alhaja! ¿Es posible que un hombre blanco haga tal?
      El hombre, absorto y como fuera de sí, no hacía más de mirar y hacerse cruces mal formadas en el rostro, diciendo con medias razones rempujadas a pausas:
      _Por blanca y muy bizarra la he tenido, porque el lenguaje podía engañar al más avisado, así en lo pulido de las razones como en lo entendido de ellas. No he tenido ocasión de haberla visto la cara, ni aun una mano, porque el manto y los guantes lo han defendido: hela dicho que se descubriese para verla la cara, a lo que me respondió que Amor vendado vencía, y otras razones a este tono, a tiempo que vuesas mercedes llegaron. Y ahora los suplico la envíen con Dios y a mí me lleven donde gustaren.
      Púsose de por medio la señora de casa, con que dejaron ir libres el día y la noche en aquellos dos amantes. Entre la gente que había llegado fue uno un sacerdote, que, habiendo visto lo que había pasado y oyendo a algunos que espantados estaban del engaño de la negra, los dijo así:
      _Mucho me admira que de un rostro negro hagan tanta novedad los hombres y no la hagan de un alma en pecado, que, estándolo, no hay cosa más fea y abominable. ¿Qué mujer hay de aquestas de mal vivir (pues sólo es engañar), que aunque a la vista sea hermosa y blanca, todo aquello no pasa del rostro, pues sólo del rostro cuidan para contentar, dejando el alma más podrida y asquerosa que las hediondas bascas que arroja la sierpe cuando se renueva? Pues, ¿qué mujer, vuelvo a decir, hay de éstas que no procure dejar a un hombre tan feo y espantoso que por no verle cierran los ángeles los ojos?
      Adelante deseaba Onofre que pasara, pero dio fin a sus razones por la indecencia del lugar, que el que oye hablar a puerta de taberna no repara en el dueño de las razones, pues de ordinario juzga ser la causa la mercaduría que allí se vende.
      Su viaje siguieron Onofre y Juanillo, ya breve instancia vieron a la puerta de otra tienda de vino cuatro mozos de buena edad y pocas barbas, que, tratando de la valentía, dijo el uno que sabiendo las cuatro generales, no había menester más para salir en un juego público; a que otro respondió que aunque eran las principales heridas, no bastaba el saberlas sin saber defender las del contrario. Otro dijo que no había más destreza que buen ánimo y tirar estocadas. El otro, que no había hablado por tener la boca ocupada (algo mascando), dijo:
      _ ¿Qué destreza como la de este laúd puesto en el ángulo corvo, y no estamos mareando con sus ángulos octusos y agudos?
      Empinó con esto eljarro y entregole a otro para que hiciese la razón, a tiempo que dos estudiantes salían de la taberna sin pagar después de haber bebido, a quien la medidora daba voces, diciendo:
      _¿Quién es el que ha de pagar el vino?
      Y los cuatro amigos, que no habían reparado en los estudiantes, creyendo que con ellos hablaba, la respondieron que otra vez mirase la cara a quien echaba el vino y no fuese bachillera. La moza respondió que no hablaba con ellos, que lo había dicho por dos estudiantes que se habían ido sin pagar. Llegó a este tiempo el dueño de la casa y, habiendo oído decir que se iban sin pagar, empezó a gruñir entre dientes hasta que rompió con la voz, y dijo que era mucha desvergüenza la que se hacía en su casa, mirando a los cuatro amigos desde los pies a la cabeza; y el uno, enfadado de que los mirase y hablase de aquel modo no teniendo ellos la culpa, le dijo que se fuese poco a poco o trajese espada para hablar como hombre y no como dueña. Entró por ella como un viento y la medidora empezó a dar voces, y como le vio salir con espada desnuda desamparó el pellejo (sin echarle freno en la boca) y fue a favorecer a su amo. Al salir a la calle los cuatro camaradas echaron a rodar una mesa de castañas asadas y una olla de mondongo, echando al aire las discípulas de Narváez, y al salir el tabernero le dieron un trasquilón obrado de un tajo, con que dijo: «¡Confesión, que me han muerto!». Llegó justicia y los cuatro diestros se fueron al cuarto de la salud. Asieron del herido para meterle en casa, toda alborotada, llena de gente, y el baño y el suelo lleno de vino. Llamaron a un barbero para que le tomase la sangre y curase, y, después de curado, le tomaron su declaración luego a la medidora, castañera y mondonguera, que todos tenían que llorar: una sus castañas, otra su mondongo, otra su vino y el tabernero su cabeza rota; y por si acaso había heridos de la otra parte, le llevaron a la cárcel embargándole cuanto tenía, depositándolo en un bodegonero compadre suyo.
      Estaban Juanillo y Onofre mirándolo todo, admirados de los lances impensados que le vienen a un hombre sin buscarlos.
      _Si este hombre _dijo Onofre_ hubiera tenido más prudencia, sin echarse tan presto con la carga, y, más atento, supiera quién eran los culpados, y por cantidad que serían cuatro cuartos cuando más, se reportara y juzgara que a lo hecho no había ya remedio. Más quieto se hallara ahora, y no que por haber hablado arrojadamente se halla herido,
preso y su vino vertido y que le costará su dinero.
      _Vamos de aquí _dijo Juanillo_ acercándonos a la Plaza Mayor, pues la noche convida con su quietud y claridad.
      Así lo hicieron, y antes de llegar a la plazuela de Antón Martín vieron que la ronda de unos ministros de Corte habían detenido a un hombre a quien quitaron un broquel y un estoque y como le hallaron aquellas armas indecentes le miraron con más cuidado y toparon dos pistolas cargadas. Y, preguntándole quién era, que se atrevía a traer aquellas armas vedadas, respondió que hermano de un despensero y que él era botillero de un señor, y si le quitaban algo de lo que llevaba se enojaría su amo y les pesaría de haberlo hecho. A lo que un ministro, enojado, levantando la mano, le sacudió con unas cuantas puñadas, dejándoselas muy bien asidas, y a empellones le fue guiando a la casa donde un ángel tremola la espada de la Justicia, para que allí amansase los tufos, como lo hacen los más valientes.
      _Si este zafio gallego _dijo Onofre_, que en el habla he conocido que lo es, se atreve a esto, ¿qué hará quien con alguna libertad puede?
      _Así está todo perdido _replicó Juanillo_, pues apenas entran estos monstruos galicianos en Madrid cuando para comer asen de una esportilla o, tomando dos cántaros, trasiegan agua, y luego, subiendo a mayores, se acomodan a lacayos de un señor, y apenas lo son cuando se echan vaina abierta y, muy tiesos de cola, se la van mirando como a cosa que nuevamente sale de aquel bulto. Y luego no falta una Dominga que, hecha ama por la leche, le da para coleto, con que a pocos escalones sube al extremo que este que va a la cárcel.
      Su camino seguían los dos amigos cuando a la puerta de una tienda de tabaco vieron dos fantasmas amortajadas en seda, más melindrosos que títeres de vidrio, de estos que lo más de año traen los zapatos con los talones acuchillados y cosidos con lazos negros, la espada muy limpia y la camisa no tanto, muy barbihechos de rostro y deshechos de vientre, sombrerito trique, y vueltas bailarinas y lacito de color en la negra toquilla; en fin, son los que sirven de carga a un macho o mula que parece de tahona, acompañando a una silla donde va una dueña de la edad, atenidos a tres reales cada día. Estaba el uno, muy vejiga en lo hueco, contando al otro las gracias y partes de su dama, alabábala el pie y, por apocarle, decía que era un pigmeo y que muchas veces le parecía duende. Sin reservar lo más secreto, la fue pintando, y luego pasó a las alhajas del cuarto de casa, contando del estrado y colgaduras de la cama, adorno de pinturas, escritorios y demás trastos, hasta que, cansado de mentir, dio lugar para que empezara el otro. Los dos amigos estaban atentos, y Juanillo, ya cansado de oír a un tonto, dijo a su amigo:
      _Yo apostaré que la tal dama calza sus ocho largos de zapato y tendrá los pies con más juanillos que dedos, y apenas llegará de la ronda cuando se descalzará para que salgan los malos humores, y aunque salen algunos, muchos entran. ¡Miren este bobo qué quiere sustentar con veinte y cinco cuartos! Que el ochavo que falta a tres reales que le dan, es la renta del mayordomo. Y, si quiere Dios, el estrado será un redor de real y medio, la cama un mal jergón lleno de la pajaza donde viene el vidrio: las colgaduras. las que teje el araña, que el cuarto de la vivienda será el primero, donde con más libertad anidan ratones y nacen los'gatos ariscos. Los escritorios serán una arquilla de seis reales comprada en la tornería, donde guarda las drogas que la pintan el rostro: que para los vestidos no ha menester
encierro, que sólo el que trae es el que tiene.Las pinturas serán cuatro papelones enalmagrados de los que traen los franceses.
      _Y aunque fuera verdad cuanto ha dicho_ dijo Onofre _ y tuviera una dama como un ángel, ¿para qué la alaba a otro hombre, sabiendo que el deseo es ave que vuela y que todo cuanto habla es poner alientos de verla en el que escucha? ¡Oh, qué tontedad en muchos que hay como éste! Que aun de sus propias mujeres manifiestan las gracias en públicas conversaciones, sin reparar que el Real sitio del Escorial se desea ver por lo que se oye alabar, el que le ha visto, apasionado alaba sus partes y el que escucha labra deseos de verlas.
      Lo mismo sucede alabando el mentecato cuatro melindres de su dama o mujer, que el que escucha desea el verlos y procura que se hagan con él para notarlos mejor; y aunque se quede con deseos no más, ya basta la intención de ofenderte por ser tu hablador. Alabar las partes de la mujer pruebo que es bueno siendo las del alma, como decir: «Tengo una mujer, que me ha dado el Cielo, virtuosa y santa: cada día confiesa y comulga, no consiente la murmuración donde ella está ni que se ofenda al prójimo, es caritativa y piadosa». El que escucha estas partes sólo dice: «¡Gracias a Dios! ¡Quién la imitara! ¡Dichosa ella y quien con ella habita!». Pero el que escucha gracias del cuerpo y melindres exteriores, calla y desea el verlos, y, viéndolos, procura gozar de aquel cariño, con que ya te ofende con el pensamiento y se anima a la palabra, y, si le surte, ejecuta la obra, teniendo tú la culpa de todo.
      Cansados de haber oído a aquellos dos tontos, mudaron de sitio Onofre y Juanilloj y a pocos pasos oyeron que de una casa, algo obscura la entrada, salía un «¡Ay!» lastimoso, repetido algunas veces; y con el deseo de saber, pues no los movía otra cosa, se detuvieron, y Onofre, como más animoso, entró en el zaguán, donde oyó formadas razones, y, aunque revueltas entre ansias, conoció eran de mujer, y, prestando el oído atento, notó que la que se quejaba decía así:
      _ ¿Es posible que no baste el llevarme mi pobre hacienda y la ajena sin tenerme a mí y a esa criatura atadas de este modo? ¿Qué defensa ven en una pobre mujer sola, sin más amparo que el de Dios?
      No hubo menester Onofre oír más razones, pues en las que había escuchado conoció que eran ladrones, y, sacando la espada, entró más adentro, hasta que el resplandor que salía por el agujero de una puerta, comunicado de una luz, le informó ser allí donde se formaban aquellas amargas quejas, y, sin atender al riesgo que le podía venir, dio tan grande golpe a la puerta que, saltando un pedazo de tabla, quedó bastante abertura para que viese eran dos hombres, que estaban liando lo que había en el aposento, y, ya turbados con el golpe de la puerta, mostraban cobardía en sus acciones, a tiempo que, ejecutando Onofre otro golpe en la puerta, quedó franca la entrada, acometiendo y diciéndoles:
      _jAh, ladrones infames! ¿Cómo os atrevéis a una pobre mujer? Dando al uno tan recia cuchillada que, obediente, besó la tierra, y el otro, temblando, no sabía lo que le había sucedido, a tiempo que dos vecinos de la casa, que vivían en el cuarto alto, bajaban con luz y sus espadas desnudas; pero ya Onofre les había quitado a los ladrones las espadas y Juanillo había desatado a la mujer, que' ya se venía a Onofre agradeciéndole el piadoso socorro. Y como hay ministros sobrados por cualquiera parte, en ésta no faltaron, pues media docena llenaron el aposento empezando a preguntar la causa de aquel alboroto, a quien Onofre dijo que la dueña de casa daría más razón que nadie, y ella, medrosa y llorosa, dijo así:
      _Yo soy una podre mujer, lavandera. Viniendo esta noche del río, abrí este aposento y, dejando dentro esta criatura, salí a encender una luz y cuando volví con ella hallé a estos dos hombres dentro, que la primera palabra fue decirme que el callar me daría la vida, y asiéndome las manos, me las ataron, haciendo lo mismo a esta criatura sin tener piedad de sus tiernas lágrimas. Vi que iban liando toda la ropa sin reservar nada, en ocasión que estos dos señores, que ángeles deben de ser, echaron la puerta en el suelo, socorriéndome.
      _Lo demás diré yo _dijo Onofre _, pues el haberlo hecho fue que, pasando por la calle, oí las quejas de esta pobre mujer y, habiendo notado en ellas la causa, entré a darIa socorro; y creyendo que estos hombres se pusiesen en defensa, los acometí con la espada a la mano.
      _A este tiempo bajamos nosotros _dijeron los vecinos_, por haber oído decir: «¿Cómo os atrevéis a una pobre mujer?»
      En fin, la justicia, atando un pañuelo al herido, maniatándolos, ordenaron de llevarlos a la cárcel, suplicando a Onofre los acompañase hasta en casa de un juez para que dijese su dicho. A quien Onofre obedeció, quedando el juez y todos los ministros agradecidos de su bizarría, y, despedidos, se fueron los dos amigos a proseguir su tarea.
 

DISCURSO QUINCE

A

visos daban los relojes a la vida humana de su velocidad y carrera, pues apenas la empieza cuando apenas halla carrera que seguir: «Mira que tienes una hora menos de vida, ya te aviso»; esto hace el primer reloj que se oye y los demás avisan lo que ya se sabe.

      Contando las horas estaban Juanillo y Onofre, a tiempo que un «¡Agua va!» de una fregona, dama del esparto molido, los hizo detener con algún temor, aunque estaban lejos; y mintió, según se vio, pues arrojó bien poca agua; acertó a caer en las costas todo el principal a dos hombres que, al oír decir «¡Agua va!», levantaron la vista para huir de el relámpago y les dio el trueno sin perderse nada, pues antes de llegar al suelo lo recogieron.
     El uno (que, a lo que se oyó, no tenía mucha paciencia) empezó a decir razones notables, sin reservar el «¡Eres una tal, tú y tu ama!». El otro no hacía más de sacudirse, cuando la luz del farol de un demandante los acabó de rematar la poca paciencia que los había quedado, pues vieron lo que rato había que olían, siendo causa para que, coléricos y determinados, quitándole la luz, subiesen una escalera que les pareció ser camino para su venganza, y, llamando a una puerta, de donde les pareció habrían salido aquellos trastos digeridos, aunque lo hicieron con palabras injuriosas, viendo que nadie respondía, se bajaron a tiempo que, al salir a la calle, los cogió las enjuagaduras, de donde participó el pobre demandante. Volvieron las razones en el colérico, y el otro, con mucha paciencia, dijo se fuesen, pues ya iban enjuagados.
      A todo lo que había sucedido estaban Onofre y Juanillo en un portal de enfrente, y viendo que se habían ido los escabechados, hicieron ellos lo mismo, hallándose a breves pasos en la calle Mayor, y de una casa (que por el hueco de la cerradura de la puerta manifestaba haber luz dentro) oyeron una voz agradable, a quien, suspensos, atendieron por gozar lo dulce de su eco: que el dueño, por divertirse, cantaba así:

Corazón, ¿qué pretendes,
que te atreves a dar
suspiros a las rejas
de la mayor beldad?
Detén el paso altivo,
no quieras emplear
tu amor en imposibles,
pudiendo quieto andar.
Sosiégate, que avisos
doy a tu voluntad;
pues, teniéndola libre,
la quieres cautivar.
Desvanecerte miro
con gran desigualdad,
pues, humilde, pretendes
hasta el cielo llegar.
Amar una hermosura
que no se ha de alcanzar
es un querer que pasa
a ser locura ya.
Dirás que no hay más dicha
que prisionero estar
donde es cierto que un ángel
dulces prisiones da,
y que, atrevido, quieres
en sus altares dar
todo un libre albedrío
a quien puede mandar;
que teniendo tal dueño
es la cautividad
alegría, y lo libre
triste prisión será.
Concedo que el amor
en ti puede reinar,
mas mira que es criatura
sujeta, por mortal.
Amar al Hacedor
es el mejor amar;
pues aquello que hizo
deshacerlo podrá.
Esto un pastor cantaba
cerca donde el cristal
de encogido pasaba
a ser corriente ya,
y desde sus orillas,
por crecer su caudal,
lágrimas le ofrecía
que le cuestan llorar.


      _¿Quién será el dueño de tan agradable voz _dijo Onofre_, que suspende con la dulzura de su canto?
      _Aquí _respondió Juanillo_ viven unos oficiales que bordan cuanto hacen por sus manos, y sin duda estarán velando.
      Divertidos estaban los dos amigos cuando llegaron a ellos dos pobres, según sus razones, pues en ellas declaraban serlo, y con mucha cortesía los pidieron una limosna para la posada, diciendo era grande su necesidad y de pobres soldados estropeados de balazos. Compadecido Onofre, los dijo se cubriesen (echando mano a la faltriquera), cuando otros dos compañeros de los pobres asieron a Onofre y Juanillo por detrás, sin dejarlos ser dueños de sus acciones, ofreciéndose los que pidieron la limosna a mirarlos las bolsas; pero a esta ocasión, de la puerta donde oyeron cantar salían cuatro mozos de buen brío, de los que con facilidad sacan la de Alemania de la angosta prisión donde descansa, y, como vieron bultos, se fueron acercando a ellos, y los ladrones (o pobres de conciencia) viendo el miedo, a los ojos soltaron la presa poniéndose en fuga con la diligencia posible. Y así que Onofre se vio suelto, sacó la espada con tono de «¡Ah, ladrones!», a cuya voz hicieron lo mismo los cuatro camaradas ofreciéndose al alcance de ellos, pero fue en vano, porque huían y no es todo uno huir con necesidad o correr por gusto. Dejáronlos, preguntando la causa a Onofre, y, sabida, se pelaban por no haberlos pelado, ofreciéndose los mozos de servirlos o que mirasen si mandaban alguna cosa; de quien agradecidos Onofre y Juanillo, se despidieron echando una calle abajo, donde oyeron de una cueva que señales de tener luz la misma luz les daba, que salía una voz a lo francés, y, haciendo reparo, conocieron que era un figón donde estaban aderezando aves, y, atentos, vieron que a unos gallos cortaban las crestas muy a raíz y luego con el palillo de extender la masa los aporreaban las agudas pechugas, dejándolas cuadradas las que parecían perfiles; y luego los mechaban con tocino y lardeaban con agua azafranada, dejándolos tan capados que por tales pasaban plaza.
      _¡Ah, ladrones, engañadores del mundo! _dijo Juanillo, no tan quedo que, oído de los gabachos, los dieron con la trampa en los pies.
      Mudando de sitio los dos amigos y a poco espacio, vieron salir luz de otra cueva y, cuidadosos, notaron que en lo más profundo de ella estaban un hombre y una mujer empleándose en ejercicios piadosos, pues cristianaban al hijo de Valdemoro: ella tenía el pellejo y él con un jarro iba llenando las faltas.
      _jPlegue a Dios _dijo Juanillo_ que reventados halléis los pellejos aguados por la mañana, ladrones con ganzúas de agua! Que lo que Dios envía puro lo ponéis tal que no tiene brío para decir que es vino.
      _¡Que se consienta esto en el mundo!_dijo Onofre.
      A quien Juanillo respondió:
      _No te espantes, que así ha labrado esta casa en que vive, que algún príncipe no la vive tan buena, y se pasea en un macho que vale ducientos ducados, y no ha muchos años que era mozo de pellejos en aquella taberna de enfrente y el otro día corrió gansos en un caballo enjaezado. Pero, ¿para qué nos cansamos, que ya se pasó el tiempo del remedio y vino el de la aflicción, y ya se acabó el tiempo cuando se vendía vino y ya ha muchos días que las lunas tabernales traen muestras de agua. No gastemos el tiempo tan mal gastado corno en cosas que cada día van a peor. Pero escucha, que, si no me engaña el oído, instrumentos suenan cerca, y puede ser que sea para cantar, pues el ruido que hacen parece que es templados.
     Así fue, que, habiendo templado y concordado los instrumentos cuatro músicos que, amparados de dos embozados, procuraban publicar lo diestro de sus voces, cantaron así:

Si de tu hermosura quieres
una copia con mil gracias,
escucha, porque pretendo
el pintarla:
Eres dueña del lugar,
bandolera de las almas,
imán de los albedríos,
linda alhaja.
Tu talle, hermoso y medroso,
todo en un puño se halla,
que, siendo su dueño un ángel,
me admiraba.
Un rasgo de tu hermosura
quisiera yo al retratarla,
que es estrella, es cielo, es sol;
no es sino el alba.
El atrevido que al pelo
te mira (por su desgracia),
hallará en cadenas de oro
prisión larga.
Es tu frente toda nieve,
y el alabastro batallas
ofreció al amor, haciendo
en ella valla.
Amor labró de tus cejas
dos arcos para su aljaba,
y debajo ha descubierto
quien le mata.
Es tu nariz nada impropia,
de lo ajustado la mapa,
y aunque cubre dos claveles,
poco tapa.
Al resquicio de carmín
el dios vendado, en venganza,
por guarda le puso perlas
en dos bandas.
En tu barba hay un sepulcro
donde se sepultan almas,
y, por matador, al rostro
le remata.
Dos azucenas animas
pequeñas, pero tan blancas,
que Amor sin vista quedó
de mirarlas.
Remataré con el pie,
trasto que apenas se halla,
que a tan hermoso edificio
es poca planta.

      Apenas hubieron acabado de cantar cuando de una casa grande, cuyo zaguán no tenía puerta que le cerrase, vieron salir cuatro hombres que, despidiendo de sí las capas, manifestaron las manos ocupadas con sus espadas y broqueles, y sin hablar más razones de «¡A los atrevidos se castiga así!», empezaron a jugar el látigo con alentado brío, sin dar lugar a que los pobres músicos pusiesen en guarda sus instrumentos, pues haciendo escudo de ellos, fueron los primeros que quebraron; en fin, como cosa vana. Salieron a su defensa los dos embozados, pero aunque empezaron con buen aire, lo pasaron mal, pues, habiéndole quebrado el broquel al uno, le alcanzó una estocada, dando en el suelo el cuerpo y el aliento en el último vale de su vida; que a un «¡Ay de mí! ¡Muerto soy!», se ausentaron los cuatro, y el compañero hizo lo mismo.
      Absorto estaba Onofre de lo que había pasado, a quien Juanillo dijo:
      _El ausentarnos de aquí ha de ser luego, que si viene la justicia puede ser que paguemos los justos por los pecadores.
      Hiciéronlo con brevedad, y, ya lejos, preguntó Onofre a Juanillo la causa de lo que había pasado, qué sería su principal motivo, pues no habían cantado aquellos hombres cosa que ofendiese a nadie; que alabar las partes de la belleza de una dama y sin nombrarla, permitido era en todo el mundo. A quien Juanillo respondió así:
      _Esta música sin duda se daba a alguna dama para enamorarla (¡como si el oído se hubiera de enamorar del que paga la voz o el que la tiene, pues más razón será enamorarse de el que canta bien que del tonto que se vale de otro para ser querido; y sin duda pretensores o dueños de la casa de la dama eran los que defendieron el puesto, que son cosas que suceden. Y muchas veces está la dama a la vista, holgándose de que por su ocasión haya cuchilladas y muertes, que con eso cree que tiene partes para ser amada, pues por ella se pierden los hombres; y los tontos no reparan que los tiene poco amor quien gusta de verlos morir.
      Largo trecho se habían apartado cuando a lo lejos vieron un bulto todo blanco, con una luz, que a ratos andaba hacia ellos y a ratos se paraba, y que grande cantidad de perros alrededor le ladraban con repetidos aullidos. YJuanillo, muy arrimado a Onofre, le dijo:
      _¡Hola! Parece que aquel bulto cuando quiere se alarga y se acorta.
      _Así es verdad _dijo Onofre_, pero no temas, que puede ser cosa que después nos haga convertir el temor en risa.
      _También puede ser _replicó Juanillo _ el alma de Garibay, que, según Quevedo dice, siempre anda cargada de perros. O puede ser la de la lavandera de Toledo, o el alma de Pedro Grullo, que, como andamos entre verdades manifiestas, nos vendrá a hacer compañía.
      Todo este discurso había hecho la medrosa imaginación de Juanillo cuando, ya más cerca, conocieron que era una mujer de las que llamamos traperas, que andaba mirando las basuras de la calle toda revuelta en una mantilla blanca, con un esportillo en el brazo y en la mano un palo con un garabato.
      Y,ya cobrado Juanillo del susto que le causó el ver que se achicaba y alargaba  cuando quería, haciéndolo cuando se bajaba a las basuras y volvía a enderezarse.«¡Oh, qué de cosas forma en su idea la imaginación, y más de noche!», decía entre sí Juanillo, cuando emparejaron con ella la preguntó Onofre:
      _¿ Qué hora es?
      A lo que la mujer respondió:
      _Las once, y ya es hora de recogerse, y más quien no tiene que hacer, pues no se gana nada en andar de noche.
      Pasaron adelante y a poca instancia oyeron unos golpes revueltos entre gemidos, y a ratos unos silbos medrosos, a que Onofre preguntó qué ruido era aqué. Y Juanillo respondió:
      _Allí es el obrador donde fabrican sombreros, y siempre trabajan con este ruido.
      _¡Oh, miseria del mundo! _dijo Onofre_. ¡Con qué trabajo ganan la comida algunos y con cuánto descanso comen otros!
      A tiempo que, llegando a la puerta de la casa,vieron por el hueco de la cerradura unos hombres medio desnudos, entre montes de niebla, amasando lana, a cuyo afán gemían y silbaban.
      _Estos hombres _dijo Onofre_ cuando gimen se quejan de su fortuna rigurosa, pues del modo que se ve afanan para conservar la triste vida, y, a mi entender, cuando silban llaman a la muerte para que dé fin a tantos pesares.
      En esta contemplación estaba Onofre cuando de una casa grande vieron abrir de un balcón que hacía espaldas a la casa una ventana, a cuyo ruido un hombre (que aguardando estaba aquel lance) vieron que se determinaba a subir por una reja baja que se enlazaba con el balcón donde abrieron la ventana, y, reparando atentos los dos amigos, encubiertos en el hueco de un pórtico, vieron que de la ventana sacó una mujer el brazo arrojando la punta de un cordel, dejando la otra atada al balcón, con que el que subía se ayudó para llegar arriba con brevedad, entrando por la ventana y cerrándola.
      _¡Grande atrevimiento es éste! _dijo Onofre_. Y no ha dado señales en la turbación de ser la primera vez que ha escalado la casa. ¡Oh mujer determinada, que a tal hora das entrada a un hombre por una ventana, sin mirar tantos riesgos como pueden venir!
      _Eso _dijo Juanillo_ ya lo hacen ellas con seguridad bastante. En esta casa vive un caballero casado con una señora principal, tienen criadas y alguna será la dueña del atrevimiento: estarán ya sus amos en la fuerza del primer sueño, y ella, vigilante, habrá aguardado hora para que su galán entre, sin reparar el que quiebra el precepto de fiel criada, que ultraja el sagrado de la casa: que si se entendiera tal caso, el dueño imaginara temerariamente en su inocente esposa, pues al oír decir: «Un hombre entra a deshoras en tu casa por un balcón», ¡cuántas imaginaciones habían de batallar con su pensamiento, siendo causa de todo una vil criada! Y ¡cómo deben los que se sirven de ellas procurar el examen riguroso de sus costumbres y mañas! Y,ya que no pueda ser, sea el que habiten lo más a trasmano de la casa, sin que puedan ser dueñas de ver la calle de noche, pues con eso se corta el hilo a todas sus infames determinaciones.
      Aquí llegaba Juanillo cuando vieron que volvían a abrir la ventana y a salir el hombre que había entrado, sacando de camino un envoltorio grande que, después de haber bajado, se le echó atado al cordel la señora, y, cargado con él, guió más ligero que un viento, y ella, quitando el lazo, cerró la ventana.
      _¿Qué te parece? _dijo Juanillo _. ¡Qué lance para llegar la justicia y asir de este galán cernícalo! ¡Mira qué ocasión para que se descubriera la fiel criada que tal hace! Que después de violar la casa, la roba. Y se puede creer, pues no es dificultoso el que sea, que la traerá engañada con que se ha de casar con ella, y de este modo vayan sangrando el hacienda de la casa. Ella pensará que, en saliéndose, ha de hallar ajuar en casa de su galán, y él se luce echando cada día su gala al tiempo, como muchos lo hacen sin tener juras ni rentas. El que lo ve juzga el por dónde vendrá encañada tanta gala y tanto perejil y ¡mira los manantiales de donde proceden! ¡Ah mala mujer, que te engañas en engañar a quien se fía de ti! Tu castigo te tengo de decir, pues por las obras presentes presto se copian las venideras. Atiende, te las pintaré, que puede ser que el miedo te traiga a la enmienda, diciéndote en lo que has de parar si corres tan desbocada.
      Pareciéndote que ya tienes hacienda, adquirida como sabes, sin reparar que lo que es del Diablo él se lo lleva, buscas ocasión de reñir en casa de tus amos para que te despidan. Hácenlo, enfados de ti y tus razones. ¡Mira si supieran quién eres qué hicieran! Sales contenta en busca de la casa de tu galán, imagínasla poblada y hállasla desierta, creíasla compuesta y alhajada y hallan tus ojos muy poco que ver, pues contemplan una sala de esgrimidor. Preguntas por las alhajas que has ganado a la uña y por las que con el dinero que le dabas pensaste que hubiera comprado: respóndete que las tiene en casa de un amigo. Créeslo por el presente, porque no sabes quién es tu galán.
Pasa aquel primero día y ya te mira junto a sí y te contempla moza, que la dama en cuanto nueva es buena, pues sólo el matrimonio de Dios, honesto y virtuoso, goza la dicha de no enfadar. Ya falta de tu lado el día entero y la entera noche; dícesle que cuándo os habéis de casar y entretiénete con palabras. Va rompiéndose el zapato, lo mismo hace la media, el manto pide otro, el vestido se ríe de ti, la comida falta, el cariño no sobra; ves en él muchos desvíos; conócesle la flor y procuras buscar la del berro, porque para ti no hay otro remedio. A él no se le da nada, porque siempre hombres de tal humor son mansos y no riñen por cosa alguna. Tú te das priesa por lucirte, sin desechar ripio; pasa un día y otro día, naturaleza se va cansando, el mal humor reina y el pecado va arrojando sus ganancias a la vista disfrazadas en un color entre morado y colorado que enseña en las narices: allí le arroja por ser la parte donde toma el primer bocado la tierra.
      Extiéndese este color a la parte alta, sembrando por la frente unas rosas o manchas (que más son manchas que rosas), y, como no se descuida el mal humor que reina dentro, hace madurar estas manchas convirtiéndolas en gomas. Los más árboles la crían, y donde la muestran es en parte que ha recibido herida o golpe o fue causa de daño: allí arroja la goma, y el cuerpo humano en el rostro, como parte que fue principal instrumento para adquirir este afán que tanto desfigura, pues a la hermosura más salada en gracias exteriores se le muda la forma en arrojando estas flores al rostro, causando desvío en quien más la solicitó y quiso, y aun entonces no procurarás el remedio entre estos golpes con que dice el pecado: «Aquí vivo y no muero», pues, a más no poder, harás lo que el mercader de paños, que tapa la buena pieza con el retal manchado o con el pedazo que, harto de rodar la tienda, perdió el color. Lo mismo harás, triste, a más no poder: tapar otras mejores (si acaso hay mejoría entre tal gente) haciendo
terceros papeles en la comedia del Demonio, hasta que, cumpliendo la condenación de zarza, quedarás en el espino a vivir muriendo, dando con todo tu edificio en una cama.
      Dura la enfermedad, vas vendiendo lo comprado a más de lo que costó, pues costó gustos y pasatiempos, y ahora se vende a peso de dolores, llanto y necesidad. El galán en un tiempo ya no te acude porque no tienes qué te coma; acábase lo que hay que vender, la necesidad es rigurosa, vas al hospital, cuéntente tropiezo de puerta de iglesia con llagas y dolores, y aun mucho más merecías.
     Pero quiero darte un consuelo, pues a las que son tales como tú el mal de otros es gozo (que en quien tiene entendimiento, también ha de sentir el ajeno como el propio): escucha la vida de tu galán, que como le faltó lo que por el balcón le dabas y se le acabó el socorro que hallaba en ti cuando podías trabajar, y como estaba enseñado a galas y paseo y quedó habituado a sacar líos de hacienda por las ventanas, volvió a ello, pero le duró poco; que lo mal adquirido nunca dura mucho, y de un lance en otro dio en la cárcel; pero salió lucido con brevedad, contando ducientos diez, repartidos por detrás y delante. En esto paró el que querías que fuera tu marido enseñándole a escalar casas, y harto de ti querías que te diera la mano. Mira cómo te ha dado el pago el mundo y contempla en tu galán el que le ha dado la justicia, y pues tienes lugar (en cuanto te dejan los dolores), pide a Dios perdón de tus pecados.
      Y las que han empezado a seguir el rumbo que ésta miren lo que hacen y procuren la enmienda; que aunque ven sol en las bardas de su vicio, miren que se pondrá cuando más descuidadas estén.
 

DISCURSO DIEZ Y SEIS

¡Q

ué cosa tan cierta es ser la vanidad consumidora de la hacienda, inclinando a torpezas y destruyendo el crédito ganado, hasta que pone a uno en el más bajo estado del mundo! Y el que busca alabanza en boca ajena suele hallar su vituperio, y el que no la busca suele asegurarse de ser murmurado. Lo más cierto es engendrar merecimientos con buenas obras, y con eso se adquiere alabanza segura. No consiste la bondad en el adorno exterior, en obras interiores sí: conocerse uno vale mucho, que, habiendo conocimiento propio, hay cierto desengaño.

      Mal suena el don en quien no le merece: que gran donativo fuera el estancar los dones, sin poder llamársele el rodrigón, el paje ni la fregona, y con eso no se hubiera bastardeado tanto aquella luz de la nobleza. Pues el otro día casó una mujer a una hija con un mozo, que su padre supo despedazar un carnero, y, preguntándola que con quién había casado a Mariquita, respondió que con un mozo muy bien nacido, que en verdad que tenía su madre don, la vanidad pinta, que ya sé que aunque el sapo fanfarree, no correrá, ni la mona dejará de serio aunque se vista de chamelote. El medirse en el estado propio, contento con él, hace mucho para la quietud, el ejercicio ajeno, caro costó siempre.
      _Y para ejemplo de lo que he dicho _prosiguió Juanillo_, escucha a este hombre que canta, pues él mismo desengaña a otros del engaño que él tuvo: que, pudiendo vivir quieto, se enzarzó aspirando a caballero, de tal modo que, cuando volvió en sí, apenas sacó cosa sana del zarzal de la caballería, y salió tan herido que tarde ha de convalecer. Y pues cantando dice quién es, quién quiso ser y quién volvió a ser, escucha:

Zapatero solía ser,
vuélvome a mi menester,
que un hombre, teniendo oficio
y pasándolo sin susto,
busque trato de disgusto
y se arroje al precipicio,
más parece aquesto vicio
que no procurar valer.
Si el que tiene trato honrado
busca otro disoluto,
éste más parece bruto
que hombre experimentado:
arrime tanto cuidado
si quiere tener placer.
Que haya quien, libre siendo,
se sujete a la justicia
sólo porque la malicia
así le va conduciendo,
no puedo alcanzar ni entiendo
aquesto qué puede ser.
. Que aquel que pobre nació
y en humildad fue criado,
en viéndose algo sobrado
a caballero subió,
su acabamiento buscó
por no saberse abstener.
Si el tiempo da desengaño
a cualquiera que nació,
la culpa la tengo yo
de haber buscado mi daño;
y pues conozco el engaño
(que sólo estuvo en querer),
desengáñate, cuitado,
que no hay tal como tu oficio
o usar del ejercicio
en que estás habituado,
mirando al tiempo pasado
cómo acabó tu poder.

      _Éste _dijo ]uanillo _ es zapatero; viose con alguna hacienda, más que mediana, y con una hija de razonable cara enseñada a galas, como tenía con qué; y pareciéndole que casada con oficial lo tendría su hacienda a mucha mengua, la casó con un paseante enredador (porque decían que era muy bien nacido el señor don Fulano), dándole con la hija la mayor parte de la hacienda; y poco a poco se la dio toda, y él tuvo tan buena maña que en breves días dio fin a toda. Y pareciéndole a este cuitado loco que un yerno con don y sangre colorada no era razón tener un suegro zapatero, arrimó las hormas dándose a la caballería de don Quijote sin más ni más, y sin reparar que lo que él tenía por ámbar olían otros cerote, se prendió un don cosido a dos cabos (como quien sabía tan bien); pero, acabada
la hacienda, el yerno dejó a la mujer, y el padre sin poder sustentarla la puso a servir y él volvió a su tarea antigua. Y ahora hacen burla déllos de su oficio,pues en cualquiera ocasión le llaman don, y a él, aunque está caído, no le suena mal. Mira tú, amigo Onofre, si el conocerse uno sirve para alivio de la vida, pues si éste hiciera reparo en que era un zapatero y como tal había de obrar, tratar y ser tratado y, con humilde discurso, dar estado a su hija con igual (pues el casarla con otro zapatero no la deslucía de quien era), y si lo hubiera hecho viviera más descansado.
      Mucho arrastra y acaba el poder el querer ser caballero el pobre que no nació para ello, pues le pone en estado tan bajo que llega a pedir limosna, siendo causa el querer tener ostentación como el que puede romper más que vale su caudal, gozar de cuantas fiestas hay, no descuidarse con los mejores bocados que entran en el lugar, y a pocos lances volvemos a lo que antes: a coser o a remendar; y haciéndolo continuamente, sin aspirar a fundar torres sobre poco cimiento, viviera el hombre pobre quieto, considerando el que no nació para más que pobre y medirse como tal.
      _Vamos, amigo Onofre _prosiguió Juanillo_, acercándonos a la posada, pues ya la hora llama a recoger al sosiego; que en el camino no faltará en qué detenemos. Y así, es menester abreviar el paso, que la mejor fiesta nos aguarda en casa, que ya se irán recogiendo los huéspedes, pues falta poco para las doce; que siendo tu posada cerca de la mía, como lo es, bien puedes gozar un rato de la fiesta que tiene dispuesta aquella tropelía mendiga.
      Siguiole Onofre y, antes de llegar, en una casa baja y, al parecer, de poca vivienda, oyeron que a un tiempo sonaban dos contrarios acentos, pues el uno repetía llanto y tristes voces y el otro alegría y bulla. Suspensos quedaron los dos amigos oyendo lo que oían sin poder saber la causa, hasta que de la casa salió un muchacho cantando siguidillas al ruido que hacía tocando en un jarro con los cuartos que llevaba a depositar en casa del aguador legítimo. Y, preguntándole la causa de su alegría, respondió que había nacido en su casa un niño, y, sin decir más, se fue, a tiempo que salía otro llorando y limpiándose a las mangas las lágrimas y mocos.
      _¡Padre mío! _dijo, mal pronunciando,  así que vio gente, sin darle lugar la fuerza del sentimiento para más razones, pues, aprisionada la lengua con el ansia, la faltan fuerzas para quejarse.
      Preguntole Juanillo:
      _¿Qué has, niño, que así te congoja? ¿Quién es causa que tan tiernamente llores?
      A que respondió el muchacho:
      _ Mi padre, que se ha muerto, es quien causa mi pena.
      Tantas fueron las lágrimas que acudieron al tierno varón, que sin poder hablar más palabra se fue; cuando vieron que una mujer salía de la propia casa cargada con un esportillo, unos fuelles, un alnafe y un barreño a quemar las pares de la que había parido, diciendo:
      _¡Qué más desengaño quiere el que nace de lo que oye!
      _¡Oh mujer! _dijo Onofre _. Si sientes como dices, ¡qué bien sientes! ¿Qué más desengaño para el que nace que llorar al instante, sin tener en toda la vida cumplido deseanso? Y para asegurárselo más a este que nace, oye entre la queja de mortal el último acento de la vida, causada de los golpes de la muerte!
     Acercose Onofre a la mujer preguntándola la causa de todo lo que se oía y vía, a quien respondió:
      _ ¿Qué  quiere vuesa merced que sea en el mundo, más de trabajos, sustos y aflicciones? En esta casa ha nacido uno a tiempo que otro ha muerto, y por hacer el mundo de las suyas, llora la que ha perdido a su marido, y el padre a quien ha venido el hijo le hace reír el alborozo, sin reparar nadie más de en su provecho y su gusto, pues aquí donde hay alegría con el recién nacido poco sienten el pesar de los que lloran al difunto. La que ha perdido al esposo llora su pena y pobreza, pues aunque más la animan, siente la falta de su compañía, sin tener con qué enterrarle, si no es valiéndose de la misericordia que acude a los pobres; y la que ha parido, viendo a su esposo contento con el hijo deseado, también se conoce en ella alegría. En fin, valle de lágrimas, pues a este que nace llorando mañana le llorarán su muerte, o él llorará la de sus padres, que hoy le están cantando la gala por recién venido.
      En el ínter que la mujer había hablado, ya la lumbre encendida iba quemando las pares, y los dos amigos, huyendo del humo, se ausentaron: y a pocas casas más arriba oyeron el algazara de una mujer que estaba enseñando a hablar a un tordo, a cuyas enfadosas liciones se paró a reír Onofre. Y Juanillo, que conoció la causa, le dijo:
      _ ¿Oyes? Esta mujer tiene granjería en esto de criar tordos y perrillos, y el otro día se le perdió un perrito y gastó más de cincuenta reales en pregones, y, viendo que no parecía, trujo novenario a San Antonio para que se le deparase. Y no es sola esta mujer, que hay muchas en Madrid que tienen librado todo su gusto en los perritos de falda, y llega a tanta su desvergüenza y poco miramiento, que cuando están las perras salidas (que también lo deben de estar ellas, pues tal hacen) las tienen en el ínter que el perrito de mi señora doña Fulana las cubre. Mejor fuera que los ratos que gastan en estos entretenimientos los emplearan en rezar por las almas del Purgatorio, y reparar que el pregonar a un perro y traer novenario por él no son cosas que agradan a Dios, ni parecen bien a nadie, si lo miran con cristiana atención.
       Aquí llegaban los dos amigos cuando oyeron una voz tan delicada y suave que cantaba tan cerca de donde ellos iban que Onofre conoció era de mujer en lo cariñoso de su eco y quiebros de su voz. y, deteniéndose a una ventana donde salía la voz, oyeron que decía así:

En un espejo, a cuya
luna eclipsada vio
Laura aquella belleza
que Amor tanto admiró,
y con lágrimas tristes,
sentimiento y dolor,
así contempla y llora
las horas que perdió;
y al sólo aquel reflejo
que el metal azogó,
mirando su hermosura
mortal, así empezó:
Si toda humana rosa
en lo que yo paró,
pues el tiempo, atrevido,
su beldad ultrajó,
¿qué importa la belleza,
si postrada se vio,
aunque anduviese un tiempo
muerto por ella Amor?
Atiende, desengaño,
aunque tarde, a mi voz,
y mira que esta luna
dice que ha muerto el sol.
Si este pelo es de quien
Amor flechas labró,
el tiempo con su sitio
barbacana formó.
jAy de mí! Si esta frente
es la valla en quien dio
la edad tantas batallas,
ella misma venció.
Si sois vosotros, ojos,
quien de amores mató,
hoy a vuestras pestañas
dio asaltos con rigor.
De miedo os escondéis,
como falta el valor,
pues no hay seguridad
en quien mortal nació.
Mejillas, que la rosa
en vosotras halló
colores que envidiar,
y uniones que admiró,
entre vosotras reina
cárdeno lirio hoy,
a trechos descubriendo
el alhelí el color.
¿Qué es de tanta blancura,
que entre pechos formó
alabastro envidioso,
nieve con suspensión?
Esa boca, en quien hizo
el clavel partición,
y en tan breve resquicio
esparció su valor,
pálida y amarilla
rasgada la dejó,
porque ve que la faltan
las perlas que la dio,
y las que han quedado
toman triste color;
que acción de buen criado
es dar gusto al señor.
Si la humana hermosura
este fin esperó,
porque, cuando podía,
tan poco reparó;
si pensó de inmortal,
en todo se engañó;
pues no hay cosa en la vida
que tenga duración.
y si de lo que fui
sólo el «que fui» quedó,
¿qué aguardo, que no arrojo
lágrimas de dolor?

      Aquí acabó, con harto sentimiento de Onofre, pues había sido parte su voz para que, suspenso, hubiese reprimido más de una vez las lágrimas que surtían a los ojos a querer mostrar que sentían como quien cantando lloraba. y rompiendo el silencio dijo así:
      _ ¿Eres ángel o eres mujer? ¿Eres mujer o eres desengaño de la mayor hermosura, que así suspendes con tu voz y avisas del fin tan cierto que nos espera? ¿Quién eres, cuidado, que así despiertas? Centinela que velando detienes el paso a las vanidades, ¿quién te alienta, que así elevas el alma? Confiésote, amigo Juan _prosiguió Onofre_, que me ha enternecido el alma esta voz de un espíritu desengañado del mundo.
      _Pues para que de veras te admires _dijo Juanillo _ escucha: oirás el mayor prodigio de la honestidad. Esta que ha cantado es una doncella sola, a quien dejaron sus padres en tierna edad porque les forzó a ello la muerte, y se ha sustentado hasta hoy con la labor de sus manos, y aunque la han salido muchos casamientos, no ha sido posible aceptar alguno ni consentir que la vean la cara; y si alguno se la ve lo tiene a grande milagro, admirando en ella la mayor hermosura y la mayor honestidad. Y todas las noches está velando esta hora de las doce y luego reza maitines antes de recogerse. Suele acompañarla una buena señora, deuda suya, que es la que sale fuera por lo necesario. Y esta casa se la dan, para que la viva, los dueños de aquella de enfrente, y si la falta algo para su persona la socorren
con mucha puntualidad; que a quien bien vive hay en este lugar quien bien le hace, pues al paso que el torpe busca la deshonestidad para darla y alimentada, así el virtuoso busca la honestidad para socorrerla y acudirla. Ella, en fin, es un ángel en la tierra y todo cuanto canta es siempre desengaños de la caduca hermosura y edad. Y así, Onofre, vuelve en ti y vamos a la posada, que parece que estás como fuera de ser.
      _Déjame _respondió Onofre_, que no sé qué sentimiento interior ha causado esta voz en mí, que sabe pintar las ruinas que el tiempo hace en el edificio de la belleza, de cuya arquitectura sólo quedan señales de lo que fue, hasta que también las señales dejan de serlo. ¡Oh bondad inmensa, si reparara el mortal en el empleo de su vidal, pues en toda ella cuanto obra todo es maldades, sin atender que bastardea a la memoria dejándola salir con cuanto quiere, sin encaminarla a la muerte, olvidándose que todos los trabajos fueran gustos conformándose con la voluntad de Dios. Pero somos tan malos y perezosos que sólo nos animamos a seguir lo que nos daña, sin volver los ojos a la aflicción de un pobre, a los dolores de un tullido, a la torpeza de un ciego, a la miseria de un huérfano, a la tristeza de una viuda, a las necesidades de una pobre doncella recogida, a las cuitas de un enfermo, a los llantos de un hospital, ni al que va cantando en un ataúd, sin haber duda en que habrá sido nuestro amigo, y comido y bebido con él pocas horas antes. A todo tapiamos oídos y ojos, abriéndolos sólo para nuestra perdición, criando alas para ella como la hormiga, empleando el oído en cosas ilícitas yprofanas y no en liciones de buen vivir, sin reparara lo que huele la tierra de una sepultura, donde sólo vive la verdad y adonde tiene seguro lugar todo este ser que nos anima.
      _ Muy bien estoy _dijo ]uanillo_ con todo lo que has dicho; pero déjalo por ahora y sígueme.
      Obedeciole Onofre y, al volver de una esquina, oyeron unas quejas lastimosas que, atendiendo a ellas, conocieron ser de mujer, y, alargando el paso Onofre, vio una mujer en cuerpo y con poca vestidura que la adornase (pues a la luz de la luna reparó que para estar en camisa no la sobraba nada), y preguntola la causa que la movía a semejantes quejas y peticiones de favor a tal hora, en la calle, tan falta de vestidos. A que respondió:
      _Yo me tengo la culpa, pues me creí tan de ligero: hanme desnudado unos ladrones después de sacarme de mi casa por engaños.
      _Pues ¿cómo una mujer_dijo Onofre_ sale de su casa a estas horas, sin más atención al decoro que se pierde en tiempo tan excusado para las mujeres?
      A que respondió:
      _Yo, señor, soy comadre de las que partean, y como este oficio mío tiene obligación a dejar la casa, el lecho y el lado de su marido siendo llamada para un parto, llegaron a mi casa dos hombres diciendo eran criados de un caballero a cuya casa suelo acudir, y me dijeron me vistiese al punto porque estaba con dolores la señora. Y yo, sin examinar si eran de la casa o no, salí con ellos, guiándome por esta callejuela, que así que entré en ella me amenazaron que el callar me daría la vida, y así, me fuese desnudando o que ellos lo harían, como lo hicieron, dejándome como vuesas mercedes me ven, y lo que más siento es las reliquias que me llevan. Y así, por ser mujer, los suplico me acompañen hasta mi casa, que cerca es, pues en el estado que he quedado no es para poder dar un paso sola. Y, movidos a piedad los dos amigos, la fueron acompañando hasta dejarla a la puerta de su casa, y, prosiguiendo otra vez su viaje, preguntó Onofre a su amigo si había muchas mujeres de aquéllas en Madrid, a quien Juanillo respondió así:
      _De aquestas mujeres hay las que bastan; aunque el lugar es tan grande, muchas viven de su trabajo y otras se meten en cosas graves. Hay en éstas muchos lazos y nudos encubiertos, más que los que manifiesta un esparavel. Son mujeres de secreto, pues saben, cuando Fulana se casa a título de doncella, si está cancelado el signo de su título y si sabe ser madre en el parir, aunque no lo haya sido en el criar. Amparan en sus casas a muchas mujeres, no por ser pobres, si no es que la necesidad de quejarse de gustos pasados las hace salir de sus casas por que no se sienta en ellas que tienen de qué quejarse. Hay otras que saben hacer parir a una estéril aparentemente, llevando consigo lo que esperan que nazca en la casa de la que tiene la barriga de trapos. Y siempre andan cargadas de reliquias y piedras preciosas, como la del águila y la imán, y eso era lo que más sentía, que la hubiesen quitado los ladrones. De ordinario, estas mujeres tienen por maridos hombres poco celosos; que más que de sus mujeres lo son de las ermitas donde lo hay bueno. Y los más son holgazanes, a título de «Mujer tengo que lo gana»; y si no fueran éstos tan buenos, ¡mira tú cómo consintieran que otro hombre sacase a su mujer de la cama y se la llevase, quedando ellos como atún revolcado en lo caliente! Y yo conozco algunos hombres que hablan y tienden su red fanfarrona con la hacienda y favores que adquieren sus mujeres, sin tener vergüenza de en cualquiera conversación el decir: «No temo a la fortuna en cuanto viviere mi Fulana». Y muchas no son comadres, pero son parideras, y no reparan en eljuicio terrible del mundo; y también hay algunas a quien Dios ha dado con que hacer, como hacen muchas, obras de piedad. Y no niego alabanza a las buenas, que sólo hablo terrible de las que por terribles lo merecen,
      Entretenidos en la conversación llegaron a la posada de Juanillo, donde, llamando a la puerta, fue abierta con grande alegría por el deseo que tenían de su venida, a quien recibieron con alegre bulla dándole nombre de: «¡Bien venido, señor presidente!», preguntándole quién era el qué en su compañía llevaba. A quien Juanillo respondió que el señor Onofre era primo suyo y había de ser su huésped lo restante de la noche, dándole licencia para ello.A quien respondieron dos licenciados (de estos que barren las dos ceras de una calle a un tiempo pidiendo con grandes acatamientos y cortesías, sin perdonar casa donde no llaman, o entran si no es menester llamar, que, como son curiosos, acomodan lo que hallan mal puesto, a título de pobres, saliendo a estos cursos cuando se pone el día; que,
como son tan vergonzosos, por que no los vean el rostro lo hacen), y con voz grave a un tiempo respondieron a Juanillo que como dueño podía mandar.
      Y con la ceremonia de besar la mano y arrastrar el zapato, los fueron guiando a un aposento, donde, acomodados todos, reparó Onofre que en medio de él había un púlpito grande, labrado en Alcorcón, a quien todos servían de guardas por estar lleno de aquel licor que prestó sueño a Noé, y encima de una mesa pequeña a quien cubría una servilleta tullida (que por eso no se había ido a Manzanares a refrescar el color amusco), un Cuchillo que estudiaba para navaja, ni bien lo uno ni lo otro, pues era un pedazo de hoja sin tronco de que asir y bien compuesto; un pan deshecho en pedazos y, a un lado, una escudilla de la tierra llena de aceitunas aderezadas en casa de un mercader de aceite y vinagre.
      Y después de acomodados todos. en sus asientos (no muy fátiles de quebrar, por ser humildes como la tierra), sóloJuanillo se sentó en una silleta de palma hecha por las manos de un francés, alhaja antigua en la casa (a quien faltaba poco para quebrar por los demasiados asientos que había hecho). Haciendo sentar a Onofre a su lado y estando todos en silencio, llamaron a la puerta con grandes golpes, siendo fuerza levantarse uno para ir a abrir. Y pareciéndole al que llamaba que tardaban en responder y abrir, dijo con voz alta:
      _ ¿Están dormidos? O es para hoy o para mañana.
      Abriéronle, y vieron ser el pobre de «Dios te dé Dios». Diéronle alguna vaya y, sosegados, volvió el silencio, hasta que Juanillo dijo así:

DISCURSO DIEZ Y SIETE

S

u misma ignorancia sirve al ignorante de entretenimiento, pues se ve que nunca le suena bien la agudeza de la boca ajena ni la discreción o razón sentenciosa, y, por el contrario, al discreto le sirve de divertimiento otro discreto, a quien no se harta de alabar pareciéndole mis sabio y entendido que él, no como la alabanza de el simple, que sólo es de las simplezas que oye. Al perezoso sirve de alivio el día triste y encogido y la noche larga; al diligente, el día largo, la noche corta, el buen tiempo y la buena suerte adquirida con su desvelo, al ladrón, la lobreguez de la noche, el descuido, el sueño pesado y la ignorancia, a quien, como desvelado, procura ofender, al sano de conciencia sirve de alivio la honestidad, la quietud, el entretenimiento justo, el obrar bien y el acordarse de la muerte; al rico descuidado, las fiestas, los entretenimientos (aunque sean con daño de otros), conversaciones en la usura y cómo se ha de engañar, siempre aspirando a más. El pobre no tiene más entretenimiento, alivio ni desahogo que comunicar su pobreza y corto poder a otro pobre como él, con que un rato de conversación los sirve de alivio y aliento para vivir.
      _Así nosotros,  como pobres, unos con otros nos consolamos con honestos divertímientos, y aunque poco cursados en la estudiosa poética, hacemos Academias para entre nosotros no más. Y como la pobreza siempre huye de alabanza y fama, fue causa de que estos señores hayan reparado en que había forastero que los podía impedir su desahogo; y, sentado que el señor Onofre es deudo mío, con toda seguridad pueden vuesas mercedes empezar.
       Así lo hicieron, y, para ello, el que tenía oficio de secretario, puesto en pie, dijo que al señor licenciado Castellano le tocaba empezar y que dijese lo que a su cuenta tenía. Y él, sin dilatarlo, dijo así:
      _A mí, noble Academia, se me encargó un soneto en que se pregunta a una calavera dónde dejó el lucimiento que cuando vivía tenía. Es así:

Bulto, que tienes forma de haber sido
rostro mortal, con ojos y cabello
¿adónde te dejaste tanto bello
que te contemplo triste y denegrido?
Dime si te quitó lo colorido
(pues veo que en tu frente dejó el sello)
la muerte, y ya los ojos, por no vello,
huyeron hasta el valle del olvido.
Cáusete horror, viviente, lo que miras
en este triste espejo de la muerte;
guía tus pasos sólo a vivir quieto,
olvida para el prójimo las iras,
mira que un esqueleto te lo advierte
y te tendrá cualquiera por discreto.

      Así que acabó le dieron todos el vítor, y Juanillo dijo a su amigo Onofre:
      _Este que ha dicho se llama el licenciado Castellano y este que le sigue es el licenciado Guarismo, y, según sus apellidos, es gente de gran cuenta.
      Levantose el tal Guarismo y dijo:
      _A mí se me encargó un soneto a un retrato de una hermosa cuyo original había muerto. Es así:
 

¿Es posible que toda esta belleza
volvió a ser lo que antes había sido,
trocando la memoria por olvido
y tanta majestad por la bajeza?
¿Y que duerma el viviente en la pereza
empleando en el vicio su sentido,
sin acordarse para qué es nacido,
amando a la hermosura y la grandeza?
No se fíe la edad que más luciente
la parece que vive por hermosa,
puesto el amor por lazo de su pelo.
Mire junto a las puertas de su Oriente,
la muerte, de su vida ya envidiosa
procurando dejarla hecha de yelo.

       Ya cuando acabó estaba en pie un mozo de buena presencia y brío, y Juanillo dijo a su amIgo:
      _¿Ves este mozo? Pues el que topamos en la calle del Carmen es; contémplale allí tan lastimado arrastrando por el suelo, con aquellas lamentaciones que oíste y mírale ahora si podía jugar una pica en la campaña, y por eso el pobre de «Dios te dé Dios» le llamó tramoyero entrapajado; Pero después verás lo que anda con ellos.
      Sosegáronse los vítores que dieron al licenciado Guarismo, y el tercero dijo así:
      _A mí se me encargó el glosar una copla que en este lugar está al pie de una cruz. No es mía, la glosa sí, que es ésta:

Aquí dio acero cruel
a un hombre muerte precisa,
y este epitafio te avisa
que ruegues a Dios por él.
Hombre humano, que al divino
precepto de Dios olvidas,
mira que todas tus idas
van a parar al destino:
busca otro mejor camino
que no te pierdas por él;
huye al apetito infiel,
que vas por zarzas y abrojos,
y muerte al que ven tus ojos
aquí dio acero cruel.
Vivir bien es lo que importa,
y guardar los mandamientos,
y pues que ves escarmientos,
el paso a tus vicios corta,
el amar a Dios conforta,
pues la vida es indecisa,
mira que corres aprisa
y no quieres reparar
que suele el castigo dar
a un hombre muerte precisa.
Mira ayer cómo pasó,
mira hoy cuál va pasando,
oye que están clamoreando
por el que ya se murió:
sólo el obrar bien vivió,
que lo demás todo es risa,
mira que la muerte pisa
muy cerca de tus umbrales,
ella amenaza tus males
y este epitafio te avisa.
Ayer vivía, hoy murió
el que ya enterrado está,
y el que hoy nace allá se va
desde el punto en que nació:
sólo del mundo llevó
lo que vivió como fiel,
ya hiere la llama en él,
y sólo son sus demandas
a ti, que en el mundo andas,
que ruegues a Dios por él.

      Alabaron lo bien buscado de la glosa, y, dándole vítores, se levantó otro, y Juanillo dijo a su amigo:
      _Este que se ha levantado anda con dos muletas muy poco a poco y con un tonillo quieto pide limosna, y ¡mira qué sano y qué buena voz tiene!
      Y él, con mucha desenvoltura, dijo:
      _A mí, ilustre Academia, se me encargó glosar dos versos que se me dieron, que son éstos:

¿Para qué quiero yo vida,
si la muerte me convida?

Si al instante que salí
al mundo empecé a llorar:
si el dolor vino a buscar
a la forma en que nací:
si nunca al contento vi
pasando vida afligida,
con trabajos perseguida,
si sé que todo anhelar
en la muerte ha de parar,
¿para qué quiero yo vida?
Más es morir que vivir
el vivir con el dolor,
conociendo que el rigor
es quien le ha de divertir,
y llegando a discurrir,
veo la edad abatida,
con miserias condolida:
y si siempre he de penar,
no quiero más aspirar,
si la muerte me convida.

      No le dieron a éste tantos vítores como a los demás, pero tuvo alabanza en la boca de Onofre, a quien Juanillo dijo:
      _Repara en este peinado tan barbihecho, que si le ves mañana no le has de conocer, pues cuando sale de casa parece tiñoso que en su vida tuvo pelo y ¡mírale ahora, que parece paje al uso!
      Y él, componiéndose los bigotes, dijo:
      _A mí se me dieron otros dos versos que glosase, que son éstos:

Pasa un año y otro año,
y nunca pasa   mi engaño
.
Toda la vida es un sueño
que cuando empieza es dormir,
propio ensayo del morir
con que despierta a su dueño:
riguroso es el empeño,
que en naciendo enseña el daño,
con tan claro desengaño,
pues pasa la edad mayor,
pasa el contento mejor,
pasa un año y otro año.
No hay cosa en la edad más cierta
que trabajos y dolor,
sustos del mayor amor,
pues su esperanza es incierta;
la muerte siempre está alerta,
igualando en un tamaño
el señor al más tacaño,
sin llegar a discurrir
que sé que me he de morir
y nunca pasa mi engaño.

      Acabó con el alegría que todos, ocupando el puesto un mozo muy risueño, y con muchas cortesías dijo que a él se le había encargado el pintar un almendro a quien desbarató el cierzo toda la pompa que madrugó a echar.      
      _Es esta décima:

¡Oh tú, aquel que, desvelado,
sin mirar las tiranías
del tiempo, abrevias tus días,
sólo por verte adornado!
Tu anhelar se vio engañado
negándote el tiempo paces,
pues entre mil sustos yaces
que la hermosura no ataja,
sirviéndote de mortaja
la camisa con que naces.

      Así que acabó, volviendo Juanillo a Onofre, con el acostumbrado cuidado le dijo:
      _Repara en éste, que cuando llega a una puerta arroja un «¡Ay!» tan lastimoso y profundo que con él provoca a lástima, y luego llora, con que junta mucha limosna, y ¡mira ahora, que la demasiada risa no le ha dejado decir!
      Diéronle muchos vítores.diciendo: «Famoso ha estado el Mortecino», a tiempo que, levantándose Juanillo, dio licencia que, rompido el silencio, se empezase a consumir lo que hubiese dispuesto.
      Y, aprestados todos a la obra, oyeron unas lastimosas voces que, repetidas por diversas partes, decían: «¡Fuego, fuego! ¡Agua, agua! ¡Que me abraso!» Y entre esta confusión notaron una voz delicada que decía: «¡Que me muero! ¿No hay quien socorra a una afligida mujer? ¡Favor! ¡Piedad! ¡Cielos!». Y a este tiempo por la calle hacían pedazos la puerta hasta que la echaron en el suelo, porque ya el humo rompía por muchas partes. ¡Oh confusión de la riguridad de este elemento!, pues en breve tiempo ya la posada era un volcán de vivas llamas.
      Admirado y confuso estaba Onofre sin saber a qué parte guiar, y en lugar de echar a la calle se entró la casa adentro, donde oyó un «¡Ay de mí!» tan delicado y lastimoso que, arriesgando todo el valor, se opuso a las más encendidas y abrasadoras centellas subiendo por una escalera y, atendiendo al lugar de donde salía la voz, oyó que era en la casa de pared y medio, que también ardía por un pedazo de tejado; y, pasando por toda la llama de él, dio en un corredor de la casa, donde notó que de una puerta que estaba cerrada salía la voz y mucho humo; y, dando un recio golpe a la puerta hizo saltar las guardas de la cerradura franqueando la entrada, donde vio entre humo y fuego una mujer que, habiendo saltado de la cama en que dormía medio tapada con sus vestidos, ya el humo la había prevaricado el sentido dando con ella en la tierra. Y Onofre, cogiéndola en los brazos, la sacó hasta ponerla en el corredor, que todo ardía, y, viéndose cercado por todas partes de aquel voraz incendio, animoso y determinado de librar dos vidas, se entró por las llamas bajando por la escalera que había subido, hallándose en el patio de su posada, y viendo la puerta de la calle que parecía imposible poder salir por ella por haberse apoderado el incendio en
toda la casa, arriesgando su persona salió por entre las llamas dejando admirados a los de afuera viéndole salir de aquel modo.
      Los alaridos eran grandes, oyéndose por una parte: «¡Ay,hija mía de mis entrañas! ¿Quién te podrá socorrer?», y por otra un hombre que, determinado, se quería entrar por las llamas, a quien detenían para que no ejecutase tal intento; y, llegando Onofre a una mujer, la dijo:
      _Tened piedad, señora de ésta, que el desmayo la tiene sin sentido.
      Y la mujer, entre copiosas lágrimas, conoció ser su hija, ocasionándola él gozo a dar mayores voces, llamando con ellas al hombre que, arrojado, porfiaba a entrar por el fuego, que era padre de la que Onofre había librado: que. viendo a su hija y oyendo decir quién la había libertado de la fiera prisión del fuego, no se hartaba de abrazarle con amor, diciendo:
      _Libertador de todo mi bien, ¿quién eres?
      Y la mujer, por otro lado asida dél, también mostraba agradecimientos a tan grande beneficio, a tiempo que ya el fuego poco a poco iba perdiendo su fuerza a fuerza de otro elemento, pues mucha gente que había acudido, la más se había ocupado en echar agua, con que habían aplacado el incendio riguroso. Y los pobres de la posada andaban aturdidos con el dueño de ella, que también había quedado para pedir limosna como ellos, uno lloraba sus muletas, otro sus trapos, otro su casquete: en fin, todos lloraban sus caudales.
      Y Juanillo andaba perdido en busca de Onofre, que, habiéndole encontrado, no se hartaba de abrazarle, y más cuando supo en lo que había empleado su valeroso ánimo, y reparando Juanillo en la gente que se iba ausentando, vio un hombre que, cargado de ropa y cosas de valor, se iba por la calle adelante, y, deteniéndole, le preguntó dónde llevaba aquel hato, y, turbado, sin acertar a formar razón alguna, lo dejó caer en el suelo, y, llegando Onofre, conociendo ser ladrón (pues su turbación lo confesaba), le dio de hallazgo unos cuantos cintarazos, y, preguntando en voz alta cúyo era aquel hato, lo conoció el padre de la que él había librado, diciendo:
      _ Mucho te debo, amigo, pues me has libertado la vida y el hacienda.
      Íbase ya apaciguando el alboroto y recogiendo mucha de la gente que había acudido, unos a matar el fuego y otros a llevarse lo que pudiesen, como de ordinario sucede. Y el dueño de la casa del lado, padre de la que Onofre había sacado de entre las llamas, asiéndole de la mano, le hizo entrar en su casa en un cuarto bajo (que, aunque había sido despojado de el adorno, no había tocado el fuego en él), y, llamando a Juanillo, los hizo sentar para que conociese Onofre lo agradecido que le estaba. Le preguntó la causa de estar a tal hora sin haberse recogido y hallarse tan a tiempo para socorrer a su hija, que le sacase de la duda y le dijese por dónde le había guiado Dios. A quien con razones corteses, pocas y medidas refirió el suceso hasta que la sacó en brazos a la calle. El hombre, agradecido, los
hizo aderezar una cama donde descansasen lo restante de la noche, suplicando a Onofre se sirviese de admitir aquella casa por su posada en cuanto fuese su voluntad, y, despidiéndose, quedaron los dos amigos solos.
      Estaba Onofre como elevado, pensando en los sustos de aquella noche, a quien Juanillo dijo así:
      _ ¿Qué fuera, amigo, que el incendio que ya ha pasado descubriera camino para que te quedaras en Madrid? Pues haber dado socorro a Laura (que es la que sacaste en brazos de entre las llamas), estar sus padres tan agradecidos (y con razón), no tener otra hija y ser de los más ricos de este lugar, habernos hospedado en su casa, decirte que no salgas de ella, tener tú partes para merecer, no sé qué te diga. y así, discurre en lo demás en el ínter que viene el día.
      _Persuádete,Juan_dijo Onofre _, en que soy pobre y forastero, que son dos partes muy contrarias a tu imaginación, y así, déjate de fábulas y entreguémonos al sueño.
      Así lo hicieron, y como estaban cansados y ya era tarde, con facilidad se quedaron dormidos. Cuando a pocas horas Onofre, en quien poco duraba el descanso, oyó entre el silencio y la quietud un ruido que, al parecer, se hacía en la cerradura de una puerta, donde procuraban entrase una llave a dar vueltas. Desterró de sí el sueño de todo punto. Incorporándose sobre el lecho, atento, cuidadoso, notó que, abierta la puerta, procuraban quitar la llave, y, levantándose en pie, sacó la espada, diciendo:
      _¿Quién va?
      Y con el sobresalto que se levantó, tropezando con un bufete, hizo caer un candelero que los habían dejado con luz, siendo parte bastante para que, al ruido, se alborotase segunda vez la gente de la casa. Salieron sus dueños, que aún no habían rendido al sueño el asustado cuerpo, y en su seguimiento los criados y gente que les asistían, y hallando a Onofre con la espada en la mano, alborotado de aquel modo, preguntándole la causa, respondió que había sido el haber oído abrir aquella puerta cercana a su lecho.
     Reparó el dueño en ella y, como la viese abierta, quedó maravillado, por ser de un cuarto algo excusado de la gente menor de la casa, donde tenía un oratorio: y, procurando examinar la causa así él como todos los demás no pudieron hallar indicios de quién hubiese sido dueño de tal atrevimiento habiendo mirado las más viviendas de la casa acompañándolos a todo Onofre y Juanillo, que reparó en una puerta que hacía paso al zaguán, que tenía puesta una llave por la parte de afuera, de que admirado el dueño, conoció el no ser aquélla la llave de la puerta, y, procurando abrirla y no pudiendo conseguirlo con otra llave, se valieron de la fuerza, dando tantos golpes que saltó el pestillo que la cerraba, y, quitando Onofre la luz a un criado que la tenía, se ofreció el primero a mirar el zaguán, y en un rincón donde había cantidad de muebles de la casa (que por miedo del fuego habían bajado, y arrimado allí), vieron un hombre que, embozado, defendía el rostro, procurando conseguirlo por medio de una pistola que en la mano tenía.
      Y, apuntando a Onofre, dijo:
      _ El dejarme ir libre los estará bien.
      Pero Onofre, lleno de cólera, le tiró tan fuerte estocada que, pasándole el brazo de la pistola, la dejó caer en el suelo, y al asegundarle otro golpe pidió por Dios que no le matasen.
      Reportose Onofre, llegó toda la gente de la casa y, preguntándole si había más que él y quién le había ayudado a semejante atrevimiento, dijo que él solo era el que entre la bulla del fuego se había metido allí, y que en la calle le aguardaban dos compañeros. Salir quiso Onofre, determinado, en busca de aquellos viles hombres, pero los ruegos de el dueño de la casa y demás gente le detuvieron: y volviendo a preguntar al herido qué era su intento, respondió que abrir la puerta de la calle para que entrasen los dos amigos; que así había quedado de acuerdo, y que al irlo a hacer, turbado, había abierto dos puertas sin dar con la que buscaba, siendo causa de haberle sentido. Los criados de la casa querían maniatarle y entregarle a la justicia, pero Onofre, compadecido de verle herido, los suplicó que, pues no había al presente justicia que lo hubiese visto, le echasen en la calle, pues otra cosa no sería generosidad.
      Convinieron todos en ello, y Onofre, adelantándose, abrió la puerta; pero no vio a nadie, que el ruido o las muestras que ya daba el día había hecho dejar el sitio a los dos.
Enviáronle con su mala ventura y volviose a sosegar la casa, no para descansar, pues sólo
fue para admiraciones de lo que en tan breves horas había pasado, volviendo de nuevo el
dueño de la casa a rendir agradecimientos a Onofre ofreciéndole su persona y poder, y
que como dueño de todo podía mandar de allí adelante. A quien, agradecido Onofre, retornó
estimaciones.
y como ya las luces del día convidaban a gozarse, y, ya quieta la gente, se ocupaba.
en ir acomodando las cosas que el miedo y el fuego habían descompuesto, dando mil gra      _ .
cias a Dios por tan grande dicha, pues sólo en el cuarto de Laura había tocado el fuego, y,' ,
suplicando a Onofre se sirviese de tomar asiento y contar su peregrina historia, a quien,
obediente, se ofreció, diciendo así: "

DISCURSO DIEZ Y OCHO

N

ací en la gran ciudad de Nápoles; aunque no de padres nobles, eran limpios del contagio que la fe castiga por medio de su justicia. Crieme a un tiempo en compañía de una hermana, siendo con igualdad queridos de nuestros padres, amándonos los dos con una unión tan estrecha que apenas se hallaba el uno sin el otro. En mí fue mostrando la edad las obligaciones con que nace un hombre de bien, y en mi amada hermana, a un tiempo con alguna hermosura, mucha humildad y vergüenza, que son las partes que más engrandecen la belleza. Faltonos, a los doce años de nuestra primavera, la madre, siendo el sentimiento parte para que nuestro padre, postrándole la pena, se sujetase a vivir en una cama sin poder levantarse de ella, pues para hacerla se valía de nuestro alivio, amonestándonos siempre pidiésemos a Dios paciencia, pues es de lo que más necesita quien con enfermos lidia.
      No era la edad la que le tenía tan postrado, pues sólo era una profunda tristeza causada de la pérdida de su amada consorte: justo sentimiento, pues perdió en ella el ejemplo mayor de la caridad, virtud y honestidad. Los años en nosotros iban desplegando las arrugas de la niñez, en mí para atender al servicio de mi padre y en mi hermana para que la honestidad la obligase a tanto retiro que no era vista de nadie. Vivía enfrente de nuestra casa un caballero, el cual tenía un hijo casi de nuestra edad, que desde el primer conocimiento de la razón nos habíamos querido con amable amistad. Perdonadme el que abrevie una historia tan larga como la mía, que, aunque el mal comunicado dicen que se presta alivios a sí mismo, en mí renueva las llagas de mi pena. Atreviose a mirar a mi hermana con intento de los que paran en infames fines, pues, a no ser así, padre y hermano tenía a quien poder hablar, pues él por su persona no desmerecía el sí para honesto empleo. Éste persuadía a mi hermana con todos los medios posibles, en quien halló siempre una resistencia honrada. Supe todo lo que pasaba de la boca de una criada de quien se quiso valer por medio del interés, pues amparado de ella intentó profanar el sagrado de mi casa: diome un papel, en que leí sentencia de muerte, fulminada por un ciego a los mandamientos de Dios, pues sus atrevidos caracteres ofrecían dádivas para vencer a aquel muro de la honestidad, y acababa diciendo: «Poco han de importar tus resistencias a mi mucho amor, pues es poderoso como su dueño».
      No pude sufrir desde aquel punto la fuerza que la razón me hacía en que procurase mi venganza, y así, guié los pasos en busca de mi enemigo; hallele en una casa de conversación y, al llamarle, noté que salía desafiado con otro caballero, habiendo sido la causa una suerte del naipe. Seguilos algo a lo lejos, y así que llegaron al sitio señalado, sacando las espadas, a los primeros tiempos que se tiraron vi que mi enemigo cayó en tierra de una estocada, y pareciéndome que mi afrenta se quedaba en pie si perdía la vida a manos de otro hombre que no fuese yo, me puse con brevedad a su lado defendiéndole de otra estocada que su contrario le tiraba contra el suelo, y viendo que a un hombre caído se le negaban hidalgas atenciones y que en un pecho noble no cabe acción tan desatenta, tomé el duelo por mío y, puesto casi encima de mi contrario, reparé un tajo que me tiró y, desviándole, hallando mi espada en buena postura y la suya algo desviada de la rectitud, le ejecuté una estocada tan bien guiada que fue bastante para añudar la lengua, sin poder pronunciar la última palabra de su vida. Perdió la vital respiración, y mi enemigo cobró la que tuvo cerca de perdida levantándose del suelo y viendo que el tiempo me negaba tiempo para mi venganza, procuré el salvar mi persona y que él lo hiciese, retirándonos a un convento de religiosos, dando cada uno aviso a su casa del suceso pasado. Sintiolo mucho el padre de mi contrario, pero el mío mucho más, pues sólo fue el aumentar penas a sus penas.
      ¿Quién creyera que a un beneficio tan grande como librarle de las manos de su enemigo y de los brazos de la muerte me pagase con un desprecio el mayor que imaginan los hombres? Sucedió que, algo receloso de mí, como reinaban en él tantas traiciones, mudó de retraimiento, y viendo que yo no salía del mío y que mi padre, impedido, no se levantaba de la cama, juzgando ejecutados sus torpes y atrevidos deseos, se determinó una confusa noche, escalando un balcón, llegar hasta el dormitorio de mi hermana, donde estaba ya recogida, y, atrevido cuanto desatento, sin atender a la vecindad de tantos años, amistad tan estrecha, deuda que me tenía y la principal, que negaba a las leyes de Dios, la despertó, amenazándola con la muerte si no consentía en su gusto. Ella, asombrada, dio voces, llamando a su padre y hermano y, defendiéndose con varonil valor, dio lugar a que Dios la favoreciese, pues como todo lo ve y en las mayores necesidades socorre a los suyos, permitió que, alentado mi padre, tuviese ánimo de levantarse fiado en el ayuda de un báculo, y, más breve de lo que le concedían sus achaques llegó a dar socorro a su querida hija, consiguiéndolo, aunque con grave daño de su persona.
      No hay animal, en cuantos la naturaleza crió, más atrevido, más ciego y pertinaz y perverso que el hombre, pues no hay cosa que le parezca imposible para lograr un infame apetito, y, compadecida de su ruina, la misma naturaleza le puso un despertador para que le avisase de las calamidades que le amenazan, pues los golpes que da el corazón del hombre en los sobresaltos y sustos no es concedido a otro ningún animal. Yo, que triste con el ausencia de mi amado padre estaba, me determiné esta noche de verle acompañado de un amigo español (que razón es llamarle amigo, pues examinado le tenía en mi retiro,  que enfermedad, prisión y ausencia es prueba de los leales). De éste me fié para que fuese en mi compañía, por divertir los latidos que mi corazón daba anunciándome las ruinas de mi quietud.
      Llegué a mi casa y, llamando a la puerta, preguntó un criado quién era, y, conociéndome en la voz, me dio franca la entrada con mucho gozo de verme. Agradecile el alegría que mostraba y, dejando a mi amigo a la puerta en forma de centinela, dije al criado no cerrase.
      Bien creí, así que subí el primer escalón, el hallar con quietud mi casa y que mi padre se holgase de verme, aunque ya llevaba imaginada la reprehensión, en fin, como de padre a quien amparaba la razón, pero (¡aquí de todo mi valor!) apenas subí el último escalón cuando oí que entre ansias y lágrimas pronunciaba mi padre estas razones: «¿Para qué me concedes la vida, mano atrevida, si dejas nublado lo cándido de estas honradas canas? ¿Qué te hice? ¿Qué ocasión te di para tal atrevimiento? ¡Ay, hijo querido! ¡Ay, Onofre amado! ¿Quién te llevara nueva de tanta amargura como tiene la congoja en que queda tu padre?»
      Así que acabó la última razón de las que he referido, vi que del cuarto de mi hermana salía un hombre diciendo: «Para que sientas y penes te dejo la vida, bulto caduco». No hube menester preguntar la causa, pues conocí a mi enemigo, a quien dije: «Onofre soy, Dios me ha guiado aquí sólo para castigar tu loco atrevimiento, pues aun con la muerte no has de satisfacer a tan grave ofensa como la que has cometido». Ofrecime con la espada desnuda y recibiome tirando un pistoletazo: pero a quien Dios guarda en vano se le oponen fuerzas humanas: faltole la piedra, bastante desengaño, pues aun las piedras sienten las alevosas intenciones, sin ayudar a quien las comete. Si el hombre falta a los mandamientos de Dios, ¿qué mucho que falte una piedra insensible para dar luz a su malicia? Soltola en el suelo echando mano a la espada, que así que la sacó le saqué la vida por la puerta que le abrió una estocada que le atravesó las entrañas. «¡Muerto soy!», dijo, a tiempo que vi a mi lado a mi amigo diciendo: «Antes moriré que dejarte». Soseguele,guiando los pasos adonde había oído a mi padre, hallándole en el suelo, que así que me vio me ofreció los brazos, diciendo: «Levántarne, hijo querido, que no te quiero preguntar quién guió tus honrados bríos para mi defensa, pues conozco que ha sido obra divina».
      Levantele del suelo y, aunque algo turbado, noté que echó la mano a la una mejilla y luego la miró. A quien pregunté qué era lo que hacía, y me respondió: «Admirarme de que tan presto hayas lavado mi afrenta, pues pidiendo sangre se había asomado al rostro con las muestras de lo que pedía». No hube menester oír más para volver adonde mi enemigo, triste cadáver, yacía y, sacando un puñal, le corté la atrevida mano. Y como el caso no pedía dilaciones, aunque pude llevar el cuerpo donde, cuando fuese hallado, no se supiese quién había sido el dañador, no quise sino que se viese castigada su osadía dentro de mi casa.
      Tenía mi padre una hermana monja en un convento de Nápoles, donde aquella noche se recogió mi hermana y donde después quedó monja con todo el dote que pidió el convento. A mi padre, en los brazos de mi amigo y los de un criado, llevé a mi retraimiento, y luego entre todos procuré poner en guarda la hacienda más importante y los dos criados, que, aunque no tenían culpa en lo que yo había hecho, bastaba el ser míos, y no era razón dejados en manos de la justicia, pues, contraria a la naturaleza del rayo, siempre quiebra su enojo en los humildes, no como el rayo, que busca lo más levantado y copetudo donde ejecutar su golpe.
     Pasó aquella noche, tan llena de tragedias para mí, y vino el día, donde, descubierto el caso, fueron tantas las diligencias de la justicia que vinieron a saber dónde estaba; y para sacamos a mí y a mi padre del retraimiento alcanzaron licencia del Virrey. Llegaron estas nuevas a mi padre tan de improviso que, hallándolo lleno de sustos y falto de quietudes, se apoderó de sus flacas fuerzas la muerte en espacio de veinte y cuatro horas.
      Enterrase en el mismo convento, y yo, acompañado de mi amigo y dos deudos suyos que, habiendo sabido mi historia, se ofrecíeron a mi amparo (acción, en fin, española), salí de el convento y fui hospedado en casa del uno, a quien debo mi libertad por entonces, pues no era posible salir de Nápoles por las prevenciones que para cogerme había. Pasó aquella primera riguridad y, ya más sosegado, ordené  el ausentarme de mi patria, pues no había otro medio más conveniente; y, despedido de mi hermana, en cuya compañía quedó la criada, pasé a Roma con el criado.
      Y a pocos días que pisé sus hermosas calles, en una conversación oí alabar la corte del gran Monarca de España, lo afable y cariñoso del trato y conversación de sus hijos, lo milagroso de sus templos y lo Real de sus calles y casas. Apoderándose en mí el deseo de verla, ordené mi viaje solo, sin el criado, que le dejé acomodado en Roma. Logrelo, aunque con hartos sustos y penas; que después de muchos días de viaje en el mar, habiendo pasado gran tormenta, viendo que nuestras vidas por perdidas se habían juzgado muchas veces, impensadamente nos hallamos en el puerto de Cádiz, donde, desembarcado, pasé a Sevilla y, pareciéndome bien, estuve en ella algunos días hallando amigos, que el que vive honestamente en todas partes los halla.
      Y una tarde que el demasiado calor convidaba a desamparar las casas por gozar de un fresco viento, salí al Arenal acompañado de dos amigos, y apenas le hube pisado cuando vi que dos hombres, así de palabra como de obra, habían maltratado a una mujer, la cual se vengaba con razones, propia acción de femenil brío; y como nos miraba atenta, como quien procuraba favor, volvieron a ella, renovándola el sentimiento a fuerza del dolor, y, pareciéndonos más cobardía que bizarría de varonil ánimo, los procuramos reportar con razones corteses; pero ellos, que la cólera que tenían les pareció la habían de ejecutar con nosotros como con la mujer, empuñando sus espadas, dijeron: «Excusada diligencia será vuestra defensa a nuestro mucho valor, y más conociendo el que sin duda os importa esa mujer».
      Acometiéronnos sin más causa; sin duda estaban ciegos, pues cualquier hombre lo está si se deja vencer de la pasión. No se meneaban mal, si los acompañara la razón, pues no hay escudo más fuerte para la defensa. El que a mí me cupo me tiró a los primeros tiempos una estocada sin acordarse de reservar fuerza para la ocasión, pues, arrojándose tras la espada, con muy poco desvío que hice en la mía se estrechó tanto que, alcanzándole con la daga, le pasé el pecho. «Muerto soy», dijo, a tiempo que el que lidiaba con mis dos amigos, abierta la cabeza, procuró aprovecharse de los pies.
     Fue nuestra fortuna corta, pues, habiendo salido aquella tarde alguna justicia de Sevilla a cierta diligencia y no habiéndola logrado, al volverse llegaron tan cerca de nosotros a tiempo del suceso, que, sin podernos ausentar, rendimos las espadas; que la obediencia a la justicia nació de pechos nobles. Fuimos presos, llevándonos a la cárcel, donde en un encerramiento pasamos harta pena, y mis dineros y joyas harta crujía, pues con  su favor, y el que mis amigos tuvieron por medio de buena gente que valía en Sevilla, nos minoró la sentencia su desapasionado tribunal en cuatro años de un presidio.
      Ofreciose viaje a Larache, por haber otras personas que llevar, y fuimos de los nombrados en esta leva. Entramos en él con brevedad por ser corto el viaje. Y como la fortuna es varia y, aunada con mi estrella, tomaba sus liciones, sucedió que una tarde, saliendo por leña ocho soldados y llevando de guarda veinte, nos asaltaron de improviso cincuenta moros cosarios, y, después de haber peleado algún tiempo con pérdida de ambas partes, nos rendimos diez hombres que quedamos a veinte moros que nos sujetaron a su forzosa servidumbre. Embarcáronse en una chalupa y, maniatados y maltratados, nos llevaron a Argel, donde en su zoco o plaza de mercados fuimos vendidos a público pregón. No fue mi suerte en todo mala, pues, aficionado de mí, me compró el presidente del Diván o Consejo, llamado Cení, en cuyo servicio estuve treinta meses, en los cuales no falté dos de su lado. Amábame notablemente, era entendido, ladino español, y dijome haberse criado en Madrid; y, habiéndole referido mi peregrina historia y el deseo que tenía de ver la corte del gran León de España, movido de mis justos deseos, me ofreció libertad en la primera ocasión que hubiese, diciendo que antes de muchos años permitiese Alá viese él la Puerta del Sol de Madrid. Cumplió la promesa que me hizo entregándome a la piadosa redención de los religiosísimos cuanto observantes mercenarios, en cuya compañía vine a este lugar, donde he encontrado con este amigo; de que doy mil norabuenas a mi dicha, pues he conocido en él grande amor a su prójimo y un discurso desinteresado, pues sólo le mueve la caridad y la pobreza, como propia.
      Muy gustoso había escuchado Teodoro (que éste era el nombre del padre de Laura) a Onofre, y, agradecido, le ofreció de nuevo que podía mandar en su casa como propia, a quien suplicó que, no siendo otro intento el suyo más de ver a Madrid, lo podía hacer en su compañía. Agredeciolo Onofre con muy corteses razones, y Teodoro, para que conociese lo agradecido que le estaba, ordenó que mudase de traje, y aunque se excusó lo posible, le vencieron los ruegos de toda la gente de la casa, que ya le habían cobrado amor.
      Cada día iba Onofre manifestando más claramente su afable condición, con que Teodoro se determinó a declararle su intento, que era el que se quedase en casa, y así, un día, en compañía de su esposa (habiendo reparado en los ojos de Laura, que, algo licenciosos, los permitía hiciesen reparo en el buen talle y corteses atenciones de Onofre), le dijo así:
      _Cierto, amigo, que ha días que batalla mi pensamiento con un empeño bien grande, donde forzosamente ha de haber juicio; y, habiendo conocido que vuestro entendimiento es capaz, me he determinado de haceros juez, para que sin pasión le juzguéis. Y por no dilataros el informe, es así: Un hombre de este lugar, de razonable poder, se ha obligado a otro por favores que le debe, siendo tales que los que confiesa son la quietud y la hacienda, y me alargo a decir que el vivir. Conoce este hombre que no es bastante paga a tanta deuda ofrecimientos ni agasajos; y así, entre las mejores prendas de su casa, una, la más estimada de todas (que también confiesa el debérsela), está determinado de darle, pareciéndole no tiene otra paga que equivalga a sus merecimientos. Y para esto os he hecho juez: determinad qué os parece; que lo que vos difiníereis ha de ser.
      Bien conoció Onofre desde el primero fundamento en las razones de Teodoro que en aquel juicio era juez y reo, y también la memoria le acordó lo que dijo Juanillo la noche antes haber surtido. Y, viendo tan buena ocasión, pareciéndole, para admitir tal prenda, no había necesidad de informes, pues la bondad es como la hacienda, que luego se conoce donde la hay; respondió así:
      _ Mi parecer, señor, es que sin saber muy seguramente el que sea capaz y merecedor ese hombre de la prenda que decís no se la déis. Y creed que os hablo como a dueño.
      _Examinado tengo  _dijo Teodoro _ el que la merece.
      _Pues si vos gustáis de eso _replicó Onofre _, por cosa vuestra es fuerza la trate bien, y, en siendo propia, la estimación es debida; y así, al dichoso que tal prenda aguarda bien podéis creer que las horas se le harán siglos.
      No hubo menester Teodoro oír más para levantarse y abrazar a Onofre declarando su intento más a la luz, quedando la esposa de Teodoro contenta, Laura gustosa y Onofre tan agradecido que se quería arrojar a los pies de Teodoro, que, dándole nombre de hijo, ordenaron las bodas con gusto de todos, ofreciendo a Juanillo el ampararle en cuanto viviese, y, abrazándole Onofre, le dijo:
      _Como amigo me has de tratar; que, en cuanto yo viva, seguro tienes mi amparo.
      Pues no era razón dejar en la calle a Juanillo el de Provincia, ni entre los sueños del olvido el Día y noche de Madrid.

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Periquillo el de las Gallinejas

DISCURSO VII.  

V

 

iejo de malicia envejecida, y maestro de las zancadillas llaman al tiempo, burlador de todos los hombres. Así es, y yo le hago jugador de tropelías. Planta su mesa en la gran plaza del mundo, lléganse a él todos los nacidos, saca una bolsa, en que dice que trae todos los bienes del siglo, los más simples, y golosos, se le llegan, los demás miran desde afuera: hace abrir las bocas a unos, y dice que traguen aquel dulce dorado: hácelo el simple, y hállase burlado, pues lo amargo le hace arrojar las entrañas. A otro le hace mascar riquezas, y que las guarde a boca cerrada, y a breve tiempo arroja espeso humo por boca, y narices. A otro le da colgaduras ricas, tan sutiles, que caben en un puño, y cuando desdobla para ver lo que le han dado, halla una mortaja, que huele a tierra corrompida. A otro le pone una corona, y al tentársela, sólo encuentra una calavera rasa, y sin pelo; pero le manda que calle, porque así caerán otros en la burla. A otro le enseña un libro, y en él pintados palacios, y casas de campo, dale a escoger una, y apenas la elige, cuando se halla metido en un ataúd, y a pocos pasos en la sepultura.

El notable discurso de Pedro batallaba así, mirando al mundo por defuera, diciendo, buen ánimo, y resistir a la inconstante fortuna. Campee la buena inclinación contra la rigurosa malicia; venza el arte a la imperfecta naturaleza, y sobre todo el entendimiento goce el mejor lugar.

Con esto, y alguna hambre, que ya picaba, se llegó a un hombre, que le pareció de bien, y le preguntó si acaso sabía de una comodidad para él, que leer, escribir, y contar, adornado de buena Gramática, tenía por padrinos. Mirole el hombre desde el tronco hasta la altura, y díjole, preguntando, que de adónde era, y cómo se llamaba. Satisfizo Pedro a todo, y el hombre, enamorado de tan buen lenguaje, y rostro, le dijo, que se fuese con él: hízolo Pedro, y llegaron a una casa grande, que entrando en su zaguán, subió un paso de escalera, y llamando a una puerta, le abrió una mujer. Entraron dentro, donde vio Pedro salas adornadas de colgaduras, escritorios, y sillas, diciendo así: Hijo, aquí es mi casa, aquí asisto, soy hombre solo, sírveme esa criada que habéis visto y vos me serviréis, pues venís a ello, andaréis conmigo, y asistiréis a lo que os mandare. Con esto hizo poner la mesa, que a Pedro le pareció mesa de Príncipe, según el adorno, y viandas, la moza las sacaba, y Pedro hizo el oficio de copero.

Acabó de comer, y mandó que fuesen ellos a hacer lo mismo, obedecieron, y la moza trató a Pedro muy bien. Comió lo bastante, y no lo demasiado, dábale vino, y escusose diciendo, no haberlo bebido en su vida. ¿Por qué? preguntó la moza, y respondiola así: tengo entendido, que siendo tan buena bebida, hace mal: mal bebida, y bien usada hace bien, respétola por la trasformación, y tómola por el poder: alábola, mas no la admito, puedo pasar sin ella, y sin ella quiero vivir para vivir: bien haces (respondió la moza) y cree, que mi señor lo estimará sobremanera, porque ama mucho la honestidad.

Con esto Pedro salió a ver si su nuevo amo quería algo, y hallole leyendo; pero aunque divertido en el libro, hizo reparo en que Pedro entraba. Preguntole qué buscaba y respondió, ocasión de servirte, señor; y lo que te prometo, que lo atento vive en mí, y así obro atento. No dirás jamás cedacito nuevo etcétera, que lo notable de mi discurso, me ha enseñado con tan espontánea voluntad las obligaciones que me corren, y el modo con que he de vivir en este cenagoso charco, que jamás verás en mí novedad, ni cansancio; porque a los olvidos los di de mano, así que naturaleza, adelantándose, me dio el uso: y así estimo a la fortuna esta alhaja, que otra cosa no la debo; pero reconózcome deudor hasta la muerte, que los bienes del siglo se acaban, y perecen, el entendimiento no, que el que le maneja, jamás prevarica.

Más estimo (dijo el amo) haberte oído, que leído este libro. No en balde negué la vista, y atención a sus caracteres, por darla a ti, y así siéntate, y pues publicas la obediencia, no repliques, toma asiento, y cuéntame tu vida hasta esta hora. Obediente Pedro, se sentó en el suelo, algo enfrente de su dueño, que atento le dijo: Toma otro asiento más alto, que ahí no estás bien. No haré tal (replicó) que aunque la fortuna me trastorne de aquí, no daré gran porrazo: además, que ya que te obedecí en sentarme, déjame obrar como quien soy, pues represento en esta farsa de la vida a un criado tuyo. Contó con esto su vida hasta la hora presente, sin dejar cosa que decir, y el amo todo admiraciones, no cesaba de mirarle, y contemplar tantas luces en tan pequeño hombre, y así con tan buena ocasión le preguntó lo siguiente.

En este libro que tengo en las manos, que todo él es apuntamientos discursivos, y preguntas sin respuestas, he hallado una, en que el autor pregunta a un discípulo suyo, ¿qué puede hacer la prudente arte del hombre? Y todo en confusiones enmudeció el discípulo, sin responder palabra. Pues yo con tu licencia (dijo Pedro) seré hablador, ya que aquél fue mundo, y así escucha.

El arte, señor, es un cumplimiento de la naturaleza; pues cuando Dios revistió al hombre la presidencia del mundo, le infundió el arte para que perfeccionase a lo natural ya criado, pues sin la cultura quedara grosera, y el desvanecerse naturaleza, es la causa parecerle haber criado otro nuevo ser más pulido, pues con el arte se perfecciona todo, y así el artificio es la gala de lo natural, y realce de su belleza. Y vemos, que un cultor villano entra en un páramo lleno de malezas, cuyas flores, y frutos son abrojos, y con el arte le perfecciona, cultiva, y labra, haciéndole parecer un Paraíso, más lleno de flores, que el mismo deseo advierta; pues si esto es así, vamos a otro lugar más real. Con un poco de tierra suele el arte del hombre pintar tantos prodigios, que la misma naturaleza se confunde, ¿qué hará de puertas adentro el hombre con su prudente arte? Un sueño te he de representar, y así haz cuenta que soñando hablo contigo, y dándome licencia, verás en mi pintura perdidos, y ganados, originado todo del arte, y discurso.

Ves allí, señor, un hermoso palacio del príncipe mundo, por cuyas puertas, si atiende la vista interior, verá entrar muchos jumentos, unos con albarda, y otros sin ella: mira el agonía con que entran echando unos el hocico sobre las ancas del otro, ya están dentro. Atiende, que ya salen hechos hombres: esto no lo hizo Circe: la medra que toparon dentro, ha sido causa. Hallaron riquezas, y el arte los enseñó a robar. Atiende, que en cuanto a la hacienda, salen hechos hombres, al parecer de los que los ven; pero mirados por de dentro, aun más bestias están ahora, que cuando entraron, porque entonces los asistía la inocencia, y ahora el arte los llenó de malicia.

Mira aquel que entra ahora. ¿Qué ves en él? Dirás que un cuervo. Así es: pues aguarda, que ya sale al parecer de los ojos que le miran, hecho paloma, ya le nombran todos así, ya se fían del todos, como le ven tan otro, ya vuela su fama, ya va medrando, ya le buscan, ya le acomodan, ya le levantan hasta más no poder; pues mírale ahora por la parte de adentro, mira qué grande hiel que tiene. ¡Jesús qué novedad en semejante ave! ¿Quién tal creyera? La cordura (en su retiro) a estos tales, que ayer subieron de cuervos a palomas, les dice así: hipócritas palomas, jamás lo seréis cándidas, ni yo os tendré por palomas sin hiel. A éstos el arte los sacó de las malezas de cuervos, y con lo sutil de su ingenio, hizo parecer palomas, pero la ambición usurpadora jamás los quitó la hiel, que con ella ninguno es cándido.

Mira ahora la tropa de liebres, que entran, qué llenas van de miedo, cómo corren, ¡Jesús qué ansia!, a pisar las puertas de la sabia arte: ¿qué intentarán estos animales? Ahora lo verás: ya salen, mira cómo mudaron la forma, ¡oh cómo se han aprovechado del arte! Ya parecen leones, y lo son. ¡Jesús qué diferencia! ¡Su lado los puede dar el mismo príncipe; notable mudanza! Esto se debe al arte, y al discurso: hombres humildes, que se aplican, y se desvelan por saber, y arriesgándose, se vuelven otros de lo que eran, cuando no eran, honesto desvelo, a quien se deben premios, todo lo puede la prudente arte del hombre.

Mira quién entra. ¡Ay qué fiereza! ¡Qué cosa tan espantosa! Parece que ha heredado el horror del infierno; y qué señor, y majestuoso, que pisa el umbral de los palacios. ¿No le ves? Un tigre es. ¡Notable riguridad! ¿A qué irá este animal, tan llena de riquezas su piel?, que las riquezas del mundo todas son manchas. A estudiar va las artes de bien vivir, y a sutilizar el ingenio; déjame atender a él, que cada ojo parece un volcán de fuego, y la boca el mismo infierno: ¡qué espantosas uñas, enseñadas a desgarrar caudales ajenos! ¡Qué temerosas garras, y qué notable gentileza, aunque entre amagos de ira! Atiende señor, que ya sale: ¿Qué ves? No sé ¿Es éste el que ahora entró? Sí, pues sólo veo un cordero humilde: ¡notable mudanza! Mayores las hace el arte, y la prudencia, pues tan aprovechado sale en ella: ¿qué mayor aprovechamiento, que de la misma fiereza, y soberbia, volverse toda la humildad? Esto es aprovecharse el hombre de el arte, y el discurso.

Atiende, señor, mira a las puertas, que ya las pisan gatos, y perros; ¡oh qué infernal chusma! Golosos acechadores, y mordedores rabiosos. Oh, pobre casa, ¿qué harás con semejantes animales? Pero notable fuerza del arte prudente, todo su ser mudaron a la vista de su señor, los perros le besan el pie, y los gatos le arrullan, y se estriegan entre sus piernas. Quejosos y hambrientos venían, enseñados a arañar, y ladrar; pero ya lo dulce del arte los ha perficionado; ¿qué no hará el aprovechamiento?

Mira ahora la multitud de habladores papagayos, y tordos que entran: ¿a qué irán? ¡Válgame Dios, y lo que hablan! ¿Qué tratarán? ¡Nada, que los muy habladores, qué pueden tratar? Pero atiende a la fuerza del arte, mira cómo van saliendo hablando a tiempo, y sin él callando, el que hablen poco, y a tiempo, no me admira, que la fuerza de el arte todo lo puede; pero que les haya enseñado a callar, me espanta. Qué no hará el arte, y fuerza del querer? por amor de Dios que traigan a esta escuela a las mujeres; pero dejémoslas con su oficio, y atiende.

Mira lo que entra, qué máquina de chisgarabis, cascabelitos, ratones con dijes, figuras de tapa de espejo, trastos de escaparate, títeres, y hombres de borra; ¿a qué irán, a mudar de ser? Pero sólo van por curiosidad a ver el arte: así fue, mira cómo salen ya, que semejante gente, todo lo hacen entrada por salida. Jesús,¡ qué habladores que vuelven, qué entendidos a su parecer, y qué mal parecer que sacan! Esto es buscar el arte por curiosidad, y no por provecho; peores han quedado éstos, pues el arte los ha enseñado agudezas, para tener más que parlar: no hay más remedio que a tal gente les pongan demanda las hembras.

Pero mira lo que va enderezado al palacio, mira qué monos, cocos, escarabajos, y lechuzas: bueno va el curso, pero repara, que ya salen todos hechos ángeles. ¡Ay qué mirar tan majestuoso! ¡Ay qué rostros, qué talles, y qué hermosuras! Los albedríos roban: ¡ay de mí, que el arte, y el discurso lo puede todo! Pero has de perdonar, señor (prosiguió) y sólo te pido mudemos de conversación, y dé fin el cuento, que temo que acudan tantas mujeres fieras que hay, que no nos podamos averiguar, y pues basta la pintura hecha, para respuesta a la pregunta de lo que puede el arte, y el discurso, cese el sueño.

Cese Pedro (respondió el amo) pero no cese mi admiración al oírte: ¿quién eres, que así sabes discurrir, y dar sazón a las cosas? ¿Quién te ha enseñado tanta luz? El arte, (respondió) el tener el discurso desembarazado del ambición, y haber propuesto de no pisar sus umbrales. Envidioso te seré (dijo) en cuanto viva, y en ese tiempo te ofrezco el amparo como a hijo.

Agradecido Pedro, ofreció el servirle fiel, y atento, que no quería más premio que un humilde adorno, y así lo demás. Salieron con esto fuera los dos, y a breves pasos oyeron a la puerta de una casa a dos hombres, que batallaban sobre si el Cisne cantaba, o no, cercano a la muerte. Detuviéronse a la reñida pelea, y el amo preguntó a Pedro, qué sentía de aquella cuestión? y respondió así: Yo jamás he visto hombre que los haya oído cantar; pero lo que podré decir, que es un ave cándida, y los que lo son, dicen siempre las verdades, y así puede ser que este ave la diga a la hora de la muerte, medrosa en su salud, por lo mal oída que siempre es: y como en aquella hora ya no hay qué perder, pues la vida está pisando el umbral de la muerte, puede ser que en forma de cantar, hablen la verdad, diciendo: Mirad que hay muerte, pues toda esta hermosura, y candidez está agonizando, y por eso se dice, que los grandes hombres desbucharon, y dijeron su sentir cercanos a la muerte, cuando ya están calzadas las escuelas para el viaje, tan cierto, como olvidado.

Muchas admiraciones causaba el discurso de Pedro, que no hay más saber, ni más tener, que un buen natural, adornado de arte. ¡Oh con cuánta razón (dijo el amo) se llamó el rostro fácil!, pues él mismo está diciendo las grandezas del corazón. Tu rostro, amado Pedro, dice tu saber, y tu discurrir. Vamos, que el tiempo dirá lo que yo te estimo.

Guiaron una calle arriba, donde vieron una mujer muy vieja, y muy fiera, que iba cojeando, y seguida de infinita gente. ¿Quién será esta buena mujer?, preguntó el amo a Pedro. Y respondiole: Ya tú le das el hombre que todos: llámasla buena, y es la más mala de el mundo. Esa que ves, es la mentira. ¿Pues cómo es tan vieja? Porque ha infinitos años que nació (respondió.) ¿Cómo es coja? Porque la pueden alcanzar todos (dijo.) Pues echemos por otra calle. Bien harás (dijo Pedro) que esta maga hechicera deseada, es toda infierno, y alcanzada, penas, y congojas. Ves aquellos noveleros, que la siguen, pues son al parecer gente honrada; pero no de bien; son la ignorancia, la malicia, la necedad, males, desdichas, pesar, vergüenza, arrepentimiento, jamás ejecutado; perdición, confusión, desprecio, embuste, embeleco, enredo, y todos son amados en esta era; y estos traidores tienen desterrada a la verdad. Pues cómo la has conocido (dijo el amo.) ¿Cómo, señor? (respondió.) ¿Pues hay cosa que traiga más señas para darse a conocer, que la mentira? El que la usa, se fía de la memoria para mentir, y es la que primero le falta; el color del rostro se le ausenta, tiembla, y tartamudea, quiere echar por el atajo, y queda atajado, y caído; pero no en la cuenta de su perdición. Cúbrese de vergüenza, y a breve rato queda tan desvergonzado, y más que antes. Huyen de él los hombres de bien, y al verlo, cree que lo hacen de envidia y miedo; con que aun en sus propios créditos se miente, y jamás sale del babel de su engaño, y confusión de la mentira.

Mucho sabes amado Pedro (dijo el amo), te miro y te admiro. Mal mundo pisa para medrar, quien tanto sabe. ¿Pues qué mas medras quieres (respondió) que saber huir sus ofrecimientos? Sus medras no son más de una mortaja. Sus ofrecidos bienes humo.

El hombre, señor, con la nobleza de su albedrío, yerra su fin, pues desatinado le olvida, sin conocer lo frágil de su ser. Por eso eternizaron con letras de oro, en tiempo de Biante, aquellas palabras. Conócete a ti mismo. Este es el yerro más establecido en el mundo, y sólo priva la ignorancia, tan sembrada, y tan nacida, sin que haya quien la arranque de la tierra: y si alguno la corta, es tan sin cortarla, que cree que sabe, y ignora, que no sabe, sin advertir que no advierte.

Verás un tonto, presumido de discreto, que de tablilla, digo de memoria, sabe cuatro dichos agudos, y ya solemnizados, y en cualquiera ocasión los juega, sin salir un paso más, y cree que Séneca fue rapaz para con él.

Verás un letrado, todo voces, sin jugo, con más hambre que letras, más enamorado de Palas, que de Atenas, que jamás conoce, que le conocen lo rollizo de su entendimiento.Verás un Caballero, digo un hombre a caballo, con sus lacayos, a quien jamás llegó el conocimiento de quién es, ni Cortés llega a descubrir las Indias de su cabeza, que no repara en que los que le miran, reparan, ni cree que los otros creen, que es hijo de Mari Hernández; y con más clara soberbia, que sangre, pasa, y vive, envidiado sólo de los tontos menesterosos; y a este paso ninguno se conoce, y muchos se desconocen con el tener, pues se hacen temer.

DISCURSO VIII.

M

 

uchos males causa el poder, se labra despeñaderos, y se confunde en lastimosas simas. Por eso los hombres sabios, a quien naturaleza adornó de bienes temporales, y conocimiento de los espirituales, huyeron las Cortes, y se fueron a vivir a las soledades, donde la quietud adelgaza el ingenio. El arroyo, que entre las guijas se queja, enseña. La fiera, con su bramido avisa. El ave recuerda, y las plantas dicen lo que había de decir el hombre, pues le representan avisos perecederos cada noche, en el confundirse, o amortajarse entre sus hojas.

Canta el ave dulcísimas canciones al alba, peina sus alas, y pule su pico, y cuando más hermosa se cree, alaba a Dios.

La planta, y flor bella, a quien la noche enseñó a llorar con su rocío, desencogiendo los brazos de sus hojas, los endereza al cielo, y juntándolos puntas con puntas, aguarda la providencia de Dios, pues con el calor del hermoso planeta, abre, y arroja la fragancia de su color, y olor, para con aquel incienso alabar a su Criador. El pez, y la fiera, cada uno en su modo, tienen lugar de dar laudes a quien los crió.

Pero en las cortes, donde el bullicio es ambición, el vivir, anhelar, y el aspirar perdición, no hay lugar para cosa. Y para darte (prosiguió Pedro en este laberinto de Corte algún desahogo, escucha la fábula sentenciosa del ave, pez, hombre, y fiera.

Hallábanse presos, cada uno en sus cadenas, y ante Júpiter presentaron sus quejas. Tomó el primer lugar el hombre, y dijo así.

Suprema deidad, mi esclavitud, y sobra de lágrimas, que de acordarme de mi libertad derramo, me hacen quejar, y así digo, que es verdad, que soy querido del Príncipe, y Señor, que me ha dado la privanza, que soy envidiado, buscado, asistido, regalado, y estimado; pero me cercan penas, cuidados, desvelos, atenciones, sustos, miedos, y una perpetua esclavitud, pues no tengo hora que pueda decir que es mía. Soy hombre de bien; desvélame la asistencia, desvélame el menesteroso, el afligido, la viuda, el soldado, y el pobre. Cáusanme desasosiegos las calamidades, carezas, muertes, robos, hambres, desdichas, penas, y lágrimas.

No quiero privanzas, pobrezas quiero, con ellas estaba quieto, y descansado, dormía, y tenía lugar para todo, sabíame bien el pan, y queso, el ajo, y la cebolla, ahora me enfada todo, pues con esclavitud, sólo el hombre sin obligaciones engorda, y duerme, que el que las tiene, enflaquece, y vela.

Oyole Júpiter muy atento, y preguntole, si tenía el discurso que entonces mostraba, cuando entró en los palacios del mundo. Respondió, no; pero creo que por saber qué cosa era, y a qué sabía, lo hubiera hecho con el que hoy tengo: mas ya, como experimentado en el mar de congojas, y aflicciones, pretendo hacer dejación de tan arriesgada vida. En fin (dijo Júpiter) que tú eres de aquellos en quien entra tarde el conocimiento, y el discurso, y el deseo de ser los lleva a las prisiones. Pues en castigo de tu culpa, quedarás a lidiar entre tontos, que no hay mayor castigo para un entendido.

La fiera se quejó, diciendo: Yo, deidad soberana, me veo servida del hombre, asistida, y regalada, sin la zozobra de matar para comer, y ensangrentar mis garras. Hoy vivo quieta, pues a mi choza me lo traen, y allí van a verme; pero sólo lo que un niño me dijo, me ha dado causa para quejarme, pues fueron estas palabras.

Tú, rey de las campañas; tú, temido del hombre, te ves sujeto al hombre, pues aguardas a que te traiga el sustento: y habiéndote visto señor de las selvas, hoy preso en tan corto espacio, que sobre tus mismos excrementos comes, ¿a qué aguardas? ¿Quieres seguir la bruta tema del caballo, que por el mísero regalo se deja atar, cargar, vendar los ojos, y golpear públicamente con una vardasca, sin conocer, que en viendo el hombre que no le puede servir, le arroja de casa? Deja tanta prisión, que más vale comer cardos, y abrojos, que no caperuzas sobre los ojos. Preguntele al niño, que me declarase lo de cardos, y abrojos, y prosiguió así.

Topáronse en la campaña de los ratones solos, que fue harto que no hubiese gatos por allí cerca. El uno era negro, y muy gordote: el otro descolorido, y flaco. Admirado el negro, le pregunto: ¿Qué hay compadre? ¿Qué cara es ésa? ¿Qué figura es la vuestra? ¿Adónde habitáis, que así os veo? ¿No os espantáis de ver mi aspecto, y lucimiento? El pobre ratón flaco, dijo: Sí por cierto, compadre; pero mi fortuna es corta, ¿que queréis? ¿Qué he de querer? (respondió el negro) que seáis para más. Andad acá conmigo, que yo asisto en un molino, donde me sobra regalada harina, y hermoso grano; dejad selvas, y retamones, que en mi habitanza no hay peligro, porque falta gente de uña. Con esto guio uno tras otro.

Pasados algunos días, que con famoso desenfado vivían los ratones, el molinero se mudó al molino, con toda su casa, y familia, y entre otros trastos llevó un gato, de aquellos hambrones, que no desechan ripio: dio vuelta a toda la vivienda, examinó los agujeros, y tomó olfato de sus moradores. Vio un día el señor gato la desvergüenza, y descaro con que salían los dos camaradas a comer la harina, que determinado, y puesto en espera, al salir el negro le tiró una manotada, y no acertándole, como sabía la casa, huyó, y puso en salvo. Salió el flaco, tirole una guantada, y alcanzole en la cabeza, derribándole todo el pellejo sobre los ojos, y como no sabía la casa, en lugar de su agujero, tomó la puerta, dando en el campo, donde quedó libre de las fieras uñas del gato. Pasó sus dolores, y curose. Después de algún tiempo, casualmente se volvieron a encontrar los ratones; y el gordo, y negro le dijo, ¿qué hay compadre?, ¿es buen término el vuestro? Por cierto que me dais buen agradecimiento de haberos llevado a casa llena, pues me pagáis con un desprecio, y ausencia: si fue la causa el tropiezo del nuevo huésped, huir como yo, que entiendo toda jerigonza. Amigo, y compadre, (respondió) yo soy muy dócil, y no entiendo traiciones, ni jerigonzas, y así no quiero vuestra vivienda, promesas, gustos, o regalos con tanta pensión, mis selvas, y campos me bastan. Más quiero comer cardos, y abrojos, que caperuzas sobre los ojos. Esto me dijo el niño: y así deidad suprema (prosiguió la fiera) mi libertad quiero, no el regalo cortesano, con tanta pensión, sujeto al gusto del hombre, y preso continuamente.

Siguiole el ave, y sus quejas fueron: No negaré gran señor, que hoy me hallo regalada, y querida, pues desde el cáñamón, y alpiste, hasta cuantas frutas, y carnes hay, como, y siempre bebo cristales, que el hombre me limpia la vivienda, y en tiempo de frío me saca al Sol, y arropa, que no es posible desear más en cuanto al regalo; pero todo es en una estrecha prisión, sin salir jamás. Cuando yo asistía en los campos, saltaba de mata en mata, volaba de un árbol a otro, gozaba de todo con libertad, ésa te pido, la soledad quiero, no la pensión de un perpetuo encerramiento, entre la prisión de unos hierros.

Siguiole el pez, y levantando la frentecilla de plata, dijo así: Señor a ti me quejo, y pido libertad. Hoy me veo en la cárcel de un estanque, que aunque es verdad que tal vez me ceba el hombre con regalado pan, suele algunas ser amasado con engaños, fabricados de su dañado corazón, que aunque me cautivó, con la palabra de que sólo para su divertimiento me traía, cuando se le antoja, se vuelve villano, y con unos hierrezuelos que fabrica, me echa mordazas en la boca, por que no me pueda quejar: mi anchura, y desahogo quiero, mi libertad pido, sácame del poder de una fiera, que con libertad cualquier bocado es sabroso.

Después de haberlos escuchado muy atento Júpiter, los previno, que la corte era amada, y la soledad no para todos. No importa, replicaron todos, que ya hemos experimentado las persecuciones de la infidelidad, y la malicia, la falta de verdad, la sobra de embeleco, y la mucha necedad presumida. Si en las cortes hay mucha cultura, en las soledades hay bondad: si aquí hay puestos, allá hay mucho lugar: si aquí hay empleos, allá sobra tiempo: si aquí se pasa, allá se logra, aquí se acaba, y allá se vive, las soledades amamos, y las Babilonias aborrecemos.

Dese traslado al hombre, como a rey de lo criado (dijo Júpiter) que otra deidad más suprema le dio esta potestad: desconsolados se volvieron la fiera, el ave, y el pez; y al hombre con una petición que dio, se le concedió su libre albedrío, para que hiciese su gusto. Y así, señor (prosiguió Pedro) ¿quién es el que no ama la soledad, pudiendo pasar en ella? ¿Hay mayor esclavitud que la vida de corte, pues miradas sus luces, son llamas espantosas, que forman un volcán? Apenas amanece, cuando ya es todo penas el día, la mañana vuela ligera, el mediodía todo es prisas, y la tarde es toda pesares: apenas hay hora en toda su carrera. De la noche que fue dedicada para el descanso, se hace día, todo es prisa por vivir, y más aquellos, que tienen dependencias en los Palacios. Aquel agonizar por que amanezca, aquel asistir, aquel malograr, aquel desear otro día, creyendo que será mejor, y de este modo llega el último, sin saber cómo, o quién le trajo.

Los que no tienen dependencias, salen de casa, pisan la calle, hallan amigos, y sobrados entretenimientos, la vista se engolfa en aquel suceso, apenas pasa, cuando se ofrece otro, vuelve el hombre en sí, ya es medio día: ¿en qué se ha ido este día? ¡Válgate Dios por día, que parece que amaneciste ahora! La flor de la vida, y la flor de el día, pasa de esta suerte en las cortes, todo es ambición, logro, engaño, envidia, y traiciones, no hay amigo para amigo. Juan fía un secreto a Pedro, y Pedro le publica, ausente de Juan, y así se pierden honras, haciendas, y vidas. En fin, bien se llaman Babilonia las Cortes, porque en su confusión tropezada, y aun atropellada, no se entienden unos a otros. Las soledades del campo, no te alabaré, ni pintaré su quieta habitación, sólo diré, que es un remedo de la gloria, y el bullicio de las Cortes, un dechado de el infierno.

Atento había estado el amo a todo el razonamiento de Pedro: mirábale a todas luces, y en todas le hallaba uno: y buscando buena ocasión, en una salida al campo, le dijo así: Ya habrás conocido, amado Pedro, lo que te quiero, y estimo; pues sólo por tu discurso he fiado de ti toda mi hacienda, sin más conocimiento. Señor (dijo Pedro) muchas veces te miran mis ojos, como corridos, y avergonzados, pues conozco, que no equivale lo que te sirvo, a lo que por mí haces: tú me vistes, y sustentas, y recoges en buena cama, que no tendré que envidiar jamás, estando en tu casa; y así, en cuanto vivas, tendrás en mí un esclavo. Pues Pedro (prosiguió) yo ni tengo pariente, ni deudo de mi parte, y ya has visto el adorno de la casa, que vale muchos ducados, y que dinero no falta: de todo has de ser dueño, con tal, que has de dar la palabra de guardarme secreto, que el llegar a fiarme de ti, ha sido por conocer tu discurso, y buen natural. Así lo juro, y prometo, dijo. Pues en fee de esa palabra (prosiguió) sabrás que yo busco la vida en la forma que oirás. Yo tengo cuatro criadas, que me sirven de todo, aunque al presente no has visto más de una: yo he cobrado fama de hombre virtuoso, y rico. Acomodo estas criadas en buenas casas; y cuando se desgracian, tienen la mía segura, y cuanto han menester. Estando acomodadas, todo cuanto pueden adquirir de las casas donde asisten, me lo dan de noche por las ventanas; y como para estos ejercicios un hombre solo no canta, ni llora, quiero que me acompañes a estas funciones, que verdaderamente son para medrar, y pasar con lucimiento, como lo ves, pues bien podía yo sustentar criados; pero para estas cosas no de todos se puede fiar un hombre; y así, de noche saldremos juntos, y en las ocasiones que se ofrezcan guiarás a casa con lo que yo te diere, que pues he conocido que no eres tonto, bien podrás seguro pasar por las picas del mundo: y siempre que a casa fueres, no has de entrar por la puerta principal, si no es por la puertecilla de la callejuela, que no en balde vivo en la casa que ves. Ya sé, Pedro, que tu respuesta es la obediencia, que un mozo, que tiene los principios que tú, no va a perder nada, sino a ganar. Tú andarás como si fueras hijo mío, de suerte, que te envidien los que te vieren.

La reñida batalla, que ocasionó esta relación en los sentidos, y potencias de Pedro, en otra ocasión se dirá. Sólo haciendo de las tripas corazón, sin mudar semblante, mostrando algún contento exterior, respondió así. Cosas de más riesgo creí siempre que querías fiar de mí. Eso, señor, es todo niñería, para lo que yo te debo; y así, desde luego te ofrezco mi ayuda, con el asistencia que verás.

Oh amado Pedro! (dijo el amo) qué bien has andado, pues de hacer lo contrario, ya una vez descubierto el pecho de tu amo, corriera peligro tu vida; y así, bien puedes creer, que tengo de fiar de ti mayores empeños. Bien puedes, señor (respondió) que yo no tengo qué perder,  ni a quién agradar más que a ti. Pues de ese modo, Pedro (prosiguió) un lance tenemos entre manos bien grande, en que hemos de salir medrados, y es, que en casa de un mercader de lonja, de los más ricos de este concurso, tengo mucha conociencia, y me estiman sobremanera. Allí he de acomódate, que estos días ha faltado otro mozo, por habérsele llevado sus padres, y sé que andan buscando. Brava ocasión, Pedro. Allí es casa llena de mercadurías; sin riesgo se puede meter la mano: no hay sino buen ánimo, y cuidado con lo que aquí quedá tratado, que lo contrario será gran riesgo. Señor (dijo Pedro) lo dicho dicho. La palabra te vuelvo a dar del secreto, y ayuda en servirte. Pues hijo (replicó el amo) manos a la obra, vamos a casa para haceros al punto un vestido, para que con ese rostro le adornéis, y medremos.

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DISCURSO IX.

C

 

on grandes lamentaciones, todo cubierto de luto, presentó sus quejas ante Júpiter el escarabajo, diciendo: ¿Cómo, suprema deidad, se consiente, que yo, a quien naturaleza adornó con traje gran señor, y tan respetado, pues desde la uña del pie, hasta la calva visto negro adorno, me vea ultrajado, y abatido, viviendo en lobregueces, y humedades, y lo más ordinario, entre los excrementos de los establos?

Justa queja es la tuya, dijo una cochinilla, y arrimándose a él, fue a tiempo tan fatal, que entrando un hombre a ciertas demandas, los puso la planta encima, y mató. Que el escarabajo muriese, fue justo; pero la cochinilla, ¿por qué? El escarabajo quería ser ladrón de la honestidad, pues a sus sombras aspiraba a mayores puestos; pero ¿quién la metía a la cochinilla en hacerse encubridora de desatenciones? y pues lo intentó, muera al lado de quién fue la causa.

En el camino que había hasta su casa, se acordó Pedro desta fábula, tan inquieta al alma, que habiendo dado aviso al corazón, ya tocaba asaltos la pasión, con tan repetidos golpes, que casi inquietaban la atención de su dueño; pero esforzándose lo posible, aguardó ocasión.

Qué propio es de la inocencia no hacer reparo en culpas exteriores. Ya Pedro, con las luces de la intención de su amo, y dañada resolución, atendió con más cuidado, y vio en las acciones, que se adelantaba, con la confianza de la palabra de Pedro, a tratar a la criada, como a substituta ama. Buena escuela (dijo entre sí Pedro) déjame discurso, que atropellas la cordura con tu misma cordura. Ya María, ya Pedro es de los nuestros (dijo el amo) ya no hay que andar a escondidas, que de tanta docilidad, y discurso, ¿qué se podía esperar menos? La tal criada, muy alegre, fue a abrazar a Pedro, a cuyo arrojo dijo: Detente, señora, que por tal te tengo ya, lo que antes como a criada te miré. Detén semejantes acciones, y mándame, que obedecer me toca a mi señor, en lo que fuere su gusto. Era ya hora de comer, y después de haber acabado, le dijo su amo a Pedro: Vamos a buscar de qué vestirte, para que según te vieren, te estimen en la casa adonde has de ir.

Con esto salieron a la calle, y Pedro se hacía ojos, buscando ocasión de huir de tan infernal hombre. Consiguiolo fácilmente, pues deteniéndose el amo a hablar con un hombre, cogió Pedro una callejuela abajo, y le dejó para siempre, pues sin parar, ni cesar de un buen paso, dio en el campo, caminando toda aquella tarde, y todo el día siguiente, hasta que el cansancio le obligó a sentarse sobre una peña, dando audiencia a su discurso, que le atormentaba.

¿Quién creyera, que debajo de tan buena capa como la de mi amo había de hospedarse tan inhumano corazón? Tan buen discurso, tan buen personaje, tal agrado, tal aplicación a los libros ¿encubrían a un ladrón? ¡Ay de mí! ¿De quién se fiará Pedro? ¡Qué fatal hora fue para ti el incendio de tus padres, y el fin de su vida mucho más, pues a su calor podías haber descubierto modo de vivir, y sustentarlos, pues sus liciones daban hartura! ¿Qué haré? Que aunque el discurso me enseña, la cortedad me embebece. Pero reparando bien, señor Pedro, bien podía asistir a la elección de su amo, y acomodado vivir bien; pero la palabra con que vuesa merced entraba, ¿cómo había de dejar de cumplirla? Y si lo hacía, a buen riesgo se ponía; y si no, buen laberinto había de tener cada instante, sin valerme el puedo, o no puedo. ¡Oh hipócritas malditos! Hombres al parecer honrados, mas no de bien: ¡oh ambición! ¡Oh desdichado modo de vivir!, pero pues el entendimiento penetra lo por venir, no será bueno dar fin con este mal amo, para no tenerle en la memoria? Bueno será, pues vaya.

Empecemos con un refrán. Tantas veces va el cántaro a la fuente, que deja el asa, o la frente. La continua falta de trastos, y otras cosas, que se sentirán en algunas casas de las que albergan a las mujeres de mi amo, será causa de que con quietud, y silencio, hechos Argos los mismos que descuidados dormían, espíen a la gente menor, y descubran la polilla entre la ropa blanca, y limpia: lo discursivo del entendimiento, es penetrante, y vuela hasta el cielo: no faltará en alguna casa un curioso que haga reparo, y diga: Tanto perejil de Fulano, y tanto cuidado con esta criada, no fuera mucha novedad el que estuviese atenido a lo que ella le da, en verdad que sí, que sin juro por renta, tanta caballería, mal huele. Pues cierto que se perdiera poco en dar cuenta a un alguacil de bríos, y que le registrara la casa.

Comunica este parecer con algún otro, a quien se han echado culpas de algunas faltas, y oyendo el pensamiento, dice: Esto, así es verdad, como el Sol alumbra de día. El mundo es fuerza que haga de las suyas, que haber firmeza en lo mal ganado, no fuera razón, cuando lo bien ganado perece en un proviso. Con facilidad hallan un ministro, danle cuenta del caso, señálanle algunas prendas que han faltado, y llamando a la memoria, se da una palmada en la frente, y dice: Amigos ¿qué decís? vive Dios que ese hombre, llevó a una casa de un amigo mío otra criada, y que después que sirve en ella, han faltado infinitas cosas, y jamás han querido hablarla palabra, por respetos de ese hombre, diciendo, que cosa venida por su mano, no había de hacer ruindades; y así id con Dios, que a su tiempo nos veremos.

El ministro, nada descuidado, busca un escribano, y aguardando buena hora, van a la casa del tal señor, hállanle comiendo: pregúntalos a qué van, o qué se ofrece. Responden, que no es cosa de cuidado, y así que coma sin susto.

Si un hombre de bien, y honrado tiembla al ver la justicia, aunque conozca que no tiene causa, ¿qué hará uno con tantas, y tan infames? Perderá el color, y el pulso, irá a tomar el pan, y el cuchillo, y caerásele el cuchillo, y el pan: tragará más saliva que manjares, quitaránsele las ganas del comer, y olvidarásele el brindarlos, y todo turbado, atropellando con la servilleta, y asiento, se levantará de la mesa.

Ya no hay tontos ministros, que cualquiera sabe cuántas púas tiene un peine, y esto es sin comprarle; y así al instante conocerán su culpa en su mismo rostro, que así lo dijo él mismo, que el rostro con razón se llamaba faz, que dice lo que hace el corazón. Los ministros, con el cuidado de las puertas, y las personas, le dirán a lo que van, y que perdone, que son mandados; pediranle las llaves, y al darlas, conocerán en su turbación su delito, irán abriendo, y hallando muchas cosas, que irán parlando, tratarán de embargar, conocerán en él, y su criada, o criadas, que quieren liarlas, y buscando una silla, hará caminos a casa de tía.

Darase cuerpo a su causa, por medio de un juez, reconoceranse prendas, pondranle a que cante, entonará como un jilguero, prenderán las otras criadas, y hará una procesión de ramal, al son del psalmo, de quien tal hace.

¡Oh pobre Pedro, acomodado en casa del mercader! Pero aquí de mi discurso. ¿Acaso faltaba la razón natural? ¿Habíanse olvidado por dicha aquellas primeras doctrinas de los virtuosos que me criaron? ¿No tenía ya el entendimiento, la memoria, y la voluntad en este alcázar del alma, y corte de sus potencias? ¿No se ostenta el espíritu en este puesto superior de la cabeza? ¿Ésta no me mostraba el riesgo a la vista de sus dos luceros? ¿Mis ojos no son miembros divinos, llamados así por boca de Galeno? ¿No saben revestirse de Majestad, y avisar al alma de lo venidero, en imaginaciones, y especies? ¿No saben asistir en todas partes, señoreando en un instante todo el hemisferio? Así es; pero ¡ay de mí!, que aunque todo lo ven, no se ven a sí; pero en esta ocasión sí hicieron, pues se reconocieron perdidos, y me avisaron del daño.

¿No tengo yo dos oídos, dando audiencia a todas horas, sin párpados, ni cerraduras? ¿No los tuve prontos para oír? ¿No entraron las razones de mi amo muy examinadas por entre aquellas murallas, y contramurallas, fosos, y contrafosos? ¿No se acibararon con el amargor de aquel humor, de quien fueron recibidas? ¿No sonaron muy mal allá dentro? ¿El alma no se agravió con semejante relación, que la hicieron la memoria, y el entendimiento? ¿No estuvo muy pronta la voluntad al mandato de el alma? Pues afuera sentimiento, originado del ausencia forzosa de la amada patria. Volver a ella, no será cordura, en cuanto permanezca en su mísero estado vuestro amo, y así a Dios madre, y madrastra, madre con los humildes, y madrastra con los soberbios: a Dios Roma en templos, y edificios: a Dios gloria en santos, y reliquias: a Dios asombro del mundo en ingenios: a Dios elevación de los sentidos en hermosura, y a Dios hechizo del alma.

No faltaron lágrimas a Pedro, no tanto por dejar su patria, como reparando, que la inocencia suya salía huyendo, y la malicia de su amo quedaba en sus quietudes. Con esto guió a una pequeña luz, que a lo lejos se dejaba ver, porque la noche venía amenazando con su negro horror, apresurando el paso, forzado de algún miedo, que la poca edad fabricaba en su tierna mansión; y antes de llegar, encontró con un caminante montado, de quien su pregunta supo que estaba en los montes de Toledo. Consiguió llegar a la luz, donde vio que la rodeaban tres hombres, a quien saludó con tiempo, preguntándole con amorosas palabras, a qué parte iba su dictamen, que había dado en tan humilde albergue. Satisfízole a su pregunta con razones tan amorosas, y entendidas, que le hicieron sentar, y le dieron pan, y queso, plato casi común de las campañas. A tan buen tiempo llegó la vianda, que Pedro manifestó la necesidad que tenía; y después que acabó, le preguntó el uno la causa de ausentarse de tan amada Patria. A quien respondió así:

Yo servía en una casa, donde había una criada, que ciega de amor, dio en que se había de casar conmigo; supe cómo ya tenía el sí de mis amos, como si fueran dueños de mi albedrío, y por escusar tan cansadas, y enfadosas razones como se habían de ofrecer, y escusas de mi parte, y por huir de una mujer, que ya resulta, es fiero basilisco, me ausenté de la quietud de mi casa, con intento de no volver tan presto a pisar sus umbrales.

Así que dijo, vio, que levantándose el uno, se apartó a un lado, dando un profundo suspiro, al parecer solo a sentir sus penas. Llamáronle los compañeros, diciendo: Dejad memorias, y venid, conversaremos, para que desterrando penas el divertimiento, no tengan lugar de ahogarnos: obedeció, aunque tiernos los ojos, y todos sentidos, dijo Pedro así: Poco asiste el descanso de el sueño, donde hay penas que le despierten, y a mi entender, sólo el mal que se comunica, se presta alivios. Así es (dijo el lastimado) pero cuando el mal es riguroso, no tiene otro alivio que la muerte. ¿De qué sirve la comunicación de un dolor, que yo entiendo, que sólo es dar más materia al fuego de la congoja? No es (respondió Pedro) que el repetir, y contar el mal, es minorar la pena, y limar suavemente los yerros de su dolor, pues la ferocidad que causa la congoja, cercana al corazón, va vaporizando por ojos, boca, y narices las amarguras de aquel humor que congeló la pena, y así es forzosa cosa, que se temple tanto incendio. Ya concedo en que es verdad (replicó el doliente) pues algunas lágrimas que han salido, han amansado la locura de mi dolor. Pues si es dolor con locura (dijo Pedro) la cordura del hombre no duerma.

Vaya un argumento (dijo el segundo) que así se destierran penas, y con vuestra licencia la ha de proponer el nuevo huésped, pues muestra discurso. Perdonadme (replicó Pedro) que aunque me tocaba obedecer, no ahora, que ya fuera hacer oficio de Maestro. Pues yo le pondré (dijo el lastimado) y prosiguió.

¿Cuál será la cosa mayor, y menor del mundo? Uno dijo, los ojos, pues siendo tan pequeños, ven y registran mucho, siguiendo la vista a su circunferencia, mucha tierra, y mucho cielo, pues siendo cada estrella mayor que la tierra, reducen los ojos a la vista tanto sin número de astros, y a un tiempo mismo, tanto número de plantas, y todo junto, lo rodea la pequeñez de dos niñas, y así los ojos es la cosa mayor, y menor.

El entendimiento (dijo el segundo) pues no siendo más de una parte de el hombre, tan pequeña, que apenas ocupa lugar, penetra tanta tierra, y cielo. Lo pasado, lo presente, y lo venidero. Retrata a la majestad de Dios, y a las criaturas del cielo, y suelo. Ve los mares, y cuanto portátil albergue los surca. Ve las Indias y los senos debajo de la tierra, penetra a los muertos en sus sepulcros, y no hay cosa recatada que no se especule su grandeza; y así la parte menor, y mayor es.

El tercero dijo, en una flor del campo contemplo yo la mayor, y menor cosa de la tierra. Nace una delgada vara, y no sube mucho, porque teme su ruina, y así con medida crece. Luego va mostrando el embrión, la flor del parto de la tierra va tomando caudal, siempre derecha al cielo, llega el colmo de sus riquezas, y desplegando las hojas, rodeadas de púrpura, y candidez, enseña sus tesoros de oro, y plata, muestra su fragancia, y no espanta, porque en lo casto, el buen olor es muy cierto. Mírase hermosa, y reina de las selvas, envidiada de todas las flores, y cuando más en su ser, va declinando toda su pompa, y Majestad a la tierra, torciendo el cuello a mirar sus principios, pues entre los brocados de su nacer, se anuncia la mortaja de su morir. Y así, quien sabe en lo recto de una corona, mandando las selvas, y a quien toda la vista se va, abatirse a la tierra, retratándose la más pequeña, y humilde, llámese la mayor en el desprecio, junto con lo hermoso, pues no hay mayor humildad, que hermosura con desprecio, y la menor, pues tan poco caso hace de la majestad, y así la azucena es.

Tocole a Pedro, y dijo así: No puedo negar el haber dado que discurrir vuestro argumento, aun a los mismos atenienses, pues es suya la emblema a que aspiro; pero vuestras tres proposiciones han sido tan grandes, que no se qué diga. Válgame el discurso, que otras veces suele: y así, con su ayuda digo, que la mayor, y menor cosa del mundo, es la humildad. Pequeña tanto, que de su pequeñez la viene el nombre, desechada de la soberbia, y de quien no hacen caso los levantados. Asiste entre abatidos, desechados, y sencillos, tan pequeña a la vista, que no falta quien diga, que es átomo; y entonces la dan su propio nombre: el porqué, oíd, y de camino su grandeza.

Sale el Sol, y sus hermosos rayos, registrando la tierra, la van comunicando su calor. Hiere en la parte más inferior, y pobre, donde más se señaló la riguridad del frío; y allí, con su abrigo seca el primer cutis de la tierra. Pasa al segundo, y el primero se va dividiendo en pavesas, deshechas a la vista de tanto bien: y como se van separando de la prisión de los grillos, para dar gracias a su Redentor, se disponen, y van levantando, aunque tan humildes; y por los mismos rayos del Sol, sin perderle de vista; porque su vista está en no perderle, se van remontando tan altos, que llegan al cielo, y sólo gozan este lugar los más pequeños átomos; que los que algo grandes se levantan, luego caen con el peso: sólo los humildes suben más, pues llegan a la suprema patria, desde donde desprecian a todo el mundo, porque lo ven todo. Estos átomos son la humildad criada en la tierra, y originada de el polvo. Luego con razón se debe llamar la mayor, por lo que alcanza; y la menor por sus principios, pues no hay cosa más pequeña que un átomo, ni cosa que más suba. Así que acabó Pedro, le abrazaron todos pagándole en muestras lo dulce de su conversación, y humilde tema.

DISCURSO X.

N

o espantó jamás al sabio, el que le dijesen, que cubría una humilde capa luces de discurso: pues el alma, dueña de todo, es hija de tan buen padre, como la del rey. Pobre nació Periquillo: no es fealdad, pues dio realces de Majestad a su humildad con la discreción, y poco interés al mundo. En cualquier parte que llegaba, se hacía lugar; pero por fin enfadaba, que el entendimiento en la era de hoy, no es caudal. Sólo es estimado el que hace parva de oro, no parva de discursos.

El suyo acabó Pedro con gusto de los tres; y empezando el uno, dijo: No te negaré, discreto mancebo (que para serlo, basta el que hayas nacido en Madrid) el que la humildad es la mayor, y menor cosa de la tierra, pues por ella llegué a competir con el Sol, y por ella me veo hoy en tanta soledad, y en tal vida: y así, pues en tu discurso has dado bastantes muestras de tu capacidad, escucha, y a su tiempo consuela, y si lugar vieres, aconseja.

En esa torre de casas, en esa verruga de la tierra, en esa soberbia Corona Imperial, y en esa segunda gloria, Toledo, nací, cerca de su Iglesia Santa, donde la Reina de los Cielos bajó a echar la Casulla a su Defensor Santo; buen testigo la Imagen de bulto, que en sus brazos tenía al Criador de el mundo, que soltando el dulcísimo, y puro pecho de su pura Madre, alargando la cabeza, por ver la hermosura de la verdadera, que le parió, está hoy así, para memoria eterna.

Crieme entre la humildad de mis padres, nada sobrados; pero poco menesterosos. Sangre limpia, no realzada; pero el rancio de su bondad resplandecía en sus obras. Militando a esta escuela, llegué a los términos de diez y seis años, cuando los ojos traviesos (que las travesuras donde hay niñas, no es novedad) empezando a mirar con atención, repararon en la grandeza de la hermosura: notable enemigo, pues si en las costas del África anduviera en corso, no quedara español libre, a quien no cautivara sólo el mirar de sus dos soles.

Empleé mis atenciones, bien he dicho en lo de atenciones, pues siendo para fin honesto, así se llaman, y así son. Empleé, digo, mi albedrío en la belleza recatada de una hermosa doncella, por quien sin duda se dijo (a competir con el Sol) en fin era un ángel. No fueron tan mal pagados mis cuidados, que no diesen satisfación el alegre mirar de sus dos Soles, cuyas demonstraciones decían: Bien me pareces, pues bien dijo el que dijo, que en los ojos había lengua. En fin, por la vista nos comunicamos el alma.

Era el hablarla dificultoso, pues la ocasión era tan poca, que fuera de casa jamás la había, sino en la Iglesia, sitio que recaté continuamente, pareciéndome vileza tratar cosas de amores en presencia de Dios, y por la criatura dejar al Criador, pues cualquier enamorado tiene esta ceguedad.

En este estado vivía, cuando una noche, después de recogido, oí unas voces en mi calle, que atendidas dijeron: Deje la capa, o la vida; y la respuesta fue, ni uno, ni otro dejará mi valor en manos de gente vil. No me hallé tan desprevenido para salir, que no fuese con la espada en cinta, porque tan divertido estaba desde que me recogí, contemplando en mi fortuna, que aun lugar para habérmela quitado no me habían concedido mis cuidados; y por si acaso mis travesuras se recogían algo tarde, era mi cuarto un aposento, que su ventana daba a la calle, teniendo yo llave de la principal puerta, y así me recogía de noche, sin causar desasosiego a mis padres; y por no dilatar el favor, tomando el broquel, salí a la calle a tan buen tiempo, favorecido de la Luna, que vi a tres hombres, que contra uno lidiaban, a quien vi caer, diciendo: Si sois hijos de esta Imperial Patria, y os acompaña la nobleza suya, no me neguéis el levantarme, y cobrar mis armas, para volver a daros muestras de mi valor. Muere cobarde, dijo el uno, a quien azotó el látigo de mi espada, pues de una cuchillada bien corrida, le dice besar la tierra, dando lugar a que el caído se levantase, que cuando lo hizo, ya estaban los dos en huida, dejando capas, y broqueles, y el herido pidiendo confesión, con tan levantadas voces, que el ausentarnos fue forzoso.

Los agradecimientos del que recibió mi favor, fueron grandes, y a los hermosos resplandores de la luna, le vi una roja cruz en los pechos, bastante seña para conocer que era el hermano de mi hermoso desvelo. Mostró su bizarría en no querer ausentarse hasta conocerme, pero mi retrato ya forzoso se escusó, hasta que el ruido de alguna justicia nos hizo retirar a mi casa, por ser el más cercano albergue. Apenas pisó mis umbrales, cuando me nombró, y yo a él, pues ya no lo pude escusar. La primera paga, fue echarme al cuello los brazos, diciendo: Esta vida es tuya, y así de aquí adelante podrás mandarla como a tal. Retornele favores tan corteses, y humildes, que bastaron a que viendo en él tantas partes de agradecido, estimando mi persona, cobrase ánimo mi valor, para la empresa tan dificultosa a mi creer.

Aquella noche, por evitar riesgos, no le dejé salir, porque él quería solo, y yo procuraba el acompañarle, y escusando cada uno su parte, pasó la resta de la noche, tan breve para mí, que me causó novedad, habiendo sido las otras tan largas, y prolijas, como mis esperanzas; pero qué mucho que ésta fuese breve, si tenía en mi casa un hermano de mi dueño, y quien podía aliviar todas mis penas!

Vino el día, y con él se fue, dejando palabra, y mano, que si no le vía, y trataba como amigo, se había de enojar, pues siempre sería para él notable gusto el ver a quien le había librado de la muerte, con tan bizarras demonstraciones. Fuese en fin, y para mí dio fin el día con su ausencia. Busqué ocasión de verle, al salir un día de su casa, que agradecido me hizo entrar dentro, llamando a su padre, y hermana, para que vieran a quien debía la vida. Todos me recibieron con notable amor, en particular la hermosura de mi dueño, que aunque fueron breves los agradecimientos que pronunció la lengua, muchos, y prolongados los que formaron los ojos. Después deste ceremonial favor, salimos a la calle, y llegó la hora de despedirnos, fuese, y yo quedé en un mar de congojas.

Muchas veces quise descubrirle mi pecho; pero detúvome la humildad, y que no pensase, que a tan pequeño beneficio quería paga tan grande. Con este dolor pasé muchos días, hasta que una mañana hallé en mi aposento un papel cerrado, que abriéndole, leí así: Mucho puede la humildad, pues la vuestra, discreción, y bizarría, es muy solemnizada en mi casa a todas horas, y así creo, que podréis intentar lo que me han dicho vuestros ojos, que de mi parte ofrezco antes morir, que admitir otro dueño.

Has visto noble mancebo, al que llorando una pérdida grande, cubierto de tristeza, y cercado de congojas, repentinamente oye la nueva de que pareció lo que ya lloraba perdido, y que repartiéndose por todas las partes del cuerpo una notable alegría, ocasiona a que los ojos viertan lágrimas de contento, esprimidas del gozo que toma el corazón? Así yo, besando el papel muchas veces, procuré poner en ejecución el declararme con sus padres, y para ello di cuenta a los míos, que siempre conocieron la dificultad, en cuanto a la desigualdad de la hacienda, y puestos. Supliqué a mi padre fuese a hablar al de mi dueño; pero escusose, diciendo: Queréis hijo, que vuestro padre quede desairado, oyendo un no, originado de el tener?, que en lo demás, en verdad que aunque soy vuestra parte, que podéis creer de mí, que merecéis lo que intentáis.

Con esta respuesta procure hablar a un religioso, confesor de mi dueño, a quien di cuenta de todo, y de quien oí buenas esperanzas. Propuso mi parte, y aunque causó novedad en sus padres, no hicieron demostración de pesar, pues dando cuenta a sus dos hijos, en el uno hallaron obediencias resignadas en su voluntad, y en el otro notable gusto con tal empleo.

Avisome de todo mi dueño, hallando papel en mi aposento (discreción notable del mensajero, no dejarse ver, por no tomar.) Otro día, avisado del religioso, busqué al hermano, y hallándole en cierta casa de conversación, aguardé al litigio, que tenía con otro caballero, sobre una suerte de el naipe, de cuya tropelía salieron desafiados. Eran los contrarios dos del que ya en mi imaginación podía llamar hermano, que reparando en la desigualdad, dijo, que mirasen que iba solo. Pues buscad padrino, le respondieron. Así que oí esta razón, llegándome a él, le dije: No os dé cuidado cosa criada, que aquí voy yo.

Con esto salimos fuera de la ciudad, y en un sitio apartado sacamos las espadas, porque los contrarios a un tiempo lo hicieron, para nuestro agravio, sin acordarse de las calidades de un duelo, y lo que toca al que va a la campaña por padrino. Ya se dejará decir, y conocer con el aliento de yo pelearía a la vista de aquel a quien buscaba para padrino de toda mi dicha, pues a breves movimientos, de una estocada, di con el uno en el suelo, tan bien guiada, que sólo pronunció en sus últimas razones, muerto soy.

Mi hermano, herido en la cabeza, y ensangrentado el rostro, traía de mala a su contrario, pues vacilante, con dos heridas en los pechos, falto de aliento, cayó en tierra: detúvose para que se levantase, pero fue en vano, pues tenía lo bastante para ir al otro mundo. Ausentámonos, y retirámonos a un convento, dando aviso en nuestras casas. El sentimiento que causaría semejante nueva, ya se deja decir; pero la fortuna adversa empezó a mostrarse varia conmigo, pues el pesar de los deudos, y parientes de los muertos, fue tan grande, y las diligencias de la justicia tan vivas, que apoderándose un profundo pesar de las fuerzas de mi amante padre, le rindió los alientos, muriendo en breves días.

Pasáronse muchos, y ya más templado el enojo, parece que nos prometía puerto a nuestras esperanzas, cuando un día nos avisaron, cómo a nuestro retraimiento venía el padre, y hermana de mi amigo, que para mí fue nueva de mucho gozo, pues en la visita, con notable gusto de todos, me dio la mano de esposa mi hermoso dueño.

Hasta aquí la humildad (discretos oyentes) me levantó a la mayor dicha; pero volviéndose a su casa, a breves horas nos avisaron cómo de un accidente notable había hecho cama mi esposa. Sentilo en el alma, pues ya me avisaba el corazón de la declinación infeliz de mi levantada fortuna.

Viendo, pues, que se habían pasado dos días sin saber de su salud, me determine a examinar yo mismo la causa, y sin dilatarlo, di parte a mi hermano, que juntos fuimos, amparados de la noche, que parece que anunciando mis desdichas, había cubierto sus luces de negro luto.

Llegamos a su casa, y las puertas que imaginamos cerradas, hallamos abiertas: pasamos a una cuadra, que servía de recibimiento, admirados y confusos, sin saber la causa, hasta que la luz de unas encendidas hachas anunciaron la triste noche de mi suerte, pues en un negro ataúd, vestida un hábito de San Francisco, vi, no sé lo que vi, pues no cegué.

Tantas fueron las lágrimas que acudieron al afligido, que no pudo pasar adelante, hasta que Pedro le dijo: Acuérdate, que cuando empezaste tu historia, me dijiste, que te consolase en la ocasión: mi consuelo será decirte, que los bienes del mundo no duran más. Bien dices, dijo (volviendo en sí) y saliendo de aquel mar de lágrimas, prosiguió. Allí se acabaron mis esperanzas: allí dieron fin mis dichas: allí se vistió perpetuo luto mi corazón: y allí vi la noche más triste para mí. Nuestras ansias fueron tantas, que a su ruido salió nuestro padre, que muda la lengua, dio voces a los ojos, formando caracteres, la copiosa abundancia de lágrimas; pero esforzándose, dijo, mal pronunciado, así.

Tan breve ha sido este suceso, que aunque las muestras dieron bastante noticia deste caso, por no inquietaros de vuestro retraimiento, y que diéseis ocasión a semejante atrevimiento, de haber venido a esta casa: no os quise avisar esta tarde, cuando vimos que se moría vuestra hermana, y esposa; y así idos con brevedad, si no queréis acabar la vida de este afligido, si acaso mi corta estrella no ha dado aviso de vuestra venida, para aumentar mis penas. Así fue, pues al decir yo, habiéndose perdido lo más, que se pierda lo menos, que importa? si toda mi dicha murió, para qué quiere la vida un desdichado! Mirad (dijo el afligido señor) que con vuestro arrojo acabáis mis días, y apenas lo dijo, cuando se llenó la sala de justicia, acompañando a su Corregidor que al pedirnos las armas, le dije así.

Vueseñoría se tenga, y deje salir a dos hombres tan rematados, que apenas tiene el uno que perder, pues aun la vida no estima quien la que pensó gozar, le ha faltado.

Pero su bizarría, jugando del poder, dio lugar a que sacásemos las espadas, haciendo la sala un teatro de la muerte, a la vista de aquel hermoso cadáver, sentado en el trono de una negra tumba, pues a sus muertas luces nos hicimos demasiado lugar, aunque con muerte de dos Ministros; y cuando creímos pisar libres la calle, nos cercó otra turba de gente, de la parte de los primeros muertos, con que se trabó una reñida pendencia, sabiendo yo, como más desdichado, solo, y con vida, pues la perdió mi hermano, y yo mi Patria para siempre.

Esta es mi Historia, si fuere bastante para llorar, permitidlo, y si no dadme consejo, que me alivie, si acaso le puede haber, para quien en tan breves horas perdió la mayor dicha, un padre, un hermano, y toda su quietud, y Patria. No te olvides (dijo Pedro) que pediste alivio, y consejo al principio de tu relación; y así el consejo es, que te vayas a la mano en el sentir, que muy poco pierde en este mundo el que a sí no se pierde. Mucho te quiere Dios, pues te ha concedido el vivir, para que te enmiendes, pues podías haber perdido tu vida, cuando a tus manos la perdieron otros, y sólo Dios sabe en el estado que fue, sólo has de llorar su triste fin, y pedir a Dios, que el tuyo sea bueno. Así que dijo Pedro, le abrazó el dolorido, diciendo: Oh noble anciano con pocos años! hasta hoy no he hallado quien así aconseje: parece que has causado notable ansia en mi, oh válgame Dios!

Apenas pronunció esta razón, cuando dio en el suelo, turbado de un profundo desmayo, tan irremediable al parecer, que arrimándole a un peñasco sobre su capa, le dejaron, pareciéndoles no había al presente más remedio. Y Pedro, que todo era confusiones, triste con el suceso que había visto, dijo así: Oh triste corazón! que como riges, y mandas al cuerpo, cubierto de pesares, diste con el edificio mortal sobre la tierra! oh corazón fuerte de la vida, que aunque ministras valor al espíritu, ahora le faltaste! oh corazón, que todo tu empleo es amar, y como el amar ha de ser luz que se engendre en la mitad de el Alma, por eso estás en la mitad del cuerpo! pero espántame, que siendo tu forma del modo que sabemos, y lo menor está avecindado a la tierra, que te venciese la tierra; pero mal digo, que teniendo lo más ancho al Cielo, del Cielo recibiste avisos, y pues tienes alas, levanta de un vuelo a este a quien abatiste. Noble eres, formado de buena sangre, y tan real, que criando las demás partes de el cuerpo excrementos, tú solo no.

No seas necio, pues te alienta tanta nobleza, en prevenir infelicidades, antes que lleguen. Si te cautivó una beldad, apenas propia, cuando ya perdida, olvida, y toma aliento; pero mal he reparado, que si este afligido, estando en sí, las penas le tenían fuera de sí, con razón le has privado el sentido para aliviarle de sentimientos. Bien has andado en dar treguas a la memoria, desterrando penas con una pena. Sin duda éste es hombre, pues sabe sentir, que yo creí que ya se habían acabado los hombres, hechos del buen paño antiguo; que los de ahora, todos son de rasillos, y telillas de filigrana. Ya veo que no hay niños, porque ya no hay candidez; ya no hay gente sincera, de aquellos que jugaban el no por no, y el sí

por sí. Ahora todos son hombrecillos, o los más, todo bullicio, todo malicia, formados de embeleco, y fingimiento, teniéndolo por artificio: ya se alcanza más malicia en la edad de siete años, que en otros tiempos en la de setenta. Ya son las mujeres una continua mentira, todas cornejas, usurpadoras de lo ajeno, y llenas del engaño propio. Ya se gasta el hacienda en los trajes de las personas, y en los adornos de las casas. Más gasta hoy una mujer en vestirse, que antes todo un pueblo: y pues Dios te libró de semejante ruido, vuelve en ti, y destierra penas, hombre, que te veo en las tablas de la verdad, representando la muerte.

Así que dijo Pedro, fue poco a poco volviendo del letargo, y con un ay, empezó a mirarlos a todos, y dándole un poco de agua de un cristalino corriente que allí cerca había, fue pareciendo vivo, el que antes muerto: y por divertirle los dos camaradas, rogándose uno a otro, dijo el uno así.

DISCURSO XI.

Y

a que tú contaste tu historia, y no sabes las nuestras, escucha en la mía el mayor prodigio del Cielo, y la mayor desdicha de la Tierra, y sírvate de consuelo a tus cortas dichas la lastimosa tragedia de mi fortuna.

Nací cerca de Sevilla, noble cabeza de la Andalucía, y crieme en ella al abrigo de un tío, hermano de mi padre, rico y Veinticuatro de aquella ciudad, a quien ilustraba un hábito de Santiago. Crieme a un tiempo en la compañía de una prima, hija de mi tío, que aunque no había sido casado, las travesuras de su mocedad causaron aquella fortuna para mí, y ejemplo para el mundo. Llegó la edad a su primer colmo, mostrando Felisinda, que así se llamaba, notables partes de hermosura, muy majestuosa en talle, y rostro, tan deseada para esposa de lo más noble de la ciudad, que bastó para que conociese yo quién era amor, y sus celosos hijos.

Algunas veces hice reparo en un caballero forastero, más galán que entendido, cuya riqueza, granjeada en Indias, bastaba a traer consigo lacayos, y esclavos, y sus galas, las más vistosas de la Andalucía. Vivía enfrente de mi casa, y los niños ojos de mi prima, tal vez los vi jugar con los suyos, aunque con tanto disimulo, que sólo yo, que rabiaba de celos, pudiera hacer reparo.

Llegose a este tiempo el de ceñirme espada, y para ello, convidó mi tío a muchos caballeros, y en su iglesia mayor fui armado hombre con armas ofensivas. Desde aquel día se mostró conmigo padre, pues mi persona se adornaba igual con la suya, y el cariño pareció otro; con que buscando ocasión, le hablé en cosas de mi estado. Propúsele los riesgos de un mozo soltero, y que toda mi voluntad era de Felisinda, y que mi albedrío ya era cautivo de sus hermosos ojos, y que supuesto que no había desigualdad de partes, ni años, me concediese este bien.

No escuchó mi tío de mala gana mi determinación, antes con la brevedad posible despachó a Roma, por medio de un Curial, por los recados necesarios, que dispensaron en el parentesco; pero la fortuna empezó a mostrar su rigor conmigo, pues luego que lo supo mi prima, mostró que no era su gusto el que con facilidad llamarse esposo al que tantos años había llamado primo, y que el amor le tenía en otra parte.

Procuré con las mayores finezas galantearla, y asistirla, que aquel que al primer desdén huye, o no quiere bien, o no sabe qué es amor. Fue en tal manera, que después de un sarao que dispuse, ayudado de otros amigos, me dijo: No creyera primo, y dueño mío (que pues lo has de ser, razón será llamarte así) que tanto me estimabas, y pues has sabido vencer lo agrio de mi condición, tuya soy desde hoy con toda mi voluntad.

Estimé como amante, y agradecí cortés, y tomándola una mano, se la besé, sin pisar el atrevimiento más límites a la cortesía. En este tiempo, tan dilatado para mí, vino el despacho, con que se ordenaron nuestras bodas, tan celebradas, y envidiadas de todos, que a ellas vino todo lo lúcido de la ciudad, y su nobleza.

Pasáronse los primeros días, y ya gastado el pan de la boda, reparé, que mi esposa vivía algo tibia en el amor, siendo el mío más vivo cada día: con que despertó mi dormido cuidado, y hecho Argos vigilante, reparé en que miraba a las ventanas de aquel caballero rico. Examiné cuidadoso, y disimulé entendido; y un día, yendo a misa, vi que una mujer, llegándose a la mía, la dio un papel tan secretamente, que sólo lo atento de mi pena celosa pudiera verlo.

Después de oír misa, para asegurar pesares del sobresalto que me podía venir, y prevenido lo que suele ocasionar el miedo, mostré notable el amor, y el contento de ser esposo de quien me iba matando. Llegué a casa, y viendo a mi tío ausente, llevándola a lo más retirado, la dije me diese un papel, que al entrar en la iglesia le habían dado. Escusose con demostraciones turbadas, hasta que eché mano, y se le saqué del pecho.

Soseguela, y leyendo, pronuncié sentencia de muerte contra mi honra. Vi eclipsado mi honor, y mi quietud perdida, pues decía así: Ya que los primeros rayos de tu belleza goza este que fue más dichoso, no dilates lo que ya me has prometido, y para la ejecución te podrás valer de la portadora, que todo lo allanará, sin que el mundo lo entienda. Tuyo para siempre.

Cualquiera diera lugar al arrojo, leyendo estos renglones; pero mi sagacidad buscó mejor ocasión, aunque la fortuna me la dilató algún tiempo. Preguntela sin turbarme, ni hacer demonstraciones, qué mujer era la que le había dado aquel papel? Y respondiome, que no la conocía, sólo que la dijo, que tomase aquel papel, que se le había caído. Pues ¿para qué toma una mujer (la dije) papel de mano de quien no conoce, ni saber si es suyo, sin atender al riesgo grande, y a la reputación que se pierde, a los ojos de quien lo ve? Aquí conocí que la discreción mujeril penetra los menores átomos del saber, pues escuché de su boca el despidiente que oiréis.

Siendo quien soy (me dijo) y sabiendo las obligaciones que me corren, y la sangre que me alienta, es muy escusado examinar mi inocencia con tanto estremo, y ya que mis razones han de ser el medio de mi abono, digo: Que ayer me dieron unas oraciones manuscritas en un papel, que guardé, sin saber dónde, pues al buscarlas para leerlas, no las hallé, y yendo con algún pesar hoy a misa, al decirme aquella mujer: Este papel se os ha caído, tomad, lo hice, creyendo era el que tanto cuidado me daba. Esta es la verdad, y así reportad la imaginación cruel, y reparad que os admití por dueño: mi primo sois, y mi sangre, no la afrentéis, ni aun con la imaginación.

A cegarme la pasión de tan fieras letras (la respondí, rompiendo en menudos pedazos el papel) os hubiera abierto el pecho para que saliera el alma; y aun no sé si escapara de mi furor, aun siendo espíritu. Sosegaos, que bien habréis reparado en mi sosiego, que conozco quién soy; y para que creáis lo poco que ha inquietado este suceso mis gustos, sólo os suplico me perdonéis si ofendí vuestra inocencia, que amar sin celos, no es amar. Esto la dije, asiéndola las manos, que viendo mi rendimiento, empezó a llorar, y yo a velar, pues pasado este lance, todo mi cuidado era buscarle.

Hasta este día había salido siempre a misa en mi compañía; de allí adelante la fie a la criada, acción que al parecer sintió; pero no interiormente. Sucediome que un día, estando paseándome fuera de la ciudad, cerca de su río, vi al que ya miraba por mi enemigo, que llegándose a él una mujer, le dio un papel, y atento mi cuidado, me pareció ser la que vi dar el otro a mi esposa.

Muchas veces quise determinadamente quitársele a estocadas; pero detúvome el que me perdería, y no me vengaba, y así espía vigilante, vi que se despidió de mi enemigo la tal mujer, a quien seguí, y supe nombre, y casa, y aun modo de vivir, de la forma que oiréis.

Cerca de su albergue vivía otra tal, a quien yo conocía de ciertos lances pasados; pero ella a mí no más que de vista, creyéndome forastero. Fui bien recibido, y díjela me informase de quién era una mujer su vecina, de tales señas. Respondió que Coloma era grande amiga suya, y nada lerda en cuanto a lo pitoniso, pues mayor no la había visto el mundo, y que al presente andaba en un negocio, que ya la valía muchos ducados, y aún no estaba logrado. Preguntela, que sin nombrar partes, me holgaría de oírle, y prosiguió así.

Un caballero indiano, muy poderoso, se ha valido della para alcanzar una principal casada deste lugar, a quien no conozco; pero sé que Coloma lleva y trae papeles con tal secreto, que ya tiene el sí de la dama, sólo lo dificulta la clausura suya, pues sólo a misa sale; pero en manos está el negocio, que le facilitará, que bien sabe dar sueño que dure las horas que ha menester, tan profundo, que no baste el ruido del mundo a despertar a quien se le echa: y creo que tiene dispuesto de una noche dársele al pobre marido, y salirse ella con él a un barco prevenido, y por el río llevarla a Cádiz, y luego a Indias; y cierto que a mí misma me da lástima el pobre paciente, cuando despierte, y se halle sin mujer, que me han dicho que la quiere mucho.

Estas razones escuché, labrando nuevos cuidados en mí. Despedime, dándola palabra de volver a verla para cierto negocio. Dila cuatro pesos, diciendo, creyese que la misma dama era causa de mis desvelos, y no estar en mí, y que por aquel caballero indiano me desechaba, y a poder salteársela, o hallar medio para ello, diera mil pesos, depositándolos de contado; porque su belleza era causa de mi perdición, y cautiverio.

Pues aguárdame, dijo, no te vayas, que en la dilación hay peligro, siéntate, que a ser menester te la había de traer aquí luego al punto: deposita ese dinero, que yo te doy palabra de ponértela adonde quisieres, con tal calidad, que ha de ser a la misma hora que haya de salir, esperada del indiano. Bien estoy con eso (la dije) el dinero te ofrezco en tus manos, dila en un bolsillo la cantidad, con calidad de que me la había de poner en un vaso que yo tenía mío: ofreciolo, y quedamos de vernos a otro día.

Fuime a casa, y aquella noche me recogí algo temprano, y reparé, que mi esposa dio vuelta a sus joyas, y vestidos, y ya algo tarde se recogió, fingiéndose mala. Qué tal estaría yo en estos medios, sólo al que le hubiese pasado otro tanto, si es honrado, se le concede el pintarlo.

Llegó la mañana, y yo fui a ver a mi remediadora, a quien hallé esperando, y antes que yo hablase palabra, me dijo así: Para que conozcas mi cuidado, escucha: Tú has de tener esta tarde prevenido ese barco que dices, en tal parte, y por señas una banderilla pajiza, y pues el amor hace imposibles, tú mismo has de ser Arráez disfrazado, de modo que el indiano no te conozca, porque yo tengo de hacer que flete tu barco, y a él mismo lleve la dama, y luego yo te daré orden para que des sueño a todos, y a ella la saques a tierra.

Pareciome bien la traza tan sin peligro, porque como era a medida de mi deseo, todo lo facilité. Prosiguió diciendo: Para que veas del modo que lo he dispuesto, lee ese papel, que Coloma me ha dado; tomele, y leí de mi ingrato, y traidor dueño las razones siguientes:

Esta noche te espero a las once, que a las nueve dispondré el letargo que ha de dar sueño a mi marido, que le durará lo bastante para que podamos apartarnos del riesgo. Tendrás prevenido barco, que su gente sea de satisfación; y cuando vengas, trae un criado contigo, para que lleve mis joyas: conmigo irá la criada, por no dejar tercero de nuestros amores, y quien pregone forzada del castigo. Tuya para siempre. Así que leí, me quitó de las manos el papel, diciendo: Éste voy a llevar ahora al indiano, por orden de Coloma, y le ha de dar señas del barco que ha de fletar, por tenerle ya prevenido mi amiga con toda seguridad, que esto he alcanzado yo con ella, mediante el amistad, y interés; y así no te duermas, pues tienes amor, vete al barco, porque él irá así que reciba este, que será dentro de dos horas, que te daré para tu prevención. Despedime, y así que me vi en la calle, me ocurrieron mil imposibles: el uno, el haber de asistir en mi casa, para que dejándome mi traidor dueño dormido, hiciera su determinada maldad. La otra, el haber de estar en el barco a tiempo que pudiera lograr mis deseos, y vengar mis agravios: otro la seguridad del barco; pero todo lo vencí, según lo que se vio y oiréis.

Vecino, y morador de Triana, lugar tan cercano a Sevilla, que sólo divide sus plantas el famoso Guadalquivir, río que blasonando de caudaloso poder, siempre está en batallas con el mar de Cádiz. Digo, que vecino de Triana, había un arráez, mozo de atenciones honradas, que en Sevilla había recibido algunos agasajos de mi casa, y en particular míos. De éste me fie, dándole cuenta de mi intento, sin señalar partes mías, sólo que me importaba el examen de la verdad. Diome palabra, y al punto dándole dinero para tafetán pajizo, lo puso en ejecución tan a tiempo, que con mis ojos vi fletar su barco, para robar lo que creí por descanso de toda mi vida.

Ya asegurado el barco, y el que disfrazado iría yo para ayudar al remo, y levantar vela, o por lo menos el que lo creyesen los pasajeros traidores, me fui a disponer lo más importante.

Tenía yo en Sevilla un deudo, hombre virtuoso, de pocos años, y mucha cordura; a éste di cuenta de toda mi historia, sin dejar por contar cosa alguna, juramentele, que demás de favorecerme, callaría el secreto hasta que el tiempo le descubriese. Díjele, que aquella noche había de entrar en mi casa, pues para él no había puerta cerrada, y en la ocasión primera se había de meter debajo de mi cama: diome la palabra, y mano, señalamos hora, y despedime.

Pasó aquel día tan deseado de mis contrarios, y mío para el logro de mis deseos, y para que mi honra volase hasta las estrellas, vino la noche a medida del deseo, obscura: cogiome fuera de casa, prevención que importó, pues con unos paños, que llenos de sangre tenía prevenidos, entrapajé mi cabeza, y parte del rostro, fingiendo en mi casa, haber salido herido de una pendencia. En fin, entré en mi cuarto, para breves horas huésped. Recibiome mi esposa con algún susto al parecer, y mi tío con notable sentimiento, ofreciendo el buscar al dañador, si le decía quién era. Soseguele con razones, diciendo haber quedado también herido el contrario, y que mi mal no era cosa de cuidado, sólo el sosiego de mi persona les pedía, que ya venía curado, porque la mucha sangre no había dado más lugar, acosteme, despidiose mi tío, y en mi esposa vi gran prontitud en recoger la casa. Dejáronme solo, y registré, que debajo de mi cama estaba el que había de ocupar mi puesto. Hícele desnudar, y poniéndole los trapos en rostro, y cabeza, entró en mi lugar, y yo me vestí muy a tiempo, porque mi esposa andaba muy solícita en su negocio. Encarguele el guardar el rostro, y hacerse dormido, y que a la forzosa podía hablar con las demonstraciones de las manos. Con este cuidado le di llave maestra, para que en siendo hora, se saliese, que el mismo tiempo le diría cuándo, y cómo.

Tenía mi alcoba una puertecilla, que aunque no servía, daba a una escalera pequeña, que se comunicaba con la principal (fábrica antigua de la casa) por allí me iba a salir, cuando los pasos de mi esposa me detuvieron, pues llegándose a la cama, y viendo al que creyó su esposo durmiendo, para acrecentarle el sueño, por debajo del almohada metió lo que había de inficionarle los sentidos: vilo, y examinelo todo por entre las colgaduras de la cama, determinado ya a si me sentía, y daba voces, matarla, y acudir a la casa de mi enemigo, o esperarle, y hacer lo mismo; pero la fortuna lo dispuso bien, y a medida de mi deseo, que la ofensa hecha a Dios, quebrantando las leyes de su yugo santo, no permanece sin castigo largo tiempo.

Pareciéndola que quedaba dormido, y asegurado su esposo, se salió de la cuadra, y yo dando nuevo aviso a mi substituto, me salí por la puertecilla, y con brevedad a la calle, a tiempo que dieron las diez de la noche fatal. Aligeré los pasos, y en la puerta, llamada del Arenal, hallé a dos criados de mi enemigo, que sin duda guardaban el paso franco a su amo.

Cerca de la torre tan nombrada en el mundo por su grandioso nombre; en fin torre del Oro, hallé a un criado mío, con todo lo necesario, que era vestido, dos pistolas bien dispuestas, un espadín, y quinientos doblones, que con libranza mía había pedido a un mercader de plata, de los que tiene aquella ciudad. Vestime (dejando allí a mi criado) y entré en el barco. Recibiome su arráez, diciendo: ¿Es hora de venir? En yendo a la ciudad, las mozas os entretienen. ¿Quién ha de prevenir remos, y lo necesario? Con esto, sin hablar, tomé puesto, y reparé, que ya había en el barco dos criados de mi enemigo con ropa, y otras cosas. Dispuse por debajo de un capote, que me cubría, una pistola, y pasándome a la proa, vi a breve tiempo llegar a mi contrario, llevando de la mano a la que con palabras sacramentales era mi esposa. Entraron en el barco, y apenas estuvieron dentro, cuando mandó herir el agua con los remos. No sé si mi honor perdió sus quilates antes deste tiempo, porque después no quise dar el menor lugar, que con dos criados mi contrario, y mi enemiga con su criada, zarparon viaje de la otra vida.

Pareciéndole a mi enemigo, que ya se alejaban de las orillas de aquel arenal, la fue a echar los brazos al cuello, cuando arrojando una montera, que me tapaba el rostro, dije: Don Pedro soy traidores, no lograréis tan infames acciones. Disparé la pistola en el pecho de mi contrario, que al decir muerto soy, se quiso echar al agua mi enemiga, a quien hice tragar el plomo de la otra pistola, y desembarazando el espadín, quité las vidas a la criada, y criados, que puestos en defensa, dieron algo que hacer; pero no les aprovechó, que en semejantes venganzas, y tan justas, ayuda el brazo de Dios.

Quiso, picado de lo bizarro, oponerse a mis acciones el arráez, diciendo le había engañado, con que ya enfadado, y costeado lo más, le hice que sirviese de barquero, hasta el infierno, a los que había sacado de Sevilla. Vime en el barco lleno de cuerpos muertos, con que arroje al agua todo lo que me ofendía, quedando solo, que a fuerza de remos, volví el barco adonde había salido. Salté en tierra, busqué a mi criado, y registramos el vaso, sacando los líos de mi enemigo, y traidora ingrata, y con ello entramos por parte secreta en la ciudad.

Bien creo (prosiguió) que conoceréis mi historia, por la más sangrienta, y afortunada, y que os habrá servido de consuelo a la pena de la vuestra, pues yo con esposa a mi gusto, rico, y envidiado, en el discurso de ocho meses sucedió lo que habéis oído, y así agradeced a la fortuna el que os hiciese tanto bien en perder a la que entre los movimientos del amor, podía aguzar los dientes para morderos.

En fin ya en Sevilla, sin el peso de la deshonra, entré en mi casa, y en un cuarto bajo dejé lo que traía mi criado, que en los líos de mi contrario, según después vi, había lo bastante para pasar los días de mi vida con razonable descanso: llegué a mi cuarto, toqué en mi cama, y hallé a mi deudo tan dormido, que por más diligencias que hice, no pude conseguir el que despertase; y llamando a mi criado, le pregunté, si se atrevería a llevarle a cuestas hasta su casa. Díjome que sí; y yo asiendo sus vestidos, en cuyos calzones hallé la llave de su cuarto, le dejé en su cama, y la llave por debajo de la puerta. Volví a mi casa, y con mucha quietud entré el cuarto de mi tío, a tiempo, que ya iba rompiendo el celaje de sus sombras la obscura noche, a la vista de la hermosa Aurora. Y habiéndole despertado, ya en sí, admirado de verme vestido, y sano, creyéndome herido, y en la cama, le conté todo lo que me había sucedido, hallando en él, lo que creí tristeza, alegría; y en quien creí despegos, amores, y amparo, diciendo: Dadme los brazos, sobrino mío, hijo de aquella hermana, cuya bondad asombró al mundo, cuya caridad conocieron los pobres, y lloraron su muerte, cuya pérdida quitó la vida a su amante Esposo, y padre vuestro. Abrazad a este, que como a hijo os ha querido, y criado, y dejadme sentir, no la muerta hija, sino sólo el que saliese parecida a su madre, que de una mala rama jamás se cortó buen báculo para la vejez de un honrado. Creí que lo fuese de la mía, faltó a Dios, a vos, y a mí, merecido castigo a quien profana sus Sacramentos. Al remedio vamos, hijo, ya que fue, y no hay medio en que los dos cuerpos se hayan encubierto, y es fuerza que todos se han de hallar, o buscarlos en conociendo la falta y vos es fuerza que padezcáis por las otras muertes, y demás, los ojos del vulgacho, mirándoos a una luz, como a honrado, y defensor vuestro, a otra, como a quien agraviaba su esposa. Póngase tierra en medio, hasta que el tiempo cure las cosas.

Con estas razones de mi tío, haciéndole dueño de las joyas, y doblones de mi enemigo, tomé quinientos, y dos caballos, y con mi criado me ausenté de Sevilla, y pasé a Córdoba, y después de pocos días vine a Madrid, de donde avisé a mi tío, y donde recibí cartas suyas de el gran sentimiento que había causado el haber hallado los cuerpos muertos, todo originado de la sangre, que en el barco se vio, y falta de su dueño, pues habiendo hallado a los tres días a mis principales enemigos cerca de Sevilla, en una orilla que llaman San Juan de Alfarache, de donde fueron sacados, conocidos sólo en el adorno, fueron examinando las aguas, y toparon los demás cuerpos. Avisome de los entierros, y lástimas, de la verdad que luego se publicó, sabida de muchos (que sólo el pobre paciente lo sabe el último) cómo la justicia visitó mi casa, sólo por cumplimiento, consolando a mi tío en su gran pérdida; cómo embargaron los bienes que hallaron en casa de mi enemigo, que sólo fueron alhajas de hombre soltero. Y ya he tenido aviso, cómo los caballeros desean verme, y que todos están de mi parte, haciendo las diligencias con la justicia para ajuste tan honrado.

Mi deudo, supe por carta suya, cómo volviendo del profundo letargo, a la mitad de otro día, y hallándose en su cama, creyó sueño de la fantasía la verdad manifiesta, hasta que la examinó. Mirad ahora si más notable puede ser historia de hombre alguno de los nacidos.

DISCURSO XII.

S

i la honra aun vive en los muertos, ¿qué mucho que en los vivos se procure conservar? Y así (dijo el tercero de los tres) pues me hallo con la deuda de contar mi fortuna, oíd lo que son desdichas, oíd mis llantos, consumidos en el corazón, y pintados con la lengua. Uno de vosotros perdió la prenda antes de la posesión. Otro, por su comodidad: pues el hombre con la afrenta no vive, en cuanto vive con la deshonra; y así, dad atención a mis desdichas, y guardad todo el consuelo sólo para mí, que bien conoceréis que le he menester.

Nací, mas no se dónde, ni dónde he de morir, que hasta en esto quiso la fortuna negar alivios al hombre. Digo, que no sé dónde nací; porque cuando me hallé a las puertas del primer conocimiento, fue en compañía de un pastor, que guardaba una pobre tropa de ganado cabrío, en cuyo aprisco, casi como animal me crié, pues el conocimiento que adquirí en esta isla inhabitada, a la naturaleza se le debo, no con las perfecciones que da el enseño, y la disciplina, pues falto de todas me hallé.

Jamás le debí enseñarme para vivir, que era el enseño que yo deseaba, sólo un pobre sustento recibía de sus manos; en fin era pastor en todo, no pastor de las Almas, sino en el tosco proceder bruto.

En este estado mío tan simple le dio el mal de la muerte, y en sus últimos parasismos, sólo me dijo estas razones: Hijo, que aun no puedo deciros de quién lo sois, pues entre pobres envolturas os hallé llorando las primeras fortunas de vuestro nacimiento, la crianza me debéis, pues mi cuidado os ha alimentado, por medio del dulce licor de mis ovejas, y cabras. Cristiano sois, pues en ese primer pueblo os hice profeso en su bautismo santo. Álvaro os llamáis como yo: en el zurrón lo hallaréis entre otros papeles, y el de mi confusa historia. Sólo os suplico, si la aspereza de mi condición no lo contradice, me deis sepultura en el sitio donde hallareis una piedra, cuyas letras estampadas, dicen: Parte de mi fortuna. Perdonad el poco cuidado que con vuestra enseñanza he tenido, que os aseguro, que jamás me faltaron las penas una hora para darla a vuestra educación.

Padre mío, dije, con razón te puedo llamar así, pues ya que no sea el ser, te debo la crianza, dame esos brazos. Diciendo esto, se los eché al cuello, a tiempo que espiró, diciendo al arrancarse el alma: Pequé contra Dios, que me crio, tenga de mí piedad. Perdonad amigos (prosiguió) si las lágrimas, enseñadas a surcar las veredas de mis ojos, vuelven a su curso, que aunque quiera, no puedo reprimirlas.

En fin le di sepultura, después de buscada la piedra, cuyos caracteres no entendí, sólo en sus señales conocí era allí donde me dijo le diese sepulcro. Al cavar la tierra, topé unos huesos de un cuerpo pequeño, y admirado de su forma, y compostura, entró en mí la admiración, pues aún no estaban desunidos. Noté formado un cuerpo esqueleto; reparé en su cabeza, ya calavera; sus brazos, y pecho, ya espantoso; su cuerpo, sólo asombro; sus piernas, todo horror, y sin sacarle de la tierra, eché encima el difunto Álvaro. Cubrí el hoyo, tan triste, y cercado de penas, y confusiones, que al no valerme el ser hombre, sin duda muriera.

Muchas veces dio mi torpe discurso vueltas a la piedra, con tan vivos deseos de conocer las letras que la pintaban, que no sé cómo no reventé con la fuerza del deseo; y no fuera maravilla, pues de un mudo de nacimiento se cuenta, que fue tan grande el deseo de pronunciar en una ocasión, y decir su sentir, que reventó: y al contrario, otro hombre de razón, que por no responder a quien le había maltratado de palabra, reventó al corazón la misma razón que había de salir fuera, y reprimió dentro. Pero yo, dejando aquella ocasión para otra mejor, fui a la pobre cabaña, di vuelta al zurrón, hallé muchos papeles, y entre ellos un retrato de un ángel, de una deidad, de un asombro de la hermosura. En fin, según la fuerza que hizo en mi pecho, conocí el ser retrato de la mujer, di los ojos a su pintura, y todo elevado contemplé así.

Hermoso retrato, cuya frente da envidias a la nieve: bellos ojos, que con lo dulce del mirar matáis, ¿para qué son esas pestañas? Mas creo que sin duda que las tienes de lástima, para encubrir a tiempos tantas flechas, que disparan esos dos arcos: ese bello pelo, que de la cabeza se desata en ondas, ¿son cadenas, o qué son? Esas mejillas, mal digo, esas deshojadas rosas, ¿para quién las deshacéis? Esa nariz, o esa perfección de tanto cielo, ¿qué hace encima de ese resquicio de Carmín?, ¿qué guarda dentro? pero donde contemplo corales, y claveles al primer examen, perlas ofrece su centro; y donde hay perlas, no anda muy lejos el ámbar. Ese hermoso remate de tanta perfección, ¿dónde empieza, o dónde acaba?

Aquí llegaba mi primera admiración (pues no la hay, donde no hay hermosura) cuando la inquietud de mis cobardes, y medrosas cabras me quitó de tantas suspensiones, pues espantadas, y rendidas acudían a mí como a amparo de su fortuna. Registré el sitio, y discurriendo aquel pedazo de tierra, isla donde nos cercaba el mar, vi en las orillas de un pedazo del dilatado cristal, un barquillo cubierto, y sin remo, o vela, que le guiase, que más me pareció tumba de muertos, que albergue de vivos.

Deteníale la misma riguridad de las olas, tan cosida a la tierra, que publicaba sin duda socorro: dísele, pues arrojándome al agua, le aseguré, y con un cuchillo que en mi cinta andaba, rompí parte de unos encerrados lienzos que le tapaban, y ya que pude registrar su cóncavo, vi dentro; ¡oh Santo Dios!, mejor me hubiera sido haber cegado, para no haber labrado sentimientos tan justos, pues vi un bien del siglo, pues duró tan poco. Vi, vuelvo a decir, una mujer entregada a un parasismo, tan sin alientos, que sólo los brazos de la muerte parece que se le ofrecían.

Del hermosísimo rostro había huido todo lo cárdeno, y se había apoderado la nieve de todo aquel cielo, hasta de los corales de sus labios se había hecho dueña. Cubríanla los pechos, digo aquel equívoco alabastro, el largo, y encrespado pelo, que parece que el mar le había formado de sus ondas; el cuerpo llevaba adornado de ricas, y vistosas galas, pareciéndome este desmayado ángel de muy tierna edad; y haciendo reparo en las alhajas de aquel aposento de la muerte, vi clavado en un madero un puñal.

Como fuera de mí estaba, cuando a la inquietud de un esperezo, formó el ansia en que se hallaba estas razones: ¡Oh ingrato padre!, ¿en qué te ofendí? ¿Soy yo la causa de tu desdicha? ¿Acaso aconsejé a la fuga de tu cruel esposa, y madre mía? ¿Qué indicios hallaste contra esta que engendraste? Pero aun eso creo que no te debo, pues sin tener culpa, me arrojas: si el cuerpo humano, que tiene en sí una llaga, la cura, y limpia, por ser suya: si yo era tu hija, criárasme a tu condición, y no arrojarme tan sin piedad a la inclemencia del espantoso humor.

Con esta pasión que arrojó, algo sosegada, abrió los ojos: ¡que mal he dicho! El cielo se serenó, y por entre sus iris salió el Sol duplicado; pues vi en su rostro (digo en su cielo) dos soles. Mirome, y no se turbó, antes examinando con la vista la novedad, fue poco a poco llamando colores, y a breve espacio huyó la nieve a los rayos de sus ojos, cubriéndose aquel pensil de la belleza de deshojadas flores, restituyó el coral su color a los pálidos labios, y las dos azucenas tan serviciales del cuerpo, acudieron a componer pelo, y ropaje, luego remojó las partes secas de la boca la saliva, con que llamando alientos, formó sílabas, que juntas dijo así.

¿Quién eres, joven gallardo, amparo de mis desdichas, aunque en traje rústico, cortesano de las selvas? ¿Quién eres?, que en la disposición de mi estado, creo tu socorro a mis desdichas: y si esto es como lo imagino, y digo, ayúdame a salir deste ataúd. Así que dijo, la cogí en los brazos, y sacándola a tierra, la llevé a mi pobre cabaña, ofreciéndola un hermoso panal de miel, y el blanco licor de mis ovejas, y ya que en sí la vi, la dije así.

El ser humano, en mi acción lo habrás visto; pero decirte quién soy, no podré, más de lo que has oído. ¿Quién eres tú, que fluctuando, has dado en mi pobre habitación, adonde jamás tal forma vi? ¿Eres divina criatura? ¿Eres tú la que llaman dicha, y desdicha del hombre? Dime quién eres, y prosigue tu historia, que desde luego te ofrezco el amparo, y no dar paso sin tu gusto.

Yo, discreto joven (prosiguió) nací en una de siete islas, que el mar tiene cerca de las tierras de España, llamadas Canarias, y mi patria Lanzarote. Crieme en la casa de mis padres hasta la edad que ves, que se compone de quince años. Mi madre recién venida a mi patria, casó con mi padre, en cuyo tiempo nací fruto de ambos.

A esta isla llegó un caballero, a quien naturaleza adornó con toda su gala, y gentileza, robando la voluntad de mi madre, que dejada vencer de sus ofrecimientos, negó a su esposo, y desamparó a su hija, haciendo fuga un día, sin saberse de ella en quince; a los cuales, llevándome mi padre engañada, donde tenía determinado este sepulcro, me hizo entrar dentro, diciendo: Si vos habéis de pareceros a vuestra madre, buscad fortuna en otro país, que yo iré en su busca, para vengar mi agravio, o morir en la demanda. Con esto me echó al agua, y mi llanto llamó al desmayo, con que llegué a tu socorro. Notable crueldad! (la dije) ¿no bastaba el favor de ese rostro, y esa tierna edad? ¿Acaso te halló culpada? Hombre bárbaro era sin duda. ¿No había una clausura donde dejarte, y no desesperadamente echarte a la inclemencia del mar? No puedo creer que te engendrase; pero pues tu fortuna te ha favorecido, dime tu nombre, que el mío, que es lo que sé de mí, es Álvaro. Yo, prosiguió, abriendo aquel archivo de perlas, y respirando ámbares, me llamo Francisca, y ya me nombro tu esclava, pues te debo la vida que gozo. Sólo te suplico (la dije) me digas y declares, con qué forma, o caracteres se comunican dos ausentes. Con letras (me respondió) que organizadas, y conformes, manifiestan el sentir, y dicen lo que se siente. ¿Conóceslas tú? (la pregunté) y respondió, sí. Con esto la guié a la piedra, y así que llegó, dijo, mirando aquellas señales, a mi entender, y al suyo letras con alma, pues hablan.

Aquí yace Ponciana, hija de la cruel Clori, que después de diez años de compañía, ingrata a Dios, y a su esposo, se fue del dulce amor, y regazo de Álvaro, en un barco que a esta isla aportó, y porque aquella imagen, y retrato suyo, no hiciese otro tanto que su ingrata madre, la maté, y enterré aquí; a Dios pido perdón de mis culpas.

Así que acabó de leer se desfiguró notablemente, volvió a perder sus colores, apoderose lo pálido de sus mejillas, y el coral hizo fuga, y asiéndose de mí, cayó desmayada en el suelo, diciendo. ¡Oh ingrata madre! Mis admiraciones fueron aquí mayores que jamás, y mi pena duplicada; pero con todo el cuidado que pude, acudí a la que en las tablas de la muerte estaba haciendo su ensayo, y aplicando a su rostro agua, poco a poco fue volviendo en sí, y a mí el alma, que parecía que lidiaba ausente de su lugar.

Aplicó toda la vista a mirarme, arrojando algunos suspiros lastimosos, que en los sacaba de lo más íntimo, y ya apoderada del descanso, dijo así: ¡Oh Cielos Santos, que habéis querido traerme adonde nuevos testigos me hayan dicho la crueldad de mi madre, y la bastarda sangre que alienta sus venas! No me espanto de la ingratitud de mi padre, que en fin ya me dejó la vida, y ya le hace más compasivo la crueldad de estotro, pues mató, y enterró a mi hermana, y su hija.

Habla con claridad, la dije, y repara, que sólo aumentas penas a mis dudas, y tú sola te entiendes. Entonces dijo así: Álvaro fue sin duda el primer Esposo de mi madre, y autor de las letras que guarnecen aquesta piedra. Tuvo en ella una hija, y después se fue en un barco, según dicen aquellos caracteres: y vengando su enojo, mató a la tierna corderilla, y enterró aquí. Después, por los medios que yo no sé, casó con mi padre, y yo nací fruto de tan cruel rama, pues también su fuga fue causa de que mi padre me arrojase al mar. Mas piadoso fue, pues dejó a la fortuna mi socorro, sin acabarme de una vez: ¡oh ingrata madre!

Así que dijo esto, la enseñé el retrato que me había hallado, y tomándole en las manos, dijo así: ¿Eres tú, cruel sola en el mundo? Ya mereces el hombre que te doy, pues de segunda vez te has dado a conocer. ¿Tan pocos dolores te costaron dos hijas, fruto de tus entrañas, que por un lascivo antojo las desamparaste, dando lugar a la muerte de la una, y a la fortuna de la otra? Para qué te adornó amor con tanta belleza, si acaso lo es el matar, dejando en tus ojos flechas, y arcos? Pero creo que son armas de la muerte, pues a los mismos a quien te rendiste, mataste, dejándolos metidos en la deshonra. ¿Dónde naciste Caribe, o Sirena, que con lo dulce del canto destas dos niñas cautivas, y acabas tu amor? Sin duda fue siempre fingido, pues le negaste a quien jamás le negó el más fiero animal. ¿Eres cristiana? Que si lo eres, llamarete buey silvestre, pues no supiste aprovecharte de el bien que tenías en el corazón. Cualquier cristiano tiene la Fe de Jesucristo en sus entrañas, y despreciando tanto bien, se condenan algunos. El buey silvestre tiene en medio de el corazón una piedra, que traída en la boca, jamás se siente la sed, y de ordinario muere de ser el buey Silvestre, teniendo este bien consigo. ¡Ay de ti! que si como vives, acabas, mal acabarás, pues a una mala vida, se sigue una mala muerte.

Así dijo, y mirándome al rostro, me preguntó, dónde, o cómo hallaste este retrato de la que me parió. Ésta es Clori, tan parecida, que creo que la acaban de retratar, y aun me parece que hoy está más hermosa, porque a más años la vino más perfección. ¡Oh madre, aunque cruel!, que al verte me has enternecido el alma; deja que bese esos labios tu infeliz hija.

Volví a verla en esta acción algo tierna de ojos, y por divertirla, la dije: Ven conmigo a ver si entre los papeles que en la choza tengo, hallamos cosa que importe. Fuimos, y en un zurrón topamos toda la historia de Álvaro, escrita, y firmada de su mano, y buscando lugar acomodado a la vista del mar, leyó así.

Oh tú, cualquiera que seas, en cuyas manos se viere este papel, que con tinta de mis venas, y agua de mis ojos escribo, oye: Nací en esta isla, mancha que el mar permitió en sus cristales. Mis padres, que por cierta desgracia aportaron, huyendo a este sitio desierto, algún tiempo población, ejercitáronse en criar ganado de cabras, y ovejas, caudal que aunque corto, me dejaron después de sus días, que como eran días cargados de penas, presto dieron en tierra. Crieme hasta los veinte años, en cuya edad, una mañana saliendo de mi humilde choza, oí ruido en las cercanas aguas, y encubierto, noté que de un barco pequeño se apeaban a tierra dos hombres con una mujer, cuyas ansias manifestaban notable pena: y así que pisaron esta isla, sin examinarla toda, amonestaron a la afligida, que escogiese muerte, que eso sólo la permitían: y sus palabras, llenas de lágrimas, pidieron a los dos crueles la dejasen parir, porque los dolores eran grandes, y que la concediesen no peligrase el fruto de sus entrañas, inocente de las culpas de su madre; pero la mucha pasión de los dos no quiso concederla lo que pedía, y ya dispuestos a darla muerte, empuñando yo una gruesa rama que allí tenía, salí a ellos, que al verme en traje rústico de aquel modo, huyeron tan apriesa, que al valerse de su barco, les faltó, y se ahogaron. A este tiempo parió la mujer, y al cobrar algún aliento, fue el último, pues espiró.

Acudí a lo recién nacido, y hallé una hemosa niña, de quien cuidé, pues cobrando el barco, la llevé a la más cercana población, donde echa cristiana, di a criar hasta la edad de doce años, que fui por ella, y traje a mi compañía. Llegó al estremo de la hermosura, y yo, herido del amor, volviendo a la aldea, con gusto suyo, sabida su historia, nos casamos, siendo mi edad de treinta y seis años, y la suya de diez y seis. Vivía con ella, y con todo el gusto de el mundo, dándonos el cielo una hija, original retrato de su ingrata madre, pues dándome unas fieras calenturas, de cuya fiebre me postré, sin poder andar; estando así un día, oí un grande ruido en el mar de gente, que desembarcaba a mi isla, sin poder ver la causa, por no poderme mover, hasta que sosegándose algo, y viendo que no venía mi ausente esposa, y que su querida hija lloraba, me animé como pude, y hallé menos a mi compañía, y en su lugar un recién nacido infante. No salí tan tarde, que no viese en el cristalino campo que la llevaban unos hombres en un barco, y que al verme no hizo demonstración de sentimiento, antes con un paño blanco me daba como vaya burlesca.

Fue grande mi pena, en tanto grado, que cegado de la pasión, quise echarme al agua; pero las débiles fuerzas lo impidieron, obligándome el ansia, y unas letras que vi formadas en el arena, que decían así:

Siempre deseé ver más hombres, que mi natural con un continuo rostro no se contentaba. Llegó la ocasión deseada, y por eso me ausento de ti para siempre.

Concebí tanto enojo, que tomando a la tierna corderilla, la quité la vida, y enterré en el sitio, que hay una piedra, en cuya frente leeréis parte de mi historia, y en su lugar crié al infante que hallé arrojado, sin duda por otra semejante causa, pues se dejó entender, que los que llevaron a mi esposa, traían al tierno pimpollo a dejarle, y perderle, sin matarle; acciones todas de bárbaros, y salvajes indios, pues aunque la disciplina católica nos ha dado luces hermosas, el natural en algunos es perverso, y el mío peor que todos. A Dios pide perdón Álvaro el desdichado.

Aquí llegó la relación, y yo que tal oí, conocí ser el segundo Álvaro, y sin saber otra cosa de mí, estimando a la hermosa relatora la razón declarada, la dije: Parecidos somos en ser arrojados, y sólo tengo por la mayor dicha el haber aportado a mi isla el tesoro de las Indias, su plata en tus pechos, su oro en tus cabellos, sus perlas, y aljófar en tus lágrimas, sus diamantes en tus dientes, sus corales en tus labios, su ámbar en tu aliento, y aun en ti se han de hallar más riquezas, que en todos sus senos.

Entonces, agradecida, y cortés, dando muestras de su amor, y amparo que hallaba, me ofreció los brazos, diciendo: Tuya soy, haz de mí lo que quisieres. Perdóneme el yugo santo, y sus Sacramentos, que con tal ocasión, cegado de amor, la gocé por espacio de un año, deseando siempre ocasión de salir de aquella isla, y casarme con ella, buscando otro modo de vida, pues con palabra de esposo vivía con esperanzas. Pero mis penas, fortuna, y desdichas juntas, cortaron el hilo a mis glorias, pues dándola un repentino mal, en tres días murió, dando fin mis alientos, aunque con los pocos que me quedaron, ordené de amortajarla, y al hacerlo, la hallé unos silicios brutos, de ásperas yerbas, que herían sus carnes, y a raíz de el pecho una cruz, tan imprimida en él, que la servía de engaste, matizado de gotas de sangre, o rubíes de una alma penitente. Este bien perdí, dejadme llorar sin consuelo, pues no le imagino, habiendo perdido una belleza santa. Mas fuerza será el contaros del modo que salí al mundo, o a la confusión.

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