Francisco Umbral

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Fábula negra

La tristeza

La soledad

El presente

Fábula negra

Allí estaba, en su extraño tenderete, a la sombra de los negros pájaros, el hombre que criaba cuervos. Los cuervos se posaban en los palos del tenderete y picoteaban lo que el hombre les daba de comer en la mano. De pronto, uno de los bichos echaba a volar, describía unos círculos en el cielo y descendía de nuevo. Los cuervos miraban al hombre con sus caras de cuervos, esperando más carroña. Los había grandes y pequeños. Vino el hombre que daba pan a perro ajeno.

       _¿Qué hace usted ahí con esos pajarracos? _preguntó.

       _Ya lo ve. Crío cuervos.

El otro bajó la cabeza y no dijo nada. El criador de cuervos era delgado, asténico, funerario, bondadoso.

.  El hombre que daba pan a perro ajeno era pícnico, ruboroso, lento y llevaba los bolsillos reventones de pan tierno y de

pan duro.                          "

_Ya sé lo que está usted pensando _dijo el hombre que criaba cuervos.

Hubo un silencio.

_Bueno, yo no he dicho nada _se disculpó el otro, sin tener de qué disculparse.

_Sí; está usted pensando que a quien cría cuervos, los cuervos le sacarán los ojos.

      El hombre que daba pan a perro ajeno hizo un vago gesto de asentimiento fatalista, como queriendo decir: «Ya veo que es por su propio gusto; usted se lo busca; conoce su destino».

      _Qué se le va a hacer _suspiró el criador de cuervos, tomando de un cubo un puñado de carroña y acercándolo al pico del cuervo que se le había posado en un hombro_. Ya cuál es mi destino. Crío cuervos y me sacarán los ojos. Pero es lo que he deseado toda mi vida. Desde pequeño. Criar cuervos.

      El otro no ocultaba ya su repugnancia a la vista de los pajarracos, y miraba un poco hipnotizadamente cómo el cuervo comía en la mano de su dueño.

_De pequeño, en mi pueblo _prosiguió melancólicamente el hombre alto_ cayó un día en mis manos una cría de cuervos. Le salvé la vida con muchos cuidados. Estaba a punto de morir. Y ahí empezó todo. Desde entonces comprendí que el destino de mi vida era criar cuervos.

_¿ Y no pensó usted nunca en el refrán? Vamos, en la frase esa, quiero decir. Claro que no es más que una frase y...

El hombre pícnico había sacado de un bolsillo de la chaqueta un mendrugo de pan y se puso a roerlo con sus dientecillos. El otro seguía hablando de su pueblo, de su infancia, de los cuervos, de que un día, fatalmente, uno de aquellos cuervos le sacaría los ojos. Pero su interlocutor ya no le escuchaba. Se había parado allí cerca de un perro sin raza, bohemio, sucio, y el hombre que daba pan a perro ajeno se quitó el pan de la boca para ofrecérselo al can, que en seguida empezó a triturarlo con sus agudos dientes.

_¿Por qué hace usted eso? _preguntó el criador de cuervos.

_Ya ve. Yo doy pan a perro ajeno. Llevo los bolsillos llenos de pan. ¿Quiere usted un poco?

      _Pero ese perro no es de nadie. Es un perro callejero.

      _No hago excepciones. Decía que si quiere un poco de pan. ¿Les gusta a sus pájaros el pan?

El hombre que criaba cuervos se volvió a mirar con ternura a sus bichos. Recordaba a los hombres que venden canarios en el Rastro y en los mercados, y los llevan en una especie de estandarte de palos cruzados.

      _Me parece que no _dijo__. Y no se lo tome usted a mal _añadió_, pero ellos son así.

      _Usted sí me aceptará un mendrugo ...

      _Por supuesto _dijo el otro, agradecido.

Y los dos hombres se repartieron un pedazo de pan. Masticaban en silencio, mirándose de vez en cuando a los ojos como para decirse algo, pero sin decir nada. Al fin, habló el que criaba cuervos:

_Si siempre anda usted dando pan a los perros ajenos, pierde pan y pierde perro. Ya lo dice el refrán.

      _Por supuesto. Nunca he conseguido tener un perro propio.                                     .

      Hubo otro silencio lleno de melancolía de aquel hombre sin perro. Los dos hombres seguían masticando. El perro callejero roía su mendrugo. Los cuervos lo miraban todo y graznaban entre ellos dando picotazos crueles al aire.

      _Le gustan mucho los perros, ¿eh?

     _Ya ve. No puedo ver un perro sin ofrecerle un pedazo de pan. Tienen siempre esa mirada de hambre... Incluso los perros de rico, no vaya a creer. ¿Usted se ha fijado en la mirada de un perro? El perro debe de haber pasado hambre, mucha hambre, no sé cuándo, quizá era lobo, en algún tiempo remoto. Se han dicho muchas cosas sobre los ojos de los perros. Que miran con gratitud, con ternura, con inteligencia. Se ha dicho que el perro es el mejor amigo del hombre. Qué quiere que le diga. Yo lo único que veo en la mirada de un perro es hambre. Siempre hambre. Por eso no puedo menos de...

_¿ Y por qué no prueba a tener un perro propio? _preguntó el que criaba cuervos, alargando su delgado brazo con el fin de acariciar el negro plumaje de uno de aquellos pajarracos.

_No. Sería imposible. Si yo tuviera un perro propio, siempre el mismo, acabaría por ignorar a los demás perros. Acabaría haciéndome egoísta. O lo que es peor _añadió después de una pausa_·, acabaría traicionando a mi perro. Dando pan a otros perros a escondidas ...

       El otro asintió con la cabeza. Comprendía.

_Al fin y al cabo, el perro es un animal agradecido _dijo_. Estaba pensando, sin duda, en su estéril tarea, en su ingrato destino de criador de cuervos.

      _Ésos no, claro ... _suspiró el otro, apuntando vagamente a los pajarracos.

      El hombre alto denegó con la cabeza. _y luego, el peligro de ...

      _Sí, no le importe decirlo. Lo del refrán. Uno de éstos acabará sacándome los ojos. Es ley de vida. Si por lo menos supiera cuál de ellos va a ser _y los abarcó a todos con una mirada.

      _¿Para qué quiere usted saberlo?

      _Para quererle más que a los otros.

      _Los cuervos son un poco como Judas, ¿no?

      _Sí. Como Judas ... Pobrecillos; pero ellos no saben lo que hacen ...

Y había ternura en sus palabras. Era un criador de cuervos con corazón de criador de gorrioncillos.

       Otro perro se había acercado por allí.

_Un deeshound. Es un deeshound_dijo el hombre que daba pan a perro ajeno, disponiéndose a echarle un pedazo al animal.

      _¿Conoce usted todas las razas de perros?

      _Bueno, no todas. Algunas. Pero ya le he dicho que no hago distinciones. Un perro es un perro. Con collar o sin collar. Perdido o con dueño, yo no puedo menos de darles a todos un pedazo de pan. Sé que es lo que esperan de mí. Es lo que esperan del hombre. Para ellos debemos ser como dioses. Es la fortuna que tienen los animales. ¿No ha pensado usted eso?

_No. Nunca lo había pensqdo, Pero quizá por eso mis­mo crío yo cuervos.

_Claro. Un hombre es un dios para un perro ... Bueno, y para un cuervo _concedió después de una pausa. En tanto habían ido acercándose otros perros en torno al hombre, que, afanoso, se sacaba pan de todos los bolsillos, de entre la ropa, y lo repartía a las bestias. Los perros mordían y gruñían. Los cuervos graznaban y su dueño les daba de comer distraídamente, mientras contemplaba con austera ternura la labor del desconocido.

      _¿No cree usted que nos tomamos demasiado trabajo por estos bichos? _dijo de pronto uno de los hombres.

      _Quién sabe. Nunca se sabe _dijo el otro.

Y se sonrieron melancólicamente, amistosamente, comprensivamente, entre los perros y los cuervos.

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La tristeza. 

22-XI-2000 

La tristeza ha venido como un buque vacío,
la tristeza ha encallado en mi pecho de piedra.
Me trae en sus bodegas toda una vida vieja,
quintales de nostalgia
y el whisky que he bebido.
La tristeza ha venido con faros apagados.
No sé de dónde viene ni por qué me visita
yo mismo soy un puerto donde para la noche
el mar, como noviembre, va ya de retirada.
Somos un puerto unánime,
puerto de tierra adentro
donde llegan los meses
como veleros lánguidos.
La tristeza ha venido
y me golpea despacio
como el agua golpea
en los acantilados.
Soy un acantilado
de muertos sucesivos
y estoy aquí parado,
bajo una lluvia fina,
junto al silencio frío
del buque de la pena.
¿Cuánto dura noviembre, cuánto dura una vida,
cuánto durará un hombre que tiene ya en el pecho
ese peso dormido de los buques sin gente, 
de los mares sin luna, de los mortuorios días? 

 

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 La soledad. 

23-IV-2001.

Hablo de soledad
porque estoy solo.
Soledad es un pez que nada el tiempo, 
la soledad es una puerta abierta
que da a puertas abiertas 
y vacías. 
No es ausencia de gente el estar solo. 
Es ausencia de mí entre la gente. 
El que no está soy yo, 
y ellos no saben, 
soledad es morirse a cualquier hora 
junto al museo de los medicamentos. 
  
Soledad es un agua que no hay, 
un sol que se ha dormido en los cristales, 
silla que no hace juego, 
un hueco en la memoria, 
soledad es un hombre solitario 
que se acerca a mirar las papeleras. 
Hoy me he visto a mí mismo, 
fastuoso de soledad, como un mendigo, 
mirando una lejana papelera 
y sacando un periódico del fondo, 
que es el mismo que lleva en el bolsillo, 
porque lo sacó ayer, y así por siempre. 

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El presente.

5-II-2001.
El presente no es tiempo, 
es lo que pasa. 
En el presente se enlaguna el sol, 
se quedan las muchachas sólo luz, 
se paran los caballos en su vuelo
y se hacen realidad todas las cosas
que ya eran realidad, pero más pobre. 
    
Ya no hay más que presente, 
yo no tengo otra patria. 
Vivir en el presente 
como en una despensa, 
rodeado de las cosas 
que me tiran del pelo 
como gatos. 
Todo lo alimenticio 
que nos cuelga del techo 
en la cocina, 
lo que cuelga del cielo, 
dioses y águilas.
En el cielo es presente,
levanta la cabeza 
y verás a las nubes
paradas como estatuas en el Louvre. 
Presente es ahora mismo, es ahora ya.
No quisiera esta oda
durar más  que el segundo del presente
y dar paso en seguida
a otro puro presente que es el mismo.

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