Fray Mocho

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Pascalino

Los azahares de Juanita

Acúsome, padre

La lección de lectura

Los lunares de mi prima

Entre mi tía y yo

PASCALINO

E

s uno de nuestros calabreses más distinguidos y al mismo tiempo el verdulero más popular del barrio de la Piedad, cuyas calles recorre diariamente con su carrito de mano, desempeñando alternativamente el papel de caballo de tiro y el de comerciante al menudeo.

        Es una especie de guión tirado desde la elegante casa de familia hasta el modesto cuarto de conventillo, y él nivela, tuteándolas, a la empingorotada dama a quien le falta de repente algún ingrediente para preparar un plato improvisado, con la cocinera sin trabajo, que para no perder la costumbre y asentar la mano, se sisa a sí misma cinco centavos en el clásico puchero.

        Con su galerita terciada sobre la oreja, sus pantalones y su saco deshermanados, que de puro cortos ya casi ni se saludan, va de puerta en puerta, asomando su cara de doble sentido _pues desde la boca para arriba parece ser un flaco melancólico, y desde el mismo punto para abajo, de un gordo di­vertido_ y, gritando con doliente voz de falsete, que se filtra como en chorritos como a través de una maceada cosmopolita, verdadera asamblea de puchos callejeros:

        _¡Se me caen los pantalones! ...    ¡ay!...      ¡se me caen los pantalones!

        La frase pregonera, que más perece anunciadora de una catástrofe escandalosa, ya no llama, sin embargo, la atención de la clientela: todo el barrio la conoce y sabe que traducida al criollo quiere decir simplemente:

        _¡Señora!... ¡Aquí está Pascalino!...

        Y convocadas por ella salen las compradoras a la puerta, quienes francamente y quienes con un gracioso recato, revelador de escrúpulos sociales muy recomendables, mientras otras entablan su negociación desde el descanso de la escalera, obligándole a viajes frecuentes, hasta el carrito, que le permiten despegar las gracias de su porte.

        _¿Tiene longaniza, marchante?

        _¡Merá! ¡Num gomprate chalchicho oggi!. . . ¡Num é buona per naida!

        _¿Por qué?

        _¡Mo!. . . ¡Yandangarando peritili canachi dil monichipio!

        _¿Qué me dice?

        Aquí Pascalino, que se siente importante con su noticia, exclama en tono sentencioso al par que discretamente petulante:

        _¡Domandalo al tuo maritos! ... ¡Li canachi, vendono li periti a cuelo qui fanno cholchicho.. . ¡Guandio ti lo dicos e berqué lo só!

        Y extrayendo del carrito un envoltorio de papeles, y de éste unas yuntas de chorizos que para lucirlos mejor hace cabalgar sobre su índice:

        _Merá!... ¡Roba fina, cuesta! ... ¡Mó! ... ¡Li chorichi non si fanno gum artigoli di perro!... . . ¡Cuesto si po mangiare comí ti lo dico!

        _Pero marchante... ¡yo lo que necesito son longanizas!

        _¡Ti prechisa chorichi! ... ¡Lo só bene! ...     ¡L'al­tra ruba non é buona, te l' ho deto!

        _Pero vea, marchante...

        Pascalino se siente arrebatado; las venas del cuello se le inflan, los ojos se le inyectan; le revuelve la bilis, evidentemente, la terquedad de una cliente que quiere longanizas cuando él no tiene y se encamina apresuradamente a su carro como para marcharse, pero vuelve con la misma rapidez, se encara con ella, desocupa la boca de la mascada que le dificulta la palabra, y dice con tono despreciativo, aunque casi lloriqueante de puro meloso y derretido:

       _¡Mó! ¿Berqué nun parlate guiare allora? ... ¡Voy volete artigoli fati con gose di pero! ... ¡Ebe­ne!... ¡Andati al meregato si volete!... ¡Pascalino non dimentigará di la sua fama!

        Y ante semejante indignación la compradora que necesitaba longanizas, se somete a la tiranía del marchante que, de casa en casa y de puerta en puerta. urde mentiras en su media lengua e impone su voluntad soberana.

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LOS AZAHARES DE JUANITA

M

 

irar los blancos azahares con que se coronan las novias en tren de matrimonio, y sentir una carcajada cosquillearme en la garganta, es todo uno.

Y esto me sucede, no porque sea un cotorrón canalla y descreído, sino porque me acuerdo de Juanita la hija de nuestra vecina doña Antonia, que se casó con mi tío Juan Alberto.

      ¡Qué impresión sentí cuando la ví coronada de blancas flores de naranjo, emblema de la pureza, a aquella pícara y graciosa muchacha con quien había trincado tanto en el jardín de mi casa!

      Vino a mi mente, con toda claridad, la tarde aquella en que por vez primera nos dimos un beso, que fue el incubador de los millones en germen que Juanita escondía en las extremidades de su boquita rosada.

***

      Según costumbre, Juanita y yo —dos muchachos de 13 años— habíamos ido al jardín en busca de violetas, durante una templada tarde de Agosto.

      Allí, sentados a la sombra de los grandes árboles, escudriñábamos entre las hojas verdes, buscando las pequeñas flores fragantes.

      Examinábamos la misma mata y de repente nuestras manos se encontraron sobre el tallo de una gran violeta nacida al reparo de una piedra, que yo me apresuré a cortar.

      —¡Qué linda... —dijo ella,— dámela!

      —¡No!... es para mi ramo!

      —¡Dámela, me repitió, pero esta vez con un tono tal, que me obligó a mirarla a la cara... ¡no seas malo!

      Y sus ojos negros fijándose en los míos me hicieron experimentar algo de que aún no me doy cuenta.

      —¿No me la das?... —volvió a preguntarme.

      Y como yo al mirarla me sonriera, se rió ella, mostrándome sus pequeños dientes blancos, mientras exclamaba con un tono de reproche... ¡Malo!

      —Y si te la doy, ¿qué me das a mí? —le pregunté mirándola fijamente. — Dámela volvió a decirme, queriendo arrebatarme la codiciada flor y sin responder a mi pregunta.

      — Bueno... ¿qué me das?

      — ¡Si no tengo nada que darte!

      Y se puso encendida

      — ¡Dame un beso!... ¿Quiéres?

      — ¡Gran cosa!... ¿Y me das la violeta esa?

      — ¡Sí...! ¡No!... ¡Dame dos besos y te la doy!

      — No... no quiero... ¡nos van a ver!

      — ¡No nos ven... nos vamos allá... a la glorieta!_ Y me acuerdo que sin saber como, me encontré teniendo una de sus manecitas lindas, entre las mías.

      — No... No...

      — ¡Vamos... te la doy!

       Y al decirle esto la tomé por la cintura para hacerla levantarse.

      Se puso de pié y como yo le hubiera hecho cosquillas, se reía.

      Riéndose me siguió.

***

      Nos sentamos en un banco perdido entre el follaje, uno al lado del otro.

       — Bueno... dame la violeta primero —me dijo.

      — ¡Qué esperanza!... Primero los besos...

      — No, no..., me vas a hacer trampa.

      — Bueno... ¡los dos a un tiempo entonces!

      — ¡Oh! ¿Y cómo?

      — Vos tomas la violeta del tronquito y cuando me des los besos, la largo.

      Así lo hicimos, pero yo recibí los besos y no largué el tronquito.

      — ¡Tramposo!

      Y se dejó caer a mi lado haciéndose la que lloraba.

     — Si no me los has dado. ¡Yo fui el que te los di...!

      — ¡Pues no!... Es lo mismo después de todo...!

      Y yo pasé mi brazo alrededor de su talle aún no bien formado, yendo a poner mi mano sobre su corazoncito que sentí latía tan ligero como el mío, sintiendo a la vez otra cosa que me deleitó tocar.

      — Bah!... mano larga!... — me dijo y riéndose porque le hacía cosquillas... —déjame!

      Como yo continuara se echó para atrás descubriendo su cuello terso y se rió con toda franqueza, entrecerrando sus ojos negros.

      Yo me levanté sin retirar mi mano de sobre su corazoncito que seguía latiendo apresurado y estirándome hasta alcanzar su boca entreabierta traté de juntar con los míos sus labios rojos y húmedos.

      Sentí que me pasaba la mano por el cuello y reteniendo su cabeza junto a la mía, me besaba sin contar cuantas veces lo hacía.

      No sé lo que pasó por nosotros, sólo recuerdo que cuando adquirimos conciencia de nuestra situación, nos hallábamos fuera del banco, envueltos entre las madreselvas de la glorieta, que nos embriagaban con la fragancia de las flores.

***

       Y olvidamos la gran violeta crecida al reparo de la piedra, pero no la escena de la glorieta.

      Todas las tardes íbamos a ella con pretexto de hacer nuestros ramos y la abandonábamos tras largo rato, llevando las flores tal como las habíamos traído.

      Después, hombre yo y mujer ella, muchas veces nos hallamos en la glorieta querida con el mismo pretexto que cuando niños!

***

      El destino nos separó y volví a verla recién la noche de su casamiento con mi tío Juan Alberto, coronada de blancos azahares.

      Al verlos, recordé la glorieta verde del jardín de mi casa y por eso me impresioné tanto; por eso exclamé lo que siempre repito cuando veo una novia con su corona blanca.

      — ¡Ah... los azahares!... representan la pureza.

 

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ACÚSOME PADRE

 E

 

ra ella una mujer de la vida alegre, como se decía antiguamente, a una horizontal, como se dice hoy en que afrancesarse es la moda.

Inteligente, instruida lo bastante para llamar la atención, y narradora admirable, se podían pasar momentos agradabilísimos en su compañía.

      Yo cultivaba su amistad aún cuando con ciertas reservas, dada mi posición social.

      En mis frecuentes conversaciones con ella había notado su gran animadversión hacia los miembros del clero, hacia los pollerudos como los llamaba, y, una noche en que, en la mayor intimidad tomábamos una botella de cerveza en su modesto comedor, le averigüé las causas.

      — Vea, me dijo, los aborrezco porque a uno de ellos le debo el no ser una mujer honrada... o mejor dicho, ser lo que soy! Y me refirió, poco más o menos, lo siguiente.

***

      En 1872 tenía yo 13 años y era una pollita de las que ustedes llaman ricotonas ... no es por alabarme.

      Mis padres gozaban de una posición no desahogada, pero sí mediana, querían hacer de mi una maestra de escuela y me tenían en un Colegio de Hermanas de Caridad situado en la parroquia de X... en que vivíamos y próximo a mi casa.

      Todas las mañanas iba a él a las seis y lo dejaba a las cinco de la tarde, recorriendo sola el corto trayecto y teniendo por costumbre entrar a la venida y a la ida al templo parroquial, que me quedaba de camino a hacer mis oraciones.

      Extremadamente religiosa por mi educación, encontraba en mi madre grande estímulo para observar las prácticas piadosas, pues, me hacía confesar casi diariamente ignorando la pobre que con ello cavaba la fosa en que había de sepultar la felicidad de mi vida.

      Era mi confesor, el párroco del templo en que siempre oraba un sacerdote extranjero como de treinta años de edad, bastante buen mozo y que dada la frecuencia con que me veía había llegado a tener conmigo cierta confianza.

      Con motivo de mi primera comunión me atestiguó su afecto, regalándome varias estampitas iluminadas y un libro de misa lleno de viñetas y con los cantos dorados.

      Esos obsequios como lo comprenderá, lo elevaron a grande altura en mi consideración de niña y estrecharon los vínculos de la especie de amistad que nos ligaba, imprimiéndole un sello de intimidad de que antes carecía.

      Como prueba de amistosa distinción acabó por no oírme en el confesionario; lo hacía en la sacristía, y en la Secretaría y llegó hasta darme un beso en la frente varias veces, después de terminada la confesión.

      Un día de tantos llevome a la Secretaría y sentándose en el gran sillón forrado de seda punzó que había frente al escritorio, llamóme a su lado y levantándome en alto cuando yo menos lo pensaba, me colocó en sus faldas.

      Este proceder me llenó de turbación, pero el respeto que le profesaba no dejó triunfar en mí la idea que tuve de separarme de su lado y buscar un asiento más propio y donde me hallara con más tranquilidad. Me acuerdo que me latía el corazón muy ligero.

      Después de arreglarme las ropas descompuestas por el esfuerzo hecho para alzarme, recuerdo que me dijo al mismo tiempo que me daba un beso en la boca sin que pudiera impedirlo:

      — ¡Si vieras la sorpresa que te preparó para él próximo domingo!... Te voy a hacer un regalo precioso, a tí que eres la niña más buena, más piadosa y más linda de la parroquia... ¿A qué no adivinas lo que voy a regalarte?

      Y su voz temblaba un poco.

      — ¡No padre!... _le contesté toda ruborizada porque sentí su mano izquierda apoyarse sobre mis rodillas, dulcemente y como al descuido, mientras que con la derecha me retenía en sus faldas.

      — ¡Bueno!... ¡Adivina!... piensa en lo que más te guste... Y volvió a besarme, pero esta vez en el cuello.

      Permanecí muda, me preocupaba aquella mano izquierda que me acariciaba cada vez con más franqueza y que se había ocultado a mis ojos.

      — ¡Pues te voy a regalar un bonito relicario de oro con una reliquia milagrosísima!... Y apretándome al mismo tiempo contra sí, me dió un beso en la oreja que me mareó, mientras que aquella mano que me preocupaba, avanzaba... avanzaba... y me hacía deliciosas cosquillas.

      Mi pudor revelándose súbitamente, pudo más que el placer que me causaba la promesa de mi confesor y sus cosquillas que me movían a risa. Repuesta del aturdimiento que me produjo su beso en la oreja y roja de vergüenza, me dejé caer de sus faldas y quise alejarme.

      — ¿Qué tienes?... me preguntó con un aire de inocencia que algo me tranquilizó, reteniéndome no obstante por la cintura, vuelta mi cara hacia él... ¿No te gusta mi regalo... eh?...

      Y nuevamente comenzó a hacerme cosquillas aun cuando esta vez con ambas manos.

      Yo me eché a reír.

      También se rió él y continuó acariciándome.

      Luego me pregunto si sus caricias me gustaban, en un momento en que me puse más encendida que nunca, y me dio un prolongado beso en los labios que yo recuerdo que devolví, sin saber ni lo que hacía y sin poder hablar una palabra.

      Después volvió a colocarme sobre sus faldas sin que opusiera la menor resistencia una emoción desconocida paralizaba mis miembros.

      Mis manos temblaban, y mi corazón lo sentía latir como nunca. La sangre me comenzó a subir a la cabeza y noté que mis mejillas ardían y mi boca se secaba al calor de aquel fuego de que era presa.

      Lejos de hacerme experimentar cosquillas las caricias de mi confesor, me producían una sensación voluptuosa que a pesar de mi turbación me deleitaba.

      Largo rato estuvo besándome y yo devolviéndole sus besos; sus manos temblaban tantos como las mías.

      De repente mi boca se unió a la suya ardientemente y casi a mi pesar; algo como una nube pasó sobre mí y creo que me desmayé.

      Solo sé que perdí la noción de mi propio ser y que en ese momento dí besos como jamás los he dado.

***

      Me parece innecesario decirle que desde esa tarde me confesé todos los días en la Secretaría, con la puerta cerrada.

      A los seis meses de confesión continua abandoné furtivamente esta ciudad acompañada de mi confesor y me dirigí al Brasil de donde pasé a Europa.

      Regresé a los nueve años y ya no encontré familia en Buenos Aires; mis pobres viejos habían fallecido!

      — Y él, le pregunté, ¿qué se hizo?

      — Me abandonó en Marsella... los curas son como todos ustedes... pan para hoy y hambre para mañana!

 

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LA LECCIÓN DE LECTURA

M

 

i primo Santiago se rió con toda franqueza al oir mi pregunta y exclamó con ese tono picarezco que es peculiar al que dice una cosa y quiere que le entiendan otra:

—No fué por raptor que me acusó el viejo mayordomo de tu padre, sino por corruptor de las buenas costumbres.

      —¡Bueno!... ¡Pero es lo mismo!

      —¡No es lo mismo... ¡cabe un distingo!

      —Pero el hecho es que usted la robó a Felipa, la hija del mayordomo y que la sacaron de su cuarto...

      —¡No es verdad! A ella la sacaron de mi cuarto pero yo no la había robado... se había venido por sus propios pies. Eso lo confesó ella... Fué por esta causa que el padre me acusó solamente de corruptor.

      —Cuénteme entonces como fué.

      —¡Bah... bah... pequeño crápula!
      —No; si no es por crapulismo... es que quiero aumentar mis cuentos verdes... ¡ya sabe que hago colección!

      Y el primo Santiago me refirió lo siguiente con un lujo tal de detalles que me veo obligado a suprimir la mitad para que no se me tache de larguero.

***

      Tu padre me llevó a la gran chacra que tenía en la estancia y me encargó de ella... fué en 18...

      Entonces Felipa—tú sabes qué mujer fué después la tal Felipa—era una pollita de 13 años que el mayordomo cuidaba más que a sus pesos.

      Morenita, gruesa, con una pierna y un cuerpito de aquellos que parecen hechos, nada más, para que se siembren besos; era encantadora la pequeña.

      Y aquí mi primo se saboreó y comenzó a buscar los cigarrillos.

      _Yo le eché el ojo desde la llegada; no podía ser por menos.

      Figúrate aquella frutita rica, silvestre, que crecía sin saber para qué, exquisita a que el primer día se la engullera un estómago de patán incapaz de apreciarla en su verdadero valor...

      ¡Y luego era un rayo la muchacha!

***

      Dejé pasar un tiempo y una tarde le digo al viejo:

      —¿Dígame, por qué no le enseña a leer a Felipa en los momentos desocupados? ¿En qué va a pasar el tiempo la pobre cuando sea moza, no teniendo madre, ni nadie que le haga compañía... tan solita?

      —¡Ya he pensado!... Pero yo no sé leer Don Santiago y pacerle venir un maestro... usted sabe... eso cuesta!

      —¡Pero hombre, amigo, le enseñaré yo... valiente!... No es trabajo...

      Y el pobre mayordomo acogió con tres muestras de alegría mi proposición que no pudo menos que exclamar:

      —¡Yo cumplo con mi deber de hombre honrado defendiendo la luz de la civilización!... ¡No me agradezca!

      Y desde el otro día comenzamos las lecciones bajo la vigilancia del padre que quería asistir a todos los progresos de su hija.

      Yo esperaba como el gato, morrongueando, el menor descuido para tender la garra acerada.
      ¡Y el hecho aconteció!

      A los pocos días el viejo no asistió más a las lecciones que eran dadas a la noche en el vasto comedor, porque se dormía oyendo el a, b, c.

      _Comprende, primo?... El gato levantó la cabeza y se lamió el hocico con su lengua blancuzca y áspera como una lija.

      Y aquí lió su cigarrillo con toda calma, comenzando a buscar los fórforos entre los innumerables bolsillos de su saco, que es de memoria tradicional en la familia.

***

      _Una tarde deletreábamos el m, a, ma cuando se me ocurrió acercarla bien a mi para oírle mejor la lectura: estaba un poco sordo.

      Le pasé el brazo por la cintura y sin decirle una palabra le atraje hacia mis rodillas con todo disimulo.

      Deletreó admirablemente y no pude menos que darle un besito — el primero — en la orejita rosada, en un puntito que hoy encontraría todavía con los ojos cerrados.

      —¡Muy bien mi hijita, exclamé, muy bien!

      Y la levanté en alto sentándola sobre mi pierna izquierda en demostración de mi admiración por su inteligencia y en premio de su sabiduría.

      Levantó la pobrecita sus ojos negros hasta mi rostro y viéndome tranquilo y corriente, no trató de bajarse, sino que, haciendo un gestito coqueto aún cuando estaba muy colorada, se estiró bien su vestidito azul de lanilla que había dejado en descubierto una rodilla gorda, carnuda que daba ganas de comerla y luego con unos ojitos...

      Mi primo encontró su caja de fósforos y la hizo sonar para cerciorarle de que no estaba vacia.

***

      _¿Qué más te diré? Desde ese día ya no le enseñé sino teniéndola en mis faldas y así fué como aprendió a irse a mi cuarto... sin que yo la llevara.

      Aquí mi primo sacó un fósforo y me dijo:

      —No cabía más acusación que la de corrupción...

      —Bueno, ¿pero le enseñó a leer, primo?

      Encendió su cigarrillo y envuelta en la primera humada lanzó la frase siguiente:
      —¡Ya lo creo!... Cuando la pillaron en mi cuarto hacía tiempo que leía de corrido y con mucha corrección... ¡Siempre me felicité de haber sido su maestro, pues tu sabes lo afecta que fué siempre Felipa, a la lectura!

 

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LOS LUNARES DE MI PRIMA

 L

 

a historia de los únicos amores serios que he tenido, es algo que siempre he deseado contar y que hasta hoy no lo he hecho esperando que abandonara la tierra, aquella que debió ser mi compañera.

      Hoy que eso ha sucedido, quiero confiar al papel lo que solo durante tantos años ha guardado mi memoria.

***

      Nunca me acuerdo de la época en que hube de casarme con mi linda prima Margarita, sin que se erice el cabello.

      Si no hubiera sido la indiscreción de Pedro, el gallego sirviente que desde hacía tres años tenía mi tío Cipriano, indudablemente yo sería a la fecha un honrado padre de familia y no un solteron calavera que pasea continuamente del brazo con el fastidio.
      Sin embargo, le agradezco al pobre gallego el servicio que me hizo, impidiéndome que con el tiempo llegara a ser uno de esos que llevan lo que todos ven menos ellos.

***

      Al cumplir los veinte y cuatro años y recibir mi título de escribano, me encontré solo en el mundo; sentí la nostalgia del hogar; quise hacerme una familia, hablando claro.

      Entonces me fijé en mi prima Margarita, cuyo padre había sido tan bueno para mí.

      Noté que era una real moza y me expliqué recién la causa porque me daba rabia cuando sabía que alguno la festejaba o le hacía monerías que yo siempre encontraba estúpidas.

***

      Era una morochita rosada, dueña de unos ojos negros, pestañudos y más llenos de promesas que boca de un candidato presidencial, y de un cuerpo, un aire, un modo de caminar y un lunar sobre la boca, un poco a la izquierda de la nariz, que eran verdaderamente enloquecedores.

      ¡Y luego aquel pelito corto que usaba y le daba un aire tan calavera!

      Traté de entenderme con ella y a poco andar lo conseguí, máxime cuando mi pobre tío Cipriano hacía tiempo que me tenía echado el ojo para yerno.

***

      Obtenido el consentimiento de los tíos de hacer de su hija mi compañera y previo el beneplácito de ésta que, entre paréntesis, lo concedió no bien lo solicité, me entregué con todo ardor a ser un perfecto novio.

      La madrugada ya me encontraba vestido para asistir a la misma misa que ella, un pretexto como otro cualquiera que teníamos, para asestarnos miradas matadoras en las cuales creíamos envolver poemas de amor sublime.

      Más tarde venía el almuerzo en su casa, al cual era infaltable, y en el que siempre tenía la suerte de quedar sentado al lado de mi prima Margarita y enfrente a su lunar, a aquel pequeño puntito, negro que daba a su fisonomía un aire tan picarezco.

      Luego un pretexto u otro, me llevaba a su casa cada media hora ¡había llegado a ser para mi una especie de necesidad verla lo menos cincuenta veces por día!

      ¡Oh! no nos cansábamos de hablar con los ojos yo y mi linda prima Margarita!

****

     Un nido de amor comencé a arreglarme, donde no se colocaba un solo objeto, sin que la que debía habitarlo conmigo pusiera su visto bueno.

      Queríamos que nuestra casita fuera así pequeño edén que no tuviera igual en la tierra.

      ¡Y cómo nos deleitábamos, en las horas que pasábamos juntos, pensando en los placeres que nos esperaban!

      Egoístas con nuestro cariño, vivíamos sólo el uno para el otro en nuestro paraíso, no teniendo ella más Dios que yo, ni yo más Dios que ella.

***

      Acercándose el día feliz de nuestra unión, algunas plantas de mérito que debían colocarse en el jardín, sólo faltaban para que el pequeño nido estuviera terminado.

      Y yo, acompañado del gallego Pedro, determiné ir a buscarlas a la quinta que el tío poseía en Morón.

***


      Yendo en el tren con el antiguo servidor de mi futura y para hacer menos pesado el viaje emprendí conversación con él.

      Se deshizo en pinturar sobre las bondades de ella, su inteligencia, su gracia y su belleza.

      —Qué lindo lunar el que tiene en la cara _le dije entusiasmado.

      —Ese nu es nada _me contestó_ si viera los otros.

      —¿Cuáles otros? _le repliqué alarmado por los conocimientos que demostraba tener.

      —¡Pues!... ¡lus que tiene en lus muslitus y en otras partes que yu me sé... Esus si que valen!

      E hizo aquel salvaje una mueca con pretenciones ridículas de guiñada.

***

      Inútil me parece decir que no traje plantas de la quinta de mi tío Cipriano y que en mi visita de la noche tuve tal pelotera con mi bella prima Margarita, que nuestro compromiso quedó roto para siempre, comenzando yo al otro día a deshacer el pequeño nido casi terminado.

      En cuanto al pobre viejo, que permaneció ignorante de los acontecimientos de Pedro, decía siempre que hablaba de mí:

      —Es un loco de remate... un tarambano que morirá como un perro

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ENTRE MI TÍA Y YO

 F

 

ue un secreto que siempre quedó entre yo y mi tía Candelaria, la razón que esta tenía para decir con una sonrisa de aquellas que eran de su exclusiva propiedad, cada vez que mis padres hablaban de la carrera a que me dedicarían.

—Háganlo estudiar para cura... ¡tiene condiciones!

      ¡Cuánto tormento, cuánto rato amargo me hizo pasar esta frase que con toda dureza me reprochaba una mala acción!

      Hoy, que tanto me separa de entonces, no me es desagradable referir la triste aventura que influyó más a que yo me ordenara y que muchas veces me hizo renegar hasta de la vida, siendo generadora de aquel dicho burlesco que a mí me encendía la sangre.

***

      No se porqué, pero el hecho es que cuando yo tenía diez años nada había que me distrajera más que mirar a mi tía Candelaria.

      Tenía doble edad que yo y era una muchacha alta, gruesa, bien formada y llena toda ella de una gracia especial.

Me recuerdo que los hombres en la calle no podían mirarla sin chuparse los labios.

      A mí me causaba delicia ver los pelitos rubios, encrespaditos, que tenía tras de la oreja, sus labios rojos, sus dientes blancos como su rostro y, sobre todo su pechera, su hermosa pechera en la cual me gustaba tanto recostarme, probablemente debido a los perfumes de que la saturaba y que yo aspiraba con fruición.

      Confundiendo ella su placer con el cariño, buscaba siempre ocasión de acariciarme y yo no perdía medio de conquistarme sus caricias, sus caricias que me hacían venir ganas de estirarme como los gatos cuando se les rasca la barriga.

***

      Un día a esa ardiente hora de la siesta, en que es quemante hasta la luz, se encerró conmigo en el comedor con el objeto de que no anduviera al sol mientras mis padres dormían. La inacción hizo que el sueño me venciera y recordándome de repente, encontréla recostada en el gran sillón de mi madre, con toda la ropa desprendida y durmiendo a pierna suelta.

      No bien abrí los ojos no sé que espíritu maléfico acarició mi mente, pero el hecho es que se apoderó de mi la idea de ver desnuda su pechera.

      Y despacio, despacito, me acerqué a ella, y por sobre su hombro quise mirar los encantos que las ropas revelaban.

***

      No consiguiéndolo me arrodillé a su lado y con toda precaución aparté los lazos de su vestido desabrochado; luego con mayor cuidado aún, comencé a entreabrir su camisa espiando con mirada ardiente por entre las rendijas y teniendo cada vez ideas más malignas a medida que adelantaba en mis investigaciones.

      Mis manos temblorosas le producían probablemente cosquilleo voluptuoso, porque noté que la tela se inflaba de repente a impulsos de una fuerza interior de que no me daba cuenta y que ella dando un gran suspiro se reclinaba hacia el lado derecho.

      Su movimiento dejó de descubierto lo que tanto ansiaba ver; dos montoncitos de carne carne blanca, tersa y satinada, coronados con una mancha roja semejante a una hoja de rosa.

      Ignoro como fue pero el hecho es que no atiné ya a guardar reservas y que le dí un beso en aquel surco blanco que separaba aquellas hinchazones que me atraían; después... después, lamenté no tener dos bocas para acercarlas a un tiempo a las hojas de rosa!

***

      El furor de mis besos la despertaron, después de dar un gran suspiro y dejar caer sus blancos, mórbidos y torneados brazos a lo largo de su cuerpo.

      Aún recuerdo la expresión de asombro con que me miró y la vergüenza que me produjo esa mirada obligándome a taparme la cara con las manos.

      —Picaro... zafado... exclamó mientras reparaba el desorden introducido por mí en sus ropas. Luego verás con tu padre!

      Me eché a llorar desconsoladamente y ella sin piedad se levantó, abrió la puerta y me hizo salir afuera dándome un suave pellizco en el pescuezo.

***

      Llegó la noche y la tía Candelaria no le contó a mi padre lo sucedido y pasó el otro día y tampoco lo hizo, pero jamás volvió a acariciarme ni yo a buscar sus caricias.

      Sin embargo, cuando me encontraba en su presencia me hallaba violento y temía siempre una revelación de sus labios!

     Esta aventura fué el secreto que siempre guardamos y la hacía decir a mi tía Candelaria cuando mis padres hablaban de darme una carrera.

      —Háganlo estudiar para cura... ¡tiene condiciones!

 

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