Quién pudiera temerle a tu silueta... Me esconderé en el fondo del agua... |
Quién pudiera
temerle a tu silueta |
Y
no pasará nada.
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Me esconderé en el fondo
del agua, |
Dios de la lluvia que se sienta mientras llego, poderoso señor del sol y la tormenta.
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Cecini pascua, rura, duces.
Esta es mi última canción.
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Como el rastro de Dios
Un mundo hecho de líneas, no de
tiempo.
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l
olvido me hacía desaparecer. Cuando supe que era esto lo que me
ocurría ya era demasiado tarde. Fue mi culpa. Lo atribuí a mis
excesos literarios, a mi entrada brutal en los cuarenta, a mi
imaginación. Comenzó por el codo izquierdo. Un día, buscando una
mancha para untarle una crema, no lo encontré. Miré alarmado el
espejo con el brazo levantado en un puño, como un marxista
latinoamericano. En el lugar del codo había un vacío translúcido,
como un gel transparente. Tengo por ley evitar las sorpresas. En el
mundo hay leyes y hay sorpresas, y hemos de convertir a la sorpresa
en ley. Así que me fui a la Universidad sin mi codo, esperando
encontrarlo más tarde,
cuando estuviera yo más calmado, más engranado al mundo cotidiano.
Pero en la noche una parte de mi cadera ya no estaba. Y así, día
tras día, fui perdiendo mi abdomen, mis brazos y mis piernas. Me
aterrorizaba esperar a que llegara el turno de mi boca o mis ojos,
porque ya no podría encubrir el vacío con la ropa, y tendría que
quedarme en casa sin salir a la calle, y tendría que explicar mi
ausencia en la Universidad. O sea, tendría que ver a un médico, y
éste elaboraría una brillante ponencia que aparecería en congresos y
revistas y vendrían caravanas del mundo entero a levantar mis
sábanas para saber si aún me quedaba un resto de testículos o para
palpar mi pecho y mis axilas. Si yo hubiera entendido lo que pasaba
cuando sólo se trataba de pequeños brotes de vacío disimulables,
hubiera detenido mi completa desaparición. Cuando llamé a
Marta, movido por la angustia, para explicarle lo que me pasaba —era
la única persona a la que podía contarle todo sin reparos— fue que
pude comprender lo que ocurría. |
Canción de un tren a punto de partir
oría el invierno del año 99 ¿recuerdas?, y yo sospechaba que era el mundo el que moría. Te vi caminando por la playa solitaria de un pueblecito al pie de una montaña desértica y te invité a seguir caminando en solitario, uno al lado del otro, y una sonrisa como un sol me atravesó como a un cristal. Para ti era normal mi cara y mi silueta recortada contra el mar, y era normal hablar con un desconocido a la orilla de un mar gris y frío, y era normal sentarse en un café y aceptar un cigarro y hablar como si fuéramos viejos amigos. Para ti eran normales el mar y el mundo. Pude haberte invitado a observar que no había peces, que el mar estaba herido, que la soledad nos acechaba, pero hubiera tenido que estrellar mis palabras en contra de tus ojos. Así que coincidí en contarnos la historia de nosotros, sin el mundo. Que eras de otras tierras. Que habías venido en tren. Que esperabas un chico allí, en el mismo sitio donde, entre el sol y la gente, lo habías conocido este mismo verano. Yo supe entonces que yo había venido de muy lejos sólo a mirar tus ojos. Y te dije que las horas o los segundos que nos quedaban, nos quedaban a ambos. Te dije que nada detendría el tren que venía a buscarte, pero que este tiempo era tan nuestro como la eternidad que le continuaría. Que habías venido aquí a cumplir con esta extraña tregua, con estas dos horas arrancadas, ganadas, a toda la soledad que nos sorprenderá mañana cuando nuestros trenes avancen juntos a destinos distintos. Y estuviste de acuerdo. Ibamos a encontrarnos, me dijiste. En el fondo del mar, a la entrada del metro, en una librería, esta tarde o ya viejos, íbamos a encontrarnos. Y para no dudarlo nos contamos cada uno la historia del otro. Yo te conté tu silencio en la mesa de tus padres, y te expliqué tu almohada y tu ventana, y el jardín de tu casa y el sabor del café, y la frase que has puesto con labial en tu espejo, y tu forma de asistir a la lluvia y tus noches sin llanto y tus pies desnudos a la orilla del mar, y tú me describiste una montaña y una casa de piedra, y una tarde de julio en que nacía la luz, y todo mi silencio y toda mi derrota, y mi sombra y mis pasos, y recitaste casi punto por punto un poema que he escrito y, cuando ya era la hora en que llegaba el tren, me dijiste que el mar no tenía peces y que la soledad había acudido tan puntual como siempre. Y entonces nos callamos. Salimos a la calle. Un guardia triste avanzaba contra el viento cuidándose del frío. Yo no quise quedarme con tu sombra hundiéndose en la calle y miré el mar. |