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Cleptómana de cucharillas |
"La greguería es lo más casual del pensamiento, lo que gritan los seres confusamente desde su inconsciencia; lo que gritan las cosas. La greguería es lo único que no nos pone tristes, cabezones, pesarosos y tumefactos al escribirla, pues su autor juega mientras la compone y tira su cabeza a lo alto y después la recoge"
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Aquella muerta me dijo: _¿No me conoces?...Pues me debías conocer...Has besado mi pelo en la trenza postiza de la otra. |
Cleptómana de cucharillas
Era poderosa y aristocrática, pero tenía la obsesión de las
cucharillas. |
Recuerdo mi entrada buscando algo en un corral, ya tarde cuando había oscurecido en a1quel pueblo de Castilla. Había pisado las piedras puntiagudas, los morrillos puntiagudos, que son los que más sensación de la realidad me han dado en la realidad, y fui a aquella casa a buscar a Lucio, un criado patudo, al que le salía perilla de chivo por toda la sotabarba. _Espera un poco que eche de comer a los animales...Es su hora... El burro gris, zancudo, de Lucio estaba sentado como después he visto que Goya pintó a los burros, y a la luz del farol vi que escribía...¿Qué escribía?...Me acerqué y vi que escribía : "El Quijote._Tercera parte"... Eso es lo que yo recuerdo confusamente, apareciéndoseme por aquel corral a esa hora, en que las bestias son personas porque la fuerza de la realidad permite una cosa así...Sospecho que aquella tercera parte del Quijote debía estar bien en realidad, además de escrita en el mejor y más puro de los castellanos, en el castellano del rebuzno, que es el más denso y sesudo. |
Como una mulatería empecinada los girasoles comenzaron a gritar su rebelión. Sostenían con su cara de soles negros que no podían ser explotados. Sus cabezas fanáticas e insoladas decían que no querían ser cosechados, que querían seguir tomando el sol, sin hacer nada, sin prestar sus semillas ni al hombre ni a sus industrias. Hubo que emplear las ametralladoras y cayeron desparramados y desgranados sus granujientos y carillenos rostros. Así se ensemillaron de tal modo los campos de la refriega que la nueva cosecha resultó centuplicada, magnífica.
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La mano El doctor Alejo murió asesinado. Indudablemente murió estrangulado. Nadie había entrado en la casa, indudablemente nadie, y aunque el doctor dormía con el balcón abierto, por higiene, era tan alto su piso que no era de suponer que por allí hubiese entrado el asesino. La policía no encontraba la pista de aquel crimen, y ya iba a abandonar el asunto, cuando la esposa y la criada del muerto acudieron despavoridas a la Jefatura. Saltando de lo alto de un armario había caído sobre la mesa, las había mirado, las había visto, y después había huido por la habitación, una mano solitaria y viva como una araña. Allí la habían dejado encerrada con llave en el cuarto. Llena de terror, acudió la policía y el juez. Era su deber. Trabajo les costó cazar la mano, pero la cazaron y todos le agarraron un dedo, porque era vigorosa corno si en ella radicase junta toda la fuerza de un hombre fuerte. ¿Qué hacer con ella? ¿Qué luz iba a arrojar sobre el suceso? ¿Cómo sentenciarla? ¿De quién era aquella mano? Después de una larga pausa, al juez se le ocurrió darle la pluma para que declarase por escrito. La mano entonces escribió: «Soy la mano de Ramiro Ruiz, asesinado vilmente por el doctor en el hospital y destrozado con ensañamiento en la sala de disección. He hecho justicia». PULSA AQUÍ PARA ACCEDER A UNA ANTOLOGÍA DE RELATOS DE PERSONAJES MÍTICOS, DE MAGIA, FANTASÍA O CIENCIA FICCIÓN |
I El perchero estaba lleno de sombreros, aunque eso no era señal de nada, porque un perchero en seguida se llena. La familia se encontraba reunida en la sala contigua al comedor, que permanecía en la oscuridad, según costumbre inveterada del padre, que no quería urracas que se comiesen los entremeses ni miradas ávidas al arsenal antes de que llegase la hora. Habían venido ya sus hermanos Alfredo y Arturo y su cuñada Dorotea con su marido el músico y su flacuchona hija, siendo fondo de los visitantes los cuatro chicos de la casa; el mayor, Rubén, de catorce años. _¿Estamos ya todos? _preguntó la madre, doña Ana, que venía de echar un vistazo a la cocina. _Falta Marta, que se estará emperifollando _dijo Alfredo. _Algo así como poniéndose el perejil _dijo Arturo, haciendo reír a los niños. Toda la broma se cortó cuando vieron con gran sorpresa que Marta estaba en el umbral de la puerta y había oído lo del perifollo emperejilado. _¿Es así como habláis de un ausente? ¡Muy bonito! _dijo con reticencias de voz con cuello de encaje con ballenas. Como la conocían muy bien los y resortes peligrosos y misteriosos de la Nochebuena, le pidieron toda clase de disculpas y le ofrecieron jerez. Como para envalentonarse, se tomó dos copas. _No seas picajosa... No es noche para eso. _Por el contrario, creo que es la noche para descubrir quién nos quiere y quién no nos quiere. _Aquí te quieren todos _dijo el padre, don Gaspar, evangelizando a su hermana. La cicatriz de un pinchazo que le infirió la lanceta siendo niña, inmediatamente debajo del ángulo de la mandíbula, acentuó su hoyuelo como si allí estuviese el vórtice de su ira, la salida en remolino del baño que le habían dado. Rubén, que era su sobrino mimado y al que había enseñado a leer en una vieja edición del Quijote de letras muy grandes, se acercó a ella y la abrazó por el talle. Todo se amansaba en aquella noche en que los seres por demás dormilones se preparaban a no tener sueño, más tolerantes que de costumbre, como si viesen el pasado y el porvenir reunidos en corona. Las bambalinas de los balcones tenían una gran importancia porque esa noche hasta los picaportes son como las charreteras de la casa. El pájaro dormía como un príncipe enfadado sin comprender el motivo del jolgorio que le desvelaba. Los sillones, forrados con un viejo damasco, parecían tener mangas y estaban henchidos de felicidad. _¿Qué has hecho del piano? _preguntó Alfredo a don Gaspar. _Nada... Lo he trasladado al despacho para que hubiese aquí más espacio Una maceta de helechos parecía acordarse de una noche de otros tiempos, en la época de las lluvias torrenciales, cuando la humedad echaba humo. Toda fruslería era conmovedora. _¿Esto es lo que te trajo Gaspar de su viaje? _preguntó Dorotea a Ana, señalando un jarrón azul. Ana asintió. Marta estaba inquieta, lavándose las manos en seco, pues era ya esa tallada solterona que las encuentra crudizas y se está echando siempre perfume en ellas, frotándolas sin parar. Don Gaspar, que sabía lo sabrosa que es la antemesa en esos días señalados, procuraba alargar la estancia en la sala. i Todos se sentían en el estuche enguantado del hogar principal de la familia y el apetito les hacía más cariñosos, como si hubiese algo de antropofagia en esa cordialidad con hambre. Marta _que disimuladamente se había tomado una tercera copa de jerez_ miraba con tal impaciencia hacia la gruta del comedor, que don Gaspar dio a las tres llaves de la luz y se iluminó el ruedo de la mesa, con la gran parada de copas y cubiertos en formación perfecta. Sólo se esperaba el tararí del presenten armas. E! cabeza de familia lo pronunció al decir «¡vamos!», y penetraron en el comedor esperando la indicación de sus puestos. _Tú aquí _dijo don Gaspar a su cuñada Dorotea, sentándola a su derecha_, y tú aquí _dijo a su hermano mayor, sentándole a su izquierda. _¡Muy bien! _exclamó Marta con voz quisquillosa y altisonante_. Eso es despedirme... Soy tu única hermana y me suplanta una cuñada... ¡Adiós! No dio tiempo a disculpas, pues mientras todos miraban aún sin reponerse la cortina por la que había desaparecido, se oyó el portazo de la puerta de calle. _Déjala _dijo Ana_. Venía dispuesta a reñir... Para envalentonarse se ha tomado unas copas de jerez, ella que no bebe nunca. _ Los convidados se movían silenciosos en sus asientos. Estaba como rota la broma de la noche. _Siempre fue así _dijo Arturo. _Siento que por mí _se creyó obligada a decir Dorotea; pero la atajó don Gaspar diciéndole: _No ha sido por ti... No te preocupes. La cena se celebraba sin esparcimiento y por el lugar vacío se filtraba el frío de la ausencia. Los niños se miraban como si les hubiesen notificado que no había postre. Don Gaspar, como arrepentido, dijo: _Debí haberla retenido. _De nada hubiese valido... La ofendía nuestra alegría _repuso la madre. Se volvió al silencio, y como poniendo en práctica una resolución heroica, don Gaspar dijo, dirigiéndose a Rubén: _Toma un taxi y vete a buscada... Es capaz de verlo todo tan negro, abandonado; una noche como ésta, que puede hacer cualquier barbaridad. Rubén salió corriendo, dejando la servilleta, como un hombre que va a realizar trascendental conciliación.
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II Llegó a casa de su tía y con la confianza de sobrino predilecto atravesó el pasillo, dirigiéndose a la habitación llena de luz. _¡Tía! ¡Tía! _gritaba al avanzar hacia el comedor, donde se encontró con un cuadro de almanaque abrillantado con escarcha de plata: su tía estaba cenando con un militar a la luz de dos candelabros profusos de bujías. Como si hubiese recibido un golpe en el pecho se quedó desanhelado en la puerta. _Es mi sobrino _dijo Marta, sonrosada y sonriente. Rubén no se atrevió a decir «vengo por ti», y sólo pronunció con turbación unas palabras que se cayeron solas _Esperaba encontrarte llorando. _¡Ja, ja, ja! ¡Llorando! _exclamó alborozado el militar. Rubén, avergonzado por aquella risa y loco por haber dicho algo tan ingenuo salió corriendo hacia la escalera. Marta se levantó presurosa y sólo alcanzó a decir desde la balaustrada de la escalera: _¡Rubén!, ¡Rubén! Sube un momento. Nunca olvidaría el niño aquel «sube un momento », que era la primera insinuación a la complicidad que oía en su vida La puerta se cerro en lo alto y Rubén tomo el taxi que le esperaba, y volvió a su casa. No discutió consigo mismo lo que diría. Diría todo menos la verdad. Ya en la otra escalera, distinguió el eco inocente de los suyos y el cuchicheo que cortaba las alas de porcelana de los platos. ¡Qué diferencia de risas! Cuando tocó el timbre pensó, saliendo de su chucho, en lo diferente que había de ser su apoteosis a lo que le había a lo que le había helado en el marco de su tía. _¿ Vienes solo _le preguntó el padre aun siendo tan evidente el caso. _Solo. _¿ Y tía Marta? _No quiso venir. _¿Cómo la dejaste? _Bien... No se preocupen por ella. Hubo un momento de silencio, difícil de levantar como una losa, pero don Gaspar levantó su copa y propuso: _¡Alegría! Nosotros hemos hecho todo lo posible por hacerla volver. Se quitó el cubierto de más, se removieron las sillas y durante un rato muchos echaron paletadas de risa sobre la ausente, mezclándolas a las voces de los niños como argamasando ese cemento de tierra y flores que cubre a los muertos. Sólo Rubén callaba y miraba si1encioso y so1emne el ojo en blanco del plato El padre le reconvino cariñosamente: _Por mucho que quieras a tu tía, no merece que te amargues y nos amargues la noche. ¿Come y bebe! Rubén no contestó. Veía doble aquella fiesta, como si hubiese bebido más de la cuenta, y ante su mirada aparecía en la cabecera de la mesa otra cabecera en que su tía y el militar se escondían entre la reja de las velas... _¡Pero este niño!... _dijo sarcásticamente el padre_. ¡Ya se consolará tu idolatrada tía! Aquellas palabras provocaron la tragedia. Rubén tiró la servilleta con indignación de hombre y ongestionado de pudor y rabia, salió gritando entre lágrimas: _ iYo no la idolatro! i Yo no la idolatro! Y como apagando el fuego de su rostro, se tiro de bruces en su cama, hecho un mar de 1ágrimas.
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