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sol las ráfagas...
Comprar el trono de un pueblo con la sangre de un hermano |
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sol las ráfagas momentos plácidos,
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Comprar el trono de un pueblo con la sangre de un hermano (Cuento histórico) I En arrogantes corceles corriendo a galope largo, camino van de Montiel hasta doscientos cristianos. Jinetes son de Castilla, nobles e ilustres vasallos de don Pedro el Justiciero, sostenedores gallardos. Que con ser tan populosos sus florecientes estados, y tener tan luengas tierras, y ser sus dominios tantos, sólo encontró en su desgracia doscientos fieles hidalgos, que le ofrecieran dispuestos el corazón y las manos. Pocos son, pero valientes; el ser pocos, no es extraño teniendo don Pedro el rey tan en su contra los hados. Y el ser valientes tampoco, porque sus pechos bizarros, aprendieron de los montes la firmeza y desengaño; porque han bebido en las aguas que esmaltan tan nobles campos, y en sangre leal tiñeron gloriosos antepasados; y porque nunca se olvidan de que su apóstol Santiago, ser adictos a sus reyes eternamente juraron. Ligeros van y ufanosos de probar a sus contrarios los del conde Trastámara, don Enrique el Soberano, la fuerza de su razón, y la razón de sus brazos. Y en poco el número cuentan de los del opuesto bando; que un alma que aliente el fuego del deber y el entusiasmo, bien vale por cien cuchillas de cobardes y menguados. Y que lo son los del conde, pardiez que no hay que dudarlo, pues la sangre generosa del Onceno Alfonso, osados dejan se manche y degrade: y aun el solio, asilo santo donde sólo antiguas razas su nobleza perpetuaron, hoy le ofrecen para silla de un hombre en todo bastardo, pues fue villano en nacer, y en sus acciones villano; ni me acriminen tampoco que le injurio o que le agravio, que es más que villano el hombre que en su propio bien soñando, las víctimas no repara, que condena a su holocausto; ¡ni ve una villa en la sangre, ni aun con ser la de su hermano! Al frente de aquellas tropas, en un revuelto castaño, que fuego bebió en las ondas maravillosas del Darro, cabalga un noble doncel, el ardido don Fernando, de los mejores del reino, y del linaje de Castro. Privado del rey le llaman, y su alférez en el campo, de los pocos que le asisten en su cámara y estrados. Y a fe que merece en mucho los reales agasajos, el franco y leal carácter de aquel joven toledano; acaso el único amigo del de Castilla, y acaso el que menos hace alarde de su amistad en palacio, Porque piensa para sí, que la lisonja en los labios es para hablar a las damas en festines y saraos; y que una verdad modesta debe sólo el cortesano, rendir respetuoso al trono. Mas a cuenta del recato con que se excusa en lisonjas, y en mil rendimientos vanos guarda en el hondo del pecho un corazón tan postrado, una voluntad tan firme, un sentimiento tan franco de adhesión hacia sus reyes, que la vida con ser harto, es lo menos que ganoso consiente en sacrificarlos. No desconoce don Pedro lo que vale tal privado, y aun por eso hacia Granada le mandó con los despachos para el rey moro Aliatar, por ganársele a su bando. Gutier Sánchez de Gumilla, caballero zamorano, va a su izquierda; y a su diestra, en un cordobés pintado sobre un trapío perlino, de muchos lunares blancos, el mismo Aliatar famoso, a quien supo sin amaños, el doncel, interesar en defensa de su amo. Costeando van la orilla de Guadalmena, que manso sus corrientes allí enfrena, o por gozarse en mirarlos mayor tiempo, o porque puedan en un espejo más claro reflejarse armas, jinetes, banderolas y caballos. En tan ameno paisaje los jinetes hacen alto, para dar tiempo a que llegue el grueso de los soldados: que aunque moriscos los más y de Astarot partidarios, no es culpa del rey don Pedro, si los propios le dejaron, que acoja de buena ley los que le acorren extraños. De arqueros diestros alarbes y flecheros desmontados, por veinte mil y quinientos le conduce el africano; y de moros fronterizos, y caballeros de rango, hasta dos mil ochocientos de los más determinados. Ya miran del polverío los remolinos lejanos, y densa nube parece que por la tierra rodando, ofusca del sol la lumbre, oscureciendo los campos. Ya semejan en tropel, pardas montañas volando que van ciñendo a la tierra de sus tinieblas el manto. Mas al fin se desvanecea los cenicientos nublados, y alguna ráfaga errante despide un destello pálido. Ya se disipa la niebla, se multiplican los rayos, y llamas de fuego brillan los almetes y los cascos. Las cimitarras deslumbran, y los pelos de Damasco, y las adargas de Túnez, y el oro de sus brocados, y las colas de sus yeguas en sus pendones listados, y las blancas medias lunas por encima de los lazos. Adufes mil y añafiles sonoros ecos vibrando, marciales himnos confían a los montes y a los llanos. La plata de sus arneses, sus joyas, bandas, brocados, gasas, plumas y colores que en confuso girar mágico entre un vapor ceniciento dibujan del sol los rayos, forman lúcidos cambiantes ilusorios y fantásticos que las potencias embeben en sabrosísimo encanto. Gozoso estaba Aliatar las escuadras contemplando de sus moros triunfadores, y con marcial arrebato, así a don Fernando habló: «Si nos cumple lo pactado el valiente Justiciero, en vano serán, en vano, los impotentes esfuerzos de ese Enrique afortunado; pues al fin se estrellarán en las flechas de mis bravos escuadrones, que a su frente arrojarán los pedazos; y estas huestas son ya sólo un pobre recurso, escaso, de las fuerzas poderosas, y del grueso de soldados que aún desierta el Asia entera dejarán por inundaros con ejércitos furiosos que lleven la empresa a cabo.» El joven le respondió; _«Para cuando llegue el caso deja valiente Aliatar, encarecimientos raros. Con que esos moros que traes no desmayen al asalto; y traigan tantos alientos como flechas y venablos: como justen en la liza, como en la zambra danzaron; y diestros como en sus motes, sean en dar cintarazos, ten por seguro que vienen no digo pocos, sobrados para extirpar de Castilla los enemigos ingratos. Y no por esto presumas que los juzgue yo por flacos, ni por remisos tampoco en el lance de mostrarlo; pues a más de que otras veces solo a solo batallamos, conozco que en el empeño no negarás el amparo por caballero y por Rey a un Rey caballero.» _«Al cabo tus pláticas a ser llegan razonables, que has estado con los míos poco atento, y no mucho cortesano con mi honor: y si alguien tiene ocasión para dudarlo, más bien soy yo de don Pedro; pues son tantos los reparos, con que va nuestras demandas sordamente enmarañando que de su palabra temo.» _«Pues no temas, africano, que no saben nuestros reyes traficar con el engaño: ni los buenos que le sirven, ajustarse al embarazo de peligros y desmanes que ocasionan los engaños.» _«Altivo estás, mas no es bien, que tu voz, joven incauto, de nuestra liga sublime rompa los vínculos santos. A bien que hoy debe firmar las credenciales, si es caso que consiente; y a no hacerlo, sólo se pierde el cansancio de mis tropas, que el volverse después será necesario.» A estas razones llegaban de sus coloquios entrambos, cuando a la falda del monte los moros iban pasando. En el centro de las huestes, y en filas de cuatro en cuatro, conducen una litera con florones y resaltos arabescos, cien eunucos poderosos, aunque esclavos, ¡que sólo en África saben sin ser libres, vivir tanto, y estribar en sus cadenas el solio de sus tiranos! Al pasar junto al doncel las alcatifas alzaron de una ojiva portezuela. Dicen saludó la mano de una hurí tan celestial, que aunque la sacó de paso y envuelta en un alfareme delicadísimo y blanco, se llevó tras sí los ojos de más de algún castellano, cual si quedaran sin lumbre a la luz de algún relámpago. Y no falta quien la vio romper una flor de un ramo, y arrojársela al arzón del jefe de los cristianos. Por fin desfilaron ya los tercios mahometanos, y en pos de ellos los guerreros todo el día caminaron; hasta que al fin de la tarde, antes que el Sol en su ocaso entre celajes de fuego hundiese el brillante carro, a las torres de Montiel, almenas y empizarrados dieron vista: y el vigía de la Torre de San Pablo, hizo tres veces sonar los clarines a rebato. II En un aposento oscuro de un torreón del Alcázar, dos hombres hay agrupados junto a un hogar que se apaga. Es el techo abovedado, y de piedra las murallas, en donde un hueco se ve que es o tronera o ventana; pero como es una sola, y tan angosta y tan alta, apenas la luz del día hasta el pavimento baja; y aun la que entra va partida por los hierros de las barras. Un tiempo fue calabozo, pero en el año que pasa, y es el de mil y trescientos sesenta y nueve, de cámara servía o laboratorio a un alquimista, que ensaya bajo sus negras paredes, los sortilegios y cábalas con que sondean las nubes los doctos en judiciaria. Dos bancos hay sin respaldo, tan estrechos que no alcanzan a dar el punto de apoyo que requiere el que descansa. Sobre una mesa arabesca de molduras y hojarascas en bronce y acero fino con prolijidad talladas, se ven esferas, redomas, pedernales y medallas, jeroglíficos, compases, y pergaminos y mapas; amén de efectos curiosos de vetustas antiguallas, de hornillos y de crisoles por el suelo de la estancia. Luz ya no arrojan los cielos porque es de noche, y tan alta va que tres horas no restan para empezar la mañana. Y hasta entonces en verdad que no la echaron en alta, pues les sirvió de lumbrera del hogar la fogarata. Mas como ya sólo brilla entre las pálidas brasas alguna chispa que al punto desvanecida se exhala; apenas un tibio albor el reflejo de las ascuas al morir entre cenizas sobre la frente rechaza, de aquellos dos personajes, hombres, espectros, o estatuas, que todo pudieran dar de imaginaciones causa su extraño silencio, y más su inmovilidad extraña. Sin embargo se distingue que no pueden ser fantasmas por los rayos que sus ojos entre las sombras derraman, y que hacen patente el fuego que les comunica el alma. El más joven, que pardiez aún siete lustros no alcanza, es de ademán caballero y nobilísima traza. negras y cortas las puntas de su cabello y su barba dan a un rostro varonil energía y arrogancia. Nariz corta y aguileña, noble y audaz la mirada, ancho de hombros, bien dispuesto, fornido y de gran pujanza; aunque fino en su ademán cuanto cortés en palabras, no cabe duda en que tiene el doncel la sangre hidalga. El traje un jubón listado de verde mar y escarlata; un ferreruelo de pieles, y un sombrerillo sin falda. Un cuchillo empavonado, a estilo de monte o caza, lleva en su cinto prendido más que en defensa por gala de no desmentir lo airoso en dejarse ver sin armas; que de ello mucho se cuidan los que vienen de su raza. Viste un calzón ajustado, y retorcidas las calzas; en lo cual se mira bien que el hidalgo que las gasta sin curarse de atavíos, va sin embargo a la usanza. El otro hombre, que a su lado al embozo de una capa de seda roja, su rostro de la muerta luz recata, moviendo maquinalmente la lumbre con las tenazas, cual si tomara a placer poco a poco sofocarla; ostenta un traje de armenio, y una caperuza blanca sobre sus sienes sujeta, su cabellera aunque escasa suficiente a entrelazarse, con su bien crecida barba, que hasta la cinta del cuerpo en mechones se desgaja. ¡Rugosa frente, mejillas encendidas cual la grana! Su mirar es de traidor, risa sardónica, amarga, que sus dos labios sutiles convulsamente dilata: con tan continuo temblor, que el que atento lo repara, juzga si acaso estarán tan trémulos porque engañan, y al vender la muerte impía desfallecidos desmayan. Pues según cuentan los moros, Benahia el de Granada que éste es el nombre del docto en la ciencia planetaria, en pócimas y brebajes de los que la vida atajan, en conjuros, adivinos, y en artes de nigromancia, es Benahín, el más diestro de los diestros de la magia. La voz del joven vibró como un chasquido en la sala, pues era aguda, y el eco la repitió destemplada en revibrante zumbido largo espacio al reflejarla. Fijó el astrólogo entonces en el joven sus miradas, y después en un reloj de arena menuda y parda que iba indicándole al tiempo con sus granos que volaba. Cogió el astrólogo un frasco y tocándole a una vara, sintiose un roce, y después una punzante humarada de inflamado combustible, y brilló oscilante, escasa una luz verde y azul al principio, y después clara. El Mago la colocó sobre una serpiente de hasta; y aquella lengua de fuego que muda también les habla, y que ahuyentó las tinieblas de aquella oscura morada, vino a sacarles a entrambos de imaginaciones tantas como en su mente confusa desvanecidas rodaban. En aquel momento, el joven volvió a comenzar la plática. _«¿Conque por mí se decía tan extraña profecía? Si otra vez me la leyeras, acaso así distrajeras mi amarga melancolía.» _«En las partes de Occidente, entre los montes y el mar, y una ave negra y traidora, Ha de nacer y ser tal, que los panales del mundo para sí recogerá; y todo el oro del orbe codiciosa gomarlo ha; y no morirá del daño, y después tornará atrás; y las péñolas por fuerza de su cuerpo arrancarán; y de puerta en puerta errante ni un asilo ha de encontrar: ¡y acogiéndose a las selvas encerrada morirá, para Dios, y para el mundo que es doble fatalidad!» _¿Conque ese será mi fin? ¿Pudieras creer, Benahín, que esa lectura me alegra? ¿En que pensaba Merlín cuando me llamó ave negra? _¡El misterioso secreto de los hados, gran Señor, alcanza el sabio! _En efeto, yo de los sabios respeto y de su ciencia el valor. Mas respetar la impudencia que se erige en providencia, me sobra fe, y hasta ciencia para no ser tan menguado. Rolla, rolla el pergamino que aunque tomo por holganza la charla de ese adivino, para tanto desatino mi sufrimiento no alcanza. ¿Qué padres los suyos fueron que tan otro le engendraron? ¿Qué otras artes le imbuyeron? ¿Qué otros milagros hicieron los libros que le adiestraron? ¡Qué diera yo por tener en mi reino a ese Merlín, para apurar y entender, si era su genio y poder como es el tuyo, Benahín! Entonces yo le diría si el Cielo que le inspiró tan singular profecía, no, le inspiró que podría ahorcar los profetas yo. _¡Temed que vuestra jactancia en contra os ponga los hados que os inclina mi constancia! _¿A mí sermones hinchados? Maldita tu nigromancia. Para los hombres sin fe deja esas artes, Benahín, que yo para mi bien sé, cuanto ignora el que no ve ni aun si está cerca su fin. _Soberano de Castilla, la ciencia también se humilla, destrúyela con tu planta: no por eso a tu garganta separas más la cubilla. _¿Juzgas que tengo temor de vanas hechicerías? Rindo a los doctos su honor, mas solo creo al Señor en llegando a profecías. Trazar el rumbo a un lucero, fijar un eclipse al Sol, no es un milagro, embustero; lo que lo fuera, hechicero, es dar oro tu crisol. No soy del vulgo ignorante, supersticioso o sencillo, que a la voz de un nigromante mira brotar un diamante de las ascuas de su hornillo. Te equivocaste, africano, hijo de la inmunda grey: y aunque por ser tan villano, no has de morir por la mano de un caballero y de un rey, pues ajaste mi grandeza, yo hundiré tu presunción, demostrando tu flaqueza: y mañana tu cabeza, verá el pueblo en mi balcón. Verá que el que manda al sino tiembla sólo ante mi nombre: conocerán que el destino de hallarse sujeto a un hombre no fuera a un hombre mezquino. _Don Pedro, Don Pedro. _Y bien, sabes puedes ayudarme, en mi pretensión. _También sé que vais a ajusticiarme. _Segura tienes tu sien, si es que aquí nos entendemos. Y pues ya nos conocemos, y pues la llevas perdida, mira si estimas tu vida para que en tratos entremos. Sabes que Aliatar intenta en pago de su amistad exigirme a buena cuenta que en el enlace consienta con su Zulema. _Es verdad. _Que don Fernando la adora; que la hermosísima mora, paga sus tiernos amores, y que mis reales favores, en vez de estimarlos llora. _Sí señor. _Sabrás también, pues el suponerlo es llano, que no puede ceñir bien, de una agarena la sien corona de un rey cristiano. Por otra parte, perder el apoyo de Aliatar, que sólo así pude hacer me venga a favorecer, puédeme el reino costar. Ahora bien; tu ayuda espero para conciliar el modo de ser a la fe sincero, de un amigo verdadero a quien amo sobre todo: haciendo entender de paso al rey moro de Granada, que aunque exigencia extremada, condesciendo, y que me caso con su Zulema adorada. Todo está previsto: ¡advierte si quieres serme leal, pues le prometo gran suerte! _Juro servirte. _Y la muerte castigará al criminal. ¿Qué, está bien resuelto? _Sí. _Pues sígueme y, ¡ay de ti si quebrantas tu promesa! Toma esa luz y anda apriesa. _¡Rey te acordarás de mí! Salió delante el armenio murmurando estas palabras, y el rey don Pedro detrás con leve y furtiva planta; y aun si la sombra del muro, se ha de creer que no engaña, dibujó el negro perfil de una mano levantada, y de un cuchillo que en ella parece al menos que ensaya el golpe con que ha de herir si un torpe traidor le asalta; pues va rozando su punta del astrólogo en la espalda por una oculta escalera de caracol, lentos bajan; hasta que al fin el reflejo de la linterna les falta, y de sus pasos el ruido va atenuándose, y se apaga. III Arde una lámpara de oro suspendida de un pilar de una capilla arabesca, subterránea sepulcral. Algunas tumbas de mármol de infinita antigüedad, sus negras cruces levantan en aquel santo lugar, como espectros vaporosos que en muda vigilia están, esperando que sus almas pasen a perpetua paz. A un extremo se divisan en las gradas de un altar, y en presencia del ministro que los vino a desposar, encubiertos y de hinojos un doncel y una beldad. ¡Enlazados ya del cuello por los lazos de un cendal que con ser leves oprimen por toda una eternidad! ¡Que aunque es cierto que no pasa nuestra vida por ser tal, bien puede decirse eterno lo que no acaba jamás, mientras duran nuestros días que breves siempre serán! Pocos y mudos testigos oyen la misa nupcial: pocos, porque no se fían los desposados demás; y mudos porque es su objeto solamente presenciar, y dar fe de que es cumplida tan santa solemnidad. Ocultos y entre las sombras que las sepulturas dan, de vez en cuando se escucha alguna voz murmurar, o alguna planta medrosa, que se desliza fugaz, y aun de aceros y de espuelas el medroso rechascar. El ir con armas ya es prueba de que algunos riesgos hay, si el secreto y el misterio no lo hicieran sospechar. La ceremonia concluye; el sacerdote se va, los hombres desaparecen; sólo dos quedan detrás de los nobles desposados, de su respeto en señal. Queda la iglesia en tinieblas; se oye una verja cerrar, y un sordo y lento murmullo aunque distante quizás: y después, como de un hombre, el tardo caer, y un ¡ay! tan horroroso y tan débil, que de su alma al espirar debió de ser el postrero de su martirio final.
IV Como estaba el rey incierto del lance de don Fernando, con sus nobles platicando pasó la noche despierto. _«Del nuevo día la luz en Toledo nos verá, que humilde al fin besará de mis pendones la cruz. Que esa ciudad imperial dicen que está dividida en dos bandos, corrompida por el conde desleal. Y aun entre otras novedades la que más valida corre, es que asaltaron la torre que llaman de los Abades. Pero merced al valor que harto encarecer no puedo, de don Fernando Toledo, su insigne gobernador. Deshechos y destrozados los enemigos volvieron, y diz que muchos salieron por las troneras lanzados. En lo cual pronto se advierte, que ese Conde don Enrique cuenta que se sacrifique por él un partido y fuerte. Mas yo fío en vuestras lanzas que acabarán sus porfías, dando cimiento a las mías y fin a sus esperanzas.» _«Mens Rodríguez soy, señor,» le contestó un caballero «de aspecto noble y severo, muy su amigo y servidor:» «En la liza me habéis visto cubierto de sangre mía, entre la infiel morería clavando el pendón de Cristo.» «De modo que conocéis que no es por falta de aliento, si mi franco pensamiento os advierte no lo erréis.» «Juzgo en el día arriesgado un combate con el Conde, y más en Castilla, en donde está mejor estimado.» «El rey de Francia le envía poderosos escuadrones; el papa sus bendiciones, que no es poco.» _No, a fe mía, siendo la mísera España fanática como tú. _El mismo Duque de Anjou le ayuda a entrar en campaña, con gentes y bastimentos: y por el contrario vos: ¡vuestros amigos, por Dios, son pocos y descontentos! Ese Príncipe de Gales, el que tanto encareció el ayuda que os prestó, abandona vuestros reales. En el mismo corazón de vuestros reinos, ya veis cuán pocos nobles tenéis a vuestra disposición. Hasta Burgos, Salamanca y otras plazas de Castilla, de su buen nombre en mancilla, con intención poco franca, ya por vuestro hermano están, y le ayudan en la lid. Guipúzcoa, Valladolid también sus hombres le dan. ¡Ya veis el paso de Andorra qué mal se le defendieron! ¡Ya veis cuán pronto le abrieron las puertas de Calahorra! Esto prueba que Aragón no es del Conde tan contrario: y aunque no tan partidario no está mal quisto en León. Así pienso que arriesgáis reino, amigos y tesoros, a manos de infieles moros, pues que con ellos contáis. ¡Y los pocos que aquí estamos no sentiremos morir, sino ver no ha de servir ni aun tampoco el que muramos! _Gautier Fernández, decid, ¿pensáis vos del mismo modo? _le dijo el Rey. _En un todo: y aun si os place, a eso añadid bien funestos desengaños que os dieron otras ciudades, por falsas deslealtades, o vergonzosos amaños. Vuestros grandes intereses a los suyos postergados, ya los visteis humillados en los muros cordobeses. De quien tanto os esperabais por deberos tanto bien, os dio en Úbeda y Jaén un pago que no aguardabais. Que os visteis en precisión de incendiar sus chapiteles para escarmiento de infieles, reos de lesa traición. En fin, Logroño, Vitoria, y aun Ávila, y Salvatierra, que acataron en la guerra, y en la paz vuestra memoria; Con pretexto del favor, que ahora darles no podéis, (vana disculpa) ya veis que eligieron por señor: ¡Un rey extraño a sus usos: a Carlos de Francia! _¡Extraño que hasta en conocer su daño haya pueblos tan ilusos! _¡Si es bastan quinientas lanzas, que es todo lo que contáis de castellanos, fiáis de bien cortas esperanzas! Pues yo esos moros no cuento: que antes el verlos hermanos, con nuestros buenos cristianos basta a frustrar todo intento. _Sí un otro que vos, Fernan... Mas cortemos desazones y acabemos de razones, que ya prolijas están. Fernán Alonso Zamora, entonces le habló resuelto, _puesto señor que habéis vuelto a vuestro empeño; en buen hora. Sobre Toledo caeremos que aún guarda por vos sus muros, y allí entre amigos seguros la ocasión esperaremos. Entretanto publicad por edictos y pregones, universales perdones a toda noble ciudad, infanzón, noble, pechero, de cualquier reino vasallo, que ofrezca lanza y caballo por don Pedro el Justiciero. Que hablando así de perdón y humillándoos... ¿A esa grey de bastardos?... gritó el rey, cortando su relación: ¿A tal precio me vendrían valientes sostenedores?... ¡No los quiero, con traidores mis armas vio vencerían! Arriesgaré reino y vida como animoso y gallardo, antes que ver al Bastardo con la corona ceñida. ¡Pocos sois, mas no me arredro, si aún tengo vuestra cuchilla: dos reyes no habrá en Castilla, mientras aliente don Pedro! La gente haced disponer, y en cuanto esté apercibida, nos pondremos de partida, aun antes de amanecer. Aunque pienso que ya el día el rojo oriente colora, según los cristales dora de esa ojiva celosía. ¿Pero no habéis advertido? De los pintados cristales, las ráfagas celestiales la sombra ha desvanecido. Y otra vez la lumbre escasa pinta sus vivos colores; corred las verjas, señores, y sepamos lo que pasa. A los andenes salieron el Rey y sus cortesanos, e involuntarias sus manos las espadas requirieron. Vieron en grupos diversos que de tropel avanzaban, soldados que asesinaban a indefensos y dispersos. Gran parte de los que huían, que eran de Montiel vasallos, a los pies de los caballos despedazados caían. Grupos de hombres con hachones formaban las luminarias, y con teas incendiarias abrasaban los torreones: y a cada momento crecen el fuego, el humo y las voces de aquellas hordas feroces que del infierno parecen. Los unos en fuga van; los otros de arremetida: a los que imploran la vida, la muerte en pago le dan. Lanzas, espadas y flechas, entre el humo y confusión, volaban hasta el balcón en mil pedazos deshechas. Y el Rey don Pedro, creyendo que están sus ojos soñando, está furioso mirando sin saber lo que está viendo. Mas no pudiendo dudar de que ve sangre vertida, salió a la lucha reñida con la daga, y sin armar. V
Todo es silencio en las calles de Montiel; sólo se escucha de cuando en cuando el rondar de vigilantes patrullas. Pero en tanto, hasta los valles y las campiñas retumban con el fragor de un combate que tan largas horas dura; pues empezó antes del alba, y ya apenas se vislumbra el resplandor que da el sol cuando en ocaso se anubla. Desde una gigante torre dos moros miran la pugna, y de sus graves razones estas palabras se escuchan: «Esos clarines que atruenan, el sangriento fin anuncian, y la derrota de alguno de los campos. Esa oscura nube de polvo rojizo que hasta el firmamento enluta, las nubes son que levantan los vencidos en su fuga. Ya cesa el ronco clamor de las armas; ya no alumbran esas centellas de fuego que hasta el Occidente cruzan, cuando hierro a hierro asidos dos ejércitos fluctúan, como dos mares inmensos que frente a frente se empujan, hasta que el más poderoso sobre el otro se derrumba. El Conde de Trastámara es sólo Rey.» _¡Qué mal juzgas si en el número de fuerzas el vencimiento aseguras! ¿Tan lejos está, Benahín, nuestra sorpresa nocturna cuando intenté apoderarme de don Pedro, por la injuria que me hizo ¡válgame Alá! No sólo en tomar a burlas de un regio empeño la fe, sino en intentar que suplan de un doncel las pobres bodas a sus soberanas nupcias? Y bien, ¿qué nos sucedió? Que a pesar de que eran duplas nuestras escuadras de moros, y de que venían juntas con los refuerzos del Conde don Enrique; a quien tu astucia hizo llegar el aviso, de que si el intento ayuda, del Rey su hermano era fácil asegurar la captura; ¡a pesar de todas esas favorables coyunturas, del incendio inesperado, de la sorpresa profunda con que en Montiel penetramos como desbandadas furias, indefensos, con sus pechos por murallas más seguras, pocos vasallos bastaron a contener nuestras turbas! ¡Y aun para mengua, Benahín, de mis lanzas andaluzas, don Pedro y veinte jinetes me las pusieron en fuga, y en tan completo desorden, que diezmados en la lucha, volvimos todos las caras con la ignominia confusas! _No compares, Aliatar, la guerra a una escaramuza; además, que no está siempre de buen gesto la fortuna. ¿Pero no ves por la Plaza del Campillo, cómo cruzan gentes de guerra que avanzan? Son de la escolta de Muza. _Vamos, Benahín, y saldremos de tan temerosas dudas, él viene de la pelea. _Fue dichosa invención tuya, Benahín, aconsejarle a tan fiel moro, el que acuda a don Pedro suponiendo que mi traición le disgusta; y que es infamia a Zegríes de su generosa alcurnia; y que con diez mil ballestas que de infame me intitulan, le ofrezca fiel sus servicios y vengarle de mi astucia: repito que fue feliz tu imaginación fecunda; pues de este modo a su lado pusimos las medias lunas, ¡qué acaso al sol de Castilla robaron hoy su luz pura! Vamos, que Muza ha llegado, y la impaciencia me apura de saber si mi deshonra quedó con su sangre oculta. VI En una estancia sencilla hay un herido en el lecho; y en santo lloro deshecho un sacerdote a su orilla. Dos berberiscos con lanza a la puerta vigilando; y una mujer invocando a un Cristo de la Esperanza, «¿Y don Pedro mi señor?» clamó por fin el herido, «Si nuevas habéis tenido decídmelas por favor.» _¡Don Fernando, reposad vuestro triste pensamiento, y tan sublime momento sólo a Dios encomendad! _¡Ah! Dejadme, padre mío, ya que en mis ojos se advierte que está tan cercana mi muerte. _No, no es cierto, yo lo fío, prorrumpió en voz dolorosa la suplicante mujer: ¡Tú morir!... no puede ser; ¡Que aún tiene vida tu esposa! _¡Zulema, Zulema mía!... ¿Sabes por qué estás conmigo? ¿Sabes que es sólo en castigo, porque veas mi agonía? _No... es imposible, Fernando. _Calma, Zulema, tus voces: mira esos guardias feroces que nos están vigilando. ¡Si no fuera que esos moros no son de entrañas tan fieras como Aliatar, no pudieras verter en mi faz tus lloros! Ni en las profundas heridas que me hacen ¡ay! tanto mal, ceñir el blanco cendal con esas manos queridas; y si no fuera por ellos, mi Zulema idolatrada, no hallará tan suave almohada mi sien sobre tus cabellos. _«Pero, mi padre, ¿por qué, nos hacen tanto penar? ¿Es un delito el amar? _En nosotros sí lo fue. Tú eras la joya ofrecida, mi dulce amor, mi Zulema que en una regia diadema, debió de engarzarse unida. Una inocente ficción de don Pedro, ¡qué mal digo! de mi generoso amigo, fue causa a mi perdición. Sabía el rey que en perderte perdía mi vida yo; y aunque te amaba, venció su inclinación en quererte. Mas siendo formal su empeño, con tu padre, en su lugar, me hizo contigo casar: ¡aún lo juzgo un dulce sueño! Conciliando de este modo sin romper treguas con él, premiar mis servicios fiel, mi amor, mi amistad, ¡y todo! Con la esperanza, Zulema, de que si Aliatar sabía el trueque, él me encumbraría tan cerca de su diadema, que con ser rey de Granada, y de la gente agarena, la boda diera por buena, y a su hija por bien casada. Pero todo se frustrara cuando al traidor Benahín se lo dijo, con el fin que a tu padre alucinara. ¡Aunque no le faltó espía sin duda que nos vendió, pues viste nos sorprendió en el punto de ser mía! _«¡Ay infeliz! ¡aún recuerdo con qué furor te arrancaron de mi pecho y te lancearon! _De eso sólo no me acuerdo. Mas, y del rey ¿qué será? ¡Pues el lance descubierto, Aliatar, tengo por cierto que en su apoyo no estará! ¿Es verdad que han sorprendido en esta noche a Montiel, y que su pueblo harto fiel ha luchado y ha vencido? ¿Y no es hoy cuando se fía al trance de una campaña el solio hermoso de España? Decidme por vida mía, ¿cesó la lid? ¡Por qué yo no os pude mi rey valer!... ¡Hablad; me angustia el temer si don Pedro no venció!» En aquel mismo momento aunque ligeros y escasos, sintiose el rumor de pasos junto a aquel mismo aposento. Y alumbrados por eunucos Muza, Benahín y Aliatar se les vio al punto llegar con guardias de mamelucos. _«Don Pedro el vencido fue,» exclamó Muza, «en la guerra bajo el caballo, y en tierra al partirme le dejé.» _¡Traidores! _¡Calla Fernando!... _Zulema, voy a expirar. _«Si se atreve a blasfemar» prorrumpió Aliatar gritando, «yo mismo con este hierro... _Ven, malsín, ¿qué te embaraza? Hiere. _Pronto, una mordaza, y amarradle como un perro. _Antes que sufra esa afrenta, ya el alma vuela al Señor; Zulema, adiós, a tu amor... _¡Fernando!... _Mi afán le cuenta a mi rey: y si algún día... No temas morir por él, que aunque le llaman cruel, es un... ¡Dios!... ¡Zulema mía!...» Los eunucos avanzaron a sujetarle insolentes, mas sus manos de los dientes de un cadáver se apartaron. El ministro del altar extendió el santo ropaje sobre el muerto, un nuevo ultraje resuelto a no tolerar. Zulema cayó expirante o muerta o desvanecida, con ambos brazos prendida de los brazos de su amante.
VII Gutier Alonso, Fernán, Men Sanabria, o vos Vinuesa, decidme, ¿qué cerca es esa, que labran con tanto afán? ¿Dónde están mis servidores, que tan cerca de la plaza no sale uno, y embaraza, las obras de esos traidores? ¿A qué tan hondo ese foso? ¡Presumo que va de veras, y que nos tienen por fieras guarecidas en el coso! ¡Haces bien, conde dichoso, en ir tendiendo las redes; y aun detrás de esas paredes teme las garras del oso! ¡Cuando te curas hoy tanto de máquinas tan extrañas las guardadas alimañas te deben causar espanto! No es extraño, que aún reciente tendrá tu negro corcel la roja mancha que en él dejó del león el diente. Cuando en Nájera, menguado, por dar a tu miedo escucha, dejaste roto en la lucha tu ejército abandonado. Bien haces, Conde, en guardarte; pero no sé si hacen bien de rey cobarde la sien los soldados en coronarte. Bien sabes, bastardo Enrique: y aunque ayer fuiste feliz sabe don Pedro en la lid, tomarse pronto despique. Si no temiera arriesgar mis leales, te prometo que en tu mismo parapeto la tumba te hiciera hallar. ¡Mas harta sangre corrió de mis vasallos leales, para que en nuevos raudales prodigue la que quedó! Hartos daños me debéis sólo con leer mis soldados, pues el rigor de los hados tan sin razón padecéis. Os guardo cual joya santa, que es talismán peregrino, y que en mi triste destino únicamente me encanta. ¿Aún os dura la tristeza? le dijo Sanabria. _No, pues no dejé de hacer yo cuanto estuvo en mi nobleza, que ayer aun después que os vi deshechos por todas partes, detrás de mis estandartes, fui el último que salí defendiendo mis vasallos. _Cierto, aunque estabais herido, y aunque ya habíais perdido en la lucha tres caballos. _¿Por qué entonces me acudisteis? ¡Morir me fuera mejor: por pagar tan fino autor a vivir me decidisteis! Sin duda ya presentía del combate el fin sangriento; pues en el mismo momento roto mi campo volvía. ¡No, no es justo galardón por mi vida que salváis, que os lleve yo a que muráis al pie de ese paredón. Conozco que romperéis por sus lanzas y sus muros; y en vuestros brazos seguros, en libertad me pondréis. ¡Pero cuántos caerían por conseguir libertarme! para después consolarme ¡Qué pocos me quedarían! ¡No: vuestra sangre es preciosa: ni una gota más vertida! No la merece una vida tan trabajada y penosa. ¡Lo que sí al menos espero, es que a vuestro afecto fiel, no parecerá cruel jamás el rey Justiciero! ¡Si vierais cuánto lastima la voz de un pueblo que infama, y de su señor la fama por su mengua desestima! ¡Ah! ¡olvidad por Jesucristo que he llegado a enternecerme! ¡que el pueblo pudo deberme dos lágrimas que habéis visto! Sí, ese pueblo es corno el mar; si encuentra débil barrera, apresura su carrera por cima sin rebramar: mas si halla una fuerte roca, hasta que la vence lucha, y eternamente se escucha el ímpetu con que choca. Yo nací muralla firme; el mar en mí se estrelló, por eso cruel soy yo, porque supe resistirme. _No todos injustos son, le replicó el buen Gutier, pues muchos hallan placer en alzaros de opinión. Dejad vanas fantasías, que más bien pensar debemos en cómo os distraeremos de vuestras melancolías. _Dices bien; antes que todo es pensar en cómo estamos; y que todos discurramos de mejorarnos el modo. Sufrir el cerco creo yo imposible; hasta la harina, para acelerar mi ruina, algún villano maleó; y contra el hambre jamás lucharán mis hombres buenos; que la vida tengo en menos, y la honra tengo en más. Sólo nos resta saber si hay en la gente enemiga algún noble que se obliga nuestra marcha a proteger. Y por tamaño favor Señor de villas le haremos, y a nuestra cuenta tendremos dar premio a su grande honor. Vendiendo si lo requiere, aun mi caballo y mi lanza, para saciar su esperanza, por inmensa que lo fuere. Y porque no se dilate, si os parece, es gusto mío, aunque de todos confío, que Men Sanabria lo trate. Y vos esto le decid. Y por vuestras libertades, tan buenas seguridades, en mi nombre le añadid a quien sea: si se alcanza que nos favorezca alguno: ¡mas si no encontráis ninguno manos nos quedan y lanza! ¡Pues don Pedro, a buena ley os jura si no os salváis, aunque muy pocos muráis que ha de morir vuestro Rey! VIII En su tienda de campaña. Con sus nobles caballeros, está el Conde don Enrique sus cuidados departiendo. A juzgar por sus semblantes confusos, tristes, suspensos, grave es sin duda el motivo, y a más de grave, en extremo peligroso y complicado. No era el lance para menos; pues refirioles Calquín, de Men Sanabria el convenio: y a esta sazón concluía su plática en estos términos: _«Soria, Almazán, Monteagudo y otros cien hermosos pueblos, de hoy más correrán por míos si pongo libre a don Pedro. Atienza, Deza, Lerín, desde este mismo momento me rendirán pingües rentas de su vasallaje en feudo. Doscientas mil doblas de oro castellanas, de buen peso, es lo menos que me ofrecen para comprar mi silencio, si a vuestro hermano y los suyos en la fuga favorezco. Seguras son las promesas; grandes las Glorias y aumentos, poderoso el que suplica, casi ningunos los riesgos; y sin embargo es tan grande la lealtad con que os venero, que antes que vender mi Rey, mi propia fortuna vendo; ¡que a costa de ser traidor, no ansío tan alto puesto! Esto sabed, Rey Enrique; y aunque de paso, os advierto que cuidéis no se malogren, (y no mancillo con esto de ninguno de vosotros el blasón y grande aliento); ¡mas cuidad no se malogren vuelvo a decir, los esfuerzos que nos costó el encerrar a ese león tan sangriento! Que si escapa de estas redes, aun con ser tan alto el cielo, para estar libre a sus iras, por seguro no le tengo,» don Enrique respondió después de un breve momento, en que dejó a su sorpresa de desvanecerse tiempo. _«Generoso héroe francés, Beltrán Calquín, mucho os debo; pues dádivas y fortunas que avasallan nobles pechos, sirven hoy de acrisolar las hidalguías del vuestro. Esos títulos que os dan, esas villas y dineros, yo por mi parte también os ratifico y prometo: y aun acrecer de mi renta a tan gran servicio el premio. Ahora bien, de vos depende el rendírmele completo. A Men Sanabria diréis que ayuda dais a su intento; y que de la noche apenas vaya la mitad corriendo, en vuestra tienda esperáis apercibido y dispuesto, con escolta suficiente de jinetes y de arqueros, a guiar la marcha oculta de ilustre prisionero hasta el punto que eligiere por más seguro en su reino. Decidle que venga solo, o con pocos escuderos; pues el número embaraza la utilidad del secreto. Pero para asegurarle, le prometeréis resuelto de tener a buen recaudo sus capitanes guerreros, hasta ponerlos en salvo, y bien cerca de su dueño.» _«Está bien», dijo Beltrán y salió del aposento; y don Enrique quedó, la emboscada previniendo, contra el más fuerte León que vio el castellano suelo.
IX Del castillo de San Pablo se oye el rastrillo caer. Por el puente levadizo hasta seis hombres se ven que bajan a trote corto a los llanos de Montiel. La luna brilla entre nubes, pero con tal palidez, que más que aclara confunde lo que alumbra al parecer. Un hombre delante va, y otros dos muy cerca de él; y detrás algo apartados cabalgan los otros tres. El primero es Men Sanabria; le siguen Fernán y el rey; los otros hidalgos son Viñuesa, Alonso y Gutier. Tan cerca están de los reales, que aun en la noche, el arnés se divisa con las lises de Francia; y en gran tropel las mil tiendas de campaña, de sólo el campo francés. _«Mal hizo en entrar en tratos con un extranjero infiel» dijo a don Pedro, Fernán. _«Pues yo pienso que hizo bien,» replicó el rey; «pues no creo, se hallará en Castilla, quien sin ofenderse, escuchara tratos que afrentan su ley. Que una cosa es que vacilen sobre el señor que se den, ¡y otra elegirlo a su gusto para venderlo después! Esa tienda cuya entrada cubre rojizo dosel, sin duda es la de Beltrán. ¡Hoy es la primera vez que me aproximo a un peligro pensando como saldré! ¡Y es verdad, que hoy en mi vida, es la primera también, que sin mi amigo me encuentro, cuyo corazón fiel, era el refugio del mío, en mis tormentos! ¡No sé si le he perdido! ¡ah! ¡Fernando! ¡No es ingrato el rey cruel! ¡Los amigos que me restan, Fernán Núñez, ya los veis! Mis amores se han perdido a la sombra del placer; ¡en fin en el mundo ya poco aguardo que perder! ¡Y sin embargo, confieso que es hoy la primera vez que me aproximo a un peligro pensando cómo saldré!» En esto paró Sanabria el trote de su corcel. Dos hombres se adelantaron a su recibo, y después, hasta veinte más, armados desde el almete a los pies. Con dos teas se acercaron hasta el mismo palafrén de don Pedro, que al saludo les correspondió cortés. Y extrañando la tardanza de la partida, al saber que sólo por un momento, y con humilde interés, Beltrán Calquín le rogaba su tienda favorecer, a su pabellón pasó aunque a despecho, y a fuer de caballero cumplido. Fernán le siguió el doncel, y Men Rodríguez Sanabria. Al entrar, cruzáronse, las Guardias en dos hileras: como dejando entender, que de allí sólo saldrían de sus lanzas al través. Conoció entonces don Pedro su imprudente proceder; ¡y más fiando tan sólo de un extranjero en la fe! Tarde era a volverlo atrás, y así adelante se fue.
X
El pabellón de Calquín es una estancia ochavada, escasamente alumbrada, de una hacha mezquina y ruin. Treinta lanzas custodiando están al noble caudillo; y en un asiento sencillo Beltrán Calquín descansando. Al entrar don Pedro, oyó revibrar una trompeta: se abrió una puerta secreta y su hermano apareció. También venían con él multitud de ballesteros _«¡Mirad,» dijo a sus guerreros: «ese es don Pedro el Cruel!» _«Yo soy; yo soy»: respondió rugiendo el León de España; y la tienda de campaña en palenque se trocó. Don Enrique de no mandoble le dividió la mejilla; mas resistió el de Castilla como se resiste un roble. Y haciendo el hierro pedazos, ya desarmados los dos, encomendándose a Dios, se vinieron a los brazos. Ágil don Pedro y fornido luchaba con más despecho, y así despidió a gran trecho al conde desvanecido. Y clavando la rodilla, sobre su garganta real, le dijo con voz mortal, «Ya es de don Pedro Castilla.» Pero un poder sobrehumano detuvo el golpe de muerte, y entonces el Rey advierte que Calquín para su mano. _«¿Por qué me apartas, traidor, si era el duelo a buena ley?» _«Ni quito ni pongo Rey, sino ayudo a mi señor.» Debajo puso a don Pedro: haciendo el cuerpo al caer, el ruido que puede hacer cuando se desgaja un cedro. Don Enrique, aún repuesto de su congoja, cobró nuevo valor cuando vio a su rival tan mal puesto: y el auxilio aprovechando del traidor Beltrán Calquín, puso a su combate fin, a su Rey asesinando. ¡Tres veces crujió su acero al rasgar con fuerte mano, el corazón de su hermano, y del mejor caballero! ¡Y los suyos que juzgaron saciar así sus venganzas, con los cuentos de sus lanzas el cadáver golpearon! Y tanto espacio duró su feroz carnicería, que el sol del naciente día tamaña infamia alumbró. XI ¡Aquel pueblo que tirano llamó a don Pedro, el Valiente, besó rastrero y ufano, la diestra en sangre aún caliente del que asesinó a su hermano! FIN PULSA AQUÍ PARA LEER POEMAS DE TEMA HISTÓRICO |
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