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Gustavo Nielsen

Alucinantes caracoles

Tatuaje de cartón

El perro que tuvimos

La vida cantada

La fe ciega

                                                         ALUCINANTES CARACOLES
                                                                                                                                                                                           2 REYES, I, 26
      Los siento. Están ahí; empaquetados en celofanes, sostenidos por cintas de colores, etiquetados en cajas bajo vidrio y bajo llave, entalcadísimos para regalo (como alhajas demasiado valiosas); huecos de arena y de mar, mustios, ásperos, anticipadamente sombreados por la oscuridad de los placares que vendrán; solos y separados unos de otros por parecitas de cartón, clasificadísimos según la Enciclopedia Estudiantil y el Códex.
      Mi hermano me mira con ojos tristes, de playas apagadas. Le digo algo que no oigo y que él tampoco oye. Ni esos caracoles que siguen ahí tan quietos, como corazas de monstruos ausentes. Como la caja que los envuelve; como la caja que nos envuelve a nosotros y nos aleja de todo, a mi hermano y a mí, como si quisiéramos salir y afuera no estuviera la playa y las cosas, y hubiera un solo vacío, un barro total, una lluvia sin fondo, la tierra de abajo de todos los bosques.
      “Así no vale”, me digo.
      Así dejaron de ser alucinantes.
                                                                                                         
    1
      Llevé el caracol hasta donde él estaba y le dije:
      _Encontré uno. ¿Sirve?
      Le dije también que era de la primera franja. Habíamos dividido la playa en franjas de caracoles y le pusimos “uno” a la que estaba más cerca de la casa y “tres” a la que mojaba la orilla. Pero ahora había aparecido una nueva franja, y a mi hermano le daba fiebre tanto desorden. Estiró el brazo apoyando la mirada sobre la recta de la manga de su pulóver azul, para ver si estábamos en lo correcto. Yo dije: “Hay una nueva número uno”. Él dijo: “Puta madre, se nos despelotaron todas las etiquetas”.
      Mi prima fue la que la descubrió. Siempre complicándolo todo, no sé para qué la trajimos. Da vueltas y se le vuela la pollera, del viento que hay. Ella también junta caracoles, pero se hace la que no sabe y junta cualquier cosa. Te viene con una pavadita rota como si hubiera encontrado una sirena. Encima quiere que la consideremos.
      Ayer se me acercó con una piedra extraña, opaca y siena. Yo estaba caratulando las cajas de la colección. Al mediodía habíamos encontrado un caracol del tamaño de una moneda de diez, celeste. No se ven caracoles celestes, y éste es celeste como un cielo. Hasta hoy no supimos qué nombre ponerle, porque en el Códex no aparece (se lo vamos a tener que inventar). Mi prima estaba ahí, parada, con eso sobre las manos abiertas y yo pensándole el nombre. Dejé de despegar las etiquetas engomadas para observarla con más detenimiento. Lo traía apoyado en un papelito. Me pareció tan raro que le hice una sonrisa que significaba la sorpresa de ver algo que todavía no teníamos, una piedra difícil de encontrar. Fui a tocarla como si se tratara de un diamante preciado, y cuando la alcé se me hundieron los dedos. Era una masa fofa y desagradable.
       _¿Es un sorete de perro? _le pregunté.
      _De perro no. Es un sorete de tu hermano. Acaba de depositarlo detrás de aquellos matorrales, para la colección.

                                                                                                  2
      Ella lo sigue a todas partes. Estuvimos cambiándole las etiquetas a los caracoles la noche entera, por ese descubrimiento que hicimos en el cual la franja uno pasaba a ser la franja dos, la dos la tres y la tres la cuatro. Yo le dije a mi hermano: “Pongámosle cero a la nueva, así no tenemos que tachar tanto”. Él me contestó: “Eso carece de seriedad científica. Hagámoslo todo otra vez”. A ella le encantó, y por esta bobada (tan fácil de arreglar) nos pasamos la noche en vela. Lo miraba y lo miraba, la guacha. Fijamente, con los ojos vueltos dos caracolazos brillantes, blancos con el bichito húmedo adentro, despierto, escarbador.
      Yo le dije: “Éste todavía no lo encontramos”, y le señalé en el Códex uno rarísimo, grande como un puño y lleno de puntas.
      _Es una concha _dijo mi hermano_, no un caracol. Una concha marina.
      Mi prima se rió y a mí me dio una rabia bárbara, porque se le sentó sobre la falda, lo abrazó y le dijo:
      _Lo que te falta a vos es una buena concha.
      Se lo dijo al oído, pero lo suficientemente alto como para que yo escuchara. Lo hace a propósito, de jodida que es. Mi hermano paró de tipear con la eléctrica y me preguntó qué nombre le poníamos al celeste. Yo estaba furioso y el corazón me latía como laten los peces recién pescados; yo mismo era ese gran pez arrancado del mar a tirones. Mojado y palpitante, con el día mordiendo del anzuelo y el sol sobre los ojos irritados, sin párpados, sin movimiento. Y luego sin escamas, sin tripas, sin espinas, sin cuerpo.
      _Qué nombre le ponemos.
      _¿Cómo?
      _Al caracol celeste. Tiene que existir un nombre para poder catalogarlo.
      _No sé. A mí qué me decís. Preguntale a tu prima.
      Después me quedé pensando un largo rato y no se me ocurrió nada, y me di cuenta de que tenía la mente muda, en cero, singularmente desnuda.

                                                                                             3
      Nos repartimos las franjas para poder alejarnos, porque en los últimos días habíamos encontrado los mismos caracoles, y porque ya me estaba cansando de verla todo el tiempo con el viento volándole la pollera. Fue lo mejor que hicimos. Acabo de levantar uno que figura en la Enciclopedia Estudiantil y no en el Códex; de la sección “Fauna abisal”, tomo III, fascículo 32, página 17, abajo cerca del ganchito. Me acuerdo bien. Es un Conus fino, con franjas horizontales blancas y negras y una modulación de textura en vertical. Por adentro todo plateado y liso.   Medidas aproximadas: veinte milímetros por diez; una joya.
      Mi prima grita. Yo encontré uno divino y no hago escándalo, y ella viene corriendo por la arena dura y cuando llega me grita: “¿A que no sabés qué tengo?”. Yo no la miro, ya me pudrió. Después me sale con cualquier cosa y me la tengo que aguantar por mi hermano.
      _Mirame, che.
      _Qué querés.
      _Mirá qué caracol.
      Sacó del bolsillo uno enorme, gris nacarado, como si estuviera haciendo un truco de magia y eso fuera un conejo, o una paloma, o un globo. Extraordinariamente aparecido. Una Charonia tritonis de un tamaño anormal para la orilla; le acerqué la regla y medí: ¡750 x 48 x 350 mm!
      _¿Adónde lo encontraste?
      _Sorpresa. Se oye el ruido del mar.
      Me lo arrimó a la oreja. Enseguida sentí el zumbido claro, bien caracol. “De éstos no hay”, le dije temblando, y me puse colorado porque supe que esa Charonia era fundamental para la colección, y no me animaba a pedírselo, después de tanto putearla toda la tarde.
      _Ni mamada se los doy _dijo_. Es mío. Olelo. Tiene el olor del mar.
      Me lo puso en la nariz; yo aspiré y me hizo toser. Estaba lleno de arena finísima, que volaba de nada. Tosí bastante, me picaba la nariz y ella me lo volvió a poner como una máscara. Yo no podía respirar sino eso; las rodillas se me vencieron y nos caímos hacia atrás los dos, jugando y tosiendo. Me empecé a reír, no sé por qué, y la vi a ella tan linda. El mar estaba lejos y cerca, porque no podía fijar la imagen y no me daba cuenta. El horizonte se me borraba del mareíto; ella me sacó el caracol y yo le grité “más dame a oler otro poco”. Já. “Qué mierda te importa la colección, dijo, volá que te va a hacer bien”. “ ¡A VOLAR COMO LOS BERBERECHOS!”, gritó, y a mí me hizo gracia, porque justo cuando pensaba “los berberechos qué van a volar”, pasó volando uno y me echó su cagadita sobre la frente. Apoyé la espalda en la arena porque me caí cuando me vinieron ganas de vomitar o de hacer pis o de hacer cualquiera. Pasaba el cielo entero y yo así, acostado sin saber, y los bivalvos allá por la orilla, y ella también oliendo su caracol, riéndose conmigo, bajándome la malla y chupando, ella pulpo calamar ventosa agua fondo sueño adiós mundo real.

                                                                                                        4
       Cuando me desperté, ya se había ido. El dolor de cabeza me filtraba el resto del cuerpo; cada movimiento, cada idea me dolía paralelamente conectada con aquel dolor principal, con el dolor madre de todos los otros. Lo primero que busqué fue el caracol; girando el cuello abrí los ojos una y otra vez y sentí el cansancio claro, y un desdoblamiento de mi ser que se volvía a recostar, pesada y lentamente, sobre la arena. “La resaca del infierno de mierda de la prima”, pensé, y no me atreví a decirlo por temor a escucharme distinto, quizás con voz de pájaro, aguda y estúpida. “Ella es una voz de pájaro, me dije, ¿cómo se puede ser aguda y estúpida a la vez? así, veanlá”. Yo me hablaba callado, estremecido, en pelotas porque se había robado mi malla y la puta madre que la parió. Otra vez esta rabia que es un dardo acertando en el mambo del despertar desnudo y fisurado, arrastrando como un gasterópodo sin coraza el estómago sobre la playa. Sin caracol. De nuevo reptando sobre la franja dos, sobre la tres generosa de mejillones vacíos y medias ostras y agujeritos con burbuja para pescar almejas; de nuevo el mar proveedor único de interminables colecciones, de hondas cosmogonías sin fin, de arquitecturas enigmáticas y abismales. ¿Cuánto habría dormido? ¿Un minuto o una hora?
      Allá a lo lejos estaba la malla. Se dio cuenta porque a él nadie lo engañaba así nomás, porque para eso era el menor de los Nilsen; qué joder, ¿no? Tenía una vista bárbara, y a la malla le daba justo el recorte del médano contra el cielo. “Ni a mí ni a mi hermano nos importa ella, que es una cosa que da vueltas por acompañar a la pollera, ¿no? Ni siquiera es un caracol, que también es una cosa pero con importancia, digna de guardarse en una caja de cartón con una vitrina arriba, para mostrar”. Él sabe de qué habla cuando sube al médano, porque la respiración se le junta en el pecho y tiene que soltarla de algún modo, y salen algunas quejas. Siempre pasa. Se pone la malla y allá abajo, como a cincuenta metros, ve la pollera, sobre un arbusto la fijación. Eduardo Nilsen sonríe y su cara se transforma en un grito que se estira y estira cuando corre como un chico, hundiéndose en la arena que baja por la pendiente casi a pique; se ata la pollera a la cintura gritando y más allá, a veinte o treinta metros de subida por el médano, su blusa roja. Ya se ríe a carcajadas y trepa, ya se cae, ya sigue trepando. Se mete los brazos de la blusa por las piernas como si fueran pantalones; en el esfuerzo descose una de las mangas y le queda una bolsa roja colgando. Y le estalla la piel del pecho con una respiración agitada entre el ahogo de la risa y las corridas. Pero sigue, sigue corriendo hasta el corpiño que está abajo y hasta la tanguita mínima que está arriba otra vez, casi escondida, pero que él descubre con su vista formidable de buscador de caracoles. Y aquí llega, la cara y las manos prendidas a los arbustos, asmático, pidiéndole aire al aire, a la playa, a la prima que está jugando tan regalada con su hermano Cristián como una injuria, como una humillación, como una mancha en mitad de la colección. Es un molusco prendido con sus tentáculos abyectos y su lengua, en el pozo del médano que él está mirando, y por el que ya le explotan los ojos de envidia.
      A su derecha estaba el caracolazo. Lo agarró sobresaltado, jadeante; se los iba a tirar pero no, mejor adentro de la pollera, porque la colección es lo más importante. Al fin y al cabo, era lo que tenían que hacer. ¡Tantas horas compartidas en el rigor de la clasificación! Sólo ellos sabían las que habían pasado y los caracoles estaban ahí, siempre ahí, quietos. Y otros en el mar que lleva y trae, y otros en las profundidades o en el Códex. Jugando a descubrir y a ser descubiertos, al conquilólogo y a la concha peluda, ¡cómo juega Cristián! Já. Lo da vuelta y lo examina al caracol ( “una Charonia tritonis de locos”, pensó); con la punta de la uña le rasqueteó el esmalte que salía tan fácil que parecía barniz. “Es la abombada ésta que no lo deja tranquilo. Y que me distrae a mí también, para qué mentir. (¿Le cuento o no le cuento que ella anduvo por entre mis cosas haciéndome cosquillitas con saliva?)”. Tiene algo escrito en letra cursiva, el caracol. “Él me debería haber dicho: Si la querés, usala. Así, directamente. Porque es nuestra prima pero no sé de quién es más, o mejor dicho sí, sé. Y sé también que nos saca de tema todo el tiempo, y que me volvió a pudrir. Porque el cartelito, este cartelito de acá abajo; mirá, te digo que mirés, Eduardo, ¿ves?, este cartel impreso a la orilla del caracol dice muy claro de quién; leé, volvé a leer. «Recuerdo de Miramar», dice. Y capaz que era el pie de un velador y todo; ¿qué no?, ¿y para qué va a tener ese agujero ahí abajo, sino para pasar el cable?

                                                                                                    5
      Ella paseaba por afuera dándole vueltas y más vueltas a la pollera azul; Cristián alzaba tabiques de cartón que previamente había cortado con un escalpelo, cementados formando nichos grises para quién sabe qué nuevos cadáveres de mar, pensó Eduardo, que la miraba pegado al vidrio, mordiéndose las lágrimas. La miraba fijamente, como si quisiera ver a través de ella, a través de esa pollera inquieta, el fondo del océano. Y sus infinitos peces y sus caracoles.
      _Tiene que irse _dijo, y parecía que ya lo había dicho antes, porque su hermano no lo miraba y el deseo se le venía a los ojos inyectándoselos de sangre y ganas; recordándole la sentencia (tienequeirsetienequeir), sintiéndola otra vez hecha un latigazo firme de viento sobre su cara. El mismo viento que le volaba la pollera y remontaba todas las palabras viejas, detrás del movimiento de la tela. Los dos habían fracasado, habían hecho trampa y eso abría un tajo entre ellos, que se parecía mucho al tajo que la prima llevaba incrustado entre las piernas, a ese caracol secreto con la babosa adentro, extraño a todas las colecciones y al Códex.
     Cristián pensó: “Por favor, que no se vaya, porque estoy enamorado”. Casi lo dijo. El aire era como una masa densa de agua salada, inmóvil y oscura. Podía decirse cualquier cosa, que todo daba lo mismo; apenas si se oía el repiqueteo de los marcos agitados de las ventanas y un sordo y apagado ruido a mar, lejano, bien adentro del día.
      Su hermano Eduardo se maldijo a sí mismo por lo que estaba queriendo en ese instante, por lo que le pasaba por la cabeza al verla rodar con su pollera azul marino sobre la franja dos, sobre la dos y la uno; casi dijo algo pero se lo calló, porque el agua le daba en la cara y porque las lágrimas mordidas no le surgían por nada del mundo. Por nada del mundo. Entonces le arrancó el celofán a una caja de rabia; los caracoles cayeron liberados al suelo y fueron una cascada, un rumor de agua adentro del agua, una ola. “Éste es mío y éste también. Yo los encontré. Son míos. Los quiero sin etiquetas, ni carteles, ni Códex. Voy a devolverlos a la playa, que es adonde deben estar”. Le puso el pie arriba al celeste que todavía no tenía nombre. Su hermano dijo: “No vale la pena, Eduardo. Pucha, una vez que estábamos de acuerdo...”. Le apoyó encima todo el peso del cuerpo y el caracol sonó.
      _Nos olvidamos de la colección _dijo, descubriendo con el pie los pedazos rotos.
      _Sí.
      La intrusa los miraba a través del vidrio y sonreía; a Eduardo se le ocurrió que porque era parte de otra cosa, porque estaba loca y afuera de la casa que era un clasificador como los que hacían ellos pero mayor, mucho mayor, a escala humana; y que habría otros, quizás la playa fuera uno y su prima, que parecía tan libre, también estaba guardada en el sitio exacto por alguna exacta razón; y todo, los caracoles y el mar y la arena y el mundo eran a su vez el álbum y las figuritas pegadas en el álbum, y la difícil y las repetidas y las que todavía no salieron.
      _Yo también estoy enamorado _le dijo, rabioso. Y estuvieron un rato callados, calladísimos, hasta que ella entró a la casa.
      _¿Qué pasa? _preguntó.
      El silencio los tenía agarrados de las manos. Cristián dijo:
      _Tenés que irte.
      _Por qué?
      _Porque sí.

                                                                                                            6
      Desde la ventana la vieron sacarse la blusa y el corpiño; la pollera solamente se la alzó. No tenía ropa debajo. Se dio vuelta para verlos con sus ojos grises, copiados del cielo que se estaba nublando. Después empezó a caminar hacia adentro, y Eduardo lo vio gritar a su hermano sin escuchar el grito. Fue en un momento bastante trágico, porque el agua le llegó a la cintura y la pollera parecía una bandera que flotaba, el símbolo de un naufragio. Ellos sintieron el frescor entre las piernas y un calor intenso en la cara y en las manos. El mar estaba plano, raro; una impresión inolvidable. Tanto tiempo viviendo en esta casa y un día, por ponerse a juntar piedras, se olvidaron del mar. Y ahora parece recién estrenado, detenido, con una prima adentro y los caracoles caídos en el parquet. ¿Cómo encerrar todo ese paisaje desconocido adentro de los nichos del clasificador? ¡Pensar que ellos lo habían intentado!
      Cristián salió, aturdido; su hermano salió detrás por precaución, por si se confundía y se volvía loco de repente, ¿no? Puede pasar. Pero se cayó arrodillado sobre la arena, nomás, a dos pasos de la puerta, y sus ojos fijos se quedaron enredados en el último rastro del pelo de ella. Después se acabó todo, y lo vio largar el llanto con la cara pegada a la playa. Entonces se volvió, caminando y mirando siempre hacia abajo porque el reflejo del mar le irritaba los ojos, y hubiera parecido que él también estaba llorando. Mirando siempre hacia abajo para buscar, ¿no?, y pensando siempre hacia abajo. “Chau colección”, pensando. ¿Para qué alzar la vista si en una piedra está todo escrito? Por qué llorás, Cristián, si en esa ola que se empieza a mover estamos nosotros y ella y la colección y la playa y la ola misma, alguien nos clasificó y por eso estamos. Tu propio llanto, el pozo que ahora escarbás en la arena, el objeto que ahora levantás con tanta delicadeza, tu mano semiabierta, tu mirada científica escudriñándolo milímetro a milímetro, tu ojo abierto y tu ojo cerrado, tu pestañeo, tu pestaña, la mitad de tu pestaña, la mitad de la mitad, Cristián.
      Sonrieron. Él metió la punta de la lengua en una hendija que dejó entre el índice y el mayor, lamiendo el objeto encerrado con las mejillas chispeantes de lujuria. Un hilo de baba le colgaba desde el labio y se metía en el hueco interior de las dos manos, pasando por entre la hendija de los dedos. Eduardo se acercó.
      _¿Qué es? _le dijo.
      La baba era el tobogán de otras gotas mínimas de saliva que se deslizaban desde la punta de la lengua, y que hacían reflejos divertidos de sol, tanto que Eduardo supuso que su hermano tendría fulgores de estrellas guardadas en la boca, que iba largando para darle de comer al objeto de adentro de las manos.
      _Qué guardás, che. Dejame ver.
      _Un caracol.
              (Dedicado al señor Borges)

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TATUAJE DE CARTÓN

      _ Le traje el rompecabezas porque no había otra cosa. El local estaba repleto de muñecas, y en un rincón apareció esta caja con las inscripciones japonesas. La abrí. El vendedor enloqueció, enarbolando gestos como si me viera cometer una herejía. Dijo algo que parecía una recomendación, pero en su idioma inentendible.
      Sonia estaba parada delante de la caja abierta. "Viste lo que son estas piezas", dijo.
      _ Sí.
      _ Infimas. Demasiado pequeñas para Carlitos. Y encima son millones.
      _ Ya se. Qué querés que haga. Jamás logrará armar nada que parezca real. A lo mejor el chino quería advertirme sobre el tamaño de las fichas.
      Ella metía sus manos y sacaba un puñado de adentro de la caja. Los pequeños hexágonos se le resbalaban entre los dedos como granos de maíz.
      Dejé a Carlitos sentado frente a la mesa, con los brazos dispuestos paralelamente uno con el otro, enmarcando la caja abierta.
      _ ¿Te gusta lo que te trajo papá?
      _ ¿Qué es?
      _ Una foto para armar.
      Así lo dejé, y así siguió hasta después de comer, sin moverse. Extasiado, reflexionando sin parar ante ese problema gratuito que le vino de regalo de afuera.
      En el trabajo me la pasé dibujando papelitos. No sabía si contarle o no a Sonia, porque nunca antes la había engañado con nadie y no podía suponer cómo reaccionaría. Ni siquiera sabía por qué lo había hecho. En el papel anotaba "por qué, por qué", preguntándome todo y explicándomelo sin dudar, pero sin explicarlo ni preguntar nada. Para las cinco de la tarde, una de las líneas cerró en un corazón cruzado por una flecha; como cuando éramos chicos con Sonia. Pero el corazón quedó vacío de nombres.
      Al llegar a casa la vi tan contenta que me dio lástima. Me esperaba parada en el umbral de la puerta de calle, y sus manos estaban pegadas a la altura del pecho, palma con palma, como una chinita (¿se habría dado cuenta de algo?). Esa fijación mía. Íntimamente me juré que jamás volvería a engañarla.
      _ Ya completamos el pekinés _dijo ella.
      Me acerqué a la mesa. El rompecabezas ocupaba un espacio enorme, tanto que habían tenido que correr el camino de crochet y el centro de vidrio. Lo miré. Mis ojos leyeron los detalles de la situación: estaban reconociendo un perro, sin aprobación mía. Un pekinés.
      _ Increíble.
      _ Tardamos todo el día _agregó Sonia_. El animal está embalsamado, ¿ves?, y este fierro que le sale del lomo sostiene la pantalla. Un velador pekinés.
      "Y una mesa de luz laqueada en negro y rojo; la colcha roja; las paredes, las intenciones, las luces rojas; roja la china acostada en la cama". Tuve en los ojos una historia que Sonia alcanzó a entrever. "Parece un telo", dijo, pálida. Yo traté de disimular. Esa imagen era una imagen mía, pero ¿cómo podía haber aparecido sobre la mesa del comedor? Una foto del viaje; casi una proyección de mi cerebro. Tuve ganas de decirle "es un telo; un cuarto de allá"; pero me callé. Mi silencio rodeó a Sonia de una cáscara invisible de precaución, una máscara hecha para todo el cuerpo, para ocultarse y disfrazarse y darse a conocer nueva, recién nacida. Un signo evidente de defensa; así me pareció. Quizás esté persiguiéndome por eso de la "cola de paja". Pero ninguno de los tres que estábamos ahí pudo hablar, y el secreto se hizo tan hondo que oíamos el roce de las piezas que Carlitos disponía arriba de la mesa. Sentí que ella tuvo, en ese lapso, la convicción absoluta de que algo había ocurrido. Los ojos de nuestro hijo nos pedían disculpas, sufriendo por nosotros. Yo recordé el cuerpo de una extranjera desnuda. Dije: "basta de pavadas, che", y desarmé la imagen de un manotazo.
      Carlitos empezó a llorar esa misma noche, y el llanto le duró hasta la mañana siguiente. Habían pasado toda la tarde para hacer ese pedacito del cuadro y yo se los destruía sin reflexión, arrebatado por quién sabe qué tipo de furia. Por una furia originada en qué, pensaría Sonia.
      Fui a mi trabajo escapándome de casa. Estaba aturdido. ¿Qué había pasado? Era imposible de explicar. Dibujé un plano del cuarto así nomás, en una boleta vieja, para recordar la disposición de los muebles y de la puerta del baño. Ese pekinés horrible y la china trepándosele, después, por atrás, como si fuera otro perro que se lo estuviera montando. La lámpara entrecortaba la luz del cuarto en cada bombeo imaginario. Porque no era ni más ni menos que un buen chiste, uno de chinos. Y el perro con esa cara de mirar un programa de televisión.
      Cuando llegué a casa, ellos habían empezado por arriba. "Pobre de vos si lo tocás", me anticipó Sonia, de muy mala manera, y el cielorraso rojo con el ventilador suspendido del techo estaba casi terminado de armar. Hasta se asomaba una mata de pelo ondulado, al cubo de aire de la pieza. "Nos vamos a quedar a completarlo", dijo ella, siempre en tono de guerra. "¿Verdad, Carlitos?". Carlitos hizo un sí de cabeza, sin levantar la vista de las piezas. Ella le acarició los cabellos. Yo me fui a dormir, pero estaba tan inquieto que no pude pegar un ojo.
      Eran las cuatro y veinte de la mañana cuando Sonia entró al dormitorio, corrió las cobijas y se metió en la cama. Buscó la posición de cuando está peleada conmigo, pegándose bien a su borde. Yo no sabía si hacerme el dormido, o qué. Me volví hacia ella, aparentando estar dormido. Rocé su cintura con mi mano derecha. Sonia se dejó tocar. Le besé la espalda delicadamente, el cuello, la nuca. Me levanté por encima de su cabeza buscándole los labios, los ojos llorosos, la humedad de su cara. Entonces se arropó bruscamente, hundiendo el rostro en la almohada para apartarme de sus lágrimas. Me quedé frío, extendido de espaldas sobre el colchón. Encendí el velador. "Apagá", dijo ella. Me senté en la cama y lo apagué. Desde el comedor nos llegaba otra luz. Crucé todo el pasillo hasta la puerta abierta: Carlitos se movía electrizado, con la potencia propia de un loco. Encontrando las piezas en la caja sin mirar; ubicándolas en los lugares exactos de memoria, mágicamente. Quedé deslumbrado. Cuando me acerqué a ver, fue como si entrara otra vez en aquel cuarto. Porque en la foto aparecía yo mismo, con mi cara y mis ropas, sentado sobre la cama y atándome los cordones de los zapatos. El pekinés sobre la almohada, con la mujer apoyándole la cabeza en el lomo. Tendida de espaldas, el pelo negro como el de Sonia y la bata azul fosforescente con el dragón dorado. Le dije a Carlitos: "completá acá, el muslo derecho, las piernas"; se lo decía como una especie de aliento que él entendió, porque se arrodilló sobre la silla para trabajar con más intensidad, al máximo de la velocidad de sus brazos. Parecía hipnotizado por el rompecabezas. Las fichas fueron acercándose unas a otras. La bata le tapaba las piernas hasta las rodillas. Yo recordé la mariposa tatuada en el muslo derecho. Los músculos se me aflojaron como si alguien les inyectara un cansancio inmediato. "Vamos”, le dije a Carlitos, “hay que ir a dormir". Lo levanté por los sobacos, arrancándolo de la mesa.
      Cuando volví a la cama, lo hice creyendo que ella se habría dormido, y me acerqué a su cuerpo con precaución. Estaba despierta. Dio vuelta la cabeza _supuse, ilusamente, que para darme un beso_ y dijo: "Esa no soy yo, porque jamás usaría un kimono tan ridículo". El énfasis que puso en su afirmación me pareció gracioso, pero no me reí, ni le dije nada.
      Al amanecer me sentía malhumorado. Lo primero que hice fue desarmar el rompecabezas. Eché las piezas adentro de la caja con violencia. Tal vez nunca deberían haber salido de allí.
      Pasamos un sábado tranquilo, apenas desequilibrado por las menciones obsesivas de Carlitos acerca de esa caja. Ni Sonia, ni yo, queríamos hablar del tema. Ella había preferido hacerse la indiferente, y yo no tenía posibilidades _por el momento_ de confiarle lo sucedido. Antes era distinto, hubiera sido como abrirle el corazón a mis infidelidades; ahora era casi una obligación. Un acto de cobardía comprometido por el destino de las piezas. Callar parecía ser la mejor de las opciones; aunque ella me mirara con desconfianza. Disimulé lo más que pude, hasta las seis o siete de la tarde, que fue cuando se cruzó de brazos esperando que le contara algo. Subí mis hombros. Sonia dijo:
      _ ¿Y?
      _ ¿Y, qué?
      _ Qué pasó en ese viaje.
      Le dije "nada, pavota"; entonces se enojó. Simulaba estar bien dispuesta a escuchar mi declaración, pero no a seguir en ascuas. Quizás el tema principal ya no fuera el engaño, sino la mentira mantenida. Yo no torcí mis argumentos.
      _ Te digo que nada.
      _ ¿Y el rompecabezas?
      _ No sé.
      _ ¿Adónde está?
      _ Acá.
      Busqué la caja sobre el aparador, y busqué los ojos de Sonia con la mirada. No teníamos ganas de pelear. Carlitos se colgó de mis brazos y me la quitó, desparramando las piezas por el suelo. Nos quedamos pensando, con Sonia. ¿Por qué recomenzar ese juego? Había un vacío entre los dos, era fácil de detectar, y un chico buscaba completarlo desde los mosaicos de la cocina, moviendo cartoncitos como autómata. Ella abrió un poco la boca para decir algo que no dijo, y después se agachó junto a su hijo, que histéricamente insistía en juntar bordes con bordes. Me fui a dar una vuelta, antes de que me absorbiera la tragedia.
      Caminé dos cuadras hasta un bar, y entré porque estaba por llover. Mi propio hijo me traicionaba. Quién sabe qué fue lo que gritó el chino de la juguetería. Pedí una ginebra doble. "Si eran de la misma estatura, con Sonia, y el pelo del mismo tipo". Podía ser ella, qué tanto. Salvo por los rasgos y el tamaño de los pechos, distinciones que desde la espalda no se notaban; podían ser la misma mujer. Cuando le pedí a la china que se pusiera contra la pared, erguida, me di cuenta de lo flaca que era. Como no me entendió la agarré y la puse. Unos pezoncitos de muñeca. Después la di vuelta. De espaldas era idéntica a Sonia; ahí le vi el tatuaje sobre el muslo. Ahí le abrí los cantos con las manos y ella torció la cintura. "Ji, ji, ji", la china. Sonia no me dejaba incursionar por esos rincones. Estaba clarísimo: con la china había hecho lo que Sonia me prohibía. ¿Cuántas ginebras había bebido? Salí del bar borracho y excitado. Necesitaba una china masturbándose con el hocico de un pekinés embalsamado. Necesitaba besar esa mariposa y abrazarla en el suelo, en el baño, cuando se lavaba entre las piernas sobre la pileta de loza.
      Entré a mi casa como al suicidio. El rompecabezas estaba desarmado sobre el piso de la cocina. Pero desarmado con furia, con la furia de una mujer engañada. Quién sabe qué habría visto, qué nuevo instante de aquella noche habría descubierto. Carlitos empezó a juntar lo que quedaba y le dije "vamos, vamos, andate al comedor o a tu pieza". Se me notaba la borrachera en el aliento y en la voz cascada; yo mismo la noté. Tambaleé en mi lugar. Ella bajó los ojos. Tenía las manos serias, asustadas.
      _ Me voy _dijo.
      Yo había preparado con anticipación un hueco en mis oídos para ocuparlo con esas dos palabras. Un agujero exacto, con las exactas dimensiones de un "me voy" apagado, seco, que estaba esperando escuchar de sus labios ya idos.
      _ Bueno _le dije.
      La ginebra la alejaba más de mí. Ella recogió su valija y terminamos para siempre.
      Caminé durante toda la noche; el departamento fue una calle interna, con paredes como las medianeras de una ciudad oprimida y compacta. Vi un cielo sin salida, el cielo de los que están solos, proyectado contra el techo del dormitorio. Había un sobre con la letra de Sonia. Lo toqué y lo apoyé contra mi pecho, sin abrirlo. Carlitos entró corriendo a la pieza. Su exaltación me hizo sentar. Una alegría extraña le pintaba la cara.
      _ Terminé el rompecabezas _dijo_, pero no lo terminé.
      _ Qué querés decir.
      _ Que falta una pieza.
     Me levanté y fuimos hasta la mesa. La imagen había cambiado nuevamente. Adentro del cuarto rojo, con la puerta abierta del baño, mi figura ya no aparecía. Tampoco el pekinés de la mesita de luz (ese detalle me sumió en una especie de tristeza). La mujer sí, de espaldas, doblada en dos por su cintura, lavándose con su cara muy próxima al chorro de agua de la pileta. Desnuda. Se le veían las piernas flacas y las caderas. Me dio la impresión de verlo acabado.
      _ ¿Qué decís que falta?
      _ Acá _dijo el chico, señalando el muslo derecho de la china. Sin esa mariposa, la mujer seguía siendo cualquiera; así, en la indefinición propia del rompecabezas. La china, una vecina de la china, Sonia, cualquier novia parecida de la juventud. Una mujer morocha, petisa, flaca, de espaldas. Me di cuenta de golpe. Una idea rara, casi un presentimiento, hizo que volara hacia la pieza. Me arrojé sobre la cama con la ansiedad de romper ese sobre con la letra de Sonia dibujando mi nombre. Al tacto, en la enloquecida carrera por rasgarlo, supe de qué se trataba. Lo abrí; solté el contenido sobre la colcha. Una mariposa roja del tamaño de un garbanzo se posó en el vacío que dejaban mis manos; con las alas desplegadas pero muerta, anterior, de cartón pintado.

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EL PERRO QUE TUVIMOS

      Estaba deprimido, tan deprimido que solamente ansiaba acariciar la cabeza de alguien. “Mejor si es una mascota”, pensé, y me acordé de mi perro de cuando era chico. No estoy seguro de que esto haya pasado así, o si es una idea que vino después, algo inventado. El perro apareció justo debajo de la mesa. Lo reconocí de inmediato. Le dije: “Hola, Yerri”. Él movió la cola cuando le toqué la cabeza. Era igual al caniche que había tenido, por eso le puse ese nombre. Yerri Kent se me subió en dos patas para rascarme el pantalón. Por las dudas lo llamé con otros nombres, pero no reaccionó.
      Esa noche recordé qué había pasado con el verdadero Yerri Kent. Lo habían agarrado unos gatos salvajes, y lo habían destrozado. Yo tenía siete años cuando pasó. En el sueño, Yerri me seguía hasta la puerta del colegio. Entonces me desperté y el perro estaba a los pies de la cama, mirándome. Con esos ojos.
      Yerri era de los perros inteligentes que hacen gracias. El muertito, sit, acostarse como una rana, con las patas de atrás extendidas hacia los costados. No eran grandes habilidades para un caniche, pero él las había aprendido. Le gustaban mucho las manzanas, como premio a sus actuaciones. Yo partía una manzana en octavos, sin semillas ni cáscaras, y se la iba dando a medida que él interpretaba sus personajes. Le acerqué un gajo a mi nuevo perro y no se lo comió.
      Salimos juntos a comprar el diario. Compro uno de izquierda, que cada vez viene más delgado, a diferencia de los diarios capitalistas que no hacen más que engordar. El perro saltó todo el camino de vuelta a casa. Me di cuenta qué era lo que podía querer, doblé el ejemplar en cuartos y se lo puse en la boca. Lo llevó hasta mi sillón de leer. Parecía orgulloso con su misión. En el diario quedó un agujero que se repetía en todas las páginas, provocado por su colmillo.
      El primer día durmió en la puerta de calle, el segundo en la terraza, el tercero en la pieza conmigo. Se escondió detrás de una cortina. Me acordé de que Yerri dormía detrás de las cortinas. Era un juego que hacía: uno lo llamaba y él se hacía el escondido. El juego ponía en evidencia el hecho de que a lo mejor no existía, ni había existido nunca. Que podía no ser una mascota real, sino nada más que una buena historia.
      Probé con otras comidas que me parecieron más amigables. Compré Trocitos de Dogui, latas de preparados del Kennel Club y carne picada de ternera. El perro estaba _era_ inapetente. Le conseguí unos huesos saborizados marca Peluche, que lo alegraron. Los sacaba del plato y se los llevaba a la terraza. En un momento lo seguí y lo vi levantar una pata en el aire, pero sin hacer pis. Después se sentó al borde del cantero de malvones. Era evidente que estaba esperando a que me fuera. No iba a hacer caca, ni comerse el hueso, ni ninguna otra cosa. Ni ladrar. Nunca ladró.
      La mañana que nombré él me miraba, desde los pies de la cama, con esos ojos. Me desperté tratando de comprender que el perro estaba ahí para salvarme de algo, y los ojos de él, esos ojos, me decían “bravo, te diste cuenta”. Me lo decía su brillo. No me dio miedo. Volví a dormirme y pensé:
      _ Es mentira lo del perro.
      Y después pensé:
      _ Si estás deprimido, te salva el perro de tu infancia.
      Entonces abrí los ojos y no era de día como antes. Estaba oscuro. Encendí la luz. No había perro. Adiviné el bulto detrás de la cortina. Me alegré; fui hasta allí. La descorrí. Estaban todos los huesos apilados, de colores, como para encender una pequeña fogata.
      Mi hermana Machi suele venir los viernes, a tomar mate y conversar. Me extrañó que no se acordara de Yerri Kent. El caniche pasaba mucho tiempo con nosotros, de niños. Machi no se acuerda de muchas cosas, porque tiene problemas de amnesia. Quiso verlo y le dije que estaba durmiendo en la terraza, al sol. Pero después entré a la cocina a cambiar la yerba y vi a Yerri debajo de la mesada. Los repasadores colgantes le hacían de cortina, y él estaba atrás, entre la cesta de papas y la de cebollas.
      _ Aquí está, Machi _dije.
      Arriba de la mesada había una botella de vino sin destapar, un vaso dado vuelta y el paquete abierto de Cruz de Malta. Busqué una cuchara.
      _ ¿Adónde? _dijo Machi.
      _ Acá, vení.
      Ella entró a la cocina y yo acomodé la bombilla en el mate. Cebé y se lo pasé. Mi hermana me hizo un gesto de mentón, intrigadísima.
      _ Ahí abajo _señalé.
      Nos agachamos como si fuéramos a contemplar a un bebé en su moisés. Corrí las telas. Mi hermana sorbió el mate hasta que hizo ruido.
      _ Ahí abajo no hay nada _dijo.
      Igual lo sigo teniendo, igual lo quiero. ¿Cómo voy a temerle a mi caniche de la infancia? Me encanta que sea así, que aparezca cuando lo necesito, cuando quiero acariciarle la cabeza porque estoy triste, o porque tengo ganas de volver a jugar. No come, no duerme, no ensucia. Le tiro el palito y me lo trae.
      En este tiempo raro aprendimos varias cosas, los dos. Yerri descubrió que ya no necesita fingir, porque sabe que sé. Y yo aprendí que la mascota ideal no es un perro al que queremos, sino el fantasma del perro que tuvimos.

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A VIDA CANTADA

   _Ay, no dijiste que soy catedrática de Literatura Iberoamericana Comparada y Directora del programa “La Escritura de las Américas” en Boston University. Es una vergüenza que te olvides de eso.
      El hombre se llamaba Lucero Aguirre. Era gordito, amanerado, canoso, fóbico. Nadie podría haberle adivinado nunca la edad. Un homosexual pasivo y blando, de esos que tan bien se llevan con las poetas maduras como Elsa Goransky. Podrían haberlo discutido todo, de mujer a mujer. Sin embargo, no estaban allí para discutir nada. El hombre era el conductor del programa radial de poesía “Chancho de fuego” y ella era una de sus invitadas. Lucero siempre llevaba a una artista consagrada y a una joven. Adoraba a las poetas mujeres por adopción, ya que se sentía la madre de todas. Aunque Elsa era un poco mayor para ser su hija. Con ella se sentía “un sostén para su menopausia”. Lucero Aguirre, Lucerito, las iluminaba con su emoción. Y la vida lo había puesto en la radio para que fuera un eterno difusor de la poesía en todos sus cánones y colores. Era, a su propio decir, un poema con patas. Le dijo:
      _ No sabía.
      Ella aclaró que se lo había mandado por e-mail.
      _Si no lo hubieras recibido, habría rebotado.
      _A lo mejor tu máster me entró como correo basura, Elsita.
      Hizo como que lo buscaba entre los papeles de la mesa, infructuosamente. Había, además, tres micrófonos y una pila de libros. El nombre del programa venía del alter ego de Lucero en el horóscopo chino, al que siempre consultaba por todo.
      _Bueno _siguió hablando ella_, lo mío no es sólo un máster, sino un MFA.
      _¿Y eso qué es?
      _Un Master of Fine Arts. También tengo un Ph D en PA: Doctor of Philosophy.
      _ ¿Y PA? _preguntó la poetisa.
      _Poesía Andina, querida.
      Poetisa era el título que le había puesto Lucero: era una poeta joven y petisa. Entonces, quedaba poetisa. Había hecho ese chiste unas veinte veces, en los programas anteriores, siempre en off y siempre a la más jovencita. Y siempre que no fuera muy alta. Esta era la primera vez que la chica se reía.
      La chica tenía veinte años y se llamaba Mori Lara. Era flaquita y con una linda sonrisa. Estaba vestida con una campera de jean, que se quitó al llegar, porque le dio calor. Abajo llevaba una remera con la inscripción “Marlboro”. Elsa Goransky declaraba cincuenta y cinco años, medía un metro ochenta y tres y tenía el busto más grande que su curriculum vitae. Ciento veinte, a decir del corpiño reforzado. Estaba tan escotada que se le veían diez centímetros de esternón, con la piel de los costados blanda y llena de pecas. Llevaba puesto un tapado de gamuza color vino tinto que le llegaba hasta los tobillos, con botones nacarados. Por adentro, el tapado era de piel de llama. Se vio cuando lo abrió.
      _Me encanta ese saco _le había dicho la chica.
      _ Es reversible, una cosa fantástica _había contestado la señora.
      Después le explicó lo de la piel de llama. En Buenos Aires lo usaba solamente del lado de la gamuza, para no aparentar. “Una no sabe dónde puede saltar la envidia”, dijo. Allá en Boston, en cambio, lo usaba con el pelo para afuera. Aclaró que vivía seis meses en Estados Unidos y seis acá, en la Recoleta. Aunque hacía calor, no se sacó el tapado en todo el programa. Únicamente se desprendió de los aros dorados, y los apoyó sobre la mesa llena de papeles.
      _ ¿Mori es tu nombre real? _le preguntó.
      _ No, cómo iba a ser. Me llamo Moria.
      _ Claro, Moria… es tan chabacano, ¿no? Si yo me hubiera llamado Moria, también me lo habría cambiado.
      Elsa Goransky llevaba el pelo largo y ondulado, teñido de negro, pestañas postizas muy curvadas y los labios pintados de color guinda oscuro. Parecían detalles dispuestos para acomplejar a Mori Lara, tan adolescente y retraída. Lucero le preguntó si había traído su curriculum vitae y ella le respondió con un no de cabeza y una sonrisa preocupada. Lucero pensó en explicarle que en la radio había que hablar, o no iba a servir. Pero no dijo nada. Faltaban dos publicidades para que entraran en el aire de nuevo. Podía simplemente leer la solapa del libro de la chica, que se titulaba Las casas de mi barrio.
      El primer bloque había sido íntegramente copado por Elsa Goransky, de cabo a rabo. Venía de un congreso sobre el uso de las mayúsculas en la espineta, la silva y el serventesio en la Universidad de Princeton, y cada tres palabras que decía, una era en inglés. Pronunciaba estirando los labios hacia afuera, como si le diera continuos besos al aire. Antes del programa habían ido los tres juntos, en un remís, a la confitería El Molino. Aunque Mori tenía auto, explicó que no iban a caber (porque era un auto chiquitísimo), y lo dejó estacionado a una cuadra de la radio. En El Molino pidió una Pepsi. Elsa y Lucero compartieron un té de jazmín. En el trayecto de vuelta, Goransky había insistido con que quería que le grabaran el programa en un caset.
      _ En Radio Nacional no grabamos nada _le había contestado Lucero.
      Elsa Goransky persistió.
      _Exijo que lo graben, Luce, como condición sinequanon a mi visita _terminó_. Después de todo, I came free.
      _¿Y trajiste el caset? _le preguntó él.
      _No, qué esperanza.
      Mori tenía unos auriculares colgando del cuello. Elsa le dijo:
      _¿Vos tenés?
      Mori abrió el walkman y sacó el caset. Se lo dio a Lucero.
      _Mirá que te va a desgrabar la música…
      _No importa _dijo ella_: la tengo muy escuchada.
      Elsa Goransky, entonces, cambió de tema. Lucero tenía dos programas de literatura, ese al que iban, el de los sábados, y “Tabaquería”, que iba los martes y repetía el jueves por la tarde.
       _ El otro programa para el que me invitaste, Luce… ¿cuándo lo vamos a hacer?
       El inconveniente era que ella tenía poco tiempo: la habían llamado de La Nación para hacerle un reportaje aprovechando que estaba en Buenos Aires. Era una nota de largo aliento, explicó.
      _Tenemos que planificar muy bien los horarios, porque voy a estar ocupada con tanto reportaje.
      _Bueno, no te preocupes, ya te voy a avisar.
      _Sí, tenemos que arreglar bien…
      Lucero aclaró, con su voz finita de maestra de primero be:
      _El otro programa es más fácil, hago las entrevistas por teléfono, y a lo sumo son de cinco minutos. Ya lo vamos a arreglar…
      _Pero mirá que este martes no puedo.
      _Yo tampoco: el programa de este martes está grabado.
      _Bueno, entonces quedemos para el otro martes… ¿A qué hora me pensás llamar?
      El remís los dejó en la esquina de Tucumán y Maipú. Caminaron media cuadra y subieron dos pisos por las escaleras. El edificio de la Radio Nacional parecía abandonado. Le faltaban, como mínimo, treinta años de mantenimiento. Había olor a alfombra mojada.
      El operador atendió el pedido de Lucero con cara de odio. Él sabía bien que los programas no se grababan. Mirá si a cada gil que fuera lo iban a atender con esa deferencia. Lucero dijo que se trataba de una excepción. Elsa se apuró a interrumpir:
      _En Anvers University están haciendo una recopilación de toda mi obra, una especie de gran catálogo de lectura visual y sonora, lo que ellos llaman un template de todo el material que se pueda encontrar acerca de mí. Por eso lo necesito: para el catálogo.
      El operador miró a Mori.
      _ ¿Y ella? _dijo.
      _ No, ella no quiere nada. Sólo pone el caset.
      La chica sonrió; el operador dio el visto bueno con desgano.
      Se sentaron alrededor de la mesa. La cortina musical empezó a sonar. Lucero les pidió los libros. Ellas ya se los habían intercambiado, al subir al remís, por lo que cada una le dio el libro de la otra. Lucero se escandalizó.
      _¿No trajeron para la gente que llama? Porque acá nos gusta rifar libros durante el programa…
      _Yo traje dos _dijo Mori_: uno para usted, y otro para darle a Elsa…
      _La gente viene desde Morón a buscar los libros _siguió diciendo Lucero_, y después, además, llaman súper agradecidos…
      _Qué contrariedad… _dijo Elsa Goransky_ No avisaste nada, Lucerito… Yo traje uno solo para ella, aunque… _Mirándola:_ te lo puedo dar otro día, ¿no? No te importará. _Decidida, por fin: _Sí, Luce: el mío lo podemos rifar.
      _ Está bien _dijo Mori, subiendo los hombros.
      _ Lo que dije _aseveró Elsa Goransky.
      Lucero insistió, para aumentar los premios.
      _¿Y si vos también me dejás el que le diste a Elsita? ¿Por qué no rifamos ese también y después le das otro el mismo día en que se encuentren para que ella te dé el suyo? En este programa fomentamos las relaciones entre poetas…
      Elsa Goransky se apuró para declarar.
      _¡Yo pensaba enviárselo por courier!
      Y agregó, advirtiendo que su comentario podía pasar por una grosería:
      _El tuyo, querida, me gustaría llevármelo hoy mismo. Muero por leer tus poemas. Antes de irme a dormir, como mínimo, me leeré tres o cuatro.
      Y, como Mori no dijo nada, agregó una palabra más:
      _Tonight.
      _Salimos al aire _dijo Lucero.
      La cortina musical era de cuarteto. Lucero habría querido poner música clásica, “Tchaikowsky”, por ejemplo, en “El vuelo del cisne”, que era tan bonito y tan gay, pero un novio descontracturado que había tenido lo había convencido de que pusiera algo movido, por ejemplo una cumbia de “Pibes chorros”. Terminó terciando con Rodrigo: “Por una noche de hotel”. Un asquito. En cualquier momento la cambiaba por “El Mar” de Debussy. Se acercó el micrófono a la boca, como si se lo fuera a tragar.
      _Todos sabemos, porque es algo que se descubre intuitivamente, lo que es poesía y lo que es prosa. En nuestro lenguaje familiar ya establecemos la separación entre lo bonito y lo feo, lo armónico y lo estridente, lo poético y lo prosaico. La prosa de la vida la constituyen los actos materiales. Ya lo dice don Ramón de Campoamor, admirado poeta: “Lengua de Dios, la poesía es cosa / Que oye siempre cual música enojosa / Todo hombre superior en lo mediano, / Y en cambio escucha con placer la prosa, / Que es la jerga animal del ser humano”. Chicas: ¿la poesía es la música de las palabras?
      Elsa Goransky se cerró un poco el tapado sobre el escote. Qué pregunta idiota. Nunca en sus años de profesora alguien le había dirigido una pregunta tan banal. Mori agarró el micrófono como si se animara y Lucero la incentivó para que respondiera. Mori dijo, en un susurro:
      _La poesía es la vida cantada.
      _La vida cantada… _repitió Lucerito, como enajenado por la bondad de aquellas palabras.
      Elsa Goransky negó con la cabeza.
      _Así era en la época de Homero, el vate griego. Así era ocho siglos antes de Jesucristo _agregó_. Los hombres iban a la guerra y le cantaban a la guerra, y todos lo entendían. Ha pasado el tiempo, sin embargo.
      _ ¿Y? _preguntó Lucero.
      _Debería haber cambiado algo, digo. En los años cincuenta aquí todavía estaban las declamadoras, esas mujeres gruesas que llenaban teatros recitando poesías de Alfonsina o Gabriela. Cuando digo Gabriela, digo Mistral _le explicó a la poeta joven, entornando la cabeza hacia ella_. Y declamar era hacer grandes ademanes en el recitado, cosa que ya está perimidísima. Como lo del vuelo poético, también, y el tema de plasmar… ¿no? Esa palabreja. Intuyo que algo debe haber cambiado.
      _Sí, que los poetas ya no volamos _dijo Lucero.
      Se rió de su propio chiste. Mori no parecía estar tan de acuerdo, pero no dijo nada porque Elsa continuó.
      _Como si habláramos hoy de la musa de los poetas; esa es una expresión heredada de la mitología. Las musas eran las hijas de Zeus que cargaban por su vida de diosas con la desgracia de la omnius scientia; _mirándola a Mori:_ es decir, el conocimiento de todas las cosas reales y posibles del mundo. O como si habláramos hoy, en pleno año dos mil ocho, de prosa didascálica, _volviendo a mirar a la joven, para explicarle:_ la poesía que enseña cosas útiles. Eso se acabó con las Geórgicas de Virgilio.
      _¿Y los poetas de ahora, para qué estamos? _preguntó Lucero.
      La inclusión llamó la atención de Elsa, que hizo un silencio antes de contestar.
      _¿Vos también sos poeta, Lucerito?
      Lucero resopló.
      _Esta explicación es para el público _dijo, severamente_: conocí a Elsa Goransky a mediados de mil novecientos setenta y cuatro, cuando mi interés por la poesía empezaba a afianzarse. Nuestra amistad, cimentada en cuestiones comunes desde el principio, se fue enriqueciendo a lo largo de años en los cuales el tema a tratar era no sólo la pasión por lo poético, sino las circustancias vitales que aquellos días difíciles hacían de mí un escucha atento a su experiencia. En esa época su actitud y sus palabras nunca dejaban traslucir la obviedad de que yo era el aprendiz y ella la maestra. Ha pasado el tiempo, pero de ahí a olvidarte de que escribo, Elsa…
      _Te estaba probando _mintió ella_. ¿Es poesía gay?
      Mori se rió. Lucero movió los papeles sobre la mesa como si fueran naipes. Se sirvió agua en el vaso. Elsa insistió:
      _¿Es poesía gay, mi amor?
      Lucero recitó, pestañeando. “Toda ilusión el corazón embriaga / mientras su dulce realidad nos niega: / es realidad después, y ya no halaga; / el deseo es una ola: se despliega, / resbala, se hincha, se abalanza, llega / reventando en espumas… y se apaga”.
      El silencio fue total. Nadie hizo ni el más mínimo ruidito. El operador apenas si osó levantar su mano derecha como modo discreto de preguntarles a ellos, a los tres de la sala, si podía interrumpirlos. ¿Se acordarían de que estaban en el aire? Lucero suspiró cortamente e hizo que sí con la cabeza. La luz se puso verde.
      _ Te reventó, entonces, mi pregunta _dijo Elsa, sonriendo.
      Lucero dejó pasar el comentario y se dirigió a Mori.
      _¿De qué signo sos? _le preguntó.
      _De Sagitario _respondió ella.
      _Me refería al Horóscopo Chino.
      _No sé.
      _¿Sos del ochenta?
      _Ochenta y siete.
      _Debés ser Dragón de Madera.
      _O Serpiente de Barro _agregó Elsa Goransky.
      La canción que estaban escuchando era de Serrat. Nadie agregó nada más durante dos estrofas interminables. Era la radio, pero las palabras sobraban. Mori, al fin, cantó: “entre el cielo y el mar / vagabundear”. La luz se puso roja otra vez.
      _Bueno, acá hay un llamado de un oyente que nos confiesa que quiere empezar a leer poesía, pero no sabe bien por dónde. Creo que es una pregunta para la profesora…
      Elsa Goransky enderezó la espalda. Enumeró rápidamente una lista de autores muertos, en la que no faltaron Zorrilla de San Martín, Rubén Darío, Juan Antonio Pérez Bonalde, Andrés Bello. Poetas cultores del soneto y la silva, amantes de los endecasílabos y alejandrinos. Después de José Martí tosió un poquito, para indicar que había terminado.
      _A mí me encanta Andrés Calamaro _dijo Mori.
      _Bueno, ese es un músico _retrucó Elsa Goransky.
      _ Sí, pero también un gran poeta. Como Sabina _terminó Mori.
      _O Serrat, a quien acabamos de escuchar en un tema del disco Mediterráneo _agregó Lucero.
      Elsa puso cara de “qué pavada” y dijo:
      _A Andrés, pobrecito, la rima consonante lo consume más que la cocaína.
      Nadie se rió. Lucero, para cambiar de tema, decidió largar el concurso del día. Tenía que leer el fragmento de un poema y la gente debía llamar para dar el nombre del autor. Recitó: “Porque veo al final de mi rudo camino / que yo fui el arquitecto de mi propio destino; / que si extraje las mieles o la hiel de las cosas, / fue porque en ellas puse hiel o mieles sabrosas: / cuando planté rosales coseché siempre rosas”.
      _Es bien fácil _dijo Elsa, y miró a Mori para adivinar si sabía la respuesta. Mori sonrió desganadamente, sin dar indicios claros. Lucero había recitado de memoria otra vez. La buena poesía, la que tenía rima interesante y un ritmo propio de carácter prosódico, se le pegaba a la mente como un tatuaje. Después, no se acordaba dónde dejaba las llaves o el celular. Pero un ritmo elegante, sáfico, le resultaba indeleble. Su memoria estaba unida a la música de los versos. Por eso hacía un programa de poesía en la radio. Por eso mismo era poeta en sus ratos libres.
      _¿Lo sabés? _insistió Elsa Goransky.
      _Claro _dijo Mori.
      Lucero le pidió a Elsa que leyera algo propio, pero ella dijo que, first things first, prefería concentrarse en la fascinante poesía andina de autor anónimo que había sido objeto central de su tesis de doctorado en Boston, y un tobogán directo a su propio quehacer de poeta. Lucero pensó que la palabra tobogán no iba con esa gorda. Y pensó, adicionalmente, con esa gorda chota. ¿Por qué lo habría ninguneado de esa manera? ¿Lo tuyo es poesía gay, querido? ¿Qué sería poesía gay para la gorda? ¿Poesía abundante en penes y culos rotos?
      La boca de Elsa Goransky era como un títere obsceno que ella manejaba para darse a entender con el público. La poesía que estaba modulando, el colmo de ampulosa y ridícula. Y llena de palabras raras: paqcha, ucucha, kantuta, chulpa… ¿A quién sino a esa tarada de tetas caídas se le podía ocurrir que leer al aire a un poeta andino durante la medianoche de un sábado podía ser interesante? Nada de lo andino era valioso para Lucero. Sobre todo a partir de la lectura de Elsa Goransky, Ph D in PA. El público opinaría lo mismo, pensó.
      La chicha y la huasta del yajo y la huanca. La gorda Goransky levantaba las manos para acentuar esto o aquello que sus labios afirmaban. Estaba muy en contra de la declamación, pero cuando le tocaba recitar, declamar era lo suyo. Como una tía vieja, pensó Lucero. El majestuoso Choca, Uomachoga, Jocha-Jepa. La chiquita Mori la miraba embelesada. Hipnotizada, se dijo Lucero. ¿En qué estaría pensando esa chiquita cuando la profesora, desbordante de gestos, pasaba del airampo a las filudas tajllas que hieren la tierra? ¿En la ropa que dejó para lavar? ¿En las cuentas que deberá pagar el lunes a la mañana? ¿En la mamada que le hizo anoche a su novio y amante, de parado, en una esquina del barrio del Once?
      _ …y la emancipación del alfarero.
      La boca de Elsa se quedó un instante abierta. Lucero pensó que ahí jamás iba a entrar una pija. No la suya, claro. De pensarlo, nomás, le venían arcadas. La pija maloliente de un hetero, la del marido de la gorda, por poner un ejemplo. Esa bocota roja ya servía solamente para comer bombones rellenos de dulce de leche, para dejar brotar versos ininteligiblemente cansadores y _tal vez_ para roncar a la hora de la siesta. Nada más. Elsa Goransky dio vuelta la última página del poema.
      _ Bellísimo _dijo él.
      La profesora había leído lo suyo con autoridad. Sus palabras eran catedráticas, contundentes, aunque incaicas. Ahumadas, pensó Lucero, por pensar algo. Pidió ir a un tema musical. La gorda Goransky había impregnado el éter con su oralidad como una perra marca su territorio con su orina.
      El tema era el cuarto de Ainda, Madredeus. Al operador le había parecido que era lo más andino que tenían. También había una versión de “El cóndor pasa”, pero tocada por Simon & Garfunkel. A Elsa Goransky podía haberle gustado, de todas maneras. Lucero se sonrió con sorna.
      _ Ahora te toca a vos _le dijo a Mori.
      Ella se enderezó en su silla. Se acomodó el micrófono. Estaba visiblemente nerviosa.
      _ Arrancá con la luz directamente _agregó Lucero.
      Mori levantó la vista. Las pupilas se le pusieron rojas. Entonces empezó a soltar una voz finita y sonsa, tibia, insonora. “En Castelar / las chicas tienen los ojos de celeste (pintados). / Y las que todavía están vírgenes se juntan en la sala de urgencia de la Sociedad de Fomento / a contar cuentos verdes, / los viernes”. Su vocecita no alcanzaba siquiera a dispersar los ecos de la otra, que parecían seguirse repitiendo como una voz de fondo. “Hay una plaza en Castelar, / con una estatua de Sarmiento / y árboles. Quedó al servicio / de los gatos iniciados al celo, / desde que se murió la vieja Lavandina”. La chiquita parecía haberse quedado escuchando los poemas anteriores, en lugar de concentrarse en los propios.
      _ Más fuerte _le pidió Lucero.
      _Con más ganas _opinó la profesora, sin que nadie se lo pidiera.
      Mori hizo un esfuerzo. Desde el bachillerato había aprendido a odiar a esas mujeres grandotas, de busto generoso, que la obligaban a estar a un lado. No sentía que la voz penetrante de Elsa Goransky fuera una marcación, pero sí creía que su cuerpo lo era. Un territorio surcado por uñas pintadas con brillos afilados, corpiños armados en punta y peinados carnívoros, caníbales. Mori llevaba una vida de ayuno en comedores siempre ocupados por extrañas.
      Leyó sus estrofas sin competir con Elsa Goransky. Lucero pensó que a su lectura le faltaba superioridad. La humildad no iba, definitivamente, con la literatura. Prefería el tono insoportable de Goransky a la nada insípida de la chiquita. “Como diría Gombrowicz”, pensó, “en el mundo poético todo se exagera, y aún los creadores mediocres pueden adquirir dimensiones apocalípticas”.
      _Las manzanas de Castelar tienen forma de manzana / cuadrada, con casas / que miran para adentro y miran para afuera; / y entonces una elige.
      Cuanto más leía Mori, peor se sentía. Le pasaba exactamente lo contrario de lo que hablaba Gombrowicz: si por casualidad su poesía contenía una pizca de talento, el propio recitado que ella hacía la iba gastando poquito a poco, haciendo que adquiriera dimensiones acabadamente desgraciadas. El locutor del programa le estaba exigiendo fuerza. Una ferocidad que ella no tenía ni cuando se enojaba.
      _Porque a lo mejor una prefiere / el agua fresca, / y cada corazón tiene guardada / una vertiente de agua y de ganas.
Odiaba estar ahí sentada entre esa profesora y ese maricón. Odiaba competir con sus poemas contra la gesta andina. Por un momento sintió que todo lo que había hecho en su corta vida era una idiotez ingobernable, y le vinieron ganas de llorar. Gombrowicz había planteado el problema con inteligencia: el universo de la poesía no era más que afectación.
“¿Resisten sus poemas cuando caen en las manos del enemigo? Como cualquier otra forma de expresión, la poesía debería concebirse y producirse de modo que no traiga deshonra a su autor, aunque sus poemas no le gusten a nadie”. Se acordaba literalmente de ese extenso párrafo del polaco cada vez que leía en público, como modo de alivianar su carga de vergüenza.
      _Porque en Castelar los sueños, / si resplandecen, / salen de día a saludar a los pibes que patean latas.
      Lo que debía hacer era bajarse del chancho. Ahí mismo, en ese mismo momento. Leyó la última estrofa con los ojos llenos de lágrimas. Dijo la palabra “poligriyo”.
      Lucero sonrió, esta vez sin sorna. Le había gustado más o menos. Dijo:
      _¿Quién te está escuchando, Mori, en tu casa?
      _Mis papás.
      _¿Y tu novio?
      _No, no tengo novio.
      _¿No tenías uno la semana pasada?
      _Lo dejé.
      A Elsa Goransky, esos comentarios mundanos la ponían de mal humor. ¿Para qué malgastar tiempo de la radio en frivolidades? Con la cantidad de lectura que ella había traído para obsequiar… La poesía de la chica le había parecido terrible. Naturalista. La verdad, esa idea de la autora consagrada compartiendo piso con la que está surgiendo era súper idiota, pensó.
      “El cantor canta y el oyente escucha, boquiabierto”. ¿De quién era esa cita contra la poesía? Argentina, un país de improvisados. Elsa Goransky supo que esa era la razón por la que se había ido. “Cientos de personas componen versos y cientos se sientan a aplaudir”. Y son los mismos cientos los que componen que los que aplauden. Ahora están de este lado, después del otro. “¡Qué multitud de seres excepcionales!” Así pasaría con esa chiquita.
      ¿Por qué Lucerito, un amigo, le había jugado la mala pasada de compartir el cartel (y lo que era peor: ¡el tiempo!) con una improvisada? ¿Solamente el hecho de que fuera la costumbre del programa habilitaba, una vez más, el rito equivocado?
      _Bueno, a mí también me gustaría leerles algo de mi cosecha _dijo _, aunque por humildad preferí comenzar por la mágica y poderosa poesía de Sayla…
      _En el próximo bloque _cortó Lucero_. Porque ahora viene la tanda.
      La tanda era una seguidilla de avisos de revistas literarias y editoriales. Las revistas tenían nombres esquivos. El macho cabrío, Los asesinos tímidos, Milanesa con papas, El ornitorrinco. Nombres que para nada aludían a lo literario. Las editoriales tenían nombres que aludían a la dificultad de la tarea de publicar: El andariego, El inconformista, Último reino, Entropía, Estrella distante. Eran cosas inalcanzables. Otras llevaban el nombre de objetos extravagantes: La rosa de cobre, Gárgola, El cuenco de plata, Mansalva, Huesos de Jibia. También había un aviso de limonada sugar free. La voz del locutor era más indicada para nombrar la limonada que esa ristra de títulos imposibles.
      Después pasaron una musiquita y Lucero le pidió a Elsa que se preparara. Elsa Goransky esperó la luz roja con aplomo. Carraspeó un segundo antes de que se encendiera, pero no empezó a leer inmediatamente, sino que anticipó su larguísimo poema sobre la muerte del verano con un silencio de redonda y cara de prócer. Actuaba como si en lugar de estar en un estudio de radio, hubiera estado en la televisión. Eso es lo que Lucero pensó. Al leer su poema, Elsa se iba riendo y sonrojando, como si el texto tuviera mucha ironía y ese gesto o aquella cita fuera posible de captar por sus oyentes. Un guiño inteligente con su público. Lucero controló el tiempo en el reloj pulsera que su último ex novio le había traído de un crucero gay por las Bahamas: ¡casi seis minutos!
      _Gracias, Elsa. Una obra ambiciosa, sin duda. ¿Un poema cortito, Mori, para cerrar las lecturas?
      Ella se rascó la nariz y la frente. Con los ojos cerrados y la voz temblorosa, recitó:
      _Acerco una gota de agua / al corazón de la lluvia. / Protegerla es acariciarla. / Sonreímos los dos. / El día que no funcione una sonrisa / florecerán granadas en los ombligos.
      A Lucero se le iluminó la expresión. Ese poema era realmente bonito. Sencillo y dulce. En cambio, la cara de Elsa Goransky se volvió del mismo material incólume que el micrófono. Parecía que ambos, cara y micrófono, fueran las únicas cosas salvadas del incendio final de la poesía. Alguien de producción entró con la lista de los ganadores del concurso y le entregó el papel a Lucero, justo en el momento en que él decía “¿bonito, no?”, preguntándole tal vez a Elsa, tal vez a la audiencia. Elsa entonces cambió el microfonismo por un gesto que simbolizaba lo demasiado obvio que le había resultado aquel poema. Pero, además, lo dijo. “Es demasiado obvio”. Al aire. Se le había escapado, por segunda o tercera vez en lo que iba de programa. Las palabras se le trepaban a la meseta de colágeno de su labio inferior, se asomaban al infinito y, simplemente, se dejaban resbalar sobre el rouge para zambullirse en la realidad. Así era ella: sincera y espontánea.
      El corte llegó con un tango. Tanto Elsa Goransky como Mori Lara odiaban el tango; en eso estaban juntas. Pero no hablaron de tango, sino de poesía. Elsa estaba ahí porque era grande, profesora, y opinaba con la seguridad del que sabe. ¿Cómo alguien podía creer que eso que Mori había leído era poesía? Algo tan sencillo, tan ordenadito… Dijo ordenadito con petulancia. Y también dijo:
      _La poesía no se debería poder entender así nomás.
      Lucero y Mori se miraron, callados. Para Elsa, la poesía llevaba implícita el secreto de los cofrades, de los que forman parte de un clan. Nadie que no fuera un iniciado debería querer comprender poesía.
      _Sería una impertinencia. Algo desubicado _agregó.
      Y después se quedó un instante callada, como ofendida. Hasta que Lucero Aguirre reaccionó.
      _¿Qué querés decir, Elsita?
      _Eso que dije. Ni una letra más, ni una menos. Si algo fue oculto o develado en la palabra escrita, sólo el verbo poético tendrá la dignidad, el coraje y la posibilidad de réplica necesarias. Frente a la palabra, nada más que la palabra.
      _Bueno, pero prefiero que se entienda _dijo Mori, por toda defensa. E inmediatamente preguntó: _ ¿Por qué el programa se llama Chancho de Fuego?
      Lucero contestó calibradamente. No le molestaba que se lo preguntaran. Cuando le molestara, si alguna vez ocurría, lo cambiaría por un nombre menos banal. Esto no había sido idea del novio _ex novio_ desacartonado, sino de él mismo, en una tarde de amor de primavera.
      _ Qué desilusión _agregó Elsa Goransky. Pensé que era porque la palabra poética es fuerte como un cerdo en celo, o un jabalí. Hot and wild.
      Lo dijo efusivamente, como si estuviera hablando de ella misma.
      _Tendrías que tener un tapado de piel de chancho _agregó, dirigiéndose a Lucero_ para venir acá completo.
      _Tengo uno _dijo él, risueño.
      Las invitadas se rieron.
      _No sabía que se hicieran tapados con piel de cerdo…_dijo Mori.
      _¡Cómo se van a hacer! _gritó Elsa.
      _Se hacen, claro _desmintió él_. Del chancho se aprovecha todo: la carne, el cuero, los huesos…
      _¿Y con los huesos qué se hace?
      _Se los muele para fertilizantes. O se tallan piezas de ajedrez.
      _¿Y con los ojos? _preguntó Mori, ingenua.
      _Se juega a la bolita _contestó Lucero.
      Mori largó una carcajada.
      _Juego hermoso el ajedrez. Borgeano _acotó Elsa Goransky, muy seria. Como si solamente pudiera atender a los comentarios intelectuales, sin permitirse ni un solo chiste mundano.
      El programa volvió a abrir. Los llamados eran todos para felicitar a Mori por su frescura. Le hicieron preguntas sobre el nombre del libro, donde se podía comprar, etcétera.
      _Es de una editorial chiquita que se llama “Sigamos enamoradas”; no se encuentra en todas las librerías…
      Marisa, de Barracas, le recriminó a la profesora que hubiera expresado un comentario tan despectivo. Elsa Goransky se puso colorada cuando preguntó cuál.
      _Es demasiado obvio… _dijo Marisa, con un tono burlón.
      Lucero asintió. Odiaba que sus entrevistados se hicieran críticas al aire. Entre bambalinas, todo bien. En todas las cocinas hay humo. Pero comentar algo al aire le parecía de un franco mal gusto. Ahí coincidía con Marisa: Elsa Goransky había estado como la mona. El rubor de la profesora se debía a que no había querido decirlo “en vivo”. Se le había escapado.
      _Parece despectivo _repitió Marisa, antes de despedirse.
      Omar, de Balvanera, también se expresó:
      _La gorda _dijo, refiriéndose, sin conocerla, a la profesora_ es una guaranga.
     Lucero miró al operador, que subió los hombros y cortó la comunicación. Elsa se había quedado con una O mayúscula en la boca. El cuartetazo interrumpió el efecto.
      _Oh my God… ¿Cómo se atreven…?
      Lucero le pidió disculpas en nombre de la emisora.
      _Es el problema de la comunicación en vivo _dijo_. A veces pasan estas cosas…
      _Qué puta mierrrrda _protestó ella, enojadísima. Clavó sobre la mesa sus uñas largas.
      Lucero juntó algunos papeles en una carpeta. No era que estuviera totalmente indignado; en cierto modo le pareció que ella se lo merecía. Pidió que pasaran el reporte del tiempo y las propagandas. Suspiró.
      _Perdoname que te lo diga así, Elsita, pero un poco te lo merecés.
      _Oh _dijo ella.
      Él continuó.
      _Reconocé que estuviste mal.
      Ella sacudía la cabeza en un no puede ser rotundo y temblequeante. Las mejillas eran dos esponjosos budines de pan servidos en el último asiento de un colectivo 60.
      _No te puedo creer que defiendas a ese energúmeno _fue lo único que dijo.
      Lucero explicó que no lo estaba defendiendo, que obviamente la quería a ella como si fuera su amiga íntima. “Vos lo sabés, no tenés que histeriquearme nada, Elsi”.
      _Pero deberías disculparte por lo que dijiste de la demasiada obviedad.
      Elsa Goransky torció todas las arrugas de su cara empolvada. Miró a Mori con desprecio, con lástima, con irritación y, finalmente, con comprensión. En ese orden. Mori dijo:
      _Miren que a mí no me preocupa mucho…
      Lucero dijo:
      _Ay, querida, ir así por la vida… ¡Un poco más de autoestima, por favor! Elsa debe disculparse.
      _Bueno, si es necesario… _dijo Elsa.
      _Al aire _agregó él.
      _No es necesario _afirmó Mori.
      La voz de una locutora dijo: “En la ciudad de Buenos Aires, en este momento hacen dos grados y tres décimas, con sensación térmica de un grado y una humedad ambiente de 77%, con viento frío del sur”.
      _Hay que abrigarse _agregó.
      La luz roja se volvió a encender.
      _Sí, habrá que abrigarse un poco más _dijo Lucero, mirándole el escote a Elsa Goransky _; aunque acá estamos calentitos, hablando de poesía, como siempre… Esto es el Chancho de Fuego y hoy tenemos una discusión tal vez ancenstral sobre la poesía: hermetismo versus comprensión… Los oyentes pueden dejar sus comentarios al teléfono…
      Elsa Goransky decidió agarrar el toro por las astas. Dijo que no existía una poesía hermética y una que se entendiera. Que eso era una pavada, porque la poesía no estaba para ser entendida, sino para ser puro goce. Cuando dijo puro goce le dio un escalofrío de sensibilidad.
      _La poesía es un recorte extraño de la realidad, que no tiene por qué explicarnos nada. Para las explicaciones están los manuales. Ni siquiera la literatura es una serie de palabras concatenadas para explicar una trama, alguna ficción. Nada más lejano a eso. Menos aún la Literatura con mayúscula. ¿Qué nivel de coherencia quieren pedirle? La literatura es como una red de pesca, donde si logramos visualizar alguno de los nudos de cerca, donde si logramos, quizás, tocarlo, sentirlo, desatarlo, es porque ya estamos definitivamente atrapados.
      Después se puso un poco más nerviosa.
      _Además _dijo_, yo no la estaba criticando a ella… ¡Qué audiencia más quisquillosa! Si acá Moria lo entendió bien…
      Mori puso cara seria. No le había importado, tal vez, que esa gorda chota le criticara su poema _estaba en todo su derecho de que no le gustara_, pero odiaba que la llamaran por su nombre verdadero. Para eso se había inventado un seudónimo, para que nadie se dirigiera a ella con su nombre real. El conductor advirtió el enojo de la chica.
      _Estamos entre amigos, Morita… Esto lo sabemos nosotros y también nuestros oyentes, que nos siguen enviando respuestas al concurso y mensajes de texto…
      _Antes de que sigas, Lucero, quiero decirte una cosa más _cortó la profesora.
      _¿Sí?_ preguntó él, con un poco de miedo.
      _La propuesta hermetismo versus comprensión me parece una dicotomía falaz _le dijo.
      _A mí no _agregó Mori_. Lea algo hermético pero que se comprenda, a ver.
      Elsa Goransky se sintió tocada en lo más profundo de su orgullo. ¿Quién era esa mocosa para venir a torearla de ese modo?
      _Ay, querida _le dijo_. No seas tan ingenua…
      _No es ingenua _interrumpió Lucero, casi de mala manera_. Los oyentes y yo también queremos que leas algo que explique tu postura.
      _¡Debería hacer una tesis! _se rió ella.
      _Poesía _insistió Lucero_. Te estamos pidiendo que nos leas algo que ilustre lo que afirmás con tanta sabiduría universitaria.
      Ella se lo quedó mirando, ofendida, pero sin reaccionar. “Las miradas no salen por la radio”, pensó Lucero, pero dijo:
      _Por favor.
      Elsa Goransky estudió los papeles sobre su mesa como si fuera el tablero de un juego innecesario. O cartas de un amante olvidado. O poemas sin explicación, lo que eran. Pensó leer un poema al azar, pero salteándole los versos. Un renglón sí, uno no. Si ellos se burlaban de la poesía verdadera, ella iba a burlarse de todos los oyentes. Pero luego se le ocurrió algo mejor. Abrió su libro, Almanaques de ira. Rápidamente fue hasta la última página. Sonrió antes de leer:
_ de la nada soñamos / un tiempo oscuro / éxodo / el viento de la paranoia / inflamado, inflamadas / señales / heridas de muerte / con el corazón en vertical
      Los tres se quedaron en silencio, pensando. Ella se sintió una poeta maldita. Como Baudelaire, como Celan.
     _Bellísimo _dijo Lucero.
      _Interesante, aunque sigo sin entender _dijo Mori.
      Elsa Goransky cerró el libro.
      _¿Cómo se titula?
      “Índice”, estuvo por decir. Pero dijo: “El amor”.
       _ Ahí sí _dijo Mori_, ahí se entiende más.
      Elsa Goransky se infló de orgullo.
      _Mis libros se venden muy bien en la Argentina. Yo me sorprendo siempre, a veces hay alguien que no conozco y me leyó. Entro a una librería, a La boutique del libro de San Isidro, por ejemplo, y los empleados me paran para felicitarme por las ventas. Es impresionante lo que mi poesía gusta en este lugar. Porque yo publico en Estados Unidos o en Francia, pero no hay como publicar acá. Tengo una amiga que vive en París y siempre me pregunta ¿y tú que interés tienes en publicar en la Argentina si publicas en Estados Unidos, que te pagan mejor? A lo que yo contesto: acá me siento en casa. Argentina es mi país.
      Lucero empezó a cerrar el programa. Leyó la lista de respuestas, entre las que había siete erróneas, que iban desde Calderón de la Barca a Lope de Vega. Habían ganado dos participantes: Aníbal, de Munro, y Jovita, de Paternal. “Amado Nervo”. Elsa Goransky corrigió:
      _Juan Crisóstomo Ruiz de Nervo.
      _Chicos, felicitaciones: Jovita se lleva el libro de Mori y Aníbal el de la profesora.
      Aníbal, que estaba en línea directa, hizo un pequeño silencio.
      _¿No hay uno de la otra? _dijo, al fin.
      _Lamentablemente, no _habló Elsa Goransky, por el locutor.
      _Entonces quiero que Mori me fotocopie el poema del ombligo.
      Mori dijo estar muy halagada, y le pidió al hombre que dejara su dirección de e-mail para enviárselo por correo electrónico.
      _Bueno, también lo puedo colgar en mi blog _agregó. Se disponía a dar la dirección, cuando la interrumpió la profesora.
      _Los blogs, ah, qué porquería _dijo_ ¿No pensarás dar la dirección al aire, no?
      _¿Por qué no? _ Mori subió los hombros.
      _¡Qué descaro! _dijo Elsa Goransky. Por alguna razón no dicha, a ella le parecía un escándalo.
      Mori se quedó callada. El conductor le guiñó un ojo.
      _Todos los que quieran saber la dirección de blog de Mori Lara pueden comunicarse al teléfono del programa y se la daremos, obviamente.
      Había tratado de ser un morigerador. “Nunca antes mejor utilizada esa palabra”, pensó. Elsa Goransky agregó, despectivamente:
      _ La única literatura digna de ser leída es la que sale en los libros, en papel.
      Fue enfática al dar su opinión. Mori sólo abrió la boca para decir:
      _www.mandarinasdulces.blogspot.com
      Otro oyente, Carlos, de Haedo, envió un mensaje de texto preguntándole a la señora profesora qué había que haber leído para entender sus versos. Lucero acotó que era como preguntar cuántos amores hacían falta para entender el amor… “Es una respuesta imposible”, afirmó. Elsa Goransky lo reafirmó con la cabeza. Mori tenía una respuesta, y la dio.
      _Todos _dijo_. Todos los amores, todos los poemas.
      Por segunda vez estaban de acuerdo, las dos. En contra del tango, pero a favor del amor… Sonrieron al mismo tiempo. Lucero miró el reloj y supo que felizmente habían arribado al final. La hora real coincidía con la hora del sentimiento, como tenía que ser en un programa de poesía. Aprovechó el instante para despedirse. Les dio la mano, agradeciéndoles muy especialmente por su atenta visita a Chancho de Fuego. Y por la lectura vital de sus poemas. La luz roja se apagó. Lucero dijo, en off:
      _ Salió genial; estuvieron absolutamente di-vi-nas.
      Estaba entusiasmado de verdad. Se secó la frente con un pañuelo que tenía bordada una mariposa. Mori se puso la campera de jean y Elsa Goransky, los aros.
      Las dejó en la escalera. Les dio un libro de él, a cada una. El libro se titulaba Manoseándote, y era de sonetos. La editorial se llamaba, también, Chancho de Fuego.
      Las dos bajaron la escalera en silencio. En el hall de la radio, el portero de noche cabeceó. Mori le hizo un saludo con la mano levantada; Elsa Goransky ni lo miró. Elsa Goransky estaba preocupada sólo por una cosa: cómo se iba a volver a su departamento de Recoleta.
      Salieron a una ciudad oscura y fría. Las calles estaban llenas de bolsas de basura. Algunas, rotas. En la esquina de Lavalle había tres hombres haciendo fuego. Cartoneros. Elsa Goransky alcanzó a distinguir sus carretillas llenas de papeles. “Papeles con muchas poesías”, pensó. No, no poesías. Los hombres tomaban vino de un tetrabrick al que le habían abierto la boca como un vaso. Hablaban a los gritos.
      Mori no estaba pensando en nada. Su Fiat 600 rojo, un bolita legítimo pero muy machucado, la esperaba a una cuadra, bajando por Maipú hacia Lavalle. Sacó las llaves de un bolsillo. El Fitito era el único auto visible de los alrededores. Por la calle no pasaba ni un alma, y eso que no era, todavía, ni la una y cuarto. Elsa Goransky lo constató en su reloj. Ni medio taxi. Uno de los cartoneros, el primero que osó mirarla, eructó.
      _¿Estás con auto? _preguntó Mori.
      _No.
      _¿Te llevo a alguna parte?
      El llavero tenía una gruesa cadena que terminaba en una pelota colorada con un número, que imitaba una bola de pool. Empezaron a acercarse al auto. Se lo veía desvencijado y viejo, pobrecito, con esos costrones oxidados. Aunque aún podía distinguírselo rojo. Pintura original, año setenta y cuatro. El Fitito era más viejo que Mori. La mujer mayor, la profesora, desvió la mirada de la fogata. “La mujer del tapado caro”, pensarían esos hombres. Esos villeros que encendían un fuego sin chancho, y que jamás de los jamases habrían recitado verso alguno. Ni siquiera un verso guarango; ni siquiera para burlarse de la poesía. Cruzó Lavalle junto a Mori y caminó diez o quince pasos antes de detenerse. Mori tuvo que tirar con fuerza de la puerta de su auto, para que abriera. Elsa Goransky dio un paso más.
      _¿Subís? _le preguntó la chica.
      Elsa Goransky sintió un vago calor sobre el cuello _con el frío que hacía_ y un lejano vaho a vino barato. Aunque no podía ser más que su imaginación, porque aquellos hombres habían quedado atrás, sobre la esquina. Se tocó un aro y sujetó con fuerza su cartera de ante. “No sólo es chiquitísimo, es un cascajo”, pensó. De repente, los hombres habían dejado de gritar. El silencio de los cartoneros no podía deberse a la espera para que ella pudiera responderle a la chica. ¿Estarían siguiéndola, a sus espaldas? No iba a girar el cuello. ¿Cómo subirse a esa catramina estúpida? Con su ropa nueva, con su peinado caro. Estiró el cuerpo cansado sobre el pedestal de sus tacos aguja, se abotonó con fingida humildad el último de sus botones y dijo, con voz templada y lisa:
      _No.
      Mori subió a su Fitito rojo y se perdió, se perdió en la ciudad.

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LA FE CIEGA

   Sofi nació el día en que murió su abuelo. Decidí quedarme al lado de mi hermana y de mi nueva sobrina. Había odiado en vida a mi padre; ahora no iba a cambiar de sentimiento. Nadie entendió bien que Enrique fuera al entierro, si era solamente el yerno, y su primera hija acababa de nacer. Para llegar a Bahía Blanca había que viajar seiscientos kilómetros. Toda una noche arriba de un auto. Sandra, mi hermana, nunca le perdonó que la dejara en un momento así. Y nadie, jamás, se enteró de las verdaderas razones del viaje de Enrique. Él tampoco había querido a su suegro. Cuando le preguntamos, no pudo, o no quiso, contestar.
      Desde ese día, hasta la cuarta navidad de Sofi, muchas veces me desperté con el mismo sueño. Al principio los acontecimientos se repitieron casi sin diferencias. El sobresalto era el de las pesadillas, aunque el relato del sueño no suponga ningún tipo de miedo. Aparezco sentado en la cocina de mi infancia, con seis o siete años. Mi madre me sirve la leche en un jarro de cerámica. El jarro es azul con un asa blanca. Estoy vestido para ir al colegio, con pantalones de franela, camisa y corbata. Levanto el jarro por el asa. Mi madre me habla, pide que coma algo. Mi mano pequeña acerca el jarro a los labios. Pero no alcanzo a probar el contenido. El asa se rompe, inexplicablemente. Y la leche se me derrama, íntegra, sobre la ropa limpia del colegio.
      Amé a Sofi desde el primer segundo en que la vi, casi por contraposición al odio que le tuve a mi padre. Le enseñé a leer a los cuatro años, porque me lo pidió. Aprendió fácilmente. Sofi es una niña de gran inteligencia; lo dicen sus maestras. Al año y medio preguntó por el abuelo. Lo había encontrado en una foto, abrazándome. Enrique le dijo que estaba en el cielo, al lado de Diosito. Tengo dos años más que Enrique, y mi intención es no involucrarme en la educación de los hijos de los otros. Siempre ha sido así. Sin embargo, cuando Sofi vino a preguntarme, le dije: Dios no existe. Dios es un invento. Ella me miró y abrazó a su Barbie sin ojos. Le agujereaba los ojos ni bien se las compraban. Después, fue a lavarse los dientes sin hablar.
      No tuve hijos. Decidí no tener hijos, así como decidí no tener Dios. Soy arquitecto: construyo las casas donde ustedes viven. Si alguna vez tuviera que diseñar una sociedad, lo primero que inventaría es la idea de Dios. Alguien capaz de perdonar, pero sobre todo de castigar. Y castigar violenta, metódica, exactamente. Como hacía el abuelo de mi Sofi, conmigo.
      La semana anterior a esa navidad me había quedado a dormir una noche en casa de mi hermana. No era la intención; simplemente había ido a comer y, cuando estaba a punto de regresar a mi departamento, Sofi dijo: "Tío, ya te armé el sillón". Hasta me había puesto su almohada a lunares, para que soñara cosas lindas. ¿Qué iría a soñar ella, mientras tanto, en una almohada ajena?
      Mi trabajo de arquitecto comienza muy temprano. Al día siguiente tenía que terminar una obra en Caballito. La casa de mi hermana queda lejos del centro, y pretendía dormir. Pero a la una de la mañana se abrió la puerta del estar. Sofía venía en camisón y pantuflas, con un vaso de agua en las manos.
      _Me pelié con papá _ dijo.
      Separó el cubrecama para meterse.
      _¿Y el vaso de agua? _ le pregunté.
      _Por si me da sed.
      Esa noche tuve el mismo sueño. El jarro se soltaba de su asa como si la rechazara. La mancha era algo espeso y marrón, que se expandía rápidamente sobre mi uniforme escolar. Esto era raro: aunque había tenido que acercar el jarro a mi boca para soplar el humo, la leche sobre la piel era apenas una molestia tibia. Si me hubiera quemado, tal vez me habría importado menos eso de quedar manchado. La mancha era el argumento de la pesadilla. Se presentaba tan indeleble a mi razonamiento de niño, como el sueño a mi cordura de hombre.
      Si bien no soy el padre de nadie, al menos soy un padrino. En el bautismo de Sofi, el cura la roció. El agua estaba bendita. En el lugar donde a Sofi le cayó, quedó marcada. Son tres gotas que aún tiene en su frente. Tres manchas.
      La primera variación del sueño se dio en el asa. Donde cambiaba de color al azul del jarro, aparecían las rajaduras. Había dos: una abajo, otra arriba. Me fijé cuando estaba soplando la leche. El asa, esta vez, había sido pegada. El miedo a mojarme fue anterior al hecho mismo de mojarme, pero no atiné a llevar mi otra mano hasta allí, para ayudar a sostener el jarro lleno. Simplemente advertí que podía soltarse. Como en las veces anteriores, el jarro se despegaba, caía, manchaba.
      Sofi me pateó durante toda la noche. Al amanecer se había apropiado definitivamente de su almohada blanca a lunares rojos. Cuando me levanté, su vaso de agua estaba intacto. Fui a hacerme un café. Volví a pasar por delante del sillón, a punto de salir, y la encontré sentada.
      _Me hice pis, tío _dijo.
      El colchón estaba mojado. El vaso estaba por la mitad.
      Un día se le cayó el primer diente. Sofi lo exhibió sobre su palma abierta.
      _¿Papá, es verdad que un ratón va a entrar a mi pieza?
      _Sí, es un ratoncito muy simpático.
      _¿Y va a venir debajo de mi almohada?
      _Sí, para llevarse tu diente.
      _No quiero.
      _A cambio te va a dejar una moneda.
      Sofi pensó un instante.
      _¿Cómo sabés que no es como los que cazaste con la trampera?
      _Porque es el ratón Pérez.
      _¿Y cómo me voy a dar cuenta?
      _Porque viene vestido con un overol anaranjado. Porque le voy a pedir los documentos. Si no los muestra, no entra.
      Sofi no quería un ratón adentro de su pieza.
      _Porque es así. Porque todos los chicos creen en eso.
      El martes 16 de febrero de 2001, Enrique fue a tirar por primera vez. Había comprado una pistola Garand Beretta calibre 22 y tres cajas de balas. Se había hecho socio del Tiro al Segno de Ciudadela. Según él, ese martes fue el día de su bautismo de fuego. Escribió la fecha con un marcador en la puerta de la heladera. Sandra no lo esperó para almorzar, y se fue a la cama con su botella de whisky marca Teacher’s. Enrique le dijo que iría al polígono cada sábado por la mañana, y que nunca lo esperara para almorzar. Ella no lo escuchó.
      Terminé la obra en Caballito. Todo salió bien: me felicitaron, cobré lo que me debían. Dos pintores se quedaron dando los últimos retoques. Estaba tan contento que invité a la familia de mi hermana a cenar en casa. Serví la cena sobre unas mesas bajas, japonesas, que me traje de un viaje de estudio. Puse almohadones para que nos sentáramos en el suelo, música de Satié, platos de porcelana blanca uruguaya.
      Enrique encendió las velas y el sahumerio. Sandra destapó la botella de vino. Sofi se sentó con su Barbie sin ojos, e inmediatamente se empezó a reír. No paró en toda la cena. Tal vez le pareciera gracioso eso de estar ahí sentados en el piso, en unas mesitas de juguete.
      A lo mejor pensó:
      _Qué raro; juegan...
      O, peor:
      _Qué idiotas; juegan...
      Acompañé a Enrique al Tiro al Segno. Me lo había pedido mientras cenábamos en casa. Sabe que no me gustan las armas. Me llamó la atención su forma ostentosa, grandilocuente, de saludar a la gente de allí. Como si quisiera que yo lo notara. Algunos levantaron la mano con la mirada seca, como si no supieran quién era. Teóricamente, había ido todos los sábados de los últimos cuatro años. Pensé: "nadie de aquí te conoce". Tiré un cargador y me fui a pasar la mañana al bar. Probé el whisky por primera vez. Me gustó más que otros alcoholes que había bebido anteriormente. Los cubitos de hielo hacían ruido a navidad.
      ¿Cómo se construye una relación? No lo sé. Los hombres sabemos construir muebles, avenidas, casas. Somos constructores. Sin embargo, desde que cumplí cuarenta años, la palabra construir me parece una palabra femenina. Mi última pareja me lo dijo: "¿vos jamás vas a construir nada que valga la pena, verdad?". Le contesté: "Los arquitectos trabajamos de construir". Nunca más volví a verla. El sueño que construyo es real. Lo siento así. Quedar manchado es una de las peores cosas de mi vida. El uniforme escolar no se podrá limpiar. Tampoco mi piel.
      ¿Se moja, Sofi? Nadie ve nada. Es de noche. Sofi duerme, Sofi está volcando esa copa, Sofi se está peleando contra sí misma: no quiere ser mayor. Por la mañana la retarán. ¿Lo hace dormida, o ve cuando se tira el agua?
      Quiero a Sofi más que a nadie en el mundo.
      _¿Va a aparecer un tipo por la chimenea?
      _Se llama Papá Noel, viene con regalos.
      _¿Viene por ahí?
      _Sí.
      _¿Y va a entrar acá?
      _Deja los regalos en el árbol y se va...
      _Pero para dejar los regalos tiene que entrar a la casa...
      _Sí... un poco. Dos metros, hasta el árbol...
      _¿Y lo vas a dejar entrar?
      _Es un señor muy bueno: te va a traer el regalo que pediste…
      Sofi lo piensa más.
      _¿Y si se roba algo?
      _¿Cómo se va a robar algo Papá Noel?
      _No sé... ¿de donde lo conocemos?
      _¡De otros años!
      _¿Y por eso lo vamos a dejar entrar a casa así como así?
      Enrique piensa.
      _Si no entra, no vas a tener tu regalo...
      _No quiero el regalo, papá _ dice, y se larga a llorar_. ¡Si entra, disparale!
      _¿Cómo vamos a lastimar a Papá Noel?
      _Lastimarlo, no. Matálo, papá.
      Por un instante, Enrique se asusta de haber tenido esa hija.
      _Papá Noel somos nosotros, mi amor. No te preocupes. Ningún extraño va a entrar a nuestra casa.
      Para demostrárselo, trae los regalos y los reparte. Cada uno abre el suyo. Son las diez y media de la noche. Todos, menos Sofi, nos sentimos decepcionados. Sofi abraza a su padre y dice:
      _Gracias, papá.
      A Sofi le debe dar asco derramar su orina real. Mearse encima le parecerá un signo de debilidad, una cosa de niñas comunes. El pis es sucio. El agua, en cambio, es para lavarse. Por eso el pis que ella se hace en la cama es un líquido bendito, algo que aún no ha pasado por su cuerpo. Ella mueve la mano, inclina la copa. El jarro se suelta del asa. Se da vuelta. La leche sale como una lengua marrón. ¿Está cortada con café, o es chocolate? Una lengua líquida que surge y toma la dimensión entera de la mancha, como si fuera un pájaro que extiende sus alas en el aire. La mancha se posa sobre los muslos del niño que, perplejo, aún sostiene el asa en su mano derecha. La aprieta como si fuera su herradura de la suerte. El cuerpo del jarro rebota sobre sus muslos y se estrella contra el piso. Sin ruido. Las partes quedan balanceándose solas, mudas. La aureola sobre el pantalón hace creer que el niño se ha meado.
      Tampoco creo en nada, como Sofi. No creo en el matrimonio, ni creo en el amor. Creo solamente en mi trabajo, en los edificios que levanto, en las ventanas que abro, en los muros que derribo. En la construcción que tiene que hacer mi razón, para no creer. Creer es fácil; no creer es complicado. Creer es aceptar, es acostarse en la cama a tomar whisky. No creer es un trabajo constante, ingrato, impago. No creer es estar sobrio cada minuto de la vida.
      Miro a Sofía. Tiene la piel lisa y suave. Sin marcas.
      Eso que escribí sobre las marcas del bautismo era pura mentira de mal dormido. Puedo mentir ahora cuando escribo acerca de los detalles de esa noche, puedo mentirles a mis lectores. Pude mentirle a mi padre. Pero jamás le mentiría a Sofi.
      Enrique cree en Dios como en un GRAN CALOR, lo dijo el otro día. Hizo así con las manos, para que el calor pareciera enorme. Por eso enciende fuegos, hace asados, fuma. Por eso compra petardos para navidad, aunque mi hermana lo rete afirmando que es peligroso. Su visión de lo navideño es el encendido de pirotecnia.
      A Sandra le gusta el champán. Su visión de lo navideño es consumir botellas hasta quedar desmayada. El alcohol enciende la fogata.
      _¿Adónde está el abuelo?
      _En el cielo _dijo mi hermana.
      _¿Y papá va a tirar un cohete? ¿No lo podemos lastimar? ¿No lo vamos a ahogar con el humo? Mejor prendemos solamente estrellitas...
      _Pero dejálo a tu papá, que quiere cohetes _ dije.
      _Odio esos petardos _ interrumpió Sandra.
      Enrique pensó antes de hablar.
      _Es para ver si el abuelo está.
      _¿Cómo? _preguntó Sofi.
      _Con la luz.
      Una cañita voladora cayó en el jardín, provocando el incendio de un cantero. Fui a apagarlo con un balde lleno de agua. La operación duró un par de minutos. El agua apagó el fuego.
      Para eso son los bautismos.
      Abrió mi paquete. Era la Barbie nadadora, la que me había pedido que le comprara. Eran las diez y treinta y seis, lo recuerdo porque miré el reloj. Después fue que salí corriendo a llenar el balde para apagar las plantas encendidas. Sofi también salió corriendo. A buscar el punzón para agujerearle los ojos a su muñeca nueva. Era viernes, y yo no debería haber estado allí.
      Luego se fueron a hablar entre ellos, a su cama matrimonial. Y después Enrique salió hecho una furia. "¿Adónde va papá?", preguntó Sofi. "Al Tiro al Segno", le dije. Ella fue hasta el cajón de la mesa de luz, para mirar. Eran las doce menos veinte. Se puso el camisón y volvió.
      _¿Todavía seguís peleada con tu papá?
      Subió los hombros, como si no supiera. Podía escucharse el llanto de Sandra, manso, llegando desde la habitación.
      El consuelo es algo difícil de manejar. Una de las cosas en las que me gustaría tener una fe ciega. Por eso dejé a Sofi en el sillón y fui hasta la habitación de mi hermana; por eso entré. La fe ciega es una redundancia; sobra la ceguera o sobra la fe. Para creer hay que cerrar los ojos. Fue en la noche de navidad del año 2005. Sandra estaba borracha, vestida, tirada en la cama. ¿Qué hacía yo ahí, en medio del huracán de la familia de otro? Simplemente pasaba una fecha difícil, de esas en las que todos hablan de las familias y nadie puede no tener una. De esas en las que necesitamos pastillas para dormir y la pequeña ilusión de que tenemos algo que funciona. Aunque sea la familia de la hermana. Aunque nunca hayamos creído en Papá Noel. Fui hasta la mesa de luz, a cerrar el cajón que Sofi había dejado entreabierto. La pistola estaba ahí, en su caja. Le saqué las balas y regresé al sillón.
      Sofi se hacía la dormida, pero me sentí en la obligación de hablar para tapar el llanto de su madre. Era mi forma de apagar ese incendio; de unir el agua al fuego para certificar el cese del credo, para revalorizar el hecho de no haber creído jamás en nada. Dije:
      _¿Mirá si Papá Noel se equivoca y baja de nuevo ahora, que son las doce?
      Y dije:
      _¿O mirá si Papá Noel se equivocaba de día y bajaba antes, una noche cualquiera, y te despertaba?
      Y dije:
      _¿Mirá si se apiada de nosotros y no vuelve más?
      Sofi se asomó desde debajo de la sábana para verificar que su vaso de agua seguía allí.
      _¿Qué es "apiada"?
      _Que nos tenga lástima.
      Sofi apagó la luz.
      _No seas boludo, tío.
      Esa noche soñé por última vez con el episodio del jarro. Se rompía el asa, la leche caía, me caía encima. Sin embargo, ni una sola gota llegaba al piso. Los pedazos de jarro cubrían la cocina de mi infancia. Era la primera vez que mi sueño se ocupaba de algo que no fuera la mancha sobre mi pantalón. Levanté uno de esos pedazos. La cerámica estaba seca por adentro. Ni rastros de la leche que tuvo. Como si el jarro jamás hubiera contenido líquido alguno

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