A VIDA
CANTADA
_Ay,
no dijiste que soy catedrática de Literatura Iberoamericana
Comparada y Directora del programa “La Escritura de las
Américas” en Boston University. Es una vergüenza que te olvides
de eso.
El hombre se llamaba Lucero
Aguirre. Era gordito, amanerado, canoso, fóbico. Nadie podría
haberle adivinado nunca la edad. Un homosexual pasivo y blando,
de esos que tan bien se llevan con las poetas maduras como Elsa
Goransky. Podrían haberlo discutido todo, de mujer a mujer. Sin
embargo, no estaban allí para discutir nada. El hombre era el
conductor del programa radial de poesía “Chancho de fuego” y
ella era una de sus invitadas. Lucero siempre llevaba a una
artista consagrada y a una joven. Adoraba a las poetas mujeres
por adopción, ya que se sentía la madre de todas. Aunque Elsa
era un poco mayor para ser su hija. Con ella se sentía “un
sostén para su menopausia”. Lucero Aguirre, Lucerito, las
iluminaba con su emoción. Y la vida lo había puesto en la radio
para que fuera un eterno difusor de la poesía en todos sus
cánones y colores. Era, a su propio decir, un poema con patas.
Le dijo:
_ No sabía.
Ella aclaró que se lo había
mandado por e-mail.
_Si no lo hubieras recibido,
habría rebotado.
_A lo mejor tu máster me entró
como correo basura, Elsita.
Hizo como que lo buscaba entre
los papeles de la mesa, infructuosamente. Había, además, tres
micrófonos y una pila de libros. El nombre del programa venía
del alter ego de Lucero en el horóscopo chino, al que siempre
consultaba por todo.
_Bueno _siguió hablando ella_, lo
mío no es sólo un máster, sino un MFA.
_¿Y eso qué es?
_Un Master of Fine Arts. También
tengo un Ph D en PA: Doctor of Philosophy.
_ ¿Y PA? _preguntó la poetisa.
_Poesía Andina, querida.
Poetisa era el título que le
había puesto Lucero: era una poeta joven y petisa. Entonces,
quedaba poetisa. Había hecho ese chiste unas veinte veces, en
los programas anteriores, siempre en off y siempre a la más
jovencita. Y siempre que no fuera muy alta. Esta era la primera
vez que la chica se reía.
La chica tenía veinte años y se
llamaba Mori Lara. Era flaquita y con una linda sonrisa. Estaba
vestida con una campera de jean, que se quitó al llegar, porque
le dio calor. Abajo llevaba una remera con la inscripción
“Marlboro”. Elsa Goransky declaraba cincuenta y cinco años,
medía un metro ochenta y tres y tenía el busto más grande que su
curriculum vitae. Ciento veinte, a decir del corpiño reforzado.
Estaba tan escotada que se le veían diez centímetros de
esternón, con la piel de los costados blanda y llena de pecas.
Llevaba puesto un tapado de gamuza color vino tinto que le
llegaba hasta los tobillos, con botones nacarados. Por adentro,
el tapado era de piel de llama. Se vio cuando lo abrió.
_Me encanta ese saco _le había
dicho la chica.
_ Es reversible, una cosa
fantástica _había contestado la señora.
Después le explicó lo de la piel
de llama. En Buenos Aires lo usaba solamente del lado de la
gamuza, para no aparentar. “Una no sabe dónde puede saltar la
envidia”, dijo. Allá en Boston, en cambio, lo usaba con el pelo
para afuera. Aclaró que vivía seis meses en Estados Unidos y
seis acá, en la Recoleta. Aunque hacía calor, no se sacó el
tapado en todo el programa. Únicamente se desprendió de los aros
dorados, y los apoyó sobre la mesa llena de papeles.
_ ¿Mori es tu nombre real? _le
preguntó.
_ No, cómo iba a ser. Me llamo
Moria.
_ Claro, Moria… es tan chabacano,
¿no? Si yo me hubiera llamado Moria, también me lo habría
cambiado.
Elsa Goransky llevaba el pelo
largo y ondulado, teñido de negro, pestañas postizas muy
curvadas y los labios pintados de color guinda oscuro. Parecían
detalles dispuestos para acomplejar a Mori Lara, tan adolescente
y retraída. Lucero le preguntó si había traído su curriculum
vitae y ella le respondió con un no de cabeza y una sonrisa
preocupada. Lucero pensó en explicarle que en la radio había que
hablar, o no iba a servir. Pero no dijo nada. Faltaban dos
publicidades para que entraran en el aire de nuevo. Podía
simplemente leer la solapa del libro de la chica, que se
titulaba Las casas de mi barrio.
El primer bloque había sido
íntegramente copado por Elsa Goransky, de cabo a rabo. Venía de
un congreso sobre el uso de las mayúsculas en la espineta, la
silva y el serventesio en la Universidad de Princeton, y cada
tres palabras que decía, una era en inglés. Pronunciaba
estirando los labios hacia afuera, como si le diera continuos
besos al aire. Antes del programa habían ido los tres juntos, en
un remís, a la confitería El Molino. Aunque Mori tenía
auto, explicó que no iban a caber (porque era un auto
chiquitísimo), y lo dejó estacionado a una cuadra de la radio.
En El Molino pidió una Pepsi. Elsa y Lucero compartieron
un té de jazmín. En el trayecto de vuelta, Goransky había
insistido con que quería que le grabaran el programa en un
caset.
_ En Radio Nacional no grabamos
nada _le había contestado Lucero.
Elsa Goransky persistió.
_Exijo que lo graben, Luce, como
condición sinequanon a mi visita _terminó_. Después de todo, I
came free.
_¿Y trajiste el caset? _le
preguntó él.
_No, qué esperanza.
Mori tenía unos auriculares
colgando del cuello. Elsa le dijo:
_¿Vos tenés?
Mori abrió el walkman y sacó el
caset. Se lo dio a Lucero.
_Mirá que te va a desgrabar la
música…
_No importa _dijo ella_: la tengo
muy escuchada.
Elsa Goransky, entonces, cambió
de tema. Lucero tenía dos programas de literatura, ese al que
iban, el de los sábados, y “Tabaquería”, que iba los martes y
repetía el jueves por la tarde.
_ El otro programa para el
que me invitaste, Luce… ¿cuándo lo vamos a hacer?
El inconveniente era que
ella tenía poco tiempo: la habían llamado de La Nación
para hacerle un reportaje aprovechando que estaba en Buenos
Aires. Era una nota de largo aliento, explicó.
_Tenemos que planificar muy bien
los horarios, porque voy a estar ocupada con tanto reportaje.
_Bueno, no te preocupes, ya te
voy a avisar.
_Sí, tenemos que arreglar bien…
Lucero aclaró, con su voz finita
de maestra de primero be:
_El otro programa es más fácil,
hago las entrevistas por teléfono, y a lo sumo son de cinco
minutos. Ya lo vamos a arreglar…
_Pero mirá que este martes no
puedo.
_Yo tampoco: el programa de este
martes está grabado.
_Bueno, entonces quedemos para el
otro martes… ¿A qué hora me pensás llamar?
El remís los dejó en la esquina
de Tucumán y Maipú. Caminaron media cuadra y subieron dos pisos
por las escaleras. El edificio de la Radio Nacional parecía
abandonado. Le faltaban, como mínimo, treinta años de
mantenimiento. Había olor a alfombra mojada.
El operador atendió el pedido de
Lucero con cara de odio. Él sabía bien que los programas no se
grababan. Mirá si a cada gil que fuera lo iban a atender con esa
deferencia. Lucero dijo que se trataba de una excepción. Elsa se
apuró a interrumpir:
_En Anvers University están
haciendo una recopilación de toda mi obra, una especie de gran
catálogo de lectura visual y sonora, lo que ellos llaman un
template de todo el material que se pueda encontrar acerca de
mí. Por eso lo necesito: para el catálogo.
El operador miró a Mori.
_ ¿Y ella? _dijo.
_ No, ella no quiere nada. Sólo
pone el caset.
La chica sonrió; el operador dio
el visto bueno con desgano.
Se sentaron alrededor de la mesa.
La cortina musical empezó a sonar. Lucero les pidió los libros.
Ellas ya se los habían intercambiado, al subir al remís, por lo
que cada una le dio el libro de la otra. Lucero se escandalizó.
_¿No trajeron para la gente que
llama? Porque acá nos gusta rifar libros durante el programa…
_Yo traje dos _dijo Mori_: uno
para usted, y otro para darle a Elsa…
_La gente viene desde Morón a
buscar los libros _siguió diciendo Lucero_, y después, además,
llaman súper agradecidos…
_Qué contrariedad… _dijo Elsa
Goransky_ No avisaste nada, Lucerito… Yo traje uno solo para
ella, aunque… _Mirándola:_ te lo puedo dar otro día, ¿no? No te
importará. _Decidida, por fin: _Sí, Luce: el mío lo podemos
rifar.
_ Está bien _dijo Mori, subiendo
los hombros.
_ Lo que dije _aseveró Elsa
Goransky.
Lucero insistió, para aumentar
los premios.
_¿Y si vos también me dejás el
que le diste a Elsita? ¿Por qué no rifamos ese también y después
le das otro el mismo día en que se encuentren para que ella te
dé el suyo? En este programa fomentamos las relaciones entre
poetas…
Elsa Goransky se apuró para
declarar.
_¡Yo pensaba enviárselo por
courier!
Y agregó, advirtiendo que su
comentario podía pasar por una grosería:
_El tuyo, querida, me gustaría
llevármelo hoy mismo. Muero por leer tus poemas. Antes de irme a
dormir, como mínimo, me leeré tres o cuatro.
Y, como Mori no dijo nada, agregó
una palabra más:
_Tonight.
_Salimos al aire _dijo Lucero.
La cortina musical era de
cuarteto. Lucero habría querido poner música clásica,
“Tchaikowsky”, por ejemplo, en “El vuelo del cisne”, que era tan
bonito y tan gay, pero un novio descontracturado que había
tenido lo había convencido de que pusiera algo movido, por
ejemplo una cumbia de “Pibes chorros”. Terminó terciando con
Rodrigo: “Por una noche de hotel”. Un asquito. En cualquier
momento la cambiaba por “El Mar” de Debussy. Se acercó el
micrófono a la boca, como si se lo fuera a tragar.
_Todos sabemos, porque es algo
que se descubre intuitivamente, lo que es poesía y lo que es
prosa. En nuestro lenguaje familiar ya establecemos la
separación entre lo bonito y lo feo, lo armónico y lo
estridente, lo poético y lo prosaico. La prosa de la vida la
constituyen los actos materiales. Ya lo dice don Ramón de
Campoamor, admirado poeta: “Lengua de Dios, la poesía es cosa /
Que oye siempre cual música enojosa / Todo hombre superior en lo
mediano, / Y en cambio escucha con placer la prosa, / Que es la
jerga animal del ser humano”. Chicas: ¿la poesía es la música de
las palabras?
Elsa Goransky se cerró un poco el
tapado sobre el escote. Qué pregunta idiota. Nunca en sus años
de profesora alguien le había dirigido una pregunta tan banal.
Mori agarró el micrófono como si se animara y Lucero la
incentivó para que respondiera. Mori dijo, en un susurro:
_La poesía es la vida cantada.
_La vida cantada… _repitió
Lucerito, como enajenado por la bondad de aquellas palabras.
Elsa Goransky negó con la cabeza.
_Así era en la época de Homero,
el vate griego. Así era ocho siglos antes de Jesucristo
_agregó_. Los hombres iban a la guerra y le cantaban a la
guerra, y todos lo entendían. Ha pasado el tiempo, sin embargo.
_ ¿Y? _preguntó Lucero.
_Debería haber cambiado algo,
digo. En los años cincuenta aquí todavía estaban las
declamadoras, esas mujeres gruesas que llenaban teatros
recitando poesías de Alfonsina o Gabriela. Cuando digo Gabriela,
digo Mistral _le explicó a la poeta joven, entornando la cabeza
hacia ella_. Y declamar era hacer grandes ademanes en el
recitado, cosa que ya está perimidísima. Como lo del vuelo
poético, también, y el tema de plasmar… ¿no? Esa palabreja.
Intuyo que algo debe haber cambiado.
_Sí, que los poetas ya no volamos
_dijo Lucero.
Se rió de su propio chiste. Mori
no parecía estar tan de acuerdo, pero no dijo nada porque Elsa
continuó.
_Como si habláramos hoy de la
musa de los poetas; esa es una expresión heredada de la
mitología. Las musas eran las hijas de Zeus que cargaban por su
vida de diosas con la desgracia de la omnius scientia;
_mirándola a Mori:_ es decir, el conocimiento de todas las cosas
reales y posibles del mundo. O como si habláramos hoy, en pleno
año dos mil ocho, de prosa didascálica, _volviendo a mirar a la
joven, para explicarle:_ la poesía que enseña cosas útiles. Eso
se acabó con las Geórgicas de Virgilio.
_¿Y los poetas de ahora, para qué
estamos? _preguntó Lucero.
La inclusión llamó la atención de
Elsa, que hizo un silencio antes de contestar.
_¿Vos también sos poeta,
Lucerito?
Lucero resopló.
_Esta explicación es para el
público _dijo, severamente_: conocí a Elsa Goransky a mediados
de mil novecientos setenta y cuatro, cuando mi interés por la
poesía empezaba a afianzarse. Nuestra amistad, cimentada en
cuestiones comunes desde el principio, se fue enriqueciendo a lo
largo de años en los cuales el tema a tratar era no sólo la
pasión por lo poético, sino las circustancias vitales que
aquellos días difíciles hacían de mí un escucha atento a su
experiencia. En esa época su actitud y sus palabras nunca
dejaban traslucir la obviedad de que yo era el aprendiz y ella
la maestra. Ha pasado el tiempo, pero de ahí a olvidarte de que
escribo, Elsa…
_Te estaba probando _mintió
ella_. ¿Es poesía gay?
Mori se rió. Lucero movió los
papeles sobre la mesa como si fueran naipes. Se sirvió agua en
el vaso. Elsa insistió:
_¿Es poesía gay, mi amor?
Lucero recitó, pestañeando. “Toda
ilusión el corazón embriaga / mientras su dulce realidad nos
niega: / es realidad después, y ya no halaga; / el deseo es una
ola: se despliega, / resbala, se hincha, se abalanza, llega /
reventando en espumas… y se apaga”.
El silencio fue total. Nadie hizo
ni el más mínimo ruidito. El operador apenas si osó levantar su
mano derecha como modo discreto de preguntarles a ellos, a los
tres de la sala, si podía interrumpirlos. ¿Se acordarían de que
estaban en el aire? Lucero suspiró cortamente e hizo que sí con
la cabeza. La luz se puso verde.
_ Te reventó, entonces, mi
pregunta _dijo Elsa, sonriendo.
Lucero dejó pasar el comentario y
se dirigió a Mori.
_¿De qué signo sos? _le preguntó.
_De Sagitario _respondió ella.
_Me refería al Horóscopo Chino.
_No sé.
_¿Sos del ochenta?
_Ochenta y siete.
_Debés ser Dragón de Madera.
_O Serpiente de Barro _agregó
Elsa Goransky.
La canción que estaban escuchando
era de Serrat. Nadie agregó nada más durante dos estrofas
interminables. Era la radio, pero las palabras sobraban. Mori,
al fin, cantó: “entre el cielo y el mar / vagabundear”. La luz
se puso roja otra vez.
_Bueno, acá hay un llamado de un
oyente que nos confiesa que quiere empezar a leer poesía, pero
no sabe bien por dónde. Creo que es una pregunta para la
profesora…
Elsa Goransky enderezó la
espalda. Enumeró rápidamente una lista de autores muertos, en la
que no faltaron Zorrilla de San Martín, Rubén Darío, Juan
Antonio Pérez Bonalde, Andrés Bello. Poetas cultores del soneto
y la silva, amantes de los endecasílabos y alejandrinos. Después
de José Martí tosió un poquito, para indicar que había
terminado.
_A mí me encanta Andrés Calamaro
_dijo Mori.
_Bueno, ese es un músico _retrucó
Elsa Goransky.
_ Sí, pero también un gran poeta.
Como Sabina _terminó Mori.
_O Serrat, a quien acabamos de
escuchar en un tema del disco Mediterráneo _agregó Lucero.
Elsa puso cara de “qué pavada” y
dijo:
_A Andrés, pobrecito, la rima
consonante lo consume más que la cocaína.
Nadie se rió. Lucero, para
cambiar de tema, decidió largar el concurso del día. Tenía que
leer el fragmento de un poema y la gente debía llamar para dar
el nombre del autor. Recitó: “Porque veo al final de mi rudo
camino / que yo fui el arquitecto de mi propio destino; / que si
extraje las mieles o la hiel de las cosas, / fue porque en ellas
puse hiel o mieles sabrosas: / cuando planté rosales coseché
siempre rosas”.
_Es bien fácil _dijo Elsa, y miró
a Mori para adivinar si sabía la respuesta. Mori sonrió
desganadamente, sin dar indicios claros. Lucero había recitado
de memoria otra vez. La buena poesía, la que tenía rima
interesante y un ritmo propio de carácter prosódico, se le
pegaba a la mente como un tatuaje. Después, no se acordaba dónde
dejaba las llaves o el celular. Pero un ritmo elegante, sáfico,
le resultaba indeleble. Su memoria estaba unida a la música de
los versos. Por eso hacía un programa de poesía en la radio. Por
eso mismo era poeta en sus ratos libres.
_¿Lo sabés? _insistió Elsa
Goransky.
_Claro _dijo Mori.
Lucero le pidió a Elsa que leyera
algo propio, pero ella dijo que, first things first, prefería
concentrarse en la fascinante poesía andina de autor anónimo que
había sido objeto central de su tesis de doctorado en Boston, y
un tobogán directo a su propio quehacer de poeta. Lucero pensó
que la palabra tobogán no iba con esa gorda. Y pensó,
adicionalmente, con esa gorda chota. ¿Por qué lo habría
ninguneado de esa manera? ¿Lo tuyo es poesía gay, querido? ¿Qué
sería poesía gay para la gorda? ¿Poesía abundante en penes y
culos rotos?
La boca de Elsa Goransky era como
un títere obsceno que ella manejaba para darse a entender con el
público. La poesía que estaba modulando, el colmo de ampulosa y
ridícula. Y llena de palabras raras: paqcha, ucucha, kantuta,
chulpa… ¿A quién sino a esa tarada de tetas caídas se le podía
ocurrir que leer al aire a un poeta andino durante la medianoche
de un sábado podía ser interesante? Nada de lo andino era
valioso para Lucero. Sobre todo a partir de la lectura de Elsa
Goransky, Ph D in PA. El público opinaría lo mismo, pensó.
La chicha y la huasta del yajo y
la huanca. La gorda Goransky levantaba las manos para acentuar
esto o aquello que sus labios afirmaban. Estaba muy en contra de
la declamación, pero cuando le tocaba recitar, declamar era lo
suyo. Como una tía vieja, pensó Lucero. El majestuoso Choca,
Uomachoga, Jocha-Jepa. La chiquita Mori la miraba embelesada.
Hipnotizada, se dijo Lucero. ¿En qué estaría pensando esa
chiquita cuando la profesora, desbordante de gestos, pasaba del
airampo a las filudas tajllas que hieren la tierra? ¿En la ropa
que dejó para lavar? ¿En las cuentas que deberá pagar el lunes a
la mañana? ¿En la mamada que le hizo anoche a su novio y amante,
de parado, en una esquina del barrio del Once?
_ …y la emancipación del
alfarero.
La boca de Elsa se quedó un
instante abierta. Lucero pensó que ahí jamás iba a entrar una
pija. No la suya, claro. De pensarlo, nomás, le venían arcadas.
La pija maloliente de un hetero, la del marido de la gorda, por
poner un ejemplo. Esa bocota roja ya servía solamente para comer
bombones rellenos de dulce de leche, para dejar brotar versos
ininteligiblemente cansadores y _tal vez_ para roncar a la hora
de la siesta. Nada más. Elsa Goransky dio vuelta la última
página del poema.
_ Bellísimo _dijo él.
La profesora había leído lo suyo
con autoridad. Sus palabras eran catedráticas, contundentes,
aunque incaicas. Ahumadas, pensó Lucero, por pensar algo. Pidió
ir a un tema musical. La gorda Goransky había impregnado el éter
con su oralidad como una perra marca su territorio con su orina.
El tema era el cuarto de Ainda,
Madredeus. Al operador le había parecido que era lo más andino
que tenían. También había una versión de “El cóndor pasa”, pero
tocada por Simon & Garfunkel. A Elsa Goransky podía haberle
gustado, de todas maneras. Lucero se sonrió con sorna.
_ Ahora te toca a vos _le dijo a
Mori.
Ella se enderezó en su silla. Se
acomodó el micrófono. Estaba visiblemente nerviosa.
_ Arrancá con la luz directamente
_agregó Lucero.
Mori levantó la vista. Las
pupilas se le pusieron rojas. Entonces empezó a soltar una voz
finita y sonsa, tibia, insonora. “En Castelar / las chicas
tienen los ojos de celeste (pintados). / Y las que todavía están
vírgenes se juntan en la sala de urgencia de la Sociedad de
Fomento / a contar cuentos verdes, / los viernes”. Su vocecita
no alcanzaba siquiera a dispersar los ecos de la otra, que
parecían seguirse repitiendo como una voz de fondo. “Hay una
plaza en Castelar, / con una estatua de Sarmiento / y árboles.
Quedó al servicio / de los gatos iniciados al celo, / desde que
se murió la vieja Lavandina”. La chiquita parecía haberse
quedado escuchando los poemas anteriores, en lugar de
concentrarse en los propios.
_ Más fuerte _le pidió Lucero.
_Con más ganas _opinó la
profesora, sin que nadie se lo pidiera.
Mori hizo un esfuerzo. Desde el
bachillerato había aprendido a odiar a esas mujeres grandotas,
de busto generoso, que la obligaban a estar a un lado. No sentía
que la voz penetrante de Elsa Goransky fuera una marcación, pero
sí creía que su cuerpo lo era. Un territorio surcado por uñas
pintadas con brillos afilados, corpiños armados en punta y
peinados carnívoros, caníbales. Mori llevaba una vida de ayuno
en comedores siempre ocupados por extrañas.
Leyó sus estrofas sin competir
con Elsa Goransky. Lucero pensó que a su lectura le faltaba
superioridad. La humildad no iba, definitivamente, con la
literatura. Prefería el tono insoportable de Goransky a la nada
insípida de la chiquita. “Como diría Gombrowicz”, pensó, “en el
mundo poético todo se exagera, y aún los creadores mediocres
pueden adquirir dimensiones apocalípticas”.
_Las manzanas de Castelar tienen
forma de manzana / cuadrada, con casas / que miran para adentro
y miran para afuera; / y entonces una elige.
Cuanto
más leía Mori, peor se sentía. Le pasaba exactamente lo
contrario de lo que hablaba Gombrowicz: si por casualidad su
poesía contenía una pizca de talento, el propio recitado que
ella hacía la iba gastando poquito a poco, haciendo que
adquiriera dimensiones acabadamente desgraciadas. El locutor del
programa le estaba exigiendo fuerza. Una ferocidad que ella no
tenía ni cuando se enojaba.
_Porque a lo mejor una prefiere /
el agua fresca, / y cada corazón tiene guardada / una vertiente
de agua y de ganas.
Odiaba estar ahí sentada entre esa profesora y ese maricón.
Odiaba competir con sus poemas contra la gesta andina. Por un
momento sintió que todo lo que había hecho en su corta vida era
una idiotez ingobernable, y le vinieron ganas de llorar.
Gombrowicz había planteado el problema con inteligencia: el
universo de la poesía no era más que afectación.
“¿Resisten sus poemas cuando caen en las manos del enemigo? Como
cualquier otra forma de expresión, la poesía debería concebirse
y producirse de modo que no traiga deshonra a su autor, aunque
sus poemas no le gusten a nadie”. Se acordaba literalmente de
ese extenso párrafo del polaco cada vez que leía en público,
como modo de alivianar su carga de vergüenza.
_Porque en Castelar los sueños, /
si resplandecen, / salen de día a saludar a los pibes que patean
latas.
Lo que debía hacer era bajarse
del chancho. Ahí mismo, en ese mismo momento. Leyó la última
estrofa con los ojos llenos de lágrimas. Dijo la palabra
“poligriyo”.
Lucero sonrió, esta vez sin
sorna. Le había gustado más o menos. Dijo:
_¿Quién te está escuchando, Mori,
en tu casa?
_Mis papás.
_¿Y tu novio?
_No, no tengo novio.
_¿No tenías uno la semana pasada?
_Lo dejé.
A Elsa Goransky, esos comentarios
mundanos la ponían de mal humor. ¿Para qué malgastar tiempo de
la radio en frivolidades? Con la cantidad de lectura que ella
había traído para obsequiar… La poesía de la chica le había
parecido terrible. Naturalista. La verdad, esa idea de la autora
consagrada compartiendo piso con la que está surgiendo era súper
idiota, pensó.
“El cantor canta y el oyente
escucha, boquiabierto”. ¿De quién era esa cita contra la poesía?
Argentina, un país de improvisados. Elsa Goransky supo que esa
era la razón por la que se había ido. “Cientos de personas
componen versos y cientos se sientan a aplaudir”. Y son los
mismos cientos los que componen que los que aplauden. Ahora
están de este lado, después del otro. “¡Qué multitud de seres
excepcionales!” Así pasaría con esa chiquita.
¿Por qué Lucerito, un amigo, le
había jugado la mala pasada de compartir el cartel (y lo que era
peor: ¡el tiempo!) con una improvisada? ¿Solamente el hecho de
que fuera la costumbre del programa habilitaba, una vez más, el
rito equivocado?
_Bueno, a mí también me gustaría
leerles algo de mi cosecha _dijo _, aunque por humildad preferí
comenzar por la mágica y poderosa poesía de Sayla…
_En el próximo bloque _cortó
Lucero_. Porque ahora viene la tanda.
La tanda era una seguidilla de
avisos de revistas literarias y editoriales. Las revistas tenían
nombres esquivos. El macho cabrío, Los asesinos
tímidos, Milanesa con papas, El ornitorrinco.
Nombres que para nada aludían a lo literario. Las editoriales
tenían nombres que aludían a la dificultad de la tarea de
publicar: El andariego, El inconformista,
Último reino, Entropía, Estrella distante.
Eran cosas inalcanzables. Otras llevaban el nombre de objetos
extravagantes: La rosa de cobre, Gárgola, El
cuenco de plata, Mansalva, Huesos de Jibia.
También había un aviso de limonada sugar free. La
voz del locutor era más indicada para nombrar la limonada que
esa ristra de títulos imposibles.
Después pasaron una musiquita y
Lucero le pidió a Elsa que se preparara. Elsa Goransky esperó la
luz roja con aplomo. Carraspeó un segundo antes de que se
encendiera, pero no empezó a leer inmediatamente, sino que
anticipó su larguísimo poema sobre la muerte del verano con un
silencio de redonda y cara de prócer. Actuaba como si en lugar
de estar en un estudio de radio, hubiera estado en la
televisión. Eso es lo que Lucero pensó. Al leer su poema, Elsa
se iba riendo y sonrojando, como si el texto tuviera mucha
ironía y ese gesto o aquella cita fuera posible de captar por
sus oyentes. Un guiño inteligente con su público. Lucero
controló el tiempo en el reloj pulsera que su último ex novio le
había traído de un crucero gay por las Bahamas: ¡casi seis
minutos!
_Gracias, Elsa. Una obra
ambiciosa, sin duda. ¿Un poema cortito, Mori, para cerrar las
lecturas?
Ella se rascó la nariz y la
frente. Con los ojos cerrados y la voz temblorosa, recitó:
_Acerco una gota de agua / al
corazón de la lluvia. / Protegerla es acariciarla. / Sonreímos
los dos. / El día que no funcione una sonrisa / florecerán
granadas en los ombligos.
A Lucero se le iluminó la
expresión. Ese poema era realmente bonito. Sencillo y dulce. En
cambio, la cara de Elsa Goransky se volvió del mismo material
incólume que el micrófono. Parecía que ambos, cara y micrófono,
fueran las únicas cosas salvadas del incendio final de la
poesía. Alguien de producción entró con la lista de los
ganadores del concurso y le entregó el papel a Lucero, justo en
el momento en que él decía “¿bonito, no?”, preguntándole tal vez
a Elsa, tal vez a la audiencia. Elsa entonces cambió el
microfonismo por un gesto que simbolizaba lo demasiado obvio que
le había resultado aquel poema. Pero, además, lo dijo. “Es
demasiado obvio”. Al aire. Se le había escapado, por segunda o
tercera vez en lo que iba de programa. Las palabras se le
trepaban a la meseta de colágeno de su labio inferior, se
asomaban al infinito y, simplemente, se dejaban resbalar sobre
el rouge para zambullirse en la realidad. Así era ella: sincera
y espontánea.
El corte llegó con un tango.
Tanto Elsa Goransky como Mori Lara odiaban el tango; en eso
estaban juntas. Pero no hablaron de tango, sino de poesía. Elsa
estaba ahí porque era grande, profesora, y opinaba con la
seguridad del que sabe. ¿Cómo alguien podía creer que eso que
Mori había leído era poesía? Algo tan sencillo, tan ordenadito…
Dijo ordenadito con petulancia. Y también dijo:
_La poesía no se debería poder
entender así nomás.
Lucero y Mori se miraron,
callados. Para Elsa, la poesía llevaba implícita el secreto de
los cofrades, de los que forman parte de un clan. Nadie que no
fuera un iniciado debería querer comprender poesía.
_Sería una impertinencia. Algo
desubicado _agregó.
Y después se quedó un instante
callada, como ofendida. Hasta que Lucero Aguirre reaccionó.
_¿Qué querés decir, Elsita?
_Eso que dije. Ni una letra más,
ni una menos. Si algo fue oculto o develado en la palabra
escrita, sólo el verbo poético tendrá la dignidad, el coraje y
la posibilidad de réplica necesarias. Frente a la palabra, nada
más que la palabra.
_Bueno, pero prefiero que se
entienda _dijo Mori, por toda defensa. E inmediatamente
preguntó: _ ¿Por qué el programa se llama Chancho de Fuego?
Lucero contestó calibradamente.
No le molestaba que se lo preguntaran. Cuando le molestara, si
alguna vez ocurría, lo cambiaría por un nombre menos banal. Esto
no había sido idea del novio _ex novio_ desacartonado, sino de
él mismo, en una tarde de amor de primavera.
_ Qué desilusión _agregó Elsa
Goransky. Pensé que era porque la palabra poética es fuerte como
un cerdo en celo, o un jabalí. Hot and wild.
Lo dijo efusivamente, como si
estuviera hablando de ella misma.
_Tendrías que tener un tapado de
piel de chancho _agregó, dirigiéndose a Lucero_ para venir acá
completo.
_Tengo uno _dijo él, risueño.
Las invitadas se rieron.
_No sabía que se hicieran tapados
con piel de cerdo…_dijo Mori.
_¡Cómo se van a hacer! _gritó
Elsa.
_Se hacen, claro _desmintió él_.
Del chancho se aprovecha todo: la carne, el cuero, los huesos…
_¿Y con los huesos qué se hace?
_Se los muele para fertilizantes.
O se tallan piezas de ajedrez.
_¿Y con los ojos? _preguntó Mori,
ingenua.
_Se juega a la bolita _contestó
Lucero.
Mori largó una carcajada.
_Juego hermoso el ajedrez.
Borgeano _acotó Elsa Goransky, muy seria. Como si solamente
pudiera atender a los comentarios intelectuales, sin permitirse
ni un solo chiste mundano.
El programa volvió a abrir. Los
llamados eran todos para felicitar a Mori por su frescura. Le
hicieron preguntas sobre el nombre del libro, donde se podía
comprar, etcétera.
_Es de una editorial chiquita que
se llama “Sigamos enamoradas”; no se encuentra en todas las
librerías…
Marisa, de Barracas, le recriminó
a la profesora que hubiera expresado un comentario tan
despectivo. Elsa Goransky se puso colorada cuando preguntó cuál.
_Es demasiado obvio… _dijo
Marisa, con un tono burlón.
Lucero asintió. Odiaba que sus
entrevistados se hicieran críticas al aire. Entre bambalinas,
todo bien. En todas las cocinas hay humo. Pero comentar algo al
aire le parecía de un franco mal gusto. Ahí coincidía con
Marisa: Elsa Goransky había estado como la mona. El rubor de la
profesora se debía a que no había querido decirlo “en vivo”. Se
le había escapado.
_Parece despectivo _repitió
Marisa, antes de despedirse.
Omar, de Balvanera, también se
expresó:
_La gorda _dijo, refiriéndose,
sin conocerla, a la profesora_ es una guaranga.
Lucero miró al operador, que subió los
hombros y cortó la comunicación. Elsa se había quedado con una O
mayúscula en la boca. El cuartetazo interrumpió el efecto.
_Oh my God… ¿Cómo se atreven…?
Lucero le pidió disculpas en
nombre de la emisora.
_Es el problema de la
comunicación en vivo _dijo_. A veces pasan estas cosas…
_Qué puta mierrrrda _protestó
ella, enojadísima. Clavó sobre la mesa sus uñas largas.
Lucero juntó algunos papeles en
una carpeta. No era que estuviera totalmente indignado; en
cierto modo le pareció que ella se lo merecía. Pidió que pasaran
el reporte del tiempo y las propagandas. Suspiró.
_Perdoname que te lo diga así,
Elsita, pero un poco te lo merecés.
_Oh _dijo ella.
Él continuó.
_Reconocé que estuviste mal.
Ella sacudía la cabeza en un no
puede ser rotundo y temblequeante. Las mejillas eran dos
esponjosos budines de pan servidos en el último asiento de un
colectivo 60.
_No te puedo creer que defiendas
a ese energúmeno _fue lo único que dijo.
Lucero explicó que no lo estaba
defendiendo, que obviamente la quería a ella como si fuera su
amiga íntima. “Vos lo sabés, no tenés que histeriquearme nada,
Elsi”.
_Pero deberías disculparte por lo
que dijiste de la demasiada obviedad.
Elsa Goransky torció todas las
arrugas de su cara empolvada. Miró a Mori con desprecio, con
lástima, con irritación y, finalmente, con comprensión. En ese
orden. Mori dijo:
_Miren que a mí no me preocupa
mucho…
Lucero dijo:
_Ay, querida, ir así por la vida…
¡Un poco más de autoestima, por favor! Elsa debe disculparse.
_Bueno, si es necesario… _dijo
Elsa.
_Al aire _agregó él.
_No es necesario _afirmó Mori.
La voz de una locutora dijo: “En
la ciudad de Buenos Aires, en este momento hacen dos grados y
tres décimas, con sensación térmica de un grado y una humedad
ambiente de 77%, con viento frío del sur”.
_Hay que abrigarse _agregó.
La luz roja se volvió a encender.
_Sí, habrá que abrigarse un poco
más _dijo Lucero, mirándole el escote a Elsa Goransky _; aunque
acá estamos calentitos, hablando de poesía, como siempre… Esto
es el Chancho de Fuego y hoy tenemos una discusión tal
vez ancenstral sobre la poesía: hermetismo versus comprensión…
Los oyentes pueden dejar sus comentarios al teléfono…
Elsa Goransky decidió agarrar el
toro por las astas. Dijo que no existía una poesía hermética y
una que se entendiera. Que eso era una pavada, porque la poesía
no estaba para ser entendida, sino para ser puro goce. Cuando
dijo puro goce le dio un escalofrío de sensibilidad.
_La poesía es un recorte extraño
de la realidad, que no tiene por qué explicarnos nada. Para las
explicaciones están los manuales. Ni siquiera la literatura es
una serie de palabras concatenadas para explicar una trama,
alguna ficción. Nada más lejano a eso. Menos aún la Literatura
con mayúscula. ¿Qué nivel de coherencia quieren pedirle? La
literatura es como una red de pesca, donde si logramos
visualizar alguno de los nudos de cerca, donde si logramos,
quizás, tocarlo, sentirlo, desatarlo, es porque ya estamos
definitivamente atrapados.
Después se puso un poco más
nerviosa.
_Además _dijo_, yo no la estaba
criticando a ella… ¡Qué audiencia más quisquillosa! Si acá Moria
lo entendió bien…
Mori puso cara seria. No le había
importado, tal vez, que esa gorda chota le criticara su poema
_estaba en todo su derecho de que no le gustara_, pero odiaba
que la llamaran por su nombre verdadero. Para eso se había
inventado un seudónimo, para que nadie se dirigiera a ella con
su nombre real. El conductor advirtió el enojo de la chica.
_Estamos entre amigos, Morita…
Esto lo sabemos nosotros y también nuestros oyentes, que nos
siguen enviando respuestas al concurso y mensajes de texto…
_Antes de que sigas, Lucero,
quiero decirte una cosa más _cortó la profesora.
_¿Sí?_ preguntó él, con un poco
de miedo.
_La propuesta hermetismo versus
comprensión me parece una dicotomía falaz _le dijo.
_A mí no _agregó Mori_. Lea algo
hermético pero que se comprenda, a ver.
Elsa Goransky se sintió tocada en
lo más profundo de su orgullo. ¿Quién era esa mocosa para venir
a torearla de ese modo?
_Ay, querida _le dijo_. No seas
tan ingenua…
_No es ingenua _interrumpió
Lucero, casi de mala manera_. Los oyentes y yo también queremos
que leas algo que explique tu postura.
_¡Debería hacer una tesis! _se
rió ella.
_Poesía _insistió Lucero_. Te
estamos pidiendo que nos leas algo que ilustre lo que afirmás
con tanta sabiduría universitaria.
Ella se lo quedó mirando,
ofendida, pero sin reaccionar. “Las miradas no salen por la
radio”, pensó Lucero, pero dijo:
_Por favor.
Elsa Goransky estudió los papeles
sobre su mesa como si fuera el tablero de un juego innecesario.
O cartas de un amante olvidado. O poemas sin explicación, lo que
eran. Pensó leer un poema al azar, pero salteándole los versos.
Un renglón sí, uno no. Si ellos se burlaban de la poesía
verdadera, ella iba a burlarse de todos los oyentes. Pero luego
se le ocurrió algo mejor. Abrió su libro, Almanaques de ira.
Rápidamente fue hasta la última página. Sonrió antes de leer:
_ de la nada soñamos / un tiempo oscuro / éxodo / el viento de
la paranoia / inflamado, inflamadas / señales / heridas de
muerte / con el corazón en vertical
Los tres se quedaron en silencio,
pensando. Ella se sintió una poeta maldita. Como Baudelaire,
como Celan.
_Bellísimo _dijo Lucero.
_Interesante, aunque sigo sin
entender _dijo Mori.
Elsa Goransky cerró el libro.
_¿Cómo se titula?
“Índice”, estuvo por decir. Pero
dijo: “El amor”.
_ Ahí sí _dijo Mori_, ahí
se entiende más.
Elsa Goransky se infló de
orgullo.
_Mis libros se venden muy bien en
la Argentina. Yo me sorprendo siempre, a veces hay alguien que
no conozco y me leyó. Entro a una librería, a La boutique del
libro de San Isidro, por ejemplo, y los empleados me paran
para felicitarme por las ventas. Es impresionante lo que mi
poesía gusta en este lugar. Porque yo publico en Estados Unidos
o en Francia, pero no hay como publicar acá. Tengo una amiga que
vive en París y siempre me pregunta ¿y tú que interés tienes en
publicar en la Argentina si publicas en Estados Unidos, que te
pagan mejor? A lo que yo contesto: acá me siento en casa.
Argentina es mi país.
Lucero empezó a cerrar el
programa. Leyó la lista de respuestas, entre las que había siete
erróneas, que iban desde Calderón de la Barca a Lope de Vega.
Habían ganado dos participantes: Aníbal, de Munro, y Jovita, de
Paternal. “Amado Nervo”. Elsa Goransky corrigió:
_Juan Crisóstomo Ruiz de Nervo.
_Chicos, felicitaciones: Jovita
se lleva el libro de Mori y Aníbal el de la profesora.
Aníbal, que estaba en línea
directa, hizo un pequeño silencio.
_¿No hay uno de la otra? _dijo,
al fin.
_Lamentablemente, no _habló Elsa
Goransky, por el locutor.
_Entonces quiero que Mori me
fotocopie el poema del ombligo.
Mori dijo estar muy halagada, y
le pidió al hombre que dejara su dirección de e-mail para
enviárselo por correo electrónico.
_Bueno, también lo puedo colgar
en mi blog _agregó. Se disponía a dar la dirección, cuando la
interrumpió la profesora.
_Los blogs, ah, qué porquería
_dijo_ ¿No pensarás dar la dirección al aire, no?
_¿Por qué no? _ Mori subió los
hombros.
_¡Qué descaro! _dijo Elsa
Goransky. Por alguna razón no dicha, a ella le parecía un
escándalo.
Mori se quedó callada. El
conductor le guiñó un ojo.
_Todos los que quieran saber la
dirección de blog de Mori Lara pueden comunicarse al teléfono
del programa y se la daremos, obviamente.
Había tratado de ser un
morigerador. “Nunca antes mejor utilizada esa palabra”, pensó.
Elsa Goransky agregó, despectivamente:
_ La única literatura digna de
ser leída es la que sale en los libros, en papel.
Fue enfática al dar su opinión.
Mori sólo abrió la boca para decir:
_www.mandarinasdulces.blogspot.com
Otro oyente, Carlos, de Haedo,
envió un mensaje de texto preguntándole a la señora profesora
qué había que haber leído para entender sus versos. Lucero acotó
que era como preguntar cuántos amores hacían falta para entender
el amor… “Es una respuesta imposible”, afirmó. Elsa Goransky lo
reafirmó con la cabeza. Mori tenía una respuesta, y la dio.
_Todos _dijo_. Todos los amores,
todos los poemas.
Por segunda vez estaban de
acuerdo, las dos. En contra del tango, pero a favor del amor…
Sonrieron al mismo tiempo. Lucero miró el reloj y supo que
felizmente habían arribado al final. La hora real coincidía con
la hora del sentimiento, como tenía que ser en un programa de
poesía. Aprovechó el instante para despedirse. Les dio la mano,
agradeciéndoles muy especialmente por su atenta visita a
Chancho de Fuego. Y por la lectura vital de sus poemas. La
luz roja se apagó. Lucero dijo, en off:
_ Salió genial; estuvieron
absolutamente di-vi-nas.
Estaba entusiasmado de verdad. Se
secó la frente con un pañuelo que tenía bordada una mariposa.
Mori se puso la campera de jean y Elsa Goransky, los aros.
Las dejó en la escalera. Les dio
un libro de él, a cada una. El libro se titulaba Manoseándote,
y era de sonetos. La editorial se llamaba, también, Chancho
de Fuego.
Las dos bajaron la escalera en
silencio. En el hall de la radio, el portero de noche cabeceó.
Mori le hizo un saludo con la mano levantada; Elsa Goransky ni
lo miró. Elsa Goransky estaba preocupada sólo por una cosa: cómo
se iba a volver a su departamento de Recoleta.
Salieron a una ciudad oscura y
fría. Las calles estaban llenas de bolsas de basura. Algunas,
rotas. En la esquina de Lavalle había tres hombres haciendo
fuego. Cartoneros. Elsa Goransky alcanzó a distinguir sus
carretillas llenas de papeles. “Papeles con muchas poesías”,
pensó. No, no poesías. Los hombres tomaban vino de un tetrabrick
al que le habían abierto la boca como un vaso. Hablaban a los
gritos.
Mori no estaba pensando en nada.
Su Fiat 600 rojo, un bolita legítimo pero muy machucado, la
esperaba a una cuadra, bajando por Maipú hacia Lavalle. Sacó las
llaves de un bolsillo. El Fitito era el único auto visible de
los alrededores. Por la calle no pasaba ni un alma, y eso que no
era, todavía, ni la una y cuarto. Elsa Goransky lo constató en
su reloj. Ni medio taxi. Uno de los cartoneros, el primero que
osó mirarla, eructó.
_¿Estás con auto? _preguntó Mori.
_No.
_¿Te llevo a alguna parte?
El llavero tenía una gruesa
cadena que terminaba en una pelota colorada con un número, que
imitaba una bola de pool. Empezaron a acercarse al auto. Se lo
veía desvencijado y viejo, pobrecito, con esos costrones
oxidados. Aunque aún podía distinguírselo rojo. Pintura
original, año setenta y cuatro. El Fitito era más viejo que
Mori. La mujer mayor, la profesora, desvió la mirada de la
fogata. “La mujer del tapado caro”, pensarían esos hombres. Esos
villeros que encendían un fuego sin chancho, y que jamás de los
jamases habrían recitado verso alguno. Ni siquiera un verso
guarango; ni siquiera para burlarse de la poesía. Cruzó Lavalle
junto a Mori y caminó diez o quince pasos antes de detenerse.
Mori tuvo que tirar con fuerza de la puerta de su auto, para que
abriera. Elsa Goransky dio un paso más.
_¿Subís? _le preguntó la chica.
Elsa Goransky sintió un vago
calor sobre el cuello _con el frío que hacía_ y un lejano vaho a
vino barato. Aunque no podía ser más que su imaginación, porque
aquellos hombres habían quedado atrás, sobre la esquina. Se tocó
un aro y sujetó con fuerza su cartera de ante. “No sólo es
chiquitísimo, es un cascajo”, pensó. De repente, los hombres
habían dejado de gritar. El silencio de los cartoneros no podía
deberse a la espera para que ella pudiera responderle a la
chica. ¿Estarían siguiéndola, a sus espaldas? No iba a girar el
cuello. ¿Cómo subirse a esa catramina estúpida? Con su ropa
nueva, con su peinado caro. Estiró el cuerpo cansado sobre el
pedestal de sus tacos aguja, se abotonó con fingida humildad el
último de sus botones y dijo, con voz templada y lisa:
_No.
Mori subió a su Fitito rojo y se
perdió, se perdió en la ciudad.
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